—¿Cómo es que no hubo la más mínima queja por parte de la paciente? —pregunté.
Habíamos cenado y tomábamos licor de arack sentados en el patio, pues hacía calor. En el cielo estrellado brillaban los luceros con más fuerza que en Córdoba. Se escuchaba el rumor de la noche anterior, un delicioso cuchicheo de voces y risas sofocadas de féminas presuntamente hermosas. Sabía que finalmente las conocería, pues es costumbre mora presentar al invitado a las esposas y concubinas la noche antes de su partida, para evitar problemas.
—La túnica alba ocular, que Galeno llamó conjuntiva, es indolora pues no tiene nervios —sostuvo mi anfitrión—. Ocurre en otras partes del cuerpo. La mucosa de la boca, por ejemplo, es mucho menos sensible que la piel. Por ello, en las operaciones sobre la conjuntiva no se precisa ningún tipo de anestesia.
—¿Y en cuanto al lavado de manos?
—Para mí es importante. Sé que otros cirujanos no lo hacen en una actitud que considero impropia y sobre todo estúpida. Nos lavamos las manos y los pies para entrar purificados a la mezquita, y con ello admitimos que las manos y pies transportan impurezas y materias sucias e incluso emponzoñadas. Si ello es así en un templo, ¿cuánto más no lo será en el cuerpo humano, el más importante de los templos? El enemigo principal de la cirugía en general, y de la ocular en particular, es la infección. La supuración del ojo después de la intervención es un cataclismo que normalmente comporta la ceguera o la pérdida del órgano. Nada sabemos del mecanismo de la infección. Nuestra ignorancia es tal, que hasta Galeno suponía que el pus es algo natural en una herida y ayuda a su cicatrización. Al-Razi hizo algún tímido adelanto, pero sin salir de las teorías que conoces tan bien como yo: miasmas volanderas, humores pútridos, corrupción por el calor del aire, contaminación del agua… De mí puedo decirte que, desde que mi ayudante y yo nos lavamos concienzudamente, las infecciones casi han desaparecido en mi casuística o representan un porcentaje mínimo.
—La técnica parece sencilla a simple vista —me atreví a decir.
—Es sencilla —sostuvo Ibn Safi—. Sólo se precisa pulso, sentido común y material adecuado.
—No vi ni una gota de sangre…
—El cristalino es en la práctica una lente. Como pude saber durante mis prácticas con ojos de animales, no tiene vasos sanguíneos. Hay que hacer la incisión por la conjuntiva en una zona en la que, con la lupa, se compruebe la ausencia de arteriolas o de vénulas, pues aquella membrana sí las tiene.
—Pensaba que, utópicamente, podría sustituirse un cristalino averiado por otro de un material similar —osé decir.
—Muy agudo —dijo—. Yo también lo he pensado. En teoría, si diésemos con un material que el cuerpo no rechazase, podría colocarse dentro del ojo una lente que daría la vista a los présbitas.
—¿Y no podría acortarse el tiempo de vendaje?
Hacía pregunta tras pregunta para tratar de resolver mis propias dudas, pues ya tramaba in mente iniciar en Córdoba mis tratamientos tan pronto como pudiera.
—Siete días es el tiempo comprobado por mí de cicatrización —aseguró Ibn Safi—. Si te fijaste, presioné sobre las gasas para que coaptase perfectamente la mínima incisión. Lo ideal sería dar un punto a la herida, pero haría falta una hebra de seda tan fina que apenas se viese y una aguja de idéntico grosor, algo inconcebible con la técnica actual y nuestros medios. Además, una exposición intempestiva a la luz en un ojo recién operado puede dañar la retina, capa noble del ojo, la que contiene el nervio óptico e importantes vasos vasculares.
Asistí a dos docenas de intervenciones oculares: cataratas, dilatación de abscesos palpebrales, incisión de pterigión y una muy curiosa para dar salida al líquido conjuntival y evitar el lagrimeo, que Ibn Safi bautizó con un pomposo nombre: dacriocistorrinostomía. Recorrí, con Omero a mi lado, todo Fez, ciudad curiosa y pintoresca donde las haya. Vimos sus zocos, la alcazaba, la mezquita de Karuein, la mayor de África, no tan rica en columnas como la nuestra cordobesa, pero con una increíble colección de lámparas, más de mil quinientas, con cristales de todos los colores, entre los que predominan el verde y el azul. El trabajo en mosaico de sus paredes, sus techos artesonados en cedro del Atlas y el etéreo trabajo de buril de sus muros calados, la convierten en un lugar de ensueño donde la oración al Creador surge espontáneamente.
No siempre hablábamos de cirugía. Una de las últimas noches, sugestionados quizá por las cantarinas risas que llegaban desde detrás de las celosías, acabamos divagando sobre mujeres, término natural de cualquier conversación entre hombres.
