Salima fue puesta en remojo por Tania y la dueña durante un par de días. Comió hasta hartarse y durmió lo que quiso. Al final, gordita y reluciente, no la habría reconocido ni su propia madre. Fue la mejor cuidadora de niños que tuvimos jamás. Ella sola se bastaba y sobraba para gobernar a una jarca de ocho chiquillos, muchos más grandes que ella. Bailaba, cantaba, los entretenía, dominaba la mímica y sabía dibujar. A mí me tenía un amor perruno, que es el amor supremo, imposible de entender por los humanos. Estaba pendiente de mi entrada en la casa cuando, de regreso del maristán o de la aljama, cansado, me tumbaba en el diván para coger resuello. Se acercaba descalza, silente y muda, para ofrecerme el té de menta, hirviente, con el punto exacto de dulzor que sabía amaba. Me descalzaba, besaba mis pies y los masajeaba con sus dedos pequeños, ágiles, con una extraña fuerza. Le gustaba entretenerse en ellos, limar sus asperezas con la lija, suavizar sus plantas con aceite de sésamo, recortar las cutículas que rodean las uñas o aplicar a éstas bálsamo de benjuí, para endurecerlas. Sentía predilección por Jezabel, mi segunda mujer. De ella prefería el pelo, que lavaba y atusaba incansable, almohazándolo, retocándolo si había de salir a alguna compra o formándole bucles con las tenacillas. Al cumplir dieciocho años le di la libertad, pero la rehusó. Amenazó con negarse a comer si la despedíamos. No quería saber nada de su vida anterior, de sus hermanos, que vivían en el arrabal, o de aquella vecina que la malvendiera. Aseguraba que nació aquella noche que la rescaté de las garras del miserable alcahuete que la desflorara, que nosotros éramos sus padres, y sus hermanas, Tania y mis otras siervas.

Mi existencia hasta la muerte de Al-Hakán II fue tan feliz como lo había sido en vida de su padre, Abderrahmán III. Abderrahmán fue un príncipe guerrero, conquistador generalmente victorioso, pero que nunca descuidó la cultura. Su hijo lo superó en este último aspecto: culminó la gran mezquita, amplió las medersas, perfeccionó la aljama y convirtió a la biblioteca cordobesa en la primera de Occidente. Abderrahmán mantuvo a raya a los fatimíes, chiíes y a su grupo más fanático, los ismailitas, confinándolos en el norte de África. Aplicando la vieja divisa romana, divide et impera, enzarzó a los radicales ismailíes contra sus enemigos tradicionales, los beréberes zanafas, mientras buscaba la amistad con los alfaquíes ortodoxos. La ocupación de Ceuta obedeció a razones estratégicas: impedir nuevos desembarcos beréberes en la península y favorecer la llegada de las caravanas procedentes de Oriente y del centro de África con oro para sus acuñaciones de moneda.

La política de Al-Hakán fue diferente. Repartió donativos entre los jefes beréberes para atraérselos desde el punto de vista económico y religioso. Haciendo gala de una exquisita tolerancia, convirtió Córdoba en el centro cultural del mundo. Profesores de cualquier parte de Europa se acercaban a su aljama para escuchar a los hakim en medicina, cirugía, matemáticas, alquimia o astrología. Otón I, el emperador romano-germánico, pidió la protección del califa para navegar por el Mediterráneo, y cuando el papa cristiano, desde Roma, solicitó el amparo de la flota genovesa y pisana ante el peligro de ataques berberiscos, Al-Hakán se declaró neutral.

Todo cambió al morir el califa e incluso un poco antes. El gobierno civil, las libertades, iban a terminarse. Lentamente llegaron los militares y, con ellos, la intransigencia, la guerra y la desintegración del califato. Es una descomposición que yo ya no veré, pero cuyos síntomas se sienten, se palpan en el aire. Un joven ambicioso, Abú Amir Mohamed, el futuro Al-Mansur, hizo su aparición con sólo veintisiete años de la mano de una mujer: la sultana Sobh, vascongada de cuna, que de concubina pasó a favorita y luego a esposa legítima de Al-Hakán II. Sobh había sido capturada en una aceifa veraniega, con sólo doce años, al comienzo del reinado del que más tarde sería su marido. Cuando yo la traté de cierto intrascendente mal, poseía una belleza deslumbrante, que aturdía. Era la sustanciación de lo que un árabe ama en una mujer: candor en la mirada, la piel muy blanca y suave como espuma de mar, cabellos blondos y ojos que se irisaban en una sinfonía de colores con arreglo a la incidencia de la luz: azul turquesa, zarco, gris leonado, albaricoque o índigo. Todo encajaba en su rostro perfecto que cumplía el canon clásico. Su figura no desmerecía ante la de las ninfas o una de aquellas reinas lágidas alejandrinas: Arsínoe o Berenice.

