Soledad estremecida. Las gotas de rocío tiemblan en la parra, entre los pámpanos. Los frutos del limón, farol de oro bruñido, hacen guiños desde sus nidales entre la hojarasca. La humedad del amanecer hiende el silencio y lo recubre todo con su pátina. Del río se levantan brumas difusas bañadas por una luna grande y pálida, todavía nocturna. Sólo se oye el trino del jilguero en su jaula de junco y el rítmico golpear de las migajas de agua al caer sobre el luciente suelo de ladrillo rojizo. Las gotas, rotas y descompuestas en cien mil gotillas, pintan en el aire cúpulas iridiscentes y efímeras que reflejan la luz. Una hormiga guerrera asciende por el tronco del naranjo. Lo hace con decisión, en línea recta. De vez en cuando para, tantea y parece otear el horizonte con sus palpos ganchudos antes de proseguir. Conoce su destino tal vez mejor que el hombre. Claro que su objetivo no es tan enrevesado como el nuestro. El hombre busca a Dios y la hormiga se conforma con el néctar que mora en la corola de la flor, el polen que crían los estambres donde nace el azahar y la resina arbórea, ese ámbar pegadizo que destila la madera olorosa. De repente una brisa naciente tras de mí: huele a espliego y a nardo. El aire se detiene. Es Jezabel, mi segunda mujer, que viene silenciosa con el zumo que exprime de mis propias naranjas.
—Buenos días, amor. Que Alá sea contigo.
—Que El te acompañe siempre —le contesto, sin levantar la vista del pliego.
Sabe que no me agrada la interrupción si escribo al alba, que es mi mejor momento, cuando la luna tendida boca arriba brilla con luz azul y el sol despunta, perezoso, entre las copas de los árboles. Entonces las ideas fluyen fácilmente, como agua de arroyo entre las piedras lisas. Amo la luna diurna. ¿Qué esconderán sus arrugas de vieja dama solitaria? Jezabel se retira besándome en el cuello y dejando tras sí su aroma inconfundible. No existe entre nosotros el fuego amoroso de los primeros años, pero sigue el cariño y un aporte mucho más valioso: la serenidad que da la paz.
Nuestro cuarteto se hizo pronto famoso en todo al arrabal. De viernes a domingo atronábamos calles y plazas con nuestros gritos y éramos temidos por nuestras travesuras. Los lunes todo volvía a la normalidad. Yo era el único que estudiaba en la medersa, pues los demás trabajaban. Abdul era hijo de un bracero, descendiente de aquellas tribus númidas que cruzaran el estrecho en la primera hora para escapar del hambre. Alto, fibroso, de piel color terroso y ojos grandes y negros, ayudaba a su padre trabajando de sol a sol en un pequeño campo que arrendaban aguas arriba del Guadalquivir, hacia Alcolea. Antes del alba, a lomos de sendas mulas, iban al tajo. Pasaban el día allí y regresaban a Córdoba de noche cerrada. Los jueves vendían en un puesto del zoco chico la menguada cosecha: coles, lechugas tiernas, higos muy dulces en temporada, berzas, habas frescas y nabos. La oferta vegetal no era tan rica y variada como en otros mostradores, pero el puesto de Abdul era el más concurrido. Y es que lo regentaba Perla, su bella hermana, por quien Aníbal, Daniel y yo bebíamos los vientos. Vestida con descotada túnica que mostraba por completo su cuello, sin hijab y a cara descubierta, resultaba más atractiva que sin ropa. Mirándola, imaginaba sus delicias íntimas tratando de contener la avenida de sangre que endurecía mi falo. Ignorante de que las conocía, me enfrentaba al dardo de sus ojos sin poder ocultar la verecundia. Su cortesía atraía a las mujeres y el fulgor de sus ojos de color indeciso a los hombres, sin distinción de raza.
Tenía unos pies tan atractivos que suscitaban mi atención. Sólo por verlos, amaba pasar por su mostrador temprano cada jueves, camino a la medersa. Allí desayunaba higos cuello de dama y brevas primerizas por un cequí de cobre. Me sentaba junto a ella para inundarme del guerrero fragor de su perfume, que nunca definí, poder atisbar sus tobillos decorados con ajorcas de bronce o, si estaba descalza, la lindura completa de sus desnudos pies. Me sorprendía siempre el color variable de sus uñas: púrpura, rojo sangriento, añil, retinto o índigo.
Daniel era judío. Descendía de hebreos de mil diásporas. Sus recientes ancestros hubieron de escapar de Toledo después de las matanzas de la célebre Jornada del Foso, un siglo atrás, cuando el malvado emir Ibn Muhza decapitara a varias centenas de cristianos y semitas levantiscos invitados a un banquete en el alcázar de la ciudad del Tajo. El epíteto de «noche toledana» sirve desde entonces para definir la noche más aciaga, la más triste y larga. Daniel colaboraba con sus padres y hermanos en un negocio de compraventa de ropas y objetos usados, en la calle de las Tenerías, a la entrada del gueto, frente a la sinagoga. Traficaban con cualquier cosa vendible o utilizable: desde arnés de caballo y sal gorda a colmillos de marfil de cachalote y pelo de elefante. Un año mayor que yo, no lo aparentaba. Era de aspecto delicado, enfermizo, con larga y arqueada nariz semita, boca de dientes separados por los que entraba el aire y orejas finas, transparentes, que recordaban las alas del murciélago. Desmintiendo su aspecto melancólico, era de carácter abierto, agradable, siempre dispuesto a la broma y a la chanza desde que le dieras pie y aun sin hacerlo. Lo mejor de Daniel era su hermana mayor, Judith, una muchacha de dieciséis años, pero con cuerpo de mujer ya hecha. Era clara de piel por oposición a la de mi amigo, que la tenía atezada; su mirada sedosa, grande y zarca, nada tenía que ver con la del hermano, de ojos chicos y negros; poseía un cabello del color del heno agavillado, por completo diferente al de él, negro zaino deshilvanado en bucles; su cuerpo de agradable proporción prometía mil venturas a través de sus ceñidas vestiduras y, como colofón, su sonrisa perenne atraía a una legión de admiradores que la adoraba en silencio. Hubiera pagado con gusto media dobla de plata castellana por verla desnuda, por algún agujerito mágico, aunque fuese de cintura hacia arriba.
En cuanto a Aníbal, se trataba de un mocetón de modos rústicos, grande hasta el extremo de aparentar veinte años y fuerte como un toro de lidia. Alto y resuelto, macizo, de pesada osamenta, rasgos pronunciados y gran nuez que oscilaba en su garganta como un péndulo, le sonaban los huesos al andar, igual que el agua de montaña cuando corre entre piedras. Era mozárabe y unos meses mayor que Daniel. Ayudaba a sus padres en un mesón de las afueras del suburbio donde despachaban vino, aguardiente y comidas caseras. Eran cristianos oriundos de Valencia. A pesar de su aspecto feroz, Aníbal era tan manso como uno de esos perros albinos que ayudan al perdido en un glaciar.
No había fin de semana que no nos viéramos. Recorríamos el arrabal para explorarlo, sin buscar pendencias, pues abundaban las pandillas de desharrapados de todas las razas que andaban en pos de ellas. Sobraban los descuideros y rateros, pero nada tenían que ver con nosotros, pues no gastábamos plata, cobre o vellón. Lo nuestro era el deporte a la orilla del río, que, en verano, cuando sus aguas bajaban mansas, verdes y agostadas, cruzábamos nadando. Al atardecer íbamos a la plaza del Califa, en el centro del arrabal, auténtico teatro viviente. Bebíamos agua de cebada y comíamos espetones de carne de cordero que asaban en parrillas. Jamás olvidaré la ocasión en que contemplé el espectáculo de la decapitación. Fue horripilante. Sobre un escenario hecho de tablas, luego del redoble de un dombac oriental, aparecía un hombre envuelto en blanca sábana. Iba con las manos atadas a la espalda y llevaba la cabeza tapada. Surgían dos actores que simulaban batirse alfanje en mano. De repente, reparaban en el hombre de blanco. Detenían el combate. Uno de ellos lanzaba un juramento, se dirigía hacia él y lo azotaba con un largo rebenque; luego el otro se acercaba, mantenía en el aire su acero un tiempo eterno y, por fin, lo decapitaba de un certero mandoble. Lo que parecía una cabeza humana, sanguinolenta, rodaba por el suelo en medio de los alaridos de la multitud despavorida. Recuerdo que los cuatro cerramos los ojos y nos apretamos entre nosotros del pánico. A mi lado un anciano árabe contemplaba la escena sin inmutarse, tal vez porque era asiduo espectador y conocía el desenlace. Yo hice mis propias deducciones. Nadie asesina en nuestro califato a nadie impunemente.
—¿Cuál es el truco? Porque tiene que haberlo… —pregunté al viejo.
—Lo hay, desde luego. Se trata de un antiguo simulacro persa —aseguró—. El envuelto en la sábana es un muchacho de mediana estatura con una cabeza de cordero recién degollado sobre la suya propia. El peligro de la parodia es que el que lanza el mandoble se equivoque: debe acertar justo en el sitio exacto, por encima de la testa del zagal. Lo que rueda por el suelo es la cabeza del cordero seccionada por su base. La sangre es la del animal.
—¿Y los latigazos?
—No hay latigazos —dijo—. El zurriago no es de cuero, sino de tela basta. Y la espalda del muchacho está acolchada. Lo único real son los aullidos del público y los cequíes de cobre que se recolectan.
