Una mañana de agosto de 985 ocurrió el incidente que abre mi relato, el de Marcial, el carnicero, que culminara con la traqueotomía que impidiera la muerte de María, su hija. Los ecos del suceso volaron como el viento y llegaron a Medina Zahira. El déspota, en uno de sus pocos descansos belicosos, me llamó a su palacio. Terminaba de casarse con una hija del rey de León, Bermudo II, llamada Teresa. No sé exactamente el número que hacía en sus esposas, creo que la undécima. Su demanda podía obedecer a la curiosidad o estar relacionada con mi arte. Por ello, cabalgué lo más ligero que pude llevando la cartera con el instrumental y el estuche con la esponja soporífera. Tuve que ver con mis ojos, a la fuerza, el despropósito arquitectónico que, en forma de ostentosos edificios de gobierno, monumentos inútiles y preciosos jardines, había ordenado levantar para alimentar su ego insaciable. Su enorme palacio era bello de apariencia, pero feo en su interior, grotesco, deslucido, de un lujo chabacano. Me recibió en el Salón de Plata, un enorme recinto cuyos adornos y elementos —lámparas, mesas, sillas y marcos de ventana— eran o contenían el material argénteo. Pululaba por allí una legión de esclavas nubias y sudanesas, negras como azabache, que le servían de día. Por la noche cambiaba de color: las esposas y esclavas que le daban placer eran blancas, de mórbida y lechosa piel y con los ojos claros.

—Caro te vendes, médico —dijo, tomando de una bandeja de plata un dátil y ofreciéndomelo—. No asististe a la inauguración de Medina Zahira… —añadió mascando otro.

—Recibí tu invitación, señor, pero fue tarde, pues ese mismo día me embarcaba para Lisboa en un viaje científico que no podía diferir. Sentí mucho no poder acompañarte en la inauguración de tu bello palacio —contesté aceptando el fruto, aunque detesto comer entre horas.

—Lisboa… Hermosa ciudad que pienso mantener para Al-Ándalus contra viento y marea —aseguró.

—Allí sigue, tan bella como siempre, señor. Es la mejor perla entre tus posesiones —afirmé para halagarle.

Me observó con la suspicacia tatuada en sus pupilas, como intentando saber si hablaba en serio o me mofaba de él. Escupió al suelo la semilla del dátil, el muy puerco.

—Háblame del prodigio, Abul Qasim —pidió, mirándome con tal intensidad que me turbó. Siempre me llamó por mi nombre árabe. A pesar de ser unos años más joven que yo estaba avejentado. Le temblaban los párpados y profundas arrugas surcaban sus mejillas—. ¿Qué es eso de una niña que ha resucitado? —añadió.

—No hay prodigio que valga, señor —dije—. Los que te han informado lo han hecho mal. Se trató de una intervención que ya hacían los antiguos egipcios y que yo me limité a sacar del olvido.

—Cuéntame con exactitud lo que pasó. Notable debió ser cuando tu nombre se corea por todas partes más que el mío.

Le describí la operación sin hacer alusión a su morboso aserto. Debo reconocer que le temía. Su poder era omnímodo. Era dueño de la vida y la muerte en todo el califato. Ni siquiera se libraban del temor en los reinos y condados cristianos. Allí el miedo se convertía en pánico. Sólo con mencionar a Almanzor huían las gentes abandonándolo todo: campos, viñas, casas y alquerías. Escuchaba mi relación con interés, bailándole en los ojos una mueca indecente.

—Dicen que manejas un producto que suprime el dolor…

—Que lo aminora, señor. Quien te ha informado me quiere bien o estima mi trabajo en más de lo que vale.

Tenía buen cuidado en darle el adecuado tratamiento de señor, que le correspondía como primer ministro, cargo que ostentaba desde la muerte de Galib. Dudó antes de seguir.

—Tal vez debas utilizar conmigo tu buen arte. Para eso te he llamado.

—Ordena, señor, y veré qué cosa puede hacerse.

—Tengo un mal que me incomoda desde hace algunos días y que va a más.

Le pedí que me mostrara la parte afecta. Se alzó la túnica y descubrió en una de sus ingles una masa enrojecida, levantada, del tamaño de un huevo de paloma. La piel que lo cubría, distendida y brillante, no era muy dolorosa a la palpación. Era blanda, pastosa, fluctuando ya, esperando el momento de que hablara el escalpelo.

—Padeces una buba venérea, señor.

—¿Venérea?

—En el Oriente se denomina desde épocas remotas «mal de mujer», pues se piensa que son ellas las que lo transmiten con la fornicación.

—¿Algún tipo de mujer en especial? ¿Blancas, negras?

—Por lo común, mujeres públicas, señor.

—¿Estás diciendo que pierdo mi precioso tiempo con rameras?

—Jamás diría tal cosa, señor. Me preguntas y te informo. Si haces memoria, tal vez descubras alguna relación con mujeres de no mucho fiar en los últimos tiempos.

Parecía temeroso, como si odiara que alguien más compartiese sus secretos de colcha.

—No temas, señor. Cualquier cosa que oiga no saldrá de mis labios, pues, de acuerdo con Hipócrates, me debo al secreto en todo lo que vea o escuche en mis actuaciones médicas.

Su rostro se nubló. No se veía muy convencido y desde luego no parecía saber quién demonios era Hipócrates. Miró a un lado y al otro antes de hablar.

—Hace un mes, tras el sitio de Segovia, me trajeron dos furcias a mi tienda y dormí con ellas —admitió al fin.

—Seguramente una de ellas o las dos estaban infectadas del morbo.

—Hijas de perra… Las recuerdo muy bien. Mandaré que las busquen y capturen y las despedazaré con estas manos.

—Yo no pensaría más en ello, señor: las miserables ignoran que padecen el mal. Además, en cuanto resuelva tu problema, te olvidarás del caso.

—¿Qué harás?

—Relájate, señor. Debo dilatar el absceso, pero no sentirás dolor en absoluto.

—¿Estás seguro?

—Como que ahora es de día.

—Adelante pues.

Ordené que se tumbara en un diván mientras preparaba el escalpelo e impregnaba con una buena carga la esponja. Vino una esclava que iba a hacer las veces de ayudante. Era un caso sencillo, de esos que ni siquiera requieren anestesia. Los bubones venéreos apenas la precisan. Inhaló el anestésico que mantenía la esclava ante sus napias y dejé que pasaran varios minutos. Sólo cuando dormía plácidamente practiqué la incisión. Evacué gran cantidad de pus amarillento y dejé una mecha de gasa para que drenara y no cerrara en falso. Puse un vendaje a manera de ángulo. Me lavé las manos en una palangana que, con agua jabonosa caliente, ordené dispusiese la esclava. Cuando despertó hube de convencerle de que estaba operado.

—No puede ser… —dijo—. Fue tal como dijiste. No sentí nada.

—Deberé curarte pasado mañana y en días sucesivos, señor.

—Lo harás. Quiero estar listo para montar, pues en tres semanas parto para una aceifa.

—Quiero que sepas que tu mal permanece en tu interior, señor, y que se manifestará en el futuro con bubas semejantes.

—Tú me las tratarás.

Prometí hacerlo. Al-Mansur, buen paciente, curó muy rápido. En agradecimiento, y sabedor de que poseía tres mujeres, envió para ellas tres preciosas yeguas árabes de capas diferentes: blanca, rucia y castaña. En el tiempo fijado partió para el norte al frente de su ejército. Todo lo que le faltaba de señorío auténtico, de nobleza, le sobraba de guerrero valeroso y estratega eficaz, el mejor de su tiempo. Sus dotes militares y su arrojo, a la altura del mejor héroe antiguo, hacían olvidar a la plebe su vesania y despótica manera de gobernar. Armaba el mejor ejército europeo de aquel siglo y la marina más completa. En cuanto al ejército, lo integraban en total doce mil hombres, pero nunca guerreaban a la vez. Componían sus fuerzas la caballería ligera, cuatro mil entrenados lanceros beréberes armados con alfanjes y picas; la infantería, seis mil curtidos guerreros muladíes ávidos de gloria y de botín, provistos de afilados alfanjes y gumías, y dos mil arqueros de a pie, temidos en todas partes por su particular destreza empleando arcos y flechas envenenadas. La efectividad del ejército califal se basaba en la rapidez con que era capaz de desplazarse, en su movilidad. La infantería y los arqueros se trasladaban en carros donde se hacinaban hasta treinta hombres, la mayor parte mercenarios, de una fidelidad a su jefe rayana en la idolatría. La marina en tiempos de Almanzor alcanzó la máxima importancia desde que la fundara Abderrahmán III. Un almirante estaba al frente del diwan o Ministerio del Mar, imprescindible para defender una extensa línea de costa en el Mediterráneo y el mar Tenebroso. Desde que los vikingos iniciaran su acoso a nuestras costas, un siglo atrás, y los desembarcos en puntos estratégicos como Lisboa, Sevilla o Málaga, fue aumentando el número y el tamaño de los barcos y el de atarazanas donde se construían. Nuestros navíos tipo eran el bajel y la fusta, buques de dos o un palo y una vela cangreja, de gran maniobrabilidad y velocidad, que podían tripular cuarenta marinos, la fusta pocos menos. Cuando Almanzor fue generalísimo de mar y tierra, disponía de una flota de trescientos bajeles y cien fustas.

