Capítulo 2

Los funerales del califa, en la gran mezquita, duraron doce días. La inhumación tuvo lugar tres días después del óbito, en el cementerio de Medina Zahara, y a ella asistió su enorme familia al completo, la servidumbre y los más altos dignatarios del califato presididos por el gran visir. Certificamos la muerte Ben Saprut y yo. Tras comprobar que la boca del difunto, sin hálito, no empañaba un espejo, que no existía pulso yugular ni radial, que la rigidez era cierta después de doce horas, que había mancha verde abdominal y livideces glúteas y en ambos omóplatos, se permitió al imán anunciar el fallecimiento del califa desde el minarete más alto de la mezquita. El clamor de plañideras y de lenguas vibrantes, los alaridos y los golpes de pecho se difundieron desde Córdoba al arrabal y, a través de las arcadas del puente romano, Guadalquivir abajo. En el abarrotado templo se sucedieron diez días de plegarias que los ulemas elevaban al cielo por su alma. Llegaron desde todos los puntos del califato gobernadores, emires, beyes, bajas y visires para rendir el último tributo a su califa.

Y en verdad que, por una vez, era merecido el homenaje. A pesar de todas sus carencias, nunca tuvimos mejor; gobernante en todo Al-Ándalus. Abderrahmán III puso fin a la decadencia religiosa del islam peninsular con respecto a Bagdad y, al proclamarse califa en 929, se tituló también sucesor del profeta y Príncipe de los Creyentes. Fue una jugada maestra que sólo un hombre de la audacia e inteligencia del Omeya cordobés era capaz de hacer, pues con ella se cuestionaban los derechos de los fatimíes que, desde el norte de África, pretendían reunificar el mundo musulmán como descendientes de Fátima, la hija de Mahoma. Con su autonombramiento realzó su figura, rechazó la propaganda fatimí y alejó a aquellos sectarios de las rutas comerciales terrestres y marítimas con Oriente que controlaban los mercaderes de Al-Ándalus. Para ello se organizó militarmente, introduciendo en el ejército a mercenarios beréberes, esclavos de cualquier religión y eslavos comprados a bajo precio en los mercados europeos. Nosotros entendíamos por eslavos, no sólo a los oriundos de los Urales, sino a cualquier europeo de raza blanca. De esa forma convirtió a Al-Ándalus en la primera potencia comercial, militar y política de Occidente.

El largo reinado de Abderrahmán tuvo su momento crucial cuando se proclamó califa. Aquel instante marca el fin de las revueltas internas, de la anarquía, y señala el comienzo de la expansión cordobesa. En la carta que dirigió a emires, gobernadores y dirigentes religiosos les hizo saber que Alá lo había favorecido con el título de Príncipe de los Creyentes al ser miembro de la tribu de los Quraysh, a la que pertenecía el profeta. Es un pomposo título que, ciertamente, se ganó al frenar las ambiciones de los núcleos cristianos del norte peninsular y en sus campañas victoriosas contra los rebeldes del interior. Degolló a los cabecillas de las revueltas de Sevilla, Bobastro, Mérida, Badajoz y Toledo, y así manifestó su autoridad. Perdonando a algunos segundones, al emir de Sevilla por ejemplo y a los muladíes de Bobastro, demostró la grandeza del demente. En Zaragoza, con suma astucia, se definió como excelente negociador; aceptó la sumisión de los tuchivíes, a los que permitió seguir allí pero bajo dominio de Córdoba con arreglo a un pacto que incluía el perdón a los rebeldes. Pacificado su reino, se halló con las manos libres para enfrentar el peligro cristiano.

Durante cincuenta años de anarquía musulmana, previos al califa, los reinos y condados cristianos afianzaron y extendieron sus fronteras, sobre todo en el oeste —casi hasta Lisboa— y centro de la península, donde asturianos y pamploneses llevaron a cabo una política conjunta frente a Córdoba y Zaragoza. Tras la batalla de Simancas de 929, victoria o derrota según el bando en que se mire, el califa practicó una política ambigua e interesada referente a los problemas de los cristianos. En León, a la muerte de Ramiro II, castellanos y navarros, con el apoyo de Córdoba, sostuvieron la candidatura de Sancho el Craso frente a Ordoño III. Ganó Ordoño, pero por poco tiempo. El califa impuso al Craso, le negó después su apoyo y lo volvió a promocionar cuando, expulsado de su reino, acudió a Córdoba solicitando ayuda médica y luego militar. Tropas cordobesas y navarras, aliadas, repusieron en el trono a aquel monarca obeso y, como pude comprobar personalmente, orgulloso, ambicioso, obtuso y huero. No duró demasiado el mentecato. Según fuentes fiables, volvió pronto a atiborrarse de sus delicias favoritas. Contra lo que pudiera suponerse, no murió de un atracón, sino envenenado con polvo de cantáridas quizá por un amante despechado, pues, para colmo de males, era sodomita o ambiguo.

Córdoba y Navarra se llevaron bien durante el califato, pues Abderrahmán III se entendía con su rey, García Sánchez I, aunque la reina efectiva era su madre, Toda, una enérgica mujer a la que llegué a conocer y tratar cuando era una anciana. Me mantengo en la hipótesis de que las mujeres son más inteligentes y hábiles diplomáticas que los hombres. Nada puede con la tenacidad de una hembra que, si además es bella, terminará con la resistencia y la paciencia del más pintado. En eso nos adelantan en los reinos cristianos, pues es frecuente ver allí a mujeres gobernando o aconsejando en los asuntos de gobierno.

Con el condado castellano hubo pocos problemas. Castilla se desperezaba bajo la tutela de su ambicioso conde Fernán González, demasiado débil para enfrentarse a Abderrahmán. El noble debió entenderlo así, pues se apresuró a estrechar la mano tendida y no romper una paz que le permitía crecer y el sueño de ver a Castilla convertirse en reino. Y en cuanto al condado catalán, ocurría tres cuartos de lo mismo. Primero Borrell II y después Mirón, pendientes de afianzarse en la Marca Hispánica que delimitaba hacia el sur el imperio franco que instaurara Carlomagno, se ocuparon de enviar embajadores a Córdoba para solicitar un statu quo que permitiera a las partes medrar y evitar colisiones. Yo conocía Barcelona y a los catalanes, seres pragmáticos donde los haya, y puedo asegurar que nadie allí deseaba una confrontación en la que saldrían mal librados cien de cien.

El califato que yo viví fue el momento supremo de Al-Ándalus y dudo que vuelva a repetirse. Ahora, al final de mi vida, asisto a su lenta descomposición. ¿Qué es lo que nos espera? Posiblemente la disgregación en reinos más pequeños, vulnerables, y al final la rendición y el exilio. La unidad hace la fuerza. Mientras los cristianos van a más, aglomerándose, nosotros nos disolvemos, nos separamos. Yo, al menos, he conocido los momentos más dulces del califato, cuando éramos el estado más potente. Tras la toma de Tánger y Melilla, en 927, Abderrahmán controlaba el triángulo formado por Argelia, Marrakech y el océano Atlántico hasta casi Oporto. Ninguna fuerza beréber cruzó más el estrecho sin su consentimiento. El poder del califa se extendía hasta el norte: Otón el Grande, emperador del Sacro Romano Imperio, intercambiaba embajadores con Córdoba. Hugo de Arles solicitaba salvoconductos para que sus navíos mercantes pudieran navegar por el Mediterráneo, mediatizado por nosotros lo mismo que el estrecho de Djebel-Al-Tarik, el Gibraltar de los cristianos. En cuanto a economía, el califato era una potencia de primer orden fundada en el comercio, una industria artesana muy desarrollada y técnicas agrícolas mucho más avanzadas que en cualquier otra parte de Europa. Éramos grandes productores de aceite de oliva y cítricos; las uvas andalusíes eran afamadas en todos los mercados, lo mismo que las pasas de Almuñécar; nuestras sedas granadinas y valencianas competían con las mejores del orbe, igual que el azafrán, ajos y dátiles. Siempre me sorprendió la pobreza y desolación de los campos cristianos en contraste con los nuestros, más poblados, con molinos de viento, canales de riego e ingenios harineros o azucareros. El dinar de oro cordobés era la moneda más cotizada del momento, la de más rica ley, imitada por el Imperio carolingio. Nada semejante se había visto en Occidente desde la caída del Imperio romano. En ninguna parte había ciudades tan pobladas como Córdoba, más de quinientos mil habitantes censados a mediados de siglo. Tampoco eran desdeñables ciudades como Toledo, con treinta y siete mil, Almería, con veintisiete mil, Zaragoza, con veinte mil, Valencia, quince mil o Barcelona, con cuarenta mil pobladores en su censo. Ya hablé de los aspectos culturales de Al-Ándalus y de avances médicos, sólo me queda nombrar la famosa biblioteca de Abderrahmán III que, en tiempos de Al-Hakán II, alcanzó los cuatrocientos mil volúmenes y reunió todas las ramas del saber humano. Los dos primeros califas estaban convencidos de que crear medersas, construir maristanes y levantar aljamas era apostar por la cultura y hacerlo por el caballo ganador.

El acceso al trono del primogénito de Abderrahmán, Al-Hakán II, fue un acontecimiento brillante, como cualquier fasto real entre islamitas. El imán, jefe de ulemas de la mezquita, tomó juramento sobre el Corán al joven califa. Fue en el mihrab, tras la oración del viernes. Cumplía entonces Al-Hakán veintisiete años, mi misma edad. Tras aquel juramento, al salir al Patio de los Naranjos, besaron su mano primero sus hermanos y tíos y luego todos los dignatarios presentes, gobernadores, emires, caídes y el viejo visir. Yo, enemigo que soy de multitudes y de reverencias, con más trabajo que nunca, simulé una indisposición y me ausenté lo antes que pude tras el besamanos. Por entonces dedicaba todas mis horas al diseño y fabricación de diversos instrumentos y aparatos médicos.