—Con diecisiete años —dijo—, no entiendo cómo puedes prescindir de las hembras.
—A la fuerza ahorcan —aseguré.
—Salvo que haya algo que yo no sepa… —añadió, entornando los ojos.
—Soy heterosexual —afirmé—. Ocurre que aún no tuve tiempo de casarme y mis experiencias en el lecho han sido negativas.
—Experiencias de burdel, supongo.
—Desde luego.
—Es difícil que una manceba aporte algo de valor en la iniciación al sexo de un varón —sostuvo—. Sin embargo, toda regla tiene su excepción. Sé de una mancebía de coimas especiales, reservada a las clases más selectas y por ello cara. Conozco a la mujer que la regenta. Si tienes interés te recomendaría.
—Agradezco tus desvelos, señor —repliqué—, pero, hoy por hoy, no preciso de nada. Olvidé decirte que hablo en Córdoba con una moza de mi agrado y no quisiera agraviarla ni con el pensamiento.
No insistió. Me chocó una alusión al amor de pago que sólo podía venir de alguien con conocimiento de causa. Toda vida es un mundo y cada cual la enfoca como quiere en el ejercicio de su sacrosanta libertad. El caso hizo que arreciaran mis deseos de conocer a sus mujeres. ¿Cómo serían para que su señor precisara del concurso de rameras para darse gusto? La incógnita se despejó la última noche, ante un excepcional meshoui de cordero comparable al mejor que probara en Castilla, cuando mi anfitrión me presentó a sus esposas que, como suprema atención, nos sirvieron la mesa a cara descubierta y, al terminar, se sentaron con nosotros para beber el té de menta. Las tres iban descalzas para lucir los pies, delicadeza que un moro que se precie dedica únicamente a un amigo muy íntimo, y se decoraban las uñas en idénticos tonos violáceos. Su primera esposa, la mayor, Yaiza de nombre y árabe de raza, tendría cincuenta años, diez menos de los que aparentaba Abdul Omar. Vestía chilaba de ceremonia color azul turquí y se adornaba con un aderezo de plata martelada al modo del desierto. Collar triple, pulseras, colgantes y zarcillos daban a su piel olivácea brillo argénteo. La nota chirriante la ponía una ajorca de oro en un tobillo, y es que hay pieles que no sufren el metal amarillo. A pesar de su edad y de la competencia de las otras mujeres, mucho más jóvenes, sonreía todo el tiempo de tal forma que se hacía amable. Era algo obesa, desfigurada por la grasa en caderas y trasero de una forma que la chilaba no conseguía amenguar. Un extraño fulgor en sus ojos muy negros delataba bondad e inteligencia. Olía suavemente a espliego. Yaiza, desde luego, justificaba la visita a un prostíbulo si éste era de garantía.
Fátima, la segunda mujer, no tendría treinta años. Su caftán era verde con alforzas doradas. Lucía collar y pendientes de ámbar montado en plata, de diseño exquisito, trabajo sin duda de un orfebre de fama. Una graciosa cofia no lograba ocultar su pelo con matices cárdenos. Era guapa, delgada, de ascendencia persa. Más seria que Yaiza, resultaba evidente que se hacía perdonar ante ella su belleza aún en flor. Se movía con presteza y, de vez en vez, me dirigía miradas oblicuas que traducían al tiempo interés, curiosidad y respeto. Llevaba una ajorca de plata en cada tobillo. Sus ojos eran de un tono verde agua, agrandados por los párpados decorados en un glauco más claro. Sólo me sonrió una vez, al servirme el segundo o tercer té, y lo hilo con sonrisa abatida. Desprendía de sí un tierno aroma a lavanda fresca y, francamente, merecía más atención que cualquier meretriz.
Zara, la más joven de sus mujeres, no tendría quince años aún. En realidad no era todavía esposa, sino concubina. Vestía túnica lisa de hilo bordado, de color malva, con las mangas cortas que dejaban admirar sus bien torneados antebrazos. Su piel, iridiscente, tenía la calidad del cobre patinado. Por únicas joyas lucía en sus orejas sendos zarcillos de oro con esmeraldas chicas. Y en verdad que su dulce hermosura no precisaba de otros aditamentos. No llevaba ajorcas en los tobillos ni las necesitaba, pues eran tan finos y delicados como los de la yegua más mimada del sultán de El Fustat. Quise entender que era de origen yemení. No me miró con fundamento ni una vez, ni siquiera al servirme el té cuando llegó su turno. Entonces se apoderó de ella una especie de impaciencia que hizo tintinear la vasija de vidrio sobre el plato y cubrió de un rubor delicioso su piel, desde la cima de sus pechos hasta la raíz del pelo. Éste era negro como alquitrán fundido, ligero, libre sobre sus hombros, lo mismo que sus ojos, grandes, como pasmados, que miraban sin ver. Por debajo del tejido sutil querían adivinarse sus formas de mujer en agraz: senos pequeños, firmes, con la dura textura propia de su edad, cintura de gama montañesa y caderas de núbil. Se movía con la agilidad de un antílope de la sierra de Córdoba y dejaba tras sí un suave olor a azahar. No hay puta, ni hetaira, ni ramera bajo la capa del cielo que resista compararse con aquella náyade. Ninguna de las tres dijo palabra. Sólo mostraron sus dóciles bellezas, cada cual en su estilo, y se exhibieron púdicas, como el mayor tesoro que eran de su señor y dueño. Tras acabar el té de hierbabuena besaron la mano de Ibn Safi, me hicieron una graciosa reverencia y se esfumaron.
