Tres días después embarcamos en una nave yemení que partía para Arabia. Tania, equipada por mi madre, dormía conmigo en la estrecha litera de mi camareta. Con luz diurna mejoraba si cabe. Su satinada piel era más blanca y sus ojos tenían el tono de la corteza del aliso. En sólo unas jornadas, tras engordar dos libras, se tapizaron sus aristas demostrando que su escualidez era por hambre. La verdadera peregrinación se iniciaba en Jiddah, un puerto que se abrigaba bajo enormes taludes terrosos de colores cobrizos, poblado de centenas de bajeles yemeníes, jangas del Nilo, dhows sirios, matalotes somalíes y falúas de todas las banderas en un rojizo mar de velas blancas. Desembarcamos. Sobre el mismo malecón pedregoso se veían tinglados llenos de mercancía, mostradores de especias, corrales de caballos y camellos y puestos de cambistas. Una súbita ráfaga de viento levantó un nubarrón de polvo pegajoso que nos tino de amarillo retinto. El color predominante, sin embargo, era el pardo sombra de hueso, que era el de las túnicas que portaban hombres y mujeres, éstas recubiertas hasta las orejas. El gentío se movía a impulsos, dando la sensación de que todos pensaban a la vez o no lo hacían, dejándose llevar. Un aguador desnudo de cintura hacia arriba se encargó de apagar nuestra sed. Rodeados por nuestros cancerberos progresamos hasta llegar a uno de los cambistas que trocó moneda cordobesa por oro y plata arábigos. Con dinero local en abundancia, todo fue más fácil. No había carros. Los peregrinos marchaban a pie y sólo los privilegiados iban a lomos de equinos o rumiantes. Zulema contrató en uno de los corrales dos camellos con sus correspondientes camelleros, un caballo, dos yeguas y cuatro mulas tordas. Antes de partir alquiló una jaima desmontable, pues supimos que no existían posadas en el largo trayecto hasta La Meca, una distancia algo mayor que la que separa Córdoba de Sevilla.

Tras comer pinchos de dromedario, dátiles y un poco de harira en uno de los puestos, cargamos los camellos, uno con los baúles y el otro con la tienda portátil. Tania no se despegaba de mi lado ni un segundo. Callada, cubierta hasta la cabeza por tres capas de tela, apenas si divisaba sus tiernos ojos grandes, suplicantes, pero conservaba el olor de su cuerpo. Dormía siempre desnuda, abrazada a mi espalda, calentándome, impregnándome de su aroma especial, mitad almendra y sudor inmaduro de su piel de niña. Nos integramos en una caravana que progresaba lento por una carretera estrecha, atestada de peregrinos mezclados con caballos, camellos y asnos, de tierra apelmazada por el intenso tráfico. Se veían señores tocados con tarbush y alfanje al cinto, a lomos de camello, y caballeros en jacas o jamelgos caracoleando airosos, pero la inmensa mayoría de la gente caminaba en silencio, a pies descalzos. El camino se separaba despacio de la costa y ascendía lentamente. De cuando en cuando aparecían puestos donde se vendían melones o sandías, membrillos en sazón, granadas y limones. En otros, en grandes recipientes, se cocían diferentes viandas. A las horas fijadas por el libro sagrado, la procesión se detenía y un ulema de los muchos que la integraban salmodiaba la oración pertinente.

Nosotros íbamos a lo nuestro. Abría la marcha Omero en la mayor de las mulas; seguían los cansinos rumiantes dirigidos por los camelleros, dos árabes del desierto renegridos, descalzos, de manos grandes como mazos de tundir en el batán; tras ellos, las mujeres en sus yeguas, yo a caballo, y, por fin, los tres guardias califales que nos custodiaban a lomos de sus mulas. No había reparado mucho en ellos hasta advertir cómo acechaban, primero a Zulema y luego a Tania. Lo cierto es que no me lo tomaba tan a pecho como es habitual entre los de mi raza. Debe ser el aire de mi tierra, más puro y libre, o mi carácter, que no lo centra todo en la mujer. Escuché una vez contar cómo, cerca de Tánger, habían cortado las orejas a un pobre hombre por mirar «con deseo» a la mujer de otro. ¿Cómo puede mensurarse el deseo visual? Y aunque pudiese hacerse, ¿qué ley bárbara permite tal acción? Execro de tal código, sea cristiano, romano, moro o visigodo. Mis vigilantes cordobeses miraban a Tania con afán, era evidente, y lo encontraba lógico. La mujer, el espectáculo más sublime de la naturaleza, está hecha para verse, y la única forma de no mirarla es estar ciego. Ellas lo saben. Saben que las miramos. Pero, si son recatadas, simulan ignorarlo. Era el caso de ambas. Mi madre los desechaba con desdén y la esclava con desprecio. Dos noches pasamos en medio del camino, echándonos a un lado y levantando la jaima lo más alejada posible de otras. Mi madre durmió en una litera, yo a su lado y Tania a nuestros pies. Lo mejor de aquella cabalgada interminable: la luz de la alborada en el desierto, la espumosa y caliente leche de camella, el crujir de la pulpa de las rojas sandías en los dientes y los dulces dátiles de oasis.

