Aquel verano fue el de mi viaje a Fez. Iba con una carta de Al-Qurtubí para Abdul Omar Ibn Safi, un famoso oculista marroquí que operaba los males de la vista, entre ellos la catarata, una especie de telilla opaca, nacarada, que obstruye el cristalino, una lente del ojo, e impide la visión en muchos viejos. ¿Quién no ha visto en el zoco, entre tuertos y ciegos, a esos pobres ancianos con la mano extendida y la mirada mortecina y blanca? Ibn Safi había resucitado en la madraza de la vieja ciudad de las siete colinas las técnicas que permitían la citada intervención a los egipcios. Al-Qurtubí me enseñó una separata latina que hablaba de Sinuhé, el cirujano de un faraón de hace dos mil años, que fue el primero en idear y poner en práctica la intervención. Mi madre, temerosa, se oponía al viaje. Por ello, Hassan no consintió otra cosa que permitírmelo siempre que me acompañara un guardián de confianza. Así entró en mi vida Omero, el fiel senegalés que, a la muerte de su amo, quedó por exclusiva a mi servicio. La primera impresión, tras tenerlo a la vista, fue de pánico. Era dos cuartas más alto que yo, ancho como tres bueyes, pesaba diez arrobas, y con aquel costurón decorándole un pómulo, imponía respeto. Tras escapar del hambre de su tierra natal, había sido esclavo en un harén de Tánger. Con edad de quince años fue vendido para bogar al remo en una barcaza que cruzaba el estrecho con madera y pellejos de aceite, hasta que, visto por el propietario de un almacén de grano en Cádiz, se encaprichó de él para cuidar de su mujer, marchosa al parecer y ligera de cascos. Muerto el almacenero, a quien Hassan proveía de alfombras, se enteró mi padrastro de que la casquivana lo ponía en venta y pujó por él. ¡Veintiséis años decía tener cuando me acompañó! Pronto descubrí que sólo era fiero en apariencia. Como los osos y los perros grandes, gruñía únicamente si se le molestaba. Si el caso era más grave y el importuno afrentaba de palabra o del obra a su amo o propiedades, podía matar o dejar para el arrastre de por vida al osado que tal hiciese o tan sólo pensase. Jamás he dormido más tranquilo que en aquel delicioso periplo, ni desde que lo tengo a mi servicio, pues lo heredé de Hassan junto con un tapiz de Tabriz.
Hicimos el viaje aguas abajo del Guadalquivir amaneciendo agosto. Pasamos por Sevilla de refilón y recalamos en Cádiz dos jornadas, las justas para encontrar acomodo en un lanchón de vela que pasaba a la rada de Tánger. La travesía del estrecho de Djebel-Al-Tarik fue apacible, entre manadas de delfines, atunes y toninas que parecían querer nuestra amistad. Bella es la luz de Cádiz, tejida entre la cal que enjalbega los muros de las casas y la sal que crían sus salinas, pero nada comparable a la luz de África. Era tan fuerte la claridad y esplendía tanto que provocaba como un deslumbramiento cegador que no dejaba ver las cosas. Tuve que mantener la mirada entornada y la mano en visera protegiendo los ojos tras desembarcar, un buen rato, antes de encontrar de la mano de Omero limpia posada en la parte más alta de la ciudad, con una deliciosa vista sobre la bahía, con la península al fondo. Ansioso por llegar a mi destino y no habiendo silla de postas, al día siguiente alquilé un carro campesino tirado por dos mulas y, con Omero en el pescante, partimos hacia el sur.
Gobernaba Marruecos el sultán de Fez, amigo y súbdito del califa de Córdoba, y semejaba hacerlo bien pues reinaba entre las tribus el orden y una pobreza digna. Aun así, no me fiaba y llevaba la bolsa cosida en una faltriquera oculta en la chilaba. Despacio por aquellos caminos bacheados, atravesamos campos de labor de aspecto desolado, algunas huertas chicas, viñas bien alineadas y sotos venturosos antes de llegar a Volubilis, las famosas ruinas romanas. Era la primera vez que contemplaba restos del pasado imperial y me admiraron. En medio de la indiferencia de Omero y de varías familias de gitanos nómadas que plantaban sus jaimas entre las derruidas construcciones, paseé por los restos del foro, recorrí un bello coliseo, el estadio y la que parecía vía principal entre muros caídos, columnas y capiteles muertos, decapitados. Once airosas columnas restos de la cella de un hermoso templo elevaban al cielo sus plegarias. Cerré los ojos para imaginar aquellas calles, las plazas, los templos y el foro palpitante de actividad, el tráfago de carros, las gentes sudorosas afanándose en mercados y el griterío en los zocos. Seguimos ruta hacia Meknés, yo sin dejar de pensar en lo breve y azaroso de la vida. Recordaba a Susana, mi hermosa hebrea, que amaba más según ahondaba la distancia. Habíamos proseguido nuestras curiosas citas, madrugada por madrugada, y sentía el amor brotar dentro de mí. Deseaba que nuestra luz no fuese efímera, que no llegásemos a ser luciérnagas fugaces que pasan por el mundo sin dejar rastro. Lo mismo que la sabiduría, que hunde sus raíces en el estudio, aspiraba a un amor que se anclase en la roca. Paramos en la vieja Meknés una noche en que apenas dormí. Me desvelaba la proximidad de lo que iba a ver y una claridad azulada que penetraba por la reja de la celosía. La última parte del trayecto la hicimos azuzando a las mulas. Mi avidez era tal que nada más traspasar las doradas murallas de Fez fuimos directos al hogar del mágico oculista.
