Mi boda se celebró primero en la sinagoga y luego en la mezquita. El padre de Susana quiso festejarla a su manera y mi madre no se opuso. Nos juntamos en la mejor venta del arrabal las dos familias y los servidores en un ágape regio: medallones de langosta llegada del Algarve, rape al horno y faisanes rellenos a discreción. Hubo música árabe y canciones hebreas. Yo bailé con mi novia una danza muy lenta, en corro, cogidos de las manos, reminiscencia al parecer de aquellas que su raza bailaba para conmemorar algo, la huida del Egipto, quizá, o las nevadas del maná que, en medio del desierto, les enviaba Jehová para hacer llevadero el camino. Hubo postres de hojaldre rellenos de avellanas y miel. Quince horas duró el festejo a partir de las diez de la mañana, tras la ceremonia nupcial. Cansados, sudorosos, de madrugada nos despedimos de nuestros invitados y nos retiramos a la almunia.

Nuestro primer amor se estrenó frente al Guadalquivir, en una noche complicada y larga. Ayuno de experiencia, pues no entra como tal la desafortunada incursión a aquel burdel de mis catorce años, no pude presumir de maestría. En las artes de Venus y Afrodita cuenta mucho la práctica. Tras desnudarnos con cierta prevención, contemplé su cuerpo a la incierta claridad de una luna muy pálida. Luego nos abrazamos, besé su boca que se me ofreció esta vez sin remilgos y jugueteé con ella, pero cualquier intento de ahondar en su hendidura impar resultaba doloroso. Me excitaban los aromas que brotaban por los poros de su piel, distinto según su procedencia: jazmín en sus senos y espalda, caramelo tostado en su pelo, violeta en las palmas de sus manos, ácido en las axilas y acre sudor de niña en todo lo demás. Sangró y tornó a quejarse cada vez que intenté profundizar en se húmedo interior. Se abrazaba a mi cuerpo de manera convulsa, tanto que me pareció muy cruel hacerle daño. Besé otra vez su boca, acaricié su pelo, la estreché entre mis brazos y se quedó dormida.

Paseamos al día siguiente por la orilla del río, muy temprano, enlazados del brazo. Omero, sentado en el tronco de un árbol, impedía el paso por allí a los pocos intrusos siguiendo órdenes mías. Parecía defraudado. Esperaba quizá ver ondear en la terraza la sábana nupcial sanguinolenta, mudo vestigio de la virginidad perdida, como es costumbre tuareg. Nos habían subido al dormitorio leche y dátiles, zumo de naranja y mojicones de un convento cristiano, que habíamos devorado.

—Me siento avergonzada —dijo ella—. ¿Qué le diré a mi madre? Me explicó muchas veces lo que iba a suceder, mas no esperaba que fuese tan difícil.

—No debes preocuparte. Miente. Dile que todo fue bien.

—Esta noche lo haré mejor; te lo prometo, amor.

Cumplió su promesa. De manera espontánea, o heredada tal vez, entendí que el amor debe hacerse despacio. Es un proceso parecido al de la digestión: trágate un cuarto de cordero con grandes bocados y conseguirás sudar a chorros ganando un sopor que te dejará inerte. Hazlo en cantidad adecuada, insalivando bien los bocados pequeños, y disfrutarás del alimento. En consecuencia, acaricié su piel desde la planta de los pies a la cabeza, lentamente, recorriéndolo todo. Lamí sus deditos pequeños y el surco que los separa. Subí hacia arriba. Hubo zonas sensibles y especiales que visité dos y tres veces. Tenía un ombligo hecho de curvas crípticas y un nido del placer lleno de enigmas que no pude descifrar por completo aquella noche. Los peciolos de sus senos de núbil crujían al ser mordidos lo mismo que el hojaldre de tahona recién hecho. Indagué con la lengua en los oídos, acaricié su espalda y el hoyuelo que conforma su final, allá abajo. Cuando se dilataron los poros de su cuerpo conformando el aroma que enloquece a los hombres, al notar un cambio en el sabor de su saliva, mucho más acre, y sentir que se aceleraban pulso y respiración, al tiempo de clavarme las uñas en la espalda y escuchar su súplica acezante, «hazlo ya, te lo ruego», entonces ahondé en ella en medio de rugidos y gemidos convulsos. Conseguimos un clímax exacto, compartido, simétrico, y dormimos machihembrados el resto de la noche.

Como no recordaba el mar —lo había visto de niña una vez en Almuñécar— la llevé a Málaga. Un dhow nos trasladó a Sevilla y después, costeando, a aquella capital tras fondear en Algeciras y Benalmádena. Le perdió el miedo al lecho y no rehuía los encuentros nocturnos en los limpios mesones y posadas que albergaron nuestro delirio acústico. Fue en Málaga donde le cogió el gusto, buscándome anhelante. Paseamos al sol, hablamos mucho, comimos pescado y ensalada en los figones de la playa larga, a la orilla del agua, y nos bañamos vestidos en el Mare Nostrum. Ahitos de amor y boquerones fritos regresamos a Córdoba a las cinco semanas en los caballos que, con Omero, enviaba mi madre. Andalucía exultaba del verdor de sus bosques cuando pasamos por Antequera y Cabra. Susana estaba cada día más preciosa. Lo primero que hizo al entrar en nuestra casa fue buscar un lugar adecuado donde vomitar.