Tal idea era antigua en mi cabeza, pero resurgió con fuerza tras el viaje a Italia. Había visto en Nápoles instrumentos quirúrgicos nuevos para mí, como separadores, escoplos, gubias y erinas. Todo el problema era encontrar un herrero que supiese su oficio, empresa nada fácil, pues, aunque eran numerosos, la mayoría se limitaba a fabricar rejas de arado, verjas, sables o cimitarras y herraduras de caballo. La suerte vino en mi ayuda una vez más. Una tarde se presentó en mi consulta un hombretón con una niña en brazos. Su aspecto era moro. La pequeña, de unos siete años, se agitaba sostenida a duras penas por su padre, deshecha en violentas convulsiones que alteraban su rostro en mil visajes. Tan pronto estiraba las piernas como las flexionaba, lo mismo que los brazos. La exploré tras ordenar al hombre que la tumbara en la mesa apropiada. Ardía en fiebre. Sus músculos contractos se estremecían en violentas sacudidas, como si el invisible aguijón de una avispa picoteara su piel. Estaba obnubilada, era incapaz de responder a mis preguntas. Ello, y la angustia reflejada en sus ojos virados, me llevó a un rápido diagnóstico: chorea mayor. La corea, o baile de San Vito para los mozárabes, se veía en el arrabal con cierta frecuencia y no era el primer caso que trataba. Por la afectación mental, pasajera la mayor parte de las veces, Galeno y Al-Razi la asociaban a una inflamación del cerebro de etiología, como siempre, desconocida. Es curiosa la denominación cristiana, y a ella me referí, indiscreto averiguador de todo, en una ocasión en que traté las hemorroides a un sacerdote seguidor de Cristo. Aseguró aquel clérigo que Vito fue un cristiano de su siglo tercero que, perseguido por el emperador Diocleciano para que abjurara de su religión, fue torturado. En el suplicio se movía y agitaba de tal forma que su danza trascendió y ha pasado a la historia como «baile». Tranquilicé al padre. Le aseguré que su hija se curaría y le indiqué las pautas a seguir, facilitándole el remedio y marcando sus dosis. Luego de una semana de reposo en habitación oscura y calma con la niña abrigada, ingiriendo cada seis horas tres cucharadas de tisana tibia de malvavisco, cúrcuma y azafrán, alimentada sólo con leche de mujer y algo de flor de harina, nutritivo acemite que sólo se encuentra en las mejores tahonas, regresó el buen hombre. Esta vez se veía con gesto distendido y luz de estrellas en su mirada negra. Contagiaba alegría. En sus manos, envuelto en pergamino, venía el cordero desollado y limpio más hermoso que había visto en tiempo.

—No te pregunto cómo está tu hija, pues se te ve en la cara, Omar —dije a modo de saludo cuando le tocó el turno, pues mi sala de espera se abarrotaba de pacientes.

Dejó sobre la mesa su carga y se inclinó hasta rozar el suelo.

—Vive gracias a ti, amo Abulcasis. Finalmente mi apelativo en Córdoba y su arrabal era ya aquél. No quise desmentirle por no minusvalorar mi trabajo ni el prestigio telúrico que debe adornar siempre a un galeno que se precie, y más si es cirujano.

—¿No la trajiste?

—Ha reiniciado ya sus clases en la escuela, amo. Es increíble que haya revivido en sólo cuatro días. Ni en cien vidas podría pagarte lo que has hecho por ella y por nosotros. Amina es la luz de mis ojos.

—¿A qué te dedicas?

—Soy maestro herrero, con taller propio.

—¿Dónde lo tienes?

—En la calle de los plateros, junto a los baños públicos.

—¿Quién te enseñó el oficio?

—Lo aprendí de mi padre cuando era niño, allá, en la lejana Fez. Luego, cuando emigramos a Toledo, perfeccioné mis conocimientos al lado de Bonifacio Pérez, el mejor ferrallista a la orilla del Tajo y quizá de todo Al-Ándalus. Finalmente, por motivos que no son del caso, hube de emigrar otra vez y me establecí aquí va para once años.

Al escuchar la palabra Toledo estalló un foco luminoso dentro de mi cerebro. La vieja capital visigótica era patria de los mejores trabajadores en cualquier tipo de metal del orbe. En sus famosas fraguas se templaban los aceros y forjaban los hierros de espadas, alfanjes y armaduras de caballeros moros y cristianos. Hasta Yaroslav, el príncipe de la lejana Kiev, capital de la Ucrania, encargaba sus espadas y dagas en las forjas de la ciudad del Tajo. Toledo y acero eran sinónimos, algo sin discusión posible, que aliaba a todos los pretendientes a la excelencia metalúrgica. La vez que estuve allí, siendo estudiante, había oído hablar de Bonifacio Pérez, de su habilidad sin parangón posible para templar lo mismo un sable que el morrión del casco que protege la cabeza, pero no llegué a conocerle.

—¿Sabes trabajar el cobre? —pregunté.

—¿Bromeas, amo? El cobre es mi especialidad —aseguró—. Me proveo del metal en las mejores minas, en Almagrera, cerca de Almería. Conozco la forma de alearlo para conseguir el mejor bronce o el latón más maleable. Trabajo también la escultura en metal y domino el cincel.

—Si es como afirmas —dije—, podrás pagarme en vida lo que dices me debes por curar a Amina.

—Dime cómo, mi amo. Y hazlo pronto. Ardo en deseos de corresponderte, de serte útil.

—Calma. Quiero encargarte la confección en cobre de ciertos instrumentos que preciso para ejercer mi arte. Y han de hacerse despacio. Los tengo diseñados. Mañana pasaré por tu taller y veremos la mejor forma de que me complazcas si está en tu mano.

Y así fue como me hice con un excelente instrumental que me permitió ampliar mi radio de acción quirúrgica. Omar era en verdad un extraordinario artesano, tenaz, habilidoso e imaginativo. Construyó para mí sondas de cobre de distintos tamaños y grosores, escalpelos finísimos, crinas para mostrar mejor campos quirúrgicos, separadores para que el ayudante facilitase mi actuación, gubias, sierras, valvas, escoplos con la punta de acero, cauterizadores, cucharillas cortantes, espéculos de garganta, nariz y oído y uno, muy curioso, que se me ocurrió ante mis sucesivos fracasos en la exploración de enfermedades de la vagina. Con mango de madera de ébano, el tallo fino y largo en cobre y un espejuelo en la curvada punta, luz apropiada y un ayudante separando con valvas, pude visualizar a la perfección el hocico de tenca, el fondo de saco vaginal posterior y cauterizar afecciones en aquella mucosa. Ideé un aparato para romper piedras en la vejiga de la orina, tras sondarla, que Omar me construyó a la perfección y que denominé litotritor.

Provisto de mi arsenal terapéutico y con ayuda de un buen artesano que lo reponía, amplié de forma impensable mis posibilidades quirúrgicas. Mi primer caso de estruma lo operé en 963. La estruma, o bocio de Galeno, es mal que afecta al cuello a la altura de la nuez, se manifiesta en forma de tumor lobulado o redondeado, blando, y produce, además de las molestias propias de una masa en el pescuezo que impide la deglución, síntomas somáticos. A veces se acompaña de exoftalmia —que es la protuberancia del globo ocular—, casi siempre de adelgazamiento y diarrea y siempre de nerviosismo que impide el sueño. Su diagnóstico es fácil. Por ello, al ver aparecer ante mi puerta a un caballero alto y delgado, inquieto y sudoroso, que se agitaba como un sauce llorón delante de una brisa, de tez bermeja y una protuberancia a la altura de la nuez del tamaño de un huevo de gallina, no dudé. Lo invité a sentarse e inicié la anamnesis. Se trataba de un rico mercader valenciano —deduje lo de rico del séquito que lo acompañaba desde Játiva—, mozárabe, por nombre Vicente Roig Martínez. Tenía treinta años. Se dedicaba al negocio de la seda, del que era su máximo exponente en nuestro Levante. Tenía negocios propios en Játiva, Valencia y Gandía —donde vivía— y era el primer vendedor-exportador de la famosa Lonja de la Seda, en la ciudad del Turia. Había adelgazado veinte libras en los últimos tiempos. Padecía de insomnio, pujos y diarreas, y una melancolía que arrasaba sus mañanas y sólo le permitía medio vivir a partir del crepúsculo. Sacó con gran misterio una carta lacrada y me la entregó. Era del emir valenciano. Antes de leerla, terminé la anamnesis e hice la exploración. Mientras escribía en la tablilla los datos que extraía de mis preguntas le observaba a hurtadillas. Tenía el porte aristocrático y unos rasgos que delataban grandeza y altura de cuna: ojos claros, piel muy blanca y esos aires de nobleza que sólo se transmiten con la sangre. A la palpación el tumor era tenso, renitente, doloroso, se acompasaba al ritmo deglutorio y dejaba una señal cutánea al intento de rasgado con la uña.

—Vuesa merced padece un bocio tóxico —manifesté—. No existe la menor duda. Su tratamiento exige tiempo, cierta medicación y algo que no sé si tendréis: reposo y paz.

—Coincidís en el diagnóstico con mi físico de Gandía —aseguró—. El tratamiento que me prescribió hace ya tiempo fue también parecido. Llevo varios meses tomando ciertas pócimas que, no sólo no menguan un ápice mis molestias, antes las acentúan. El tumor ha crecido impidiéndome tragar, respirar y dormir con fundamento. He perdido cualquier clase de apetito. Me posee la angustia que os referí y que va a más. Ni tengo paz, ni he venido desde tan lejos buscando un brebaje de hierbas. Me han dicho que sois cirujano.

—Lo soy —afirmé—. E igual os digo que nadie hasta aquí, al menos en Occidente y que yo sepa, ha resuelto un bocio de manera quirúrgica.

—A pesar de vuestra juventud, me aseguran que tenéis experiencia. Fuisteis cirujano del califa, que Dios haya acogido en su seno, y conocéis diferentes técnicas operatorias de vuestros viajes. En todo Levante se habla de vos con gran respeto. He venido con la firme decisión de ponerme en vuestras manos. No es posible vivir de esta manera.

