Tres días después el beréber pasó a su domicilio y al mes se incorporó al trabajo. Mi fama llegó a la idolatría era los barrios más pobres del arrabal. Unos me tenían por un dios y otros por una especie de brujo, un nigromante. Corrían sobre mí las historias más peregrinas y curiosas. Había quien opinaba que había hecho un pacto con Satanás y quien pensaba que era la reencarnación del arcángel Gabriel. Las mujeres me presentaban a sus hijos alzados en sus brazos a mi paso, la mayoría de los recién nacidos llevaba mi nombre, los hombres besaban mis sandalias y los bajos del mi túnica y todos se inclinaban ante mí, reverenciándome, la cosa llegó a tomar tintes desagradables, pues no podía moverme o dar un simple paso sin causar alboroto. Comenté el caso con Al-Hakán, que participaba del entusiasmo general.
—La situación es insostenible además de absurda, mi señor —dije una tarde, tras sajarle un divieso pubiano—. No puedo ir por la calle sin escándalo. Ante mi puerta se congrega una gran multitud cada mañana para reverenciarme. Me atosigan presentándome enfermos incurables o desahuciados; como si fuese capaz de realizar milagros. Te rogaría me permitieses dar una explicación al público.
—¿De qué forma?
—Quiero aclarar mi condición de cirujano, de hombre de ciencia, pero normal y corriente. Dejar sentado que en mis actuaciones no hay nada sobrenatural y que cualquiera con adecuada formación puede efectuar con éxito todo tipo de operaciones exactamente igual que yo.
Atendiendo a mis súplicas, el califa ordenó que fuese fijado por el arrabal y la ciudad, en centenas de carteles, su edicto o irade. En él se anunciaba mi comparecencia el primer viernes, después de la última oración, en el Patio de los Naranjos de la gran mezquita. Se congregó allí una enorme multitud, tal vez más de treinta mil personas entre hombres, mujeres y niños. En el estrado se hallaban mis esposas, esclavas y Zulema junto al imán y los ulemas que impartían teología en la medersa. Estaban también Al-Qurtubí, Al-Mayuri y Ben Saprut. El califa me hizo la gracia de aparecer con su séquito y su guardia de mudos poco antes de iniciarse mi prédica. La expectación era grande, pues Al-Hakán llevaba colgado de su pecho, en la chilaba de las grandes ceremonias, el brillante amarillo, un enorme pedrusco de cincuenta quilates que fuera de su tatarabuelo Hixem I y que representaba para el pueblo la riqueza y fortaleza del califato. A un redoble de tambor se hizo el silencio, trepé a un preparado estrado de madera y tomé la palabra.
—¡Sólo hay un Dios, Alá, y Mahoma es su profeta! —grité, y escuché el clamor de miles de voces roncas y enfebrecidas—. Todos me conocéis —proseguí a grandes voces—. No desciendo del profeta, como el califa nuestro señor, aquí presente; he nacido y me he criado entre vosotros; soy un simple mortal que ha tenido la oportunidad, gracias a la probidad de Abderrahmán III, que Alá tenga en su seno, de formarse en la medersa que él creó y allegar ciertos conocimientos. Ellos, y no la magia negra, blanca o cualquier clase de innoble superchería, me permiten poner mi técnica y saber al servicio de los enfermos. Soy un hombre de ciencia. La recibí de los profesores a los que reverencio, aquí, a mi lado, y mi obligación es transmitirla a mis alumnos. Cualquiera de ellos, en muy poco tiempo, será capaz de obrar lo que muchos de vosotros tomáis como prodigio y sólo es la aplicación de un discreto saber, de algo de erudición, el atisbo de una sabiduría que sólo Alá domina. Que Él os proteja y a mí me permita vivir en paz.