Miembro de una familia noble de Algeciras, descendiente de una tribu yemení del Moafir, Al-Mansur era hijo de un distinguido teólogo y jurisconsulto muy apreciado por Abderrahmán III. Intentó seguir los pasos de su padre y estudió leyes en la aljama con poco aprovechamiento. No conseguía avanzar y nunca pudo terminar sus estudios jurídicos. Yo veo aquí la raíz de su futuro resentimiento contra las letras y la cultura en general. Era sin duda apuesto, pero, falto de recursos, se vio obligado a instalar una oficina a las puertas de palacio donde hacía de amanuense, redactando memoriales para el califa. Ello, también, debió sembrar en su mente retorcida la semilla del rencor. Ascendió a empleado subalterno en la administración de justicia y, en 967, por mediación del visir Moshafi, obtuvo el cargo de administrador de los bienes del joven Abderrahmán, hijo y heredero de Al-Hakán II. Fue cuando conoció a Sobh, la favorita, y logró su favor. Ocurrió en una recepción palaciega. Afirmar o negar que hubiese algo más que amistad en aquella relación es entrar en el terreno, siempre resbaladizo, de las hipótesis. Conociendo como yo conozco el intríngulis de Medina Zahara es difícil, pero no imposible, pensar en que la cosa pasara a mayores. Yo me inclino porque no hubo nada o sólo roces intrascendentes. Pocas veces está sola y accesible una sultana. Y el que, simplemente, la mira, se expone a ser colgado por los pies y devorado por los perros tras ser desollado. En cualquier caso, Sobh, impresionada por la apostura del joven intrigante, logró de su marido que Al-Mansur fuese nombrado administrador de sus bienes e inspector general de la moneda. Tan a su gusto debió cumplir nuestro héroe tales sinecuras que un año después fue designado cadí de Sevilla, gobernador de Niebla y administrador de los bienes de Hixem, que tras la súbita muerte de su hermano Abderrahmán, fue nombrado heredero del trono.

Recapitulemos: un hombre apuesto y ambicioso se enriquece merced al favor de una mujer. El heredero del trono, un joven fuerte y sano, muere de repente, y su administrador, el hombre ambicioso, es nombrado gran visir por el nuevo califa. ¿Verdad que huele a crimen? Conocí bien a los hijos legítimos de Al-Hakán II, pues, como médico de palacio, me llamaron varias veces para atenderlos. Abderrahmán, Harifa, Hixem, Fátima, Abdulah, Ahmed, Xania…, todos los que lograron cumplir diez años eran fuertes como robles y sanos como jabalíes montaraces, de ahí la extrañeza que causó la repentina desaparición del primogénito.

En un harén de noventa mujeres entre esposas, concubinas y esclavas, nacían al año treinta o cuarenta niños, de los que vivían ocho o diez. Lo normal era que corretearan por los patios y jardines entre treinta y cincuenta arrapiezos de ambos sexos y edades de dos a once años. Los hijos de Abderrahmán III éramos más, pues su serrallo era mayor. Un árabe noble y rico se rodea de mujeres no por placer, que también, sino para asegurar una descendencia que le dé protección y riqueza. Ahí el profeta anduvo fino. Mientras los abasíes sirios y yemeníes se sucedían de forma horizontal, de hermano a hermano, los Omeyas de Córdoba, imitando a los reyes cristianos, lo hacían de manera vertical, de padre a hijo. El heredero del trono entre nosotros es el primogénito de la primera esposa, aunque no siempre. Cuando la favorita es lo suficientemente bella y deseable, que suele ser el caso, se las arregla para que su hijo mayor pase a ser el primero en la lista. Abderrahmán era hijo de la primera esposa de Al-Hakán e Hixem lo era de Sobh, la hermosa esclava cristiana. Hay veces que el damnificado se conforma, lo que suele ser bueno para él, y otras en que se rebela y lucha: entonces muere. Así ocurrió con el pobre Abderrahmán. Además los hechos jugaban en su contra. El primogénito era poco favorecido por la naturaleza: de pequeña estatura, la tez cetrina de los beduinos del desierto, el pelo enmarañado, el gesto hosco y la mirada negra, al cabo que su hermano de padre, Hixem, era gallardo: alto, de frente despejada, facciones correctas, ademanes graciables, piel blanca, pelo rubio que recogía en una larga trenza y los ojos claros de Sobh. Ambos salieron a sus madres. Por ello, cuando un oscuro amanecer en el invierno de 967 Abderrahmán Omeya apareció muerto en su cama, tan sólo lo lloró la autora de sus días. Se quejó lastimera a su señor marido y sólo consiguió ser desterrada a Marrakech. Ya movía los hilos de la trama Abú Amir Mohamed, el que un día no lejano iba a ser el terror de los cristianos: Al-Mansur, Almanzor para ellos.