—Aceptaré el desafío con una condición.

—Si es por dineros, no deberéis temer —dijo, rápido como el rayo—. Soy muy rico.

—Yo no trabajo sólo por una remuneración que premie mi larga formación y mi trabajo responsable. Desde luego la intervención saldrá cara, pero no es el momento de hablar de temas secundarios. Antes de ella deberéis someteros a un tratamiento que disminuirá el volumen del tumor y hará más fácil su extirpación.

—¿Durará mucho?

—Unas tres semanas.

—Vivo en un mesón de la ciudad, ¿podré seguirlo allí?

—Me temo que no. Deberéis ingresar en nuestro maristán. Es la única forma de allegaros sosiego y que haga efecto la medicación.

—Vine con mi mujer…

—No podrá acompañaros. Es mejor evitar cualquier tipo de actividad durante aquel tiempo. ¿Tenéis quien se ocupe de ella?

—Hemos traído con nosotros algunos servidores. Ellos lo harán.

—Para Susana, mi esposa, será un placer conocerla y entretenerla hasta la intervención, si vos lo permitís.

—Será un honor para ambos. Gracias por la delicadeza.

—Es lo menos que puedo hacer por alguien de vuestra alcurnia y que, además, confía en mí.

Quedamos en silencio. Del ventanal que daba al riad, por la celosía, se colaban al tiempo luz, aromas florales, color y el silbo de los pájaros.

—Supongo que sabréis que la cirugía resulta dolorosa, tiene riesgos y complicaciones —dije al cabo.

—Samuel Méndez, mi físico, ya me habló de ello. Me informó también de que sois el único cirujano hispano que maneja cierta fórmula que aminora el dolor.

—Habláis con propiedad: aminorar. Mi anestésico sólo consigue disminuir las molestias, pero no las suprime del todo; y menos en una intervención que no será corta.

Sin más que hablar y tras aceptar todas mis sugerencias, el paciente quedó ingresado en una de las habitaciones más tranquilas del hospital, que daba al patio. Le asigné un enfermero que velaba por el cumplimiento de mis indicaciones. Durante veinte días permaneció en reposo, sólo salía a la quietud del jardín interior, entre limoneros, naranjos, magnolios y azaleas. Leía sin cesar, pues era culto. Cinco veces al día, con cada comida administrada con parquedad, tomaba una taza de un cocimiento tibio de hinojo, ruda y abrótano, hierbas que, según Hipócrates, combaten los tóxicos que produce la estruma. Iba a verlo todas las mañanas, en la preceptiva visita a mis operados del maristán, mientras su mujer y la mía recorrían, vigiladas por Omero y los lacayos, los negocios del zoco. Se trataba de una agradable mujer, algo mayor que Susana, con la que congenió enseguida. Dos veces cenó con nosotros, en mi casa, disfrutando de un tipo de cocina diferente. Llegó el día de la operación, un verdadero acontecimiento quirúrgico que presenciaron Al-Qurtubí y una decena de cirujanos jóvenes. Colaboraron mis dos ayudantes de confianza, expertos ya en toda clase de intervenciones, y un principiante que se ocupaba de dosificar el anestésico.

La estrumectomía fue un éxito que superó cualquier expectativa. Como siempre, el instrumental se había hervido en agua avinagrada. Es algo nunca hecho hasta aquí pero del más elemental sentido común: si lavamos el tenedor que pincha la tajada, el cuchillo que la corta y el plato donde comemos nuestros alimentos, ¿no habremos de enjuagar el escalpelo que corta nuestra piel? Del mismo modo, hacía tiempo ya que todos los miembros de mi equipo nos lavábamos a conciencia las manos y nos recortábamos y cepillábamos las uñas aunque la intervención no fuese oftalmológica. Además, oler a limpio reconforta al paciente. Tras adormecer al enfermo profundamente, haciendo que inhalara de la esponja soporífera más de quince minutos, practiqué en la piel de su cuello, por debajo de la tumoración, una incisión elíptica. La campana de una cercana clepsidra resonó nueve veces. El paciente, amarrado con ligaduras, se conmovió ligeramente. Ordené aumentar la dosificación del anestésico mientras coagulaba con el cauterio varias venas sangrantes. La capa muscular, conocida por mí de mis disecciones experimentales, era tan laxa a ese nivel que pude separarla sin necesidad de cortar, simplemente con los dedos. Después, todo fue más fácil de lo que había supuesto. Un auxiliar enfocó sobre el campo operatorio la luz solar que se reflejaba en un espejo. Una masa rojiza, granulosa, mayor de lo previsto, se ofreció a mis ojos como en un alumbramiento la cabeza del feto al asomar por el canal del parto. Inverosímilmente la rodeé con un dedo para liberarla de adherencias y quedó a mi merced, prácticamente suelta. Una parte se fijaba a la tráquea y al hueso hioides y otra profundizaba detrás del esternón. Extraje la porción caudal con suavidad, utilizando un índice. La parte conectada a la tráquea no lo era íntimamente. Sabía de mis experimentos que la glándula hipertrofiada que conforma el bocio recibe su vascularización de cuatro arterias, dos en cada polo, superior e inferior. El paciente emitió un sordo quejido cuando tiré del tumor tratando de individualizarlas. Sin inmutarme —la frialdad es inherente y obligatoria en cirugía, tanto como la rapidez—, lo conseguí con cierto esfuerzo, pero allí estaban: una pequeña arteria pulsante y su vena correspondiente por cuadrante. Pasé cuatro ligaduras de seda, que amarré con fuerza, seccioné los vasos y extraje con la mayor facilidad el tumor en medio del asombro general y el mío propio. Repasé con el cauterio los puntos sangrantes, dejé un drenaje de esponjosa gasa para prevenir acúmulos de sangre o linfa, cosí la piel y coloqué un apósito. No eran las diez. ¡En menos de una hora había operado mi primer bocio tóxico! El postoperatorio fue muy bueno. El paciente se levantó aquella misma tarde. Cambié el apósito al segundo día y retiré el drenaje. Al cuarto apareció supuración en la zona donde se hallaba aquél. Era un pus amarillento, seroso, poco trabado, que se fue diluyendo con las curas y desapareció el octavo día, cuando quité los puntos. Quedó una cicatriz plana, limpia, indolora. Cuando se vio delante del espejo el valenciano, sus ojos se llenaron de lágrimas. Se abrazó a su mujer. Le contagió sus lágrimas y consiguió emocionarme a mí también.

—¿Qué haremos con vuesa merced? —dijo ella sollozando.

—Recordarme y hablar bien de mí —dije.

—No siento ya ninguno de los síntomas que me trajo hasta aquí, doctor —aseguró el buen hombre.

—Ni los sentirá más. No habiendo tumor, no existen las ponzoñas que vierte al organismo.

Los valencianos partieron a su tierra —me invitaron a visitar su casa de Gandía— y mi popularidad alcanzó cotas nunca vistas. De acuerdo con Al-Qurtubí, organicé un seminario para explicar a los estudiantes la operación, los síntomas que produce la estruma patológica y su tratamiento médico-quirúrgico, acompañado todo de láminas que diseñé y amplié en la pizarra. En mi mente surgió la idea de empezar a trabajar en una enciclopedia, un magno tratado que llevaría por título Al-tasrif y que sería el compendio del saber anatómico y médico-quirúrgico de los que me precedieron y de mi propia experiencia. Como prolegómeno, iba ya muy avanzada mi primera obra sobre hierbas medicinales y botánica: Compendio de agricultura.

Con treinta años fui entronizado como hakim, reconocido poseedor de la excelencia intelectual y ética de un verdadero sabio. Aun a sabiendas de mi insignificancia, hube de aceptar el nombramiento pues procedía del consejo superior de la aljama. La ceremonia —odio las ceremonias— fue presidida por el propio califa Al-Hakán en el aula magna de la medersa cordobesa. La presenciaron todo el profesorado y los alumnos. El reconocimiento de cualquier médico como hakim no era ni mucho menos automático. La mayoría de los físicos no pasaba de tabib, un mero profesional en su arte, y algunos pocos se quedaban en mudawi, o simple practicante. Sin duda mis éxitos profesionales y el favor del califa influyeron en la investidura. Los médicos éramos protegidos por las leyes califales, y aun antes, durante el emirato. Ningún físico o cirujano podía ser detenido o sufrir penas de cárcel por acciones ocurridas en el ejercicio de su arte. En caso de denuncias por presunta mala praxis, el muftí consideraba que los fallos médicos son siempre involuntarios. Y lo son en pura lógica: nadie que haya jurado por Hipócrates curar con honradez comete a sabiendas un error en aquel a quien pretende sanar. Es como llevar a la cárcel a una cocinera a quien le queda duro y correoso el cordero de un tajine. ¿Existirá quien, por propia voluntad, eche tierra al potaje que ha de comerse? El origen de nuestro prestigio en la cultura islámica nace de la preocupación por el tratamiento y curación del paciente. «Sólo hay dos ciencias, la teología, o salvación del alma, y la medicina, o salvación del cuerpo», dice el profeta. De ahí la estimación por la medicina en el islam. Al contrario que en los reinos cristianos, en Al-Ándalus se valora a los físicos. Supe no ha mucho de un cirujano-barbero, en el reino de Aragón, que fue azotado y preso por achacársele la muerte del hijo de un noble herido a estoque en un duelo por asunto de faldas. La lesión le afectó malamente un pulmón, se infectó como suele y lo mató el empiema o pus derramada en el saco pleural. ¿Qué culpa tuvo el pobre físico? Hubiese sido el muerto un pelagatos y no pasara nada, pero fue un figurón aristocrático, un petimetre mujeriego y sin seso por más señas, y pagó el pato el médico. Entre nosotros ni siquiera se hubiese dado la denuncia, pero entre aquellos salvajes iletrados enflaquece el infortunado cirujano en un presidio.