La plaza del Califa los sábados era mejor y más barata que un teatro. Domadores de burros, encantadores de serpientes, comedores de pedazos de vidrio, faquires hindúes tumbados sobre camas de clavos, caminantes sobre ascuas al rojo con los pies descalzos, cabras sabias, gitanas quirománticas echadoras de la buenaventura, bailarinas, adivinadores del futuro, ensalmadoras, equilibristas… En medio de algarabía auténtica, peluqueros, sanadores, barberos, tatuadores y un sin fin de oficiantes y de cantamañanas se ganaban la vida. Al fondo de la plaza, junto al matadero, se encontraba un estrado deslizable, con ruedas, sobre el que estaba el monstruo. Hablo de un ser groseramente obeso, no sé si hombre o mujer, conformado en rodetes de grasa que lo desfiguraban hasta hacerlo casi irreconocible. Se encontraba desnudo, pero no le hacía falta taparrabos pues su propia grasa le ocultaba el sexo. Era tal la capa de repugnante sebo bajo su piel que no debía de sentir el frío ni la lluvia, como esos ballenatos de los mares del norte que medran entre témpanos, pero sí el calor, pues en los estíos sudaba tanto que a su alrededor se veían apestosas lagunas de sudor turbio y agrio. Pesaba más de treinta arrobas de Aragón —su cambiante peso se anunciaba en un cartel— y se desparramaba sobre la plataforma igual que gelatina de pescado, sin poder moverse, todo lo más pestañear, pues lo impedía su propio peso y su humanidad generosa y prolífica. Sus ojillos de roedor brillaban al fondo de unas cuencas orbitarias profundas, abisales, abriéndose paso entre los mofletes como bujías ardientes dentro de una caverna. El pecho le abombaba como insuflado por mil fuelles, lo mismo que el abdomen, enorme, desfigurado y sin ombligo, borrado por la marea creciente de grasa, sebo y carne. Los brazos, una sucesión de rodetes de tocino reluciente de mayor a menor, terminaban en las manos sopladas como el cristal por el mejor vidriero, de deditos paradójicamente normales, de uñas retorcidas y largas. Los miembros inferiores, pies, piernas y muslos, bestialmente desfigurados, se adherían íntimamente al piso de madera, tal que si estuviesen pegados con engrudo. Apoyaba el dorso en una gruesa tabla, pues, de otra forma, su espalda se quebraría del peso lo mismo que alfeñique. Comía, o mejor devoraba, sin cesar de un caldero de tamaño cuartelario que contenía una papilla espesa y negra, de contenido ignoto. Lo hacía llevándose a la boca un cazo por cuchara que manejaba uno de sus hermanos o parientes, que lo cuidaba y explotaba al tiempo. Amén de la pitanza que aportaban de casa sus adláteres, los viandantes arrojaban cualquier cosa masticable, que él devoraba: dátiles, naranjas averiadas, aceitunas, mondas de col y berza, higos secos, cascajo, algarrobas, cáscaras de haba, bellotas, pan duro, paloduz… Parte del atractivo era comprobar el aumento de peso del engendro, tenaz y progresivo día a día, anunciado en el cartel y proclamado a voces. De vez en cuando, si la aglomeración era notable, el pariente ayudante pasaba la gorra y recogía algún cequí de cobre. Al atardecer llegaban los refuerzos: una tropa de hermanos y demás parentela que, tirando de tres sogas, rodaban la plataforma y poco a poco desaparecían dejando un reguero de polvo en la noche estrellada. Años después, cuando ya era un físico experimentado y de prestigio en todo Al-Ándalus, quise localizar a aquel pobre infeliz martirizado por la vida para intentar curarlo, pero había muerto.
El arrabal era la carpa que habitaban los cien mil tullidos de este mundo. Iban siempre cogidos de la mano, alegres, clasificados por secciones y cantando si no eran mudos. Había tuertos y ciegos que, salmodiando sus súplicas y cogidos del brazo, estremecían el alma hasta ablandarla y conseguir nimia limosna. Los cojos se apoyaban en muletas y levantaban polvo mientras se apostaban en sus lugares propios: la parte más concurrida del bazar, junto a la mezquita. Una cohorte de mancos de una o ambas manos penaban sus maldades en la calle de los Carniceros, entre moscas y tábanos, colocando ante sí y sobre el suelo un sucio paño donde depositaban su óbolo gentes caritativas. Los mudos, en dos filas y emitiendo un rumor parecido al de abejas obreras en el panal, mostraban sus muñones informes y negruzcos en una exhibición que pretendía enternecer el corazón y aflojar la bolsa de los viandantes. Había paralíticos que apenas movían las orejas, inmovilizados sólo de medio cuerpo, zambos de uno o dos pies, sordos, jorobados, epilépticos, sarnosos, alopécicos, tipos sin nariz, sin oídos, con baile de San Vito, picados de viruelas hasta en la garganta, con labio tan hendido como los conejos y leprosos. Éstos iban aparte. Segregados en una especie de aprisco detrás del matadero, rodeados de alambrada de espino para impedir su huida, emitían sus plegarias sin esperanza o maldecían a Jehová o al Dios de los cristianos, Pues blasfemar contra Alá o su profeta estaba castigado con la lapidación.
Nunca tuve especiales apetencias de sexo, pero, casi por curiosidad y excitado por mis tres socios, acudí al prostíbulo con quince años. Mis sucesivas experiencias fueron decepcionantes. Muchas y bien surtidas mancebías existían en el arrabal, pero todas eran a cuál más sórdida. La primera vez que lo intenté me correspondió en suerte una golfa tunecina de buenas carnes pero sin gracia, tan desabrida y huraña como un cardo borriquero y más triste que yo. Lo entiendo. Debe de ser difícil ayuntar por dinero y además con aquella clientela de jornaleros sucios y apestosos. Cuando me vi delante de ella y contemplé su gesto áspero, los senos caídos por la túnica entreabierta y la mata de pelo en el empeine amenazándome, se esfumaron mis pocas ganas de fornicio. No era lo que yo soñaba para estrenarme en el amor. Escuchaba las risas y los cercanos aullidos de placer del resto de la jarea y sentía sana envidia. Pude salir airoso inventándome un dolor de cabeza.
—¿Te pasa algo, cariño? —preguntó solícita la coima al ver mi rostro mustio, naufragado.
—No me encuentro muy bien —dije.
—Tal vez no te motive lo bastante… —apuntó, abriéndose por completo la bata de faena para mostrar sus caderas anchas, maternales, y la barriga surcada por las delatoras estrías que deja el parto, quizá para excitarme.
—No es eso —aseguré—. Creo que tengo calentura febril. Tal vez me afecte algún tipo de miasma insalubre.
Dije aquello en un alarde de inspiración higiénica, prevalecido de la vocación sanitaria que ya incubaba y también tratando de llevar a su ánimo agobio e incertidumbre. Resultó.
—Podría hacerte algún tipo de trabajo fino, algo estimulante y al tiempo diferente —dijo con poca convicción, en un último intento.
—¿Como qué?
—No lo sé… Metérmela en la boca, por ejemplo.
Con sólo mencionar la escabrosa posibilidad, mi verga menguó hasta extremos imposibles, pues me la busqué de manera refleja bajo la chilaba y no la hallé.
—Te lo agradezco, pero hoy no es el día. Siento el escalofrío premonitorio del mal que me atosiga. Tal vez vuelva mañana —dije, echándole valor y desapareciendo tras la puerta en busca de aire fresco.
Una semana después, en otra mancebía, quise probar con una cristiana que se postulaba como pura ambrosía y fue un semifracaso. Dijo ser de Logroño. No estaba mal de cuerpo, pero, además de exhalar un tufo impuro, se notaba que copulaba por compromiso y que sus transportes de placer eran fingidos. No pude terminar y apenas sentí gozo, pero, al menos, dejé alto el pabellón. Tenté la fortuna en un postrer ensayo quince días más tarde, con una ramera negra como la noche, senegalesa, por ver si era cuestión de razas y colores; esta vez el chasco fue mayúsculo. Para mi desgracia, vi salir del camaranchón en el que fornicaba a su último parroquiano, un hediondo pescadero muladí que conocía del zoco, y ni siquiera consiguió que se me enderezara por la punta. Salí de allí mohíno, cabizbajo, mientras escuchaba los berridos de triunfo de la tríada. Comprendí que lo mío era el estudio y, a la espera de épocas más felices, me dediqué a él con especial ahínco.
