Una de las últimas veces que se vio al califa en público fue en mi tercera boda, pues quiso presidirla. Se celebró en Medina Zahara, como la anterior, con semejante cantidad de invitados y un fasto similar. Se hallaba presente el gobierno en pleno. En una mesa muy cercana a la mía destacaba el príncipe heredero, Hixem, y los que le bailaban el agua: el gran visir Moshafi y el ambicioso advenedizo Abú Amir Mohamed.
Me sorprendió el desparpajo con el que conspiraban abiertamente, en presencia del califa que parecía estar en otro mundo. Llevé a Carmen a Granada y a la costa de Almería y Málaga. Corría el mes de marzo de 976. Vivimos unas inolvidables jornadas de amor a la sombra del Mulhacén y en la bella y coqueta Almería. Habíamos programado un viaje de tres semanas, pero hubimos de interrumpirlo en Salobreña, donde un correo califal nos trajo la noticia de que Al-Hakán había resultado herido en una cacería de venados, un día atrás. El jinete, con su montura reventada, había cabalgado sin descanso, pues la lesión era muy grave, según una nota manuscrita de Al-Malluri, el director de la aljama, que solicitaba mi presencia. Sin dilación regresamos a Córdoba. El califa me dio mala impresión nada más ver su cara demacrada y los ojos hundidos en sus órbitas. Perecía un anciano a sus cuarenta y cinco años. No había testigos presenciales del presunto accidente. El visir informó al pueblo, a través de los imanes, del que Al-Hakán II había recibido casualmente un flechazo perdido, algo que ocurre en toda cacería. Reconocí al califa en presencia de Al-Qurtubí y de otros médicos. Ardía en fiebre, tenía escalofríos y respiraba con dificultad. Nadie se había atrevido a desbridar la lesión: simplemente habían extraído la punta de la flecha provocando grandes molestias al paciente, que me llamaba a gritos. En el tórax, sobre la base del pulmón derecho, se veía la herida tumefacta, violácea. Procedí de inmediato, lavándola con agua jabonosa. Adormecí al califa con la esponja y sondé la lesión: la sonda metálica penetraba sin hallar resistencia, lo que traducía la afectación del pulmón que, herido por el dardo, se retraía colapsado, vacía de pneuma. Al retirar la sonda salió un chorretón de pus amarillo verdoso, denso, de olor fétido. Era evidente que la supuración no drenaba de manera adecuada por el estrecho orificio, por lo que, de acuerdo con Al-Qurtubí, lo desbridé ampliamente obviando las quejas en sordina del enfermo. Es claro que mi esponja soporífera no es todo lo efectiva que debiera, pero es más que nada. Tras ampliar la herida, el pus fluyó más fácilmente, sobre todo cuando ordené que ladearan al paciente para que lo hiciera por su peso. Por fin lavé la cavidad pleural, coloqué una mecha empapada en vinagre rebajado y adoctriné a los enfermeros para que el califa descansara sobre el costado donde estaba la lesión, de forma que fluyera la supuración, facilitada por la postura.
La mejoría fue espectacular. Después de la tercera cura empezó a disminuir la fiebre y cedieron los escalofríos. La respiración era aún difícil al trabajar solamente un pulmón, pero desde que, a las dos semanas, el exudado pútrido fue menguando, el califa suspiraba mejor por momentos, lo que indicaba que el pulmón estaba expandiéndose. Le autoricé a levantarse. Daba pequeños paseos por el riad del brazo de sus esclavas favoritas, dos hermosas jóvenes nubias, negras como el esquisto de su tierra. Moshafi había ordenado una investigación sobre el accidente, la forma en que se produjo y la procedencia de la flecha. Se notaba de lejos que trataba de cubrir el expediente. Como era de esperar, no pudo sacarse nada en limpio. Lo que no me perdonaré jamás fue mi exceso de confianza: a pesar de mis sospechas de intento de magnicidio, bajé la guardia. Nunca se las comuniqué a Al-Hakán. No tenía pruebas de la conspiración, y una acusación sin pruebas es siempre peligrosa. Debí haber ordenado una vigilancia especial con enfermeros de confianza, si es que existiese la confianza en Medina Zahara, desde hacía años dominada por la intriga, pero no lo hice. La herida torácica estaba ya cerrada y el califa casi recuperado cuando un amanecer me despertó un enviado del palacio real: Al-Hakán II había muerto.
La noche debió de ser movida en palacio. Lo rodeaba la guardia muda, que impedía el acceso a cualquiera. Cuando llegué no estaban los otros miembros del equipo médico. Por orden del visir, sólo nos habían avisado a Ben Saprut y a mí. El cuerpo sin vida del califa yacía sobre el suelo, la piel amoratada, el rostro congestivo, en un charco de orina y de sus propias heces. No había rastros de sangre. La lengua, negra, igual que una enorme morcilla de sangre, no le cabía en la boca. Por la frialdad del cuerpo, su muerte debía de haber ocurrido en la madrugada. Todo era muy extraño. Lo había curado por última vez la mañana anterior y estaba bien, contento, dispuesto a reintegrarse a su trabajo. Había dormido vigilado por las esclavas nubias, pero una de ellas había desaparecido. Hablé con la otra, que, llorosa y desgreñada, lloraba en un rincón. A duras penas pude sacarle información.
—¿Qué ocurrió, Yahya?
—No lo sé, amo Abulcasis. Yo dormía. Era el turno de Leila. El califa descansaba plácidamente cuando yo me eché a sus pies, en la esterilla.
—¿No oíste ni viste nada raro?
—Sus eunucos entraban y salían, hablaban en voz baja y parecían interesarse por su estado. Pero no me chocó. Lo hacían otras noches.
