Conocí a Marcial en un momento trágico. Jamás olvidaré el ardor asfixiante de aquel estío que no acababa nunca, la humedad incolora que ascendía del río, el regusto de cieno en la garganta y los aullidos. Era tanto el sofoco que enmudecían los pájaros y se doblaba el tallo de los juncos. Fue en el mes de safar. El almuédano había desgranado ya el ebed, la primera oración de la mañana, y el populacho se dirigía al trabajo. Eran braceros, jornaleros y tenderos mozárabes, muladíes o hebreos, que, desde el arrabal, sudorosos, en silencio sumiso, cruzaban el puente romano para traspasar la puerta de Carmena, recién abierta, e incorporarse al tajo. El sol, tras irisarse en todos los colores del arco de la lluvia, se bañaba en el Guadalquivir antes de reflejarse en las romanas piedras de la gran muralla. Córdoba se desperezaba lentamente, como la favorita del califa, que Alá guarde, en el harén de Medina Zahara.
La jornada prometía calor y polvo cárdeno: el temido cherguí que sube del desierto y cruza el mar llevado por el viento en los veranos tórridos. Recuerdo que, pendiente de un enfermo que padecía de plétora, tras sangrarlo dos veces, apenas pude dormir aquella noche. De madrugada, pude al fin recogerme. Crucé a mi casa por el callejón de Perrerías, en la turbia negrura que aliviaba la luz de hachones humeantes, seguí por el pasaje de los Muleros, fuliginoso por las cenizas de los fuegos donde se calentaban los mendigos, y acabé en la sórdida plazuela del Matadero, en la que pernoctaban en confuso revoltijo desahuciados, leprosos y emigrantes de las cuatro esquinas de Al-Ándalus. Olía a miseria: esa cruel conjunción de ropa sucia, mierda sin filiación, orina descompuesta y roña veterana. Pasé, en fin, frente al zoco desierto y avisté entre las sombras, detrás del muro de mi almunia, las copas susurrantes de sus árboles: los cipreses gemelos, olmos negros, pinos, sauces, chopos, álamos y laureles. Amo el rumor que nace de la brisa al transcurrir entre las ramas y las hojas y distingo los diálogos arbóreos, la mejor de las músicas. Omero, que dormitaba en el zaguán con su perrillo, se alzó de la estera que le servía de lecho, me franqueó el portalón y tornó a su feliz y canino rebuño sin apenas mirarme. Todos dormían. Me engolfé en el aroma de mi hogar, igual que cada cual único y propio: flor del naranjo, pomadas de mujer, cera caliente, resina e incienso de romero. Tras enjuagarme en el aljibe grande, hacer una ligera colación y tumbarme en la esterilla en pleno patio, desnudo, traté de conciliar el sueño. Vano intento. Di vueltas y revueltas, pero el bochorno pegadizo era tal que hacerlo era imposible. Cuando la primera claridad del alba apuntaba entre el ramaje de los limoneros —una grisalla temblorosa y pálida— sentí sobre el suelo de ladrillo retemblar las pisadas de Jazmina, la más joven de mis esposas. Sí, eran sin duda sus menudos y descalzos pies, pies de princesa: los tobillos decorados con ocre de arcilla, las uñas pintadas de magenta y el delicado aroma de su cuerpo: sudor natural y nomeolvides. Cerré los ojos para no tenerle nada que agradecer ni suscitar los celos de las otras. No iba sola: su esclava Sacha, tan niña como ella, hizo llegar a mi nariz su olor a miel silvestre y sándalo. Sentí que me cubrían con un fino lienzo y que dejaban al lado un cuenco con zumo de naranja. Jazmina… Evocando su figura de mujer en agraz logré hilvanar un sueño breve.