La Meca es un polvoriento poblachón en medio de la nada. Casas achaparradas y tiendas en confuso tropel se congregan en torno a la gran mezquita rectangular, soportalada, en cuyo patio se halla la Ka’ba, cubo de piedra gris recubierta de paños negros, hueca, donde dicen se encuentra la tumba del patriarca Abraham, padre de las tres religiones con libro. Una informe masa de creyentes, verdadera marea humana, daba vueltas al monolito sin cesar de orar a grandes voces. Nosotros dimos apenas una, pues mi madre se sintió morir medio asfixiada por aquella turba sudorosa y fétida. Al llegar a una de las esquinas de la Ka’ba vimos el estuche de plata, una especie de concha circular que rodea un pedrusco que aseguran cayó del cielo a los pies del profeta Mohamed. Nos escabullimos como pudimos, eludiendo la vigilancia de los ulemas puros que velaban por el cumplimiento del precepto que obliga a dar un determinado número de giros en torno al mausoleo. Al salir de allí, la gente, con el brillo en la mirada del fanático en cualquier religión, iba en bandadas a orar en la vecina y polvorienta colina de Arafa. Después seguían hasta el también cercano valle de Mina para el ritual sacrificio de un animal. En centenares de mostradores se proveían de palomas, tórtolas, conejos, gallos, serpientes y lagartos conforme a sus posibilidades o sus medios. Por fin, inasequibles al desaliento, los más devotos arrojaban piedras a Satanás, erigido en forma de pilastra. Propuse a mi madre con la boca pequeña continuar a Medina, para ver la tumba del profeta, pero coseché una negativa por respuesta.

—Como experiencia ha sido interesante —dijo—, pero no me pidas que dé un paso más por estos pedregosos, polvorientos e inhóspitos lugares.

Retornamos por el mismo camino a Jiddah, sólo que algo más rápido, para embarcar en una nave turca que partía hacia Aqaba.

La travesía fue penosa de un viento de poniente que rizaba la mar e impedía el normal progreso del navío, que avanzaba a bordadas, danzando más que una peonza. El buque, viejo, incómodo y atestado de humildes peregrinos, la hizo además muy larga. Exhibiendo sus dinares de oro, Zulema consiguió el mejor camarote, un estrecho habitáculo cercano a popa donde nos acomodamos mis mujeres y yo. Día y medio antes de llegar a Aqaba hubo un brote de peste. Sentimos el escándalo de voces y alaridos que llegaban desde arriba. Tania, muy asustada, se abrazó a mi madre. Busqué a Omero, que estaba en cubierta con los demás apostando a los dados sus monedas de cobre. Al parecer, un tripulante descubrió a una mujer largando una negra mascada por la borda. Viéndola tambaleante y estuporosa, la siguió a uno de los departamentos de la sentina, donde viajaban los más humildes. Allí, chapoteando entre el agua de mar que trasudaban las cuadernas, deyecciones humanas y ratas hambrientas, vio a un hombre agonizante y varios emaciados o famélicos. Todos ardían en fiebre. El grito apocalíptico resonó por el buque como el aldabonazo del magistrado cuando rueda una cabeza: «¡¡Peste!!». El capitán ordenó enclaustrar a los afectos, tres familias oriundas de la Tunicia, en aquel sepulcro anticipado hasta llegar a puerto. Se les facilitaron baldes de agua, galleta seca y un caldero con habas hervidas, situándose en la puerta un guardián armado. Aquella noche hubo dos defunciones, arrojándose los cadáveres al mar con sendas pesas de plomo atadas a los pies. Al atracar en Aqaba encerraron a los familiares en el lazareto portuario para evitar la propagación del mal. Nosotros, con mal cuerpo, buscamos alojamiento en la confortable posada de la estancia anterior.

—¿No pudiste hacer nada por aquellos desgraciados? —preguntó mi madre.

—Ante la peste negra nos hallamos inermes —contesté—. Quizá hubiera intervenido de viajar solo. Hacerlo con vosotras por medio suponía haceros peligrar en caso de contagio.

Aquella misma tarde fuimos al baño público. Era como si tuviésemos necesidad de depurarnos, de enjuagar nuestras pieles del polvo del desierto y nuestras almas de la peste bubónica que nos pasó rozando. Lo ignoramos todo de tantas cosas… ¿Qué se hallará en el sustrato de las epidemias? Hablan los ulemas, sacerdotes y rabinos de culpas y pecados recientes o pasados, a veces heredados. Ignorantes. Seguro que detrás de cada morbo habrá miasmas invisibles y sórdida miseria.

Zulema y Tañía tomaron su baño de vapor en su sección y yo lo hice en la mía. Fue un baño al modo romano: denso vapor caliente hasta lograr sudoración fluida, inmersión en la pileta fría y masaje adecuado.

—¿Qué tal te va con Tania?

Habíamos cenado en la terraza de la habitación grande, la mejor del mesón, y contemplábamos un ocaso teñido en mil tonos carmesíes y cobrizos. La esclava ordenaba mi baúl y preparaba el lecho en la de al lado.

—Es agradable y dispuesta. Y no da un ruido.

—No te andes por las ramas. Me refería a si vale como amante, pues la compré para eso. No es ninguna deslumbrante beldad, pero tiene un cuerpo precioso que se afinará aún más en poco tiempo.

—Tania es muy dulce. Y resulta un buen apaño a falta de Susana.

—¿Piensas conservarla?

—Me daría mucha lástima venderla o abandonarla dándole la libertad. ¿Qué sería de ella? Es evidente que nos ha cogido aprecio. Pero, por otra parte, temo la reacción de mi mujer.

—Susana hará lo que tú digas. Deberá hacerlo si tomas otras esposas, que lo harás. Han pasado ya cuatro años desde tu matrimonio. En cuanto a Tania, le diré que la he comprado para mí.

Callamos. Zulema se estaba aficionando al licor de palmera y gustaba de beber una copita cada noche, antes de acostarse.

—¿Te gustó lo que has visto? —pregunté.

Dudó un segundo antes de contestar. Seguía siendo muy bella, pero ya se marcaban las primeras arrugas en las comisuras de sus labios y en torno a los ojos, sabiamente disimuladas con negro de humo.

—No volveré a La Meca ni muerta —aseguró—. El desierto no se ha hecho para mí. Hay veces que me dan ganas de llorar al recordar las verdes riberas de mi río y el limonero del patio de mi casa, en el arrabal. Viajar no es tan agradable como parece.