Osmán Hallili era un gran profesor. Él me infundió el amor al estudio y a la controversia. Sobre todo en el último año de medersa, tras cumplir yo quince, accedía a pasear conmigo al acabar las clases por la alameda cordobesa y el camino de la muralla, junto al alcázar viejo. Si no estaba Abderrahmán III en él, que era lo normal, los guardas, que le conocían, nos permitían acceder al riad. No era tan bello como el de Medina Zahara, pero no tenía mucho que envidiarle. En sus veredas solitarias, entre arrayanes, sicómoros, higueras y granados, mecidos por el sonido cantarín del agua limpia y clara, me contaba el nacimiento de la cultura arábiga, creada en Bagdad hacía tres siglos por el califa Al-Mansur y sus descendientes Harún al Raschid y su hijo Al-Mamún, el rey sabio, contemporáneo de Carlomagno, todos ellos protectores de las escuelas persas y amantes de las ciencias y la filosofía. Bagdad. Ya entonces ardía en curiosidad por conocer la ciudad entre ciudades, por saber de su prosperidad y riqueza, admirar sus palacios y jardines, sus bibliotecas, hospitales y baños. Hallili, sin duda el más versado horticultor de Al-Ándalus, había estado allí una vez, cuando peregrinó a La Meca en el viaje que todo buen islamita está obligado a hacer al menos una vez en la vida. Yo debía abrir mucho los ojos y la boca cuando me hablaba del observatorio astronómico bagdasí, de los canales de irrigación para la agricultura, los molinos de viento, las enormes ruedas que elevaban el agua para el riego y lo avanzado de numerosas técnicas desconocidas en Occidente; y digo tal, pues, transportado con la imaginación a orillas del Tigris, debía darme un empellón para volverme a la realidad. Durante siglo y medio Bagdad fue el centro civilizador del mundo, el lugar donde nadan escuelas filosóficas herederas de Aristóteles y academias que reunían a astrónomos, matemáticos, médicos y alquimistas. La dudad conoció el esplendor de Hunain el Sirio, médico y traductor cristiano precursor de Avicena, de Al-Joarizmi, el algebrista persa, de Albatenio, el astrónomo sirio, del egipcio Alhacen, creador de la óptica, del persa Al-Razi, el médico músico, teólogo y alquimista, y de tantos otros sabios. Y ahora, según Hallili, el centro del saber se desplazaba a Córdoba.
Opinaba mi docto educador que el avance de la ciencia árabe se debía a su escaso dogmatismo, pues la religión intervenía poco. «El día en que los ulemas impongan su ley, se acabará el dominio cultural del islam», decía siempre. Moríamos de éxito científico porque las escuelas y cortes musulmanas estaban formadas por gentes de diversas razas, nacionalidades y religiones, aseguraba. Entre los más doctos enseñantes se encontraban judíos, iranianos, hindúes y latinos. Aunque predominaban los islamitas, en Bagdad y en Córdoba abundaban los cristianos y hebreos, y en el Oriente, además, convivían con paquistaníes y zoroástricos.
—¿Cuál crees que sea la amalgama que aglutina nuestra cultura? —me preguntó una vez sin obtener respuesta.
El sol caía por detrás de la sierra. Los luceros y una luna creciente señoreaban ya el cielo tintado en rubros y violetas. No se oía ni un rumor.
—El bello idioma árabe —se contestó a sí mismo—. Muchos letrados de Bagdad y las clases cultas de Al-Ándalus, El Cairo o Fez dominan el griego, el latín o la aljamía, pero prefieren el árabe para sus controversias. Los hijos del desierto han creado un rico idioma contando estrellas y planetas, numerando las vértebras del camello, los matojos que crecen en las dunas, las sangrientas lides, los bárbaros festines o la libertad cristalina e infinita de la escasez, del no precisar nada, y en su poesía cantan desde las riñas por la posesión de una mujer y el color de los dátiles maduros a las rutas del gran arenal borradas por el viento.
—¿Cuántos idiomas hablas, maestro? —quise saber.
—Soy un homo trilinguis —respondió—. Hablo griego, latín y árabe, como la mayoría de las gentes cultas en Occidente. Para mí es más conciso y flexible, en tocante a la ciencia, el árabe que el latín. La aljamía castellana o el idioma que hablan catalanes, anglos y francos son recientes, y es por ello que aún no tienen la enjundia de su idioma matriz, el lenguaje del Lacio.
Todavía, sesenta años después, veo a Hallili concentrado en la charla, condescendiente, como los buenos sabios, con la juventud, apoyado en una almena de la muralla cordobesa sobre el río, la mirada perdida más allá de los campos ubérrimos. Fue el mejor profesor que he tenido, y a él, a su afán de explicar, de enseñar, a su paciencia, debo mucha parte de lo que soy. El último año antes de graduarme en la medersa tuve intensas dudas sobre mi futuro. No sabía por cuál ciencia o materia decidirme. Me atraían las matemáticas y, dentro de ellas, el álgebra o al-geber, arte de la transposición de términos o método para hallar el valor de una cantidad o su raíz, ideado por un árabe. También me apasionaba la geometría de Al-Joarizmi y la trigonometría plana y esférica. Me gustaban la física y los aparatos para medir los cielos y seguir el movimiento de los astros. Una noche Hallili me llevó al observatorio cordobés para ver las estrellas. Recuerdo que ante la visión de la cúpula que forma el universo estuve sin poder articular palabra mucho rato.
—Esa nubecilla sutil que se alarga y parece aglutinar en su interior estrellas grandes se llama Vía Láctea —dijo.
—Parece polvo cósmico…
—Son millones de astros más grandes que la tierra —aseguró.
Me dejó manejar un astrolabio y una safea, aparato de su invención, observador y a la vez calculador del tiempo y de las horas. Me interesaban la química, la historia natural, la geografía, el cálculo indio, la música y, en cuanto a ciencias aplicadas, la alquimia, la astrología, la medicina y la mecánica. Antes de decidirme, sólo faltaban cinco meses para graduarme, Osmán Hallili me presentó a Maslama, el insigne matemático, y me proporcionó un libro de Al-Razi: Continens, un compendio de todas las enfermedades conocidas y del empleo del cauterio.
Pasé horas hablando con Maslama, fundador de la Escuela de Astronomía y Matemáticas de Córdoba. Abul Qasim Maslama no era sin embargo cordobés. Había nacido en un pequeño lugar al norte de Toledo llamado Magerit, que bañaba un riachuelo tributario del Tajo, el Manzanares. Sin nada que hacer en aquel inhóspito villorrio casi fronterizo con el condado castellano, Maslama se trasladó a la capital del califato donde ganó justa reputación de príncipe de los matemáticos de Al-Ándalus. Tenía ya numerosos discípulos, entre ellos Abú Hafs, el geómetra, o Ben-Quadra, experto en trigonometría. Maslama había corregido diversos errores en las tablas de Al-Joarizmi y Albatenio, los dos astrónomos más célebres del Oriente islámico. El sabio se explicaba con tal énfasis que te prendía en su red sin proponérselo, como la claridad del haz de la linterna a una mariposa de luz. En pocos minutos llenó una pizarra de signos, algunos cabalísticos, para demostrarme una teoría sexagesimal que sostenía. Inmerso en su propio mundo, no se daba cuenta de que tenía frente a él a un rapaz de quince años cuya única intención era saber en qué consistía su arcana ciencia. Hoy, tras sesenta años, puedo decir con fundamento que Maslama trasladó el saber astronómico de Bagdad a Córdoba y que el meridiano de Toledo pasó a ser el de referencia en el mundo civilizado. Cualquier astrónomo europeo en los inicios del segundo milenio se refiere al meridiano cero, el que pasa por la ciudad que baña el río Tajo, si se trata de elaborar mapas celestes.
—El geómetra persa Tabit Ibn Qurra estaba en un error cuando ideó este cálculo —sostuvo, trazando con tiza en el tablero una inacabable sucesión de cifras crípticas.
Yo asentía a todo en respetuoso silencio, aunque al mismo tiempo pensaba que las matemáticas eran una bella ciencia antes estática que dinámica y yo amaba el movimiento. Me mostró luego los libros que había escrito sobre ciencias naturales, medicina y alquimia, y que servían de texto a sus alumnos. Maslama era un experto alquimista. Había bebido en las enseñanzas de Abenmasarra, un médico oriental establecido en Zaragoza, y las difundía en Córdoba. Tras aquellas sesiones de cálculo, astronomía y álgebra, con la cabeza llena de números y de signos sin digerir, me concentré en la obra de Al-Razi: su famoso tratado Continens.
Aquello era otra cosa. Abú Bakr Mamad Ibu Zakariyya, conocido en todo el orbe como Al-Razi, rey de los médicos persas desaparecido en 932, analizaba en su magno tratado cientos de enfermedades, describía sus síntomas y su tratamiento. Lo hacía con mucha amenidad, razonándolo todo, con un lenguaje inteligible. Era seguidor de Hipócrates y de Galeno. Poco sabemos de aquel genio: que vivió setenta y dos años, que quedó ciego y que su pasión era escribir. Estudió filosofía y música, y llegó a ser un excelente guitarrista. Su interés por la medicina nació de sus visitas a un amigo droguero ingresado en un maristán de Teherán, al ver lo poco que mejoraba con el tratamiento. Ya médico, se trasladó a Bagdad, donde dirigió su hospital. Lejos de considerar a los padecimientos fruto del pecado o de la conjunción del aire putrefacto y de los elementos, afirmaba que cada mal responde a una causa lógica y orgánica. Dedicaba capítulos especiales a la viruela, a la escarlatina y al sarampión, plagas que había descrito científicamente, y cerraba la obra con un apéndice anatómico, con bellas láminas de su mano en las que, por primera vez, veía el interior de un cuerpo humano. Fue el primero que introdujo el uso sistemático de preparados químicos en la terapéutica y en rechazar también que podía diagnosticarse con sólo probar la orina del paciente. Estuve sin poder dormir tres largas noches: mi futuro estaba encadenado ya a aquella extraña ciencia, mezcla de altruismo, magia y saber, cuyo último objetivo era curar. Hablé con mi profesor justo el día en que me graduaba en la medersa y aprobó mi decisión con gran benevolencia. Antes del viaje que hice con mi familia aquel verano, con el que mi padrastro premiaba la finalización de mis estudios medios, Hallili me presentó a Alí Al-Mayuri, el físico cordobés que regentaba la Escuela de Medicina de la aljama, uno de los médicos que se ocupaban de la salud de Abderrahmán III.