Sabedores de mi vuelta al hogar, una larga fila de pacientes esperaba mi regreso. Mis jornadas eran agotadoras pero, a cambio, hacía lo que amaba y disfrutaba con ello. Contratado por el califato como cirujano, pasaba las mañanas en el maristán. Adoctriné a Omero para que desviara a los enfermos al hospital y allí me consultaban y eran tratados. Era la única forma de no convertir mi casa en la sucursal de un manicomio. Sólo aquellos que podían pagar mis tratamientos eran atendidos en consulta privada. Desde el principio lo tuve claro. La profesión de cirujano implica generosidad y desprendimiento: nadie debe quedar sin prescripción por falta de dineros, pero aquel que puede debe afrontar el gasto que supone nuestra larga preparación y el sacrificio. No todos abonaban similar peculio: el dueño de un mesón pagaba tanto, el propietario de un inmenso bosque cuanto, y el aristócrata terrateniente, amo de muchas almas y señor de grandes labrantíos, una cantidad exorbitante. A cambio del dispendio, los recibía en mi casa, donde hacía también las operaciones delicadas.

En el maristán seguía a las órdenes de Al-Qurtubí. Quise detectar en él un cambio de actitud al principio sutil, pero no pasó de eso. Quizá lo alteraba mi fama en auge o la aureola que se formaba en torno a mi persona. En cualquier profesión surge el gusanillo de la envidia ante el recién llegado, el primerizo, algo inevitable que hay que entender y hacerse perdonar. De entre los estudiantes de primer año me buscaba ayudantes que iban rotando, para dar oportunidad a todos de formarse. Me acompañaban en la visita diaria a los pacientes y escuchaban muy atentos mis explicaciones y diagnósticos. La primera vez que utilicé la esponja soporífera en el hospital —para dilatar un absceso cutáneo— causó estupor. Me llamaron a sus despachos Al-Qurtubí, Al-Mayuri y Ben Saprut. A todos expliqué con pelos y señales la gestación de aquella fórmula científica, la búsqueda incansable de bibliografía durante meses y el hallazgo final. Podía, egoísta, haberme reservado la mágica receta, pero ni es mi estilo ni es conforme a la enseñanza médica y a nuestro juramentó. Los progresos deben comunicarse entre galenos para el avance de la ciencia. Diversos físicos y cirujanos comenzaron a utilizar mi esponja. En cualquier caso, ello no disminuyó la afluencia de pacientes: la mayoría, en el hospital, deseaba que fuese yo su cirujano. El primer año dilaté cuatrocientos seis abscesos de todo tipo e intervine ciento siete casos de hernia, hemorroides, amputación de miembros y tumores de piel.

La primera operación de catarata la efectué en mi clínica, como había visto hacer en Fez a Ibn Safi. Era una técnica demasiado delicada para hacerla en público, rodeado de estudiantes y sudorosos familiares del paciente, tal como ocurría en el hospital por norma. Tenía ya varios ansiosos candidatos pero, antes de decidirme, escogí a dos de mis alumnos y los formé despacio para que me ayudaran. Disponía del material idóneo, excelentes pinzas y escalpelos que fui a encargar a Toledo personalmente, y del lugar ideal, un quirófano amplio, luminoso, con tres lámparas de petróleo por si se hacían precisas para complementar la luz del sol. El mejor óptico del arrabal me había fabricado una lente de aumento que, como innovación, podía acoplarse a unos anteojos similares a los que utilizan los présbitas. Elegí a la madre de Eleazar Al-Balluti, gran visir de Córdoba y personaje de confianza del califa. Se trataba de una mujer de unos sesenta años, famosa que fuera por su belleza y que, a consecuencia de su afección bilateral, había quedado ciega. Su aspecto además, resultaba patético: dos grandes manchas blancas que, velando los iris de sus ojos, causaban terror o franca repulsión, hasta el extremo de que había restringido sus salidas, ella, que era imprescindible en cualquier fiesta palaciega.

Sabía que me jugaba mi prestigio como cirujano si no obtenía la curación de la paciente, cosa que, supe de buenas fuentes, esperaba más de un intrigante y mezquino envidioso en el maristán y en la corte de Medina Zahara. Podía haber elegido una paciente de menor entidad, pero preferí apostar fuerte. Tres días antes de la intervención ordené limpiar a fondo el quirófano y vedé la entrada en él. Quería impedir que hubiese polvo, un enemigo mortal de la operación, según Ibn Safi. Sólo entramos a la sala quirúrgica la paciente y mis dos ayudantes, descalzos, pues calculé que con las babuchas podía introducirse polvo. El visir, acompañado de algunos de los nietos, esperaba fuera. Exigió presenciar la intervención, pero impuse mi autoridad manteniéndome firme. Administré a la enferma una taza caliente de valeriana. Tras lavarnos las manos despacio, con cepillo, todo fue mejor de lo esperado. Ante el pasmo de mis colaboradores, practiqué la incisión en el lugar correcto de las córneas, extraje las telillas opacas y apliqué los vendajes. En menos de una hora todo estaba ultimado. Di las pertinentes instrucciones a Al-Balluti antes de retornar a su residencia de la sierra, una preciosa almunia y un terreno acotado para caza mayor. El visir y su escolta hubieron de sortear el gentío que se había congregado ante mi casa, sabedor de la presencia en ella del mandatario. La semana transcurrió para mí con mediana zozobra: estaba seguro del éxito de la intervención, pero la cirugía no es una ciencia exacta. Al octavo día se presentó la paciente rodeada esta vez de toda la familia, hijos —con el visir al frente—, nietos, sobrinos, primas y demás parientes. Eran tantos que llenaban mi patio, que es espacioso, y el zaguán. En silencio, expectantes y serios, aquello parecía más un velatorio. En presencia esta vez de Eleazar, fui quitando el vendaje lentamente manteniendo la estancia en penumbra. Al despegar la última gasa pude ver el antiguo resplandor en la mirada verde de la paciente. Hubo un momento de aguzada expectación. Ordené que, muy despacio, dejaran entrar algo de luz graduando el postigo. Paseé una mano por delante de su rostro mientras con la otra cruzaba los dedos.