Al-Mansur era generoso con sus soldados y marinos, de ahí la lealtad e idolatría a que hice referencia. Amén de pagarles en buenos cequíes de plata, repartía con ellos un tercio del botín y autorizaba saqueos y violaciones. Otra causa del éxito guerrero era su forma de luchar. No era Al-Mansur un general de retaguardia, de esos que estudian la batalla desde su jaima de campaña, analizando los puntos de ataque, los espacios de avance del enemigo o los lugares para una retirada estratégica. Se situaba siempre en primera línea, en el sitio de mayor honor y riesgo, y ello enardecía a sus tropas. Avanzaba al frente de la caballería con el alfanje desenvainado, desmelenado, rubro de furia, a pecho descubierto, pues amaba sentir —me lo comentó más de una vez— el silbido de las flechas cristianas rozándole el yelmo. Se decía de él que tenía baraka, la suerte de su parte. A su paso por una aldea cristiana quedaban sólo ruinas humeantes, peor que cien manadas de lobos esteparios. De la saqueada iglesia nada quedaba en pie. Se aprovechaba como botín hasta el bronce de los candelabros. Tras torturar al sacerdote para que entregara el último cáliz de plata, un esbirro lo colgaba boca abajo o empalaba frente al atrio del templo. Todas las mujeres sin distinción de edad o estado eran violadas. Luego, a las puertas de sus casas, entregaban a los alféreces sus posesiones de valor: el oro y plata en monedas, los dijes, las medallas, cadenas, pulseras, collares y anillos. Si alguna se resistía era descabezada en el acto. Los hombres eran empalados después de ser sodomizados si eran jóvenes. Los niños y muchachos se encerraban en pajares y eran amordazados para silenciar sus alaridos cuando ardían tras ser prendidos fuego. Sólo se salvaban las viejas, que quedaban en el lugar, y las niñas y jóvenes, que eran conducidas en carros que regresaban a Córdoba y Sevilla para ser vendidas como esclavas. Con tan expeditivos métodos, cundía el terror cuando, a cinco leguas, se divisaban las avanzadillas del ejército moro: los pueblos se despoblaban en pleno y las puertas de las murallas y casas se dejaban abiertas. Tales facilidades tenían por objeto entretener a los soldados mientras los moradores huían a las montañas y salvaban la vida.

Aquel año de 985 fue especialmente cruel para los cristianos. El victorioso guerrero, implacable, marchó hacia Cataluña tras avituallarse en el emirato amigo de Zaragoza. Siguiendo el curso del Ebro por la margen derecha, cruzó el río en Tortosa, por el puente romano. No lo esperaba nadie. Con su habitual celeridad ascendió asolando comarcas, villas y poblados hasta Tarragona, que rindió. Prosiguió su rápida subida, lo mismo que un relámpago, hasta las puertas de Vilanova y la Geltrú, donde lo esperaba el conde Borrell II. Había reunido el animoso conde catalán lo mejor de su ejército, cuatro mil guerreros, que se enfrentaban a una fuerza que los superaba en más de mil. Tras dura batalla, Borrell se batió en retirada a las vecinas montañas dejando el paso franco a Barcelona, que se rindió el 6 de julio. Hubo varias escaramuzas a sus puertas que resultaron baldías y enfurecieron a Almanzor, que ordenó quemar la ciudad. Tras varias semanas en las que saqueó a su modo iglesias y conventos, llenas las arcas de oro que exigió como castigo a los regentes de la urbe, repletas las tartanas —que así llaman en Cataluña a los carromatos campesinos— de jóvenes esclavas, regresó a Zaragoza y de allí a Córdoba, en donde entró el 17 de septiembre en medio del delirio del pueblo.

Me llamó a su palacio nada más llegar, pues se había recrudecido su bubón inguinal. Tenía escalofríos. Dilaté el absceso y traté sus fiebres con tisanas de ruda y coriandro. Mejoró enseguida. Una de las veces que lo visité conocí a Teresa, su mujer cristiana. Era poquita cosa: chica de estatura, delgada, sin apenas pechos, estrecha de caderas y de pies grandes, sin duda un matrimonio por razones de estado. Almanzor la ignoraba físicamente, pero escuchaba sus consejos, pues era inteligente. Por su mediación conseguí que aceptara mi dieta, pues era un comilón insaciable, y ello contribuyó también a su recuperación. Hubo dos años de relativa paz, pues no hubo aceifas y sí algaras cristianas que se desbarataron fácilmente. El inconveniente de Al-Mansur inactivo, pacífico, era tenerlo en Córdoba, escuchar su insoportable ronroneo de abejorro y tener que asistir a sus fiestas y banquetes, que odiaba. Pero no tenía más remedio que hacerlo, pues se había acostumbrado a mi presencia y a mis tratamientos y no podía soslayarlos sin caer en su enojo, siempre peligroso. Caer en desgracia con Almanzor equivalía a la muerte.

En 987 matrimonié con mi última esposa, la cuarta. Había cumplido cincuenta y un años y pensé que la vida se me escapaba entre los dedos. Quizá conozcáis la sensación si tenéis esa edad o pasasteis por ella. De repente os parece que lo habéis hecho todo y no lograsteis nada, que todos vuestros actos son mecánicos, que ya no sois capaces de crear ilusión, que vuestras fibras se endurecen y nunca más volveréis a gozar de carne tierna. Fue una boda en la que los sentimientos tuvieron poco que ver, fueron secundarios. Quise demostrarme a mí mismo que todavía era capaz de enamorar. Conocí a Jazmina en mi casa. Me deslumbró su manera de andar, mejor, de deslizarse sobre el mármol lo mismo que una tigresa bengalí. No había cumplido diecinueve años. Zulema y su madre, Nadia, eran muy amigas. Era hija del diwan de Hacienda, encargado de las finanzas del califato, el hombre de confianza de Hixem II, como lo había sido de su padre, Al-Hakán. Sus antepasados eran oriundos de Somalia, un rincón africano más allá del río Nilo. Zulema, Nadia y su hija solían tomar el té en mi casa, donde hablaban con mis esposas y sus esclavas. Jazmina era muy sociable a pesar de su juventud. Nunca nos tocamos y pocas veces nos dirigimos la palabra, pues era muy callada: un exiguo saludo inaudible si yo entraba o salía y un adiós taciturno al llegar el crepúsculo, cuando se despedían. Últimamente venían dos o tres veces por semana, sin cansarse de hablar unas con otras. Hasta mi consulta llegaba el rumor de sus voces y risas. ¿Qué se dirían? Lo que puedan decirse entre sí las mujeres en sus inacabables charlas de tres horas es para mí un misterio. Cosa quizá de sentimientos o amoríos si son núbiles, de sus partos las que hayan dado a luz y de trapos y afeites en todo caso. Se muestran unas a otras sus chilabas, bragas y enaguas, alaban la calidad del hilo del caftán mientras cosen, o, tal vez, se interesan por detalles de sus cuerpos, no sé, el grosor de una cintura, el color de sus uñas, las estrías cutáneas en su abdomen o el volumen de un seno. Conocedor de la calidad como casamentera de mi madre, comencé a preocuparme al ver la asiduidad de las visitas y la sonrisa cómplice en las bocas de todas. La única seria y de mirada baja era Jazmina. Detecté su aroma diferente la vez que pasó junto a mí envolviéndome en la brisa que dejaba tras ella el vuelo de su túnica: limón y nomeolvides. Pude alabar también la leve oscilación de sus redondeces al andar, más opulentas de lo habitual para su edad. Era mediana de estatura, de caderas rotundas y pies pequeños, cuidados, adorables. Su rostro no era tan bello como los de mis mujeres, pero su cuerpo me atraía de una forma distinta, completamente nueva para mí. Se trataba de una atracción magnética, animal, irresistible. Al cabo de seis meses de agobio claudiqué. Sentí que me daría un tabardillo si no poseía a aquella niña de adivinadas formas excitantes, que me mataba con su aroma, y la única forma de lograrla era el casorio. Tan nervioso y excitado como un amante primerizo, cambié impresiones con Zulema. No hubo necesidad de mucha charla.

