Nos apostábamos en la gran sala del palacio de justicia, detrás de las columnas, por ver el incesante tráfago de caídes, muftíes y leguleyos y escuchar los ecos de sus diálogos en voz baja. Espiábamos a nuestras madres durante sus baños en la cisterna del harén y mientras hablaban o se acicalaban. Vi mi primer desnudo serio con curiosidad inacabable, pues me atraía la anatomía humana y no entendía todo lo que veía. ¿Cómo sería el entresijo apenas entrevisto de un sexo de mujer? ¿Qué esconderían las nalgas al fondo de su pliegue profundo y enigmático? ¿Cuál sería la textura del vello sobre el monte de Venus? ¿Cuál el tacto de aquellos senos turgentes, levantados y mórbidos?
Nos hacían mucha gracia los eunucos. Había más de treinta. Vivían en el Cuerpo de Guardia que protegía el alcázar, justo frente a la puerta del harén. Hacían guardia dentro de sus rígidas túnicas verdes de faldones colgantes, armados con alfanje y gumía, pero a pesar de su feroz aspecto eran inofensivos. Sólo ellos podían pasar al interior del serrallo si tenían que dar algún mensaje o eran requeridos para algo. No entendíamos por qué ellos sí y otros no. Se cuidaban mucho de mirar a las hembras y, mucho más, de hacerlo de intención. El grado de intencionalidad quedaba a la discreción de la destinataria del mensaje visual. Por lo general, las mujeres aceptaban con gusto ser miradas a pesar de saber que quien lo hacía era un castrado, pero más de una vez hubo problemas. Zoila, una hermosa marroquí que andaba enamoriscada del califa, fue a la dueña con el cuento de que Lorenzo, un eunuco gaditano, alto como alminar, la miraba con intención. Sin más averiguaciones, por orden de Abderrahmán, Lorenzo perdió las dos orejas, fue metido en una gabarra que bajaba por el Guadalquivir cargada con pellejos de aceite y desterrado a Ceuta.
Había eunucos de todas las razas y colores; casi todos eran grandes como armarios andantes, fofos como la masa de hacer pan y con un timbre de voz muy parecido: alto, chirriante, lo mismo que una niña con rabieta. A pesar del infortunio que padecían, no eran malos. En lugar de maldecir al universo y al califa que los había privado de la virilidad, se mostraban atentos, sumisos, cariñosos. Al menos con nosotros. Yo escuchaba los cuentos que me contaba Blas, un gigante moreno de ojos verdes y yertos. Era hijo de un labriego del Aljarafe, cristiano renegado, que lo había vendido en un mal año para ser capado con tan sólo tres, la mejor edad para llegar a ser un eunuco perfecto. Increíblemente, no tenía resabios y le seguían gustando las mujeres aunque fuese de visu. Su sueño era, al jubilarse y salir del harén, encontrar una viuda mayor e irse a vivir con ella a un lugar donde se viese el mar para poder olería en soledad. Y es que adoraba cualquier aroma de hembra.
Notaréis que ando a vueltas y revueltas con fragancias y olores. La causa es simple: el aroma es importante para un árabe. Yo diría que lo más importante. El perfume define a la mujer y la mujer es la causa y emanación de todo. Por ello es esencial no desvirtuarlo, preservarlo en su meollo tal cual es, aprender a distinguirlo y descifrarlo. Las hembras huelen cada una de manera distinta, pues distintos son los jugos y humores que segregan los poros e intersticios de sus cuerpos. Todo se reduce a saber diferenciarlos. Yo tengo mi propio droguero-perfumista como otros tienen su zapatero, cordelero, mozo de cuadra o pescadero. Elabora para mí aromas exclusivos que destino a mis esposas y que me permiten identificarlas en la oscuridad, sólo por ellos. Susana, mi primera mujer, huele a jazmín del Atlas; Jezabel, la segunda, emite una delicada fragancia a nardo fresco; Carmen, la tercera, desprende de sí un aroma sutil a heliotropo y jazmín, la cuarta, se delata por un tierno olor a nomeolvides. Las cuatro saben perfumarse con avaricia y sabiamente. Un testimonial pomo de esencia les dura varios años. Conocen la ciencia de aromarse como lo hacían las antiguas reinas: Arsínoe, Palmira, Zenobia, Berenice y Cleopatra. Tras la ablución diaria, ya limpias y oliendo a espliego, lavanda, verbena o sándalo de las sales de baño, depositan una gota de su propia y peculiar esencia detrás de cada oreja y otra sobre el ombligo. Eso es todo. Jamás un rastro de perfume debe invadir las zonas íntimas de una mujer hermosa, pues ello arruinaría las expectativas de placer de un varón que se precie si es árabe. ¿Y cuáles son aquellas zonas íntimas?, preguntaréis tal vez, infieles, profanos del demonio. Os daré la respuesta aunque sea una obviedad. Son cuatro en orden de importancia decreciente: cosa, trasero, pies y sobacos.
