Hice averiguaciones. El hombre confesó que había encontrado la calavera junto a las tapias de un viejo cementerio cristiano abandonado, cerca de Lucena, al regreso de Málaga tras visitar a unos parientes. Pensando en que podía tener algún valor, la cubrió con unos trapos y la llevó hasta Córdoba. Dudó si entregarla al alguacil en el primer poblado, pero se asustó creyendo que podrían acusarlo de matar al propietario del cráneo tras robarle. Conocía a un muladí en el arrabal con fama de brujo y nigromante, y a él se la ofreció para que la colocara sobre la mesa en la que hacía sus vaticinios. El mago rehusó alegando que tal cosa podría ahuyentar a su ya escasa clientela, viejas desdentadas que acudían a él en busca de elixires rejuvenecedores, mozas que pedían pomadas que disimularan la rotura del himen y mujerucas en pos de pócimas o ensalmos contra el mal de ojo. Alguien le habló de la existencia de un estudiante de medicina que practicaba con animales vivos, huesos y cadáveres. Entonces me localizó y, armándose de valor, pues supo que yo era gente de alcurnia, se presentó ante mí. Su historia me pareció verídica y, propenso por sistema a no pensar mal de nadie, pagué por la osamenta medio dinar de plata, el doble de lo que me pedía. Aun así, no me fiaba, por lo que mandé a Omero que lo siguiera y se enterara de su vida y circunstancias. Se trataba de un pobre diablo de origen tuareg, incapaz de matar a una mosca a pesar de su aspecto siniestro, que vivía del trapicheo, comía restos que encontraba en un basurero tras el zoco chico y no tenía oficio ni beneficio.
No hay que decir que, tras limpiarla de adheridos restos de piel y tejidos, estudié a fondo mi calavera. Era el único estudiante que tenía una y por supuesto oculté a todos su existencia. Fuera de Omero y Abdelaziz, nadie sabía que manejaba restos humanos, algo prohibido por el Libro. Claro es que podría alegar que se trataba de un cristiano, pero a ver quién convencía al caíd: los cráneos mondos y lirondos son parejos y sus características idénticas en cristianos, judíos, árabes y vikingos. A tratar de desentrañar los secretos craneales me apliqué sin desmayo noches enteras. La calavera era bastante antigua, sin más restos orgánicos que unos cuantos dientes y molares. Me guiaba por una lámina anatómica de Al-Razi que encontré en la biblioteca de la medersa. Pude comprobar cómo eran las mandíbulas superior e inferior, la órbita ocular, las ventanas nasales, la silla turca y el agujero occipital. Medí el espesor óseo en parietales con vistas a futuras trepanaciones. Sondé con hilo los distintos agujeros que perforaban el hueso. Era evidente que suponían el paso franco para nervios y vasos sanguíneos. ¿Cómo se habrían labrado? Cosas tan delicadas no tenían fuerza para perforar un material tan duro, ergo el calado tenía que producirse durante la gestación. De forma inexplicable, el hueso envolvía en amoroso abrazo a aquellas estructuras y crecía con ellas en largura y grosor. Y hay quien no cree en Alá el misericordioso…
Seguía viendo a Susana en cada despertar. Me esperaba con ansiedad a mi vuelta de Fez. Había madurado en tan sólo dos meses. El amor hermoseaba su rostro y daba un brillo especial a su mirada de un color que aun hoy soy incapaz de definir.
—He escuchado decir que experimentas con pájaros muertos —me dijo una madrugada de aquel otoño.
—¿Quién lo dice?
—Mi dueña.
—No es totalmente cierto. Hago determinadas disecciones necesarias para mi aprendizaje.
Los dos callamos. Le ocultaba los datos más macabros, difíciles de entender para una profana en la ciencia anatómica y además de apenas trece años. Una luz cenicienta, apizarrada, se colaba por el resquicio de la jamba entreabierta.
—Sabe que nos vemos —dijo.
—¿Quién lo sabe?
—Mi dueña está enterada de nuestras entrevistas.
—¿Cómo puede saberlo?
—Porque duerme a mis pies. A veces me desvelo, me entra terror y grito en la oscuridad. Dicen que muchas noches me levanto y camino lo mismo que una autómata. Por ello mi padre le ordenó hace ya tiempo que durmiera conmigo.
—Eres sonámbula.
—Eso dice mi sierva.
—¿Tienes confianza en ella?
—Completa. Esther jamás me delataría.