Alguien gritó: «¡Larga vida al hakim!», consigna que fue coreada por la multitud que, lentamente, fue disgregándose. Vi lágrimas de gozo en los ojos de Zulema y mis mujeres. Mis colegas me dieron un abrazo y me postré para besar la mano de Al-Hakán. De aquella forma laboriosa y astuta logré mi propia paz y la ardua concordia con mis iguales y mis superiores. Qué difícil es hacerse perdonar la fama…
Se aproximaba la muerte del califa y retemblaba el mundo con clamores de guerra. Aproveché mi tiempo para trabajar sin reposo en mi tratado médico-quirúrgico: Al-tasrif, que, en tres grandes volúmenes, pretendía aportar mi granito de arena al desarrollo de la ciencia médica. El trabajo, escrito en aljamía, romance castellano que era el idioma en el que yo pensaba, avanzaba despacio. Iba incorporando temas médicos quirúrgicos a medida que experimentaba nuevas técnicas. Mi primera trepanación exitosa me quitaba el sueño. Tenía que desentrañar el misterio de que un derrame cerebral en el lado derecho afectase al lado opuesto del cuerpo. Había comprobado en pacientes afectos de parálisis apoplética que algunos perdían el habla y otros no. Sabía por Al-Razi y de las autopsias de Galeno que tal parálisis era debida a un derrame hemático intracraneal, espontáneo o secundario a un traumatismo. Siempre había pensado que, dependiendo del hemisferio cerebral en que ocurriera la hemorragia, sucedía la parálisis del lado correspondiente del cuerpo. Pero evidentemente no era así. La única explicación razonable era la que expuse aquel día ante mis alumnos: el centro motor del habla debería encontrarse en determinado lugar de un hemisferio cerebral, y por ello sólo había afasia —mudez— cuando la compresión afectaba a ese lado. De igual modo, las fibras nerviosas que nacen en un lóbulo y gobiernan los músculos, debían cruzarse en algún punto del encéfalo y descender por la médula para dar vida y movimiento al otro lado. Recordar el hecho de que la afasia no acompañaba siempre a la hemiplejía fue el chispazo que, en la ocasión de la trepanación, me hizo buscar en la otra parte. Todo ello era lógico pero sólo teórico. Y en medicina es esencial demostrar, comprobar, definir. Lástima de autopsia… ¿Quién pudiera disponer de un cadáver? Maldije en mi interior las atrasadas leyes que, basándose en prejuicios religiosos y atávicos, impedían a los islamitas trabajar con cuerpos muertos. ¿Qué mal había en investigar en el cadáver de un humano? Sabía por Conti que en la Italia del norte existía la clínica forense, aún balbuciente, y ello permitía a mis colegas transalpinos progresar en anatomía mucho más rápido que en ninguna otra parte. Los envidié mordiéndome los puños de rabia, mientras, como muda protesta, vaciaba la copa de vino de Montilla que bebía siempre al acostarme. Cerré los ojos. A mi lado sentí la rítmica; respiración de Jezabel. Tenía que hacer algo. Sumergiendo el rostro bajo la sábana aspiré con avidez su perfume de nardo, su sudor. Los vertebrados somos todos iguales, pensé. Tenemos pies y manos, las mismas o parecidas vísceras. Deslicé una pierna sobre sus muslos fríos como piedra de jaspe mientras mis dedos buscaban su satinada piel y la negra amapola del su sexo hendida en dos. La mayoría camina a cuatro patas y sólo ciertos monos y el hombre se yerguen sobre los pies, despertó, húmeda y lúbrica, y, sin palabras, me buscó con su boca por abajo. Fue un terremoto que convirtió mi mente en profusa confusión de trépanos, nalgas, vísceras sanguinolentas, senos de terciopelo, médulas blancas, pezones hojaldrados y salivas urentes. Bípedos y cuadrúpedos. Terminé besándole los pies y amándola con la lenta sapiencia que sólo la experiencia sabe dar.
—Búscame una oveja de buen tamaño —dije aquella mañana a Abdelaziz.
El taller tenía una luz distinta temprano en la mañana, limpia, clara, de tonos azulones y verdejos. Hacía frese Se escuchaba el alborozado silbo de una alondra. El taxidermista me miró de hito en hito tras dejar la labor que efectuaba, la disección de un águila culebrera. El diestro operario se superaba a sí mismo: tanto el ave como la culebra de que portaba en el pico parecían vivas.
—¿Qué te traes entre manos ahora, hakim? Creí que habías dejado atrás tus experimentos con todo tipo de bichos.
—Lo de ahora es diferente. Esta vez preciso de tu estrecha colaboración. Consígueme la oveja. Tras sacrificarla, has de abrir su cabeza como si fuese un coco, despacio, con cuidado, empleando la sierra, sin dañar los sesos. Es un trabajo lento y que requiere maña. Deberás serrar también por detrás cinco o seis vértebras, las superiores, de forma que pueda extraerse médula y encéfalo en un bloque. Luego sumerges todo en el tanque con mi líquido conservante y me llamas.
—He de ultimar este trabajo y tengo un pedido del zabazoque que no puede esperar: una jineta que cazó el sábado y quiere regalar a una de sus mujeres tras ser disecada.
—Lo mío es urgente. Ignora al jefe del mercado: mete la jineta en salmuera y deja el águila. Tendrás tu recompensa: un dinar de oro y la carne de la oveja, que te comerás a mi salud con tu esposa y la esclava.
—Eso ya es otra cosa, hakim. Ven por aquí con más frecuencia.