Volvimos a Haifa pasando por Belén, el lugar donde afirman nació Jesús, el hijo de María, nuestra Leila Marian.

Al cruzar delante del mar Muerto repetimos la experiencia de la vez anterior. Nos refrescamos y dejamos allí el sudor del camino y el alucinante recuerdo del desierto arábigo. La Meca quedó atrás para siempre. Un barco bizantino nos llevó en cinco singladuras a Constantinopla. Qué gran ciudad. Capital del imperio de Bizancio, era en aquel momento la capital del mundo. No estaba tan poblada como Córdoba, pero era más bella. A caballo entre Asia y Europa, partida por el Bósforo, su rojo caserío se repartía en cuatro colinas con la catedral de Santa Sofía en su centro geométrico. El Cuerno de Oro, un brazo de mar en forma de retorcido anzuelo, penetraba por el oeste hasta la muralla, junto a la puerta de Adrianópolis. Toda la población olía a cera derretida y a la flor del magnolio.

A nuestra llegada agonizaba Constantino VII, Porfirogéneta, y estaba a punto de coronarse el nuevo emperador Romano II. Después de recorrer el hipódromo y navegar el Bósforo para ver sus famosos castillos, me presenté en el hospital dándome a conocer como cirujano de Abderrahmán III. No hallé nada novedoso en aquel nosocomio: las salas de pacientes, la enseñanza, las aulas y el quirófano estaban a inferior altura que las nuestras de Córdoba. Pocos habían oído hablar de Pedro de Egina. Se realizaban intervenciones de orden menor: abscesos y amputaciones, pero se desconocía de las técnicas oftalmológicas hasta su existencia. Desilusionado, pues pensaba encontrar algo que aprender, dediqué mi estancia al placer con Tania, al ocio más ruin y a la cultura. Vimos las mejores muestras del arte bizantino en Santa Sofía y San Salvador en Chora, extramuros. Tras cruzar el Bósforo en una de las barcas que lo hacían de manera constante, visitamos Scutari, un bello arrabal de la ciudad. Mis mujeres disfrutaron de la belleza de aquel viejo barrio de casas de madera edificadas sobre una colina alrededor de un antiguo templo. Bebimos vino de palmera y comimos cordero con los dedos, a nuestro modo.

Nada más llegar a la ciudad mi madre había pedido audiencia a Romano II para entregar las credenciales que llevaba para él del califa. A los cinco días nos recibió el emperador en su bello palacio sobre un altozano que dominaba el Bósforo. Me decepcionó tan alto personaje: de estatura discreta si no fuese por los altos coturnos que trataban de magnificarla, esmirriado de cuerpo de forma que un mal aire podría derribarlo, pálido, demacrado, calvo hasta en las cejas, nada indicaba que nos hallásemos ante el más grande monarca de la tierra. Se revestía de un pontifical algo abstruso: túnica roja hasta los tobillos partida en cuarteles por una larga cruz, banda blanca que cruzaba en dos su pecho escuálido, capuz que malamente disimulaba su alopecia y una pechera plagada de insignias, dijes, cruces, medallas, divisas, emblemas, premios y galardones que es imposible que un hombre solo los reuniera por sus méritos ni en cien vidas. Lo armaban una espada de empuñadura en cruz, más grande que él, y una hermosa gumía turca con la pinta de no haber sido sacada de su funda jamás. Lo flanqueaban dos hombres fornidos que, más que defenderlo, parecían estar atentos a recogerlo del suelo cuando se derrumbase por el peso de ropajes de una talla mayor y condecoraciones ilegítimas, posibilidad nada remota. Se despidió invitándonos a la fiesta de su coronación y dándonos para Abderrahmán III una misiva y un bello códice bizantino de los tiempos de Justiniano. Estábamos ansiosos por partir para Atenas, pero a mi madre le pareció poco cortés hacerlo antes de la coronación y diferimos seis días nuestra marcha. El solemne acto tuvo lugar en la catedral de Santa Sofía, en una zona reservaba para ello. El espectáculo, por su colorido, la pompa de que se rodea el culto ortodoxo, la belleza del templo y la increíble altura de su cúpula, resultó grandioso. Nada más terminar la ceremonia se me acercó el chambelán del emperador:

—Su majestad Romano II desea comer contigo, físico —anunció—. Te espera en palacio mañana a mediodía.

La comida fue agradable pero ceremoniosa, rodeados de atosigantes servidores. Un camarero se encargaba de la salva, probando cada vino o licor que iba a ingerir el emperador, y otro cataba los bocados y los postres. Se trataba de impedir el envenenamiento del monarca, intento que ocurría con frecuencia. Romano estaba interesado en saber cosas de Córdoba y de mi actividad quirúrgica. Le hablé del maristán y de las intervenciones que allí se realizaban. Escuchaba asombrado. Preguntó por la forma de vida en nuestro califato y por la situación de Al-Ándalus con respecto a los reinos cristianos. Tras los postres me entregó un libro del médico heleno Dioscórides, nacido en Anazarbo en el siglo I cristiano, escrito en griego. Por título Materia médica, había sido traducido al árabe en Bagdad durante el califato abasí, en el pasado siglo, pero de forma, según él, defectuosa. Contenía todos los saberes botánicos y farmacológicos de la época, y deseaba obsequiar con él a Abderrahmán para que, en la famosa escuela de traductores cordobesa, se vertiese al árabe en una transcripción correcta. Agradecí su generosidad y, levantándose, dio por concluido el ágape.