Siempre traté de encontrar en mis diagnósticos la conexión entre la experiencia y el saber teórico referido a los tres órganos nobles: hígado, cerebro y corazón, tras lo cual instauraba el tratamiento. Cualquier intento de sanar debe iniciarse con una alimentación apropiada. Si falla la dietética, se recurre a la farmacopea natural, mediante hierbas. Como último recurso queda la cirugía que, de acuerdo con Galeno, es «la síntesis y conclusión de la medicina». Suscribo la opinión del sirio Ibn Ridwan cuando dice: «Quien sólo es perfecto en medicina pero no en lógica, matemáticas, física y teología, más que un verdadero médico es un practicante en medicina, un mudawi». De ahí que el califa Abderrahmán estableciera la obligación de obtener, mediante examen previo en aquellas materias, el título de médico, nuestro diploma o icaza que nos habilita para la práctica legal.

Siendo hakim, se fundían en mí los tres saberes: el intelectual, que suponía ser sabio en la teoría y en la praxis; la ética médica, que daba por hecha mi probidad como hombre y mis buenas costumbres; y la ética pedagógica, que me obligaba a difundir mis conocimientos y a buscar la amistad con otros sabios, anteponiéndola incluso a la amistad fraterna y al amor a los padres o esposas. Había llegado, pues, a lo más alto. Mi condición social era equiparable a la del jurisconsulto cristiano, muftí entre nosotros, el obispo, recitador de preces o imán entre moros, y el gran jefe militar en Castilla o Aragón equivalente al emir islámico. Era considerado y respetado, pero se me miraba como a un extraño, pues, a pesar de ser famoso y rico, sólo tenía una mujer y una esclava. Era consciente de la anormalidad, pero pretendía perpetuarla, pues me encontraba bien con mi mujer y con Tania, la sierva. Amaba tiernamente a Susana. Disfrutaba mis momentos con ella, menos de los que hubiese deseado, aquellos en los que en nuestra terraza abierta a la curva del río repasábamos los asuntos del día y hacíamos planes mirando las estrellas. La necesitaba. Tenía una especial clarividencia que le hacía adelantarse a los hechos, saberlos antes de vivirlos. Un sexto sentido le hacía adivinar mis pensamientos. Se había aficionado a la lectura y leía a Hornero, un autor griego cuyos textos, transcritos en la escuela de traductores fomentada por mí, le facilitaba. Era un gozo contemplar su delgada silueta ante el facistol, la melena resuelta en negras guedejas acaracoladas colgándole en los hombros, descalza, la mirada prendida en los prietos renglones y un gesto de extrañeza arrugando su frente. Tania revoloteaba alrededor, como los gorrioncillos, pendiente de su ama. Arreglaba las uñas de sus manos y pies, atusaba incansable su cabello o la perfumaba con esencia de jazmín, su favorita, que mi perfumista del zoco preparaba para ella. Mi mujer, a pesar de ser hebrea, se aficionó pronto a los gustos femeniles islámicos. Todas las mujeres son iguales y a todas enloquece cautivar a los hombres con sus mañas. Llevaba ajorca de oro en un tobillo, tatuaba sus pies con henna Y se depilaba al modo moro, dejándose en el pubis una especie de moña recortada. Tania se ocupaba de todas las labores relacionadas con su cuerpo: la vestía, desnudaba, maquillaba, Preparaba sus ropajes del día y la aromaba de forma que su señora estuviese siempre bella y apetecible. Mi relación con la esclava era muy ocasional. Su felino cuerpo, de tigresa, me atraía, pero sin connotaciones que no fueran meramente físicas. A pesar de mi intenso trabajo, a los treinta y dos años seguía siendo sexualmente muy activo. Por ello, si Susana se encontraba indispuesta o ella me lo pedía, buscaba a Tania en su lecho. Las dos eran muy dulces, pero la esclava, además, tenía una forma de amar siempre sorprendente, que me deslumbraba. Conocía ciertos misterios del arte de la fornicación, ingénitos tal vez o aprendidos de oídas en el gineceo de otras siervas, que me hacían levitar de placer. Era nuestro secreto, algo que Susana, a la que Tania veneraba, debía ignorar. El amor con ella tenía el aliciente, no de lo prohibido, pues era mía y lo alentaba mi propia esposa, sino de la aventura, de no saber lo que ibas a encontrar o te iba a dar. Formábamos un trío perfecto, sin fisuras, pues el amor entre ellas, lo sé, era sólo fraterno. Susana y yo nos entendíamos, habíamos encontrado la paz y la serenidad. Por ello me sorprendió que fuese mi mujer la que sacase el tema a colación.

—La gente opina que debieras buscar una nueva mujer —dijo una noche poco antes de acostarnos.

—¿Y tú qué crees?

Venus brillaba fuerte en su lugar de siempre y Sirius emitía su guiño eterno y misterioso, allá en lo alto. Desde lo más profundo del jardín, hacia el soto del río, llegó el lúgubre canto del Otilio. El aire era húmedo y fresco, una esperanzadora transición entre invierno y verano. Sentí un escalofrío.

—Tal vez tengan razón. He padecido ya ocho embarazos, casi uno por año.

—¿Padecido? El embarazo no es una enfermedad.

—Para vosotros. Os daba yo, no un embarazo, sino una triste regla de seis días.

Me recordó a mi madre. A cómo se quejaba lastimeramente de sus últimas preñeces.

—¿Hablas por ti o en boca de Zulema?

Sé que hablaban entre ellas lo mismo que esos cuervos indostánicos que articulan palabras. Mi madre aparecía para ver a sus nietos todas las tardes y Susana iba a su casa mañana tras mañana, tras volver del mercado con Tania. Eran ya más que hermanas, mucho más que suegra y nuera: verdaderas amigas.

—Ella opina lo mismo. Dice que eres el único hakim cordobés con una sola esposa. Que hasta el más humilde carnicero del zoco cuenta con dos o tres. Asegura que con tu posición podrías mantener un verdadero harén, que pasas por tacaño…

—Estoy bien como estoy. Sabes que te amo. Otra mujer sería una complicación para un hombre tan ocupado como yo.

—No es cuestión de amor, que también, sino de oportunidad y de buen juicio. Vivimos en sociedad y no es bueno distinguirse por nada, pasar por diferente. Hasta el imán de la mezquita grande se pregunta qué ocurre para que no te cases otra vez.

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo ha dicho Zulema. Se encontraron la otra tarde y él lo comentó.

—Mi madre no es muy de mezquitas…

—Coincidieron en la alameda, delante del alcázar.

Quedamos en silencio. Por fuera de la sábana le asomaba un delicioso pie con las uñas decoradas en bermejo jaspeado, un color nuevo, travesura sin duda de Tania.

—Si a ti te parece oportuno, lo pensaré —dije.

—Diré a tu madre que estás de acuerdo. Lo curioso del caso es que también lo estoy yo. Quién me hubiera dicho cuando me casé, parece que hace un siglo, que iba a ser partidaria de la poligamia… Tenemos un enorme caserón con sitio suficiente. Te encantan los niños y yo no me siento con fuerzas de darte más. Si fuese la mujer de un campesino me conformaría, pero soy la esposa de un hakim. Sólo pondría una condición…

—Habla.

—Que fuese tu madre la que te buscase esposa y yo la que lo aprobase. Ella tiene suficiente tino para ello.

—¿Y yo no cuento?

—Sabes que Zulema tiene buen gusto. Los hombres, con raras excepciones, sois un desastre para encontrar mujeres. Ella encontró a Tania y nos va bien con ella. La esclava sería otra condición: la quiero sólo para mí. Tu nueva mujer tendría su propia esclava.

No sé cómo será vuestra experiencia, pero en la mía la mujer es el alma de la casa, la que manda. Ella organiza, decide y nos gobierna. Incluso, cuando parece que hemos vencido en la lucha dialéctica, es sólo una ilusión. Es igual que la rama vencida por el peso del manto de nieve que la cubre en los crudos inviernos. Parece sometida, silente, agobiada, a ras de suelo, pero es sólo apariencia. De repente, con una sacudida del viento o del deshielo, se endereza de súbito alzándose otra vez, orgullosa, proclamando su imperio. Tal vez, si me lee algún cristiano, se extrañará de mi escaso entusiasmo ante la posibilidad de poseer más de una mujer. He dicho poseer, y ésa es la diferencia: el hombre en el islam es dueño de sus hembras, al cabo que un cristiano pertenece a su esposa por mucho que lo niegue. Hasta, lo vi cientos de veces, las titulan sin rebozo de ama o dueña.

No es nada fácil poseer cuatro esposas y cinco concubinas. Ello requiere desde luego riqueza, pero sobre todo nobleza. ¿Y qué es ser noble?, preguntaréis quizá. Y yo os responderé que la nobleza es la prenda mayor que adorna el alma humana. No depende de la altura de cuna: se puede ser noble siendo hijo de un arriero y zafio y ruin nacido de un califa. Nobleza obliga a saber escuchar, a no elevar el tono de la voz, a dirimir con justicia las diferencias que inevitablemente surgen dentro del gineceo, a la imparcialidad. Nobleza es no distinguir entre hijos bastardos y legítimos, ser graciable con todas las esposas, concubinas y esclavas, no abusar jamás de nuestra fuerza o superioridad. Sé que el Alcorán habla de sometimientos e incluso castigos a la mujer díscola o revoltosa, pero yo no comulgo con ello. Poner la mano sobre la mujer, si no es para acariciarla, es de villanos. Y no hablemos ya de fuerza o violación: mancillar la virginidad de una hembra contra su voluntad es vileza propia de chusma carcelaria, de remeros, y merece mil muertes. Violentar al ser más bello y delicado de la creación es sólo de humanos indecentes. Entre los animales no existen violadores. Tantas veces yací con una fémina como obtuve su anuencia, muchas veces implícita, entrevista en su rubor de núbil o leída en sus ojos tiernos y suplicantes. Por ello apruebo las leyes califales que condenan al violador a ser ahorcado después de la emasculación.

Obtenida mi aprobación a un nuevo matrimonio, Zulema desplegó sus redes por Córdoba y su arrabal. El reinado de Al-Hakán II transcurría mejor de lo previsto, desmintiendo la teoría de que de un padre diligente nace un vago.