Provistos del correspondiente pasaporte y un visado especial del califa, que mi madre consiguió sin dificultad por intermedio de la dueña del harén en el que pasara ella su juventud y yo mi niñez, en junio de 951 de la era cristiana embarcamos en un jabeque que bajaba por el Guadalquivir hacia Cádiz, navegando luego en cabotaje con carga general y pasaje a Barcelona. Estrené mis quince primaveras a bordo de la pequeña nave, de dos palos, apenas treinta varas de eslora y nueve de manga. El patrón del navío era muy amigo de mi padrastro, tangerino como él, y la verdad es que nos trató tan bien como a un visir. Cinco de las seis camaretas del navío, de cuatro literas cada una, iban llenas. Tan sólo la nuestra, ocupada por tres pasajeros, pues mis hermanastros habían quedado al cuido de una de mis tías maternas, iba desahogada. Bueno, lo del desahogo es un decir, pues aún no entiendo cómo nos arreglábamos en espacio tan mínimo, donde dos personas juntas no podían coincidir de pie. Dediqué lo que tardó la nave en llegar a Sevilla a recorrer el barco. Me conturbó el olor sui géneris al subir a bordo: petróleo, sebo de carnero, salitre, rata muerta y madera carcomida. Vi el puente de mando, en alto sobre la cubierta para dominar con cierta perspectiva los obstáculos, y la bodega donde se estibaba la carga: tinajas de aceite, placas de mármol, sacas de trigo, sémola y dátiles; bajé a la sentina en la que dormían los tripulantes y un facineroso, convenientemente encadenado y amarrado a un cepo, que era desterrado de por vida del califato a la isla de Alborán. Intenté hablar con él para que me contara sus fechorías y desdichas, pero los guardias que lo custodiaban me alejaron escupiendo entre dos colmillos, ignorándome.
Sevilla, donde atracamos dos días, me maravilló. Es ciudad más pequeña que Córdoba, pero más luminosa y ventilada, el río a su paso es más ancho y majestuoso. Vimos los barrios cristianos y hebreos, nos adecentamos en unos baños públicos, recorrimos los muelles y comprobamos su movimiento en auge. Las decenas de navíos que allí atracan procedentes de todos los puertos del Mediterráneo deben pagar al califa, representado en Sevilla por su emir, un fielato o tasa que abonan en una torre a la orilla del río. Cargada La Airosa con una partida de pescado en salmuera, reanudamos la marcha río abajo hasta llegar a Cádiz.
La vieja Gades romana es apenas un villorrio que pierde importancia ante el imparable auge sevillano. Dos docenas de estuporosos árabes daban cabezadas en la plaza principal, delante del mercado, mientras mendaces hebreos y astutos muladíes trataban de estafarse mutuamente. El jabeque estuvo atracado lo justo para estibar algunos fardos de piel de oveja mientras nosotros recorríamos desde lo alto las antiguas murallas. Era la primera vez que mi madre y yo veíamos el mar. Es difícil expresar con palabras mi emoción al ver tal extensión de agua, las olas deshaciéndose en espuma y pompas al batir en la roca, los cormoranes y gaviotas emitiendo su desacorde «gallí-gallí» y, a la izquierda, la enorme ensenada de suave y rubia arena. La sensación era de extemporaneidad y al tiempo permanencia. Viendo el mar se entiende de una vez el significado de la palabra siempre y uno se siente muy pequeño. Aquellas olas o sus abuelas batían la base de la roca desde los tiempos en que nació el profeta, y más allá, al nacer el profeta cristiano, y aún más lejos, cuando Moisés recibió las Tablas de la Ley. Mi madre, con el viento anidado en el pelo, parecía tan extasiada como yo. Hassan, que no nos dejaba ni a sol ni a sombra, semejaba indiferente: cosas de la costumbre.
Me las había prometido muy felices con la travesía los primeros días, cuando navegábamos la corriente fluvial lisa y mansa, de color verde domesticado, pero al salir a mar abierto el panorama cambió radicalmente. Al segundo cabeceo de la embarcación en mar abierto, un mareo de cien mil pares de demonios se apoderó de mí y hube de correr a la borda para soltar una mascada que tino el mar de negro. Iban en ella la leche materna, mi primera papilla, todas las gachas de harina de almortas del harén —solían dárnoslas de merienda y las odiaba— y lo comido y bebido desde que embarqué en Córdoba. Zulema, que incomprensiblemente superaba el mareo, me atendió solícita y me llevó a la litera donde, dos días con sus noches, creí morirme. Pocas sensaciones más desagradables que el mareo de mar. Nada como la angustia de su vértigo. Ya creía que nunca más podría incorporarme, pero amanecí fresco y hambriento. La brisa marina y la visión del mar, ahora tranquilo, contribuyó a despejarme justo cuando La Airosa embocaba el diminuto abrigo del islote que llaman de Alborán, en un lugar del Mare Nostrum equidistante de Europa y África. Era un cacho de roca no mucho más grande que la plaza del Califa en mi arrabal de Córdoba. Había allí un farero, cinco casuchas de caña y una pequeña guarnición que se relevaba cada siete meses. Un grupo de hombres encadenados, en taparrabos, picaba piedra para ampliar el muelle bajo la atenta mirada de los vigilantes armados con alfanjes y gumías. Desembarcaron al forajido —un cuatrero y tahúr—, quien se incorporó de inmediato al grupo, dejaron una garrafa de aguardiente que fue celebrada por los soldados como si fuese maná celeste y levamos anclas.
—¿Qué ocurrirá con ese hombre? —pregunté a Hassan mientras por la popa aún se divisaba aquel peñasco.
—Está desterrado para siempre de Al-Ándalus —dijo—. Cumplirá su condena trabajando y morirá en el islote, pues escapar es imposible. ¿No viste el pequeño cementerio? Allí se pudrirá tras purgar sus pecados picando piedra, sin opción a robar más caballos o marcar los dados.
La Airosa, a velas desplegadas, señoreó de nuevo el mar. Éste se movía a impulsos, subiendo y bajando como si en sus lomos se agitasen de común acuerdo los animales que lo pueblan. Decía Osmán Hallili que era el viento el causante del estremecimiento de sus aguas, pero no había viento. Para mí que se trata de la muda protesta de los peces, que menean sus colas y sacuden las aletas al ver invadida su intimidad. El color de la masa de líquido era azul plomizo, diferente al verde-agua del océano en Cádiz. Hacía fresco, por lo que pasábamos gran parte del tiempo en la camareta. Es curioso el comportamiento del ser humano. Nunca conoces a las personas, ni siquiera a tu madre, hasta que convives con ellas estrechamente. No conseguí ver una pulgada de la piel de Zulema, ni la punta de un pie, en todo el viaje. Se desnudaba, si lo hacía, ya en su litera, que era la más alta. Procuraba no emitir ninguna clase de sonido, ya sabéis, tos nerviosa, un pequeño ronquido o la inevitable y natural ventosidad fruto del trabajo del tubo digestivo. Los contados cuescos que se oyeron procedían de Hassan, más desenvuelto, o de mí mismo. Los hombres nos lavábamos en cubierta, con sólo los calzones, baldeándonos con agua de mar el uno al otro, pero Zulema lo hacía con agua dulce, llevando la jofaina al camarote y encerrándose allí horas. Nuestra primera acción al llegar a puerto era buscar un baño público y darnos un remojo al modo romano, con vapor cálido y piscinas de agua clara y potable. Dos singladuras empleó el barco hasta fondear en Alicante, donde cargó dátiles y dejó mármol y aceite. Vimos su preciosa alcazaba y sus palmerales, comprobamos lo industrioso de sus habitantes y seguimos a Valencia, verdadera perla del Mediterráneo.
Tres días tardó nuestra nave en descargar mercancías y cargar naranjas y limones, los que aprovechamos para ver sus murallas, sus numerosas huertas, el mercado de esclavos —casi mayor que el de Sevilla—, la alcaicería y el comercio de la seda, que se monopoliza en la gran lonja. Pero lo más digno de ver en la bella ciudad, que gobierna un emir de confianza del califa, es un curioso tribunal que se ubica en plena calle, en la puerta trasera de la mezquita principal. Emite sus dictámenes los jueves no festivos, al caer el sol. Forman el tribunal, que llaman «de las Aguas», los siete síndicos acequieros más antiguos de la población. Su competencia son todas las cuestiones que se relacionan con la distribución de las aguas de riego. Reúnense en público, bajo los venerables arcos de ladrillo, para oír a los interesados citados previamente. El tribunal admite la prueba si se ofrece, acuerda el reconocimiento pericial cuando se necesita y dicta su fallo. Éste es inapelable y se lleva a efecto por el síndico a quien corresponda, para lo cual impetra, de precisarse, la ayuda del caíd. El Tribunal de las Aguas valenciano, eminentemente popular y en cuyos sencillos procederes nada se escribe, ni intervienen procuradores o leguleyos, goza de gran predicamento en la Vega por la rectitud, economía y celeridad de sus juicios. Cada uno de sus jueces representa a una de las siete acequias que sangran del río Turia. Ante ellos, y en presencia de los guardas de las acequias y los atandadores o encargados de los turnos de riego, comparecen los que se creen perjudicados o han cometido faltas. Se les oye a todos según les toca hablar, por orden de edad. No se consienten interrupciones del contrario y, si éstas surgen en el calor de la disputa, sufre el interruptor amonestaciones o multas progresivas. La sentencia la pronuncia el presidente del tribunal, siempre el más antiguo de los síndicos.