—¿Te refieres a Faic y Chodar?
—Sí, hakim —dijo, sofocando un sollozo.
—Continúa.
—De repente algo me despertó. Me alcé y vi a mi señor caminando por la cámara. Se tambaleaba, lo mismo que un borracho sonámbulo. Tampoco me sorprendió, pues el califa, Alá me perdone, bebía alguna noche. Miré a mi alrededor, en la penumbra, y no vi a Leila. Por fin el califa tropezó con una mesa y se desplomó muerto.
—¿Se quejaba? ¿Respiraba normalmente?
—Emitía un rumor sordo y echaba espuma por la boca. Me sorprendió la forma en la que se rascaba con las uñas su desnudo cuerpo, lo mismo que si un ejército de tábanos se cebara en él. Con la lengua fuera, respiraba muy tenue.
—¿Qué hiciste entonces?
—Corrí en busca de ayuda. Chodar y Faic no estaban en su puesto, delante de la puerta de la cámara. Llamé a gritos a Leila, mas no obtuve respuesta. Volé al puesto de guardia y alerté a los soldados.
Terminaba de escuchar la versión de la esclava cuando penetró en la cámara el visir. Moshafi se veía tranquilo, muy compuesto a hora tan mañanera. Venía de hablar con Ben Saprut, que, antes que yo, había inspeccionado el cuerpo del califa.
—Qué gran desgracia —dijo—. ¿Qué opinas de esta muerte, hakim?
—Hay claros síntomas de envenenamiento —sostuve—. Ignoro todavía cuál es el tósigo. Es posible que Leila, la desaparecida esclava nubia, pueda aportar más datos. Tal vez fue la mano que, inducida por otros, administró la ponzoña.
—Ben Saprut opina que pudo tratarse de una embolia que le afectó al cerebro. Resto, quizá, del mal que produjo la flecha o de los licores que trasegaba en cantidad creciente.
Hubo un silencio denso. Aquello no tenía ni pies ni cabeza. Era imposible que un veterano y sabio médico marrase de esa forma. Comprendí que detrás de aquel diagnóstico habría veladas amenazas. Amo la vida; por ello actué con astucia.
—Es una teoría no descartable por completo —dije.
—Sin embargo, yo no descarto por completo tu tesis del envenenamiento —me sorprendió Moshafi—. Puede tratarse de una conspiración. Nada más morir el califa, sus eunucos Faic y Chodar corrieron a avisar a Moguira, hermana de Al-Hakán y, como sabes, pretendiente al trono. En su residencia se hallaba dispuesta una tropa encargada de ocupan el palacio real para nombrarlo califa y sentarlo en el sillón dorado. Nuestras testas habrían rodado por el suelo de no ser por mi rápida acción. Sabedor del caso por gente de confianza, ordené a Abú Amir Mohamed que detuviera a los conspiradores. Cumpliendo mis órdenes, acudió al palacio de Moguira con los mudos y ejecutó a los sospechosos. Sus cabezas están cortadas ya.
—¿Y en cuanto a Leila?
—Están buscándola. Pero no creo que tenga que ver en el caso. Pudo asustarse y correr para esconderse, temerosa de ser mezclada en la muerte de su amo.
Para mí las cosas estaban claras, meridianamente diáfanas. Al frente de la trama estaban Moshafi y el futuro Almanzor. Pero, instalados ya en el poder a la sombra del nuevo califa marioneta, Hixem, eran poco menos que intocables. Oponerse a ellos o tratar de descubrir sus crímenes era simplemente suicida. Habían encontrado en el ambicioso Moguira y los eunucos los perfectos chivos expiatorios y se habían apresurado a silenciarlos. Resignado e impotente, me dediqué, por gusto y sin hacer alardes, a tratar de averiguar el tipo de veneno empleado. En la biblioteca existían numerosos tratados sobre tósigos, entre ellos el famoso de Abdul Graib Salimi, un egipcio alejandrino, médico de la reina Cleopatra, quien, tal vez, proporcionara el áspid que causara la muerte de la amante de Marco Antonio. Dar con el veneno fue sencillo. El acónito es una bonita planta de flores azules, pequeñas, sin apenas olor pero vistosas, que adornaba más de un arriate en el riad palaciego. Del macerado de sus pétalos en vino caliente se obtiene un tóxico tan fuerte que, según Graib Salimi, provoca la muerte con una simple dosis de dos óbolos. Explicaba el egipcio los síntomas y me parecía escuchar la exacta descripción de aquella discreta esclava nubia. Casi al momento de su ingestión, mezclado por ejemplo con un té edulcorado, pues su sabor es acre, el sujeto percibe que se le hincha la lengua y lo afecta un hormigueo imparable que de la boca se extiende como mancha de aceite a todo el cuerpo. Entendí la causa del insufrible picor que refería la pobre Yahya en el califa. Un poderoso zumbido en los oídos, que confunde al infortunado, le hace tambalear, al tiempo que su respiración y el pulso van debilitándose. Finalmente, en plena posesión de la conciencia, se produce la muerte por asfixia. Una muerte horrorosa y fatal, pues no existe antídoto eficaz contra el acónito. Sentí una súbita piedad por la esclava que presenciara el fin del poderoso Omeya. Omero la localizó y me la trajo con sigilo a la almunia. Le hice saber el peligro en el que se encontraba y, provista de una bolsa con dinares de plata, la embarqué al amanecer en un jabeque que bajaba el Guadalquivir en dirección a Túnez.