—Jazmina está catequizada y predispuesta —dijo—. Nadia, su madre, y tus otras mujeres aprueban esta boda.

—¿Cómo sabes…?

—Hasta el último grillo del jardín se da cuenta de cómo la miras, devorándola.

—Entonces…

—La boda será en junio, cuando ella cumpla diecinueve años.

—¿La has visto íntimamente?

—¿Desnuda, quieres decir? Es perfecta de cuerpo: dura, rellenita, abarcable. Te llevas una verdadera mujer. Además, aporta como dote un huerto de naranjos en Lebrija, una finca en la sierra de Aracena y una docena de caballos y yeguas. Deberás encargar para ella una gema especial, pues adora las joyas.

La siguiente vez que la vi se sonrojó desde los tobillos hasta la parte visible de su cuello. Sin duda estaba impuesta en mi conversación con Zulema. No dormí aquella noche y manché la cama de manera espontánea: todavía era hombre. Aún era capaz de provocar pasión y de alborotarme con la mente, como a los veinte años.

Ajeno a las vicisitudes de la guerra que mantenía Almanzor en todas las fronteras, mi pensamiento volaba en pos de ella, de sus formas apenas entrevistas, del presentido sabor de su cuerpo. Merqué para Jazmina a un mercader hebreo el brillante más grande de los que atesoraba y ordené montarlo en un anillo de platino. La boda, dada la calidad de los contrayentes, no fue todo lo sencilla que yo hubiera querido. Nos apadrinó el propio Al-Mansur, pues no pude soslayar su ofrecimiento. Hubo dos días de músicas y fiestas antes de conseguir que nos dejaran solos. Nuestra primera noche fue un delicioso forcejeo que nos dejó empapados en sudor afanoso, lima y nomeolvides. Antes de amarla contemplé en la penumbra su figura de diosa, la más perfecta que he conocido en hembra, y admiré el color de su piel, tan morena, corteza de alcornoque puesta al sol. Le llevaba treinta y dos años. Cuando, después de mil diabluras en las que jugué con su cuerpo de sílfide celeste, penetré en ella, sentí que no era virgen.

Era muy angosta, desde luego, pero no estaba entera. Emitió en el trance un quejido muy suave, sin embargo, no hubo sangre. Se sintió descubierta y, al terminar, se abrazó a mí de manera convulsa. Esperaba y temía mi reacción, mi rechazo tal vez, pero no dije nada. ¿Qué decir? Jazmina estaba educada a la manera del islam y era buena mujer, eso seguro. Como siempre, debería haber una explicación que no pedí y que, para no abochornarla, dejé para más adelante. Detesto los celos, odiosos además si son retrospectivos. Los días siguientes pareció avergonzada. Los pasamos en la sierra de Aracena, en una finca de montaña que heredó de su padre. Montamos a caballo y nos bañamos en la alberca grande, pues hizo calor. Omero vigilaba el cortijo y varias siervas nos atendían. Nos poseíamos sin horario, como los locos, pues su cuerpo me atraía como jamás antes el de otra mujer. Adoraba su aroma, el sabor de su piel y el de su boca, me excitaba saber que había habido otro. Si sentí decepción, fue aplacándose al ver cómo me amaba. Conozco a las mujeres y sé que el brillo en su mirada, su decir acezante y su comportamiento, pendiente de mi menor deseo, traducían amor. Al fin me decidí a enfrentarme a los hechos.

—Creo que tienes algo que contarme —dije una noche cálida poblada de mil grillos.

Las estrellas caídas se reflejaban en su negro cabello, muy rizado, y el aire transportaba de afuera aromas de jazmín y, de más lejos, olores de fogata y estiércol. Alguien quemaba rastrojos en la linde del bosque. Me miró de hito en hito antes de hablar, con los ojos muy abiertos. Estaba muy asustada.

—No me delates, mi señor, por lo que más quieras. Ni me repudies. Lo que hice estuvo mal, lo sé, pero lo motivó sólo el amor.

—¿Lo sabe alguien?

—Mi madre nada más. Ella buscaba para mí un hombre honrado y me aseguró que tú eras ese hombre.

—Cuéntame tu aventura.

—Hay poco que contar. Tenía catorce años cuando una mañana vi en las cuadras a Alí, un siervo de mi casa, ocupado en dar el pienso a los caballos y tenerlos limpios. Era un año mayor que yo. Me sentí atraída hacia él por una aspiración insoportable, superior a mis exiguas fuerzas. Después de varios meses de ocultas entrevistas nos amamos.

—¿Muchas veces?

—Varias… Sí… No me avergüences… Todo acabó cuando nos descubrió mi madre un día que bajó a las cuadras.

—¿Cuál fue su reacción?

—Primero quiso delatar a mi amante para que lo ajusticiaran, pero lloré implorando perdón para él, pues lo amaba y era tan inocente como yo. Conseguí ablandarla. Alí partió en secreto al lejano Yemen, de donde era oriundo y allí debe de seguir.

—¿Quedaste embarazada?

—No. Y no lo entiendo. Quizá sea estéril…

—Hay veces que el estéril es el hombre. ¿Aún lo amas?

—Juro por el profeta que mi viejo amor murió y está bien enterrado. Que no vea el paraíso si te engaño. Ahora te pertenezco en cuerpo y alma. Juro amarte por siempre, mi señor, y sólo a ti. Si me descubres, labrarás mi ruina y la de mi padre, ignorante de todo.

Creí su historia y prometí mantenerla en secreto. Desde luego acerté. Nunca me arrepentí de mi prudencia ni de evitar hacer de juez omnímodo. Nadie es perfecto, y la mujer es débil. La conducta de Jazmina a mi lado siempre fue ejemplar. Me dio tres hijos en sus ocho embarazos y lloré su muerte amargamente. Ya llegaremos a ella: repasemos primero otras historias. La que me obsesionaba por entonces era la redacción de mi tratado médico, Al-tasrif, un compendio en tres grandes volúmenes que trata de todos los aspectos conocidos de la ciencia médica, el primero sobre farmacología: principios activos que contienen las plantas, descripción del instrumental quirúrgico, empleo de anestésicos y utilización del cauterio. El segundo versa sobre fracturas y su tratamiento, y el tercero sobre cirugía general, oftalmológica, obstétrica y del oído. Añadí un anexo donde explico el método curativo de la obesidad mórbida y técnicas para la extracción de cálculos en la vejiga de la orina, partos, amputaciones y extracción de fetos muertos. Carmen y Jazmina, que se entendían a las mil maravillas, me ayudaban en la redacción de los textos, sobre todo mi última mujer, que poseía una letra muy legible y bella. Seis años me llevó la magna obra. Una vez culminada, en 991, conseguí de Almanzor que varios amanuenses de la biblioteca hiciesen copias que fueron encuadernadas por el mejor librero de Córdoba. En total se editaron ochenta tratados de tres tomos, que fueron repartidos por todo el califato. Mandé ejemplares a Lisboa, Nápoles, Constantinopla y Bagdad. Hubo demanda de los reinos cristianos y de ciertos países islamitas que obligaron a una reedición. Antes del final de siglo, mi obra, escrita en romance castellano, había sido traducida al árabe, catalán, franco y toscano. Las cosas de la guerra iban bien para el furioso e incansable Al-Mansur. Se había casado varias veces más, una de ellas con Blanca, hija del rey de Navarra, Sancho Abarca. Blanca era distinta a Teresa: alta, espigada, de ojos claros, generosa de carnes y muy rubia. Nunca entendí su sacrificio, el que transigiera con su padre en ser moneda de cambio con el déspota. La traté varias veces de su estreñimiento, que arrastraba de antiguo y que curó con aceite de oliva y cabalgando. Me pareció más de una vez que trataba de disimular ciertas moraduras en sus brazos con polvos de coral. Por la luz mortecina en sus ojos y su aspecto rendido, estoy por afirmar que el energúmeno la castigaba de obra. La salud de éste se desmoronaba lentamente. Entre batalla y batalla yo sajaba sus pústulas, pero su mal iba en aumento. Los bubones venéreos se sucedían de manera implacable, cada vez más rápida, resultado de la propagación del morbo y, quizá, de las oraciones de los cristianos a su dios que, en un clamor que traspasaba todas las fronteras, llegaban hasta Córdoba. La campaña del año 987 fue especialmente victoriosa para los árabes. En marzo Almanzor cayó sobre León, que arrasó tras duro asedio. Los moradores que pudieron escaparon al norte, mientras sus casas eran saqueadas. Hubo cientos de muertes y violaciones, recogiéndose un enorme botín. En mayo se capturó Zamora, donde se repitieron las escenas leonesas. En julio, los mercenarios árabe-eslavos, con endiablada rapidez, sitiaron Coímbra. No quiso rendirse su gobernador al caudillo cordobés, y éste ordenó el asalto a la ciudad, que resistió heroicamente. A los diez días, tras escalar sus murallas y degollar a los vigilantes de la puerta del río Mondego, en plena noche, penetraron en la bella Coímbra los asaltantes, que quemaron la ciudad y la arrasaron. El botín rapiñado era tan grande que no cabía en los carros. El año siguiente, en mayo, en ataque combinado desde el mar por la armada califal y por tierra con Almanzor al frente del ejército, se reconquistó Lisboa, que meses antes había caído en manos cristianas. Supe poco después, por carta de Joáo Alves, la ferocidad que desplegaron las tropas moras para doblegar la resistencia de los lisboetas. La hermosa Lisboa que yo recorriera cinco años atrás regresó a las manos de Córdoba. Hubo una gran mortandad, violaciones sin fin y un colosal saqueo. Con las naves repletas de presas, trofeos y hermosas esclavas, Almanzor volvió a Córdoba por mar, embarcándose con la escuadra. El delirio acompañó al victorioso adalid a su paso por Cádiz, Sevilla y a su llegada a la capital de Al-Ándalus.