Dos días más tarde Abdelaziz irrumpió en mi consulta muy excitado.
—Costó trabajo, amo, pero cumplí tus órdenes. Están listos los sesos de la oveja, con su médula. Por si acaso, completé el pedido con la asadura.
—No quiero la asadura, mentecato. Puedes comértela. Iré al taller en cuanto termine con el último paciente.
El que tenía delante, un obeso especiero del zoco que me proveía de cardamomo, boldo, clavo y pimienta negra de las islas Molucas, me miró como a un poseso evadido de un lugar de locos. Nada más acabar la consulta fui al taller. Iba a ser mi primera disección en un cerebro y ardía en deseos de iniciarla. Saqué la pieza del tanque en que se conservaba y la iluminé con dos focos de petróleo. Abdelaziz había hecho un buen trabajo. El cerebro, un tercio menor que el de un humano, tenía parecidos lóbulos, surcos y circunvoluciones, recordaba en conjunto a una nuez grande. Se continuaba por un pedúnculo que lo unía a la médula, de la que a su vez salían pequeñas raicillas, como las que brotan del bulbo del narciso si se deja en agua. Parecía extraordinariamente delicado, frágil y deleznable como el queso tierno. Lo dividí exactamente en dos mitades con el cuchillete. Era igual que cortar manteca fría, recién hecha. La superficie seccionada era de color gris blancuzco, sin poder identificarse en su parénquima estructuras visibles. Yo esperaba encontrar haces nerviosos bellamente dispuestos, algún orden de fibras, y sólo hallaba un misterioso retículo dispuesto al buen tuntún, amorfo a simple vista, sin orden ni concierto. Indagué en otras partes. La corteza cerebral era algo más compacta que el meollo esponjoso, más grisácea también. Seccioné con el más fino de mis escalpelos una delgada capa de corteza, donde la materia era más gris, y, dejándola reposar sobre un cristal, la observé con la lupa de aumento. Distinguí unas diminutas formaciones imbricadas, en forma de pirámide, que, en su parte caudal, parecían continuarse con un delgado hilillo cien veces más sutil que un cabello. Varios miles, tal vez millones de aquellos diminutos hilos formarían un nervio. Volví a indagar en el puente que unía ambos hemisferios, buscando el lugar donde se entrecruzaban los hilillos formadores de nervios, pero una vez más quedé in albis. Di varios cortes transversales a la médula, a distintas alturas, y seccioné de través algunos de sus nervios emergentes. Con la lupa e iluminación fuerte, se veían nadar en un magma blanquecino puntos más oscuros, los hilos a que hice referencia. Estuve trabajando hasta la madrugada, pero saqué poco en limpio.
Regresé a casa rumiando mi fracaso. Para progresar en el conocimiento del sistema nervioso hacían falta instrumentos de los que no disponía, tal vez imposibles de fabricar: poderosas lentes de miles de aumentos y tintes especiales que dibujaran los trayectos y las conexiones del enigmático retículo. Pasaba por el callejón de curtidores, saltando para evitar los charcos que había dejado un chaparrón, cuando alguien me chistó desde detrás de un fardo de algodón. Apenas se veía, pues por toda luz había la que reflejaba un lejano farol de petróleo desde la plaza. Agucé vista y oídos. Se repitió el sonido, ahora un suave siseo. Iba desarmado, como suelo, y a pesar de ello me acerqué. Nunca he tenido miedo. Un hombre de aspecto patibulario, pequeño, apoyado en una caja de embalaje, me indicaba con un índice que me aproximase. Llevaba una especie de renegrido turbante, deshilachado, tapándole cabeza y frente.
—¿Me conoces? —pregunté.
—Todo el mundo en al arrabal conoce al hakim Abulcasis —contestó, mondándose los dientes con una ramilla seca.
—¿Qué es lo que quieres?
—Pensé que quizá te apeteciese una mujer.
—Siempre me apetecen las mujeres —repliqué—. Sobre todo las mías.
—La que te ofrezco es pura ambrosía: una virgen de once años.
—¿Dónde está?
—Aquí mismo, detrás de esa mampara —dijo, levantándose y haciendo el gesto de invitarme a entrar.
Señaló una sórdida tela de arpillera sujeta con alambre que cerraba un hueco en la pared de lo que fue una casa. Pude haber rechazado la oferta y desaparecer, pero me ganó la curiosidad. Traspasé el agujero agachándome y entré a un angosto habitáculo de suelo de tierra apelmazada y techo bajo, hecho de cañas y hojarasca. En un rincón, tumbada sobre un lecho de paja, cubierta con una manta tuareg, había una mujer, en puridad una niña. A la luz de un cirio de llama vacilante, en la otra esquina, pude verla tras acomodar mi vista a la penumbra. No era fea. En su cara tiznada brillaban de ansiedad sus grandes ojos negros. Sujetaba el borde de la manta con sus manos pequeñas, de uñas negras, mientras dilataba sus ventanas nasales más que una cervatilla sus ollares acosada por la jauría de perros. Se veía en su rostro resignado el dolor y la angustia, adivinándose en su boca de labios apretados una sorda llamada a la piedad.