—¡Bendito sea Alá! —exclamó—. ¡Veo!

Mi crédito creció de forma exponencial. Las mañanas eran un agobio de tullidos dolientes, en doble fila, solicitando mis servicios en el hospital, y las tardes un constante trasiego de enfermos que acudían desde cualquier punto del arrabal, Córdoba y sus alrededores a mi clínica. Hubo días que oscurecía y seguía viendo pacientes. Como última instancia, aumenté el precio de intervenciones y consultas privadas en aras a amenguar la demanda, con pobres resultados. Efectuaba al menos nueve intervenciones mensuales de catarata entre mi casa y el maristán. A las pocas semanas de operar a la madre del visir vinieron a buscarme de Medina Zahara: el califa precisaba mis servicios. Yo había cumplido veintidós años y tenía experiencia quirúrgica, pero reconozco que la llamada del todopoderoso Omeya me causó mediana desazón.

Ignorante del motivo del requerimiento, pero debiendo ser de tipo médico, me presenté en palacio con mi instrumental a punto y el estuche con el anestésico. Nada había cambiado en el lugar que me viera nacer: la misma guardia muda del califa y el sol dorando iguales mármoles. Sólo habían crecido las palmeras, pues el gran salón central me pareció más chico, y es que el ojo del niño agranda la realidad a tamaños utópicos. Pisé los suelos de mármol de mi infancia recubiertos de alfombras marroquíes y orientales, vi las paredes cubiertas de tapices y me extasié ante las enormes lámparas de hierro de diez brazos, ascuas de luz girando eternamente. Dos mastodónticos guardianes me introdujeron en las estancias privadas del califa. Abderrahmán III contaba a la sazón cuarenta y seis años. Iniciándose ya en la vejez, con un batín de ataujía recamada y en babuchas, tenía un aspecto corriente, el de un tendero acomodado del zoco o un desahogado comerciante en sedas. Falto de fasto y ceremonia, nada en su figura delataba grandeza o la majestad que debe suponerse en un monarca. Era de mediana estatura, de tez clara y cabello trigueño, pómulos salientes, mirada negra y apagada y ademanes corteses. Al recibirme irguió su figura, tratando quizá de realzarla, pero el efecto fue poco convincente. Me lo quedé mirando: aquel ser anodino poseía más hembras que un ciervo dominante. Al entrar se retiraron dos mujeres que, posiblemente, lo distraían o leían para él. Tras la sonrisa que trató de esbozar, su gesto era de dolor inequívoco.

—Tenía ganas de conocerte, Abul Qasim —dijo en aljamía—. Se habla cada vez más de ti…

Me acerqué y me postré ante él, besándole la mano que alargó. Era una mano pálida, fofa, que temblaba como la vela de un jabeque puesto al pairo. Olía a incienso.

—Dime qué es lo que deseas, mi señor, y veré si puedo complacerte —dije tras enderezarme y dar un paso atrás.

—Eres hijo de Zulema… —dijo pensativo, obviando mi pregunta—. Tienes la forma de sus ojos y un mentón semejante, pero ella es más hermosa.

—Espero… —repliqué.

—¿Por qué? No es mala la belleza en el hombre. ¿Qué tal está? Todavía recuerdo su tímido candor y su sonrisa. Supe de su viudez. Y lo sentí por ella. Hassan, el marido que le busqué, era un buen hombre. Y rico…

—Mi madre está bien, mi señor. Me envía sus recuerdos y besa tus pies —mentí—. Ha agradecido muchas veces tu munificencia.

Quedamos en silencio. Por un ventanal, a la derecha, se contemplaba una parte del riad: un bosquecillo de sicómoros y varios pavos reales. Llegaba el rumor de las aves canoras y del agua de los surtidores. Siempre el agua. Torné a mirarlo con incredulidad: aquel hombrecillo quejoso y semicontrahecho era dueño y señor de las inmensas posesiones de Al-Ándalus.

—He sabido del portento que obraste con Fátima, la madre de mi visir. Mejor: lo he visto con mis ojos. ¿Cómo lo hiciste? ¿Se trató de ciencia, hubo magia o fue casualidad?

—Fue ciencia, señor, y cierta habilidad. Lo poco que sé lo he aprendido estudiando en la medersa y en la aljama que tu probidad ordenó construir. La técnica de aquella intervención la aprendí en Fez y no es difícil. Me propongo divulgarla para que puedan efectuarla otros cirujanos en nuestro maristán.

—¿Qué edad tienes? Me he perdido en la innúmera cuenta de mis hijos…

—Veintidós, mi señor.

—Y ya eres médico.

—También soy cirujano, señor.

—Tendrás mujer, supongo.

—Susana. Y un hijo de casi un año, que da sus primeros pasos.

—Ninguno de mis hijos legítimos ha estudiado con fundamento —admitió—. Sólo saben montar a caballo, cazar u holgar en fiestas y zambras sin cuento, la mayoría de final amargo. Tú eres más listo que todos ellos juntos. Me siento orgulloso de ti. ¿Te gustan los caballos?

—Me apasionan.

—Entonces compartimos afición. Mi problema es que desde hace varios días no puedo cabalgar. Por eso te he llamado.

—Lo adiviné al ver tu postura dolorida, mi señor, sentado en el borde del sillón. Algo te lo impide. Déjame verlo.

—¿Y si te dijera que me aterra hacerlo? Ningún hombre ha visto mi trasero.