Jamás olvidaré mi impresión la primera vez que acudí a la escuela coránica. La asistencia era obligatoria para todos los niños a partir de los seis años. Las niñas, sin embargo, sólo podían asistir a las enseñanzas del Libro, con las que se iniciaba la jornada. Por ello, desde las once de la mañana, Salima nos abandonaba para ir con las demás a recibir la formación propia de las mujeres árabes: las tareas del hogar y el cuido del varón que un día será su esposo y dueño. Lo interesante empezaba cuando el ulema terminaba de recitar y explicar los inacabables suras del Alcorán. Entonces aparecía el muftí y era como si se hiciese la luz. Nuestro profesor era un hombre de aspecto normal, pero muy sabio, que entendía de todas las ramas del saber y de cualquier cosa que se le preguntara. En los casi cuatro años que estuve bajo su férula aprendí a leer y escribir en árabe y romance castellano, gramática en ambas lenguas, rudimentos de latín y griego, las cuatro reglas, nociones de física y aritmética, esbozos de historia y geografía y atisbos de botánica. Declaro sin empacho que fui el más sobresaliente entre los cuarenta alumnos que componían la clase.
—Eres bueno, Abul Qasim —dijo el muftí en vísperas de mi marcha de Medina Zahara—. Nunca he tenido un alumno como tú de dócil y brillante —añadió.
—Gracias, maestro —respondí emocionado, con lágrimas en los ojos y un cosquilleo nasal que me impelía a estornudar, como hice varias veces.
—¿Te gusta estudiar?
—Es lo que más me agrada —respondí—. Pero quisiera hacerlo dirigido por un hombre tan sabio como tú.
—En atención a tus dotes y capacitación hablaré con el visir para que te permitan proseguir tus estudios en la medersa principal de Córdoba, dentro de las murallas, un lugar destinado a los que sobresalen. Te daré, además, una carta de recomendación para Osmán Hallili, el muftí principal. Él sí es un hombre sabio.
—Gracias de nuevo. Quisiera agradecer de alguna forma tus desvelos por mí, maestro.
—Me conformaré con que me recuerdes con cariño y alguna vez aparezcas por aquí.
Y así fue como, a los diez años, inicié mi aprendizaje en la medersa central cordobesa, un templo del saber a la altura de los de Bagdad o Teherán, únicos en el mundo que podían hacerle sombra, pues los reinos cristianos se debatían en la ignorancia más cerril, salvo en aislados monasterios de frailes o cenobios monásticos. Mi madre tenía treinta años cuando fue despedida del harén. Ésa es la edad normal de jubilación para las concubinas. Tan sólo las esposas permanecen en el harén hasta su muerte. He de reconocer que el califa fue generoso con Zulema: le buscó un alojamiento digno en el arrabal, con unas bellas vistas sobre el río, y le procuró un matrimonio ventajoso con un mercader magrebí que traficaba con maderas preciosas, alfombras, aceites y especias. Hay que decir que mi madre todavía era muy bella y que haber sido concubina de Abderrahmán III era un timbre de gloria para cualquier mortal en todo Al-Ándalus y en el resto de la península.