Aquella misma noche embarcamos para el Pireo, el puerto de Atenas. Sólo estuvimos en la gloriosa capital, cuna de la civilización en Occidente, dos semanas. Lo justo para ver su organización sanitaria, que era modélica, cambiar impresiones con distintos colegas del hospital más grande, pues existían dos, ver los monumentos de la Antigüedad y cruzar, en excursión de un día, a la islita de Egina, que era ilusión antigua. Pasar en nave a Egina desde el Pireo sólo lleva dos horas. Fui acompañado por Omero, que es bueno dar licencia a las mujeres alguna vez. Mientras ellas, custodiadas de cerca por los guardianes, recorrían el Partenón y el Ágora haciendo compras y gastando plata, un vicio femenino, yo pateaba la diminuta isla patria de Pedro de Egina, a quien debía mi prosperidad tras el descubrimiento de su esponja anestésica. Persistía una escuela médica que llevaba su nombre en la punta más oriental, un abrigo costero de nombre Ajios Marina. Allí, a la sombra de las ruinas del templo de Afrodita, se reunían para impartir sus clases a un selecto grupo de alumnos los discípulos del gran médico heleno. En una mezcla de latín, mi griego deplorable y árabe, les indiqué quién era y supe de sus técnicas.

A finales de julio, una nave genovesa nos llevó a Nápoles. Recién recuperada a los árabes por bizantinos y lombardos, mi interés por conocer la bella ciudad se centraba en saber de un físico y notable cirujano que ejercía en la bahía de las Sirenas: Realdo Conti. No se extrañó Conti, quien no ocultaba su condición hebrea, de ver en su consulta a un elegante joven vestido con ropas árabes: los aglabitas tunecinos se habían retirado a Sicilia, pero mantenían estrechos lazos con la urbe que dominaran tantos años y permanecían en ella árabes ricos. Sí se sorprendió al conocer mi condición de cirujano y, al saberla, me invitó a presenciar una de sus intervenciones en el hospital que dirigía. En un amplio, ventilado y bien iluminado quirófano, tras adormecer al paciente con una fórmula parecida a la que yo empleaba reforzada con grapa, un poderoso espíritu de graduación alcohólica muy alta, intervino un caso de hernia en la zona inguinal. Sólo operaba a los afectos de hernia reductible, aquellos cuya masa herniaria podía ser reintegrada al interior cavitario sin esfuerzo. Su técnica consistía en ampliar el orificio herniario con un dedo, introducir en la cavidad abdominal el saco intestinal y cerrar el agujero con puntos de seda trenzada. Yo conocía la técnica, que nunca había empleado, pero era la primera vez que veía utilizar el cauterio metálico, que incorporé desde entonces a mi arsenal terapéutico. El cauterio se reducía en esencia a un largo estilete de acero bien templado, provisto de mango de madera, cuya punta se mantenía al rojo vivo entre ascuas de carbón. Su efectividad era mágica: aplicado al punto sangrante, lo cauterizaba de inmediato y cesaba la hemorragia. En agradecimiento y para intercambiar información, efectué en su presencia una intervención de catarata. Presenté a mi colega y nuevo amigo a Zulema y lo invité a cenar. Lo hice en nuestra posada, la mejor de toda la Campania, situada en el Posílippo, el barrio aristocrático napolitano. Jamás olvidaré la belleza de aquella panorámica fantástica: una gran extensión de mar azul con la isla de Ischia a la derecha, Capri al fondo, el humeante Vesubio a la izquierda y, señoreándolo todo, el más bello crepúsculo sonable. Difícil describir la amalgama colorista de aquel cielo amarillo pajizo, limonado trigueño, bermejo arrebolado y lapislázuli. Realdo era casado, pero no paró de devorar con la vista a mi madre todo el tiempo. De una edad parecida a la suya, le hablaba en idioma toscano que, dicho despacio, se asemeja al romance castellano. Zulema, con los restos de la belleza que cautivara al califa más grande de la tierra, interesó a Conti hasta el punto de trastornarlo. Insistió tanto mi colega en devolverme la invitación que tuve que aceptar. Una semana antes del regreso a Córdoba nos llevó a un mesón del puerto famoso por la calidad de su pescado. Cenamos salmonetes y langosta a la parrilla. Ellos hablaban y hablaban hasta el punto de que, en un momento dado, me pareció estar de más.

—Daré una vuelta por las dársenas —dije, levantándome.

—Tómate el tiempo que quieras —dijo Conti—. Yo llevaré a Zulema a la posada.

Consulté a mi madre con la mirada y hallé ilusión aquiescente. Se confirmaron mis sospechas de entendimiento en la pareja cuando, al día siguiente, se presentó el napolitano en la posada a recogerla. Lo hizo con el pretexto de enseñarle el Vesubio, que flameaba en lontananza preludiando amor tórrido. Se repitió la escena en días sucesivos hasta nuestra partida. Regresaban muy tarde, perezosos, enlazados del brazo. En cuanto a cosas íntimas, no sé lo que ocurrió ni lo sabré jamás. Sólo afirmo que Zulema volvía de aquellos encuentros alegre, la mirada perdida entre la bruma azul de la bahía, un suspiro en el alma y el aire soñador.

La chalupa navegaba despacio Guadalquivir arriba. Era de quilla plana para evitar los médanos que el largo estiaje dejaba en la corriente a ras de agua. De un único mástil, envergaba una gran vela triangular hinchada por la brisa. En las riberas del río, pobladas de juncos y de cañas, habitaban calandrias, patos y somormujos. Después de cuatro largos meses regresábamos. Omero y los guardianes canturreaban contentos del retorno, sentados en la borda, con los pies en el agua. Tania sofocaba las náuseas que le provocaba su primer embarazo y mi madre se almohazaba el cabello. Lo hacía mientras miraba soñadora hacia ninguna parte, o a la alquibla quizá, ese lugar del cosmos al que dirigimos la vista los islamitas durante el rezo.

—¿En qué piensas?

—Mira que eres curioso…

—O de otra forma, ¿qué tal te fue con Conti?

—¿Por qué quieres saberlo?