No intervino ningún médico en el óbito, pues no hubo enfermedad. Dieciocho años tenía el príncipe cuando fue asesinado impunemente. El encargado de certificar la defunción fue Ben Saprut, que habló de muerte súbita, una entelequia que no acusa ni compromete a nada. Sin duda el buen médico judío valoraba su cabeza, igual que yo la mía. Me alegré al no tener que intervenir, pues miento mal. Supe por una de las camareras de Abderrahmán que el olor a almendras amargas que traducía el envenenamiento invadía su habitación, los diwanes contiguos, el patio y el riad, donde era tan intenso que camuflaba el dulzón aroma de las adelfas. Sin duda, quien manejó el veneno que se extrae de la expresión de las acres semillas del almendro amargo se excedió en la dosis. Pero aquí, como en todo, vale más pasarse de largo que no llegar. Meses después, ya pasado el peligro, el bueno de Saprut me confesó su desazón, sus temblores de piernas al examinar la lengua del finado: no le cabía en la boca y su color era azul índigo, como la de esos perros chinos que abundan en la corte.

El futuro Almanzor proseguía su imparable ascenso. En 972 fue nombrado jefe de la policía de Córdoba. Con su astucia ganó la voluntad de todos los cadíes del arrabal, la de los jefes de los mercados y mezquitas y la de los ulemas. Entonces nos conocimos. Ocurrió precisamente en el Patio de los Naranjos de la gran mezquita, tras la oración del viernes. Él tenía treinta y tres años, tres menos que yo. Era consciente de su fuerza y lo demostraba con su aire suficiente, como esos ciervos dominantes que se saben amos de la manada. Yo, que no le debo nada a nadie, mentiría si dijese que devolví su mirada altanera. Me tragué las ganas de escupir en su chilaba blanca, que ya adornaban multitud de galones e insignias, o de rebanar su garganta con la daga, pues soy pacífico. «Mano que no puedas cortar, bésala», dicen los yemeníes. Sonreí de oreja a oreja y me apliqué el dicho de los hombres azules del desierto: «Siéntate a la puerta de tu casa y verás pasar el cadáver de tu enemigo». Una sola vez me llamó el engreído a Medina Zahara para que le dilatase un lobanillo en la rabadilla, donde acaba la espalda, que le causó un roce de la silla de montar. Actué con profesionalidad, pues no me gusta mezclar cuestiones personales con mi arte médica, y cargué bien la esponja soporífera. No se quejó. Agradecí su marcha a Mauritania, en 974, adonde iba como primer cadí y a vigilar la administración del ejército. Tantas idas y vueltas, vigilancias y administraciones convirtieron al petulante en un hombre muy rico. Su verdadera intención al volver a Córdoba, un año después, era aupar al poder a Hixem, marioneta en sus manos, mimado de la fortuna. Para ello había que acelerar la desaparición del califa que lo había hecho hombre, y a esa tarea se dedicó con el ansia y la determinación de los traidores.

Me casé por tercera vez a los treinta y ocho años. Fue mi último matrimonio por amor. Ella era mozárabe, se llamaba Carmen, y también me amaba. Cuando la conocí tenía diecisiete años. Fue en mi consulta, pues acompañaba a su abuela, que padecía de hidropesía. Me deslumbró con la luz de su mirada serena, dará y limpia. A pesar de ser cristiana, vestía al modo árabe, como suele ser habitual entre las de su raza si habitan con nosotros. Exploré la dilatada panza de su abuela en busca de la causa que provocaba aquella inundación de linfa, que no otra cosa es el derrame que ocupa la cavidad peritoneal en la hidropesía. La encontré pronto. Palpando en el flanco derecho hallé dolor y cierta contractura del plano muscular. Algo más hacia el centro, bajo la punta del esternón, se palpaba una masa dura, sensible, extensa, que ocupaba también la parte izquierda. Era sin duda un neoplasma que infiltraba el estómago y el páncreas, la glándula que lo lubrifica y alimenta. Carmen, que bajara los ojos al enfrentar los míos durante la anamnesis, no los quitaba de mis manos, pendiente de ellas y de mis dedos, que palpaban, percutían y buscaban datos en la paciente.

—¿Te interesa mi ciencia? —dije al verla muy atenta, sin dejar de explorar.

Enrojeció desde el cuello visible hasta la raíz del pelo que dejaba al descubierto su pañuelo de cabeza, prenda similar al hijab que utilizan las campesinas andaluzas. Intentó hablar, pero no pudo. Por fin tosió, como tratando de expurgar sus vías respiratorias, miró a sus pies y dijo:

—Resulta subyugante verte trabajar.

Me tuteaba, como es habitual entre islamitas, pero no me daba el título de señor o de hakim. Sabía —por mi interrogatorio a la paciente— que vivía en una pequeña aldea no lejana a Córdoba, con sus hermanos, padres y abuelos.

—¿Tienes estudios?

—Fui a la escuela cristiana, pero conozco el libro musulmán —afirmó ya más resuelta—. Amo las matemáticas…

Quise hacerla salir de la consulta para practicar una primera evacuación del exudado, tras explicarle mi pretensión, pero me preguntó:

—¿Podría verlo?