Hassan, mi padre adoptivo, era un buen hombre. Locamente enamorado de Zulema, vivía sólo por y para ella. Entornando los ojos le veo mirarla, soñador, como sin entender que aquella beldad de cuento de hadas fuese suya para siempre. La vestía y la desnudaba, sin dejar que tocaran su piel otras manos que las suyas ansiosas. Se complacía oliendo sus manos y antebrazos, besándole los pies. Era un hombre muy rico y disponía de esclavas, pero adoraba almohazarle el cabello, pintar sus uñas y decorar con alheña sus tobillos y pies. Vendió sus posesiones en Tánger, donde vivía, y se dedicó a adecentar nuestro pequeño pero cómodo hogar. Era una casa a la orilla del Guadalquivir, de dos plantas, la baja, donde estaban la cocina y despensa, el salón de respeto, el pajar y la cuadra, y la alta, a la que se accedía por una escalera de madera desde un zaguán pequeño. Disponía de azotea. Arriba estaban los cuatro dormitorios y una sala de estar con balcón que daba al río. Hassan hizo traer del Oriente mobiliario chino y sirio, una cómoda en madera del Líbano, alfombras persas y, de Murano, una islita perdida en la laguna véneta, lámparas de cristal, vasos tallados y copas de colores brillantes.
Los dormitorios eran grandes, parejos de tamaño, y a fe que vino bien pues mi madre quedó enseguida embarazada y tuvo cuatro hijos antes de cumplir los treinta y ocho, cuando enviudó. Afortunadamente su esposo ya la había hecho rica antes de fallecer. Disponía de una fortuna bien guardada en monedas bizantinas, castellanas y califales de oro y plata, sedas y tafetanes, buenos muebles, piedras preciosas y una saneada economía que me permitió estudiar y formar me sin agobios y a mis hermanastros medrar hasta hacerse hombres derechos y mujeres de bien. Mi vida hogareña se limitaba a lo estrictamente imprescindible: las cenas en familia y las noches sonoras. Evadiéndome a la medersa, evitaba el escándalo que durante el día producían mis hermanastros al llorar o berrear, los gritos de las niñeras que los cuidaban y dormían con ellos, sus cánticos —les daba por cantar— y las reconvenciones maternas o de mi padrastro si se encontraba en casa. De noche era otra cosa. Como mi habitación era frontera a la del matrimonio, resultaba imposible eludir, una noche sí y otra también, el escándalo de aullidos y gemidos que organizaba Hassan cada vez que entraba a su mujer y gozaba con o sin ella.
Temprano con la aurora, me levantaba, componía, tomaba el hatillo con mis libros y cuadernos y me dirigía a la medersa. Allí era todo lo feliz que se puede ser con diez a catorce años, edades propensas en los seres sensibles a la melancolía. Y es que mi propia inquietud, un duendecillo interior que me horadaba las entrañas, me hacía ver las cosas de la vida con una trascendencia impropia de mi edad. No entendía que se pudiera perder el tiempo en nimiedades habiendo tanto que aprender. No participaba en las bromas de ciertos compañeros ni me hacían gracia sus estupideces, sandeces que a ellos les producían un jolgorio traducido en grandes risotadas. En consecuencia, me miraban de través considerándome un tipo serio, extraño. Pero me daba igual. No sólo no los temía: me hacía respetar. A los doce años ya era un zagal cumplido, casi con mi altura de hombre, y desde los catorce un mozo de pesada osamenta, ancho de hombros, con el pelo rojizo de los Omeyas y un bozo cárdeno sombreándome el rostro. En mi época escolar salí triunfante en todas las peleas con chicos de mi edad, y hasta mayores, ganando cumplida fama de fuerte y valeroso. Pero nunca fue mía la iniciativa en cualquier lid: de natural pacífico, me limitaba a defenderme si era atacado de palabra o de obra.
Zulema siempre alabó mi apostura varonil y mi belleza. Nunca valoré en exceso su opinión, pues venía de una madre, pero lo cierto es que vencía en mis conquistas amorosas casi sin proponérmelo. Mis rasgos van ajándose, lo mismo que los perfiles de mi cuerpo. No poseo ya el fulgor en la mirada de los dieciocho años, ni aquella luz del rostro; mi boca desdentada y cariada es una mala copia de aquella jugosa y riente de mis veinte años. Mi nariz, otrora altiva, larga y recta, se arquea lo mismo que el lomo de los gatos cuando van a saltar sobre el gorrión, oculto entre los setos. ¿Dónde estarán mis bucles perfumados, aquellos que hacían suspirar a cualquier dama? Mi luenga barba es blanca desde hace mucho tiempo, lo mismo que las escasas guedejas que cuelgan de mis sienes. La curva de mi cuello se deforma por la gruesa papada y la nuez masculina desaparece oculta, desdibujada. Sólo caftanes, túnicas y chilabas sirven para esconder mi barriga deforme. Aun así permanece de mi figura un resto gallardo y carismático, como un aura varonil que sigue atrayendo a las mujeres. Es algo misterioso. Los hombres, unos más y otros menos, tenemos que segregar por la epidermis como un fluido mágico que aturde al sexo débil, que lo atonta y atrae. Tal vez, bendito sea por siempre Alá, yo esté dotado de tal filtro invisible.