Nosotros contemplamos absortos una sesión del Tribunal y comprobamos su imparcialidad a la hora de impartir justicia. El demandante era el humilde propietario de una dula pequeña, un mozárabe, quien se enfrentaba a un rico terrateniente árabe dueño de varias fanegadas de huertos de naranjos, granados, limas y limoneros. Aducía el cristiano recibir menos horas de agua en proporción que su vecino islamita, puesto de acuerdo con el atandador previo soborno. Como prueba, alegaba el lamentable estado de su dula que, con la misma tierra e idénticos abonos que los de su contrario, aparecía yerta, con árboles de pocos frutos y pequeños. Verificados los hechos por el perito, asignado por el síndico el día anterior, se condenó al poderoso y se absolvió al humilde.
Hablé mucho con mi padrastro durante la singladura que empleó La Airosa en arribar a Barcelona. Fueron conversaciones generales, saludables, de poca enjundia, pues Hassan era de horras entendederas, un buen hombre pero hueco de sesera en todo lo que se saliera de cifras, varas de tela, clases de género, número de nudos por codo cuadrado de alfombra o calidad en la mercancía. Parecía disponer de un instrumento en su cerebro para calcular sumas y multiplicaciones, divisiones o restas; resplandecía su rostro de placer aparecía Zulema, que era su diosa, la claridad que iluminó hasta el final, cercano ya, sus días felices. Nunca le vi tocarla en la estrechez de aquel tabuco innoble que hacía de camareta, hecho tal vez a la anchura espaciosa de su tálamo y al muelle y esponjoso tacto de las colchas de seda y las sábanas blancas. Se limitó a adorarla en silencio. También, seguro, mi presencia disuadió a ambos de una acción que requiere por definición sosiego, paz y soledad absoluta.
De Barcelona saqué conclusiones dispares. De un lado, la belleza de su emplazamiento y de sus edificios, la gentileza de sus gentes, y de otro, el bullicio que convierte a la capital del condado catalán en un gran zoco inhabitable a pesar de contar con los mismos habitantes que Sevilla: sobre setenta mil. No. tuvimos un momento de sosiego y no hallamos baños públicos: los cristianos corrientes, o no se lavan o lo hacen cuando llueve. El hedor al juntarse más de tres, como ocurre en plazas, mercados y en sus iglesias, que visitamos sin trabas a pesar de vestir con chilaba y calzar babuchas, es tal que es preciso taparse las narices. Por lo demás, nos miraban con curiosidad y nos trataban con indiferencia. Tras despedirnos de La Airosa y de su capitán, que estibaba su carga para regresar a Córdoba, hallamos limpio y cómodo alojamiento en una buena posada a la orilla del mar, en una ensenada estrecha y pedregosa al norte de la urbe. Reconozco que Hassan dispensó con generosidad sus dinares de oro para hospedarnos como príncipes. Nuestras habitaciones, ambas con balcón al mar, aguamanil, jofaina y toallas limpias, eran contiguas. No descarto que aquel rumor festivo, como luciérnagas cantoras frotándose las patas, muy semejante al que oyera otras veces en nuestra casa cordobesa, tradujera el ardor combativo de los amantes. Recorrimos los paseos de la ciudad, que es abierta y ventilada, con numerosos jardines, palmeras datileras y clima ameno, y paseamos por su barrio viejo y el gueto judío. Mi madre y yo vimos con incredulidad, en el barrio portuario, a decenas de prostitutas en los balcones, postulándose, mostrando con descaro sus ajadas o meritorias carnes a los viandantes. Mi padrastro, conocedor del mundo y la ciudad, pues era la quinta o sexta vez que la visitaba, no mostraba emoción aparente.
Hablan los catalanes en su bello idioma materno, pero todos conocen la aljamía, el no menos hermoso romance castellano, primo hermano de aquél. Fue un placer entenderse con todos y felicitarnos de compartir el habla, lo que facilita la existencia. Las regiones bilingües de manera espontánea, como Cataluña o nuestro califato, poseen una ventaja nada desdeñable con respecto a las que manejan sólo un idioma. Por ello me maravilla que haya árabes cerriles en Córdoba que abominen de las lenguas cristianas. A raíz de aquel viaje me propuse aprender mejor cuantas más lenguas y no prescindir de ninguna. Hassan debía reunirse con ciertos proveedores y clientes. Tras culminar con éxito sus encuentros, visitar las murallas en torno a la vieja ciudadela de Montjuic y saludar al conde Borrell II, para quien mi padrastro traía una misiva del visir cordobés, nos despedimos de la ciudad y partimos en la silla de posta hacia Zaragoza.
Nuestra experiencia fue deprimente el primer día, cuando, tras madrugar, hicimos el trayecto a Villafranca del Penedés, donde comimos, y luego a Terrassa, donde hicimos noche en una mala venta. El camino era infame, abrupto y bacheado, pero rodeado de huertos de frutales y sembrados donde se afanaban campesinos de ambos sexos, ellas con las faldas arremangadas mostrando las corvas urbi et orbi y ellos protegiéndose la testa del ardoroso sol con una especie de capuz rojo y flácido que llaman barretina. El carruaje era espacioso, para ocho personas, e iba lleno. Nuestros compañeros de viaje, un matrimonio de mediana edad —lo deduje por las alianzas que, al modo cristiano, llevaban en sus dedos—, un fraile orondo —denunciado por su hábito y tonsura—, un militar con licencia —cuya condición delataba su espada al cinto— y un mocetón de aspecto rústico y ojos soñadores, no dejaron un solo momento de comernos con los ojos y de hacer comentarios despectivos o jocosos, ignorantes de que los entendíamos. Hablaron de reales o inventadas victorias de los cristianos sobre los agarenos, se mofaron veladamente de nuestra fe y no dejaron títere con cabeza sobre la forma de vida de los islamitas. A Zulema, muy elegante en un caftán azul, la devoraban con la vista el mocetón, el militar, el sacerdote y hasta el hombre casado. No escaparon a las pesquisas indiscretas ni sus pies, que, calzados con escarpines abiertos, asomaban por debajo de las alforzas de su vestido. Para mayor infortunio, además de lucir su ajorca de oro, se había decorado las cuidadas uñas de color bermejo opalescente y pintado los tobillos con alheña. De tal forma iban embellecidos que era imposible dejar de admirarlos. Fue algo tan ostentoso y lamentable que mi madre, tras sonrojarse con la verecundia de una núbil, se vio obligada a cubrirse con el hijab, algo que ni siquiera hace en el arrabal, y a esconder sus delicados pies tras encogerlos. Hassan, de por sí cauto y comedido, estaba a punto de saltar como un resorte y echar mano a la gumía, y lo hubiera hecho de no estar en minoría en tierra extraña. Por menos de eso descuartizan en Córdoba a un hombre.
Tomamos nota aquella noche de todo lo anterior y, tras cenar frugalmente en la venta, Hassan decidió viajar por nuestra cuenta al menos hasta Zaragoza, en tierras moras. Puesto que contaba con dineros sobrados —según comentó delante de una excelente muestra de las verduras de la zona— era estúpido viajar acompañado de gentes insustanciales y protervas. En consecuencia, al día siguiente mi padrastro ajustó con un cochero, alquiló una tartana —que es el medio de locomoción más usado en Cataluña— y acomodándonos en ella partimos hacia Zaragoza. Cinco jornadas nos llevó tan largo viaje, pues, en aras de la comodidad de su esposa, Hassan no quiso apurar a nuestro auriga, íbamos despacio, charlando o cavilando entre nosotros, y el cochero con las mulas. No recuerdo los nombres de los pueblos y aldeas por los que transcurrimos hasta llegar a Bujaraloz, donde estaba la frontera, pero afirmo que por la mayor parte se veían desangelados, polvorientos y semidespoblados, poco que ver con las lucientes villas de mi tierra andaluza.
Igual que hiciera con mi padrastro por mar, lo hice por tierra firme con mi madre: dialogar más que nunca en mi corta vida. Zulema, a pesar de la maternidad, no aparentaba los treinta y cinco años que tenía a la sazón. Era muy dócil. Callada, como es uso corriente en la mujer islamita, sólo hablaba si se le preguntaba, pero, cuando lo hacía, emitía por palabras sentencias. Su cuerpo se mantenía con las trazas de niña y la piel visible conservaba idéntico frescor. Su delgadez era concreta. Alta, espigada como las flamígeras espadañas de una seo cristiana, el color de su tez era trigueño y el de sus rasgados ojos avellana tostada. Su mirada, su sonrisa, su modo de decir y el inacabable repertorio de su ternura eran prendas que la adornaban, explicando sin palabras la pasión que despertaba en los hombres, la que brotó un tiempo en el pecho de Abderrahmán III y la que poseía a Hassan, su único esposo. Estaba más ilusionada que yo ante mi decisión de seguir los estudios de físico. Le conté mi ambición: llegar a dominar el cuerpo humano y convertirme en un gran cirujano.
—¿Cómo puede gustarte la idea de hender la carne con el escalpelo? —preguntó, bailándole en los ojos la aprensión.
Es lo mismo que hacían los antiguos egipcios, lo que hacen hoy en Bagdad los más osados —dije—. Me gusta también el arte de curar mediante pócimas o remedios naturales, pero el escalpelo es más resolutivo. Para mí, la cirugía es la síntesis y la conclusión de la medicina.
—¿Te gustaría conocer el Oriente, la cuna del profeta?
—Algún día habré de peregrinar para cumplir con la obligación del buen musulmán.
—¿Me llevarías? Hassan ya estuvo en La Meca y no se siente con fuerzas de repetir tan largo viaje.