—Preferiría que no —dije, admirado de una audacia que motivaba el ansia de aprender—. No resulta agradable —añadí.

—Por favor… De esa forma la abuela se verá acompañada…

La paciente me guiñó ambos ojos.

—De acuerdo —asentí—. Pero te portarás bien: no toques ni hagas nada. Si te mareas o te notas incómoda, sal fuera para que te dé el aire. Siéntate allí —le ordené.

Obedeció. Se sentó como las mozas buenas, al borde de la silla, muy derecha, con los brazos cruzados. La túnica, una especie de caftán sin adornos, mostraba sus desnudos tobillos. Sus pies, en sandalias cristianas de mediano tacón, eran menudos, con las uñas cuidadas y pintadas de color rosa pálido, tornasolado. Mientras mi ayudante lavaba la piel del abdomen, preparaba la dosis de anestésico y hervía la cánula, yo enjuagaba mis manos sin dejar de observar sus reacciones. Lo miraba todo con la expectación de una niña que contempla a una ardilla volar. Era de verdad guapa: rostro sin tacha, alba de tegumentos, blondas las raicillas del cabello que se escapaba del pañuelo y rodillas simétricas, dos planetas prontos a colisionar bajo el vestido. Sus facciones emulaban a la Señora que adoran los cristianos y cuya imagen en arcilla puede verse en los altares de sus iglesias. Se llevó las manos a la boca cuando incidí con mi escalpelo en el punto que más abombaba en aquella barriga, pero no dijo nada. Al salir el líquido ambarino no se inmutó. Se dilataron sus ojos al ver que se llenaba la primera batea. La abuela se portaba como una real hembra. En un momento dado extendió su mano con los dedos abiertos, temblorosos. Carmen, sentándose en el suelo, la asió entre las suyas para acariciarla. Era obvio que la amaba tiernamente. Al terminar, coloqué un apósito, fajé el abdomen y escuché a la paciente. Su cara había cambiado. Respiraba mejor.

—¿Cómo estás?

—Me siento bien, hakim —dijo.

—Es natural. Ha desaparecido la presión que el derrame provocaba en los pulmones y la molesta sensación de peso gástrico. Pero la mejoría no es definitiva. Será necesario hacer una nueva evacuación dentro de doce días.

Mientras la anciana dama, por su pie pero ayudada por dos servidoras que entraron a asistirla, se dirigía al carruaje que la había traído, hablé un segundo con su nieta. Fue ella quien preguntó:

—Dime la verdad, médico amigo, ¿es grave lo de abuela?

—Tristemente sí. Padece un mal contra el que nos hallamos inermes: el neoplasma gástrico. Morirá en breve, pero con mi ayuda su final será plácido y llevadero.

—Estamos en las manos de Dios…

—Bendito sea su nombre —corroboré.

Y eso fue todo. Me dejó cavilando sobre dioses y musas y con su peculiar aroma flotando en el ambiente, un olor a vainilla, el que surge de la flor del heliotropo. A los doce días vino un hombre a caballo, el padre de Carmen. No tendría más de cuarenta años y era el vivo retrato, en varón, de su hija. La abuela había empeorado y no tenía fuerzas para desplazarse, dijo, intentando ocultar la emoción que reflejaba el amor que sentía por su madre. Me rogó que lo acompañara hasta su casa para efectuar allí el tratamiento, como hice. Vivían en un pequeño cortijo en el camino de Baena, al lado de una aldea, a algo más de dos leguas. Fuimos a mediano galope, pues, según él, se ahogaba. Pasamos por la aldehuela de casas agrupadas, pegadas al terreno, recién enjalbegadas y con cruces de mayo en los portales, ya que, al ser mayo cristiano, celebraban a su virgen adornando con flores la plazuela junto a la iglesia, los patios y la calle mayor. La otra mitad del pueblo, islamitas de cualquier procedencia, miraba con respeto a sus vecinos e incluso participaba de la fiesta. Nada más salir del lugar, en un recodo del camino, topamos con el cortijo. Sobre un altozano, abrigado por dos filas de altos chopos cuyas copas se movían con la brisa, se alzaba su fábrica de ladrillo rojizo y teja árabe. Se encontraba vallado por un muro de obra recién pintado en sepia, protegido por alambre de espino. Entramos por un portón abierto a un camino de piedrecillas blancas, entre cuidados parterres de flores amarillas y de plantas de adorno. Había pinos, alisos y un bosquecillo de naranjos. Sentada sobre el filo de un murete bajo, junto al estanque que almacenaba agua de lluvia para el riego, estaba Carmen. Leía. Con la espalda apoyada sobre una columna de alabastro y las rodillas flexionadas, la luz del sol, bañándola de costado, aureolaba su cabeza dándole apariencia beatífica. Me recordó a uno de esos santones que ilustran las cubiertas de los libros hindúes. El tejido sutil de su túnica blanca, transido por la luz, dibujaba la silueta de su cintura y de sus muslos. Debió escuchar los cascos de los caballos, pues miró a la izquierda y, tras divisarnos, cerró el libro y corrió hacia nosotros.