El califa, a pesar de su juventud, demostraba la experiencia ganada a pulso aliado de su progenitor. Respecto a la cultura, superó a su padre Abderrahmán: creó nuevas medersas, amplió y dotó mejor el maristán, protegió las artes y perfeccionó la biblioteca, en la que solía vérsele, pues era muy aficionado a la lectura y a los libros raros. La instaló en un nuevo edificio, más amplio y luminoso, creando el cargo de archivero mayor o primer bibliotecario, como en el tristemente desaparecido museo de Alejandría. Como ya he dicho, en su mejor momento, años antes de que Al-Mansur ordenara quemar libros que él consideraba heréticos, contaba con cuatrocientos setenta mil ejemplares que versaban sobre todas las ramas del saber.

La relación del califa conmigo fue más que agradable. Siempre me llamó hermano. Es verdad que lo éramos, de distintas madres, pero también lo es que muchos se avergüenzan o reniegan de su propia sangre. Es cierto que amaba las mujeres y la caza, por este orden, pero ello no desdice su limpia trayectoria. De señores es venerar a las mujeres y besar donde pisan. Y en cuanto al arte cinegético, es propio de varones audaces, practicado desde que existe el hombre. Para enfrentarse a un oso o al jabalí que te ataca hace falta valor, y el califa lo prodigó en la caza y en la guerra, pues acudió a muchas batallas. Mienten como bellacos los que afirman que se entendía con algunos efebos. Para mí que aquellos testigos indiscretos, siempre eunucos resentidos, infelices, tomaron a jóvenes doncellas por muchachos lampiños. Luchó victoriosamente contra el conde de Castilla Fernán González, derrotó al rey García de Navarra, venció al rey don Sancho de León y oprimió a los condes catalanes Borrell y Mirón. Sólo fue vencido por guerreros vikingos, los diabólicos normandos que asolaron Lisboa tras desembarcar en el estuario del Tajo, en 970. Fue tanta su rabia que, poniéndose al frente de sus batallones, cabalgó hasta la Lusitania y obligó a los guerreros nórdicos a reembarcar dispersando su escuadra. Guerrero infatigable, en 975, un año antes de morir, dirigió las operaciones que culminaron con la conquista de todo el reino de Tánger que, por el sur, llegaba a las puertas de Fez. A la muerte de su padre, el califa Al-Hakán me heredó como médico. Fui, hasta su temprana muerte, su cirujano de cámara. Raras veces cayó enfermo y escasas se sometió a la férrea disciplina de mi escalpelo. Cuando lo hizo, fue un buen paciente, demostrando valor y un talante risueño. Sus afecciones fueron simples: estreñimiento crónico, influenza ocasional, prurito anal que ocasionaban sus lombrices, pie de atleta y, en el aspecto quirúrgico, golondrinos y abscesos yuxtaanales que lo afectaban intercurrentemente. Su constipación intestinal mejoraba con aceite de oliva, medio cuenco en ayunas; los vermes que motivaban su prurito desaparecían —junto con el picor— tras la ingestión de tisanas de eléboro y hierba lombriguera, muy eficaz como vermífuga; el pie de atleta, dolorosas rágades en la planta de los pies y comisuras de los dedos, tendría algo que ver con el baño que gustaba tomar en compañía de diez o doce esclavas y concubinas tan desnudas como salieron del vientre de sus madres. Y ello es de fácil deducción, pues desaparecieron en cuanto se introdujo solo en las piscinas de agua limpia, recién renovada, siguiendo mis consejos. A pesar del alivio en sus molestias, me miró cierto tiempo con prevención, pues seguro que añoraba la delicia de aquellos baños excitantes rodeado de bellezas in puribus. Ignoro la causa del pie de atleta, pero tiene que estar relacionada con algo, polvo invisible, quizá escamas de otra piel, que produce las incómodas grietas al infectar la nuestra. En medicina ignoramos muchas más cosas que las que sabemos. Me costó trabajo convencerle de prescindir de aquellos baños lúdicos antes que higiénicos.

—No es posible que mis mujeres me contagien de otra cosa que no sea placer —dijo, amoscado, cuando le sugerí mis sospechas y la forma de corregir su mal.

—La piel desprende cutículas y escamas de forma natural. El pie de atleta se contrae siempre en medio húmedo —aseguré—. Tal vez alguna de tus hembras lo padezca sin saberlo, señor. Tendría que reconocerlas.

Lo permitió a regañadientes. En medio de mi asombro, no hallé rastros de excoriaciones ni de rágades en los pies de aquella deliciosa colección de ninfas, por más que rebusqué entre sus dedos adorables y sus cuidadas uñas. Ni que decir tiene que la inspección de las desnudas extremidades se hizo en presencia de una dueña y con la propietaria cubierta con caftán hasta las cejas. Hube de concluir, gacha la testa, que no hallaba la causa del problema.

—Te lo dije —abundó Al-Hakán.

—Aun así no puedo descartar, mi señor, que existan pieles aparentemente normales que transmitan el mal. La prueba que te propongo es sencilla: toma el baño en soledad y retoza luego con tus hembras. Como es la humedad lo que favorece la enfermedad no hay problema con el contacto en seco.

Me obedeció por una vez y me lo agradeció. A las tres semanas desapareció su pie de atleta. Otra cosa fueron sus pequeñas afecciones cutáneas, panadizos, abscesos axilares —«golondrinos» del vulgo— y fístulas anales. Combatí le abscesos dilatándolos y poniendo a plano las fístulas con escalpelo, ayudado por mi esponja somnífera. Bendito sea el momento en que la descubrí. Distinto fue el caso de una fístula anal que cada dos por tres se le alteraba, entrando en erupción como un volcán, causándole dolores y alterándole el sueño. Hasta en seis ocasiones la traté con resultados dispares. Allí empleaba el cauterio. Por fin, la sexta vez, aletargado el paciente por el anestésico, logré pasar una sonda de cobre por el trayecto fistuloso. Dejé un grueso len de seda retorcida y lo anudé sin cortar los cabos, que fijé a la piel del periné con un apósito. Era una técnica que había copiado de Lucio Nero, un colega italiano del que me hablara en Nápoles Realdo Conti. A cambio de una semana incómoda para el califa, que soportó con entereza estoica sin dejar de atender cuestiones de gobierno, logré la curación sin recidivas limitándome, a los siete días, a seccionar con el cauterio la mortecina carne comprendida dentro de la ligadura.

Al-Hakán apadrinó mi segundo matrimonio. La elegida, por nombre Jezabel, era la hija menor de un rico comerciante de Sevilla. Le llevaba catorce años. No logré verla a gusto hasta el día de la boda, pero fiaba en mi madre, quien aseguraba que era de una belleza deslumbrante, que pasmaba. Lo que sí vi fue su dote, magnífica, propia de la gran señora que es. En un cofre de plata y malaquita me la entregó su padre la tarde en que la conocí, cuando nos prometimos: las escrituras de propiedad de una finca en Lucena, una gran extensión de labrantíos feraces, monte bajo rico en caza y cinco lugares que poblaban más de trescientos braceros muladíes. Jezabel era de origen yemení, como sus padres. La ceremonia de esponsales, petición de mano para los cristianos, fue en su casa de Sevilla, adonde fui con mi madre y Susana que estaba invitada. Dudé, pero al fin la llevé. Mi inmediata nueva mujer no habló en absoluto, al menos conmigo, quizá para mostrarme lo esmerado de su educación, limitándose a herirme con el dardo de sus ojazos negros, lo único de su rostro que descubría el sutil velo anaranjado. No se recató sin embargo de lucir sus pies pequeños, proporcionados, decorados con alheña azul, que exhibió orgullosa por debajo de la alforza dorada de su caftán de gala. Calzados en escarpines de cordobán verde, eran la quintaesencia, la sublimación de la sensualidad. Yo le di mi regalo. Para hacerlo, debimos asomarnos al balcón, pues se hallaba en el jardín anclado a un árbol. Era una yegua de pura raza andaluza, de capa blanca, con las crines rizadas y los ojos rojizos, la mejor de mis cuadras, que caracoleó de gozo al sentirse admirada. Éramos seis a la mesa: su madre, que era la tercera esposa, todavía bella, sobrecargada tal vez de joyas y perfume; su padre, un obeso yemení de poblado entrecejo y barba de chivo, inmensamente rico; Zulema, en su línea habitual de hermosura y gracejo; Susana, discreta en su liviana túnica glauca bordada y luciendo el aderezo de oro y aguamarinas; Jezabel, tímida y silenciosa frente a mí, y yo mismo, que estrenaba atuendo: calzas de anca de potro, bombachos de seda a la manera turca, jubón de lino blanco recamado en puños y solapas, cinturón de damasco, tahalí con alfanje colgante y coleto amarillo de piel de anta. Miraba a mi próxima esposa sin entender mi suerte: aquella criatura delicada, cuyo aroma a nardo sobrevolaba los manteles hasta mi pituitaria, me caía del cielo con los buenos augurios y la aprobación de mi mujer, del mundo y sus ciudades: ¡bendito sea el Corán!

Bendita también mi madre santa. Por su intercesión conseguí a Jezabel, que era mejor que todo lo pensado o imaginado. Tras la bendición del imán de la gran mezquita, celebramos la boda en Medina Zahara, que fue el regalo de Al-Hakán. Transcurrió en una tarde de danzas y de músicas, de exquisiteces que ella y yo apenas probamos. La tuve a mi lado en el banquete, ya sin velo, y pude comprobar su belleza sin tacha. Era completamente diferente a Susana, algo más baja, más redonda, con la piel más tostada, como polvo tamizado de nuez moscada. Su mirada era ardiente. Al principio pensé que simulaba, que aquel fuego en los ojos no era para mí. Pero me equivocaba. Suspiraba por mí, era yo quien originaba el aleteo en su pecho. No cabían peros en su rostro sin mácula. La nariz era cabal, antes larga que roma, recta, griega. Su cabello era negro como el ala del cuervo, resuelto en infinitos rizos que colgaban como tirabuzones de la testa en la medusa mítica. Nunca vi una dentadura más blanca que la de Jezabel, ni más perfecta. La mostraba al sonreír, lo que hacía sin tasa desde que perdió el miedo. El banquete y las danzas nupciales se alargaban. Yo no veía el momento de buscar el reposo en nuestra habitación, que daba al río, de hablar con mi nueva mujer, de intentar indagar lo que pasaba por dentro de aquella cabecita admirable, pero el califa lo pasaba en grande y aquello no acababa. Por fin, cuando la luz del alba traspasaba el cendal de los visillos del salón de fiesta, Al-Hakán se perdió hacia sus dependencias tras despedirse de los novios. Un carruaje nos trasladó a mi casa.