—Los médicos, señor, en el ejercicio de nuestra ciencia, ni vemos, ni oírnos, ni hablamos de lo visto u oído: siguiendo a Hipócrates, nos lo veda nuestro juramento.

Abderrahmán me miró calculando. Pasó por fin la mano por la barba rojiza y, sin decir palabra, se puso de rodillas sobre un diván, se alzó la bata y descubrió sus glúteos. Me acerqué. La nalga derecha se hallaba enrojecida, pero no se veían ni abombaban la piel abscesos purulentos.

—Preciso de tu colaboración para un mejor diagnóstico, señor. Puede que te haga daño. Separaré suavemente tus nalgas. Se trata de observar por completo la región anal.

—Adelante —llegó su voz nasal.

Lo hice despacio, para evitar dolor y contractura. Ante mis ojos apareció un grueso divieso perineal, junto al rafe medio. Contemplé su cráter verdoso del contenido purulento, las laderas levantadas, rojizas, y la base dura e inflamada. Estaba ya maduro para la dilatación. Cesé en mi acción y ordené al califa que se incorporara.

—Padeces un molesto divieso en salva sea la parte, mi señor. Es precisamente el cabalgar lo que lo ha provocado.

—No me lo digas —dijo, torciendo el gesto—. Hace unos años padecí un flemón en parecido lugar y no quiero acordarme del sufrimiento que me dio, ni del inepto cirujano-barbero que lo abrió, que Alá confunda. Vi las estrellas de ambos hemisferios y la luna en sus fases completas.

—Si colaboras no sufrirás el menor daño —afirmé.

—No te creo. Me temo que habré de padecer…

—No lo harás, señor —aseguré—. Necesito un diván donde puedas tumbarte y alguien que nos ayude a separar: tus nalgas.

—Naira servirá para eso —dijo con la vista nublada.

Tras llamar a la enfermera ocasional, fuimos a un saloncito anejo donde había una otomana grande. Naira colocó un paño sobre ella y el califa se tumbó boca abajo mientras yo cargaba de anestésico la esponja. Cuando estuvo dispuesta, la coloqué en sus manos y ordené que respirara profundamente a través de ella.

—Se trata de un producto de olor desagradable pero que tiene efectos anestésicos —le informé—. Sentirás alguna molestia soportable, mi señor. Todo será muy rápido.

Tras docena y media de inhalaciones, calculé que el narcótico hacía su efecto y ordené a Naira que separara ambos glúteos con sus manos antes de dar un profundo y decidido tajo con el escalpelo sobre el cráter abombado y caliente. Abderrahmán lanzó un débil quejido mientras un chorro maloliente de sangre y pus trabada erupcionaba por el orificio lo mismo que lava de un volcán. Dilaté con la pinza de forma que no quedara magma putrefacto en lo profundo, introduje en la herida la punta de una gasa empapada en vinagre diluido y coloqué un apósito que fijé con venda. El califa volvía a la realidad, como después de un sueño.

—¿Ya está? —preguntó con los ojos en blanco.

—Siento haberte dañado, señor. Pero fue necesario: todo ese pus infecto criabas dentro de ti —afirmé, señalando el paño bañado en pus sanguinolento.

—Tan sólo noté un leve y lejano dolor cuando cortaste —aseguró—. Ahora puedo moverme sin molestias. ¡Apenas siento nada!

Durante una semana hice las curas. El truco en un absceso abierto es diferir la primera cuarenta y ocho horas, como mejor forma de ablandar los tejidos y no causar dolor o un dolor mínimo. De aquella forma obré. A los ocho días, la zona, indolora, presentaba un aspecto casi normal, con buen color y restos de la incisión que cicatrizaba sin problemas. Dije al califa que ya podía reanudar sus baños.

—Los echaba más en falta que el comer —dijo.

Pareció meditar unos segundos. Era como si lo poseyese un extraño pudor, tal que si no le saliesen las palabras. Por fin, con cara satisfecha, halló la mejor forma de expresarse:

—Te seré franco, Abul —siempre me llamó Abul—, hasta que topé contigo desconfiaba de físicos, médicos y barberos. Forman, por lo común, una banda de zafios de pocas letras, cantamañanas ineptos y pagados de sí. Tú, en cambio, me deslumbras. Eres sincero y humilde, pero al tiempo más sabio y hábil que todos ellos juntos. Desde este instante quedas nombrado jefe de mi equipo médico.

Mi sorpresa fue enorme al salir: un palafrenero sostenía de las bridas la pareja de equinos de raza árabe más hermosa que ponderarse pueda; un alazán de capa rosmarina y una yegua tan negra como noche de invierno sin luna y sin estrellas.

El año 959 del nacimiento del profeta cristiano, 337 de la Hégira, fue el de mi viaje a La Meca. Me acompañó mi madre, pues Susana terminaba de dar a luz a nuestro segundo hijo. Ella quedó al cuidado de los pequeños, ayudada por una corte de niñeras y sirvientas. En realidad, La Meca fue el pretexto. Que Alá me perdone, pero creo poco en dioses. Creo en el ser humano, en los árboles, en los caballos y en un Ser omnisciente que gobierna la tierra a su manera y es el mismo para cristianos, musulmanes, hebreos y budistas. Mi peregrinaje fue para ver caras nuevas, comprobar qué tipo de cirugía se hacía en Arabia, Constantinopla, Atenas, Roma o Nápoles e intentar conocerme a mí mismo.