—Soy feliz con ellas —dijo el oculista, dando un sorbo a su copa de arack.
El servicio aquella noche, quizá por ser la última, era diferente, mucho más delicado y obsequioso: una jarra de vidrio con forma de alminar y dos copas de cristal tallado, veneciano, rojo como la sangre del animal recién sacrificado. Libándolo en ellas, el licor sabía de manera distinta.
—No te oculto que ya no volveré a ser lo que fui —añadió con la voz apagada y el acento nostálgico—. A tu edad era capaz de dar placer a un mediano serrallo, y ahora, ya ves…
Yo asentía de manera mecánica deplorando que se tocara un tema infausto para un varón de edad y más si es árabe: la virilidad. Pero no podía hacer más que escuchar.
—Es obvio —siguió— que hace varios años que no toco a Yaiza. No me motiva en absoluto, pero es la más inteligente de las tres. Lleva mi hogar, dispone lo necesario sin alterar la voz y pone orden y paz en las demás. De ella partió la iniciativa de mi segundo matrimonio. Con agudeza infrecuente se dio cuenta de mi desinterés en cuanto al físico, pues sabe que sigo queriéndola como el primer día, y me buscó mujer. Prefirió tener a su rival dentro de casa que fuera de ella. Y acertó. Es triste tener que buscar en el lupanar lo que no hallas en tu propia cama.
—Ahí estoy muy de acuerdo —dije por decir algo y para ayudarle en una confesión que daba la impresión que precisaba hacer, como un purgante que desatasca el tubo digestivo cuando es átono.
—Yaiza y Fátima son parientes, tía y sobrina. Yaiza me dio tres hijos vivos y Fátima otros tres.
—Comprendo. Son los causantes del rumor que a veces se escucha a media tarde —dije.
—Siento que te hayan importunado.
—No lo han hecho. Amo a los niños.
—Son los pequeños de Fátima, de doce, siete y cinco años. Los grandes ya volaron. No soporto sus gritos ni el escándalo que a veces ocasionan. Por ello viven con sus niñeras en la parte más alta y profunda de la casa. Sólo si quiero disfrutar de su presencia los demando y se acercan a mí. Yo también adoro a un niño. Quisiera tener cerca a un pequeño rorro o a un gateador para disfrutar de sus gracias. Nada hay más entrañable que ver a tus hijos dar los primeros pasos.
—Ni más fácil para un árabe rico y fecundo —afirmé.
—Cierto —corroboró—. Pero deploro el alboroto y el bullicio. Cuando me canso, que es enseguida, los despido.
—¿Hace mucho de tu último matrimonio? —pregunté, quizá imprudentemente.
—Zara es tan sólo concubina. La tomé hace un año. Es un ángel de luz y la amo tiernamente. De seguir así, pronto será mi esposa.
—Fátima es muy bella también, si me lo permites.
—Con Fátima, aunque en menor medida, me ocurrió lo mismo que con Yaiza: voy aborreciéndola en lo carnal. Es como si me poseyese una especie de hartazgo de su cuerpo. La tomo una vez cada tres meses como mucho. La que me motiva ahora es mi pequeña Zara. Está embarazada… Todo lo que tiene de tímida y pacata se transforma en el lecho. Te diré en confianza que sabe amar como una hembra de experiencia. Debe ser un arte que le ha venido infuso pues, como las demás, no conocía varón al entrar en mi casa.
Hubo un silencio, roto por el canto de una rapaz nocturna. Sentí una extraña comezón y el recuerdo de Susana me alteró las entrañas. La añoré con fuerza y deseé su cuerpo. Enseguida pensé en mi anfitrión, en su extraña manera de quejarse de su virilidad menguante: había embarazado a una niña de quince años y se aliviaba de la abstinencia que provocaba su preñez con coimas finas. Tal vez tenía menos de los sesenta años que aparentaba.
—Tendrás una opinión formada sobre las mujeres, imagino —dijo Ibn Safi, apurando su segunda copa de licor.
—Desde luego —afirmé resuelto—. Para mí, la menor inteligencia que le achaca el varón es tan sólo supuesta.