—No hace mucho me preguntaste a mí cómo me iba con Tania.

—Llegarán días de lluvia —dijo pensativa—, pero jamás olvidaré a Realdo.

Y eso fue todo. De repente, detrás de un recodo del río, apareció el alminar de la mezquita cordobesa. El lanchón atravesó el puente romano por el ojo más amplio y buscó la pequeña ensenada de mi propiedad. Susana y los pequeños, que parecían aguardar sentados en la terraza del dormitorio grande, bajaron a la carrera a nuestro encuentro. Salté a la orilla y me abracé a los tres mientras desembarcaban Zulema y los demás. Luego de un rato largo de besos y caricias, Susana reparó en Tania.

—Ésta es Tania, una esclava que compré para vosotros en Aqaba —dijo Zulema.

Tania se arrojó a los pies de su señora, que besó lo mismo que el faldón de su túnica. Quedó allí, entregada, sumisa, como una gata que restriega su lomo contra las rodillas de su ama. Por fin, fue tras la dueña. Entregué a mi mujer el regalo que traía para ella, un collar de gruesas perlas negras que había comprado en Usküdar. Le pergeñé, acosado a preguntas, mis impresiones viajeras, barcos, mares, ciudades… Después me cogió de la mano y fuimos hasta el lecho en la fresca penumbra. Había olvidado el sabor de su piel, pero el aroma seguía siendo el mismo. La colmé varias veces de manera sabia, pues tenía ansia de ella, aunque notaba en sus modos cierta desazón. Pensé que había descubierto en mí rastros del perfume de Tania, del sudor de su piel, pero no era posible, pues no la tocaba desde hacía varias semanas y había recibido, en el ínterin, distintas abluciones y baños de vapor.

—Todos preguntan por ti en Córdoba —dijo—. No cesan de llamar a la puerta decenas de pacientes demandando tus servicios. El califa quiere verte en cuanto llegues.

—Todos tendrán que esperar, mi cielo —dije—. Lo primero eres tú. Déjame disfrutarte…

—Tómame otra vez, tesoro —pidió—. Siento un fuego interior, como si mi receptáculo se hallase dispuesto a acoger tu semilla, y quiero aprovecharlo. Deseo tanto que me preñes de nuevo…

Fue sencillo obedecer, no una, sino varias veces en toda aquella noche larga y tibia. Al final quedamos laxos, encajados, pues deseaba empaparse bien de mi simiente. Reanudé mis consultas y mis intervenciones con furor renovado. Al cuarto día se presentó a caballo un emisario de Abderrahmán acompañado de tres mudos. Tuve que dejarlo todo y acudir a Medina Zahara. Encontré al califa algo desmejorado, con la facies terrosa, la conjuntiva amarillenta y un aspecto cansado, signos todos de incompetencia hepática.

—Bienvenido, Abul. ¿Te fue bien por La Meca?

—Fue un viaje agradable, mi señor. Aunque el polvo del desierto es poco recomendable.

—No andaré con rodeos: preciso del concurso de todos mis médicos —aseguró—. Se trata de ayudar al rey de León, Sancho el Craso, que ha sido depuesto por Ordoño III. Ordoño cuenta con la amistad de los nobles leoneses y Sancho con la de los navarros y mis simpatías, pues sabrás que fue mi fiel vasallo además de pariente, al ser nieto de Toda, la reina de Pamplona.

—Un momento, mi señor —le interrumpí—. Creo que aquí se desliza un error grueso: ¿necesitas médicos y cirujanos o generales y soldados?

—Perdón, mi fiel amigo —dijo el califa—. Tal vez no me he expresado bien. Sancho el Craso solicita mi ayuda no sólo militar, sino médica. Debes saber que, como pesa más de veinte arrobas, no puede desplazarse por sí mismo y precisa el favor de fornidos criados para mover una pestaña. El pobre es el hazmerreír de sus súbditos. No puede cabalgar, vestirse, desnudarse o ir al retrete real sin que velen por él. Se dice que han debido agrandar las puertas de su palacio para que entre por ellas. Cuentan que, no hace mucho, aplastó a una de sus barraganas al tratar de amarla. Cualquier mujer, incluida la propia, huye despavorida si es solicitada de amores. ¡Imagínate! Sólo por ello merece nuestro auxilio.

—Verdaderamente es triste —convine—. Dime, señor, ¿qué podemos hacer los físicos cordobeses para paliar la desgracia del monarca cristiano, hallándose como se halla a más de cien leguas?

—Te equivocas —me corrigió el califa—. Sancho se encuentra ahora mismo muy cerca de Alcolea, a las puertas de Córdoba. En penoso viaje, iniciado hace dos meses, se traslada en carreta tirada por seis bueyes. Ha soportado lluvias y granizo, vientos y la cruel solajera manchega sostenido por una fe en nuestra ciencia que no podemos defraudar. Ya he hablado con la plana mayor de nuestros físicos, pero al mando de la tropa estaréis tú y Hasday Ben Saprut. Quiero que adelgacéis al rey Sancho hasta dejarlo presentable.

—Haremos lo imposible, señor.

Antes de despedirme entregué al califa los obsequios que traía de Bizancio y el libro de Dioscórides con las recomendaciones de Romano II. Se ocuparon de traducirlo al árabe los mejores conocedores del idioma griego de la escuela. En menos de tres meses tuve en mis manos tan bello como interesante tratado, un exhaustivo repaso a la botánica que hizo que prendiera en mi ánimo el amor a las plantas y hierbas medicinales, hasta el punto de iniciar su cultivo en mi huerto.