Al despertar me bañé en la acequia del jardín, de verde y fresca agua de pozo. Nada como un jardín moruno y ninguno comparable a un riad cordobés. En mi cuarto, sobre el lecho, habían dispuesto una túnica gris de hilo de Sohág, sandalias de cordobán trenzado, la fíbula de plata martelada que comprara en Tánger y un tarbush amarillo, a lo egipcio. Bebí mi jugo de naranja, mojé pan ácimo en el hirviente té, di algunas órdenes a Fátima, la dueña que hace también de gobernanta, y otras a Omero, el guardián de la finca, un gigante senegalés, castrado, fiel como un perro grande, que cuida de mis propiedades y mujeres, apaña los arriates de flores, riega el jardín, recorta los setos de arrayán y aligustre y tiene limpio el patio y la consulta. El gineceo estaba silencioso, lo mismo que la estancia donde duermen mis hijos. Al salir a la calle me aguardaba mi propio pordiosero, un muladí tullido que duerme en el zaguán de al lado y espera su limosna diaria, algún cequí de cobre. Come al caer la tarde, igual que mis caballos, pero lo hace hasta hartarse. No conozco su nombre ni lo sabré jamás, pues es mudo. Nadie sabe su historia ni la causa de que, en lugar de lengua, luzca al abrir la boca un muñón informe, negro, sanioso y tan retráctil como el diente de un áspid. Al principio expresaba su agradecimiento mostrándomelo al tratar de articular palabras, pero se lo prohibí para evitarle esfuerzos y a mí bascas y arcadas. Ahora besa en silencio mis sandalias, tras prosternarse, sin osar levantar la cabeza. Es cómodo cumplir con los mandatos del Corán con poco gasto. Hube de proteger mi vista con la mano en visera para evitar el deslumbramiento cegador del sol.
—Buenos días —me deseó Elvira, la gruesa buñolera mozárabe que regenta la mejor freiduría del arrabal. Supone un aliciente diario contemplar su sonrisa envuelta en la humareda del aceite hirviendo. Te levanta el ánimo y te hace amar la vida. Todas las mañanas pruebo sus buñuelos, rosquillas, churros o piñonates. Conocedor de mis gustos, me sirvió sin palabras un gran cuenco de leche y dos buñuelos que ella dice «de viento», pues son huecos, etéreos, una especialidad cristiana propia de sus conmemoraciones religiosas. Elvira es mujer buena, diligente y feliz. No ha mucho traté a su marido de un descalabro —se cayó de la mula cuando regresaba del huerto familiar— y hube de suturar su cuero cabelludo. Por ello no me cobra.
—Hoy hará más calor —aseguré—. ¿Cómo está tu marido? —pregunté en aljamía, el idioma común del arrabal, el que manejan todos.
—No levanta cabeza, amo Abul Qasim —respondió, secándose los dedos en el delantal—. Cuando no le duele la costura que dejaron tus manos, Dios sea loado, le aprieta el ahogo del pecho o la podagra. Es un viejo con sólo cuarenta años.
Desayunaba a la sombra de una lona mugrienta que extendía la cristiana entre su puesto y un poste hincado en medio del arroyo, de pie, rodeado de descuideros, golfos y haraganes. Me respetaban. Los conocía por sus nombres y me sentía más seguro a su lado que entre jueces. En el aire, descolorido y quieto, se fundían los rumores del arrabal: el chirriar del eje del carro de un tendero, el aguador que ofertaba su fresca mercancía, el pregonero, los cascos de un caballo alejándose, una gresca entre niños, la oración del muecín o las lejanas chirimías de un acuartelamiento de soldados. Elvira esparcía agua con una palangana sobre la parcela de tierra que le correspondía. Contrastaba la limpieza de su arriendo con el resto. Con la falda remangada hasta la pantorrilla, usaba la mano diestra con rara maestría. Los goterones levantaban nacaradas nubéculas de polvo al batir contra la tierra seca. Tuvo especial cuidado en no manchar los bajos de mi túnica. Al acabar le di a la fuerza tres monedas de cobre y crucé a lo ancho el zoco grande para acortar un trecho. Pasé entre los cambistas, con sus mostradores callejeros exhibiendo balanzas y monedas: doblas de oro, blancas de plata y maravedíes castellanos de vellón; doblones de oro pamplonés con la leyenda Navarrorum; escudos italianos e imperiales, codiciadas estateras de oro griego, dinares sirios y persas, tankas de Delhi, momismas de plata bizantina, dirhans de Bujara, óbolos ucranianos y griegos y los dineros de Al-Ándalus, desde el humilde cequí de cobre y el dinar de plata, a la moneda reina, la más cotizada por su valor y ley en todo el Occidente: el dinar de oro. La mayoría de los tratantes en dineros era hebrea, pero se veían sirios, yemeníes y eslavos, casi todos valencianos, catalanes o genoveses. Competían con sus gritos disputándose la escasa clientela a hora tan tempranera.
