Fueron meses de estudio compulsivo, de constantes prácticas anatómicas y de amor consentido y silente. Hallé un hueco en el atardecer, poco antes de la segunda oración de los hebreos, cuando ella iba a la sinagoga con su madre, y los dediqué a hacer planes con mi amada en su salón siniestro o en el patio claro de mi casa, entre naranjos, bajo el rumor del surtidor del agua, siempre vigilados por dos pares de ojos. La luz azul y blanca del azahar contempló nuestras sesiones de platónico amor, todo lo más algún beso robado, tangencial, al hilo de un descuido de nuestras cancerberas. Distinto era en las callejas que rodean el zoco grande y la alcazaba, pues, a favor de las sombras y en el quicio de algún zaguán oscuro, despistada la guardiana de turno, la abrazaba y sentía sus duras redondeces y la arista afilada de su arco pubiano. Besos con fundamento no tuvimos, si acaso ósculos desabridos y urgentes. Paseábamos a la orilla del Guadalquivir y allí la celebraban envidiosos mis tres amigos, sobre todo Daniel. De verdad que Susana, en su habitual alegre y bullicioso, juguetón, resultaba atractiva y hermosa.

Un suceso fatal vino a enturbiar las cosas casi al año, cuando estaba a punto de graduarme. De resultas de un anasarca generalizado que se presentó en sólo nueve días, murió Hassan, mi buen padrastro. Un amanecer lo vi cenagoso del rostro, abotagado y mustio. No se quejaba. Lo achaqué a una mala digestión y no le di importancia. Al otro día amaneció hinchado de la cintura abajo, signo sin duda de insuficiencia excretora renal o de incompetencia cardiaca. Zulema dijo que llevaba durmiendo mal varias semanas, como ahogándose en el lecho, sin poder respirar. Ordené reposo en cama con almohadones levantándole tórax y cabeza. Prescribí un cocimiento de acelgas con valeriana y dieta estricta. La tercera jornada pareció mejorar, pero a la cuarta se instauró un proceso febril que al amanecer lo anegaba en un sudor húmedo y pegajoso que empapaba las sábanas. Llamé a Ben Saprut y a Al-Qurtubí y vinieron a verlo en consulta conjunta. Ambos torcieron el gesto al palpar el dilatado abdomen, auscultar su corazón y ver su facies demacrada y lívida.

—Se trata de un anasarca general y no hay ninguno bueno —dijo por ambos Al-Qurtubí—. La cavidad peritoneal se halla anegada por el líquido ascítico, los riñones no drenan lo bastante y el edema se extiende como una pleamar viva, del final del verano. De no evacuar el derrame enseguida la compresión que provoca lo asfixiará.

—¿Cuál es la causa? —pregunté.

—Es difícil saberlo con seguridad —afirmó Ben Saprut—. La más normal es el fallo cardiaco.

Al-Qurtubí sedó al paciente haciéndole ingerir una infusión de valeriana concentrada; al poco perforó la piel del abdomen más prominente y fina, casi transparente, con un afilado punzón. Lo ejecutó con decisión y sangre fría, haciendo caso omiso de sus quejas. Aun así, Hassan se portó como un hombre, mordiendo el paño que le daba mi madre, siempre a la cabecera de su lecho. Ella enjugaba también el sudor que Feriaba su rostro y aplicaba sobre la frente compresas empapadas en agua fría. Con maestría, Al-Qurtubí sacó el punzón y en su lugar dejó un junco grueso y hueco. Por el caño surgió un chorro de líquido ambarino, denso y caliente, que enseguida llenó una palangana. Cuando se había obtenido aproximadamente medio azumbre el cirujano detuvo la extracción.

—No es bueno evacuar todo el líquido —sostuvo—. Una evacuación excesiva o demasiado rápida puede empeorar el caso e incluso acelerar la muerte. Mañana seguiremos.

Obstruyó el junco con gasa y lo amarró con un sedal mientras Ben Saprut sacaba varias sanguijuelas de un frasco de cristal y las colocaba en los flancos del sufrido paciente. Antes de despedirse hablaron en voz baja conmigo y con mi madre, en el patio, mientras tomaban té de menta recién hecho. Es curiosa la voz doctoral, la que empleamos los médicos al emitir diagnósticos o plantear hipótesis clínicas. La de ellos sonaba hueca y vanidosa, hecha de majestad. Los pájaros, ajenos al sufrimiento de su dueño, gorjeaban con renovada ilusión.

