Para un cirujano, incidir la piel es adentrarse en un mundo de sensaciones nuevas, navegar por un mar proceloso. La consistencia de la piel varía según su localización y en atención al sexo. No es igual la piel del cuello que la de la planta del pie, queso manchego rancio, ni puede compararse la de una virgen de doce años, hecha al tacto de sedas y caricias, con la de un labriego del Aljarafe, expuesta al sol y al viento. Bajo la estrecha cutícula que rodea el cuerpo, compacta, hallamos un tejido más laxo, blanquecino, por el que discurren fibras y vénulas y, un poco más profundo, otro adiposo, blando y amarillento, que recuerda a la grasa del pollo. Al perforar ambas capas vemos folículos pilosos, tenues y delicados en las hembras, fuertes y recios en los varones, cuya constitución es fácil de desentrañar con una lupa. Ahondando más hallamos una capa fibrosa, delgada, que brilla casi argéntea. Es lo que los griegos llaman aponeurosis, cuyos hacecillos se entrecruzan y sirven de envoltura a los músculos. Dividida aquélla por la aguda cuchilla, penetramos en la masa muscular formada por trabéculas alargadas, imbricadas entre sí, cuya contracción produce movimiento. Si buscamos con calma, siempre encontraremos el nervio que gobierna la entidad independiente, pues cada músculo lo es. El nervio, blanco mate, rodeado de una vaina, procede siempre de otro más grueso que a su vez emana de la cuerda dorsal que corre entre las vértebras, la médula espinal que describiera el inmortal Galeno. Separando las fibras musculares, lo que puede hacerse sin cortar, encontramos el soporte mecánico, el hueso. Hay huesos largos, circulares, con médula, y otros planos, carentes de aquella sustancia grasa, blanda y gelatinosa, amarillenta. Tres grandes cavidades conforman el interior del cuerpo en los mamíferos. La craneal encierra lo más noble, el cerebro, en el hombre hecho de pensamientos. De estructura delicada y friable, lo protegen en toda su circunferencia tres membranas fibrosas y una capa de hueso. El hueso no se puede escindir con cuchillo, por lo que acceder al cerebro sólo es posible con un trépano, como hacían los egipcios. Ya dentro de la esfera craneal, tras dividir las capas membranosas, las meninges descritas por Hipócrates, contemplamos absortos el encéfalo, blanda y deleznable materia gris conformada en lóbulos y circunvoluciones. Dentro de sus lóbulos, entre sus surcos y protuberancias, tiene que hallarse en forma de materia el soplo que, infundido por el Ser Superior, distingue al hombre del resto de los animales. La segunda cavidad es la torácica, protegida por la rígida jaula que conforman las costillas. Es a través de ellas como puede llegarse a la membrana, pleura de los anatomistas griegos, que envuelve los pulmones. Son éstos unos fuelles rosáceos que el aire expande lo mismo que una vejiga de pescado y que su falta, igual que si se pincha aquélla, reduce a un muñón miserable adherido a la tráquea. La sensación al hender el tejido que conforma el pulmón es parecida a la que se tiene al cortar una esponja marina. Vemos los bronquios gruesos, conductos cartilaginosos descritos por Galeno, resueltos en otros más delgados, bronquíolos, y éstos en alvéolos, diminutas cámaras donde el aire, en un proceso aún sin desentrañar, mezcla de alquimia y magia, se transforma en el espíritu vital que hace a los seres vivos alentar. Envuelto en el suave y esponjoso féretro que ofrecen los pulmones, el corazón aparece rodeado de venas y de arterias. Es el motor, el fundamento de la vida. Hay que incidirlo para comprobar la realidad de sus cuatro cavidades estancas, separadas por tabiques y válvulas. La última cavidad, y la más grande, es la llamada abdominal, pues la cierra por delante el abdomen, delgada capa de piel, aponeurosis y finos y estilizados músculos. Una vez abierta mediante el escalpelo, de forma en este caso fácil, se accede a su interior repleto de intestinos y vísceras. Todas se hallan tapizadas por una fina película transparente, el peritonaeum galénico, que las envuelve e individualiza. El estómago, grueso y alargado en forma de anzuelo, es el continente de los alimentos recién ingeridos. El hígado duerme bajo el diafragma en medio de la incógnita que supone ignorar sus funciones. Bajo él, pendiendo como una vela nacida, se halla el reservorio que atesora la bilis, líquido amarillo verdoso que segrega la glándula y que, según absurdas enseñanzas antiguas, es causa de la ira, del enojo y de la irritabilidad que afecta en mayor o menor proporción a los mortales. Para mí que, merced a su conexión con el duodeno, la primera porción del intestino que describiera Al-Razi, su función debe de ser muy distinta, tal vez colaborar a la digestión de los alimentos. Hay una víscera a la izquierda, de color rojizo, en forma de habichuela, de la que ignoro hasta el nombre. A ambos lados se encuentran los riñones productores de orina, continuados por los conductos que llevan el líquido excreticio a la vejiga, bajo los intestinos, soportando su peso. Por fin, detrás de la vejiga, se halla la ampolla que almacena las heces y el músculo que, siempre que sea continente, las mantiene en lugar tan pedestre e inhóspito hasta el momento de ser excretadas por el ano.

Mis exploraciones se alargaron varios meses, pues el alcohol alcanforado mantiene en aceptable estado todo lo que no sean vísceras. Aprendí teoría, pues poco más puede obtener el cirujano en carne muerta. Me quedaba experimentar en seres vivos. ¡Ah! Ésa sería otra historia que me propuse desvelar en cuanto culminara mis estudios.