—¡Ha venido…! Te dije que lo haría, padre —exclamó. Y luego, dirigiéndose a mí—: Gracias, hakim.

—No tienes por qué darlas, Carmen —dije—. Veamos qué ocurre con la abuela.

Me llevaron ante ella. Se hallaba postrada en una cama baja, levantado su tórax por varios almohadones que facilitaban la respiración. Su rostro se afilaba en aristas ya casi descarnadas, premonitorias del inmediato tránsito. En sus ojos de mortecina claridad se adivinaba el final de su jornada terrenal. Por otra parte, se la veía limpia, olía a agua de rosas, sin rastros del penoso aroma que da la ancianidad, mezcla de orina incontinente, abandonada suciedad y ropa mal oreada. Le ausculté aplicando el oído a su pecho. Su cansado corazón batallaba una guerra perdida, lo mismo que un delfín en un barreño, parecía que daba los últimos coletazos. Descubrí su abdomen a punto de estallar. Sus paredes, dilatadas y adelgazadas, casi transparentaban el derrame ascítico. Lo palpé y percutí como la primera vez.

—Está muy mal —dije, saliendo de la estancia—. El tumor ha crecido. No quiero hacer pronósticos, siempre inciertos en una ciencia aleatoria como la medicina. Lo único que puede alargarle la vida unas horas o días es la evacuación del exudado.

La nuera de la pobre mujer, abrazada al marido, lloraba mansamente. Carmen sollozaba en un rincón, con las manos cubriendo su bello rostro. Nunca supe la dureza que supone el perder a una madre hasta que la sufrí en mis carnes, no hace tanto. De un plumazo quedamos huérfanos y al tiempo sin testigos: se fue la que nos crio a sus pechos, nos vio gatear, dar los primeros pasos, la que nos consoló, sufrió nuestras travesuras y veló por nosotros sin tiempo y sin horarios. Sentí que mis ojos se humedecían, se poblaban de lágrimas como siempre que contemplo el dolor o la desgracia ajena. Saqué un pañuelo y lo llevé a mis ojos.

—Adelante, hakim —me instó el hombre con voz firme—. Si podemos tenerla con nosotros un día más, es más que nada.

—Necesitaría un ayudante —dije—. Lo preciso para trabajar mejor y más ligero.

—Me presto a ello —intervino Carmen resuelta—. Lo he visto hacer una vez y sabré cooperar.

Herví mi instrumental y lo coloqué sobre una blanca sábana encima de una mesa. Carmen trajo una jofaina donde lavé mis manos. Ella sostuvo la esponja anestesiante mientras yo evacuaba sin molestias dos buenas palanganas de contenido ascítico. Esta vez dejé una mecha de gasa en la herida, para evitar la recidiva inmediata, antes de colocar un apósito blando. La mejoría, como siempre, fue espectacular. La enferma revivió, abrió los ojos, se sintió mejor y suspiró con fuerza. Su nuera y el hijo se miraban atónitos. Si algo agradecí de mi dura profesión de cirujano fue el reconocimiento a mi labor, lo tantas veces mágico de sus resultados que compensa con creces los momentos amargos. Carmen dejó la esponja sobre la mesa y me besó las manos en silencio. Olía más intenso que la primera vez, a vainilla, a canela, a su leve transpiración de moza limpia.

—Deberá beber mucho líquido y comer ligero —recomendé—. Que intente caminar. Carmen cambiará el apósito a diario, pues se humedecerá del trasudado ascítico. No dudéis en llamarme si empeora —dije, tras desasir mis manos con suavidad de las de Carmen para recoger mis cosas.

Salí al patio donde un criado sostenía las riendas del caballo. Antes de saltar sobre la silla se acercó la muchacha.

—Te vi llorar, hakim —dijo—. En mi corazón siempre habrá un lugar para ti. Eres bueno…

—¿Por qué no había de serlo?

No contestó. Sofocó un llanto, corrió hacia el bosquecillo de naranjos y buscó un lugar, posiblemente el suyo, en el que consolarse con un libro. Regresé al arrabal con el extraño aguijón del deseo clavado en las entrañas. No pude quitarme de la imaginación a la bella joven. Resonaban dentro de mis sesos los ecos de sus palabras. ¿Reservaría en su corazón un lugar para mí o era sólo retórica? Ocho días después, ella en persona, amazona en una yegua blanca moteada, acompañada por dos servidores, vino a verme y desveló la incógnita. Lo hizo envuelta en los negros ropajes con que los cristianos muestran su dolor y su luto. Esperó pacientemente a que le tocara el turno. Tenía los ojos enrojecidos y el rostro tenso.

—La enterramos ayer —dijo al pasar.

—¿Cómo fue su final? —pregunté.

—Se apagó como una lamparilla a la que falta aceite. No demostró dolor —aseguró—. Venía para agradecerte tus desvelos por ella.