He tenido que esperar toda una larga vida para responder a preguntas muy simples. ¿Quién soy yo? ¿Qué represento? Me tengo por hispano de ley. He nacido en plena piel de toro y me he hecho a sus maneras. Conozco el mundo y no comulgo con las costumbres ni la forma de ser de mis hermanos de raza en otras latitudes. Dije hermanos de raza y tal vez me excedí, pues la mía está mezclada. Sabiamente mezclada en una sana urdimbre de las razas hispanas que un día fueran tartesias, iberas, lusas, cántabras, vascas, cartaginesas, romanas y visigodas. Es el caso de muchos por aquí. Según Ibn Abdalah, un sabio profesor de la medersa que cuenta ochenta años, pocos árabes en nuestra península tienen sangre sólo árabe. Todos tenemos ya más sangre hispana que siria, yemení o beréber. Asegura Abdalah que fueron pocos los invasores islamitas y que, en realidad, los árabes «estaban aquí ya». Los escasos conquistadores encontraron un país tan asolado, tan pervertido, tal ultimado, que fue coser y cantar convencer a aquellas gentes míseras de que el islam representaba la seguridad. En cuanto a religiones, la cristiana se encontraba tan infestada de herejías e impostores, y tan desprestigiada, que fue fácil cambiarla. En resumen: para aquel docto profesor nuestra dominación se resumió en la incorporación al islamismo de un pueblo de sangre latina que adoptó la religión de Mahoma sin entusiasmo, pues tan sólo aspiraba a comer caliente y a medrar a la sombra de los nuevos amos.

Antes de partir había pasado dos años trabajando sin cesar, contaba con el reconocimiento general y el muy particular de Abderrahmán III. El califa, tratado por mí en el ínterin de su estreñimiento pertinaz y de un penoso absceso en una axila, bebía en mis manos. Éramos invitados fijos a todas las fiestas y recepciones palaciegas, recibiendo en ellas un trato principesco. Zulema, caso insólito, se sentaba a la derecha del califa en medio de la suspicacia de la favorita, una bellísima cristiana granadina de dieciocho años, y yo lo hacía enfrente, con Susana a mi lado.

Al tiempo de nuestra marcha, que Abderrahmán consintió sin ocultar su pesar, nos fue asignada guardia personal, íbamos como grandes señores: pasaporte sellado y firmado de mano del califa y cartas para los emires y bajás de Tánger, Argel, Candía en la isla de Creta, Haifa en Palestina y los ulemas de Arabia. Como pensábamos regresar por Constantinopla, Atenas y la península italiana, el visir nos dio misivas de su mano para el emperador de Bizancio y el duque lombardo que gobernaba en Nápoles. Cuatro servidores propios encabezados por Omero portaban en tres grandes baúles el bagaje. Zulema exultaba de gozo. Era su segundo gran viaje, pues sólo había salido de Córdoba la vez que, conmigo acompañó a su marido a Barcelona. Dos bolsas, que estallaban con el peso de tanto dinar de oro, se ocultaban cada una en el doble fondo de los arcones.

Partimos a primeros del abril cristiano. El río Guadalquivir bajaba lleno y manso cuando embarcamos en el lanchen, sólo para nosotros, atracado junto al puente romano. Mi madre lo miraba todo con sus ojos más grandes. Sólo por ello merecía la pena aquel periplo. El patrón de la nave tenía órdenes de acceder a mi menor capricho hasta llegar a Tánger, donde terminaban sus servicios. Vimos Sevilla muy despacio y Cádiz no tan lento, como ciudad menor. La travesía del estrecho fue apacible. Zulema parecía soñar viendo a la nave y a su espumosa estela dejar la costa hispana. Me preguntaba cosas sin cesar, como una niña aplicada que aprende. Le advertí que en otras partes del islam no eran tan permisivos como en Al-Ándalus y las mujeres iban cubiertas, a veces de los pies a la cabeza, sin permitir que se viera de su piel ni el color. A partir de Tánger debería usar el velo delante de los hombres.

—No puede ser… ¿Cuál es la causa?

—Aplican de una manera estricta las normas contenidas en el Libro. En algunos lugares, de una mujer no se ven ni los ojos.

—No lo entiendo. ¿Qué hay de malo en que una fémina exhiba su belleza? ¿Para qué estamos hechas por el Creador si no es para mostrarnos como somos? ¿Si las cristianas pueden hacerlo, por qué no nosotras?

—Sé poco de religión y nada de teología islamita, madre. El profeta, que dictó las bases del sistema, pretendería, imagino, sojuzgar a la mujer, dominarla y poseerla con exclusividad, hurtándola a la mirada del varón ajeno. Afortunadamente, en nuestra tierra las cosas funcionan de otra forma y las hembras sois más libres.

—Tan sólo un poco más —sostuvo ella—. Si no vuelvo a casarme es por mantener mi independencia. Yo puedo hacerlo al ser rica, pero pienso en la inmensa mayoría de las mujeres árabes. Odio la idea de someterme a la voluntad de cualquier hombre.

—A ti no te fue tan mal como concubina del califa… —dije.

—Merced a mi belleza y maña, tuve suerte. Aun así, a ti puedo decírtelo, no he amado a ningún hombre. Y eso es triste. Daría la mitad de mi fortuna por poder encontrar un varón que me amara de verdad y me respetara, aunque fuese cristiano.

Vimos Tánger en dos días espléndidos. Nos alojábamos en la mejor posada de la ciudad, a los pies de la ensenada tangerina de rubia y fina arena. Zulema quiso mojar sus pies en el agua del mar y lo hizo un par de veces, muy de mañana, vigilada de cerca por Omero, ante la atónita mirada de los pescadores que vaciaban sus nasas y el estupor de los escasos viandantes. Disfrutaba de su libertad y del anonimato, pues en el arrabal todos la conocían. Compró en el zoco varios aderezos de plata y se tatuó los pies con henna en un puesto de tatuajes al aire libre.