Aquel simple escribano público de sus comienzos se había convertido en dios supremo, dictador con poderes absolutos. Enfrentado al dominio omeya, que representaba el califa Hixem II en un puesto cada vez más secundario, y odiado por los jefes del ejército a los que destruyó con Galib a la cabeza, era consentido por la aristocracia, mimado por la nobleza y adorado por el pueblo. Sus dotes guerreras y su origen árabe lo avalaban. Rebajó los impuestos a los comerciantes de los zocos, anuló la alcabala en épocas precarias y favoreció el comercio. Realmente, fuera de su aversión cultural en aspectos puntuales y de su crueldad con el vencido, hay que reconocer que sus veinte años de gobierno engrandecieron Córdoba.

La ciudad lo recibió igual que a un nuevo Héctor. Se alfombraron sus calles con hojas de palma y se ubicaron en las plazas toneles que manaban leche y miel. Instalado en Medina Zahira, exigió desde entonces un trato califal. Nadie podía darle la espalda y todos se postraban ante él cuan largos eran. Organizó un besamanos que dejó cortos a cualquiera de los de Abderrahmán. Se desbordó su pasión por el lujo. Comía en servicios de oro puro y bebía en copas de cristal tallado que se hacía traer de Bohemia. Ningún varón, excepto sus eunucos, podía entrar en sus dependencias privadas. Sus servidoras eran sus cientos de mujeres, esposas, concubinas y esclavas. Éstas iban desnudas y descalzas todo el año, depiladas hasta la cabeza. En los meses fríos caldeaban las estancias estufas de pared, que hacían grato el ambiente impidiendo que la pulmonía las diezmase. No consentía la menor distracción o fallo en el servicio: si una esclava vertía una gota de agua en una alfombre persa, era azotada hasta el desvanecimiento.

Tales modos despóticos terminaron por volverse en su contra. Una formidable conjura encabezada por su propio hijo Abdalah, en la que entraban el virrey de la frontera norte Abenmotárrif y el emir de Toledo Ibn Abdalah, conocido como Piedra Seca, se revolvió contra él. Procedió Almanzor en este trance con rapidez y sagacidad admirables. Descubierta la conspiración por un traidor comprado, y sin dar muestras de ello, destituyó al virrey Abenmotárrif con el pretexto de llevar mal la guerra fronteriza y lo mandó ejecutar por malversación de caudales. Su hijo Abdalah supo por una delación lo que había detrás de aquella muerte y huyó a Castilla, donde pidió protección al conde García Fernández. Almanzor salió en su persecución con cuatro mil hombres y entró en aquel condado. Conquistó Valladolid, Alcoba y la ciudad de Osma, donde se hallaba la corte castellana, exigiendo al conde la entrega del traidor so pena de arrasar la población y violar a mujeres y hombres. García Fernández se vio obligado a obedecer. Cargado de cadenas, descalzo, Abdalah hizo la mayor parte del camino de regreso caminando. Si desmayaba por el agotamiento o caía al fango, era azotado con látigo de púas. En la plaza grande del arrabal, en presencia de sus mujeres e hijos, niñas y niños de pocos años, fue degollado y expuesta su cabeza en una pica. Dicen que no lo descuartizó por ser su hijo… Luego, su familia al completo fue obligada a rendir pleitesía al poseso postrada ante él en Medina Zahira.

El emir toledano Ibn Abdalah se había refugiado en la corte de Bermudo II de León, quien, por la pérdida de su capital, residía en Astorga. Almanzor envió de nuevo a su ejército y sitió la bella población. Tras dos meses, Bermudo se vio compelido a entregar a Piedra Seca. Con parecida ceremonia a la de su compañero de conjura, el cautivo fue cargado de cadenas y llevado a Córdoba. Agotado y famélico, Ibn Abdalah entró en la ciudad enjaulado en un carro. Hubo de ser protegido de la turba, que pretendía lapidarlo. El día anunciado para su suplicio se llenó la gran plaza. En el recinto adornado con estandartes y banderas no cabía un alfiler. Se había montado un estrado de madera desde el que presidía Almanzor y en el que la familia del traidor tenía reservada la primera fila. Yo excusé mi presencia alegando mi trabajo en el maristán. Cuando salió el infortunado emir al centro de la plaza se hizo el silencio. Antes de amarrarlo por las manos y pies a la cola de cuatro caballos jerezanos de bella capa gris, se le permitió hablar. Pidió clemencia Piedra Seca con inaudible queja, babeando, exigiendo la decapitación por sus antiguos servicios al estado. Almanzor bebía jugo frío de moras mientras denegaba la petición con la cabeza. Según Omero, que presenció la ejecución, su descuartizamiento dio muy poco quehacer a los equinos, dada la endeblez del ajusticiado. Ya en cuartos, sus restos palpitantes fueron devorados por una jauría de perros hambrientos.

Ajeno a la barbarie, perplejo ante la maldad de que es capaz el hombre, me entregaba cada día con más intensidad a mi trabajo. Había perfeccionado mi instrumental obstétrico. Extirpaba pequeños tumores vaginales, como profundos pólipos, verrugas o papilomas pediculados, o los fulguraba. Hice numerosas litotricias vesicales exitosas. Carmen, que llevaba mi casuística, anotó en la libreta mi operación de catarata número trescientos. Eran innúmeras las amputaciones, herniorrafias y operaciones de varices realizadas en treinta años de actividad quirúrgica. Se contaban por miles las consultas y tratamientos médicos de decenas de enfermedades diferentes. También hubo problemas, inherentes al escalpelo y presentes siempre que se utiliza. Haciendo un cómputo global, puedo decir que las muertes, infecciones y secuelas importantes de mi actividad de cirujano no llegaban al sesenta por ciento. Y un cuarenta por ciento de buenos resultados es una estadística brillante en cirugía.