Hixem II fue proclamado califa de inmediato, con sospechosa rapidez. Moshafi tomó el título de hachib, o primer ministro, y Abú Amir fue nombrado gran visir. Los fastos en Medina Zahara duraron doce días. Invitado oficial, hube de acudir con Zulema y todas mis esposas, pues otra cosa hubiese significado desprecio. Por supuesto, silencié el asunto de Yahya —que era buscada— y sólo comenté mis sospechas de magnicidio con Al-Qurtubí, en voz baja y a medias, pues no quiso escucharlas.
—Prefiero no saber, mi buen y viejo amigo —dijo—. Voy haciéndome mayor y quiero morir en mi cama. Tampoco quiero que mis hijos paguen por mis culpas.
Se refería a los descendientes varones de Moguira, el traidor para algunos. Sus catorce hijos, sobrinos de Al-Hakán, habían corrido la misma suerte que su padre, siendo decapitados en sus propias casas. Sus mujeres acudieron a la fiesta con sus mejores galas, enjoyadas, recién tatuadas, y fueron las primeras en besar la mano del nuevo califa, postradas ante él. El inicio del reinado de Hixem no pudo ser más calamitoso. Espoleados por el cambio de amo en el trono de Córdoba, los ejércitos cristianos se abalanzaron sobre nuestras fronteras. Uno de ellos, el del rey Ramiro III de León, llegó a las puertas del arrabal en una algara. El califa, refugiado en Medina Zahara con sus ninfas y efebos, no parecía darse cuenta del peligro. Moshafi, dudoso y pusilánime, no se atrevía a enfrentarlo. Por ello, Abú Amir, sin ninguna formación militar, pues procedía del ámbito civil, tuvo que ponerse al frente del ejército. La cobardía de Hixem y el miedo asustadizo de su primer ministro tuvieron la virtud de alumbrar a un guerrero: Al-Mansur, el que pronto sería conocido en los reinos cristianos como Almanzor.
En febrero de 977 emprendió Almanzor su primera batida seria en tierras cristianas. Llegó con sus huestes a Baños de Cerrato, muy cerca de Palencia, que cercó y asoló tras quemarla. Baños era famosa entre los cristianos por un templo románico y por su célebre manantial de curativas aguas, que tomara entre otros el rey godo Recesvinto. Supe por uno de los miembros de la guardia de Abú Amir que, tras la acción, el guerrero se bañó en la piscina de aguas tibias y obligó a las monjas cristianas de un convento cercano a lavarlo, frotarle la piel y perfumarle antes de violar en cadena a las más jóvenes. Dos o tres que hicieron resistencia fueron decapitadas en el acto. Así se las gastaba el energúmeno. En mayo del mismo año fue la segunda aceifa. Acompañaba entonces Al-Mansur al generalísimo Galib, máximo exponente de las milicias árabes en tiempos de Al-Hakán, con cuya hija Asma se había prometido. Ambos rivalizaron en destreza guerrera y en vesania: conquistaron el castillo aragonés de Mola y colgaron de sus almenas a los doscientos varones que capturaron vivos en la aldea. El terror en reinos y condados cristianos comenzaba a asociarse al nombre de Almanzor.
Al regreso de la incursión se concertaron para derribar a Moshafi. El hachib había alcanzado demasiado poder y excitaba la envidia de los conspiradores. Sobh, la sultana madre, seguía patrocinando a su joven protegido Abú Amir y accedía a su menor capricho. Dominaba por completo a su hijo Hixem, que no hacía nada sin su consentimiento. Al ser viuda, podía recibir al guerrero en sus aposentos privados, donde se amaban entregándose a un placer impuro y sin peligro. En su descaro lúbrico, no se recataban de hacerlo a la vista de las esclavas ni de amenguar sus alaridos de placer. Contaba ella cuarenta y un años y Almanzor treinta y ocho. Era prefecto de Córdoba, Ahmed, un hijo de Moshafi. Una mañana apareció acuchillado en su propia cama, en un charco de sangre, junto a su mujer. Para aplacar las iras del ministro se simuló un robo con escalo, culpándose a una banda de desharrapados muladíes, que fueron empalados. Al-Mansur, sin cortarse, sucedió a Ahmed. Un lúgubre silencio se extendió por Córdoba y su arrabal. Regresábamos a los olvidados tiempos de la consternación y el sobresalto de cien años atrás, en las anárquicas épocas del emirato.
En septiembre Almanzor organizó la tercera aceifa en pocos meses. En combinación con las fuerzas de Galib, avanzó en territorio cristiano talando bosques y asolando aldeas. Tomó distintas fortalezas y cercó Salamanca, cuyo arrabal deshizo. A su vuelta, cargado de botín y de mujeres que convirtió en esclavas, se casó con la princesa Asma. Fue el primer día del año 978 del calendario cristiano. Por entonces, su harén ya contaba con setenta esclavas, todas blancas. Al contrario, su esposa tenía la piel de un tono leonado, parecido al azafrán maduro. Asma era delicada de aspecto, dulce de carácter, una flor en medio del desierto. En aquel odioso, interesado y obligado matrimonio sólo había una voz, la del varón. Traté a Asma durante su embarazo y pude leer en sus ojos la tristeza, la desazón más turbia. Padecía ardor de estómago, que cedió enseguida con mi tratamiento de leche tibia de vaca ingerida en ayunas. Por ciertas moraduras en su dermis deduzco que el infame la castigaba de obra. Tres meses después de aquella boda, por influjo de la sultana, el califa firmó la destitución de Moshafi, quien partió al destierro. Pocos años más tarde supe que había sido asesinado en Marrakech por un sicario. Almanzor dejaba tras de sí muy pocos cabos sueltos.