—El pronóstico es malo dijo Al-Qurtubí—. El pulso en su canal de la muñeca es débil y ello es signo ominoso. Soy enemigo de augurios buenos o malos, que en medicina además suelen fallar, pero no le doy muchos días de vida.

Tristemente, se cumplió la previsión de los galenos y al día noveno Hassan amaneció muerto en su cama. Murió sin agonía ni sufrimiento, sin quebraderos de cabeza para nadie. En cierto modo fue de agradecer. Pocas cosas más tristes que el moribundo desahuciado que, después de penar un mes entero y alertar al vecindario con sus quejas, ni se termina de morir ni deja cenar en paz a la familia. Omero, que no se despegó de su lado el tiempo que duró su enfermedad, fue quien lo sintió más. Lloraba amargamente, como el niño grande que era, y había que consolarlo más que a mi madre. Zalema se veía muy tranquila y entera. Ella, ayudada por la servidumbre, se ocupó de los siempre indigestos trámites en todo óbito: amortajar el cadáver para la inhumación según la ley del Libro, perfumarlo, revestirlo con la túnica blanca y sin costuras reservada a los hadji, los que habían peregrinado a La Meca, contratar a los porteadores que cargaron con la parihuela que transportaba el cuerpo, avisar al imán de la mezquita, buscar y pagar las plañideras y disponerlo todo para el ágape. Sin embargo, no fue al cementerio. Se quedó en su habitación ordenando cartas y escritos, archivando documentos, revisando en facturas saldos acreedores o deudas pendientes y leyendo el testamento del finado mientras el cortejo, conmigo al frente y Omero a mi derecha, como si fuese un hijo, partía hacia el cementerio islamita.

Fue un entierro sonado, pues todos querían o apreciaban al bueno de Hassan. Lo acompañó a la tumba medio arrabal; el escándalo de los golpes de pecho, lenguas vibrantes, llantos y alaridos de las plañideras atronó el espacio y sus ecos, tras traspasar los siete ojos del puente romano, se esparcieron Guadalquivir abajo. El sepulcro, orientado a La Meca, era de mármol blanco y se hallaba flanqueado por cipreses. El imán entonó una plegaria mientras se desprendían del cielo gruesas gotas de lluvia. Ello y el calor terminaron por dispersar también a los más íntimos. Cumplido el trámite, aquella tarde mi madre recibió el pésame de amigos y parientes en la comida fúnebre. Para nuestra sorpresa, acudió Susana con sus padres. Fue una alegría para ella y también para mí: la confirmación de que los dos éramos aceptados por los otros. Cuando el muecín salmodió la última oración todos se despidieron. Era el momento temido por mí: el de mi madre sola con sus recuerdos en el dormitorio conyugal. No pasó nada. Ni siquiera cambió de habitación.

Aquella misma noche llamé a Omero. Sabía que la intención de Hassan era regalármelo, pero ello me resultaba odioso. Detesto la esclavitud, el execrable estado en el que un hombre se somete por entero al albedrío de otro. Sé que es algo natural e inevitable, tan normal como la luz del día, pero, no puedo evitar aborrecerlo. El gigante senegalés se presentó inquieto y tembloroso, ignoro por qué causa, pues mi trato con él fue siempre afable. Con su caftán de gala en honor, de su amo muerto, brillándole la negra piel de mil lavajes, oliendo a sándalo, descalzo, retorciendo los dedos de ansiedad, semejaba un perrillo sin dueño expuesto al sol.

—Omero —dije—, muerto tu amo y por voluntad de él, soy tu nuevo dueño.

—Lo sé mi amo. Mi señor Hassan, que Alá haya perdonado y mantenga en su seno, me lo dijo muchas veces.

—Por ello te he llamado. Te doy la libertad.

Hubo un momento de estupor silente, como ese que sucede segundos antes de emitir el caíd su veredicto en un juicio de asesinato con premeditación. Omero abrió mucho los ojos. Abrió también la boca, pero ningún sonido emergió de sus labios. Sus ventanas nasales, verdaderos ollares que definen su raza, se dilataron buscando aire. Por fin, con un hilo de voz, consiguió hablar.