Éramos cada vez más audaces. Nos veíamos más tiempo y nos acariciábamos con más intensidad. El día que cumplió trece años, al despedirnos, abrió su boca para mí y permitió que se alearan un instante nuestras salivas. Traté de beber de la suya, casi dulce, pero no me dejó. Se fue escaleras arriba con las mejillas rubras, ondeando el camisón y mostrando las corvas. Otro día tenté sobre la tela del camisón sus senos fríos, tensos, y fue tocar el paraíso. Intenté, en un golpe de arrojo que no pude evitar, progresar con mi mano por su tobillo arriba, pero al llegar a la rodilla se puso rígida, retiró mi mano y la besó. Por fin, un día de invierno, conseguí antes de irme que prolongara el beso y consintiera en pugnar con su lengua contra la mía terca. No fue mucho, pero lo suficiente para hacerme una idea de cómo era su boca en su interior, del sabor de sus labios. Perdimos el miedo y se relajaron las defensas. El cataclismo ocurrió durante la Navidad cristiana, que en Córdoba se celebra casi tanto como la Fiesta del Cordero o la Pascua judía. Estábamos sentados sobre el escalón de siempre, con las manos y las sienes unidas, y me disponía a irme. De repente, sin ruidos o algo premonitorio que hiciese recelar, resonó en el zaguán una voz campanuda. Era su padre.
—¡Susana! —chilló—. ¡Sube inmediatamente! ¿Y usted quién es? —gritó, dirigiéndose a mí—. ¡Desaparezca a la carrera!
Tal hice sin darle tiempo a repetírmelo mientras ella volaba escaleras arribas. Era un jueves. Al día siguiente su portal estaba cerrado a cal y canto cuando, a la hora de siempre, traté de repetir mi suerte. Aceché su terraza desde la mía con tristes resultados: amén de encontrarse desierta, su ventana había sido reforzada desde dentro, quizá con unas tablas, para evitar posibles vistas. El enigma se resolvió el domingo por la tarde, mientras estudiaba yo en mi habitación cualquier clase de morbo en el libro de Al-Razi. Una embajada que formaban Sara, la madre de Susana, Esther y dos criadas, se personó en mi casa. Querían hablar con mi padre o, en su defecto, con mi madre. Los pobres, ignorantes de todo, se sorprendieron mucho al saber que su hijo se entendía de palabra con una niña de trece años mal cumplidos. Me llamaron a voces. Mientras escuchaba las alegaciones aproveché para adecentarme, echarme por encima una chilaba limpia, atusar mi pelo y perfumar barba y bigote. Esperaba una reprimenda, pero no hubo tal. La madre estaba a punto de llorar y Esther aparecía compungida.
—Sé que te llamas Abul Qasim —dijo Sara, mirándome con atención no exenta de interés—. Mi esposo y yo te pedimos perdón si te hemos ofendido —añadió entre pucheros—. Susana se niega a comer desde el pasado jueves. No ha tomado más que un poco de agua. Dice que no comerá hasta que no te vea y hables con su padre.
—No quiero ni imaginar que te hayas portado mal con ella —dijo Hassan.
—¿Cómo puedes pensar tal cosa? —intervino Zulema—. Mi hijo es incapaz de hacerle daño a nadie, y menos que a nadie a una mujer.
Yo callaba. Me admiraba el tesón de Susana, impropio de una niña. Casi cuatro días sin comer…
—Vayamos cuanto antes —dije.
—Te acompañamos —dijeron mis padres a la vez.
—De ninguna manera. Soy capaz de resolver mis propios asuntos —aseguré.
Se oyó la voz de bajo, solemne, de Omero. Desde un rincón, no perdía detalle de la conversación.
—Si el amo Hassan me lo permite, yo podría acompañar al amo chico —aseguró.
Una ola de cariño piadoso me envolvió tras nacer en los pies y trepar hacía arriba, hasta el ombligo. Miré a Omero, aquel extraño ser de apariencia feroz pero lleno de afectos delicados que, hasta el día de su muerte, no hace tanto, veló por mí.
La entrevista fue tensa y antes cómica que trágica. Delante de Susana, lacrimosa, famélica, flanqueada por su madre y con Omero en un rincón oscuro, su padre y yo charlamos un buen rato. Fue en el salón de su casa, un espacioso lugar un poco tétrico, decorado con pesados muebles y arcones castellanos y vestido con cortinajes, tapices y colgaduras brunas que ya amarilleaban. La única nota de color la ponía un tímido rayo de sol al reflejarse en el bronce de un gran candelabro de siete brazos, la menorá, que simboliza el culto hebraico. Sobre un aparador atiborrado de objetos raros y recuerdos de familia, se veía una Estrella de David en bronce y plata.
—El otro día me pasé de brusco, lo reconozco —dijo don Samuel, el padre de Susana, un hombre estrecho de hombros, alto y desarbolado, filiforme, que usaba monóculo de grueso vidrio verde mar pues era présbita. Aparentaba cuarenta años holgados. Vestía larga túnica hasta el suelo y cubría su cabeza con el kipá, como si estuviese en la sinagoga. Mantenía la lente en la órbita con rara habilidad, sin otra ayuda.
—No pasa nada —aseguré—. Lo entiendo. Yo hubiera hecho lo mismo de estar en tu lugar, señor.
—Antes de proseguir, por favor, di a Susana que coma.
Se ladeó dirigiéndose a su hija y la miró anhelante, de hito en hito.
—Come, hija mía. Te lo ruego. Ya lo tienes aquí. Ya está delante. Lo prometiste —dijo a intervalos.