—¿Es tu hermana?
—Es de mi propiedad —aseguró el rufián, escupiendo en el suelo.
—¿Y estás seguro de que viene entera?
—Tal como la puta de su madre la echó al mundo —dijo.
—Eso es fácil de decir…
—Ve la mercancía por ti mismo y juzga —dijo, y, sin más, le arrancó de un tirón la sucia manta.
Tenía el escuálido cuerpecillo de una muñeca grande, de ésas de cartón pintado que fabrican en el Lejano Oriente para las niñas chinas. Lo contrajo al sentirse observada lo mismo que una merluza de anzuelo y se tapó los pechos con las manos a pesar de abultar menos que un par de brevas. Apenas se dibujaba en su aupado promontorio de Venus un pelambre sutil, tal que el vello incoloro que tapiza los melocotones en sazón. Varios verdugones rojizos le cruzaban el vientre. No tenía caderas. Aquello no era tan siquiera un proyecto de mujer: canija, macilenta, no podía pasar de diez años ni era virgen, pues aquel degenerado se habría encargado de mancillar su honra. Iba yo a hablar pero se adelantó al verme vacilar.
—¡Separa las piernas, perra! —chilló el energúmeno—. Que el señor vea el género…
—No hará falta. No me interesa. Es demasiado joven —dije por decir algo.
—Pero la has visto… Y eso vale dinero…
—¿Para ti o para ella?
—¿Para quién ha de ser? Yo soy su dueño.
Aquello culminó mi paciencia.
—Mientes como el bellaco que eres —dije, colocándome en jarras—. Para tener esclavos hay que ser un señor y tú eres un patán muerto de hambre.
—Seré un muerto de hambre, pero tú morirás si no me pagas lo que es justo.
Y diciendo y haciendo sacó una faca del cinto y la abrió para mostrar la largura y el ancho de su hoja. Sin inmutarme, trinqué un garrote que debían utilizar para trancar la puerta y le aticé en el antebrazo sin remilgos, desarmándolo. Hizo ademán de agacharse y coger de nuevo la navaja.
—Atrévete a intentarlo otra vez y diré al Sabih-al-Mazalim que te desuelle vivo.
Nombrar al juez que juzga los agravios y abusos de poder fue mentar al diablo.
—No lo hagas, mi hakim, por piedad. Y no me debes nada —dijo, reculando.
—Ni te debo, ni pensaba pagarte. No te delataré si me dices dónde encontraste a esta pobre niña. Si me engañas, ordenaré que te corten la lengua.
—Sus padres murieron aplastados al caer de un terraplén que cedió por la lluvia, aquí, en el arrabal. Vivía con una vecina que ya tiene nueve hijos. Ella me la vendió por un dinar de plata.
—¿Y de dónde sacaste, rufián, un dinar de plata? Seguro que lo habrás robado, lo que te costará tal vez la mano. ¿La has forzado?
La expresión de la pequeña era de puro pánico. Posiblemente había sido maltratada y recibido más de una paliza.
—Habla, facineroso —dije con una autoridad que me sorprendió a mí mismo.
—¿Qué otra cosa podía hacer, hakim? Vivo solo. No tengo mujer, ni medios de allegarla.
—Eres un miserable violador de menores. Sabes que eso se castiga con la muerte. Desaparece de mi vista a la carrera. Si vuelvo a verte por el arrabal, haré que te corten las orejas y luego te capen como a un cerdo.
Estaba pálido. Miró a su alrededor, como haciendo inventario de sus cosas. Por fin, demacrado y sin parar de sudar, dijo:
—Salima, vámonos.
—Ella no va a ninguna parte. Yo la cuidaré.
—Pero… Es mía… ¿Y mi dinar de plata?
—Lo perdiste. Y da gracias a Alá por no perder más cosas. Desaparece antes de que cambie de opinión.
Huyó como las ratas de un navío al llegar a puerto, perdiéndose en la noche. Alboreaba. La niña me miraba sorbiéndose los mocos, tragándose las lágrimas.
—Levántate, Salima, y vístete. Vendrás conmigo.
—No tengo qué ponerme…
—¿Qué edad tienes?
—Voy a cumplir once años.
—Enróllate la manta y sígueme.