—Yo opino igual —coincidió el físico—. El Alcorán la sitúa en un plano más bajo con respecto al hombre, teoría con la que no comulgo. Que no nos oiga nadie —dijo mirando a ambos lados—, pero yo considero a la mujer más lista, hábil, dispuesta y capaz que el hombre varias leguas. No la dejamos levantar cabeza porque no nos conviene, pero el día que la alce, arderá Troya.
—¿Cómo es que no hubo la más mínima queja por parte de la paciente? —pregunté.
Habíamos cenado y tomábamos licor de arack sentados en el patio, pues hacía calor. En el cielo estrellado brillaban los luceros con más fuerza que en Córdoba. Se escuchaba el rumor de la noche anterior, un delicioso cuchicheo de voces y risas sofocadas de féminas presuntamente hermosas. Sabía que finalmente las conocería, pues es costumbre mora presentar al invitado a las esposas y concubinas la noche antes de su partida, para evitar problemas.
—La túnica alba ocular, que Galeno llamó conjuntiva, es indolora pues no tiene nervios —sostuvo mi anfitrión—. Ocurre en otras partes del cuerpo. La mucosa de la boca, por ejemplo, es mucho menos sensible que la piel. Por ello, en las operaciones sobre la conjuntiva no se precisa ningún tipo de anestesia.
—¿Y en cuanto al lavado de manos?
—Para mí es importante. Sé que otros cirujanos no lo hacen en una actitud que considero impropia y sobre todo estúpida. Nos lavamos las manos y los pies para entrar purificados a la mezquita, y con ello admitimos que las manos y pies transportan impurezas y materias sucias e incluso emponzoñadas. Si ello es así en un templo, ¿cuánto más no lo será en el cuerpo humano, el más importante de los templos? El enemigo principal de la cirugía en general, y de la ocular en particular, es la infección. La supuración del ojo después de la intervención es un cataclismo que normalmente comporta la ceguera o la pérdida del órgano. Nada sabemos del mecanismo de la infección. Nuestra ignorancia es tal, que hasta Galeno suponía que el pus es algo natural en una herida y ayuda a su cicatrización. Al-Razi hizo algún tímido adelanto, pero sin salir de las teorías que conoces tan bien como yo: miasmas volanderas, humores pútridos, corrupción por el calor del aire, contaminación del agua… De mí puedo decirte que, desde que mi ayudante y yo nos lavamos concienzudamente, las infecciones casi han desaparecido en mi casuística o representan un porcentaje mínimo.
—La técnica parece sencilla a simple vista —me atreví a decir.
—Es sencilla —sostuvo Ibn Safi—. Sólo se precisa pulso, sentido común y material adecuado.
—No vi ni una gota de sangre…
—El cristalino es en la práctica una lente. Como pude saber durante mis prácticas con ojos de animales, no tiene vasos sanguíneos. Hay que hacer la incisión por la conjuntiva en una zona en la que, con la lupa, se compruebe la ausencia de arteriolas o de vénulas, pues aquella membrana sí las tiene.
—Pensaba que, utópicamente, podría sustituirse un cristalino averiado por otro de un material similar —osé decir.
—Muy agudo —dijo—. Yo también lo he pensado. En teoría, si diésemos con un material que el cuerpo no rechazase, podría colocarse dentro del ojo una lente que daría la vista a los présbitas.
—¿Y no podría acortarse el tiempo de vendaje?
Hacía pregunta tras pregunta para tratar de resolver mis propias dudas, pues ya tramaba in mente iniciar en Córdoba mis tratamientos tan pronto como pudiera.
—Siete días es el tiempo comprobado por mí de cicatrización —aseguró Ibn Safi—. Si te fijaste, presioné sobre las gasas para que coaptase perfectamente la mínima incisión. Lo ideal sería dar un punto a la herida, pero haría falta una hebra de seda tan fina que apenas se viese y una aguja de idéntico grosor, algo inconcebible con la técnica actual y nuestros medios. Además, una exposición intempestiva a la luz en un ojo recién operado puede dañar la retina, capa noble del ojo, la que contiene el nervio óptico e importantes vasos vasculares.
Asistí a dos docenas de intervenciones oculares: cataratas, dilatación de abscesos palpebrales, incisión de pterigión y una muy curiosa para dar salida al líquido conjuntival y evitar el lagrimeo, que Ibn Safi bautizó con un pomposo nombre: dacriocistorrinostomía. Recorrí, con Omero a mi lado, todo Fez, ciudad curiosa y pintoresca donde las haya. Vimos sus zocos, la alcazaba, la mezquita de Karuein, la mayor de África, no tan rica en columnas como la nuestra cordobesa, pero con una increíble colección de lámparas, más de mil quinientas, con cristales de todos los colores, entre los que predominan el verde y el azul. El trabajo en mosaico de sus paredes, sus techos artesonados en cedro del Atlas y el etéreo trabajo de buril de sus muros calados, la convierten en un lugar de ensueño donde la oración al Creador surge espontáneamente.