—Tienes ya muchas joyas…

—Lo sé —dijo—. Éstas son para Susana y el resto para guardar. Algún día serán para tus otras hembras.

Lo cierto es que, a fuerza de decírmelo, iba calando en mi cerebro la idea del harén. Si mi religión lo permitía, ¿por qué despreciar algo tan agradable? Era un hombre con medios económicos y tonto sería prescindir de mis prerrogativas. Pero aún no lo veía cercano. Pensaba en ello durante mis paseos con Zulema por la plaza, frente a la mezquita principal, a la vista de las moritas jóvenes. Se desprendía el deseo en sus miradas húmedas y brillantes. ¿Qué pensaría la gente de nosotros? Nos tomarían quizá por una pareja de extravagantes andalusíes en viaje de bodas. Y es que Zulema, tan delgada y vistosa en sus túnicas de colores chillones, parecía una niña. Indagué en busca de un maristán similar al de Fez, mas no lo hallé. Largas filas de enfermos, mezclados con pordioseros y lisiados de cien clases, hacían cola en uno de los zocos ante un truchimán con aspecto de físico embaucador.

Hallamos plaza en un dhow que iba por la costa, cargando o dejando mercancía. Al tercer día desembarcamos en Argel, que es lugar despejado, con un poblado puerto a los pies de una colina muy arbolada. Nos gustó Al-D’Jazair. Habitaban la ciudad beréberes, tuaregs, fatimíes y tribus númidas del desierto que obedecían al bey, tributario a su vez del califa de Córdoba. Pero se notaba en el ambiente cierto desasosiego. Los fatimíes especialmente se mostraban inquietos, bulliciosos, pregonaban sin disimulo su despego al califa, al que llamaban despectivamente el «hereje de Córdoba». Tajantes y extremistas en las aplicaciones de las leyes coránicas, execraban de la vida del Omeya andalusí y tramaban independizarse de su yugo, como ocurrió no ha mucho. El bey se deshizo en atenciones con nosotros, sin consentir otra cosa que hospedarnos en su propio palacio, en lo alto de la verde colina donde medraban al alimón palmeras, abedules, sauces, magnolios y gardenios. Era un personaje muy curioso. De ojos claros, saltones, grueso hasta decir basta, pequeño de estatura, parecía embutido a presión en un caftán una talla menor o heredado de su padre aún más retaco. Al comer se cambiaba tres veces de chilaba, pues la grasa de cordero le caía por la papada como esos torrentes que se forman en los terraplenes tras la lluvia con chorretones informes. Detrás de él, siempre que había cordero o pavipollo, se situaba un criado con una túnica de respeto doblada en su antebrazo. Aun así, se trataba de un ser afable, sonriente, que nos alojó en las mejores habitaciones de su alcázar, las que daban al mar, con unas maravillosas vistas a la bahía. Una delicia.

Recorrimos la poblada ciudad —se hablaba de doscientas mil almas— a lomos de borrico, pues, dado el constante sube y baja, era imposible hacerlo de otra forma. Con Omero de vigilante y un guía del bey, elegimos los asnos de apariencia más dócil y a ellos encaramados visitamos la kasba, la medina, la alcazaba y los mercados más notables. Jamás olvidaré los pinchos de cordero al modo local con que nos obsequiaron en un figón de la medina. No he comido nada más sabroso: en espetones de madera, entreverados de su propia grasa, se doraban trocitos de cordero mollar adobados de especias del desierto. El guía pidió dos docenas ante mi asombro. Tenía su explicación: se quedó corto. Culminamos la merienda con vino nuevo de la Cabilia y pastelillos de aromática miel de Bujía. Lo mismo que en Tánger, quise hallar un hospital moderno, al modo cordobés, pero no existe. Nubes de enfermos y tarados mezclados se veían tirados por las calles, alguno aspirando del humo vesicante que produce al arder la negra y maloliente pasta obtenida del bulbo de la adormidera.

Cinco singladuras nos llevó el viaje a Creta, esta vez a bordo de un bajel. La nave se movió rodeando Lampedusa, un islote frente al golfo de Sirte, en la Libia, pero ni mi madre ni yo nos inmutamos. Perro viejo en travesías marítimas, había aprendido de un marinero en el viaje que hiciera a Barcelona que el mejor remedio contra el mareo de mar son los licores finos. Previamente al embarque y todas las mañanas nada más despertar, lo mismo que si se tratara de un remedio contra la influenza, nos bebíamos una copa colmada de licor de arack, y era mano de santo.

Candía es ciudad pequeña, capital de una isla deliciosa que, a nuestro paso, estaba gobernada por un personaje que se titulaba Señor de Creta. Sus habitantes eran idénticos a los andalusíes: morenos, discretos de estatura y muy vivaces. Todos hablaban una extraña aljamía, como si hubiesen retrocedido en el tiempo un siglo atrás y su romance castellano permaneciese sin evolucionar, tal como era cuando los árabes cruzaron el estrecho hace doscientos años. La historia es muy curiosa. Tras la famosa revuelta del arrabal en tiempos del emir Al-Hakán II, en la que, tras ser bañada en sangre fueron ejecutados más de mil levantiscos renegados incluido algún ulema, fueron desterradas de Córdoba miles de familias. Tras cruzar el estrecho camino del exilio, muchas de ellas se dirigieron a Fez, donde se instalaron en su propio barrio andalusí que yo recorriera, pero el grueso de la expedición, cerca de cuarenta mil personas con un ejército de cuatro mil hombres curtidos en la lucha, partió hacia Alejandría en una marcha épica con carros y dromedarios por todo el norte de África, venciendo mil peligros. Los conducía Abú-Hafs-Omar, un valiente guerrero renegado más tarde conocido como el Muladí en todo el Mare Nostrum. Llegaron a las puertas de la ciudad que fundara Alejandro, el inmortal general macedonio, la conquistaron y se quedaron allí más de diez años. Después, acosados por un ejército que mandó el sultán abasí de Damasco, aquellos muladíes embarcaron para Creta, que conquistaron a los bizantinos. Y allí estaban sus descendientes hablando el mismo idioma, con su misma alegría e idénticas costumbres. El Muladí gobernó con honradez y mano dura hasta su muerte, pero, como suele ocurrir, sus descendientes medraban en la indolencia y vivían de las rentas. Aun así se veía mayor orden y prosperidad que en nuestras anteriores escalas.