Susana, sentada frente a una mesa baja ante un plato de sopa, se secó las lágrimas con el dorso de una mano, cargó la cuchara con un poco de líquido e inició con desgana la ingesta. Mostraba el apocamiento de una cría de seis años forzada a cenar tras una regañina. A pesar del ayuno estaba guapa, desgreñada, con los ojos cercados por un halo violáceo. Me acerqué. Omero, semioculto, desde atrás, debió moverse, pues don Samuel reparó en él.
—¿Y éste quién es?
—Se llama Omero. Se trata de un esclavo de mi padre. Es inofensivo.
Llegué al lado de Susana y, con tierno desparpajo, le acaricié el cabello. Se estremeció. A pesar del ayuno conservaba el aroma a jazmín que me desesperaba. Me anegó una ola de piedad que humedeció mis ojos. La miré. Parecía más pequeña. Su propio desvalimiento la hacía amable. Abortó una cucharada de lo que parecía desabrida papilla de sémola y se abrazó a mi cintura. Ahora se deshizo en un convulso llanto.
—Está bien, mi pequeña —dije sólo para ella, bajando el tono de la voz, con el acento que se usa con los más desvalidos y los huérfanos—. No llores más y come —añadí—. Si no lo haces, morirás y a mí me matarás.
Mis palabras hicieron el efecto de un mágico abracadabra. Susana enjugó en la manga de la túnica cualquier resto lloroso y empezó a comer con ansiedad. Se tragó la sopa fría en medio de la expectación general y pidió algo más sólido. Esther, con los ojos brillantes, le trajo una tajada de pollo y un pastel de carne. Fue visto y no visto. Lo mismo que una pava, sin masticar, engulló las viandas. Se animaba a medida que saciaba su hambre. Bebió de un tirón media jarra de agua. Se comió de postre una manzana, una gran pera de agua y dos naranjas. Todos estábamos pendientes. La luz volvió a sus ojos y el color a su tez, que olvidó su color gris perlino, plomizo, y tornó al suyo propio, cobreño iridiscente, todo frescor y vida.
—Resulta evidente que os amáis o creéis amaros —dijo el padre—. Pero eso cambia poco las cosas.
—Samuel… —intervino la madre.
—No afirmo nada que no sepamos todos —añadió el aludido, elevando el tono de su voz—. Estamos ante un escollo insalvable: Susana es hebrea y el muchacho islamita.
—¡Samuel! —chilló esta vez Sara.
—Mi nombre es Abul Qasim, señor —dije respetuoso—. Soy islamita en cuanto a religión, pero pertenezco a un género más amplio lo mismo que Susana: el humano. Amo y respeto a tu hija y, si ella me corresponde como parece, ninguna religión ni nada en esta tierra logrará separarnos.
—Tiene razón —aseguró la madre.
—Tal vez la tenga —dijo don Samuel—. Pero están las creencias y la sociedad. No vivimos en ningún desierto.
—Afortunadamente lo hacemos en una sociedad abierta —apostillé—. Son frecuentes los matrimonios entre miembros de distintas razas y religiones. Creemos en el mismo ser supremo al que damos nombres diferentes: Jehová, Dios y Alá.
Por primera vez intervino Susana.
—Sé que soy una niña; no ignoro que me debo a la religión de mis mayores y a ellos mismos, pero tengo derecho a opinar. Amo a Abul Qasim y seré de él o de nadie. Jehová, que es sabio y misericordioso, no puede oponerse a algo tan natural y lógico.
Todos callamos ante tan justa prédica en boca de una moza. Recordé las cercanas veladas de Fez y al bueno de Ibn San. Verdaderamente las mujeres son más inteligentes, obstinadas y constantes que los hombres. Don Samuel, desarmado por las atemperadas palabras de su hija, vacilaba. La madre exultaba de gozo. Omero sesteaba en su rincón tras comprobar que no había peligro para su amo.
Habló por fin el dueño de la casa.
—Abul Qasim mencionó la palabra matrimonio. ¿Por cuál rito sería?
—Nos es indiferente —dije—. Y creo hablar por ella. En mi familia no existen prejuicios religiosos. Una prima de mi madre casó con un cristiano, y yo, por amor, me casaría con una admiradora de Zoroastro.
—¿Qué edad tienes?
—Cumplí dieciocho el pasado verano. El año próximo culminaré en la aljama mis estudios de físico. Quiero ser cirujano y me preparo para ello.
—Susana cumplirá catorce años entonces —dijo el semita, entornando los ojos—. Os autorizo a veros a diario, pero no en la escalera, sino en este salón o en el patio de tu casa, delante de Esther o de tu madre. Podéis pasear por la calle o a la orilla del río, sin tocaros, acompañados por quien yo designe. Si cuando Susana cumpla quince persistís en vuestro deseo, un rabino bendecirá vuestra unión.
Susana saltó como un resorte y besó las manos de su padre. Luego se abrazó a su madre, después a Esther y estuvo a punto de hacerlo con Omero, que observaba la escena con los ojos brillantes.