No siempre hablábamos de cirugía. Una de las últimas noches, sugestionados quizá por las cantarinas risas que llegaban desde detrás de las celosías, acabamos divagando sobre mujeres, término natural de cualquier conversación entre hombres.
—Con diecisiete años —dijo—, no entiendo cómo puedes prescindir de las hembras.
—A la fuerza ahorcan —aseguré.
—Salvo que haya algo que yo no sepa… —añadió, entornando los ojos.
—Soy heterosexual —afirmé—. Ocurre que aún no tuve tiempo de casarme y mis experiencias en el lecho han sido negativas.
—Experiencias de burdel, supongo.
—Desde luego.
—Es difícil que una manceba aporte algo de valor en la iniciación al sexo de un varón —sostuvo—. Sin embargo, toda regla tiene su excepción. Sé de una mancebía de coimas especiales, reservada a las clases más selectas y por ello cara. Conozco a la mujer que la regenta. Si tienes interés te recomendaría.
—Agradezco tus desvelos, señor —repliqué—, pero, hoy por hoy, no preciso de nada. Olvidé decirte que hablo en Córdoba con una moza de mi agrado y no quisiera agraviarla ni con el pensamiento.
No insistió. Me chocó una alusión al amor de pago que sólo podía venir de alguien con conocimiento de causa. Toda vida es un mundo y cada cual la enfoca como quiere en el ejercicio de su sacrosanta libertad. El caso hizo que arreciaran mis deseos de conocer a sus mujeres. ¿Cómo serían para que su señor precisara del concurso de rameras para darse gusto? La incógnita se despejó la última noche, ante un excepcional meshoui de cordero comparable al mejor que probara en Castilla, cuando mi anfitrión me presentó a sus esposas que, como suprema atención, nos sirvieron la mesa a cara descubierta y, al terminar, se sentaron con nosotros para beber el té de menta. Las tres iban descalzas para lucir los pies, delicadeza que un moro que se precie dedica únicamente a un amigo muy íntimo, y se decoraban las uñas en idénticos tonos violáceos. Su primera esposa, la mayor, Yaiza de nombre y árabe de raza, tendría cincuenta años, diez menos de los que aparentaba Abdul Omar. Vestía chilaba de ceremonia color azul turquí y se adornaba con un aderezo de plata martelada al modo del desierto. Collar triple, pulseras, colgantes y zarcillos daban a su piel olivácea brillo argénteo. La nota chirriante la ponía una ajorca de oro en un tobillo, y es que hay pieles que no sufren el metal amarillo. A pesar de su edad y de la competencia de las otras mujeres, mucho más jóvenes, sonreía todo el tiempo de tal forma que se hacía amable. Era algo obesa, desfigurada por la grasa en caderas y trasero de una forma que la chilaba no conseguía amenguar. Un extraño fulgor en sus ojos muy negros delataba bondad e inteligencia. Olía suavemente a espliego. Yaiza, desde luego, justificaba la visita a un prostíbulo si éste era de garantía.
Fátima, la segunda mujer, no tendría treinta años. Su caftán era verde con alforzas doradas. Lucía collar y pendientes de ámbar montado en plata, de diseño exquisito, trabajo sin duda de un orfebre de fama. Una graciosa cofia no lograba ocultar su pelo con matices cárdenos. Era guapa, delgada, de ascendencia persa. Más seria que Yaiza, resultaba evidente que se hacía perdonar ante ella su belleza aún en flor. Se movía con presteza y, de vez en vez, me dirigía miradas oblicuas que traducían al tiempo interés, curiosidad y respeto. Llevaba una ajorca de plata en cada tobillo. Sus ojos eran de un tono verde agua, agrandados por los párpados decorados en un glauco más claro. Sólo me sonrió una vez, al servirme el segundo o tercer té, y lo hilo con sonrisa abatida. Desprendía de sí un tierno aroma a lavanda fresca y, francamente, merecía más atención que cualquier meretriz.