A raíz de mi boda con Jazmina, tomé la costumbre de alejarme de Córdoba durante el ramadán y siempre en la canícula. En los meses de verano, hasta bien entrado septiembre, la capital y su arrabal se convierten en una insufrible caldera a presión aderezada de polvo, mugre, tábanos grandes como gorriones y voraces mosquitos. Y en cuanto al ayuno coránico, reconozco que nunca lo cumplí estrictamente. Fingía hacerlo de cara a la galería, pero en soledad bebía si tenía sed, comía si me apetecía o amaba cuando era procedente. Por ello, por no mostrar indiferencia o hacer público alarde de mi indolencia religiosa, me quitaba de en medio. En la fresca y silenciosa umbría de nuestra casa de la montaña, entre pinos rientes y olorosa retama, nos reuníamos todos: mis cuatro mujeres, sus esclavas y nuestros hijos. Como disponíamos de espacio, la chiquillería se acomodaba con las niñeras en un edificio colindante que ordené levantar. Mis hembras se arreglaban para estar bellas y dispuestas, como siempre. Nunca fui de apetencias excesivas en asuntos de colcha: me conformo con tener a mi lado a una fémina limpia, diligente, que me alegre el ánimo con su sola presencia. Si son cuatro, mejor. Y si las cuatro se llevan bien, miel sobre hojuelas. Jamás hubo discusiones o malos gestos entre ellas a la hora del amor.

En la sierra de Aracena culminamos mi tratado médico-quirúrgico. Yo dictaba de mis apuntes, tomados durante años, y Carmen y Jazmina los copiaban despacio en letra bastardilla. Sin su ayuda, la aparición de Al-tasrif se hubiese diferido mucho más. Lo mejor de las jornadas serranas llegaba al caer el día, cuando la luz crepuscular se difuminaba en una sinfonía de colores calientes del rojo bermellón y el índigo al lívido violeta. Entonces, con un té de menta, dialogábamos en torno a la mesa de mármol, debajo de los pinos, escuchando a los grillos su cantar y viendo parpadear entre la hierba la luz de las luciérnagas. ¿Quién ha dicho que las mujeres son menos inteligentes que los hombres? Allí, en la quietud del monte, sin agobios hombrunos, en la libertad que da el espacio abierto, en ausencia de cualquier temor, mis féminas mostraban su saber delicado, su erudición, hablaban con propiedad o resolvían el problema más enrevesado con su ingenio. Somos los hombres, los más broncos y sanguinarios de los animales, los que las hemos convencido de su inutilidad, cuando los ineptos y cerriles somos nosotros. La mujer es más hábil que el varón, más dispuesta, lista, sensible, trabajadora, diplomática y tierna. Sólo las ganamos en mal genio y fuerza bruta. He disecado decenas de cerebros de animales de ambos sexos, y son idénticos. Si dejásemos entrar a las niñas en las medersas y a las mujeres en las aljamas y madrazas, a la vuelta de muy pocos años nos superarían en todos los terrenos del saber y la industria, relegándonos a lo poco que sabemos hacer bien: trabajar con el pico y la pala y matarnos entre nosotros. Ahora, al final de mi vida, en mi querida patria, que se descompone como una carroña puesta al sol rodeada de buitres, añoro aquellas doctas charlas a la luz de la luna y a mis cuatro mujeres, el galardón supremo que me regaló Alá. ¡Quién pudiera disfrutar otra vez de sus aromas que amenguaran el tufo desabrido de tanta pestilencia!

Desde siempre mantuve correspondencia con Vicente Roig, el valenciano, mi primer operado de estruma tóxico. Sabía por el correo del califa, y hasta por emisarios propios que enviaba de vez en vez, que estaba bien. En cada carta el levantino me repetía su invitación a visitar Gandía hospedándome en su casa. Abrumado por el trabajo, nunca pude aceptar tan grata oferta, hasta que se presentó la ocasión en 994. Fue con motivo de tener que trasladarme a Elche para efectuar, compelido por Hixem II, una operación de catarata. Era el caso que Eleazar Benazir, un judío converso al islam que era el muftí principal de aquella bella población alicantina, había quedado ciego por causa del citado morbo y no podía desplazarse a Córdoba, pues lo impedía su edad —tenía setenta años— y el reuma que le atenazaba caderas y rodillas. Al ser muy amigo del califa, había implorado a éste para que le operara el «experto hakim en cataratas», y no tuve más remedio que acceder. Comenté el caso una noche cenando con mis hembras.

—Tal vez sería la oportunidad de, estando cerca de Gandía, visitar a los Roig —habló Susana—. Llevamos muchos años ya de negativas a su cortés invitación.

—Tienes razón —respondí a mi primera esposa. A sus cincuenta y tres años aún era hermosa. Se mantenía erguida, el brillo de su mirada clara era el de siempre y no había engordado apenas, pues se cuidaba.

—¿Serías de la partida?

—Por supuesto. Me encantaría volver a ver a aquella agradable mujer.

—Habría que cabalgar…

—Podríamos hacer el viaje en calesa, sin prisas.

—Tienes razón. Tendría que venir también Carmen, para ayudarme en la intervención.

—¿Y nosotras? —preguntó Jazmina.

—Tú y Jezabel quedaríais a cargo de la casa, cuidadas y atendidas por las siervas, pero os prometo llevaros a mi próximo viaje, si es que surge —aseguré.

—Os traeremos regalos —dijo Carmen—. Me ocuparé de ello.

Nos pusimos en camino en primavera, la mejor época para viajar por Andalucía y el Levante. Hixem puso a mi disposición una bella calesa de seis tiros y un cochero que, al lado de Omero, conducía el carruaje sentado en el pescante. Susana, Carmen y yo nos acoplábamos en el habitáculo, pequeño pero cómodo. Los campos exultaban de verdor y los olivos, en los caminos hasta Jaén y Úbeda, se hallaban en su mejor momento: sus frutos en sazón lucían en las ramas plateadas como perlas argénteas. Fue un placer lento visitar los deliciosos pueblos blancos, atravesar por el sur la sierra de Cazorla y adentrarse en las tierras de Murcia hasta su capital, a orillas del Segura. En la sierra vimos ciervos, corzas, osos y jabalíes que causaron el terror en mis mujeres. Los buitres leonados y las águilas reales señoreaban el azul de los cielos sin nubes. Olía a pinocha y a aceite de las muchas almazaras que ya exprimían las primeras aceitunas de una cosecha óptima. Apenas nos detuvimos en Murcia y seguimos a Elche, donde entramos nueve días después de iniciado el viaje. Benazir nos había preparado acomodo en el palacio de justicia, en las mismas cámaras que disponían para las visitas de los califas, el último de los cuales fue Abderrahmán. La operación fue un éxito completo. Aprovechamos nuestra semana ilicitana para recorrer la bella e industriosa Elche, sus muchas obras hidráulicas y el gran Huerto del Cura, un inmenso palmeral de medio millón de ejemplares datileros, los mejores del orbe junto con los de la isla de Djerba. Recibía su nombre el bosque de palmeras de una ermita en sus proximidades, de culto cristiano, donde los curas que la regentaban tenían la obligación de hacer de atandadores, encargándose de su mano o por sus sacristanes de abrir y cerrar las esclusas que regaban el huerto.

Proseguimos viaje a Gandía por la costa, cruzando Alicante y las aldeas pesqueras de Benidorm, Altea y Denia antes de entrar en aquélla a finales de abril. El paisaje cambiaba lentamente: olivos, pinos y, a partir de Calpe, limoneros, granados y huertos de naranjos. El aroma del azahar lo invadía todo y te esponjaba el alma. Varias veces detuvimos la calesa para comprar a los campesinos que las vendían al borde del camino bolsas de naranjas gruesas como membrillos. Su pulpa era rojiza, plena, granujienta. Era un placer mancharse la boca con su jugo sanguíneo y refrescante hasta saciarse. No menos gozo suponía detenerse en cualquiera de las tabernas que, casi al borde del agua, en mínimas caletas cuajadas de pinos, ofrecían a caballeros y caminantes los frutos del mar en esa parte: langostas, salmonetes coleantes, pez espada y gambón rojo. Alertados por Omero, que se adelantó algunas leguas, el matrimonio Roig nos esperaba en la puerta de Alcoy de su ciudad.