Estuvimos tres días sin salir del dormitorio. Todo lo más, nos asomábamos a la terraza tras ponerse el sol. Tania nos servía comidas y bebidas cuando yo lo pedía y renovaba las rosas de un jarrón. Tras llegar de la fiesta nupcial, luego de oscurecer la cámara corriendo los pesados cortinajes, desnudé a mi reciente esposa y la acosté. Vi en sus ojos cansancio y decepción. Agotados, dormimos diez horas seguidas. Al despertar caía ya la tarde. Una claridad ambarina se filtraba del río, igual que un espejismo. Se escuchaba el clamor de los pájaros buscando su acomodo para el sueño en los grandes arbustos y en los pinos cantores de la orilla del agua. Me giré y estaba allí, mirándome con sus enormes ojos negros, cauta, desnuda encima de las sábanas, un milagro. Le acaricié una mano y la besé. Se sonrojó lo mismo que una párvula.

—¿Estás a gusto?

—Te amo —dijo, mordisqueando el tallo de una rosa.

—¿Estás segura? ¿Cómo puedes saberlo?

—Lo sé. Las mujeres sabemos esas cosas.

—Pero no sabes cómo soy… Te llevo catorce años… Tal vez te impresione mi aspecto, mi fama…

—Sólo sé que te amo. Lo supe desde siempre. Desde que, hace seis meses, vino Zulema a vernos y me habló de ti. Sé que eres médico, un hakim. Sé que curas a la gente, que amenguas su sufrimiento, y eso hace que te quiera aún más.

Quedamos un instante en silencio. La luz del día se iba. Los últimos rayos del crepúsculo iluminaban su desnudez cobriza y realzaban en negro su mágica abertura, un nido de cigüeñas en la cúspide de sus muslos abiertos. Sentí la sangre hervir.

—No te sientas obligada a nada, ni mientas para obedecer a tus padres —dije—. Espera a conocerme si es tu gusto. Yo no puedo decirte que te quiera como quiero por ejemplo a Susana, mi primera mujer. Pero estoy seguro de que amarte será fácil, siendo como eres.

—¿Y cómo soy?

—Yo te encuentro preciosa y adorable.

—¿Tanto como para rechazarme esta mañana?

—No seas injusta… Entonces te deseaba tanto como ahora. No te toqué al ignorar tus sentimientos.

—Estaba muy asustada. Creí que no te gustaba y que pensabas repudiarme.

—Mi pequeña… Me gustaste desde que te vi. ¿Cómo podrías no gustar a alguien?

—Tengo hambre…

Lo dijo muy bajito, al tiempo que saltaba de la cama como un lebrato que explora por primera vez el mundo y, desnuda, salía a la terraza. La perseguí y la alcancé asomada ya a la barandilla, dentro de la negrura. Las baldosas estaban aún calientes. Toqué su piel, morena y suave como satén de Persia.

—¿Estás loca? Pueden verte…

—¿Quién? Tu maravilloso riad está desierto y la soledad es completa.

—Tu piel brilla en la noche con luz de estrella solitaria. ¿Qué haría si algún hombre contemplase tu desnudez? Tendría que matarlo.

—Tratas de asustarme —dijo, cogiéndome una mano y volviendo al dormitorio. Ya dentro, aupándose en sus pies, apretando sus duros senos a mi pecho y cerrando los ojos, me ofreció sus labios.

La besé de manera muy aséptica, apuntando con la lengua en su boca entreabierta.

—No siento nada —dijo con aire de extrañeza—. Mi hermana me asegura que un beso al hombre amado da placer…

—Veamos ahora.

Pegué mi cuerpo al suyo y la besé con fundamento, lentamente, aleando las salivas, trabajando las lenguas, desbrozando menhires de marfil. Ella colaboraba. Su boca destilaba el néctar de las flores, sabía a sirope tostado, y su piel olía a pétalo de nardo. Mi erección era tal que me hacía daño. Cuando la tumbé sobre el lecho ya había cambiado el ritmo de su respiración, que se agitaba, y el sabor de su saliva se hizo acre.

Hizo fácil y rápida amistad con todas las mujeres de mi casa y con Omero, que se entendía con ella de manera especial. La acompañaba si salía de compras o al mercado, protegía su cabeza de los rayos del sol con la sombrilla o la alzaba en sus brazos si llovía, para evitar que sus pies se enlodaran de barro. Su primer embarazo tuvo un mal desenlace: enrollada en el cordón umbilical, al dar a luz en la silla obstétrica, una rolliza niña a término nació muerta. Quedó preñada enseguida y ello le hizo olvidar sus penas y tristezas. Esta vez las cosas fueron bien y parió un niño sano y fuerte. Cuando el califa me pidió que acudiera a Pamplona a operar a la anciana reina Toda de cataratas, Jezabel se empeñó en acompañarme. Ello suponía enlentecer la marcha y, tal vez, crear problemas en los reinos cristianos. Pero me animó saber que Toda velaría por nuestra seguridad desde que traspasáramos las fronteras de Navarra.

—¿Cómo haremos? ¿Serás capaz de cabalgar diez leguas? Precisarás de un baúl para tus cosas… —dije al conocer su decisión.

—Viajaré con lo puesto. Y en cuanto a cabalgar, estoy acostumbrada a montar a caballo por todo el Aljarafe.

—No es tan sencillo. Eres la mujer de un hakim y debes ir equipada con arreglo a tu rango. Seremos recibidos en la corte del rey de Pamplona. Toda tu impedimenta no cabría en dos arcones.

Porfió tanto que al final accedí. Aquel viaje fue en realidad nuestra luna de miel. Fue lento pero cómodo. Me procuré un carromato de seis tiros con las mejores mulas que encontré de un tratante de ganado. Iba provisto de una lona abatible que lo cubría, protegiendo el habitáculo del sol y de los elementos: lluvia, viento y granizo. Tenía un banco corrido acolchado con respaldo y dos literas amplias. En el pescante, junto al cochero, se sentaba Omero. Detrás iba mi instrumental quirúrgico y nuestro equipaje, un enorme baúl que, en sus tres cuartas partes, lo llenaban las innúmeras y deliciosas cosas que precisa una mujer para vivir. Mi caballo y su yegua se amarraban por la parte de atrás al carruaje y trotaban felices cuando no los montábamos, lo que solíamos hacer para matar el tedio del camino y hacerlo llevadero. Al-Hakán nos proporcionó doce soldados a caballo de su guardia personal. Además nos facilitó un pasaporte con su sello y cartas para el emir de Toledo, el de Zaragoza y don García, el rey navarro. Al insoportable ritmo de seis leguas, tardamos once días en llegar a la ciudad imperial. A cambio de aquella lentitud, conocí a mi mujer bajo todos los prismas. Durante la jornada, sentados en el banco del carro o cabalgando, me hablaba de su vida. Era hembra inquieta. Estudió en la medersa hasta cumplir los once años, edad que marca la finalización del cultivo de la mujer en nuestra sociedad, pero, imponiéndose a su padre, prosiguió sus estudios en casa. Tuvo un buen profesor que perfeccionó su árabe materno, le enseño aljamía y buenos rudimentos de latín y griego. Sabía de matemáticas y, a sus dieciocho años, conocía la historia y entendía de astronomía y geografía. Por la noche descubrí todos los secretos de su cuerpo. Era muy lenta en el amor, perfeccionista. Me admira esa sapiencia innata en la mujer en el arte de amar, sin leer a Ovidio. Me recuerda al ballenato que, apenas salido del claustro materno, nada ya, come, caza y lanza su peculiar bramido. Lo más agradable, quizá, de aquel periplo fueron sus noches cálidas. Sin la necesidad de hallar mesón o venta, buscábamos la proximidad de un soto umbrío junto a un arroyo y levantábamos el campamento. Los soldados instalaban sus tiendas y ardían las hogueras a la luz de una luna acostada, indecente, provocándonos. Sus pálidos rayos, colándose entre las rendijas de la lona embreada, besaban piel de fémina dándole tonos lívidos. Antes de amanecer, sobre nuestras monturas, nos alejábamos buscando la soledad del río para poder bañarnos sin ser vistos, desnudos, dejando en el agua las huellas del amor y el sudor de la noche.