Hubo un pequeño escándalo: un ladronzuelo, apenas un chiquillo, muladí de los muchos que pululan por el arrabal en una maraña piramidal, organizada, fue cogido in fraganti cuando robaba a un árabe. El alguacil lo pilló con el cuerpo del delito, la bolsa, derrumbado en el suelo por la providencial zancadilla de un hombre honrado. No le arriendo la ganancia. En nuestro califato no se amputa la mano ladrona, como en otras partes del islam, pero a nadie le agradan los meses de mazmorra que le imponga el cadí y los latigazos que le aguardan. Fue al doblar el callejón de Hojalateros cuando sentí el griterío y vi a la multitud gesticulante. Traté de escabullirme de manera refleja, cortando por una estrecha callejuela sin nombre. Odio la turba, detesto las aglomeraciones y, cuantos más años cumplo, amo más el silencio y la paz. No hubo lugar: un hombretón de pelo alborotado y entrecano, sudoroso, que vestía delantal sobre un caftán grasiento, debió reconocerme, corrió hacia mí y, cogiéndome muy fuerte por los hombros, me espetó:
—¡Piedad, amo Abul Qasim, mi hija se muere!
Conocía a aquel hombre. Era un buen carnicero. De origen muladí, había abrazado la fe del islam y preparaba bien la carne, con las pautas y maneras del Libro. Sabía que el cordero que consumíamos en casa procedía de su carnicería. Ignoraba su nombre. Estaba fuera de sí, los ojos exoftálmicos, mesándose la barba, al borde del ataque apoplético.
—Tranquilízate, ¿qué ocurre? —dije, pausando las palabras, tratando de imponer sosiego mostrándole equilibrio.
—No lo sé, amo. Ella se ahoga, se asfixia…
Nos abrirnos camino entre la gente y entramos a su negocio. Pasamos a la trastienda. Tumbada sobre una mesa de madera, de ésas para el despiece, una muchacha de unos trece años se debatía en espasmos agónicos. Era blanca de piel, blonda de pelo y de gráciles formas en esbozo. Toda ella se agitaba igual que el vendaval, como si la habitaran por dentro los demonios. A pesar de estar sujeta por varios familiares daba grandes manotazos y recios patadones al aire. Su rostro se contraía en una mueca infausta que traducía la imposibilidad de respirar, como si una garra invisible lo impidiese trincándole el gaznate.
—¿Qué ha pasado? —pregunté, aunque casi sabía la respuesta.
—Lo ignoramos —dijo la madre compungida y llorosa—. La niña estaba sola, desayunando. Comía un melocotón. Puede que se haya atragantado —añadió.
—Que salgan de la estancia todos menos los padres —ordené mientras abría la cartera de mi instrumental, que siempre va conmigo cuando voy o vuelvo del maristán.
Después, todo se sucedió en segundos: antes de salir el último curioso ya había palpado con mi dedo la semilla del fruto enclavada en su garganta. Lo estaba tanto, que el rápido intento de desencajarla fue baldío. La niña, cianótica, trémula, se debatía entre la vida y la muerte dando sus últimas boqueadas inútiles, decrecientes, de merluza de altura al sol sobre un banasto. Sin dudar, centré la barbilla de manera que enfrentara el yugulo esternal, extendí fuertemente el cuello y hundí el escalpelo en su piel por debajo de la nuez, profundizando hasta la tráquea. Despreciando la sangre que brotaba de la herida, metí en ella dos dedos y los separé. Se escuchó una gran sibilancia: el sonido de un fuelle de fragua al ser pisado para avivar el fuego, la furia del aire al resoplido del delfín. Sentí lo mismo que una brisa benéfica corriendo entre mis dedos, vida en forma de aliento inhalado con avidez por la chiquilla que revivió en tan sólo un instante. La muchacha, con ansiosos movimientos de su pecho, aspiraba por la tráquea hendida cada vez con más ímpetu, intentó resarcirse del tiempo que durara su ahogo y compensar así la falta del espíritu vital que coloniza el aire. El color retornó a sus mejillas como el azul al cielo tras la lluvia y abrió mucho los ojos. Sus padres no daban crédito a lo que iban viendo: se miraban llorosos, se mordían los puños santiguaban. Para ellos, cristianos renegados, se trataba de resurrección o de un milagro. Ya resuelto el problema, fue fácil: empujé con un dedo desde dentro, desencajé el hueso que había provocado el incidente y lo saqué por la boca entreabierta. Lo mostré prendido entre dos dedos, en silencio como un trofeo de guerra. Ahora la pequeña respiraba por boca y por nariz sin el menor problema. La madre, abrazada a su cuerpo, suspiraba y lloriqueaba mansamente. El padre, todavía desencajado, me miraba como a un ser superior.
