Los últimos meses hasta mi graduación fueron de intenso estudio y experimentación. Mi madre se dedicó a buscar para mí una casa apropiada.

—La necesitas. Pronto te titularás de médico y te casarás —me dijo una noche durante la cena.

Cuando apretaba el calor lo hacíamos en el patio, al frescor del limonero grande, bajo el cielo estrellado. En la fuente, cuatro amorcillos verdosos por la herrumbre lanzaban al aire sus chorros cristalinos. Era una de esas veladas cordobesas aromadas de jazmín y de dama de noche, paradisíacas, en pleno mes de laval. Dormían ya los pájaros, pero se mantenían vigiles los demás rumores: el canto del Otilio, el del agua salpicando sobre el mármol y el incansable del grillo frotándose los élitros.

—Podríamos acomodarnos aquí, en cualquier parte, y así estaríamos juntos —alegué con poca convicción.

—La casada casa quiere —dijo ella—. Susana querrá paz e independencia.

—¿Paz?

—La guerra resulta inevitable entre nuera y suegra en una estrecha y prolongada convivencia. El roce cotidiano produce sarpullido. Además, desearás atender a tus pacientes y lo último que quiero es ver a mi alrededor enfermedades y desgracias. Odio contemplar el dolor.

Le expresé mi intención de ejercer la cirugía en el arrabal y, en consecuencia, tras recorrer el inmenso suburbio varias veces, me buscó una preciosa almunia no muy lejana a nuestra casa. Una tarde, poco después de terminar mis estudios, me llevó a verla. En el centro de un inmenso jardín se levantaba el enorme caserón de ladrillo rojizo y teja árabe, en estilo tardo romano, con su patio central y, rodeándolo, las habitaciones. Las cuadras se encontraban aparte, en edificio propio. Circundaba el riad un alto muro excepto en la parte que daba al río, que era abierta, y lo presidía un romántico templete de columnas de mármol y techo de pizarra, frente al Guadalquivir. Las construcciones estaban en deplorable estado: los suelos levantados, las paredes desconchadas y los artesonados habitados de musarañas, sabandijas y murciélagos. En la parte que miraba al río tenía dos plantas. Lo mejor de todo era el jardín. A pesar de estar un tanto abandonado lucían las palmeras, magnolios, álamos, acacias, sauces y varios venerables olivos. Por detrás de las cuadras se encontraba la huerta, seca y muerta, pero fácilmente recuperable.

—¿Te gusta?

—Es una maravilla —dije perplejo, contemplando el patio—. Pero la encuentro demasiado espaciosa. No necesito tanto.

—Las casas se quedan siempre chicas —aseguró—. Precisarás espacio para instalar tu consulta, unas habitaciones para mí, por si aparezco, las de la servidumbre, el gineceo…

—¿De qué gineceo hablas? Yo seré siempre fiel a Susana. No necesito otras mujeres.

—Los hombres necesitáis mujeres siempre. ¡Nosotras envejecemos antes que vosotros y dejamos de interesaros!

—Eso no me pasará a mí.

—Te ocurrirá. ¿Vas a ser tú más sabio que el profeta? Y cuando ocurra, será mejor tener en casa las hembras que andar fuera a buscarlas. Además, se pueden tener varias esposas y serles fiel a todas.

No estaba muy seguro de sus afirmaciones, pero guardé silencio. Sin duda hablaba por ella la experiencia. Me parecía imposible cansarme de Susana alguna vez.

—Por mi parte, adelante —dije—. Sólo queda hablar de economía.

—No es preciso hablar de nada —replicó mi madre He logrado un acuerdo con los antiguos dueños. Aceptan canjear la quinta por el almacén. Dado que ni tú ni yo tenemos interés por el comercio, he llegado a un entendimiento con ellos. Esperaba a tener tu conformidad para empezar la restauración, que corre de su cuenta. Me aseguran que en dos o tres meses puede estar todo dispuesto para que te instales.