Galib fue nombrado hachib y su yerno confirmado gran visir, pero en realidad compartían juntos el poder. El califa, anulado por su madre la sultana, se apartó de los negocios públicos y permaneció prisionero en su propio palacio. Vi mucho a Hixem aquellos años, pues continuaba como médico de cámara y cirujano del califa, y puedo atestiguar que le importaba una higa judía que gobernase otro por él. Su única obsesión eran las hembras, cada vez más jóvenes y bellas, los efebos más tiernos, garzones en la denominación mora, y toda una batería de vino y de licores que se hacía traer de todos los puntos cardinales de la piel de toro. Lo traté de distintos abscesos perianales en los que su afición bisexual tendría mucho que ver. Las múltiples excoriaciones bucales, las rágades mucosas en el ano y hasta desgarros orificiales, traducían sin duda la magnitud creciente de las vergas que lo sodomizaban. Supe, sotto voce, que emisarios del califa indagaban con disimulo por todo el arrabal en pos del bardaja poseedor del falo más gigante. Por lo demás, era tan buen paciente como su padre y abuelo. Tengo comprobado que la raza humana que no se cultiva degenera. A un hombre rico, recto y sabio, sucede otro que se empuerca, tuerce y dilapida su fortuna. Fue el caso de Hixem con respecto a su padre. Dicen que estaba enamorado de su madre y que, en su bajeza, llegó a holgar con ella igual que un nuevo Edipo.
Aquellos años transcurrieron despacio, como siempre en épocas de opresión, tiranía o vileza de los que gobiernan. Instalado en mi propia aséptica burbuja, los vi pasar con aprensión, sin respirar apenas, inerme, como el que sufre la descarga de una negra nube de tormenta en medio de la estepa o cruza por un muladar con la nariz tapada. Aislado de las cosas de Medina Zahara, ausente de fiestas y recepciones palaciegas salvo contados ineludibles casos, me dediqué a lo que hago medianamente bien: trabajar. Perfeccioné mis técnicas quirúrgicas, modifiqué para mejor instrumentos y aparatos e inicié relaciones epistolares con distintos sabios: Conti, el napolitano, Andreas Pavanopoulos, un cirujano bizantino de Atenas, y Sergei Titov, un físico de Kiev, en la lejana Ucrania. Invité a Realdo Conti a la aljama de Córdoba, de la que ya era director tras la muerte de Al-Qurtubí, en 980. Se trataba de organizar con él varias sesiones quirúrgicas ante mis estudiantes, demostrativas de su técnica reparadora en hernias inguinales. En medio de mi alegría, recibí su respuesta afirmativa. Conseguí de un abúlico Hixem una amplia sala en Medina Zahara donde celebrar la reunión, un verdadero congreso de cirugía, amplié mi invitación a Samuel Pérez, un cirujano valenciano que había ideado una técnica para reducir fracturas, y a Benito Itoiz, otro quirurgo, navarro, que conocí en Pamplona y que dominaba cierta técnica de amputación del muslo.
Cuando Zulema supo de la llegada de su antiguo amor, palideció de júbilo. A sus sesenta años mi madre se conservaba bien. No había engordado, problema que afecta según tengo observado con mayor intensidad a la mujer árabe que a la de raza blanca, manteniendo el humor y el magnetismo de su mirada negra. Dos semanas duraron las sesiones, intercalándose teoría y práctica. Ni Galib ni Al-Mansur, para mi suerte, se interesaron en el evento lo más mínimo ni aparecieron por allí por cortesía. Ayunos de cultura, se hallaban enredados en dura pugna por derribarse el uno al otro, como dos ciervos que luchan entre sí para imponerse en la carnada. Conti, que se alojó en mi casa, estuvo magistral operando a un obrero. Con ayuda de mi esponja soporífera, cuya fórmula conocía desde mi estancia en Nápoles, corrigió un fallo herniario sin apenas quejas del paciente. Sus manos habían ganado agilidad y se movían por el campo quirúrgico como culebras en su nido. Samuel Pérez, el hebreo valenciano, tras adormecer al accidentado con mi anestésico, alineó una fractura de tibia, el hueso de la pierna, traccionando fuertemente del tobillo con un dispositivo de cuero a manera de cincha. Un ayudante estiraba la pierna mientras él manipulaba con sus manos. Una vez los fragmentos óseos en su sitio, los mantuvo con un rígido apósito de madera de fresno, sin acolchar, íntimamente adherido a la piel con vendaje. Lo peor de su técnica fueron los berridos del paciente, menores con mi anestésico que con el aqua ardens que él solía emplear. Benito Itoiz se lució en una amputación de muslo, tras acortar el extremo del fémur seccionado y limarlo. Suturó la piel de forma que el colgajo posterior, más largo, protegiera el muñón. También aquí se escucharon poderosos bramidos. En cuanto a mí, operé un par de cataratas. A mis cuarenta y cuatro años, encontrándome en el momento culminante de mi habilidad quirúrgica, coseché un enorme éxito.
Hablé mucho con Conti durante las cuatro semanas en que fue mi invitado. Después de cenar en compañía de Zulema y mis esposas, charlábamos hasta la madrugada ante un vaso de licor de Ojén, parecido a la grapa italiana pero más dulce.
—Me reafirmo en que la única forma de progresar en cirugía es la experimentación con cadáveres —afirmó.
—Totalmente de acuerdo —subrayé—. Mi problema es que, al no permitirlo nuestra religión, hube de conformarme con disecar gallinas, ovejas y algún perro. En un par de ocasiones dispuse de macacos, que es lo más parecido a un ser humano que encontré.