—Pon sobre un paño limpio el instrumental que llevo en una caja dentro de mi cartera —le indiqué sin dejar de dilatar la herida con los dedos, procurando dar a mi voz sensación de dominio—. ¿Cómo te llamas?
—Marcial, amo.
—Estupendo, Marcial. Si lo haces bien puede que te nombre mi ayudante —bromeé para animarlo mientras colocaba sondas, pinzas, separadores, punzones, erinas, agujas y tijeras sobre el paño—. Saca también un mechero de petróleo que hay al fondo —ordené mientras retiraba los de la herida—. Después, abre bien las ventanas para que entre la luz e ilumine el campo operatorio —añadí.
La herida no sangraba lo esperable. En sus labios sanguinolentos, de manera simétrica, babeaban dos conductos vasculares de pequeña entidad. No lo hacían a impulsos, como la sangre que brota de una arteria, sino de forma perezosa igual que el manantial a punto de agostarse. Eran sin discusión pequeñas vénulas de sangre negruzca, densa e impura.
—Enciende el mechero y pon a calentar la punta de un punzón —le pedí.
Actué con rapidez desde que vi que el acero estaba al rojo blanco. Enjugué la herida con un paño, identifiqué los puntos sangrantes y, tomando el punzón por el mango, los cautericé. Luego monté en una aguja de acero curvilíneo un hilo de seda y di un punto a la tráquea. El conducto que lleva el aire a los pulmones se mostraba blanquecino al fondo de la lesión, recordaba a la espina opalescente y cartilaginosa de los calamares. La niña respiraba normalmente y estaba casi en calma, con su madre sujetándole los brazos.
—¿Cómo te llamas? —pregunté.
—María… —respondió, intentando sonreír.
—Ahora tendré que hacerte algo de daño, pequeña María —aseguré—. Aprieta los dientes, respira por la nariz y piensa en Leila Marian, la madre de vuestro profeta, en la que yo también creo.
El padre se creyó obligado a intervenir.
—Sólo hay un Dios y Mahoma es su profeta…, amo Abul Qasim —dijo para certificar su conversión al Alcorán, ahuyentar dudas y evitar malos entendidos.
Sin contestar proseguí con la piel, suturándola con puntos separados tras dejar una mecha de gasa empapada en vinagre diluido. La niña me miraba con sus ojos de color azulino indeciso, llenos de pasmo, soportando el dolor, agarrada con su mano izquierda a mi cintura. Al terminar coloqué un pequeño apósito de gasa en la herida y empaqueté mis cosas. María, tranquila, respiraba con pausado ritmo, asida a su madre mano con mano.
—Acercad una jofaina para que pueda lavarme —pedí.
La trajo enseguida Marcial. Mientras enjuagaba mis manos y las secaba di ciertas instrucciones:
—María puede levantarse y caminar si lo desea. Que no juegue en la calle pues podrían lastimarla. Que coma normalmente. Mañana volveré para hacerle una cura.
—Dime lo que te debo por tu trabajo, amo Abul Qasim —dijo Marcial.
Antes de responder, eché una ojeada por la aseada pero pobre habitación. No me habían llamado de manera espontánea, sino por una urgencia, y yo sólo cobro las consultas o intervenciones que se hacen de intención y en pacientes pudientes.
—No me debes nada, Marcial. Me conformaré con tu amistad.
El matrimonio se abalanzó sobre mí y me besó las manos. Ella sollozaba convulsa mientras él se abrazaba a mis piernas y besaba la alforza de la túnica. Me desasí con suavidad de ambos. Crucé por entre los fisgones expectantes congregados ante la puerta, igual que en un sepelio de importancia. Había árabes puros, beréberes descendientes de las castas del desierto, negros del Senegal y de la Nubia, muladíes, semitas y cristianos. El silencio era tal que no se oía ni el volar de una mosca. Sólo cuando me alejaba escuché algunas frases inconexas: «Es un mago», «Ha salvado su vida imponiendo sus manos», «Le ha insuflado el espíritu por medio de una cánula»…
Al día siguiente, cuando la luz de la primera albura hacía nacer la claridad verdosa en los naranjos, tocaron a mi puerta. Abrió Omero. María y Marcial venían a traerme un cordero pascual y un gran lomo de vaca, carnes limpias, recién sacrificadas al modo del islam.