—¿Y qué harás con los empleados y esclavos?

—Los empleados seguirán a cargo del nuevo propietario y los esclavos están en venta. No quiero servidores varones a excepción de Omero. Con parte del dinero que resulte os compraré una esclava, ya casados, para que os sirva.

Así de resolutiva y eficaz era mi madre. Entre mi graduación, un emotivo acto presidido por el califa, y mi matrimonio transcurrieron seis meses. Yo estaba cerca de los veinte años y Susana cumplía quince el día de la boda, pues fue la condición impuesta por su padre. Pocos días antes de los esponsales llevé a mi novia a ver la que iba a ser su casa. La acompañaba una de sus criadas. Recorrimos el caserón entre operarios que daban los últimos toques de pintura, barnizaban muebles o pulían suelos. Vimos el pequeño baño que, a imitación de lo que viera en Fez, había ordenado instalar en el sótano. Disponía de conducción de agua caliente y fría por cañerías de plomo, que también llegaban a la cocina y el retrete, amplio y ventilado, orientado hacia el río. Le enseñé el que iba a ser mi gabinete de trabajo: mi despacho, el quirófano y la sala de espera. Recorrimos el patio de galerías cubiertas, artesonadas, suelos de ladrillo apaisado y macizos de arrayanes en torno a los lugares con agua: el pilón central y los cuatro canalillos que surgían de él. Susana no entendía que hubiese tantas habitaciones ni yo quise explicarle las ideas de mi madre. Aprobó las que iban destinadas a Zulema, un dormitorio y una salita en la parte más tranquila del piso bajo. Los ojos le brillaban con una luz extraña cuando me pidió que nuestro dormitorio se instalase en una de las habitaciones de la planta alta, las que miraban al río. Salimos al jardín y nos sentamos frente al estanque de agua quieta. Los rayos del sol, calando entre las ramas de un magnolio, dibujaban en el suelo de tierra un curioso mosaico claroscuro. Las ranas croaban y los renacuajos saltaban entre flores de loto.

—Todo es precioso —dijo Susana—. Pero me perderé en esta inmensidad.

—Te entretendrás en decorarla, en ponerla a tu gusto.

Fue así. Nada agrada más a una mujer que disponer las cosas del hogar a su manera y llenarlo de flores. Empecé a ejercer antes de terminar mis estudios. Faltando un mes para los exámenes finales tocaron a mi puerta una noche. Yo leía ciertos temas médicos antes de entregarme al sueño. Era un empleado del zoco del pescado, un muladí a quien conocía, qué traía del brazo a una mujer de rostro descompuesto, gimiendo lo mismo que un perrillo.

—Te lo ruego, amo Abul Qasim, atiende a mi madre… —pidió.

—No puedo complacerte —respondí—. Aún soy estudiante y las leyes del califato me impiden ejercer. Si lo hago me expondré a una fuerte multa.

—Nadie se enterará, amo. Tengo fe en ti.

—¿Qué le pasa?

La mujer se quitó el hijab y el velo que ocultaba su cara y pude ver un gran flemón en la mandíbula. No hizo falta más aclaración. Se trataba de un absceso dentario cuya supuración, buscando la salida natural, trataba de drenar por piel. Tenía que ser muy doloroso, pues la pobre mujer se hallaba en un grito. Tuve lástima. Tenía conmigo el instrumental, y en un estuche, la esponja y un frasco con el compuesto soporífero.

—Pasa —dije—. Atenderé a tu madre si no propaga por ahí lo que vas a ver.

—Lo juro por el profeta y su libro sagrado, amo —aseguró.