—No hubo desvelos. Era mi obligación. Me preocupé por ella como por todos mis enfermos. Además, cobré mis honorarios.

—Jamás olvidaré tu conmoción al saber mi dolor y el de mi gente. Por eso vine. Y también para decirte que mañana por la tarde serán los funerales por el eterno descanso de su alma.

—Iré con gusto.

—¿Puedes hacerlo a pesar de tu religión? —preguntó.

—Mi religión son las mujeres y los hombres que padecen. Soy islamita, pero no tengo otra fe que la que dicta el sentido común, la ciencia y el amor a los que lo merecen.

—A nosotros nos vedan la entrada en la mezquita…

—Nuestra religión es todavía joven. Está oscurecida por ciertos fanatismos, un sarpullido que confío desaparezca poco a poco, igual que un tabardillo. Si de mí dependiera, levantaría un gran templo común para las tres religiones del Libro, para los que adoran a un mismo Dios.

Mi madre estaba en casa y, como solía hacer, pasó por la consulta para saludarme. Le presenté a la muchacha cristiana y esbocé en tres palabras la causa de su visita, pues se veía muy sana. Zulema y Carmen se besaron tres veces, al modo árabe. Luego, en medio de mi asombro, la arrastró al patio como si fuesen viejas amigas. Terminé de ver a mis pacientes, de ordenar y clasificar ciertas historias clínicas y pasé adonde estaban ellas. No estaban solas. Bebían té de menta y picoteaban mojicones, manjar blanco y miel sobre hojuelas junto a Susana y Jezabel. Al fondo se escuchaba el confuso rumor de los niños en sus últimos juegos. Reían, sofocadas, y se contaban cosas. Nunca terminaré de entender a las mujeres.

Jamás había pisado una iglesia cristiana. La de aquella aldehuela era más una capilla, de una sola nave, sin crucero. La llenaban los lugareños parientes y amigos de la difunta, incluido algún islámico. Yo vestía chilaba de gran gala en honor a la muerta. Quería impresionar a Carmen y lo logré. Supe mucho más tarde que terminaron de enamorarla el verde brillante de mi túnica, la fíbula de plata, las pesadas alforzas bordadas con pan de oro, el sable de ceremonia y la gumía con el mango dorado engastado en rubíes que me regalara Abderrahmán III. El sacerdote salmodió sus rezos en latín, lengua que seguro que comprendía yo mejor que aquella sudorosa turbamulta de pobres campesinos. Sólo eludían aquella condición Carmen y su familia, que destacaban en reservados sitiales de la primera fila. Eran sin duda los ricos del lugar, propietarios de tierras e integrados en la comunidad árabe tras pagar el impuesto de capitación y la alcabala y aceptar nuestras leyes. El varón tenía al parecer un título cristiano, de su vieja monarquía visigoda, no sé si hidalgo, conde o duque. En una pausa de sus inextricables oraciones, el fraile hizo en aljamía un panegírico de la difunta. Luego trazó la señal de la cruz sobre un cáliz y una gran torta blanca y repartió tan nimia colación entre los asistentes que tocaron a un sorbo y a una mínima parte de la rosca. Años después, ya casados, supe que el contenido del cáliz era vino corriente y que la torta —que los cristianos llaman hostia— estaba hecha de pan ácimo. Carmen creía firmemente que el vino era la sangre y el pan la carne de su profeta, el Cristo, que muriera en la cruz.

Llegué a pensar que aquella increíble ceremonia no terminaba nunca. Era tal el calor sofocante de aquel final del mayo que más de una cristiana se derrumbó allí mismo y tuve que asistirla sacándola al atrio para que, con la cabeza baja cogiera algún resuello en la fresca penumbra. Pero todo tiene su compensación, y el buen final corona la buena obra. Culminados los ritos, Carmen y su familia se situaron a la entrada del templo y recibieron la condolencia de los asistentes. Muchas viejas campesinas lloraban, lo mismo que la madre de Carmen. Mi niña estaba seria, con la mirada turbia por el llanto. Todos, en procesión, estrechaban la mano o abrazaban a los deudos de la finada. Pensé en acercarme y sumarme a la larga ringlera, pero observé que, quizá como modo de expresar su pesar, emitían una frase especial, algo similar a un sonsonete que debía tener un significado que yo desconocía. Ello me disuadió de hacerlo. Cuando el último de los asistentes al acto desapareció, Carmen se me acercó y me tomó del brazo. Me agradó aquella libertad, impensable entre las mujeres de mi raza.

—Mis padres han preparado un modesto refrigerio en honor de mi abuela. Nos sentiríamos muy honrados si nos acompañaras. Es algo íntimo, sólo para familiares y amigos de verdad.

Desde luego acepté, pues, amén de agotado, estaba hambriento. Caramba con el modesto refrigerio… Probé un poco de una olla que llamaban «podrida», que contenía verduras y diferentes clases de carnes, estofado de liebre y el mejor cordero que había probado nunca, al modo de Castilla: el animal de leche cortado en cuartos, salpimentado y asado en horno de panadero.