El libro sagrado trazó mi senda y el escalpelo me enseñó lo que sé. Mi vida transcurría muelle y plácida entre sedas, mimado y regalado por mi madre en una infancia demasiado larga. Yo era como esas larvas lucientes y jugosas que habitan debajo de las piedras en las praderas húmedas, medrando en su cómoda cárcel silenciosa y oscura, indolentes, ciegas como murciélagos, sin peligro pero sin alicientes. Hace falta un estímulo, un puntapié que voltee la losa para que todo cambie, la larva se convierta en gusano, éste en crisálida y la crisálida en mariposa de ataujía, musgo y ojos con alas que permitan volar. Cuesta elevarse, cierto. Hay muchos que se estrellan como Ícaro, otros de planeo corto y algunos que ni siquiera aciertan a levantarse un palmo de la tierra. Es difícil dejar el nidal cuando es un paraíso, sacrificarlo todo para entregarse al prójimo, prescindir de la seguridad que da el caparazón y mostrarse tan desnudo como esos que han perdido su casa embargada por orden del muftí.
Me llamo Abul Qasim Khalaf ibn al-Abbas al-Zahravi, pero mi impronunciable nombre se resume en Abulcasis para los cristianos y Abul Qasim para los de mi raza. Nací en Córdoba el 12 de muarán del año 314 de la Hégira del profeta Muhammad, 936 del nacimiento de Cristo. Vine al mundo en Medina Zahara, el barrio real de mi ciudad, capital del imperio de Al-Ándalus, un conjunto de edificios que incluía el alcázar, palacios, baños, monumentos, mausoleos, villas, el riad palaciego y jardines botánicos ordenados levantar por Abderrahmán III a raíz de su coronación como califa, siete años antes. La villa, de recreo, pensada para el placer del todopoderoso Omeya, se alzaba a legua y media de Córdoba, al oeste, hacia la serranía. Me detendré un momento a intentar describir lo indescriptible: la magnificencia de Medina Zahara, sus lujos, la insuperable delicia de sus parques rientes, su riqueza arbórea, la de los materiales que la decoraban, el verdor de sus plantas, el color y perfume floral, el canto de los pájaros y la sin par hermosura del riad con el aroma de los arrayanes y el rumor incesante del agua. El material de construcción más común era la piedra, piedra rosácea obtenida de unas canteras próximas. Y el revestimiento por excelencia el mármol. Mármol blanco de Paros, el más bello que existe, poroso, de frágil apariencia, casi etérea, que Abderrahmán se hizo traer durante años de aquella isla griega. Casi todo el alcázar estaba construido de tan raro y excelso material, de un brillo que deslumbraba al sol a cinco leguas. Las villas circundantes, los edificios de gobierno y los baños se levantaron en ladrillo rojizo. El emplazamiento, escalonado por mor del terreno en declive, contemplaba en la parte más alta el alcázar y a los pies de éste, sumisas y obedientes cual crías de codorniz, las demás construcciones.
Mi vida hasta los nueve años transcurrió en un ala del alcázar real, la destinada a harén, que daba al riad a través de un patio lleno de limoneros, kakis, sicómoros e higueras de higos blancos. Los pavimentos eran de mosaico al estilo romano, de labor geométrica curva o rectilínea, representaban motivos vegetales o florales. Los muros del harén eran tan gruesos que aislaban del calor en verano y del frío en los húmedos y cortos inviernos. Amante de la belleza ornamental, admiraba desde que pude razonar y apreciar la de los zócalos de cerámica vidriada, los estucos enlucidos de yeso, los pintados ribetes y molduras, las puertas de bronce labrado en arabescos, los dinteles finamente calados y trabajados a cincel, los techos de oloroso artesón en cedro libanés, las placas de piedra arenisca que revestían los frisos con preciosa labor de ataurique, las ventanas de emplomados vidrios verdes y rojos, colores del islam, los fustes, basas y capiteles de blanco jaspeado y los perfiles cubiertos de azulejos azul turquí, celeste y amarillo.