Sin aparente resquemor —al fin y al cabo nos recomendaba Abderrahmán III, un poderoso príncipe descendiente del emir que expulsara a su abuelo de Al-Ándalus—, el Señor de Creta nos recibió en su palacio y nos colmó de honores, y más cuando supo mi condición de cirujano. Según pude deducir de sus palabras, gobernaba una especie de república teocrática en la que él era el máximo pontífice. La población era teóricamente de religión islámica, pero en la práctica había completa libertad de cultos, cristianos —que allí son ortodoxos— y mahometanos vivían en armonía. Había conservado las buenas costumbres islamitas, haciendo gala de un bien nutrido harén, pero era amigo de las artes y las ciencias y había edificado una medersa que era ejemplo cultural en todo el oriente mediterráneo. Se ofreció a mostrármela y acepté. Era espaciosa, luminosa y ventilada, de amplias aulas.

Bien dotada de profesorado, tenía una particularidad: podían asistir las niñas hasta los quince años. A aquella edad culminaban sus estudios, pues les estaban vedadas las titulaciones superiores. Más vale algo que nada, me dije pensando en Córdoba. Había visto ciertos preparativos guerreros, pues reforzaban las murallas de la ciudad, y lo comenté. Me dijo el gobernante que rondaban Creta, perla de rara belleza rica en bosques y olivos. Comprendí que era cuestión de tiempo que cayera en manos de unos u otros. Y así fue: no hace mucho Bizancio recuperó el que fuera su emporio de manos de Nicéforo Focas, su bravo capitán.

En la visita al hospital y su quirófano, casi tan hermoso como el nuestro de Córdoba, me pidió el mandatario que hiciera para sus físicos una demostración de la técnica quirúrgica para la catarata, lo que hice sin esfuerzo, pues viajaba con mi instrumental. Tras seleccionar a dos de ellos como ayudantes, intervine tres casos avanzados y coseché gran éxito. Recorrimos gran parte de la isla, que es estrecha y alargada, de altas cumbres, y a las tres semanas embarcamos en un navío maltés que partía para Haifa. Nada más llegar al puerto palestino, un destartalado villorrio inhóspito y ventoso, alquilamos un amplio carruaje cubierto donde nos acomodamos Zulema y yo, y, amarrado en la parte de atrás, el equipaje envuelto en lona embreada. Nuestros servidores iban a caballo y Omero hacía de auriga al lado de un guía que conocía la zona. Vimos Jerusalén a la carrera y, en cuatro calurosas jornadas, a través del desierto del Neguev, llegamos a Aqaba, un puerto en lo más profundo de un golfo que emanaba del mar Rojo. Si encontrábamos posada decente, dormíamos en ella, pero lo habitual es que lo hiciésemos al raso, nosotros tumbados en los asientos del carruaje y los hombres envueltos en capotes de piel para combatir el relente nocturno. Poco hay que referir de Palestina. Jerusalén es un discreto mercado que se disputan árabes, hebreos y cristianos griegos. La mezquita de Omar o de la Roca —llamada así por contener la piedra desde la que, según la tradición, Mahoma subió al cielo— se halla en buen estado, pues es reciente, y es famosa por su gran cúpula y sus mosaicos coloristas, mientras que el templo de los judíos es sólo un murallón que muestra en sus adarajas las dentelladas del tiempo. Hay algunas iglesias dedicadas al profeta cristiano, entre ellas una con el sepulcro que contuvo su cuerpo tres noches, pero no tienen otro interés que confirmar que las religiones monoteístas son similares a la hora de relatar prodigios imposibles: si Mahoma ascendió por las nubes como un pájaro, Cristo resucitó de entre los muertos y Jehová alimentó a los israelitas con pan caído del cielo.

Descendiendo por la ribera del mar Muerto, era tal el calor asfixiante que decidimos bañarnos. Lo hicimos todos: las acémilas que tiraban del carro, los caballos, Omero, los sirvientes y nosotros. Lo organicé de forma que mi madre pudiera sumergirse en el agua sin peligro alguno de ser vista. Los dos quedamos rezagados en el carro, en una zona arenosa y abierta como toda aquella parte de la costa. Los hombres prosiguieron a caballo, siguiendo mis órdenes, hasta un punto hacia el sur tan alejado que sólo se divisaban las siluetas borrosas. Fue un baño delicioso. El agua rompía en la orilla originando marullos de ola chica y la brisa levantaba conchas y arenisca. Reconozco que me conmocionó ver el cuerpo desnudo de mi madre. Fue de perfil, de espaldas y de frente, apenas un segundo. Mantenía erguida la figura, sus senos no caían por su peso y su cintura era de núbil. Tuve una erección inexplicable o quizá no lo fuese. El hecho es que hube de lanzarme al agua de cabeza para refrescar en ella mis ardores. Zulema se dio cuenta. Aun así, pudo en ella más el eterno femenino y saltó entre las olas, brincó y celebró el chapuzón a grandes voces haciendo caso omiso de mi turbación. Ya limpios y frescos, salimos del agua al mismo tiempo. Ella me miraba sin cortarse y en sus labios se dibujaba una sonrisa.