Por supuesto, aceptamos el desafío, nuevo para la ciencia, de tratar una obesidad mórbida. En el maristán sometíamos a diferentes dietas y usábamos distintas hierbas para corregir grosuras normales, pero veinte arrobas es lo que pesa una yegua de mediana alzada. No mucho más pesaba antes de reventar el pobre obeso del arrabal que describí en otra parte. He dicho reventar y sé bien lo que digo. Una noche, tras cenar su habitual caldero de habas secas, estalló y sus tripas se esparcieron como trágica lluvia que empapó a toda la familia. Me reuní con Ben Saprut, que tenía más experiencia que yo en aquellos casos, y diseñamos una estrategia conjunta a la espera de enfrentarnos al paciente.

La llegada del rey Craso a Córdoba fue un acontecimiento jamás visto. La larga comitiva atravesó la puerta de Andújar casi al ponerse el sol. En cabeza, dos batidores a caballo con los pendones leoneses despejaban el camino; seguían, siempre a caballo, cuarenta lanceros con sus vistosas túnicas celestes y sus yelmos; venía detrás el carro del monarca, desparramado Sancho el Craso sobre un lecho de almohadones y cojines de seda, protegida la cabeza por un parasol, y, a la zaga, su guardia personal: dos docenas de bravos luchadores curtidos en cien encuentros con moros, castellanos, aragoneses y navarros. La silenciosa multitud contemplaba abobada la curiosa procesión, felicitándose tal vez de no ser rey cristiano por no verse en tan penoso trance. Cada no mucho, el carromato había de detenerse para que el rey cambiara de postura, bebiera, comiera o diese del cuerpo. Este último evento se esperaba con ansiedad febril si no se daba en descampado. Si el fatal caso ocurría atravesando una población de mediano tamaño, era de ver. Varios soldados envolvían las cuatro pértigas del carro en blancos lienzos y, al abrigo de vistas, se producía el hecho fisiológico de la defecación. No hablamos de una exoneración normal y tempranera, esencial para el buen funcionamiento de las tripas, sino de una confusión de ruidos hidro-aéreos mezclados con pujos mucosos, sonoros cuescos y un olor nauseabundo, peor que una docena de gatos muertos. Sólo los más conspicuos servidores del soberano, monárquicos creyentes a machamartillo, resistían sin desmayarse ni echar a correr las fétidas deyecciones que alcanzaban el paroxismo si eran diarreicas. El cortejo cruzó las calles cordobesas y siguió al maristán, donde habíamos dispuesto para el Craso un gran lecho en una sala aparte, alejada del resto de pacientes, un diwan que se abría a la parte más tranquila y bella del riad.

Al día siguiente reconocimos al monarca, Ben Saprut y yo, rodeados de estudiantes. Tras la anamnesis supimos su edad, cuarenta años, y las molestias que refería: ahogos, angustia matinal, micción difícil, mal de piedra, estreñimiento terco que alternaba con diarreas incoercibles, palpitaciones desbocadas del corazón dentro del pecho, podagra en ambos pies e impotencia general y coeundi. No podía dar un paso, era un ser completamente desvalido. Confesó que, durante muchos años, se dedicó a comer y a beber sin tasa devorado por la gula. Solía hacer siete comidas diarias. Su dieta fundamental era la caza. No le hacía ascos a nada. Se zampaba todo lo que cazaba o le proporcionaban los guardas de sus cotos: jabalíes, ciervos, corzas, perdices, faisanes, liebres y conejos a docenas, jinetas, urogallos y osos. Amaba sobremanera el asado de buey, del que era capaz de comer diez o doce libras de una sentada. Su plato favorito era un guiso al modo de Asturias, un energético alimento elaborado mezclando embutidos de cerdo con verduras. Tan sólo de nombrarlo temblaba finamente, cayéndosele la baba. Aderezaba sus enormes ingestas con una selección de los mejores vinos de León y La Rioja, que trasegaba sin tasa, y con jarras sin cuento de sidra, una espumosa bebida asturiana elaborada con manzanas fermentadas. Entre sus delicias favoritas, que consumía a diario en grandes cantidades, figuraban las anchovas, un pescado en salmuera del Cantábrico del que desconocíamos incluso el nombre, foie del Perigord, cierta exquisitez hecha del hígado de las ocas cebadas, truchas del lago de Sanabria ahumadas ex profeso para él, diferentes quesos, huevas prensadas de pescados extraños, langostas y bogavantes, percebes —un raro crustáceo que trató de describirnos, negro, de boca facetada y forma de pene humano— y cangrejos de agua dulce, muy apreciados en León y abundantes en el Órbigo, el río que lo cruza. Sus comidas y cenas nunca bajaban de catorce platos. Apenas si probaba las verduras y nunca tomaba fruta. Mientras escuchábamos tal sarta de disparates culinarios Ben Saprut y yo nos mirábamos alucinados, sin entender que alguien sensato, y más un rey, pudiese alimentarse de tan demencial forma y, sobre todo, que no contase con el adecuado asesoramiento de sus físicos.

Su aspecto era deprimente: una masa deforme, fofa, como insuflada por un fuelle de fragua, que parecía a punto de volar si una ráfaga de viento huracanado soplara de costado. Su cuerpo era una sucesión de rodetes de grasa que le daban la apariencia feroz de un paquidermo, a mitad de camino entre el elefante y el hipopótamo del Nilo. En contraste, sus manos y pies eran pequeños, lo mismo que sus ojos de rata, hundidos en el magma abisal de las violáceas órbitas. Se fatigaba al hablar y no podía mantener una charla prolongada.

La exploración mostró unas carnes paradójicamente atróficas, ocultas en una capa de sebo de gran grosor. Sus músculos debían estar infiltrados de tocino entreverado, pues no podían con su propio cuerpo. El corazón latía tan débil que no fuimos capaces de hallar su pulso en el canal de la muñeca. Al percutir su tórax, pudimos constatar el aumento de su perímetro por el sobreesfuerzo que le pedía el tamaño de su organismo anómalo. Sus genitales no se veían, camuflados por la grasa acumulada en sus partes pudendas. Había perdido el pelo, tan sólo conservaba un mechón deslucido sobre la coronilla que recordaba al que se dejan los marineros para, en caso de naufragio de la embarcación en la que bogan, ser asidos de él para entrar al paraíso de los creyentes. Sudaba copiosamente, y el sudor pegajoso y maloliente contribuía a acentuar su repugnante aspecto.