Zara, la más joven de sus mujeres, no tendría quince años aún. En realidad no era todavía esposa, sino concubina. Vestía túnica lisa de hilo bordado, de color malva, con las mangas cortas que dejaban admirar sus bien torneados antebrazos. Su piel, iridiscente, tenía la calidad del cobre patinado. Por únicas joyas lucía en sus orejas sendos zarcillos de oro con esmeraldas chicas. Y en verdad que su dulce hermosura no precisaba de otros aditamentos. No llevaba ajorcas en los tobillos ni las necesitaba, pues eran tan finos y delicados como los de la yegua más mimada del sultán de El Fustat. Quise entender que era de origen yemení. No me miró con fundamento ni una vez, ni siquiera al servirme el té cuando llegó su turno. Entonces se apoderó de ella una especie de impaciencia que hizo tintinear la vasija de vidrio sobre el plato y cubrió de un rubor delicioso su piel, desde la cima de sus pechos hasta la raíz del pelo. Éste era negro como alquitrán fundido, ligero, libre sobre sus hombros, lo mismo que sus ojos, grandes, como pasmados, que miraban sin ver. Por debajo del tejido sutil querían adivinarse sus formas de mujer en agraz: senos pequeños, firmes, con la dura textura propia de su edad, cintura de gama montañesa y caderas de núbil. Se movía con la agilidad de un antílope de la sierra de Córdoba y dejaba tras sí un suave olor a azahar. No hay puta, ni hetaira, ni ramera bajo la capa del cielo que resista compararse con aquella náyade. Ninguna de las tres dijo palabra. Sólo mostraron sus dóciles bellezas, cada cual en su estilo, y se exhibieron púdicas, como el mayor tesoro que eran de su señor y dueño. Tras acabar el té de hierbabuena besaron la mano de Ibn Safi, me hicieron una graciosa reverencia y se esfumaron.
—Soy feliz con ellas —dijo el oculista, dando un sorbo a su copa de arack.
El servicio aquella noche, quizá por ser la última, era diferente, mucho más delicado y obsequioso: una jarra de vidrio con forma de alminar y dos copas de cristal tallado, veneciano, rojo como la sangre del animal recién sacrificado. Libándolo en ellas, el licor sabía de manera distinta.
—No te oculto que ya no volveré a ser lo que fui —añadió con la voz apagada y el acento nostálgico—. A tu edad era capaz de dar placer a un mediano serrallo, y ahora, ya ves…
Yo asentía de manera mecánica deplorando que se tocara un tema infausto para un varón de edad y más si es árabe: la virilidad. Pero no podía hacer más que escuchar.
—Es obvio —siguió— que hace varios años que no toco a Yaiza. No me motiva en absoluto, pero es la más inteligente de las tres. Lleva mi hogar, dispone lo necesario sin alterar la voz y pone orden y paz en las demás. De ella partió la iniciativa de mi segundo matrimonio. Con agudeza infrecuente se dio cuenta de mi desinterés en cuanto al físico, pues sabe que sigo queriéndola como el primer día, y me buscó mujer. Prefirió tener a su rival dentro de casa que fuera de ella. Y acertó. Es triste tener que buscar en el lupanar lo que no hallas en tu propia cama.
—Ahí estoy muy de acuerdo —dije por decir algo y para ayudarle en una confesión que daba la impresión que precisaba hacer, como un purgante que desatasca el tubo digestivo cuando es átono.
—Yaiza y Fátima son parientes, tía y sobrina. Yaiza me dio tres hijos vivos y Fátima otros tres.
—Comprendo. Son los causantes del rumor que a veces se escucha a media tarde —dije.
—Siento que te hayan importunado.
—No lo han hecho. Amo a los niños.
—Son los pequeños de Fátima, de doce, siete y cinco años. Los grandes ya volaron. No soporto sus gritos ni el escándalo que a veces ocasionan. Por ello viven con sus niñeras en la parte más alta y profunda de la casa. Sólo si quiero disfrutar de su presencia los demando y se acercan a mí. Yo también adoro a un niño. Quisiera tener cerca a un pequeño rorro o a un gateador para disfrutar de sus gracias. Nada hay más entrañable que ver a tus hijos dar los primeros pasos.
—Ni más fácil para un árabe rico y fecundo —afirmé.
—Cierto —corroboró—. Pero deploro el alboroto y el bullicio. Cuando me canso, que es enseguida, los despido.
—¿Hace mucho de tu último matrimonio? —pregunté, quizá imprudentemente.
—Zara es tan sólo concubina. La tomé hace un año. Es un ángel de luz y la amo tiernamente. De seguir así, pronto será mi esposa.
—Fátima es muy bella también, si me lo permites.
—Con Fátima, aunque en menor medida, me ocurrió lo mismo que con Yaiza: voy aborreciéndola en lo carnal. Es como si me poseyese una especie de hartazgo de su cuerpo. La tomo una vez cada tres meses como mucho. La que me motiva ahora es mi pequeña Zara. Está embarazada… Todo lo que tiene de tímida y pacata se transforma en el lecho. Te diré en confianza que sabe amar como una hembra de experiencia. Debe ser un arte que le ha venido infuso pues, como las demás, no conocía varón al entrar en mi casa.
Hubo un silencio, roto por el canto de una rapaz nocturna. Sentí una extraña comezón y el recuerdo de Susana me alteró las entrañas. La añoré con fuerza y deseé su cuerpo. Enseguida pensé en mi anfitrión, en su extraña manera de quejarse de su virilidad menguante: había embarazado a una niña de quince años y se aliviaba de la abstinencia que provocaba su preñez con coimas finas. Tal vez tenía menos de los sesenta años que aparentaba.