Debo decir que aproveché aquellos cinco años que duró la medersa. Sin descuidar vivir, maduré, aprendí, sorbí con la avidez de un sediento las enseñanzas que me impartieron una pléyade de buenos profesores. Los geógrafos, desde los griegos Eratóstenes, Estrabón y Ptolomeo, al romano Plinio el Viejo y al hispano Pomponio Mela, me enseñaron el mundo. Conocí las matemáticas a través de las teorías de Pitágoras, Euclides, Arquímedes y los hindúes Aryabatha y Brahmagupta. Supe de la geometría de Euclides, Posidonio y Geminio. Aprendí aritmética de los romanos Boecio y Casiodoro y trigonometría del árabe Cheber Benafla, el sevillano, que fue su creador. Antes que en ninguna otra parte de Occidente, en la medersa cordobesa se utilizaban la numeración india y las cifras arábigas, con el empleo del cero. Mis muftíes me introdujeron en el conocimiento de la filosofía hindú y griega, la literatura persa, griega y romana y el estudio de la historia del mundo desde Asurbanipal. Pero fue estudiando a los médicos egipcios, griegos, romanos y árabes cuando me poseyó el afán de conocer, de descubrir lo que hay debajo de la piel, saber cómo se disponen los huesos hasta formar el esqueleto humano, la función de las vísceras, nervios y tendones y el discurrir de la sangre por arterias y venas. Ello ocurrió sin cumplir quince años.
Pasaba el día en la medersa, casi de sol a sol. Cuando no había clase, estudiaba, paseaba por el extenso parque o comía cualquier cosa en la primera venta de la judería cordobesa, el gueto hebreo. Al atardecer gustaba de asistir a la última oración en la gran mezquita, donde, los viernes, solía coincidir con el califa. Llevo grabado a fuego dentro de mi cerebro el sobresalto que me produjo la primera visión de aquel templo, en el que aún se trabajaba, pues no se culminó hasta hace pocos años, casi doscientos después de ser puesta la primera piedra por el emir Abderrahmán I. Su enorme extensión, el bello patio sembrado de naranjos, sus diecinueve naves, el bosque de columnas, más de mil con capiteles de distintos estilos, el etéreo mihrab, los diferentes almimbares de mármol, el lucernario, el perfume de los pebeteros de jazmín y de sándalo, la luz que traspasaba sutilmente los arcos y celajes reflejándose en su ajedrezado pavimento, todo me transportó a una especie de paraíso en vida, a un lugar irreal, fuera del mundo. Los viernes, con la mezquita llena de fieles, los ulemas predicando sobre los almimbares y flores frescas que celebraban la llegada del califa, el templo alcanzaba su máximo esplendor. Estaban abiertas sus tres puertas, pero la de mayor afluencia era la que daba al río. Abderrahmán entraba siempre por la puerta de bronce, la principal, a la que se accedía desde el Patio de los Naranjos. Lo rodeaba su guardia personal compuesta por los feroces «mudos», guerreros senegaleses entrenados para matar que desconocían el árabe, tenían vedado su aprendizaje y no dudaban en cercenar la cabeza del primer curioso que se aproximara a menos de cuatro pasos del califa. Éste se situaba en la macsura, un espacio acotado por arquerías delante del mihrab y decorado con mayor riqueza. Se trataba de proteger su vida evitando un atentado como el que, hacía cien años, sufriera por la espalda el emir Hixem I durante la oración. Mientras el imán jefe de los ulemas, genuflexo, recibía al mandatario besando su mano, diez o doce mudos despejaban la séptima nave, la que conducía derecho al mihrab. Ya en el lugar de oración, Abderrahmán se postraba unos minutos sobre un tapiz de seda elaborado en Fez, en Marruecos, paseaba la vista sobre el bello trabajo de cincel de sus muros calados y regresaba a Medina Zahara.