Uno no se da cuenta de que envejece pues, viéndose en el espejo a diario, se hace al propio rostro y a sus lentas arrugas. Por ello supone una severa conmoción ver a un amigo treinta y un años después. Los surcos del rostro se agudizan despacio, como la roca en la cárcava erosionada por el agua y el viento; los ojos pierden su luz y brillo con idéntica calma a la del beduino del desierto cuando ve avanzar al dromedario; pero el tiempo trabaja el organismo sin cesar, día y noche, con constancia maníaca, ineluctable y que prefija el hado. Vi a Vicente Roig como supongo que él me vería a mí: hecho una triste ruina. Aparentaba de largo los sesenta años holgados que tendría y yo no debería andarle muy lejos a mis cincuenta y ocho. Como cosa curiosa no se notaba la cicatriz del cuello, surcado por decenas de regueros tallados en la piel como a buril. Su otrora bella cabellera castaña se había convertido en haces desteñidos de estopa amarillenta. Su mirada se apagaba como la luz de un día de invierno, pero aún reflejaba vigor y ganas de vivir. Había engrosado al menos treinta libras castellanas, y enseñaba su panza y la papada sin muestras de pesar. Nos dimos un abrazo mientras Susana y su mujer hacían lo propio. Carmen y Omero presenciaban la escena. Presenté a mi tercera esposa a la pareja y fuimos a su casa caminando, pues no estaba lejos. Se hallaba en una altura, rodeada de pinos, envuelta en la hortaleza de miles de limoneros y naranjos, con una espléndida vista del Mare Nostrum y de la isla de Ibiza en lontananza si el día era limpio.

Dos semanas estuvimos en la bella Gandía, paradigma de la concordia entre distintas razas. Convivían en la ciudad de origen griego, en perfecta armonía, cristianos, islamitas y hebreos. La villa de los Roig era más un castillo con fábrica de roca, gruesos muros revestidos de mosaico hasta los techos, artesonados de madera de roble en estilo moruno, patios también de trazas árabes y columnas de mármol blanco labrado en ataurique. Un surtidor de cobre, verde de herrumbre, vertía el agua a un estanque con plantas lacustres y percas japonesas de colores chillones. Supe que los Roig habían sido señores de la ciudad antes de nuestra dominación, y que, merced a un juego de artimañas y astucias en las que el oro tenía mucho que ver, seguían siéndolo en la práctica. Mejor así.

Creo que el dominio árabe se mantendrá en Al-Ándalus mientras sepamos llevarnos bien con todos y distinguir al hombre valioso para la comunidad, haciendo abstracción de sus creencias y el color de su piel.

Gandía es bella entre las bellas. Amurallada y casi inexpugnable si no es por mar, posee todo lo apetecible en una ciudad que se precie: mercados y zocos bien provistos, deleitosos huertos con los mejores productos que da la tierra, pesca abundante y fresca, bosques umbríos y una buena cabaña en los feraces campos que la rodean. El trato fue exquisito por parte de nuestros anfitriones. Mis esposas dormían juntas en una habitación que comunicaba con la mía, que daba al mar. Fruto de la paz y tranquilidad, de la comida fina y abundante, fue una especie de resurrección de mi libido, que regresó al pasado. Hice el amor con Susana y con Carmen alternativamente y, una vez, me sonroja decirlo, con las dos a un tiempo. No resisto evocar los banquetes con que nos obsequiaron. Especialmente un arroz elaborado en una sartén grande, de hierro, sobre el que nadaban deliciosos frutos del mar, garrofo, olivas negras y conejo de monte. Lo llamaban paella.

Hasta 996 el ansia guerrera de Al-Mansur pareció serenarse. Repletas las arcas califales de oro y plata, pagadas las tropas mercenarias beréberes y eslavas, el caudillo se dedicó a alimentar indecentemente sus ansias de poder. Pero era una ilusión: no se saciaba nunca. Nombró a su hijo Abdelmélic primer ministro y él tomó el título de movaiyad, de su invención, poniendo su sello en los documentos oficiales. Quería significar con tal apelativo que se consideraba rey de reyes, algo semejante al emperador entre cristianos. Daba a besar su mano lo mismo que si fuese el califa y nadie podía hablar en su presencia sin su consentimiento. A un lado estaba él y al otro el mundo. Exigía de los demás una humillación tan abyecta que, cuando me llamaba, como muda protesta, decidí hablar sólo lo imprescindible. Pero no le alteraba mi silencio. No entendía que alguien no lo temiera o adulara. Me consultaba cada vez más, pues su mal avanzaba. Los bubones se extendieron a ambas ingles y axilas. Raro era el mes que no le sajaba alguno. Cuando partió a la aceifa de 997 exigió que lo acompañara para tratarle durante la incursión, pero me negué en redondo. Aduje que me debía al maristán y a mis pacientes y, en la disyuntiva, le propuse el nombramiento de un cirujano de campaña, uno de mis ayudantes de confianza, ya formado, que aceptó. Llegué a odiarle. No soportaba su bestial trato con los hombres, el inhumano comportamiento con sus hembras y la ignominia en su conducta con esclavas y eunucos. Se complacía especialmente en hacer sufrir a los castrados, como si no padeciesen ya bastante por su virilidad perdida. A uno de ellos lo martirizó con singular deleite por rozar a una de sus concubinas a su paso. Alguien fue con la copla hasta el oído del tirano. Llevado a su presencia, desnudaron al infeliz, cegaron sus ojos con tizones al rojo y lo arrojaron a la piscina de los peces carnívoros, pequeños pececillos de afilados dientes que traían para él de los ríos africanos, ávidos comedores de carne. Durante breve tiempo el estanque fue un bullicio espumoso y sangriento. No quedó de aquel infortunado ni una raspa. El hombre es, con mucho, la peor de las bestias sanguinarias.

Por aquellos años fue la conspiración de cierta parte de la nobleza yemení azuzada por la sultana madre. Sobh, que fue quien lo ensalzó hasta lo más alto, celosa del poder de su antiguo protegido, pretendió defenestrarlo. Pero era tarde. Abierta la caja de Pandora, nadie era ya capaz de amansar a la fiera. Se trataba de envenenar al mítico guerrero. Tras muchas precauciones y misterio encontraron a la mano asesina: una concubina sometida a bajezas que da sonrojo publicar. Pero, delante de Al-Mansur, tembló la mano que sostenía la copa. El tirano, tras darse cuenta de que ocurría algo anormal, ordenó a la desventurada que se bebiera el líquido sin dejar una gota. Se arrepintió enseguida. Mientras veía morir a la mujer en medio de terribles convulsiones, comprendió que se llevaba a la tumba su secreto: el nombre de los conspiradores.

Ello salvó la vida de Sobh y de los conjurados. Aun así, loco de rabia, quiso hacer un escarmiento en su propio harén y ordenó ejecutar, al buen tuntún, a dieciséis mujeres entre esposas, concubinas y esclavas. Cuando partió a la guerra fronteriza de 997, todos en Medina Zahira respiraron aliviados. Fue la aceifa más brillante quizá de las que realizara el excelente guerrero y brutal gobernante. Se dirigió a Galicia por mar, desde Lisboa, y por tierra desde Mérida, Cáceres y Coria. Tomó Porto, Braga, Orense, Lugo y Santiago de Compostela, que saqueó y asoló excepto la tumba de Santiago el Mayor, el apóstol favorito del profeta de los cristianos, que aseguran reposa allí en una urna de plata.

A final de siglo, operé con éxito mi primer cólico miserere. Antes había tratado muchos otros con malos resultados. Repasando la amplia bibliografía médico-quirúrgica de la gran biblioteca, desde el tiempo de los egipcios de las primeras dinastías hasta Alejandría y luego Grecia y Roma, nunca encontré que una sola de aquellas intervenciones terminase bien. Dediqué muchas horas al estudio del morbo y a la disposición del intestino en distintos mamíferos. El cólico miserere —que recibe su nombre del intenso dolor abdominal, a latigazos, y el fatal desenlace al que aboca indefectiblemente— es el resultado de la infección de la completa cavidad peritoneal, de etiología desconocida. Puede sufrirse a cualquier edad a partir del nacimiento. Hasta aquí, cólico miserere equivalía a muerte. Después de mi operación se abre un resquicio a la esperanza. Pero dejémonos de prolegómenos.

Me trajeron el enfermo a la consulta consumiéndose en fiebre. Era un muchacho de dieciocho años. Su rostro se contraía del intenso dolor al tiempo que, con las manos, trataba de sujetarse el vientre. Ordené que lo pasasen al quirófano y llamé a Carmen. Desnudaron al paciente y lo tumbaron sobre la mesa de operaciones. Su abdomen, adelgazado, duro como una tabla de esas que las mujeres utilizan para lavar a la orilla del río, mostraba las muescas de su contracta musculatura.

—¿Qué tiempo lleva así? —pregunté a los familiares.