—Tendrás una opinión formada sobre las mujeres, imagino —dijo Ibn Safi, apurando su segunda copa de licor.
—Desde luego —afirmé resuelto—. Para mí, la menor inteligencia que le achaca el varón es tan sólo supuesta.
—Yo opino igual —coincidió el físico—. El Alcorán la sitúa en un plano más bajo con respecto al hombre, teoría con la que no comulgo. Que no nos oiga nadie —dijo mirando a ambos lados—, pero yo considero a la mujer más lista, hábil, dispuesta y capaz que el hombre varias leguas. No la dejamos levantar cabeza porque no nos conviene, pero el día que la alce, arderá Troya.
Empecé mi cuarto año de estudios médicos con renovados bríos. Me envicié en el estudio. Era casi una obsesión: sólo vivía por y para saber de enfermedades y experimentar en carnes muertas. Me hice fabricar un recipiente de estaño que, llené con alcohol alcanforado y en él hacía nadar los restos de los animales que sacrificaba para mis disecciones. Duraban tres o cuatro semanas. Después se iniciaba la putrefacción que los desmenuzaba y convertía en despojos hediondos, inservibles para su cometido: identificar órganos y estructuras, hallar aponeurosis, nervios, vasos y huesos. Flotaron dentro del recipiente un cormorán y un águila real como volátiles, varios perros callejeros que atraparon para mí Abdul, Daniel y Aníbal, un jabalí cazado por mi taxidermista, cazador en sus ocios, y una garduña que aportó alguien. Una tarde, apuntando un crepúsculo desmenuzado en ocres y arreboles rojizos por detrás de las montañas a poniente, se me acercó con mucho misterio Abdelaziz.
—Tengo una cosa que puede interesarte —dijo pavoneándose.
—Tú dirás —contesté sin levantar la vista de una preparación que incluía un músculo de perro con su inervación completa y el paquete vascular, arteria y vena.
—Terminan de amputar la pierna a un obrero mozárabe. Ha sido en tu hospital. Por lo visto le cayó encima un muro que construía y le aplastó el miembro de tal forma que no hubo forma de salvárselo.
—¿Y qué?
—¿Cómo que y qué? Han entregado a su mujer la pierna envuelta en tela de saco para que la incineren, entierren o procedan con acuerdo a sus gustos o creencias.
Se me abrieron los ojos. La pierna de un cristiano… Allí no había inquietudes ni trabas religiosas. Como era carne de infiel, los ulemas no pondrían problemas si el caso llegara a descubrirse. Todo se reducía a sobornar a la pobre mujer, contarle cualquier mentira piadosa y dedicarse a investigar con carne humana auténtica.
—¿Dónde vive esa buena mujer?
—Junto a la tahona. Son tan pobres que no te costará mucho conseguir ese miembro.
—No hables de esto con nadie o te cortaré la lengua con mis manos y la salaré antes de disecarla —lo amenacé, intentando dar fuerza y verosimilitud a mis palabras.
Fui para allá pensando en qué decir o qué historia contar. Al final, como siempre, pensé que lo mejor era ir con la verdad por delante. Llegué a la casa, sórdida y miserable, y golpeé con el aldabón. Al poco me abrió una mujer que reconocí enseguida. Aparecía desgreñada y llorosa. Al vivir puerta con puerta con la panadería, la había visto varias veces rodeada de mocosos llorones, pelando berzas o arreglando macetas de albahaca y romero. Ella también me identificó.
—¿Sabes quién soy? —pregunté.
—Lo sé, señor. Eres Abulcasis, el estudiante de medicina. ¿Qué deseas?
La suerte venía en mi ayuda. Tragué saliva. Estuve a punto de soltar por derecho que deseaba la pierna de su esposo para experimentar con ella, pero me pareció que no lo entendería. Preferí divagar.
—Soy quien afirmas —confirmé—. El año que viene culmino mis estudios en la aljama y, para completarlos con aprovechamiento, preciso efectuar ciertos experimentos y disecciones con el escalpelo. De esa forma, en su día, podré curar mejor a mis enfermos.
—Algo he oído —dijo la mujer ya más serena, apoyada en el quicio de la puerta, intentando desvelar con la agudeza propia de su sexo por dónde iban los dardos—. Dicen que te dedicas a abrir pollos y corderos en canal para hurgar en su interior, en lugar de comértelos asados —añadió—. Vivir para ver…
—Exacto. Como cierto es que sólo experimentar en el hombre conduce o aproxima al verdadero conocimiento de su cuerpo. Pero, antes de seguir, quiero expresarte mí pesar por la pérdida de la pierna de tu marido. ¿La conservas aún?