—No entiendo, mi señor… Amo Abul Qasim… ¿Qué es la libertad y cómo puede dármela?

Ahora fui yo quien quedó mudo. Entre todas las desgracias que afligen a los hombres en la tierra, ninguna mayor que no saber qué es la libertad.

—La libertad supone disponer de tu tiempo, trabajar en lo que quieras o vagar libremente por los campos sin dar cuentas a nadie. Libertad es poder pensar o escribir lo que desees, reunirte con los amigos o no hacerlo, casarte o permanecer célibe, creer en Buda, en Alá o en Zaratustra o no creer ni en tu sombra, alzarte del lecho o no a tu libre albedrío y más cosas.

La enorme anatomía de Omero se tambaleaba. Noté que se aflojaban sus piernas, que temblaba como el ciprés en la tormenta y que las lágrimas señoreaban sus ojos.

—¡No! —chilló—. ¡No, por piedad, mi amo! —exclamó, cayendo de rodillas y besando mis pies—. ¡No deseo otra libertad que la de trabajar para mi amo y ama, siempre, mientras viva! ¡Se lo suplico, amo Abul Qasim, permítame servirle!

—Pero podrías tratar de rehacer tu vida, volver a tus orígenes, recuperar a tu familia…

—Mi vida está junto a mis amos; mi origen y mi familia están aquí. Además, juré por el profeta hacerlo. Pongo por testigo de ello al amo Hassan, que Alá premie. Tú eres un buen creyente, joven amo, y no permitirás que me condene por faltar a un juramento.

Mi madre, que debía de escuchar curiosa desde su habitación, carraspeó indiscreta. Comprendí que nunca podría librarme del bueno de Omero, una carga por otra parte fácil de llevar.

—De acuerdo —asentí—. Tu nuevo cometido será proteger a mi madre y a la casa. Cuidarás de ella hasta que yo me case. Luego ya dispondré.

—Quien trate de hacer daño al ama Zulema morirá sin remedio por mis manos. Lo mismo que el que ose poner las suyas sobre mi amo Abul Qasim.

Lo cierto es que resultaba reconfortante sentirse protegido de tal forma. Se fue el fiel servidor y entré a saludar a mi madre. Muy tranquila, se disponía a acostarse. En camisón de noche, descalza y con el pelo suelto, continuaba siendo una bella mujer. A sus treinta y ocho años recién cumplidos, debía resultar un bocado apetecible para cualquier hombre.

—Te veo muy serena, madre —dije.

—La muerte es un hecho natural, y más la de un hombre mayor. Me apena el fallecimiento de mi esposo, cierto, pero mentiría si dijese que siento dolor. Otra cosa sería lo que fuese contra la naturaleza, el óbito de un hijo, por ejemplo.

—Me alegra que lo tomes así. ¿No te da miedo la soledad?

—Te tengo a ti y es suficiente.

—Con tu belleza, nunca te faltarán pretendientes. Podrías conseguir a quien quisieses…

—No, gracias. Ya está bien de hombres. Incluso de hombres buenos. Tengo la oportunidad de cultivarme, de leer, de viajar…

—Te alabo el gusto.

—No pude por menos de escuchar tu charla con Omero —dijo—. Eres una buena persona y el mejor de los hijos. Por si lo deseas, puedes leer el testamento de tu padrastro. Eres un hombre rico.

—¿Yo?

—En efecto. No de inmediato, pero al ser rica yo, todo lo mío será tuyo algún día.