—Yo tuve más suerte —admitió—. Al inicio de mi carrera traté en el hospital napolitano a un enfermo de fiebres tercianas. Era un pobre mendigo que falleció. Nadie reclamó su cadáver. Me pasé cuatro días con sus noches investigando la región inguinal, que me subyugaba durante mis estudios. Supe de aquella manera la disposición de la musculatura, del cordón que, compuesto de arteria, vena, nervio y un conducto blancuzco, nutre los testes.
—Es el conducto deferente de Galeno —dije.
—Cierto. Lleva, como sabes, la esperma del testículo al órgano viril. Al cuarto día, cuando el cuerpo ya empezaba a oler, dispuse su inhumación en la fosa común. En Nápoles es frecuente la llegada al hospital de cadáveres no identificados: pordioseros o asesinados en ajuste de cuentas cuyos cuerpos no reclama nadie. He efectuado infinidad de autopsias, única forma de saber la causa de una muerte.
—Daría cualquier cosa por tener tu suerte.
—La rapidez de manos es también indispensable en cirugía, máxime al no disponer de un tipo de anestesia eficaz por completo. Tu esponja es un paso adelante, sin duda, pero mientras no dispongamos de algo que aporte un efecto anestésico más profundo y duradero, no avanzaremos. En la hernia de la ingle, por ejemplo, quisiera tener tiempo para intentar reparar las más complejas, cuyo saco se introduce dentro del cordón espermático. Las veces que lo intenté fue imposible, pues el intenso dolor y los aullidos del paciente lo impidieron.
—Amén de todo ello, la cirugía requiere sentido común y tino en los diagnósticos —sostuve.
—Y también el buen pulso de que tú haces gala —terminó Conti.
Fueron jornadas muy agradables. Zulema mostró a Realdo Córdoba y su arrabal. Quedó el napolitano asombrado por la magnificencia de la gran mezquita, que visitó vestido a lo moruno. Mi madre lo trató como a un rey. Comieron juntos varias veces en casa de ella, atendidos por la servidumbre, y pasearon por la orilla del río. A veces se presentaban para cenar con media hora de retraso, motivando mi suspicacia sin malicia y la de mis mujeres. El italiano, que era algo más joven que mi madre, poseía la gracia y vivacidad de los de su raza. Hubo varios eclipses totales, alguno de tres horas de duración, coincidentes con la hora de la siesta. Lo que hiciesen en ellos es de su exclusiva competencia y pertenece, como dicen los buenos juristas, al secreto del sumario. Zulema se empeñó en enseñar Sevilla a su recuperado amante y despedirle allí. Acompañada por Omero, partió con él. Regresó a los tres días con los ojos brillantes y un suspiro en el alma. El amor no tiene edad.
Todo volvió de nuevo a la normalidad: la plácida vida hogareña mimado por mis mujeres, el intenso trabajo ahora con la ayuda de Carmen y la interminable cola de pacientes. Mi última esposa se había adaptado con facilidad a su nueva vida. Quedó embarazada enseguida, pero tuvo mala suerte, pues precisó de tres preñeces para allegar nuestra primera hija, una preciosa niña idéntica a ella. Le busqué la mejor esclava que encontré, una cristiana que el ejército de Galib había capturado en una aceifa por tierras de Aragón. Pagué por ella seis dinares de oro. Era un esbozo de mujer, de trece años, apenas una niña. Se llamaba María. Cuando la encontré —en el mejor tratante de esclavos del zoco— era un sórdido rebuño de carne escuálida, pies cubiertos de roña y ojos suplicantes. Caminó tras de mí, descalza, asustada quizá de las trazas de Omero, que me acompañaba, o pensando que buscaba un lugar donde violarla. Daba pequeños saltos, igual que un petirrojo, y miraba a ambos lados temerosa tal vez de un hachazo imprevisto. Cuando entramos al patio, la rodearon las mujeres y esclavas, curiosas, sin dejar de preguntar su nombre y circunstancias. Se relajó, sorprendida de aquel recibimiento y de escuchar su lengua. Volví a verla cinco días después. Tras lavarla a conciencia entre Carmen, Tania y Sara, la esclava de Jezabel que aún no nombré, parecía otra. Había devorado cualquier cosa a su alcance y se veía más rellena. Su piel, blanca, libre de suciedad, brillaba con luz propia. Era de ojos muy verdes, pelo rubio y rostro sin malicia a pesar del trance que vivió y que me contó Carmen. Había visto la muerte de sus padres y hermanos. Tras su captura, fue mancillada en batería por cuatro feroces guerreros beréberes. Luego consiguió ocultarse en lo más profundo del carro que la traía a Córdoba para ser vendida. Permanecía allí durante el día, bajo unas lonas fétidas, y salía por la noche, durante la acampada, en busca de un mendrugo de pan. A cambio de mal comer se libró de nuevas violaciones. Pronto se acopló a los modos de Carmen, que la trataba como a una hija. Dormía en una esterilla a la entrada de nuestra habitación, pero, si su ama se hallaba indispuesta o yo visitaba a mis otras mujeres, acercaba la esterilla a los pies de la cama o, incluso, en noches frías, se acostaba en mi lecho, requerida por ella para darle calor. Las escuchaba rezar sus oraciones cristianas y las veía santiguarse antes de entregarse al sueño. Mostró señales ciertas de embarazo al mes y medio de llegar. Lloró sin descansar un día entero. Pero se consoló al ver la reacción de las demás y la mía propia.
—Amo —dijo una noche—, si me lo pides, me desharé de un hijo que no deseo, pues no es fruto del amor. Sé que puede hacerse.
—Aunque sea en contra de tu voluntad, lo que llevas en tu seno es vida —dije—. Y abortar un ser vivo es un pecado grande en nuestras religiones.