—Precisas de una mujer más que el comer —dijo mientras se secaba el pelo con un paño.

No contesté. Un nudo corredizo me aferraba la garganta. Viendo el claroscuro de su goteante sexo y su piel asperjada de miríadas de gotas cristalinas, entendí de una vez a los autores griegos y sus grandes tragedias. Reanudamos la marcha tras regresar los hombres limpios y contentos. El guía nos mostró los restos de la fortaleza de Massadá, sobre una colina, donde los israelitas al mando de Bar Koseba perdieron su última batalla contra los romanos e iniciaron una diáspora que aún prosigue. Encontramos cómoda y fresca posada en Aqaba. Zulema fue de compras al zoco custodiada por Omero mientras yo descansaba en mi habitación y repasaba temas médicos. Toda la tarde se entretuvo recorriendo el mercado y regresó al crepúsculo. Cenamos cordero con sémola, almendras y dátiles y lo regamos con vino de palmera. A los postres mi madre me tenía reservada una sorpresa.

—Encontrarás una mujer en tu habitación —dijo—. No quiero que te sorprendas o te asustes.

—Qué me dices…

—Más que una mujer es una niña. La he comprado para ti a un tratante de esclavos.

—Estás loca…

—Nunca he estado más cuerda. No puedes seguir en la forma que estás. Y sólo llevamos dieciocho días de viaje…

—¿Y qué haremos con ella?

—Mejor, qué harás. Vendrá con nosotros hasta que tú quieras. Si lo deseas, hasta Córdoba. Si no te satisface, podrás venderla en el mercado de Bizancio, el de Atenas o en Nápoles. Pero estoy seguro de que te gustará. Era la más joven y bella de la muestra. Lo he arreglado, teniéndola en remojo varias horas, para que esté limpia y dispuesta para ti. He pagado un sobreprecio al ser virgen. Tiene sólo un pequeño problema: no entiende árabe ni aljamía. Pero es casi preferible. Algunas mujeres están mejor calladas.

Y así, de aquella insólita manera, entró en mi vida Tania. La verdad es que no me aprovechó el té de hierbabuena. Corrí a la habitación como el varón de veinticuatro años que lleva casi cuatro semanas sin tocar ni oler a una mujer. Hube de acomodar mi vista a la penumbra que un resol azulado intentaba desvelar por los visillos albos. Éstos, a favor de la brisa que penetraba por la celosía, rilaban como velas de barco. Olía a avellanas verdes y a tintura de añil. Al fondo, acurrucada junto a mi baúl, había una sombra pequeña y encogida. Pude verla mejor aproximándome. Era una hembra de piel azafranada y pelo negro resuelto en largas trenzas, sentada sobre el suelo, mostrando la blancura de sus pies descalzos por debajo de una túnica de cendal que descubría sus hombros. Llegué ante ella y le acaricié el pelo, tratando de mostrar una serenidad que no tenía. Me quité la chilaba y descalcé mis pies sentándome a su lado. Entonces levantó la cabeza y me miró. Sus ojos eran grandes, tristes, y brillaban dentro de la negrura como ascuas. No pareció desagradarle lo que vio y suspiró muy fuerte.

—No tengas miedo —la tranquilicé—. No voy a hacerte daño.

Creo que me comprendió, pues esbozó una sonrisa tímida y giró levemente, como si tratara de observarme mejor.

—¿Cuántos años tienes? —pregunté, mostrándole mis manos abiertas y señalándola.

Cerró y abrió un puño dos veces y mostró tres dedos. ¡Tenía trece años! Se veía cada vez más tranquila. Sin duda temería haber caído en las garras de algún viejo y apestoso mercader y agradecía al cielo ser la esclava de un joven señor que olía bien y la trataba con miramiento. De repente recordé que era virgen y temí alertarla con mi desnudez. Estaba junto a una mujer que me pertenecía, desnuda debajo de una túnica leve, con su cuerpo inmaduro que olía a almendra, y, curiosamente, mi verga hambrienta se encontraba en reposo. Me alcé, la ayudé a levantarse dejándole mi mano y la llevé al balcón recubierto por la celosía. Era casi tan alta como yo, muy delgada. A través de las rejas vimos el mar de Aqaba y las luces del puerto. Una gabarra negra, con pescado, atracaba en el muelle en medio de un revuelo de cormoranes y gaviotas. Hacía tiempo que el muecín había desgranado la oración de la tarde. Besé su melena para olerla mejor y sentí cómo mi sangre se alborotaba por abajo. Ella debió notarlo pues, dándose la vuelta, se sacó por arriba la túnica. Se marcaban los huesos de su espalda como en la mejor descripción anatómica: los omóplatos, las costillas, la punta de las vértebras. Se revolvió y quedó a medio palmo. Eral dueña de unos senos apenas esbozados, tan pequeños como los de una cervatilla de leche, de pezones veletos que se escurrían entre los dedos al tratar de besarlos. La cintura era angosta, de alondra o de cigüeña, y su andar inseguro, de lobezna que aprende. Maldije la penumbra que no dejaba ver lo aupado de su pubis y lo enrevesado de su mata de pelo, más rizado que el testuz de una érala. Palpé con la punta de un dedo y comprobé la integridad del himen. Cuando no pude más la cogí en brazos. Era de peso leve, como el plumaje del pecho de los mirlos. Gasté toda la noche en desflorarla. Lo hice despacio, recreándome, con el arte del amante experto que ya empezaba a ser.