En Toledo, sabedores de nuestra llegada, nos esperaba el emir en la puerta del Cambrón. Hubo una recepción en el alcázar, de tan siniestra evocación. Jezabel apareció radiante de hermosura en su chilaba verde, con sus joyas. Al día siguiente el emir me pidió que atendiese a su tercera esposa, afecta de hemorroides, y a una larga serie de pacientes. Me excusé por la imposibilidad de intervenciones, pues no había maristán, pero traté de la mejor forma que pude a todos ellos. Acudí a la fragua de Bonifacio López, en la orilla del Tajo, y dejé al herrero el diseño de cierto material que recogería a la vuelta: un litotritor, rompedor de cálculos de la vejiga de la orina, y un juego de taladros de acero para trepanaciones. Había leído que los antiguos egipcios practicaban tal técnica en accidentados de cráneo, para evacuar derrames cerebrales, y deseaba conocerla de la única forma posible: ejercitándola. Sentí no dominarla a raíz de la caída de un obrero de un andamio, en una casa en construcción del arrabal, meses atrás. En medio de grandes convulsiones, el accidentado se me fue de las manos por no disponer de un trépano adecuado con que evacuar el derrame interior que sin duda tenía y que presionaba el cerebro comprometiéndolo hasta causar su muerte. Seguimos camino a Zaragoza. Como el trayecto era más largo, tardamos quince días en recorrerlo. Resulta muy agradable visitar lugares conocidos y evocar el pasado. El paisaje era el mismo y poco habían cambiado los pueblos y ciudades en catorce años. Magerit seguía siendo el mismo inhóspito villorrio, Sigüenza nos ofreció un cordero igual de exquisito y Calatayud parecidas alcachofas y deliciosas frutas que la primera vez. El emir zaragozano nos acogió en su bello palacio de la Aljafería, que entusiasmó a Jezabel. Cinco días paramos en tan bello y bien provisto alcázar. Nuestro alojamiento era principesco y las atenciones constantes, pero me pareció detectar en las palabras del mandatario, un tuchiví malencarado y que hedía a grasa de borrego, cierto despego a su lejano amo y cordobés señor. Y es que la distancia produce olvido y causa suficiencia. Rehusé participar en una cacería de patos a la que me invitó en las aguas del Ebro, que ya es humor —sin contar el madrugón— pasarse la mañana soportando el relente y la humedad del río sentado en una barca, acechando la llegada de un pobre pato o un somormujo descarriado, arco en mano y el carcaj con las flechas al hombro. Dediqué las mañanas a pasear por la ciudad, que es vistosa, muy abierta al viento pirenaico que allí llaman cierzo, y las tardes a ver enfermos en un destartalado hospital y a cambiar impresiones con algunos colegas, mozárabes, judíos e islamitas, que aportaron poco a mis conocimientos.

Proseguimos viaje Ebro arriba hacia la capital navarra. Cuatro días nos llevaron hasta Tudela y, desde la hermosa y rica capital, otros tres hasta Olite, donde se hallaba la frontera. Pasamos las guardas fronterizas sin mayor novedad, sellándosenos cartas y el pasaporte. Nos esperaban allí media docena de lanceros navarros, delicadeza de la reina Toda que agradecimos. De Olite a Pamplona, siguiendo hermosos campos de hortalizas y praderas donde pastaban vacas, terneras y caballos, invertimos cuatro jornadas, a pesar de no ser mayor distancia, y es que la carretera se encontraba enlodada de las recientes lluvias. Entramos en la ciudad fortificada por la puerta de Olite. Pamplona es ciudad chica, con dos barrios, San Cernín y la Navarrería, que se apiñan en torno a un hermoso templo —catedral lo llaman los cristianos— que visitamos sin encontrar impedimento a pesar de nuestros islámicos ropajes.

Los navarros son altos, claros de piel, de pelo negro, blondo o rojo. Dicen que son arriscados de genio, pero con nosotros se mostraron corteses, curiosos antes que indiferentes. A Jezabel, que iba cubierta con túnica, caftán y con un velo casi diáfano que dejaba traslucir sus rasgos, se la comían con los ojos. Y lo hubieran hecho con cuchillo y tenedor de no ser por Omero y los dieciocho guerreros moros y cristianos que nos seguían a todas partes como alimañas fieras. Nos miraban como a una aparición, sin explicarse bien quiénes seríamos.

La aljamía del navarro tiene un extraño acento, igual que en Aragón. Se sorprendían mucho cuando, en los mercados o negocios de su plaza principal, nos expresábamos en su misma lengua. Algunos, incluso, fruncían el ceño. Pero nosotros, lejos de incomodarnos, sonreíamos.

La reina Toda nos recibió con alegría. Era una anciana de ochenta años, pero seguía lúcida. Sus nubladas lentes cristalinas le habían cegado por completo y tenía que andar a tientas. Nos instaló en su palacio, en una bella cámara con vistas al riachuelo de Pamplona cuyo nombre olvidé. En su amabilidad, no consintió otra cosa que comer y cenar con nosotros, dándonos un trato familiar. Traigo ello a colación porque no he visto en mi vida a una mujer de ochenta años tragar con el apetito y la ilusión de Toda de Navarra. No era de grandes cantidades, pero no dejaba plato alguno por probar: espárragos, alcachofas, truchas a la navarra, asado de buey, mirrauste, manjar blanco, pichones estofados… No probó el cerdo en nuestro honor en todo el tiempo. Tampoco conocimos al rey don García, pues estaba guerreando por ahí con unos y con otros y no apareció en los doce días de nuestra estancia pamplonesa. Entregué a la anciana dama el regalo que traía para ella de su lejano pariente Al-Hakán, un hermoso colgante de oro y ámbar. Se conmovió al saber que yo mismo llevaba rastros de su sangre al ser hijo de Abderrahmán III y de Zulema, la más hermosa de sus concubinas.

—Entonces soy tu tía abuela —dijo muy seria, terminando un cuenco grande de arroz con leche requemada—. La hija de una hermana de mi madre fue la favorita de Abdaláh, el padre de Abderrahmán —aclaró.

Como científico, soy escéptico en líneas generales. Sólo creo lo que veo con mis ojos. Dudo hasta de que mi sombra sea realmente mía. No creo en la alquimia, en que dependamos de la alineación de los astros, las fases de la luna, la magia de cualquier color o la quiromancia. En cuanto a la naturaleza humana, mi escepticismo se convierte en aprensión.

Sólo una mujer puede saber quién es su hijo, y a veces. Por ello sonreí al escuchar de labios de la reina tal simpleza. Pero la agradecí. Prefiero descender de sangre noble antes que de un arriero.

Preparé la intervención con gran cuidado. Busqué en un dispensario que pasaba por hospital los ayudantes que me parecieron más conspicuos y los adoctriné en una larga tarde. Escucharon mi prédica orientando el pabellón de las orejas lo mismo que los lobos. Me miraban con los ojos tan abiertos como un melón maduro, tal que si escuchasen la ininteligible oración de un chino o viesen a sus abuelos redivivos, volviendo de ultratumba. No me desanimó que no entendieran, limitándome a exigir que cumpliesen mis normas. La operación fue un éxito. La efectué en una habitación ya preparada del castillo, iluminada por seis potentes lámparas, pues el día amaneció nublado, cosa nada infrecuente en aquel lluvioso reino dejado de la mano de Alá. Cuando, a la semana, levanté los apósitos y Toda vio la claridad y pudo distinguir, se abrazó a mí llorando, me llamó nieto y me cubrió de besos y caricias.

Lo mejor de Pamplona, con diferencia, son sus vinos. La bodega de la reina era excelente. Se proveía de caldos que llegaban del oeste, de una zona vinícola vecina al río Ebro. Ellos y sus extraordinarios asados nos hicieron más llevadera la vida entre el fresco ambiente y la bruma que cría el río Arga, me acordé, que la baña. Cercanos ya al Cantábrico, el mar que cierra al norte nuestra península, y tras consultar con Jezabel que palmoteo entusiasmada, me decidí a visitar sus costas. El viaje a Easo, edificada junto a una hermosa playa sobre las ruinas de un poblado romano, nos llevó dos días. En verdad que no existe ensenada más bella ni de más rubia arena. Tiene forma de concha. En su centro geométrico se alza un islote verde, cubierto de árboles y maleza, como una perla engarzada entre esmeraldas. Tuvimos suerte, pues Toda nos decía que allí puede llover sin descanso tres semanas. No fue el caso. Disfrutamos de dos días de sol antes de regresar e hizo calor. Tanto, que no resistimos la tentación de tomar un baño en las azules aguas de la bahía. Nuestra posada daba al mar. Antes de amanecer, con sólo los ropajes de dormir, vigilados de cerca por Omero, desafiando a las olas, nos sumergimos en el frío Cantábrico, nada que ver con el mar Muerto. Al salir nos contemplaron dos audaces bañistas tan locos como nosotros. Y es que es la locura lo que parece regir en aquellas lluviosas latitudes. Los vascos son de cabellos negros, pero de blanca piel y ojos claros por lo común. Algunos hablan un raro dialecto, pero todos manejan la aljamía. Son serios, circunspectos, introvertidos pero correctos. Su trato con nosotros fue cordial en extremo. Si no los conoces, parecen inmersos en su mundo, un mundo al que semejan enfrentarse como si estuviesen descontentos de sí o padeciesen un extraño morbo. Será el frío o la humedad que crían sus hermosas montañas. Una vez indagas debajo del capuz donde cobijan la cabeza, una negra boina que desborda la testa, entonces todo cambia, se alegran, les sonríe la vida por los ojos y se convierten en buenos ejemplares de la raza humana. Beben sin terminar nunca de saciarse y comen como heliogábalos: el mejor chuletón de buey que probara en mi vida, de cinco libras, lo disfruté a la vuelta, en Tolosa.

Al regresar a Córdoba, dos meses y diez días después, mi segunda mujer estaba embarazada. El parto transcurrió sin novedad y dio a luz con facilidad a un rollizo niño. A partir del séptimo mes de gestación y hasta la cuarentena, me refugiaba por las noches en la cama de Susana o de Tania. Las dos me recibían alborozadas. Tanto, que hubo veces que, para no defraudarlas, las colmé a las dos. Bendita mi treintena… ¿Dónde estará? Nada, ni el intenso trabajo, ni las preocupaciones que causan los pacientes en un médico responsable, conseguían disminuir mi apetito sexual. Cuando contemplo mi remedo de verga, lacia, semimuerta, que apenas se altera cada cuatro semanas, recuerdo aquellas noches de placer dislocado. Simplemente el aroma de hembra, peculiar, único, que las define, bastaba para procurarme aquellas erecciones enervantes, que ya no volverán. Jezabel, sabedora del caso, dormía plácidamente mientras las otras me ofrecían su desnudez de bronce. Era la primera vez que no tenía que dar explicaciones a una esposa, al ser árabe. Susana me esperaba en su lecho. Tania descansaba encima de una estera de esparto, a los pies de su ama. Al ser invierno, el brillo de las ascuas del fuego que caldeaba la estancia se irisaba en sus pieles, pálida en mi primera mujer, bermeja arrebolada en la de Tania. De la solemne cama de Susana pasaba al duro y frío suelo, que también tiene sus alicientes.