—Me la entregaron para que la inhumara, pues, al ser cristiano, no podían hacerlo en el cementerio árabe.
—Es como dices. No andaré con rodeos. Te propongo que me prestes la pierna tres semanas. A tu marido ya no le sirve y enterrada sólo valdrá de pasto a los gusanos. Yo la embalsamaré y, tras ese tiempo, te la devolveré para que la inhumes en vuestro camposanto o la incineres. A cambio te daré cuatro doblas de plata castellana.
Los ojos de la mujer se dilataron como si hubiese visto a una carnada de lobos esteparios. No daba crédito a lo que oía.
—¡Cuatro doblas de plata! Cuatro doblas castellanas por una pierna muerta… ¿Qué harás con ella? ¿No será cosa de magia o brujería…?
—Te juro por tu Crucificado que simplemente quiero indagar en su interior hasta llegar al hueso, diseccionarla, verla por dentro.
La mujer se tapó los oídos. Le chirriaban los dientes.
—No quiero saber más. Dame la plata y lárgate con la pierna. Diré a mi marido que la llevó a enterrar el sacristán de nuestra iglesia, a quien pensaba acudir.
Y así fue como dispuse por primera vez de un miembro humano. La amputación lo había sido por el tercio inferior del muslo. Al llegar al taller dividí en tres mi fúnebre trofeo y lo hundí en la piscina de alcohol alcanforado. Una parte incluía la rodilla, otra la pierna y la restante pie y tobillo. Fue un placer averiguar cómo es en realidad una articulación, ver la existencia de ligamentos, tendones y meniscos, comprobar la textura de la cápsula fibrosa que la envuelve, la inserción de los músculos y su agarre al promontorio óseo, el trayecto que siguen por la pierna las arterias y venas, los nervios, los diferentes grupos musculares y celdas aponeuróticas, los huesos, y, al llegar al pie, la disposición de los tendones en sus vainas dando cada cual movilidad extensora o flexora a los dedos. Reconozco que engañé a la mujer, pero fue sin mala fe. Estudié uno a uno los huesos de la pierna, del tobillo, los que conforman el tarso y metatarso y los que dan su forma a los dedos. Cumplido el tiempo pactado, introduje en un saco los restos y piltrafas y se los devolví a su dueña para que hiciese con ellos lo que más le petase. El amputado, con la mirada ausente y una muleta, se sentaba a la puerta de su casa. El saco olía ya a buena distancia. La sufrida mujer, reprimiendo un gesto de repulsión, tapadas las narices, cogió el saco y, sin hacer ademán de investigar en él, lo llevó no sé si al muladar o al pequeño cementerio que los de su religión tienen en un ejido fuera del arrabal.
No fue la única vez que trabajé con material humano en mis investigaciones. Debió correr por todo el arrabal mi afición anatómica pues, una nublada mañana de domingo, tocó a mi puerta un tipo con aspecto siniestro. Lo atendió Omero. Yo escuchaba el rumor de sus voces desde el patio sin acabar de entender qué pasaba. Malo no podía ser, pues el esclavo hubiese despachado de un mazazo al que de forma artera pretendiese importunar a su amo. Por fin se hizo el silencio y llegó Omero.
—Amo Abul, un tipo insiste en verte —anunció con gesto de fastidio.
—¿Quién es?
—No lo he visto en mi vida. Trae una bolsa y dice cosas que no entiendo.
—Dile que pase y no te vayas lejos.
No temo a nadie, pero en estos tiempos nadie está a salvo de un loco homicida, un pervertido o un fatuo truchimán. Vi entrar a un hombre pequeño de estatura, renegrido de tez, vestido con sucia chilaba y en pantuflas de esparto que mostraban los dedos de los pies de uñas costrosas. Miraba a todos lados, temeroso, como tratando de evitar que una aguda cuchilla le cayera del cielo y lo partiera en dos. Llevaba colgándole del hombro un bolsón de tela basta que parecía contener un melón o una sandía. No terminaba de aproximarse, cauto, mirándonos alternativamente a mí y a Omero. Parecía un perrillo recién apaleado.
—Acércate. No temas. ¿Qué deseas de mí?
—¿Su excelencia es mi señor Abulcasis, el estudiante?
—Soy simplemente Abul Qasim; dime qué quieres de una vez. No tengo todo el día.
—Traigo una cosa que tal vez pudiera interesarte.
—Si es algo de comer, déjalo en la cocina y discute el precio con la dueña.
—No es de comer, señor.
—Muéstrame de una vez lo que sea antes de que se agote mi paciencia.
Entonces el individuo aquel, un asesino quizá, un facineroso o un pobre desgraciado, extrajo de la bolsa la calavera humana más bella, y reluciente que vi nunca, una joya, el cráneo más excelso y digno de estudio que jamás tuve a mi alcance.