Alí era hijo de una de las esclavas negras del califa, Laila, de origen nubio, una atractiva mujer de felina belleza y modos de pantera bengalí. La piel de Alí no tendría el encanto de la de su madre, completamente negra, pero era muy bonita, de un tono canela tornasolado parecido a la avena tostada. No sé qué ha sido de él. No vive en Córdoba ni en su arrabal pues, a pesar de ser poblaciones extensas y populosas, todos terminamos conociéndonos. Antes de salir del harén me contó la historia de su madre, hija de un camellero del desierto cirenaico. En busca de fortuna, Laila acompañó a su padre por el norte de África hasta Argel y Oran. Dos años trabajó el camellero en su oficio hasta que los pilló una hambruna que lo obligó a vender a su hija a un tratante de esclavos que partía para Al-Andalus. Lloró al desprenderse de su joya más preciada, aquella virgen de trece años de figura perfecta, pero no tuvo más remedio que hacerlo para evitar la muerte de ambos. La niña tuvo suerte: al desembarcar en Málaga, un ojeador del califa descubrió la perla negra entre unos fardos de algodón antes de la subasta y pujó por ella. Ya en el harén de Medina Zahara, sometida al cuido de la dueña, preparada a sus modos que incluían comida deliciosa, leche pura de vaca, baño de vapor, depilación, masaje, perfume aplicado de manera sabia y unturas con aceite de sésamo, Leila se transformó en la más codiciada de las mujeres del califa durante mucho tiempo.
Constituíamos un trío inseparable: Salima rubia, blanca de dermis y de mirada clara, Alí de tez cobreña y ojos pardos y yo atezado de piel como los sirios. Jugábamos a escondernos por el riad, enredábamos por el harén y nos bañábamos desnudos en la piscina de agua cálida. Nuestro mundo era Medina Zahara. Como estaba prohibido a las mujeres del califa salir de allí, si no era al hospital si enfermaban o al cementerio cuando morían, explorábamos todos los edificios colándonos por puertas y ventanas y corriendo si éramos descubiertos. Cuando estaba desierta, recorríamos la pequeña mezquita hasta el mihrab, subíamos al almimbar para echar nuestras prédicas, mirábamos por encima del muro de la alquibla por ver si divisábamos La Meca y nos tumbábamos sobre las alfombras de nudo grueso de las oraciones. Fue en la mezquita, tumbado en un tapiz de Fez, donde, con nueve años, besé una boca de mujer por vez primera. En realidad exagero. La boca estaba cerrada y Salima era un proyecto de fémina. Nuestra experiencia genital, cuando le mostré mi miembro previril y medio vi sus cosas, ocurrió meses más tarde.