Ben Saprut le hizo saber, de forma imperativa, la extrema situación en que se hallaba y la inminencia de su muerte si no se sometía de inmediato a nuestro tratamiento. Obtenida su llorosa aquiescencia, lo iniciamos de inmediato. Era muy simple. Se dividía en dos partes, la médica, que dirigíamos Ben Saprut y yo, y los ejercicios físicos, que eran de mi competencia. El tratamiento médico era en esencia una dieta muy estricta. Partía de la premisa esencial que, desde Hipócrates, proclama que la única forma de adelgazar es comer de manera adecuada y sobriamente. Se administraban al regio paciente cinco comidas, o mejor ingestiones, diarias. Temprano, con el alba, el desayuno: un gran vaso de leche, alimento esencial en los mamíferos que, por sí solo, permite la supervivencia. A media mañana el almuerzo: un quinto de libra de higos secos y agua de hervir acelgas a discreción. Al mediodía la comida principal: las acelgas hervidas del almuerzo, un puñado de avellanas y un cocimiento de raíz de herniaria, un poderoso diurético, es decir, que fuerza la eliminación de orina; antes de la oración de la tarde la merienda: una infusión hecha con un majado de mastranzo, trébol, sándalo y poleo, brebaje que estimula el corazón y los riñones. Y por la noche, antes de acostarse, una cena frugal: ensalada de canónigos con algo de vinagre, buena para el estreñimiento, otro puñado de nueces y dos vasos de agua. La ingesta de sal, azúcar, vino y licores estaba terminantemente prohibida. Durante dos semanas, hasta que el perezoso intestino del paciente se puso en marcha, se le administraba un enema jabonoso caliente nada más levantarse. Se empleaba para ello una lavativa especial, que construyó un herrero del zoco, capaz de almacenar un azumbre cumplido del líquido irrigante. Era tal la cantidad de heces retenidas, estíbalos y pelotas de mierda compacta evacuadas, grandes como piedras de bezoar, que el hedor era insufrible en todo el hospital, lo mismo que si cien perros se hubiesen puesto de acuerdo para pudrirse al tiempo. Dos sufridos enfermeros se encargaban del fiel cumplimiento de la dieta.

En cuanto a la parte física, no fui menos estricto. Establecí en siete horas el tiempo máximo de sueño. El paciente recibía tres baños de vapor al día, seguidos de masaje y movimiento articular pasivo, hasta que, a las tres semanas, pudo empezar a movilizar las coyunturas por sí mismo. Al mes pudo ya caminar sin bastones y al mes y medio daba largos paseos por el riad del maristán. Después de los tres meses se ejercitaba en el gimnasio levantando pesas y haciendo flexiones de brazos y piernas dirigido por un monitor. Tras doce semanas de tratamiento, sólo le permitía sentarse a las horas de comer y tumbarse para reposar la siesta, media hora, sin dormir. La lectura, a la que era aficionado, debía efectuarla paseando, lo mismo que las oraciones cristianas en su libro de horas. A los cuatro meses pudo montar a caballo y a los ocho ir de caza a la sierra, a una montería que el califa organizó para él. Once meses duró el tratamiento completo. Sancho el Craso era bueno y disciplinado como paciente. Al llegar a Córdoba se ponderó su peso en la romana de las caballerizas: veintiuna arrobas de Aragón, equivalentes a cinco quintales largos de Castilla. Fue un espectáculo. Parecía una luna llena suspendida en el aire por un hilo invisible, una res en canal colgada del garfio después del sacrificio. Se comprobaba mensualmente la disminución de peso, lo que estimulaba al regio enfermo. A su regreso a Pamplona dio en la misma romana ocho arrobas. Era otro hombre. Todavía permaneció en Córdoba varios meses, mientras daban fruto las estratagemas de Abderrahmán para reintegrarlo al trono del que había sido despojado.

El embarazo de Tania transcurrió sin problemas. Durante varios meses coincidió con el de mi mujer. Susana supo sin necesidad de palabras quién era el padre de la criatura. Sé que medió entre Zulema y ella más de una encendida conversación sobre el asunto. Charla más que polémica. Mi madre debió contarle mis apuros, por falta de mujer, en el viaje a La Meca. Tania, imagino diría, no representaba ningún peligro para ella ni para nuestro matrimonio. Al contrario: era una garantía. Tania, desde que dejó de vomitar al tercer mes, estaba pendiente de su ama, cuidándola, pintándole los pies, decorando sus uñas, peinándola y lavándole el pelo. La esclava suponía en parte el descanso del guerrero, la posibilidad de dormir tranquila aquellas noches en que no tuviese apetencia de varón o en los días impuros de la menstruación. Tener en casa una mujer de garantía, limpia, amable y obediente, era mil veces mejor que correr el albur de una lagarta callejera o de burdel, sucedáneos a los que acudía el hombre de manera inexorable, y más un hombre de veintisiete años, en la flor de la edad. Susana y Tania congeniaron enseguida. La sierva estaba atenta al mínimo gesto de las manos de su señora, o a la dirección de su mirada, para complacerla y mimarla. Se echaba a sus pies a la hora de la siesta. Se bañaban juntas en el aljibe grande, pues de esa forma le resultaba más fácil frotar la piel de su ama, limpiarle los oídos y restregar por todas partes con la esponja. La peinaba despacio cada tarde después de arreglarle las veinte uñas. Su entendimiento, por otra parte, tenía su lógica: se llevaban tan sólo cinco años, amaban al mismo hombre y eran como hermanas. Cuando Tania dio a luz a una hermosa niña, Susana se volvió loca de contento. Habían preparado junto al cuarto de Abdul, mi primer hijo, una cunita, y en ella acomodaron a la pequeña. Según Susana era idéntica a mí: los mismos ojos, idéntica nariz e igual color de piel.