—Doce días —contestó el padre, un campesino acomodado pues traía dos criados—. Al principio la fiebre era poca, pero desde anteayer arde en escalofríos que lo dejan sudoroso y exhausto —añadió.

—¿Ha obrado?

—Nada desde hace cinco días, hakim —dijo la madre ahora, muladí como el padre—. Si acaso, un cuesco revenido que provoca arcadas al que lo padece, del mal tufo que suelta.

—¿Vómitos?

—Los tiene —tornó a decir la madre—. Y, desde ayer, de tan mal olor como los cuescos. Es como si, con perdón, largara mierda por la boca.

Ninguna definición mejor que la del vulgo para referirse al vómito fecaloideo, que sucede normalmente a la obstrucción de las tripas cuando no llega a resolverse.

—No existe duda alguna —sostuve—. Vuestro hijo padece cólico miserere.

Los dos se echaron a llorar al mismo tiempo, como el convicto de leso crimen al escuchar de labios del caíd su sentencia de muerte. Hasta el pobre muchacho pareció arreciar en sus gemidos lastimeros al oír el veredicto.

—Sabéis mejor que yo lo que ello significa —dije—. Soluciones hay pocas: dejarlo morir en la paz de Alá o intentar una nueva técnica que estoy desarrollando. Puede intentarse, pero no os garantizo nada. Además el mal va muy avanzado.

—Haz lo que debas, hakim —dijo el padre—. Sabemos que si alguien puede salvar a nuestro hijo ése eres tú.

—Manos a la obra pues.

Mis ayudantes y Carmen, quien dirigía la anestesia, se hallaban ya dispuestos. Mientras lavaba mis manos pensaba en las novedosas líneas de ataque que había diseñado. En realidad eran muy simples, puro sentido común: si el peritoneo se hallaba invadido de pus, lo trataría como un enorme absceso. El fracaso en anteriores tratamientos del miserere era debido, según mi parecer, a errores de concepto. El cólico no era una entidad médica, sino quirúrgica. Galeno lo trataba con purgantes y Al-Razi con sangrías. Yo lo haría con el escalpelo.

Ordené salir a la pareja. Amarraron al joven a la mesa, prepararon mechas empapadas en agua caliente avinagrada y me dispuse a actuar sobre el punto de la piel del abdomen más doloroso, casi fluctuante: la fosa iliaca derecha, cuatro dedos por encima de la espina del íleon, el hueso en forma de ala que compone las caderas. Esperé tiempo antes de incidir con decisión. Cuando la respiración se hizo pausada y se ablandó el músculo, a un pequeño gesto de Carmen, que manejaba la esponja, sajé la piel con generosidad, un palmo largo. El muchacho se quejó, contrayéndose, pero no volvió a hacerlo. Cautericé con rapidez dos vasos que sangraban y, con los dedos, separé la capa muscular a lo largo del músculo que Galeno llama rectus. A mis ojos se ofreció, lisa y brillante, la capa serosa que conforma el peritoneo. Dejaba traslucir por transparencia el líquido verdoso que la llenaba: pus franco. Lo demás fue sencillo: corté con tijera la telilla al tiempo que evitaba impregnarme la cara del chorro purulento que salpicó hasta el techo. Un olor nauseabundo llenó la estancia. Metí la mano dentro de la cavidad caliente y húmeda, palpando vísceras e intestinos, dando salida al aluvión de miasmas pútridas. Se llenó de pus cremoso y fétido una batea en la que cabía medio azumbre. Lavé la cavidad con agua jabonosa muy caliente y torné a evacuar los restos corrompidos removiendo las asas intestinales con los dedos. Fue entonces cuando palpé una masa dura, una especie de aglomerado purulento que surgía del intestino ciego. Pasé una ligadura de len grueso sobre su base y lo extirpé. Evacuado el absceso, la intervención estaba concluida: dejé dentro de la cavidad, en todas direcciones, nueve gruesas mechas de gasa impregnada en vinagre y, sin dar puntos, para no interferir en la espontánea salida de pus, coloqué un gran apósito rodeando la cintura firmemente para evitar que saliesen las tripas. Mientras enjuagaba mis manos en vino y agua jabonosa caliente para evitar la contaminación, el paciente parecía revivir. Lo trasladaron a la sala de hombres mientras yo salía fuera para hablar con los padres.

—Es pronto para sacar conclusiones y detesto hacer pronósticos —dije—, pero mi primera impresión es buena. De momento el paciente está bien. Se ha drenado una ingente cantidad del pus causante del mal. Voy a dejarlo algún tiempo en el maristán, donde será vigilado y se harán las curas pertinentes. Confiemos en Alá.

—Bendito sea su nombre —exclamaron a la vez, besándome las manos.

El muchacho tardó en recuperarse, pero lo hizo. Fueron once semanas de tensa expectación y curas diarias, retirando gradualmente las mechas. La supuración fue amenguando y cediendo la fiebre. El enfermo se levantó a la semana y defecó espontáneamente a los seis días. Todo ese tiempo estuvo a dieta estricta: agua de arroz azucarada y hierba de reseda, que tiene la potestad de ayudar a mover el tubo digestivo. Por primera vez en mi vida me sentí un elegido de los dioses: era capaz de vencer un mal tenido por incurable.

Hubo el natural revuelo entre las gentes del Aljarafe, donde el padre del enfermo era muy conocido y todos lo daban por muerto, pero esta vez la expectación se trasladó al maristán, a la aljama y los ambientes médicos. El alboroto fue grande entre los estudiantes, los jóvenes cirujanos y el anciano Ben Saprut, cuando supieron que un paciente de cólico miserere había sobrevivido tras mi intervención. El consejo de cirujanos me propuso, dado el interés general, celebrar un seminario en el aula grande de la aljama, que se llenó a rebosar. Expliqué en la pizarra, esquematizándolas, las vísceras abdominales donde se fraguaba el morbo. Expuse mi tesis de que era la putrefacción del tubo digestivo, en una de sus partes —hice un dibujo de aquella especie de apéndice que extirpé—, la que ocasionaba la enfermedad, el brutal cólico. Todo era empírico, pero fundado en una razonada observación. La fermentación pútrida llenaba la cavidad peritoneal de pus, y éste, al no hallar salida, se diseminaba por el torrente circulatorio, causaba los escalofríos, la postración general y ocasionaba la muerte sin remedio en pocos días, dependiendo de la fortaleza del enfermo. Por ello los purgantes y sangrías fracasaban al no actuar sobre la fuente del mal: el absceso. Mi tratamiento era sencillo: previo adormecimiento del paciente, había que evacuar el exudado purulento y, dado que la cavidad que lo contenía era muy grande, drenarlo de forma suficiente. El resultado lo ofrecí a la vista de todos: el joven casi recuperado, todavía con un vendaje abdominal que aún drenaba, pero sin fiebre ni trastornos del tránsito intestinal.

Escuchar la estruendosa ovación de la sala, puesta en pie, retribuyó toda una vida de estudio intenso, experimentación y trabajos sin cuento. Recuerdo que se abrieron las esclusas de mis lágrimas, sobre todo cuando Mustafá, mi buen paciente, se levantó de la camilla y me dio un abrazo. A instancias del sahib prefecto de la aljama, su rector, se redactó una separata de la intervención que fue enviada a Bagdad, Atenas, Lisboa, Nápoles y Padua, pequeña ciudad del norte de Italia donde un grupo de médicos esbozaba lo que quería ser una aljama cristiana.

Antes de los cuatro meses me llegaron las felicitaciones de Alves y Conti. Pero mi mayor satisfacción vino después: en el invierno de 998 se presentó en Córdoba una delegación de físicos y cirujanos que, desde Bolonia y Padua, venían para conocer de primera mano mi intervención y, en general, el tipo de cirugía que hacía y las enseñanzas que, como primer hakim, impartía en la aljama. Reconozco que Al-Mansur, interesado por el prestigio que la presencia de tales sabios representaba para el califato, se volcó con mis invitados. Los alojó en el ala más suntuosa de Medina Zahira, se ocupó de los traslados a la aljama para las sesiones culturales y quirúrgicas y organizó para ellos banquetes y espectáculos lúdicos como conciertos musicales, bailes típicos y danzas a cargo de hermosas bailarinas. Son las danzas que aman los cristianos, las que han dado en llamar «del vientre», pues en ellas muestran las bailarinas sus ombligos desnudos, que hacen oscilar al son de tamboriles y dulzainas.