En Córdoba, populosa ciudad habitada por islamitas, muladíes, judíos y cristianos, el día festivo era el viernes, pero apenas se trabajaba en sábado y domingo. Y ello porque, al ser la mayor parte de la fuerza laboral cristiana o semita, se respetaban los días sagrados de aquellas comunidades. De hecho, la medersa funcionaba sólo de lunes a jueves. Yo aprovechaba las jornadas feriales para recorrer la ciudad y su arrabal. Córdoba era en mi juventud la ciudad más poblada de Occidente, con cerca de medio millón de habitantes censados. Sólo Bagdad la superaba en el ancho mundo. El río Guadalquivir cruzaba la ciudad en un ángulo cerrado en cuyo seno se encontraba el arrabal, la parte más poblada. Más de tres cuartas partes de los cordobeses se hacinaban allí, en sus calles estiradas y estrechas, sinuosas, polvorientas y secas en los largos veranos, fétidos lodazales en los suaves y cortos inviernos. Cada raza o religión tenía sus propios barrios, pero a veces, sin roces, convivían en un mismo edificio musulmanes, cristianos, renegados y hebreos. Los islamitas: árabes puros, las castas del desierto o los descendientes de yemeníes o sirios, privilegiados, vivían en las márgenes del río, en lugares cómodos, espaciosos, limpios y ventilados. Muchos trabajaban dentro de las murallas. Todos ocupaban los mejores puestos en la administración y policía del califa y poseían negocios importantes en los zocos principales. Ulemas, cadíes y muftíes dirigían la vida religiosa, judicial y cultural de la ciudad y el gran suburbio. Los judíos, como en todas partes, tenían su enorme gueto en el que se dedicaban a sus negocios y labores de siempre: ropavejería, joyería, abogacía, medicina y usura. Eran más de cincuenta mil. Los cristianos, que llamábamos mozárabes los islamitas, componían casi un cuarto de la población del arrabal, pues muy pocos habitaban en el meollo de la ciudad, intramuros. Vivían mezclados con las demás razas, sólo con un pequeño núcleo propio, con su iglesia, en la parte más pobre del suburbio. Se empleaban en los oficios menestrales clásicos: menudeo callejero, comercio minorista, dependientes, mesoneros, carpinteros, ferrallistas, peluqueros… En cuanto a los muladíes, descendientes de cristianos que renegaran de su fe a la llegada de los árabes a la península doscientos cincuenta años atrás, malvivían de los empleos más bajos, los que no quería nadie: jornalero, barrendero, matarife, verdulero, curtidor, zapatero remendón, enterrador, proxeneta, verdugo, capador de pollos o guardianes del zoco.
El inmenso suburbio, extendido a lo largo de las margosas y cobrizas orillas del padre de los ríos, a veces horadadas en galerías profundas que acogían a los desheredados o recién llegados de otras partes de Al-Ándalus, se conformaba en calles irregulares y asimétricas que, como en todo el islam, agrupaban los distintos oficios. La más larga e importante desde el punto de vista comercial era la de los especieros, con centenas de puestos en los que se vendía cualquier tipo de especia que comercie el hombre en el mundo conocido. Tenían calle los drogueros, zapateros, curtidores, tintoreros, herreros, ceramistas, ferrallistas, panaderos, carpinteros y así hasta completar cualquier oficio o actividad humana. Todo el arrabal era un inmenso mercado en el que podía venderse o comprarse cualquier cosa, pero en dos lugares el comercio se concentraba y adquiría relevancia especial: el zoco grande y el zoco chico. Había multitud de mezquitas, pero sólo tres sinagogas, varias capillas cristianas y una iglesia. Yo vivía en el mejor lugar del barrio árabe, muy cerca del puente romano que cruzaba el río, cerca del zoco grande.