Odio el aborto. Es algo cuyas repercusiones veo a diario: inocentes mujeres que mueren víctimas de drogas abortivas o por la acción de parteras y brujas sin escrúpulos. Son cientos en todo el arrabal. Por cuatro monedas de cobre introducen dentro de la mujer tallos de laminaria, una planta rizoide que crece en las orillas de los ríos y que tiene la virtud de expandirse en medio húmedo. Otras tratan de perforar el hocico de tenca —el cuello uterino adopta en la vagina la forma de la boca de aquel pez de agua dulce— con agujas de coser o de hacer punto, con el fatal resultado, tantas veces, de la perforación de la matriz. María, apoyada por todos, tuvo un buen embarazo y un mejor parto, propiciado también por su radiante juventud y la terneza y flexibilidad de carnes y osamenta. Como suele ocurrir, lo que se anhela se malogra y lo indeseado llega a puerto. Parió un rollizo niño que era una mezcla de ella y del beréber infame que implantó la semilla: piel de color canela, ojos enormes del tono del eraje silvestre y el pelillo enredado. Meses antes hablaba de abortarlo, pero lo amaba tanto desde que vio la luz que hubiese deshecho con las uñas al que hubiese pretendido hacerle daño. Las cosas del califato seguían revueltas. Continuaban las aceifas y algaras en un tira y afloja inacabable y trágico. Hixem II permanecía semirrecluido en Medina Zahara. El general Galib no veía con buenos ojos aquella especie de secuestro que facilitaba los amoríos de Sobh, la viuda alegre, y se distanciaba cada hora más de su yerno. Yo los vi discutir a voz en grito, muchas veces, cuando acudía a palacio para visitar a la sultana, que padecía de flujo. El origen del flujo en las hembras está muy claro para mí: la promiscuidad sexual de su marido o amante. Jamás lo vi entre mis mujeres, cuyo único hombre, y hombre fiel, era yo. Siempre deteste el amor de pago o el logrado con amantes de un día, causa de tantas pestes. Era el caso de Al-Mansur, que, antes de hacer el amor a la sultana, pasaba por el lecho de decenas de inmundas barraganas, esclavas o golfas de ocasión. Sin duda, existen mefíticas miasmas que medran en las zonas pudendas del hombre y la mujer y que se transmiten en el acto de la fornicación.
Aquellas ásperas discusiones entre militares eran el preludio de la guerra total, que no tardó en llegar. Galib no soportaba el absolutismo que pretendía implantar su yerno. Abú Amir, recelando de aquél, se rodeó de un poderoso ejército y, en febrero de 981, se enfrentó a Galib —que contaba con ayuda castellana— en campo abierto. Galib se afianzó en la Marca Superior, coincidente con la sierra de Credos, y llegó a inquietar a su rival en varias escaramuzas, pero al final Abú Amir lo sitió en Atienza. El resultado fue la victoria del yerno y el aniquilamiento físico de su enemigo, que, obligado a salir de la ciudad y presentar batalla, fue capturado y decapitado por orden del implacable Al-Mansur. Ramiro de Pamplona corrió la misma suerte que Galib, no así el conde castellano, su otro aliado, que logró huir. Envalentonado, Al-Mansur se dirigió a Zamora para tratar de conquistarla, pero fracasó ante la resistencia de aquella capital leonesa de Ramiro III. Hubo de conformarse con arrasar las tierras que cruzó y con el pequeño éxito de Tarancueña, fortaleza que era la llave de los castillos del Duero. Las tropas regresaron a Córdoba con la hedionda cabeza de Galib clavada en una pica. En medio de un silencio de tundra siberiana, el sangriento trofeo fue exhibido en plena plaza del mercado, muy cerca del alcázar, para que fuese pasto de las aves carroñeras. Ni siquiera su hija Asma se atrevió a protestar. Su despótico marido detentaba ya el poder absoluto y hubiese sido capaz de eliminarla. En la primera recepción palaciega Almanzor adoptó una estricta etiqueta y protocolo: exigió que todos, arrodillados, le besasen la mano como si se tratara del propio califa.
El resto de aquel año lo fue de duras incursiones del déspota en territorio cristiano, sobre todo contra el rey Ramiro de León, por la ayuda que prestara a Galib en la anterior contienda. Tomó y saqueó la ciudad de Zamora, derrotó al rey leonés frente a Rueda, se apoderó de Simancas y llegó a las puertas de León. Ramiro III se apresuró a pagar una fuerte compensación en oro, declarándose vasallo de Córdoba. Hubo de entregar además doscientas vírgenes menores de quince años, que fueron repartidas entre sus capitanes o vendidas como esclavas. Las más bellas pasaban por la tienda de Abú Amir para ser desfloradas por él antes de entregarlas a sus destinatarios. El regreso del dictador a Córdoba fue en olor de multitud, mezclándose en la plebe la admiración y el pánico. Fue cuando exigió que comenzaran a llamarlo Al-Mansur, que quiere decir el Victorioso.
Al año siguiente se iniciaron las obras de un nuevo Palacio de gobierno-placer. Fue en las márgenes del Guadalquivir, a menos de una legua cauce abajo. Con la ayuda de cientos de operarios, la mayoría esclavos cristianos y renegados, en menos de tres años se levantó Medina Zahira, que superaba en lujo y ostentación a Medina Zahara. Su fábrica de ladrillo y mármol, rodeada de jardines, canales y regatos de agua del río, era algo nunca visto. Yo sólo fui una vez, pues odiaba y temía la proximidad del nuevo amo. Su vesania no conocía límites. En un levantamiento en Sevilla, ante el alza de los precios del pan, ordenó empalar a cuatro levantiscos que encontraron robando una hogaza para alimentar a sus hijos hambrientos. Su harén de doscientas mujeres reunía las bellezas más notables de todo Al-Ándalus. Ninguna mujer, ni siquiera en los reinos cristianos, hacía ostentación de su hermosura. Si llegaba a sus oídos, era capaz de enviar hasta Oviedo un destacamento de su ejército para robarla. Nadie osaba levantar la cabeza frente a él. Sus mudos ganaban en ferocidad a todo lo anterior y estaban autorizados para decapitar a algún curioso que, a su paso, mirara al nuevo señor todopoderoso en lugar de humillar la cabeza.