Mi vida se deslizaba entre el amor de mis hembras, el maristán y mi consulta. Robándole horas al sueño, estudiaba y preparaba mi enciclopedia médica. Siempre he sido un avaro del tiempo, que gasto con usura y valoro más que el oro. Aprovechaba ratos muertos en diseñar la estructura de mi futura obra, por ejemplo, durante el trayecto al hospital, de vuelta a casa, entre el estudio de dos pacientes o cuando, los días de fiesta, paseaba por el jardín después del desayuno. Además, no preciso de muchas horas para recuperar las fuerzas. Con cinco o seis horas de sueño profundo me basta. Los noctámbulos y madrugadores como yo, un don del cielo, tenemos el privilegio de vivir mucho más que la gente corriente, que necesita ocho o nueve horas para descansar. Paraos un segundo y echad cuentas. Multiplicad aquellas cuatro horas de ventaja por veinticinco mil, que son los días que vive un hombre que se cuide en Al-Ándalus: setenta años. Os dará una cifra de escándalo: cien mil horas. Cien mil horas son más de cuatro mil días, que traducido a años equivalen a once. ¡Once años! El que se acuesta tarde y es madrugador, vive once años más que el zote, el perezoso o el truhán que va al lecho tras la cena y duerme cuando ya brilla el sol. A pesar de todo, la vida es más que corta. La mía ha pasado en un soplo. Me arrepiento del tiempo perdido y que no supe aprovechar en leer, estudiar, escribir o bucear en pos de la sabiduría, único galardón del hombre que se precie de ser hombre, del ser inteligente, único e irrepetible que somos. Algún ingenuo, a la vista del aparente ajetreo de mi vida, de mis largas temporadas de estudio e investigación, de mis muchas consultas y operaciones, se preguntará dónde y cuándo perdí ese tiempo. La respuesta es muy simple. Meditad. Gastamos tiempo paseando por las cortes, ufanos, luciendo túnicas de seda y costosas preseas; lo dilapidamos charlando con figurantes vanos que únicamente buscan notoriedad; lo perdemos al discutir con todo el que no sea sabio, mirando el mar o el cielo, vacando durante meses, viendo romper las olas, volar el pájaro o reptar la serpiente, observando a los demás en la mezquita y criticándolos. Derrochamos nuestro mejor tesoro, el tiempo, como si nos fuera a durar eternamente, como si dispusiésemos de un repuesto infinito. Sólo nos damos cuenta del error cuando ya no hay remedio y es demasiado tarde.

Veía a Zulema raras veces, pues no coincidía con ella durante sus visitas a sus nueras y nietos. Corría el confuso rumor de que tenía un amante, un rico árabe tres veces viudo que la visitaba en su propia casa. Ni me extrañó ni le di pábulo. La sociedad cordobesa era entonces muy abierta, afortunadamente, y eran frecuentes tales casos. Por otra parte, no se trataba de adulterio, pues ambos eran libres. Pude indagar preguntándole, pero nunca fui en exceso curioso. Que allá se las componga cada cual o, como decían en Fez en los lejanos tiempos de mi aprendizaje, gráficamente: «Que cada perro se lama su cipote». Algo debía de haber, pues las escasas veces que veía a mi madre la encontraba exultante de gozo. No había cumplido cincuenta años y se mantenía esbelta. Tal vez, el brillo en su mirada y el buen humor perenne traducirían satisfacción carnal.

Mi trabajo de cirujano iba a más, si cabe, y terminó de desbordarse tras mi primera trepanación con éxito. Contaré cómo fue. Estaba terminando mi lección de anatomía en el maristán cuando llegó el bullicio desde el patio. Traían a un hombre joven, moribundo, derrumbado sobre unas parihuelas. Se debatía en crueles convulsiones que afectaban al lado derecho de su cuerpo y echaba sangre por la boca, posiblemente por morderse la lengua en sus espasmos cíclicos. Ordené que lo pasaran al quirófano. Se trataba de un obrero beréber, muy joven y tal vez inexperto, pues estaba recién llegado del desierto. Indagué entre los compañeros que ayudaron al traslado. Había caído de cabeza desde un alto terraplén sobre una roca, en una excavación para cimentación de un edificio. Le dirigí la palabra pero no reaccionaba. Exploré sus pupilas: se veían contraídas, puntiformes, lo que traducía la presión que sufría su cerebro, aprisionado por el derrame hemático entre la calota ósea y las meninges, las capas fibrosas que describió Galeno envolviendo los sesos, protegiéndolos. A veces la pierna derecha se disparaba al aire, como el perrillo que hace la guitarra cuando rascas su panza. Su corazón reventaba de latidos desbocados en la jaula torácica, como si quisiera romperla. La respiración, por el contrario, era más lenta y espaciada cada vez, curiosa discordancia que he apreciado en casos de derrame cavitario craneal. Ordené a mis ayudantes que raparan completamente la cabeza del herido, que se debatía entre la vida y la muerte. Iba a estrenar mis trépanos toledanos. Y debía hacerlo pronto pues, por las muestras, el peligro de muerte era evidente. El instrumental hervía ya cuando aplicaron al enfermo la esponja soporífera que, quizá, no hubiese sido necesaria, pues el accidentado se encontraba inconsciente. Monté el trépano grueso, todavía caliente, en el artefacto de ruedas dentadas que, accionando una manivela, lo hacía girar. Incidí el cuero cabelludo sobre la zona parietal derecha, lo suficiente para permitirme apoyar la punta del trépano en el hueso. La expectación en el quirófano era enorme entre los más de veinte espectadores, entre alumnos y médicos. Perforar un hueso plano no es sencillo, y tratar de hacerlo con timidez un disparate. En consecuencia, giré la manivela con rapidez con una mano mientras, con la otra, hacía presión y fuerza. Seguían las convulsiones del paciente cuando la punta del trépano halló el vacío traductor de haber penetrado ya en la cavidad craneal. Detuve mi acción y saqué el instrumento esperando ver manar un chorretón de sangre negra, el derrame sanguinolento que la ocupaba. La tención de todos era máxima y allí no ocurría nada: una mísera gota de sangre roja babeaba por la herida mientras se recrudecían los terribles espasmos del accidentado.

—No puede ser… —dije para mí mismo—. Los signos son incontrovertibles: las convulsiones, contractura, miosis, taquicardia y respiración pausada traducen el sufrimiento cerebral producido por una hemorragia intracraneal postraumática. Por este orificio debería salir sangre. A no ser que…

Una súbita luz iluminó mi mente. Tal vez había trepanado en sitio equivocado. Busqué el parietal derecho al ser el lado derecho el que padecía las fuertes convulsiones, pero en el organismo las cosas no son como parecen.

—Rápido —chillé—. ¡Escalpelo!

Un ayudante me lo facilitó. Incidí esta vez en la otra parte del cráneo, en el lado izquierdo. Ahora fui expeditivo, pues aparecían los primeros estertores y los ojos virados del paciente mostraban las albas conjuntivas. Apliqué la broca y la hice girar con furia. El tiempo se acababa, ese oro al que hice referencia, el que marca la diferencia entre vivir y morir, ser o no ser. Al perforar hasta no hallar resistencia, incluso sin extraer el trépano, ya manó de la herida sangre en abundancia. Al retirar el taladro brotó por el orificio un surtidor negruzco que manchó el techo y me empapó manos y rostro. Surgían en confuso tropel sangre y coágulos mientras el enfermo parecía serenarse. Se llenó una batea grande, casi medio azumbre. Dos alumnos jóvenes se desmayaron y hubieron de tumbarse en el patio. Mejor así. La profesión de cirujano es dura y no apta para cualquiera. Más vale saber a tiempo que no vales, a conocer la triste realidad con veinticinco años y mil horas de estudio. En medio de un silencio absoluto cesaron las convulsiones, se distendió el rostro del enfermo y sus ojos se abrieron. Eran aún vidriosos, como los de una oveja que va al degolladero, pero reflejaban vida otra vez. Lavé la herida con vino caliente, coloqué una mecha de gasa empapada en vinagre diluido dentro de ambos orificios y vendé la cabeza. El accidentado había recuperado la conciencia, si bien se veía obnubilado. Lo llevaron a la sala de operados y me sometí al bombardeo de preguntas que gustaba de responder tras cada intervención. Es la mejor forma de subsanar y reconocer errores, de mejorar, de formar a cirujanos jóvenes.

—Hakim, ¿por qué buscaste el hematoma en el lado derecho si estaba en el izquierdo?

La pregunta venía de uno de mis alumnos preferidos, un muladí curioso e inquieto, que apuntaba muy buenas maneras.

—Porque es lo lógico. ¿Tú operarías el brazo derecho para extirpar un tumor del brazo homónimo? Pensé que dominaba la teoría, pero me equivoqué. Afortunadamente pude subsanar mi error a tiempo.

—Sigo sin entenderlo —dijo otro—. Yo hubiera hecho lo mismo, hakim: cien veces de cien hubiese practicado el orificio en el mismo lado de las convulsiones.

—Y hubiese sido natural. Tiene que haber una explicación, pues en medicina la hay siempre. Otra cosa es que sepamos encontrarla. Posiblemente las conducciones nerviosas del lóbulo cerebral derecho se entrecruzan y bajan por la médula espinal para dar movimiento al lado opuesto. Demostrarlo es difícil, pues en este momento de la ciencia desconocemos muchas más cosas de las que sabemos.

—¿Se recuperará el accidentado? —se interesó un tercero.

—Siempre que ceda la hemorragia, lo que sucede en reposo y con ciertas tisanas que la detienen, y no sobrepase cierto máximo, el paciente quedará sin secuelas.

—¿Cuánta sangre puede derramarse sin que ocurra la muerte? —insistió.

—Lo ignoro —admití—. Para empezar, desconozco la cantidad de sangre que contiene el cuerpo humano. También un hakim ignora muchas cosas.