Al ser el cólico miserere muy frecuente, y más en ciudad tan poblada como Córdoba, operé ante mis invitados el primero que se me presentó. Actuando como ya describí, con el quirófano grande lleno a rebosar de cirujanos, la intervención y el resultado fueron muy similares. Dediqué otras sesiones a mostrar mis técnicas en cirugía ocular, del oído y obstétricas. Mis colegas cristianos quedaron asombrados cuando vieron parir en la silla que yo había diseñado, siguiendo el modelo egipcio, años atrás. Su admiración llegó al pasmo al contemplar el esmero con el que me lavaba las manos hasta el codo. Ellos no se las enjuagaban al asistir a un parto y la mujer paría tumbada en una cama. Una tarde, en mi casa, Carmen les mostró mi casuística, y no daban crédito a lo que veían. Yo tenía una mortandad intra y postpartum del cuarenta por ciento y ellos del ochenta.

Nada hay más placentero para el hombre que el trabajo bien hecho. Mi vida entera ha sido una búsqueda de la verdad, de la razón científica en pos de la sabiduría, el galardón supremo. Lo que más nos acerca al Creador es el saber, y lo que más nos aproxima a las bestias es la ignorancia, el fanatismo y la superstición. Tuve la suerte de nacer en el rincón más civilizado de mi época, dedicado al arte, la ciencia y la cultura, y confío continúe siéndolo a pesar de no ser optimista. Están ya aquí los signos de la descomposición: un gobierno despótico, fanatismo religioso, guerra, intolerancia, quema de libros… No me consuela que en los reinos y condados cristianos europeos anden peor que nosotros. Con Platón, creo en el ser humano y, si de mí dependiera, fundaría una república de hombres y mujeres libres, pacífica, sin distinción de razas y colores, con plena libertad religiosa y de toda índole.

Mi río baja con buen caudal, tanto que el agua rebasa un poco sus orillas y penetra en el parque. Son frecuentes las crecidas del Guadalquivir. Ocurren normalmente en primavera, cuando el invierno ha sido bueno en nieves en la lejana sierra de Cazorla, donde nace. Hace poco pasé por Cazorla con Susana, mi primera mujer, y Carmen, la tercera. Es un lugar privilegiado, de verde y ubérrima naturaleza, donde el pino es el rey después del oso. Desde el abrigo de nuestro carromato tuvimos la fortuna de disfrutar de la visión de una familia de plantígrados pardos al completo: el matrimonio y dos oseznos. Estaban tan cerca que podíamos olerlos: almizcle, barro seco, orina rancia y mugre. Vimos también grandes águilas reales, jabalíes, halcones leonados, enormes buitres, linces, jinetas y pequeñas ardillas. Hay veces, cuando me afecta el desgobierno y agobia el inevitable sentimiento que nace al paso de los años, en que quisiera ser trampero o leñador en uno de los inmensos bosques de mi patria. Tiene que ser agradable vivir en plena libertad, sentir la soledad calándote el sentido y el aroma a pinocha en plena pituitaria, la mucosa descrita por Galeno que tapiza las fosas nasales, donde nace el estímulo que provoca el olor. Debe ser placentero comer caza y beber agua de manantial, fundirte con la naturaleza y palpitar al mismo ritmo, sin prisas, sin fatigas, sin someterse al capricho del déspota de turno. Ha de ser seductor escuchar el silencio del bosque o sentir la mejor de las músicas, la que causa la brisa al mecer las copas de los árboles.

El otro día hablaba de superstición y fanatismo. Ningún ejemplo mejor de aquellas lacras que el que se dio en el orbe cristiano ante la llegada del año 1000 de su era. De rebote, la histeria alcanzó al califato y más concretamente al arrabal, donde eran numerosos los mozárabes. También algunos islamitas y hebreos, afectos de un extraño contagio, incluso sortilegio, participaron de aquellos despropósitos. Yo, desde mi atalaya, observaba incrédulo los acontecimientos. Si hay un solo Dios, como es notorio para cualquiera con dos dedos de frente, resultaba estúpido que hiciese coincidir el fin del mundo con una fecha redonda para los adeptos de una religión. Para nosotros, el año 1000 cristiano coincidía con el 378 de la Hégira. Nuestro año 1000 será el 1622 de los discípulos de Cristo y el cinco mil y pico de los israelitas. Vaya lío. Lo fue, discreto, en el arrabal, pero una notable calamidad en Atenas, Roma, París, Londres o Barcelona. Desde varios meses antes de la fecha fatídica, el primero de enero del año 1000, los cristianos más pusilánimes se dedicaron a ayunar, no sé si como penitencia o para estar presentables a su entrada al infierno. Esperaban grandes desastres: terremotos, sequías terribles, erupciones volcánicas, desbordamientos y riadas gigantescas, lluvias de fuego, maremotos… Curioso ante los hechos, dediqué una tarde a consultar en la biblioteca distintos textos proféticos cristianos buscando una alusión al fin del mundo. No la hallé. Los profetas mayores: Isaías, Jeremías, Ezequiel y Daniel, ni lo nombraban. Los menores, una larga relación de doce visionarios que omitiré por no cansar al sufrido lector, tan sólo se oponían al disoluto ambiente contemporáneo que les tocó vivir, resaltando y adjudicándose el hecho de ser voceros de su próximo Mesías. ¿A qué entonces tanto terror y pánico? El Códice de Metz citaba de pasada una posible colisión entre planetas hacia el año 1000 y el Beato de Liébana, en sus Comentarios al Apocalipsis de San Juan, afirmaba en aljamía, hacia 790, o sea hace algo más de doscientos años, que vendría el fin del mundo pero no lo fechaba. ¿Por qué entonces la histeria? En Roma, miles de creyentes se encerraron en las iglesias para esperar la muerte, negándose a comer. En la vieja Atenas de los áticos, centenas de asustados cristianos se flagelaron los unos a los otros durante los últimos días de diciembre de 999 sin dejar de trasegar vinos búlgaros y espíritus llegados desde Bosnia. En Nápoles, según Realdo Conti, hubo disparidad de pareceres: algunos acudían a las ermitas para orar y esperar a la parca, mientras otros llenaban los prostíbulos u organizaban bacanales y orgías tratando de aprovechar el tiempo basándose en la teoría clásica: si se deja escapar la ocasión de ayuntar, ya no vuelve. Por ello en Barcelona, más vivos y realistas, los seguidores de Cristo se dividieron en dos facciones contrapuestas: los que hacían dieta estricta y oraban en los templos con los ojos en blanco y los que aplicaban la tesis de los viejos helenos en el ágora: aquí te pillo, aquí te mato, violando a toda cosa con velo que se moviera a legua y media a la redonda. En París, la capital de los francos, frío lugar donde reinan la suciedad y el hambre, patria del ludibrio, hubo muchos más partidarios del desenfreno que de la expiación. Al cabo que unos pocos se congregaban en capillas y cenáculos para pedir clemencia, la inmensa mayoría acudió a las orgías donde, desnudos y borrachos de aqua ardens, entonando canciones lascivas, fornicaban con prisas las unas con los otros, las otras con los unos y todos entre sí en fantásticas y nunca vistas ruedas perpetuas. Pero nada como los aquelarres que, meses después, me contó un viajero que había estado en la que fuera romana Londinium. Allí, a la orilla de un río de agua turbia, entre una espesa niebla, habían improvisado unas tremendas carpas a las que se entraba sin invitación. Desde dos días antes de la fecha terrible, temulentos de un licor que fabrican fermentando la cebada y el lúpulo en las montañas escocesas y que dicen wirge beatha, miles de inmundas prostitutas de las que pululan por los andenes de su lóbrego puerto y otros tantos proscritos se dedicaron a poner en práctica cualquier aberración pensable o impensable: amor contra natura, felaciones en cadena, interminables cunnilingus, besos negros y actos de bestialismo con perros y caballos.

Llegó la data fatal y no ocurrió nada. El rico seguía siendo rico y el mísero pobre de solemnidad. Los borrachos debieron de superar sus bascas, las inmundas rameras volver al lupanar y los facinerosos a sus tareas de siempre: robar y asesinar. Las iglesias se vaciaron de nuevo. Sólo el frío y el hambre eran mayores que antes. La peste que siguió en muchos lugares tenía poco que ver con el fin de los tiempos: era el lógico resultado de la depravación humana sumada al hambre y la miseria.