—Lo haría con gusto. Lo prometo.
—Olvidarás tu promesa. Surgirá una mujer y luego otra, y te encadenarán.
—Hasta aquí cumplí siempre mis promesas. Callo y pareció concentrarse en sí misma. Me gustaba la curva de su nuca, tan sensual, que heredé, y la suavidad de la piel de sus brazos. Traté de, sonsacándola, saber de mis orígenes.
—¿Me dirás alguna vez quién fue mi padre? Los que saben que fuiste concubina del califa me suponen hijo de Abderrahmán. Pero yo sé de buena fuente que hubo alguien más llenándote las noches…
—Sabes bien que deploro hablar de ese tema.
—¿Por qué?
—Tengo razones poderosas.
—Confiesa por lo menos que hubo otros.
—Sólo hubo dos hombres en mi vida antes del matrimonio: el califa y Muley su hermano más pequeño.
—Sé que Muley era de tu edad. ¿A quién amabas más?
Silencio. Le tremaban los labios y había palidecido levemente. Una línea quebrada se dibujó en su frente.
—¿Por qué eres así? Te aseguro que no es bueno que sepas —musitó.
—Retiro mi pregunta por obvia y por estúpida —dije—. Tenías por fuerza que desear más a Muley.
—Dime por qué.
—Por algo muy simple: de haber amado más al califa no habrías consentido que te tocase otro. Y si ese otro hubiese insistido, lo habrías delatado. Ninguna mujer que pueda impedirlo deja que la posean contra su voluntad. ¿Cuándo se fijó Muley en ti?
—Lo ignoro. Debió de ser durante nuestro baño. Coincidió que Abderrahmán visitaba Badajoz y Lisboa. Después lo arregló sobornando a los eunucos para entrar en el gineceo. Y ya no sabrás más.
Dio por terminado aquel diálogo frunciendo los labios con disgusto, un gesto que también saqué de ella. En estas y otras sabrosas charlas llegamos a Zaragoza. Despedimos al cochero tras abonar sus servicios y nos alojamos en un mesón de viajeros frente a la estación de postas. Poco duró nuestra estancia allí pues, al día siguiente, Hassan se acercó al palacio de la Aljafería, se dio a conocer y entregó al capitán de la guardia una carta lacrada para el emir que llevaba del gran visir de Córdoba, muy amigo de ambos. Abdelazer Ibn Banu Qasi nos recibió aquella misma tarde. Conocía ya a mi padrastro, quien le suministraba sedas y alfombras orientales. En esa ocasión le regaló una pequeña alfombra de oración, en seda cruda, manufacturada en Qom, en la lejana Persia. El mandatario agradeció el obsequio, se deshizo en atenciones con nosotros, nos alojó en su alcázar y nos rogó transmitiésemos al visir cordobés y al califa sus parabienes. Fue la visión de mi madre quizá, su belleza o los trajes de gran gala que llevábamos todos, lo que le hizo pensar que manteníamos cierta intimidad con Abderrahmán III que Hassan, desde luego, no quiso desmentir.
Gozamos en Zaragoza de una semana de placer elitista. El palacio de la Aljafería es bello y espacioso, bien provisto. Utilizamos los baños palaciegos, con Zulema convenientemente separada de nosotros, y allí Hassan, que había engordado varias libras, se sometió a la disciplina de un gigante senegalés que, tras golpear su dorso y flancos con toallas empapadas en agua hirviente, masajeaba sus muslos, lomos, vértebras y costillas tras numerarlas. Luego le hacía correr con sólo un taparrabos y dar vueltas alrededor del gimnasio. Yo contemplaba la tunda sumergido en la piscina de agua fría, compadeciéndolo. El resultado fue óptimo, y es que nada hay mejor para el organismo que el ejercicio físico. En sólo una semana mi padrastro adelgazó, mensurado en la romana de las cuadras, casi seis libras. Mi madre parecía otra tras sus sesiones de hidroterapia y el masaje de las ágiles manos de una esclava cristiana. Yo cabalgué varias mañanas por la orilla del Ebro por gentileza del emir. No he dicho hasta aquí que amo la equitación y los caballos, los más inteligentes de los animales. Repuestos de las fatigas del camino, tras recorrer la mezquita principal y los zocos y ver una fiesta de toros, a finales de junio emprendimos viaje hacia Toledo.
Escarmentados, y a pesar de circular por tierras árabes, emprendimos el viaje en calesa arrendada. Quince días nos llevó tan largo itinerario, que hicimos despacio, pues no teníamos prisa y además deseábamos ver las principales ciudades. Solíamos hacer entre diez y once leguas castellanas por jornada, pues Hassan miraba mucho por su esposa, porque no se cansara y anduviese risueña y viva la color. Paramos o hicimos noche en Calatayud, Arcos de Jalón, Alcolea, Sigüenza, Guadalajara, Pastrana, Alcalá de Henares, Magerit y Aranjuez antes de entrar en Toledo, la vieja ciudad que había sido capital visigótica. Todas aquellas poblaciones son más o menos anodinas: el mismo cielo azul, un aire limpio, polvo a granel, iglesias, mezquitas, el castillo condal o ducal de la época visigoda y una destartalada plaza con un pilón en medio donde abrevan las bestias y estercolan. Sólo Toledo merece una mención aparte y muy especial. Ciudad encaramada en una roca cuyo origen se pierde en la noche del tiempo, el río Tajo la rodea igual que una ballesta y abraza en sus dos tercios. A la orilla del río se encuentran las célebres fundiciones, productoras del acero mejor templado de la tierra. Para muchos son las aguas del Tajo las que prestan al metal su especial dureza y flexibilidad. A Toledo vienen a encargar de todo el orbe espadas, gumías, sables y alfanjes, reyes, príncipes, sultanes y hasta el sátrapa persa. Un camino escarpado, tras franquear la puerta del Sol, conduce hasta el zoco principal, llamado Zocodover, en el mismo centro de la urbe. La mezquita principal es bellísima, lo mismo que las viejas iglesias cristianas y las sinagogas, pues Toledo, a pesar de la feroz represión del tristemente célebre emir Ibn Muza, de un siglo y medio atrás, es famosa por su extensa y rica judería, que no gueto. Paseamos por el intrincado dédalo de sus callejuelas retorcidas, en anzuelo, por el barrio cristiano revestido de aromáticas flores y por la zona árabe perfumada de albahaca y jazmín. Vi con cierta emoción, en la fachada de algunas casas, placas de bronce en las que se postulaban físicos y cirujanos-barberos. Toda la ciudad olía a gálbano, especie de resina que se quema para embalsamar el ambiente y depurarlo de miasmas. Jamás olvidaré la perdiz estofada con que nos regalamos un mediodía en el mesón en que nos hospedábamos.
Tras cinco noches en la ciudad tomamos el camino del sur hacia Almagro, Andújar y Córdoba por fin. Dos semanas más nos costó recorrer aquel itinerario, especialmente duro hasta Despeñaperros, un angosto desfiladero de tan curioso apelativo como cierto. La Mancha es árida, seca y desabrida. Tanto como un cordero detestable, correoso, que nos dieron en Almagro, capital del Campo de Calatrava. Todo cambió desde que se sintió el aire andaluz, el aroma de los olivos venerables y el perfume del Guadalquivir. Revivimos en Andújar con un ajoblanco y entramos en el arrabal a finales del agosto cristiano. Algo más de dos meses nos llevó tan extenso periplo, pero mereció la pena. Sin apenas tiempo para descansar, a mediados de septiembre inicié mis estudios en la prestigiosa Escuela de Medicina de la aljama.
La aljama o Medersa Superior de Córdoba se alojaba en un amplio edificio situado junto al alcázar viejo, sobre un altozano, disfrutando de una bella panorámica del río. Cerca del arrabal, tenías que cruzar el puente romano, pasar la puerta de Écija y subir la cuesta en curva que llamaban «del molino», pues una vez hubo allí un molino harinero. Ordenada levantar por Abderrahmán III en el primer año de su reinado, el edificio alzaba su fábrica de piedra arenisca tan orgulloso como el espolón de un navío de guerra que desafía al viento. En diferentes escuelas estudiaban allí más de noventa alumnos procedentes de todas las esquinas de Al-Ándalus. Dirigida cada una por varios profesores, se impartían lecciones de matemáticas puras o aplicadas, física, química, astronomía, geografía, medicina, astrología y alquimia. La escuela médica impartía sus lecciones en un aula luminosa, muy amplia, desde cuyos ventanales se observaba por completo el arrabal y, a lo lejos, la cerrada curva que dibujaba el Guadalquivir entre sotos, praderías y feraces campos. Disponía de cinco filas de bancos y pupitres, la mesa del maestro, estanterías que almacenaban libros y distintos legajos, armarios para las vestiduras y un gran tablero de pizarra en donde los profesores dibujaban con tiza para mostrar de manera gráfica sus enseñanzas. Tres se encargaban de la formación de diecisiete alumnos. El principal, que al tiempo era director de la medersa, se llamaba Ahmed Al-Qurtubí. Se trataba de un cordobés castizo, árabe de origen yemení, que se había formado en la madraza de Fez y había completado sus estudios con Pedro de Egina, la islita del golfo Sarónico a las puertas de Atenas. Hablaba griego, latín y franco además de la aljamía y el árabe. Cuando nos contaba sus experiencias helenas, en Epidauros, lugar del Peloponeso donde Hipócrates fundara su famosa escuela, se le encendían los ojos de emoción, temblaba la papada y se agitaba su solemne y atigrado bigote. Debía rondar los cincuenta años, pero se mantenía garrido y terne. Malas lenguas decían que en su juventud había sido un mujeriego impenitente, terror de Corinto, Nauplio y la Trípoli griega, depredador de harenes en Alejandría, y que reservaba sus últimas energías en complacer a una viuda de formas opulentas, del barrio aristocrático. En cuanto a medicina, era un ecléctico seguidor de los griegos, más ameno contando sus experiencias lúdicas —cuando te cogía confianza— que descifrando enigmas patológicos.