Desapareció la proverbial tolerancia religiosa del califato. En connivencia con los alfaquíes y para contentarlos, Almanzor ordenó quemar gran parte de la biblioteca de Al-Hakán. Ardieron en medio de la mayor impunidad valiosos tratados de teología, alquimia y astrología. Aduciendo su importancia para el adelanto de la ciencia, y jugándome la testa, una mañana que lo curé de un flemón dentario le hice ver el valor de cientos de libros sobre medicina, matemáticas, poesía e historia. Lo cierto es que a mí me tenía cierto respeto y me hizo caso. Tal vez temía no hallar otro que lo curara de sus pústulas. Pero procuraba evitarlo, pues sólo contemplar su engreída figura me producía náuseas.
Lo mejor en épocas de penuria intelectual o cultural es concentrarse en el estudio, el trabajo y buscar acomodo entre gentes sencillas y apacibles, confiando en que una mala peste se lleve al tirano de turno. Pero el tiempo pasaba y Al-Mansur se afincaba con más fuerza. El califa proseguía como en hibernación, no interesándose nada más que en la calidad de los vinos que le suministraban del Priorato, La Rioja, Rueda o Toro. No contaba. El jefe supremo gobernaba a su antojo y hasta dejó de hacer la visita semanal, en la que informaba a Hixem de asuntos de estado. Desde enero de 983, la oración de los viernes la presidía Al-Mansur en la mezquita grande. A los fastos del año siguiente, para la inauguración de su nuevo palacio, vinieron delegados y emires de todos los puntos del califato. Yo, sabedor de las fechas del evento, me quité de en medio con la suficiente antelación, partiendo hacia Lisboa. Por primera vez viajé con todas mis mujeres. ¡Qué delicia! El fin primordial de aquella gira era conocer las técnicas de un cirujano lisboeta que operaba varices.
Navegamos por el Guadalquivir en su mejor momento, en marzo, cuando el río baja con su mejor caudal y las cigüeñas regresan de sus lares africanos a sus viejos nidales en torres y alminares. Éramos diez: ocho mujeres y dos hombres, casi la misma comitiva de un gran señor. Mis doce hijos quedaban al cuidado de sus niñeras y sirvientas dirigidas por la dueña. Zulema llevaba consigo a su mejor sierva y mis esposas a sus respectivas esclavas. Las tres presumían de su belleza en sus mejores galas, cada una en su color y con su aroma propio. Se llevaban, aproximadamente, diez años entre sí. Susana mediaba la cuarentena, Jezabel la treintena y Carmen terminaba de cumplir veinticuatro. Causaban sensación en todas partes. Tañía, Sara y María, sus esclavas, las tres con vestiduras de idéntico color que sus señoras, competían en lograr para ellas el mejor aderezo, el peinado más vistoso o la piel más brillante y mejor aromada. Omero iba de eterno vigilante, pendiente del menor gesto mío o de sus amas. Una barca nos llevó a Sevilla y de allí a Cádiz. Parábamos siempre en la mejor posada que, en la práctica, llenábamos nosotros.
Si alguna vez fui equitativo amando a mis mujeres, fue en esa ocasión. Dormía cada noche con una de ellas, por riguroso turno. Sólo descansaba si la correspondiente se encontraba indispuesta, pues, como deferencia especial, no toqué a las esclavas en todo el viaje. Dónde estarán mis cuarenta y siete años… Sin duda el gusto está en la variedad. Seguimos a Lisboa en un dhow de tres palos que arrendé para mí. Tres singladuras nos llevó el trayecto, que hicimos sin recalar en puerto. Al atracar la nave en el mar de la Paja, frente a la plaza grande lisboeta, nos esperaba ya Joao Alves, el cirujano lusitano. A la sazón la ciudad era feudo califal, aunque sin la libertad de modos cordobesa, por lo que nos miraron con interés no exento de malicia al vernos descender por la oscilante pasarela. Debía resultar curiosa la extraña, colorista y aromática comitiva de mujeres preciosas con ropajes morunos, a rostro descubierto, custodiadas por un gigantesco mastín en forma humana, rodeadas de baúles y esclavas. Alves nos había buscado alojamiento en un excelente mesón que daba al estuario del Tajo y, como muestra de la hospitalidad lusa, preparado una cena en su casa con su mujer e hijos.