Ordené a la paciente que se tumbara, preparé escalpelo y tenaza dental y di instrucciones al muladí sobre la mejor manera de sujetar a su madre si se quejaba. Le expliqué a ella la forma de inhalar a través de la esponja y, sin más, procedí. Tratándose de una mujer delgada no hizo falta mucha cantidad de líquido. A la sexta profunda inhalación, el anestésico empezó a dar muestras de actuar: se cerraron lentamente los párpados y se relajaron cuello y miembros. Todavía esperé unos segundos antes de seccionar la piel. Cuando lo hice brotó de la herida un manantial de pus verdoso, fétido, bien trabado. Enseguida abrí su boca, identifiqué la muela cariada y putrefacta y la extirpé con gran facilidad con la tenaza, pues estaba medio suelta. Ahora hubo un quejido sofocado, como cuando algo nos mortifica durante el sueño. El pescadero estaba estupefacto. La mujer se despertó y nos miró con incredulidad, saliendo del letargo. Coloqué una mecha de gasa empapada en vinagre diluido en la herida, puse tres gasas dobladas en el hueco que dejara la muela y vendé la cabeza como si se tratase de una momia egipcia.

—Ya no me duele, hijo mío —aseguraba la mujer, palpándose la cara a través del apósito, sin creérselo.

—Gracias, amo Abul Qasim —dijo el muladí—. Dime cuáles son tus honorarios.

—No me debes nada, buen amigo, pero a cambio te agradecería que no olvidases tu juramento.

—De eso puedes estar seguro, señor.

Al día siguiente trajeron de la pescadería una merluza grande como un recién nacido, dura y fresca, que olía a mar. Tres días después apareció a media tarde una familia integrada por al menos once individuos gesticulantes y vocingleros. Traían al jefe de la jarea tendido sobre unas parihuelas, dando alaridos. Desde la puerta llamaban a gritos al «estudiante de cirugía». Hube de interrumpir mi lectura y salí para escuchar una demanda muy parecida a la del pescadero. Atendieron a mis explicaciones y, tras jurar por el Corán que guardarían silencio, no tuve más remedio que acceder a sus ruegos. En presencia de tres de sus hijos, pues todos pretendían presenciar la exploración, examiné al paciente, que se hallaba postrado en un puro gemido. Sufría a causa de un trombo hemorroidal, y el ano aparecía tumefacto y ocupado por la gran masa negra —del tamaño de una nuez— y abombada del coagulo sanguíneo. Tras preparar mis cosas, ordené que permaneciera en la sala sólo el hijo mayor. La intervención, con ayuda de la esponja soporífera, fue simple: diez o doce inhalaciones del anestésico, relajación del paciente, anestesia pasajera y ausencia de dolor cuando practiqué la generosa incisión sobre la adelgazada mucosa hemorroidal que envolvía el trombo. El viejo fue recuperando la conciencia ante el asombro de su hijo, más que por la operación en sí, por los negros coágulos que se apelotonaban sobre un paño.

—¿Qué son esas cosas negras, amo? —preguntó bizqueando.

—Se trata de trombos sanguíneos que, a veces, se forman en las venas hemorroidales. Son los responsables del dolor que hacía sufrir a tu padre.

—¿Puedo llevármelos?

Cometí la imprudencia de acceder. Los recogió en el mismo paño y se ofreció a pagar mis servicios, pero rehusé cobrar. Cuando el anciano salió caminando por sus pies y su hijo mostró al clan los negros coágulos arreció el griterío. Varias mujeres entraron y se postraron para besar la cimbria de mi túnica mientras el hijo mayor explicaba a sus hermanos mi actuación, incomprensible para él, y otros hijos y nietos se arrodillaban de cara a La Meca para agradecer al profeta el milagro. Era un sábado. El domingo por la tarde se presentaron de nuevo tres miembros de la tribu encabezados por el hijo mayor. Venían de gran gala: chilabas azules —como los hombres del desierto— recamadas en hilo de oro, fíbulas de plata martelada y azabache, gumías de empuñadura tachonada de fina pedrería y babuchas de cuero tan amarillo como sus capuchas.

—Nos envía nuestro padre —dijo el mayor tras besar mi mano.

—¿Cómo se encuentra?