Fez, la más antigua de las ciudades del Magreb profundo, hunde sus raíces entre las montañas que la rodean bañada por el río de igual nombre. Restos de fortalezas defensivas señorean aquellas cumbres entre olivos, naranjos y granados. Su madraza, que sólo cede en antigüedad a la de El Cairo, es un siglo más veterana que la nuestra de Córdoba. Toda la ciudad rezuma penuria señorial, si se me permitiese la antinomia. Hasta las paredes de su aljama destilan saber rancio. Todo es diferente: el color del caserío, el del aire que se cuela por los arcos, los patios porticados y las cúpulas de sus muchas mezquitas, la estilizada belleza de los minaretes, el aroma de sus arrayanes y el azul que decora las jambas, alféizares y celosías de las casas humildes. El más poblado de sus barrios es el Andalusí, pues fue fundado por muladíes andaluces expulsados de Córdoba por el emir Al-Hakán I hace cien años. Paseamos por sus pobladas callejas entre gentes que hablaban aljamía y parecían andaluces trasplantados al África. Se escuchaban los cantes, se veía la alegría y palpaba el bullicio de una alcazaba sevillana o cordobesa.
El almuédano ya había salmodiado la oración de la tarde cuando una vieja beréber me abrió la puerta del físico Ibn San. Siendo los días largos, la luz era aún muy viva. Dos filas de macetas de barro colgadas en la pared exhibían geranios reventones rojo sangriento. Olía a albahaca, a comino y a fritura de ajo. La anciana me miró con cierta suspicacia tras atisbar la negra mole en forma humana que me custodiaba. Suspiró más tranquila cuando, sacando de mi pecho la carta de Al-Qurtubí y nombrándolo, me presenté como estudiante cordobés de paso en la ciudad. Se oyó una recia voz surgiendo desde atrás, en la penumbra cálida de un patio silencioso.
—Déjalo pasar, Harifa.
Nos adentramos por un pasillo angosto, de ladrillo apaisado a sardinel y techo en bóveda. En un patio espacioso de limoneros grandes, entre helechos, enredaderas de hiedra y plantas trepadoras, al lado de una fuente de mármol, leía un hombre mayor sentado en un sillón de mimbre. Tenía la majestad de un príncipe. Vestía caftán blanco y calzaba babuchas azules. Colgaba de su cuello un rosetón de oro con una inscripción que no pude leer. Se levantó ceremonioso y me abrazó besándome tres veces. Omero, desde atrás, contemplaba la escena sin osar dar un paso. Tras el saludo me separó de él estirando los codos y pude ver su rostro aún atractivo a pesar de estar surcado por profundas arrugas que parecían trazadas con punzón. Su mirada era clara, la nariz fina y recta, la frente alta y desembarazada y la tez pálida. Algunas vénulas verdosas decoraban sus pómulos de cutis transparente. Le alargué la misiva sin palabras y la leyó con avidez.
—Que Alá sea contigo y con tu gente —dijo—. Me llenas de alegría: mi viejo amigo Al-Qurtubí… ¿Qué fue de él? Es un gran enseñante.
Dije cuatro palabras sobre mi profesor y tres, tímidamente, sobre mis estudios y mis aspiraciones.
—Entonces eres hijo de una concubina del califa Abderrahmán III, que Alá guarde… —añadió, silabeando entre dientes—. Qué gran honor… ¿Deseas conocer mis humildes saberes y aprender mis técnicas?
—A eso he venido, señor. Sería para mí un honor intentarlo.
Desde el fondo del patio, tras una celosía de cedro trabajado a buril, se escuchaba un excitado murmullo de mujeres. Sería sin duda el gineceo. Las féminas hablarían entre sí o comentarían la llegada de un extraño. Ibn San, levemente contrariado, se dio cuenta.
—Harifa —llamó a la servidora en voz apenas entendible. Sus gestos, sus modales, el tono de su habla, todo se revestía de autoridad sencilla, innata, que no precisaba de alharacas ni aspavientos para hacerse respetar.