Al-Mayuri era el encargado de botánica y anatomía. Alto y fornido, de piel blanca y ojos zarcos protegidos por espesas cejas en visera, descendía de una esclava cristiana, montañesa por más señas, y alardeaba de ello. Conocía el norte de África, Sicilia y las penínsulas italiana e ibérica, pues su gran pasión era ver mundo. Sus clases en el campo, una vez por semana, eran agradables y al tiempo muy didácticas, íbamos caminando. Tras franquear la muralla por la puerta de Palma buscábamos verdes praderas o zonas arboladas y allí nos mostraba las plantas, hierbas y flores productoras de principios activos en el organismo, de benéfica acción. En una almunia de su propiedad, camino de la sierra, trataba de aclimatar, sin conseguirlo, especies orientales como pimienta, cinamomo, alcanfor, incienso o el árbol de la mirra, productor del bálsamo resinoso tan apreciado por su aroma. Por el contrario, en el jardín botánico del califa y a instancias de éste, cultivaba plantones de azafrán, caña de azúcar, algodón, granados y naranjas que injertaba para aumentar su peso y dulzor. Con él aprendimos las virtudes depurativas, astringentes, laxantes, carminativas, tónicas, diuréticas, transpirantes o antifebriles del arroz, cáñamo hindú, limero, sésamo, melón y regaliz, y de la berenjena, espinaca, sandía, coloquíntida y albahaca. Su huerto de palmeras era famoso por el frescor que provocaba su espesura, la dulzura de sus dátiles y el licor de arack que obtenía de las raíces del árbol, un secreto del que sólo participaba Abderrahmán III. Referente a su arte médica, era un convencido galenista. Admiraba al médico de Pérgamo, aunque formado en Grecia y Alejandría. Se guiaba por alguna de sus obras, como De pulsibus y Opera omnia, que, traducidas por él mismo y editadas a su costa, lucían siempre sobre la mesa que presidía el aula. Se tenía por buen anatomista. Pero, como pronto supe, se trataba de un anatomista de salón, que enseñaba una anatomía plana, sin profundidad ni perspectiva. Sus mejores enseñanzas las recibíamos al aire libre, en las ya referidas incursiones, en las que aprendíamos a distinguir hierbas y plantas medicinales que, tras recolectar, secaba y almacenaba en frascos.
Hasday Ben Saprut, médico de Abderrahmán III y durante varios años su primer ministro, era el tercero en concordia de los profesores, pero no el menor por su saber científico. Judío de origen, interpretaba las leyes de su libro sagrado de forma autodidacta, pues mantenía un harén si se quiere discreto, pero harén. Y es que, al gozar del favor del califa y en aquella sociedad abierta y permisiva, hacía y deshacía a su completo antojo. Desembarazado de cualquier prejuicio, mostraba a sus mujeres cada sábado por la alameda, paseando a caballo con las tres a rostro descubierto, distinguiéndose en eso de la mayor parte de los islamitas, que guarda y cela a sus hembras como a lo que son: su bien más preciado. Con un gusto exquisito y amante de variar, una era rubia como los arcángeles, otra morena clara y la tercera negra como el esquisto egipcio. Las tres iban vistosas, muy arregladas, pues su amo dispensaba en ellas más dineros que el propio gran visir en el mantenimiento de su casa. Se comentaba que alguna de las niñas, las tres eran muy jóvenes, se entendía con un joven amante. No me extraña. Es el peligro de mostrar al público las joyas y las perlas: sólo se ambiciona la belleza y lo que puede verse. Desde el punto de vista médico, Saprut era seguidor del persa arabizado Al-Razi. Era más amigo de la física que de la cirugía, que despreciaba. Famoso por el buen tino en sus diagnósticos, abría su consulta, siempre llena, en plena judería. Se contaba entre su clientela a la aristocracia árabe, los ricos hacendados arabizados, los más selectos comerciantes mozárabes y hebreos y gentes poderosas y opulentas de cualquier creencia o raza que llegaban de Sevilla, Málaga y Granada.
El primer año se me fue en aprender nociones generales, rudimentos anatómicos y bases de botánica. Lo culminé con aprovechamiento, pero no estaba del todo satisfecho. Disfrutaba con lo que aprendía, pero sentía que me faltaba algo. Mis compañeros estudiaban de manera mecánica, sin andarse en honduras, memorizando datos, fechas y nombres, buscando la manera de labrarse un porvenir y ganarse la vida holgadamente. Yo anhelaba otra cosa. Quería conocer los secretos del organismo, ahondar en él, experimentar, investigar la causa de las cosas. Galeno, por ejemplo, fue el primero en afirmar que las venas y arterias contenían sangre. Pero ¿qué era la sangre? ¿Por qué era diferente su color según fuese pura o impura? El de Pérgamo basaba la patología en la teoría de los cuatro humores, ya mí aquello me parecía demasiado simplista. Por otra parte, sin investigación no había adelanto, de eso estaba seguro. La única forma de conocer el cuerpo era diseccionándolo, abriéndolo, y aquí tropezábamos con las leyes coránicas. Por primera vez miré con prevención al Alcorán, que impedía, por impuros, experimentar con cadáveres. Mala cosa, pensé, mezclar ciencia y religión.
Seguía viendo los fines de semana a los amigos del arrabal. Fue iniciándose el segundo año cuando, una tarde de viernes, junto al Guadalquivir, comenté mis problemas con Aníbal. Primero me miró de hito en hito, como sin entender que tuviese un amigo tan raro, y por fin dijo:
—Conozco a un tipo que quizá pueda ayudarte.
—Lo dudo. ¿Quién es?
—Abdelaziz, el taxidermista. Diseca todo tipo de bichos, pues eso no lo prohíbe el Corán. Hace poco recibió el encargo de disecar un mono.
Una luz se encendió dentro de mi caletre. Allí podía estar la solución.
—Suena interesante —dije—. ¿Vive muy lejos? ¿Podrías acompañarme a su taller?
Y así fue como, de la mano de Aníbal, conocí a Abdelaziz, un tipo en sí simiesco. Tenía su obrador en lo más profundo y miserable del arrabal, junto a las tenerías. Un profundo y desagradable hedor a tanino, corteza putrefacta de sauce y excrementos de paloma teñía más que aderezaba el ambiente de aquel sórdido taller sobre las azoteas. La más extraña y abigarrada colección de alimañas y aves de cualquier clase, disecadas o embalsamadas, se alineaban en varias estanterías. Había allí desde halcones peregrinos y águilas imperiales hasta conejos, serpientes, lobos, ciervos y cabezas de toro. El trabajo era tan perfecto que los animales parecían vivos. Tenía delante de mí a un verdadero artista en una ciencia que desconocía Y que me explicó tras las presentaciones y saber el objeto de mi visita.
Dejando a un lado la presunta facilidad del procedimiento para la conservación de insectos, arácnidos y crustáceos, de los que vi una buena muestra en un panel, adelantaré que el arte de la taxidermia aplicada a las aves y mamíferos no es sencillo. Y es que cualquier arte exige rigor y disciplina. El taxidermista ha de tener tanto de naturalista como de artista, pues parte de su proceder es de pintor, escultor y hasta poeta. Nada de estas prendas artísticas parecían adornar a Abdelaziz, que era de piel cetrina, retaco en largo, rechoncho en ancho, desabrido de rostro y de maneras osunas. Tenía un pegote granujiento por nariz y orejas grandes, como extraviadas, que recordaban a un elefante asiático presto para volar. Practicaba un oficio que había heredado de su padre y ancestros. Cuando entré a su guarida, una joven descalza, bien parecida, que luego supe esclava, le servía una escudilla de cuscús de cordero. Tras las presentaciones le expliqué mi pretensión: aprender a su lado a disecar mamíferos.
—El problema es la conservación de la materia orgánica —aseguró, comiendo una zanahoria, secándose la boca en la manga de la chilaba.
Ante él se veía un tajine con restos de cordero. Le resbalaban por el belfo goterones de saliva mezclada con sémola. Gruesas manchas de grasa decoraban su túnica. Tenía las uñas negras de comer con los dedos y una mácula vinosa salpicada de cerdas como de jabalí decorándole un pómulo. Llevándose a los labios el dedo índice en señal de silencio, dio un largo trago a una botella de contenido ignoto, por las trazas y el excelente aroma vino de Montilla. Comprendí que exigía discreción en cuanto a su querencia por los vinos de mérito.
—Las vísceras de cualquier animal se descomponen pronto, igual que las del hombre —afirmó—. La carne es otra cosa, pues, oreándola con ciertas pautas, se apergamina y momifica. Yo no tengo ese problema pues en la taxidermia se vacía el animal, tratándose la piel o el plumaje con ciertas sustancias para que no las echen a perder el tiempo o la polilla.
—¿Qué tiempo dura en buen estado, por ejemplo, una liebre muerta?
—Depende del calor. En verano tres días. En invierno ocho o nueve.
—Para mí es tiempo más que suficiente —le aclaré—. Si me dejas trabajar a tu lado te pagaré lo que sea justo. ¿Tienes instrumental?