—El secreto reside en la calidad del cordero, que no debe haber comido hierba. Por eso lo llamamos lechal. Para que su aroma lo haga más apetecible, debe asarse empleando como combustible sarmientos de vid seca. También influye el recipiente de cocción, que debe ser de barro.

Me informaba Carmen en su rincón favorito del huerto, entre naranjos. El perfume del azahar no terminaba de disimular el suyo propio. Su mirada, dos faros claros entre la hojarasca, se hallaba fija en mí. Sentada sobre un poyo de piedra con respaldo, descalza, me mostraba los tobillos y el arranque de sus piernas hasta el suave inicio de las corvas.

Sentí un escalofrío propiciado por la verde umbría, el relente de la noche apenas iniciada y el delirio de mi imaginación.

—Entiendo —dije—. Estaba delicioso. Felicita a tu madre.

—Soy yo la cocinera —afirmó, haciendo oscilar la melena en ese gesto tan femenino que me enloquece.

—No te creo…

—¿Por qué había de engañarte? Aprendí desde muy niña, de mi abuela, el arte de los fogones. Ella era de Valladolid, una vieja ciudad castellana famosa por la calidad de sus asados. Y sé hacer muchas más cosas.

—No estarás postulándote…

Calló. Un fino rubor tapizó sus mejillas.

—Reconozco que me caes bien. Pero no eres el tipo de hombre con el que sueño.

Estaba entre suspenso y admirado. Ninguna mujer me había hablado así, con aquel desparpajo. Y quien lo hacía era una chiquilla de diecisiete años.

—¿Y cómo es el hombre que te desvela?

—En parte como tú: rico, cultivado y poderoso, pero para mí sola. Soy una mujer libre: no podría compartir a mi marido con nadie.

—Nadie es completamente libre —sostuve—. La libertad es pura entelequia. Siempre hay algo que nos ata, que coarta nuestra libertad. La única libertad la da el dinero, el oro. Y ninguna mujer, en ninguna parte, posee en exclusiva a un hombre.

—No es verdad. Las cristianas tenemos un solo esposo.

—Cierto, pero no es vuestro en exclusiva. Su mirada te observa, sus manos te acarician, pero su cabeza está en otra parte. Y a veces su cuerpo: raros son los cristianos que no tiene una amante.

—Odio la idea de compartir mi hombre con otra u otras —dijo pensativa.

—Quizá no sea tan malo. Mira mi caso: yo amo a Susana y a Jezabel y procuro tratarlas con igual deferencia y respeto. Acudo a una u otra e intento complacerlas, buscando tanto su gusto como el mío. Tú las viste sonreír. Las oíste y hablaste con ellas. ¿Te parecieron tristes?

—No… Estaban muy risueñas. Reconozco que me chocó. No lo esperaba. Pero detesto los harenes.

—Exactamente igual que yo. Nací y me crié en uno de ellos. El harén es cosa de sultanes y califas, de grandes visires. Las mujeres no salen de su entorno, celadas por sus amos y vigiladas por decenas de eunucos. Ocurre igual en los serrallos y gineceos en otras partes del islam. Pero en Al-Ándalus es diferente. Yo tengo mi propio islam, y si no pudiese tenerlo, emigraría a algún reino cristiano. Mis mujeres van descubiertas si lo desean, salen a diario de compras o al mercado, solas o en pareja, pues son amigas, y viajan conmigo.

—Y te comparten en la cama…

—Míralo desde otro punto de vista. Los hombres somos, normalmente, más fogosos que las hembras. Vosotras, en asuntos sensuales, sois pasivas lo mismo que las gatas; nosotros somos activos, parecidos a los canes. Sé por experiencia que mis mujeres agradecen a veces la soledad nocturna, poder dormir a pierna suelta sin sentir la calidez en ocasiones pegajosa de un hombre ebrio. Si me solicitan, siempre me hallan dispuesto. Tienen a sus esclavas que se ocupan de ellas, de mimarlas tanto o más que yo, de vestirlas, desnudarlas o componerlas. Pueden espaciar sus embarazos a su albedrío. Tienen tiempo, que vale más que el oro, y pueden dedicarle a pasear, leer, escribir o cultivarse. Compara todo ello con la vida de una cristiana casada con su único hombre: a embarazo por año, la que no muere en uno de ellos es abandonada cuando aparece otra más bella y joven.

—No me convences.

—Dejé algo en el tintero: si algún día encontrara una mujer que supiese cocinar como tú, sería la favorita en mi pequeña y deliciosa burbuja femenina.

Nos miramos. Una carcajada resonó en el espacio y atronó todo el huerto. Estuvo a punto de caer del banco de piedra en el que se sentaba. Me encantaba aquella risa cantarina que me contagió. Si cesaba, se recrecía de nuevo de manera espontánea, como si algo le recordara en su interior el motivo hilarante. Sus padres y algunos familiares que charlaban en el cercano pórtico trataban, atisbándonos, de descubrir la causa de nuestro regocijo. Lentamente fuimos calmándonos.