Apareció la esclava deslizándose como una brisa súbita. Debía de estar muy cerca, pendiente del ademán o la voz de su amo. Hizo un gesto moviendo la cabeza y ello fue suficiente para que la mujer desapareciera casi al tiempo que el rumor importuno. Se hizo el silencio.
—A medida que cumplo años amo más la quietud y el sosiego —comentó.
Reapareció Harifa con una bandeja que contenía dátiles, dulces de almendra, pistachos, una jarra de cerámica vidriada con un líquido de color ambarino y dos copas.
—El profeta, bendito sea su nombre, nos perdonará si brindamos a la salud del califa de Córdoba con licor de palmera —dijo, alzando su copa.
Bebimos a pequeños sorbos el licor de arack, destilado macerando las raíces de la palma de oasis, la mejor, la que produce los dátiles más dulces.
—Cuéntame de Córdoba —pidió—. ¿Siguen tan bellas sus mujeres?
Le hablé de mi ciudad, que él conocía de su segunda juventud porque trabajó en el hospital curando enfermos. Le comenté las reformas que hacía en el maristán su viejo amigo Al-Qurtubí, las ampliaciones de la sala de apestados, la creación de una nueva sección para recién nacidos y la instalación de un amplio y ventilado quirófano. Conocedor por mi profesor de la afición del oculista a los buenos licores, le llevaba dos botellas de vino generoso. Hice un gesto a Omero y éste las acercó. Las contempló con arrobo antes de hablar.
—Para mí, Alá me absuelva, fue un error del profeta prohibir el vino. Nada hay mejor para la digestión que un vaso de buen mosto o un licor de garantía bebido con mesura.
—Opino igual —dije, paladeando el arack, el mejor que había catado nunca.
—Cenarás conmigo y te alojarás en mi casa durante el tiempo de tu estancia en Fez, que fijarás tú mismo.
—De ninguna manera, señor. No deseo alterar la paz de tu hogar. Buscaré una posada.
—No lo consiento. No hay posadas decentes en Fez para alguien de tu alcurnia. Mañana me acompañarás al maristán y te iniciaré en los secretos de mi ciencia.
—¿Dónde la aprendiste, mi señor?
—En El Cairo. En su madraza de El Azhar, que conserva las sabias técnicas de los viejos egipcios. Tres largos años estuve a la orilla del Nilo, en la vieja El Fustat.
No tuve más remedio que acceder a su cortés invitación. Cenamos los dos solos, dialogando sin cesar. Fue una cena frugal: leche tibia de cabra como bebida, acelgas rehogadas con aceite de oliva, sémola con pasas de Corinto y de postre pastelillos de hojaldre con vino de Montilla, que descorchó para mí. Escuchó con cierta admiración mis experimentos de disección con animales.
—La experimentación es la única vía para adelantar en nuestra ciencia —sostuvo—. Nosotros tropezamos con los ulemas y el Corán —añadió, bajando más el tono de su voz—. Ciencia y religión son temas antitéticos, que se repelen como el fuego y el agua.
—Los egipcios experimentaban con cadáveres —dije para picarle.
—Cierto —confirmó—. Pero fue antes de la llegada del islam. Yo tuve que conformarme en mis prácticas oftalmológicas con ovejas y cabras nubias, cuyos ojos son muy parecidos a los nuestros.
Dialogando se había hecho tarde. En compañía de un hombre sabio se pasan las horas sin sentir, pero él se veía inquieto. No pudo reprimir un bostezo. Aun así, yo mantenía una actitud hierática, a la espera de que fuese él quien decidiese concluir la velada.
—¿Tienes mujer? —dijo, iluminándose sus ojos.
—Aún no he cumplido los dieciocho.
—Yo tomé mi primera esposa con diecisiete —aseguró—. Las mujeres son nuestro galardón, un regalo del Altísimo, un adelanto del paraíso. No podemos prescindir de ellas.
Yo callaba. Participaba de su opinión al cien por cien, pero me parecía superficial refrendar lo que es patente. Por fin, apuró su segunda copita de licor y se decidió a dar por concluida la velada.
—Imagino que Harifa se habrá ocupado de alojar a tu siervo y de buscar el mejor acomodo para ti. Y ahora me perdonarás, pero debo retirarme. Mañana hemos de madrugar.
Chascó los dedos y apareció Harifa. La esclava susurró algo a su amo que no pude entender. Luego, llevando en sus manos una bujía de cera, me condujo por una escalera a una habitación que daba a una terraza. Me asomé: las luces de Fez titilaban a mis pies como luciérnagas. Dormí inquieto, alterado por el aroma a incienso de jazmín que empapaba las paredes de mi cámara, soñando con Susana.