Mientras se atusaba el cabello ante un espejo, leí las disposiciones testamentarias de Hassan. Todo estaba especificado con meridiana claridad, con la misma precisión que las cuentas que detallaba en los balances de su negocio, que cerraba mensualmente. En árabe y aljamía se detallaban propiedades, inmuebles, negocios y dinero efectivo. Me sorprendió la magnitud de su legado. Delante de dos testigos —empleados suyos, que atestiguaban encontrarle en plenas facultades mentales— firmaba ante el cadí y un escribiente árabe. Para mí eran Omero, un tapiz de oración en seda pura manufacturado en Tabriz y una bolsa que contenía cien dinares de oro y doscientos de plata. Todo lo demás, a pesar de tener varios hermanos, era para Zulema. Mi madre recibía la casa con su ajuar y la servidumbre, en total cuatro siervas; el almacén de sedas y de alfombras con catorce empleados y esclavos, a pleno rendimiento; las cuadras anejas al negocio con los carros, caballos y yeguas; dos casas en el arrabal de nueva construcción, otra en Córdoba y tres negocios en el zoco grande rentando bien. El dinero efectivo arrojaba un montante de dos mil cien dinares de oro y treinta mil cuatrocientos de plata, amén de cantidades importantes en oro castellano y navarro. El oro y la plata se guardaban en dos arcones en los sótanos, a los que se accedía por una puerta de hierro con tres candados gruesos cuyas llaves guardaba mi madre en los cajones secretos de su bargueño, un precioso mueble cordobés de teca y palisandro, incrustado de marfil y hueso, que era la joya de su dormitorio. Se trataba de una fortuna inmensa, imposible de gastar ni en tres vidas. Para mí suponía la verdadera libertad, poder instalarme a mi manera una vez que me casase, dotarme de medios materiales para mis experimentos, disponer sin agobios de mi tiempo y viajar llevándome a mi madre a donde ella quisiera.

Me agobiaba el sufrimiento de los enfermos durante el acto quirúrgico, algo que a los cirujanos que ejercían en Córdoba y a los profesores de la escuela médica no parecía importarles mucho o poco. Los alaridos de los pacientes amarrados a la mesa de operaciones con cuerdas, o sujetos por tres pares de fornidos brazos, me ponían los pelos de punta. Entendía que los sacamuelas que trabajaban en la puerta del Agua oficiasen a la vista del público y extirpasen dientes e incisivos con sus pinzas tal cual, sin molestarse en administrar a los pobres diablos que caían en sus garras ni una copa de aguardiente de Ojén. Pero no era de recibo que en un moderno maristán, con quirófanos limpios y personal formado, se escuchasen aquellos bramidos que partían el alma. Los ulemas consentían en que los físicos administrasen previamente a cualquier intervención dosis variables de al-kuhl, el prohibido espíritu obtenido tras la destilación de vino, pues consideraban que, en aquellos casos, se trataba de un medicamento. Pero el alcohol no era todo lo efectivo que pudiera desearse. Se precisaban grandes cantidades para conseguir medianos efectos. Por ejemplo: la ingestión de un vaso de alcohol puro provocaba en el paciente un estado de sopor profundo de efectos secundarios, pues causaba vómitos y taquicardia y, a cambio, ni siquiera amenguaba el sufrimiento. No era tan raro el caso de afectos de un simple absceso anal que habían muerto, no de resultas de su mal, sino a causa de los efectos colaterales del al-kuhl. En resumen, el alcohol y el aguardiente eran malos remedos como anestesiantes, pues dejaban al enfermo hecho unos zorros durante día y medio y no suprimían por completo el dolor.

Comenté muchas veces mis escrúpulos con mis profesores y todos se encogieron de hombros. En el último año de mis estudios me decidí a investigar. Contaba para ello con tiempo y medios: la mejor biblioteca de Occidente. Fundada por Abderrahmán III, se instalaba en un edificio próximo al alcázar cordobés, un lugar donde se podía consultar todo lo escrito por el hombre en los idiomas cultos. La gran sala, silente y alfombrada, luminosa de claridad solar que penetraba por amplios ventanales orientados al río, era el sueño de cualquier hombre cultivado o en trance de serlo. Adosadas a las paredes se hallaban las estanterías de madera donde, perfectamente clasificados y numerados, se hallaban las obras, manuscritos, libros y tratados —varios miles— que componían aquel magno templo del saber, mucho más importante que todas las mezquitas, iglesias y sinagogas del califato. Sólo apreciar el brillo del lomo de los libros, los colores de las pieles que los encuadernaban y su disposición simétrica en las baldas, gratificaba ya. Contaba la biblioteca con una aneja escuela de traductores que era la gloria del califa, su creador. Cualquier libro de cualquier procedencia, escrito en el idioma más extraño, podía ser vertido al romance castellano o al árabe clásico por uno de los muchos traductores a sueldo de la modélica institución.