Hablan los lusitanos un idioma parecido al que usan más arriba, en tierras celtas, pero casi todos manejan con soltura la aljamía. Fueron tres semanas de un placer mundano, libres, mimados por nuestro anfitrión. Recorrimos la ciudad, que es bella y ventilada, orientada al sur, y sus alrededores, sobre todo Cintra, levantada sobre una montaña de verdor imposible. Mientras las mujeres recorrían los mercados, Joao y yo disertábamos en el hospital que él dirigía. Practiqué, utilizando mi esponja soporífera que causó estupor, diversos tipos de intervenciones: cataratas, hernias y litotomías. Alves usaba como anestésico cierto aguardiente de uva que se hacía traer del norte de Galicia, pero, al ver el efecto de mi narcótico, me pidió un frasco, que le facilité, así como la fórmula. Utilizándolo, hizo una habilidosa demostración de la extracción de un trombo en la vena del muslo. Tras extirparlo del conducto ocluido, ligó con seda doble y resecó lo dañado del vaso, pues afirmaba que, de no hacerlo, se reproducía el mal. Luego de diversas autopsias y disecciones en cadáver —hechas en épocas de dominio cristiano de la ciudad—, afirmaba que las venas de los miembros inferiores se diferenciaban del resto del sistema venoso al poseer ciertas válvulas que impedían el retroceso de la sangre. Era sin duda el más experto cirujano vascular de la península. Aseguraba que los trombos, aquellos negruzcos pelotones de sangre coagulada, podían desprenderse de sus lechos y navegar por el torrente sanguíneo hacia otros territorios, especialmente los pulmones y el cerebro, ocasionando en ellos lesiones irreparables. Por ello, previniéndolo, en los casos de trombosis intensa, disecaba con maestría la vena safena que él llamaba «magna», en la raíz del muslo, y la ligaba con doble hilo de seda como mejor forma de impedir el paso de los trombos. Mi encuentro con Alves fue una experiencia inolvidable, que me confirmó en la idea de que no existe adelanto médico o quirúrgico que no sea avalado tras contrastarse por diferentes sabios. Con el matrimonio Alves como guía navegamos el amplio estuario que el río Tajo, el mismo que baña Toledo, forma en su desembocadura en el mar Tenebroso, en el que acaba el mundo en esta parte. Sus riberas son verdes, cubiertas de praderas y boscosa vegetación abundante en pinos. Desembarcamos en Alverca, una aldehuela marinera famosa en el mar de la Paja por la finura de sus pescados. Gentes de la ciudad acuden los domingos, día festivo para los cristianos, a sus muchos figones, a la orilla del agua, para degustarlos fritos o sobre brasas. Poco acostumbrados a comer pescado fresco, pues la mayor parte de la pesca que se consume en Córdoba va prensada en salmuera, mis mujeres y yo disfrutamos de algunos peces desconocidos para nosotros: sardinas, salmonetes y meros.
Dejamos Lisboa con tristeza. Es ciudad que ha cambiado de manos varias veces en los últimos años, multicolor, como lo es su población, mezcla de razas y religiones. En la parte más vieja, edificada sobre una colina que llaman Alfama, se hallaba el más popular entre los barrios árabes. Lo recorrimos despacio varias veces, sintiéndonos en casa. En sus empinadas callejuelas, un intrincado laberinto en el que es fácil perderse, podían olerse idénticos aromas que en el arrabal: frituras de comino, ajo y cebolla humeando en sartenes callejeras, romero y albahaca en decenas de tiestos y macetas e innúmeros jazmines y damas de noche aromando el ambiente nocturno. Había un gran gueto judío de calles rectas, estrechas, por donde circulaban presurosos los hijos de David. Extraño pueblo. Nunca pude sacar a Susana más de tres palabras sobre sus creencias, que, lentamente, dejó de practicar. Los hebreos caminan silenciosos en sus barrios envueltos en sus ropajes negros, concentrados, casi siempre recelosos, como si temieran o acecharan un peligro que, por una rara maldición, se abate sobre ellos con cadencia execrable. Sólo conocí la sinagoga la vez que me casé en una de ellas. Me alabaron la belleza de las de Toledo, Granada o Zaragoza y quise verlas, pero me vedaron la entrada lo mismo que en Lisboa. Triste pueblo. Cristianos e islamitas adoramos a un Dios que ya ha llegado y para mí es el mismo, y ellos todavía aguardan a su Mesías. Tal vez no llegue nunca, pues, para Carmen, lo crucificaron sus antepasados.
Regresamos a Córdoba por el mismo trayecto, aunque esta vez con mar que los marinos llaman gruesa. Sólo Omero y yo, hechos ya al mal de mar, contemplamos serenos cómo las mujeres echaban por la borda sus primeras papillas. Al doblar la bocana del Guadalquivir y traspasar la barra de Sanlúcar, ver los pinos de las marismas besando el agua y el arenal y las salinas blancas confundidas en el mismo espejismo, sentí la sensación de tantas veces al volver: saber que pisaba mi tierra, que estaba ya en mi casa. Si agradable es viajar, mucho más placentera es la vuelta. Las cosas del califato seguían igual: Almanzor guerreaba por el norte y la plebe, enfebrecida e inculta, se alimentaba de sus victorias.
Reanudé mi trabajo en el maristán y, con menos ímpetu, en mi consulta privada. Empezaba a pesarme la edad. Próximo a cumplir cincuenta años, no tenía ya el empuje de veinticinco años atrás. Ordené a Carmen que sólo admitiese diez pacientes diarios y derivase el resto a los nuevos cirujanos que, formados por mí y hechos a mis modos, abrieron sus consultas en Córdoba, el arrabal y diversos puntos del califato. Perfeccioné la técnica de Joáo Alves y conseguí fantásticos logros en la cirugía de varices. En una misma sesión extirpaba un rosario de trombos negroazules que mostraba a la paciente —la inmensa mayoría de afectos de varices son mujeres— en medio de su asombro. Comprobé que la mejoría era más rápida si se vendaba el miembro y se permitía caminar a la enferma el mismo día. Comuniqué mi hallazgo a Alves, pues mantenía con él una fluida correspondencia, y me lo agradeció al tiempo que me informaba de sus éxitos en operados de catarata con la «técnica de Fez», aprendida de mí, que era el nombre con el que se conocía entre galenos la intervención.