Pensé que conocía bien el arrabal hasta que tropecé con ellos. Eran tres arrapiezos. Los había visto varios sábados en el río, en una pequeña ensenada de arena blanca como la greda, muy cerca de mi casa; jugaban al escondite y al potro, se columpiaban de una cuerda atada a la rama de un pino y lanzaban piedras contra algún enemigo invisible, en el Guadalquivir. Era invierno. Debían de ser de una edad parecida a la mía y hablaban aljamía. Reían, se perseguían y a veces peleaban entre sí sin malicia. Calculé la mejor forma de abordarlos, pero no hubo lugar, pues fue uno de ellos el que se aproximó una mañana hasta el lugar en el que me sentaba para ver bajar el río. Se acuclilló y dibujó en la arena con la punta de un dedo curvas y rectas crípticas.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó al fin. Resultó ser el más decidido de la terna, un zagal espigado, de ojos muy negros, que apoyaba su demanda simulando desgana.
—Trece…
—Igual que yo. Ellos tienen catorce —dijo, dibujando en el aire con la barbilla un semicírculo—. ¿Por qué siempre estás solo?
—Hay veces que me gusta. Os he visto jugar…
—¿Quieres ser nuestro amigo?
Observé a los otros dos. Se aproximaban despacio, mirando de través, rechiflando entre dientes, contoneándose. A pesar del frío húmedo de aquel diciembre iban en taparrabos. Uno de ellos cogió un mediano taco de madera y lo lanzó al agua, muy lejos. Una barca que se deslizaba corriente abajo casi sufrió el impacto. El madero describió en el azul un laberinto de giros y revueltas y, al caer, levantó agua y salpicó al barquero, un macizo hombretón que dejó el remo, se alzó airado y amenazó con una de sus manos mientras lanzaba juramentos y una blasfemia contra el Dios de los cristianos.
—Me gustaría —dije—. Me llamo Abul Qasim.
—Yo soy Aníbal —dijo el espigado—, y éstos, Daniel y Abdul.
Nos estrechamos fuertemente las manos, al modo cristiano, y enseguida me incorporé a sus juegos. Echamos varias carreras por la orilla y siempre quedé el último, trepamos por la cuerda uno detrás del otro y tardé mucho más que los demás en llegar a la cima. Nos escondimos por turno trepando al ramaje de los árboles, saltando la tapia de un huerto de naranjos o entre las lanchas de pesca que dormían en la arena, y siempre fui el primero en ser localizado. En cuanto al potro, se trataba de saltar sobre uno de nosotros, inclinada la espalda, y llegar mejor cuanto más lejos. Fui, con diferencia, el peor de todos.
—Ahora, como somos cuatro, ya podemos jugar a tirar de la cuerda —sugirió Abdul.
—¡Es verdad! —gritaron los demás.
Descolgaron la soga, larga y gruesa, le quitaron los nudos para hacerla más larga, trazaron una raya en la arena y me adoctrinaron.
—Se trata de halar de la cuerda dos contra dos —explicó Daniel—. Gana el que consiga que los contrarios pisen o traspasen la raya. Abul Qasim será mi compañero y luego seguiremos turnándonos. Será campeón el que más veces gane.
Yo mismo quedé sorprendido, más que de mi fuerza, dé mi tesón y aguante. Ahincado en la arena lo mismo que un menhir, nadie consiguió desplazarme una pulgada y gané las tres veces. Fui declarado campeón y llevado en volandas. Los cuatro sudábamos a chorros.
—¡Bañémonos! —propuso a gritos Daniel.
En un segundo quedé tan en taparrabos como ellos. Afortunadamente mi madre me obligaba a cambiar a diario de muda, por lo que mis calzoncillos estaban relucientes; no así los de ellos —sobre todo el de Abdul—, que aparecían renegridos, con cercos amarillentos por la orina y muestras de zurrapas antiguas. Una vez listos nos lanzamos sin dudar al agua fría. Los cuatro éramos buenos nadadores. Chapoteamos y braceamos hasta el centro del río, que bajaba muy manso. Volvimos a la orilla. Fue un baño delicioso, mucho más agradable que en verano una vez vencida la heladora impresión inicial.
—Abul Qasim, como campeón de cuerda, se merece un premio —dijo Abdul—. Propongo que se sume esta tarde a nuestra fiesta.