No sabía bien lo que buscaba. Consulté textos médicos persas y egipcios, buceé en los griegos: Esculapio, Hipócrates, Polibio, Herófilo y Erasístrato; indagué en los romanos: Asclepíades y su discípulo Temison, Ateneo, Celso y Galeno; examiné el Códice de Metz, una compilación de saberes médicos y astronómicos que monjes francos habían escrito en 815 de su era, y por fin en los bizantinos y en Al-Razi. Me detuve en la Escuela de Atenas sintiendo que atisbaba la luz: Celio usaba un anestésico que no especificaba, Oribasio nombraba una pócima de efectos mágicos con la que adormecía a sus pacientes, Aecio lo refrendaba con una gran casuística y, por fin, Pedro de Egina citaba a un tal Teodorico de Samos, un monje ortodoxo que en el silencio del claustro había desarrollado un anestésico eficaz, la «esponja soporífera», que así denominaba, pues se trataba de una esponja marina que empapaba de sustancia analgésica antes de aplicarla a las fosas nasales. Estudié con avidez las páginas del viejo legajo hasta dar con la fórmula: vino caliente en cantidad que no especificaba, tres pizcas de polvo de adormidera, jugo de moras amargas, beleño, mandrágora pulverizada, dos óbolos de euforbio, hiedra seca y semilla de lechuga. Recuerdo que aquella noche no dormí. Antes de amanecer estaba ya en el zoco en el que se iniciaba el movimiento: mujerucas baldeando suelos y pasillos para evitar el polvo, carros de ejes chirriantes descargando mercancía, hombres montando; puestos y tenderetes y el muecín proclamando el ebed, la oración que nace con el alba. Anhelante, aceché la llegada de Efraín, nuestro especiero. Apareció aún legañoso, me miró como sin entender y alzó la tabla de madera que cerraba el tenducho tras desembarazarla del cerrojo que la aseguraba.

—Que Alá sea contigo —saludó—. ¿Qué dice el buen madrugador? ¿Quieres pimienta negra para desayunar?

—Tengo prisa, Efraín —contesté—. Te dejo esta nota. Dispón en distintos envases de cristal todos estos productos siguiendo exactamente las indicaciones que van anotadas. Pasaré a recogerlos a mediodía. Es importante la exactitud, pues andan de por medio el gran visir y el zabazoque —me inventé.

La invocación al todopoderoso mandatario y al jefe de policía de los zocos fue mano de santo. Efraín se deshizo en zalemas, besó los flecos de mi túnica y prometió tener lista la receta antes de la tercera oración. Fue como dijo. Compré una esponja de mar, tomé una botella de vino generoso, recogí los frascos que contenían mi tesoro y, con ellos en el pecho, me dirigí al taller de taxidermia. Antes pasé por casa y ordené a Omero que cogiese la jaula de los jilgueros y me siguiese. Ya en el taller, me dispuse a elaborar la fórmula. Abdelaziz contemplaba el trajín que provocaba la ansiosa confección de mi anestésico con mirada curiosa, inquisitiva, mientras disecaba una gaviota. Me llevó cierto tiempo hacer las mezclas y darles la proporción exacta. Al final resultó un líquido versicolor en el que predominaba el violeta. Su consistencia era densa, pegajosa, y su olor, repugnante. Deposité varias gotas en la esponja, saqué al pájaro más vistoso de su jaula y, sujetándolo con una mano, sin dañarlo, la apliqué contra el pico de manera que pudiese inhalar la sustancia. El efecto fue instantáneo: el volátil meneó las plumas timoneras y abrió y cerró los ojos antes de quedar aletargado, yerto, en mi mano abierta. Le pinché con una aguja y no reaccionó. Abdelaziz, asombrado, había suspendido su trabajo y me miraba con los ojos muy abiertos. Poco duró el efecto de la droga: a los dos minutos el jilguero movió un ala y después la otra, estiró una pata y se disponía a echar a volar, pero se lo impedí sujetándolo de idéntica manera que al principio. Hice una segunda probatura poniendo en la esponja más cantidad de líquido. Esta vez la narcosis duró más de cinco minutos. Tal es así que, perdida la paciencia, retorné a su jaula al pájaro y allí seguía exánime después de un rato largo, tanto que llegué a pensar que había muerto. Pero no. Respiraba, pues se movía su pecho. Al cabo de ese tiempo se recuperó sin daño aparente, comenzó su recital de silbos y gorjeos y se arrimó a una ruiseñora de vistoso plumaje a la que cortejaba. Abdelaziz suspendió la labor y se aproximó.