—De maravilla, amo, gracias a Alá y a tu habilidad que bendiga y aumente el profeta. Nuestro padre te suplica que accedas a cenar con nosotros, única manera de agradecer lo que hiciste. Desea que vengas acompañado de tu señora madre y de quien quieras. Os tienen preparada una fiesta.

—Poco hay que agradecer —admití—. No hice más que aplicar mis conocimientos.

Los cuatro se prosternaron y arreciaron en su demanda.

—Hemos jurado no volver sin nuestros invitados —insistió el portavoz.

—Esperad un segundo —pedí entonces.

Conté el caso a Zulema tras ponerle en antecedentes de los hechos.

—Arréglate mientras yo me compongo en un segundo —dijo—. Rechazar la invitación del jefe de una tribu del desierto es una grave ofensa. Iremos.

Fuimos. Advertidos de la lejanía, mi madre y yo íbamos a caballo escoltados por Omero y los cuatro familiares del viejo. Cada vez más popular, las gentes me conocían como el «estudiante» y algunos proclamaban mi nombre. El sol doraba las copas de los árboles en un soto de la orilla del río cuando llegamos al campamento, diez o doce jaimas desperdigadas donde vivía la gran familia nómada. Eran más de cien, dedicándose al trapicheo, venta ambulante, confección de colgantes, dijes y fíbulas de plata. Habían preparado un gran festejo. En varias parrillas se doraban pollos y pinchos de cordero, mientras varias cocineras condimentaban los ingredientes del tajine marroquí. Nos recibió una orquesta con panderos, chirimías, flautas, panzudas tiorbas y guitarrones arábigos. El jefe de familia, radiante al hospedar a una antigua concubina del califa y a su hijo cirujano, nos sentó a su derecha y no dejó ni un segundo de obsequiarnos ofreciéndonos las mejores tajadas de pollo y el trozo más crujiente de pastel de pichón o rellenando nuestras copas continuamente. Hubimos de eructar varias veces para corresponder a los regüeldos de ellos, típicos y obligatorios en su tribu del Sahara. Tras los postres, deliciosos pastelillos de limón y almendra, hubo licor de arack y al tiempo música y danza. Jóvenes de ambos sexos del clan, con sus típicas túnicas, bailaron a sus modos para nuestro deleite. Era ya madrugada cuando mi madre hizo un pequeño gesto de cansancio, sin poder evitar un mínimo bostezo, y ello fue suficiente para que el anciano jerarca ordenase suspender las danzas y los cánticos dando por concluida la fiesta. Todavía nos obsequió, a mi madre con un mantel bordado y a mí con una fíbula de plata, antes de mandar que fuésemos escoltados por seis hombres armados hasta nuestra casa.

Faltando pocos días para diplomarme como físico vinieron a buscarme otra vez. Se trataba ahora de un obrero que, caído de un andamio, se había fracturado una muñeca. Hubo el mismo tira y afloja que las otras veces y un resultado idéntico. Bajo los efectos del narcótico, enderecé los huesos desplazados presionando con mis dedos y los mantuve en buena posición con una férula de madera dorsal y otra ventral. Aseguré todo con vendas y, tras comprobar por su color que la sangre llegaba bien a los dedos, despedí al paciente sin cobrarle.

Tres días antes de examinarme de la última materia pasé casualmente por la pescadería del muladí. Me vio de lejos y se alborozó. Me acerqué.

—Tengo los pescados más frescos del arrabal, recién llegados de la bahía de Cádiz —pregonó.

—Estoy disgustado contigo, Alí —le respondí.

—Que me trague el infierno mil veces, señor, ¿qué he hecho?

—Te faltó tiempo para propagar por ahí mi actuación con tu madre, la forma como la curé de su flemón dentario.

—Que me muera aquí mismo si tal hice, amo. Ni a mi esposa le comenté el caso. Seguramente habrá sido mi madre, cotilla y habladora como mujer, la que se fue de la lengua.