—Acordado —dijeron los demás.
—¿Qué fiesta es ésa? —pregunté.
—Te lo diremos si prometes guardarnos el secreto —dijo Aníbal.
—Lo juro —aseguré.
Entonces, con sigilo, me rodearon los tres.
—¿Has visto a una mujer desnuda alguna vez? —preguntó Abdul.
—Sí… —afirmé dudando, pues no estaba seguro de que el cuerpo de Salima con nueve años fuese de mujer, ni de que aquellas visiones de perfil, sesgadas por la penumbra nebulosa de los baños, mereciesen el nombre de desnudo.
—Será a tu madre o a tu hermana —replicó Daniel—. Nos referimos a una hembra de verdad, que no sea de tu familia.
—Completamente desnuda no —admití—. Aunque me gustaría.
—La verás esta tarde a última hora —aseguró Daniel—. Es la hermana mayor de Abdul.
—En atención a ser el nuevo y haber ganado el concurso de cuerda, no te cobraré la primera vez —dijo Abdul—, pero los demás pagarán el cequí de cobre estipulado.
—No entiendo nada —aseguré—. Explicadme.
—Es muy sencillo —dijo Abdul—. Mi hermana se acicala cada sábado para ver a un hombre que la corteja. Se baña y compone en el cobertizo en el que vivimos. En la trasera, desde un callejón sin salida, un solitario adarve que da a la cuadra, a través de un orificio que he practicado con mi industria, puede verla con comodidad cualquiera de mis amigos que pague un cequí y que tenga quieta la lengua. El que se vaya de la húmeda deberá vérselas conmigo y con mi faca.
Y así fue como, al caer las sombras, vi de cerca un cuerpo de mujer en sazón. Por ser el invitado, Abdul, que controlaba el tiempo, me dejó mirar más que a los otros. Su vivienda era una mísera casucha de barro y tablas. En una de ellas mi amigo había practicado un agujero desde el que se dominaba el cuartucho de la hermana, en realidad un rincón separado del resto por una sucia sábana colgante de una cuerda. Dos candelillas de aceite y sendas velas de sebo iluminaban la estancia. La experiencia fue reconfortante y mereció la pena. Perla, que era el nombre de la muchacha, de diecisiete años, númida del desierto como su hermano, era de verdad hermosa y atractiva. Por un extraño efecto óptico el orificio tenía la virtud de agrandar los objetos: era como si sus tiesos pezones me apuntaran y aquella mata de pelo pubiano desbordase por completo mi campo visual. Delante de mis ojos atónitos, magnificadas sus deliciosas formas, tan desnuda como salió del vientre de su madre, se lavó los pies en una palangana, enjugó varias veces su pelo en el aguamanil, se decoró las uñas de las manos y pies en tonos rubros, con un dedo trazó alrededor de las bayas de sus senos un aro carmesí con ocre de arcilla, se pintó ante un espejo las pestañas con negro de humo, los párpados con tintura de genciana, las mejillas con polvo de coral y los tobillos con alheña. Iba a perfumarse de un tarro que tomó de una repisa cuando sentí a Aníbal y a Daniel, suplicantes, pedir la vez en ansiosos susurros.
—Por favor, sólo un minuto más y os dejaré —les dije.
—¿Qué hace? —preguntaban los dos con su voz queda, ronca.
—Nada especial. Será sólo un momento…
Apliqué el ojo esta vez con furor. Era mujer que no conocía el arte de aromarse o no lo aplicaba de manera adecuada: se asperjó en pleno monte de Venus un chorretón de perfume barato, tanto que llegó a mi nariz el olor a lavanda. Al hacerlo, separó los muslos dejándome entrever su hendidura del gozo. Fue un instante glorioso. Después se embadurnó de esencia el delicioso culo y los sobacos, justo lo que no debía hacer. Por fin se puso unas holgadas bragas de gasa transparente, al modo moro, se sujetó los senos con una cincha del mismo material y se embutió en un caftán de fiesta. Iba a peinarse cuando, acuciado por mis nuevos amigos, les dejé el puesto. Poco verían ya, pero, al terminar y sin mediar palabra, pusimos nuestras bizarras vergas al descubierto masturbándonos con afán digno de mejor causa.