Los últimos meses de gestación de mi mujer fueron difíciles. Su abdomen parecía el de una yegua embarazada de potrillos, estaba incómoda, le dolía todo el cuerpo y, para colmo, hacía un calor tremendo. Tania había pasado ya la cuarentena. Una noche, luego de hacer el amor con las dificultades del séptimo mes y en las extrañas posturas que conlleva, dijo pensativa:

—Unas tanto y otras tan poco. Me encuentro tan incómoda que prefiero que te solaces con Tania hasta que yo dé a luz. La pobre te recibirá con los brazos abiertos pues te adora. Sólo te pido una cosa: piensa en mí cuando estés dentro de ella.

Obedecí y me lo agradeció, pues descansaba tranquila en nuestro solemne lecho matrimonial, con las piernas estiradas sin trabas en la limpia frescura de las sábanas de hilo. Yo leía o repasaba tratamientos a la luz de las bujías de cera, hasta que se dormía. Entonces la besaba, refrescaba sus sienes con un paño empapado en agua de narcisos, embozaba sus inquietos sueños y me dirigía al vecino cuarto, donde Tania me esperaba desnuda bajo las sábanas. El amor con la esclava era completamente diferente, sumiso, desinhibido. Enseñada tal vez de ciencia infusa, la misma que alumbrara a Salomón, me buscaba el placer por todas partes hasta hallarlo, tal como hiciera con el monarca sabio la reina de Saba. Tania era, moviéndose en el lecho, lo mismo que una gata siamesa: suave, sinuosa y llena de sorpresas. En su graciosa y peculiar aljamía, que casi dominaba con la listeza de sus quince años mal cumplidos, lisonjeaba mis oídos con frases implicantes: «Te adoro, mi señor, mi único amor… Nunca me dejes si no quieres que muera… Permite que sirva a tu mujer, que sea siempre su esclava…».

Mi tercer hijo legal se malogró. Fue un parto complicado, de nalgas, y el feto, una niña perfectamente conformada, nació muerta. Poco antes de cumplirse los cincuenta días del malogrado parto de Susana, Tania quedó encinta nuevamente. Y así seguimos varios años: a una preñez del ama seguía otra de la sierva. Al llegar a la treintena ya tenía seis hijos entre naturales y legítimos, pues se frustraron cinco al nacer o en los primeros meses. No es una mala media. Lo normal es que se pierdan tres cuartos de las proles en cualquier descendencia. Pero los que permanecen compensan con creces a los malogrados o nonatos. Ningún placer mayor que ver crecer a un hijo, contemplar sus primeros balbuceos inconexos, sus gateos o sus primeros pasos. Una legión de niñeras se ocupaba de atender y cuidar a los recién nacidos, de alimentarlos a sus pechos, pues Susana, para preservar la belleza de los suyos, sólo amamantó a mi primogénito. Siempre que andaba inmerso en los problemas de mi exigente profesión, buscaba la forma de aliviarlos en el amplio jardín que daba al río: allí correteaban los infantes, niños y niñas, se perseguían, gritaban, bañaban, brincaban y jugaban bajo la vigilancia atenta de niñeras y esclavas, con Omero en la puerta. Cuando me fatigaban sus ruidos y chillidos, buscaba el silencio en un ala del caserón, donde estaban mi despacho y la clínica.

Durante el ramadán del año 960, que coincidió con la Natividad del profeta cristiano, muy celebrada entre mozárabes, enfermó gravemente Abderrahmán III. Inopinadamente se acentuó aquel cortejo hepático al que hice referencia: la palidez terrosa, la ictericia cutánea, el tinte amarillento de las túnicas albas, los vómitos biliosos y la fatiga pronta. Para combatir los dolores en la región hepática, Ben Saprut consintió en que el califa aumentara el consumo de vino y de licores, algo a lo que, como buen Omeya, era muy aficionado desde la juventud. Exploramos al paciente en consulta conjunta. El piso alto del abdomen se hallaba aupado como en un embarazo. La palpación era muy dolorosa y la percusión, también sensible, indicaba una enorme hipertrofia visceral.

—El hígado del califa no tiene solución —sostuvo el físico semita una mañana en el maristán, tras estudiar a otro paciente—. Se halla afecto —añadió— de lo que Al-Razi llama hepatargia, un proceso irreversible que conduce a la muerte de forma inexorable. Es por ello que le permito beber. Es una pescadilla que se muerde la cola: el espíritu del vino le calma los dolores y al tiempo lo mata lentamente. Hay poco más que hacer.

Instauramos un tratamiento que, dado lo avanzado del mal, resultó poco eficaz. Consistía en la ingestión de tisanas templadas de coriandro y asa fétida endulzada con miel, pues el azúcar favorece según Galeno el trabajo del hígado. Pero el paciente, al contrario que Sancho el Craso, era rebelde, no admitía consejo ni admonición alguna. Supe que, nada más dar media vuelta, la esclava encargada de administrarle aquellas pócimas vertía el contenido de las mismas en la maceta de geranios más próxima. Las flores se veían rozagantes día a día mientras el califa aparecía macilento, cerúleo el color de su piel y la facies hipocrática premonitoria del cercano tránsito.

Abderrahmán III, el monarca más poderoso de todos los Omeyas de Occidente, creador del califato cordobés y de la grandeza de Al-Ándalus, entregó el alma a Alá en la primavera de 961, poco después de cumplir cuarenta y nueve años.