—¿Qué clase de magia negra es ésta? —preguntó incrédulo.

—Aquí no hay magia ni hechicería de ningún color. Lo mío es ciencia pura. He aplicado al jilguero un anestésico y funciona —dije, sin poder reprimir cierto orgullo—. Ahora sólo falta experimentarlo con humanos.

Silencio. Paseé mi vista por la estancia.

—No estarás pensando en utilizarme como cebo…

Sin contestar miré a Omero. Se entretenía admirando una pareja de avutardas disecadas, que parecían vivas, con el mismo asombro de un hambriento que ha descubierto el plato hondo.

—Omero, tengo que hacer un experimento y preciso tu colaboración.

—Dispón de mi cuerpo, amo pequeño —dijo, dejando las aves sobre su repisa.

Me decía tal en contraposición al amo grande, cuando él vivía, y a mí no me disgustaba el apelativo.

—Se trata —le expliqué— de saber si este líquido suprime el dolor en las personas. Tienes que inhalar varias bocanadas de aire a través de esta esponja impregnada en el brebaje. Después te pincharé con suavidad con una aguja y me contarás tus sensaciones. Para mayor comodidad, es mejor que te tumbes.

—No tengo miedo, amo. Puedes pincharme de pie si lo deseas y sin usar la esponja, que no me quejaré.

—Veo que no me has entendido. No quiero hacerte daño y mucho menos demostrar lo que ya sé: que eres el más valiente de los hombres. Pretendo conocer el alcance de un producto anestésico que he elaborado y que me permitirá operar sin dolor.

Creo que no comprendió nada. No obstante, dócil, se tumbó en un camastro y, descubriendo su peludo tórax, dijo:

—Adelante, amo pequeño.

Extendí sobre la esponja un chorretón del presunto anestésico, lo apliqué sobre las narices de Omero y, con la boca cerrada, le pedí que llenara el pecho de aire. Lo hizo poniendo empeño, diez o doce veces. El líquido era volátil y se esfumaba en el ambiente, pues llegué a detectar su olor acre y desagradable, productor de cierto cosquilleo nasal. Abdelaziz no perdía detalle. Pasaban tres minutos cuando Omero pestañeó levemente y bostezó. Me animé y lo pinché someramente. No dijo nada. Introduje la aguja algo más y aprecié cómo se contraía de dolor y apretaba los dientes, pero sin emitir ni una queja.

—Puedes pinchar más fuerte, amo. No me duele y no voy a quejarme —dijo al tercer pinchazo.

—¡No seas bellaco, Omero! —chillé—. ¡Di si te duele, por Alá…! —añadí, profundizando con la aguja.

—Sólo un poco, mi amo. Pero puedo aguantarlo —afirmó, llorándole los ojos.

Lo dejé por imposible. Algo no funcionaba. Me quedé mirando al enorme negrazo, a aquel pedazo de carne con ojos al que podría atravesar de parte a parte con un sable sin oír ni una queja. Negrazo enorme… ¡Allí estaba la clave! En el peso. No era igual un jilguero que un hombre, ni un hombre que pesara cien libras que otro que diera en la romana tres quintales largos, que era el caso de Omero. Empapé la esponja en el anestésico y la apliqué de nuevo a sus napias, Pero esta vez la mantuve varios minutos mientras el esclavo respiraba ansiosamente. Al cabo de no mucho Omero aceleró su ritmo respiratorio, se desvió su mirada, entornó los ojos y terminó cerrándolos. Luego se desmadejó: se relajó su musculatura abdominal, se estiraron sus miembros y entró en una fase parecida a un sueño natural. Entonces le pinché con cierta fuerza. Hubo una pequeña contracción del brazo aguijoneado y un mínimo quejido. Repetí la experiencia y ahora apenas rezongó. ¡Tenía mi anestésico! Lentamente Omero recuperó conciencia y tino. Abrió los ojos, turbios y enrojecidos, y se quedó mirándome como sin comprender. Regresaba de un mundo entre larval y onírico, un mundo sin dolor ni sufrimiento, la antesala tal vez de una nueva era para la cirugía.