—Yo utilizo escalpelo, tijeras, lupa, paja seca, hilo de lino y agujas adecuadas para coser las pieles. Pero conozco a un herrero que puede fabricarte, en acero, cualquier instrumento que precises y puedas diseñar, pues es analfabeto.
Me acompañó al herrero, un operario renegrido del humo de la fragua que chorreaba sudor acre, medio desnudo, que fundía cualquier metal y trabajaba el hierro y el acero. Para alguien no avisado podía pasar por un evadido del averno. Según Abdelaziz era esclavo liberto de un comerciante que importaba maderas. Para empezar le dibujé en un pergamino un escalpelo con su mango y la cuchilla larga y fina, pinzas de disección con y sin dientes y un instrumento alargado que terminaba en forma de garfio. Todo ello lo había visto en la biblioteca de la medersa.
—¿Podrías fabricarme esto en acero? —le pregunté.
—Seguro, amo Abul Qasim —dijo.
Por deformación de su mente tanto tiempo esclava, el herrero llamaba amo a los hombres y ama a las mujeres de piel blanca. Cuando recogí el pedido, a los pocos días, me encontré con un material bien trabajado, reluciente. Había amolado el filo del escalpelo de tal forma que podía cortar en el aire un sedoso cabello de mujer. Tras pagar lo ajustado, tardé poco en empezar a trabajar. Zaira, la esclava de Abdelaziz, me proporcionó de un pollero del zoco, sucesivamente, una gallina, una liebre y un cabrito. Cumplimentaba mis pedidos con presteza y un signo interrogante en sus pupilas, como sin explicarse para qué precisaba un muchacho como yo tales bichos. Tras escaldarla, me peló la gallina que pasé a Abdelaziz para que la vaciara de sus vísceras. Luego, mientras el taxidermista trabajaba en un simio capturado en el Gran Atlas, el capricho de un acaudalado traficante de especias, yo hacía mis primeras incisiones en una piel de ave sin cocinar, descubría tendones, músculos, huesos y nervios. Me había pedido mi mentor que le guardase los restos del volátil, pues pensaba añadirlos a un tajine tras estofarlos. Igual de sencillo fue disecar la liebre. Zaira, tras retorcerle el pescuezo con arte y sangre fría y quitarle la piel, me la entregó orgullosa y se quedó mirando. Era bonita, coqueta, y sabía decorarse los párpados. Las curvas de sus senos se dibujaban a veces en su camisa de dormir, en la que, con poco o mucho seso, se paseaba por el taller sin cuidarse de su amo. Acostumbrada quizá a las burdas maneras de Abdelaziz y a la peste que exhalaba su cuerpo, creo que esperaba de mí una recompensa que ni debía ni estaba yo dispuesto a dar. No se debe mezclar el placer y el trabajo. También, era reacio a perder un valioso amigo.
El interior de una liebre no es tan distinto al de una gallinácea. Todo es algo más grande, pero hay las mismas o parecidas vísceras, músculos y aparatos. Más complicado fue matar al cabrito. El rumiante exhibió su mejor repertorio de balidos por toda la terraza antes de ser sacrificado de un certero tajo en pleno cuello, que esta vez le propiné yo mismo. Había perdido el respeto a matar cabras, cabritos y corderos. De ahí a rajar un cuerpo humano enfermo quedaban pocos pasos. Tenía dispuestos dos recipientes. En uno vertí la sangre que salía de una vena y en otro la que surgía de una arteria. Eran distintas, ligeramente más rojiza la arterial. Ello traducía la existencia de un espíritu vital que habitaba la sangre pura y que, tras vivificar las vísceras y músculos que regaba y perderlo, regresaba al corazón para recuperarlo. Luego disequé con mi escalpelo los músculos del animal, mucho más gruesos que en la liebre. Observé con especial atención el cuello. Por su parte anterior iba la tráquea, una especie de conducto cartilaginoso, rígido, que llevaba el aire a los pulmones. Detrás estaba el esófago descrito por Galeno, canal digestivo por el que bajaban los alimentos al estómago, y al fondo las vértebras cervicales, distintas de las dorsales y lumbares, que diseccioné una a una.
Dediqué un largo año a mis estudios anatómicos que efectuaba por las tardes, tras salir de la medersa, a veces hasta la madrugada. Perfeccioné los escalpelos y añadí al material quirúrgico diversos instrumentos de mi invención: una cánula larga que podía sustituir la tráquea, diversas lancetas para sangría, un punzón para evacuar líquido del tórax y otro más grueso para lavar la cavidad peritoneal en los ascíticos. Mi sueño era conseguir un animal lo más parecido posible al ser humano.
—¿Cómo podría hacerme con un mono? —pregunté una tarde a Abdelaziz. Trabajaba éste en un buitre leonado. Se veía tan natural que parecía alentar, a punto de levantar el vuelo.
—Los cuadrúmanos más corrientes y cercanos son los macacos del Atlas —respondió—. No es difícil cazarlos en aquellas montañas del sur de Marruecos, pues son confiados y acuden a la mano si les ofreces comida. Ya viste el que ya disequé por encargo hace algo más de un año. El problema no es traerlos, pues son pacíficos y viven bien enjaulados, sino sacrificarlos. A mí me lo trajeron recién muerto. Dada su semejanza con nosotros y actitudes casi humanas, yo no sería capaz de matar uno.
Le hablé entonces de la ciencia médica, de la cirugía y de la única manera de avanzar en ella: la experimentación.
—Si conociéramos a ciencia cierta la disposición del cuerpo humano sería mucho más fácil corregir sus anomalías con el escalpelo —sostuve—. Por ejemplo, el cólico miserere. Nadie sabe qué lo origina ni de dónde parte. Al-Razi opina que surge por la putrefacción de alguna parte del tubo digestivo; Pedro de Egina afirma que son las propias heces las que lo taponan y fermentan, originando la descomposición pútrida. Lo único que sabemos con certeza es que el que lo padece siempre muere. Si conociésemos mejor las vísceras digestivas estaríamos en disposición de actuar con efectividad.
—Lo dices de una forma que me entran ganas de comprobar con mis ojos cómo somos por dentro —dijo el taxidermista—. Te conseguiré un macaco de buen tamaño.
—Sé la mejor manera de sacrificarlo sin dolor —aseguré. Abdelaziz me miró interrogante—. Lo emborracharemos.
Antes del mes y medio llegó al arrabal el animal. Lo traía un cazador beréber que regresó a sus montañas tras cobrar dos dinares de oro, precio que incluía el macaco y los gastos del viaje. Contra lo que podría suponerse, el mono no venía enjaulado. Lo hacía de la mano de su captor, es cierto que encadenado, pero caminando por sus pasos. Tan alto como un rapaz de diez años, ligeramente corcovado, con el pelaje gris canoso, sus movimientos deslavazados y pesados recordaban a los de Abdelaziz. Su nariz era breve y sus orejas pegadas y pequeñas. Era tan gracioso, tan lleno de gestos y mañas y su mirada tan inteligente, que hubimos de darnos prisa en sacrificarlo para no encariñarnos demasiado. Lo hicimos con arreglo al plan previsto una fría noche de un viernes de marzo, administrándole severos lingotazos de aguardiente de Ojén. Reaccionó al primero dando grandes saltos. Se alegró ante el segundo con algo semejante a la risa humana y palmoteo como un niño. Se apagó a los pocos minutos del tercero y no se inmutó cuando, a la fuerza, le hicimos beber el resto del licor, casi un cuarto de azumbre. Quedó el pobre animal exánime, tendido boca arriba en la plancha de mármol que empleaba para mis disecciones. Todavía esperé diez minutos para que perdiese por completo la conciencia. No me tembló el pulso al seccionarle la vena yugular y se desangró sin emitir ni un mal quejido. En dos días con sus noches, en las que apenas me moví del taller, exploré de manera febril todas las cavidades, vísceras, músculos, tendones y huesos del animal. Descansaba unas horas, en las que daba cabezadas, comía y bebía algo, y proseguía mis investigaciones. El interior de un ser humano, como supe años más tarde, se diferenciaba poco del de aquel cuadrúmano. Tuve en mis manos. Por primera vez el encéfalo de un mamífero muy parecido al hombre, sentí el palpitar de un corazón todavía caliente, vi los pulmones y conductos que hasta él llevan el aire, medí el sorprendente largo del tubo digestivo, más de cinco varas, comprobé la realidad de sus secciones de grosor distinto y la existencia de una curiosa evaginación al inicio del intestino grueso. Descubrí lo que eran los riñones, según Galeno productores del líquido excreticio, y la glándula hepática, que para el mismo autor contribuye necesariamente al proceso de la digestión. Palpé y abrí venas y arterias, músculos y tendones, disequé huesos e investigué en las grandes articulaciones. En este punto, a los tres días, el cuerpo del simio comenzó a oler: se iniciaba el proceso de la putrefacción que nos devolverá a la tierra. Memento, homo, quia pulvis es et in pulverem reverteris, que dicen los cristianos en sus misas de difuntos. Vacié el animal de todas sus vísceras y las incineré. Luego entregué su cuerpo a Abdelaziz. Nueve días lo tuvo macerándose en alcohol alcanforado. Después disecó la piel con gran cuidado y me devolvió el resto. El macaco, relleno con estopa empapada en aromas de mirra, pasó a formar parte de su colección. No duró mucho en sus estanterías: al poco fue comprado por un tratante en pieles. Hoy puede verse en el escaparate de su negocio como reclamo.