—Termino de enterrar a la abuela y no recuerdo haber reído tanto. No me conozco. ¿Eres real?

—¿A qué te refieres?

—No lo sé… Resultas muy varonil con esa facha. Y luego el hecho de que seas un hakim, un hombre sabio… Me fascinas igual que la flauta del domador al áspid.

Me despedí de la familia, pues la noche se echaba encima y debía madrugar al día siguiente. Cabalgué a la luz de la luna y llegué a casa poco antes de las once. Omero rezongó en el zaguán y se movió, como si lo afectara un sueño inquieto. Había encontrado un perro callejero y lo había prohijado. Era un can gestero, ladrador, de pelo enmarañado y ojos vivos que relucían al fondo de la selva que conformaban sus cerdas y pestañas. Descansaba en postura curiosa y sus facciones, por un extraño mimetismo, recordaban a su amo. Como condición inexcusable para andar por la casa y el jardín, la dueña lo había tenido en remojo tres mañanas y cepillado a fondo para terminar con pulgas y piojos. Crucé el patio bañado de resplandor lunar y reflejo de estrellas rutilantes. Todos dormían. Jezabel rozó mi piel con la punta de un pie al notar que ingresaba en el lecho. Aspiré su perfume y palpé su desnudez caliente.

—Vienes de verla…

—Sí. Sabes que vuelvo del funeral de su abuela. Estaba allí.

—No me refiero a eso, la has tocado, te impregna su aroma. ¿La amas?

—Tal vez…

—Es encantadora. Y parece inteligente.

Se giró y se aupó sobre mí. Me enervaba tocar su carne palpitante, sentir sobre mi vientre su alfombrada rendija, la humedad. Me besó con la boca muy abierta. Cuando se hartó de libar de mis labios se ahorcajó en mi cintura, separó mucho los muslos e introdujo mi endurecido miembro en su interior. Se echó hacia atrás. Luego se movió con destreza, alzando sus caderas y cayendo sobre las mías como el marrón que bate el yunque, hasta lograr un gozo compartido y exacto. Amaba a mi segunda mujer, pero pensaba en ella.

Carmen apareció a los quince días. Venía en su yegua. La escoltaban dos varones de su casa, a caballo. Cuando montaba al natural vestía calzones de hombre, con zahones a la cordobesa, un gracioso coleto de piel y sombrero de ala ancha. Me pareció mayor, como si de repente se hubiese hecho mujer. Despaché a los últimos pacientes mientras ella saludaba a mis mujeres. Luego fuimos al zoco paseando, vigilados de cerca por sus dos cancerberos. La llevé a la calle de los j especieros, entre coloristas montones de especias y aromas de mil clases, al callejón de los prodigios, donde vivían los lisiados y la mujer barbuda, una muladí de luengas barbas rojas y poderosos senos, exhibida por su propio marido por dos cequíes de cobre; fuimos a la explanada de las tenerías, entre cientos de pieles de cordero y de liebre tendidas sobre alambres, goteantes, los estanques repletos de líquidos de colores chillones y el imposible tufo a tanino y excremento de paloma de las curtiembres; a los tabucos de los zapateros, labrados en el muro de una vieja mezquita derruida, trabando con sus cuchillas, leznas y martillos suelas y tacones de botas y de calzas, y a la tapia desconchada y orinada tras la que trabajaban los barberos y los sacamuelas.

—¿Podrías enseñarme tu ciencia? —preguntó muy seria.

—La medicina se aprende en nuestra aljama. Y no es cosa de un día. Se precisan cuatro años para que el gran vi sir extienda el certificado que autoriza a ejercer. Otra cosa es mostrarte sus rudimentos, dejar que veas cómo trabaja un cirujano; incluso, si estás muy interesada, podría instruirte y nombrarte mi ayudante.

—Ando medio peleada con mis padres —dijo, viendo cómo un remendón jalonaba de tachuelas una suela.

—¿Qué ha pasado? No les habrás ofendido… «Respetaras al padre y honrarás a tu madre», dice un sura del Corán.

—Nosotros también tenemos en nuestras escrituras citas parecidas. No se trata de una ofensa. Tú eres la causa. No quieren que te vea.

—¿Tú quieres verme? Eso es lo único que cuenta.

—Me das una gran paz. Los pocos muchachos cristianos de mi edad, en la aldea, no me dicen nada.

La cogí de una mano. Estaba fría y húmeda.

—Yo también deseo verte —admití—. Eres distinta a las demás mujeres que conozco. Si te lo propones, puedes llegar a ser una buena ayudante de cirugía. Pondrías orden en la consulta y en el quirófano.

—¿Sólo eso?

—De momento sería bastante.

—Tendría que hablarlo con mis padres —dijo.