Adentrarse en el baño principal era hacerlo en un mundo irreal, de magia cálida. Descalzo sobre el mármol caliente, envuelto en una túnica de lino y en los tiernos vapores que emitían las piscinas humeantes, entendías de una vez que el agua es el motor, el fundamento de la vida. Traspasado el caldarium y la ardiente y vaporosa atmósfera del laconicum, llegabas al tepidarium, lugar de baños tibios al estilo romano, y después se encontraba el frigidarium o aljibe de agua fría, donde el ambiente era fresco. Al llegar a la sala de masajes te suponías el más feliz entre los vivos. Todo allí sugería holganza e invitaba a la dulce molicie. Ningún varón podía entrar en el balneario del califa si había mujeres, a excepción del mandatario y sus hermanos. Había un horario para las abluciones. Abderrahmán lo hacía por las mañanas, cuando el muecín salmodiaba la segunda oración. Conozco por mi madre el ritual del califa en los baños. Inmerso en la piscina tibia lo lavaban tres esclavas, siempre las mismas, de diferentes razas. Una era de piel rosada y mórbida, gallega de patria, otra de tegumentos negros como el pecho del mirlo, de nación nubia, y la última de un moreno delicado y profundo, parecido al licor de los dátiles, oriunda de la isla de Djerba, en el sur de la Tunicia. Ya limpio y reluciente, desnudo excepto un taparrabos que cubría sus vergüenzas, se repanchigaba en un sillón de mimbre tapizado de toallas secas y calientes, escuchaba párrafos de un libro de poemas que recitaba una dueña y pasaba a la piscina fría. Nunca supo decirme la autora de mis días quién era el autor del poemario aquel, pero le pareció entender que era de Horacio. Al terminar los baños, dos expertas masajistas trabajaban las carnes del califa durante una hora, lo ungían con perfumes y lo revestían de lino y seda. Culminadas las abluciones del jerarca entraban sus hermanos y tíos y, por fin, las mujeres: la favorita, sus esposas y las concubinas con sus hijos menores de diez años. Las esclavas se bañaban en un aljibe aparte.
El riad del alcázar de Medina Zahara merece especial mención. Dudo que los jardines colgantes de Babilonia alcanzaran la belleza de aquel vergel fantástico y del anejo jardín botánico. Un ejército de jardineros se ocupaba de cuidar ambos, de regarlos y arreglarlos. Trabajaban desde el amanecer: antes de que la clepsidra contigua a la mezquita señalara las nueve, tenía que estar todo dispuesto pues a partir de aquella hora no podía quedar en el jardín varón viviente alguno. Podía verse allí cualquier tipo de flor, cualquier clase de planta, arbusto ornamental o árbol de mérito. El agua, como siempre en un jardín moruno, era la principal actriz en el reparto. Corría libre por canales de teja, se derramaba a los estanques en pequeñas cascadas rumorosas, saltaba entre las rocas dispuestas sabiamente y surgía por caños de plomo o de los cúpreos pitorros de centenas de enhiestos surtidores. Los senderos, alfombrados de piedrecillas blancas, se entrecruzaban caprichosamente y no llevaban a ninguna parte. Había varios románticos templetes tapizados de hiedra, envueltos en buganvillas blancas y glicinias azules, y decenas de enredaderas que acogían plantas trepadoras como cazuz, pasionaria, jazmín, madreselva o lúpulo. El bejuco revestía los muros dejando resbalar por sus hojas el rocío nocturno. Se veían palmeras datileras, naranjos, limoneros, avellanos, enebros, almendros, granados, moreras, sándalos, sicómoros, perales, limoncillos y toda clase de helechos y plantas aromáticas: salvia, reseda, jara, menta, hierbabuena, albahaca y romero. El perfume del jazmín, la lavanda y la dama de noche competían sin tregua con el aroma de los arrayanes. La jaula de los pájaros, muy cerca del kiosco de la música, era la segunda fuente de rumor después del agua. Era tan grande que las aves podían volar en su interior cómodamente. De caña de bambú, un material como de junco grueso procedente de Oriente, encerraba una poco vista colección de volátiles de mil colores con la condición de que fuesen canoros: cucos, azulejos, canarios, ruiseñores, jilgueros, pinzones azules y amarillos, chorlitos y cuervos indostánicos. Éstos podían hablar. En medio de mi asombro comprobé, con siete años, que uno de ellos recitaba frases completas en árabe o aljamía. De forma milagrosa, identificaba a los hablantes de una u otra lengua. Así, se dirigía a los jardineros recién llegados de África en árabe y a los andalusíes de cualquier raza en aljamía, el romance castellano que era común a todos. Muchos años después, en cuanto pude hacerlo, compré una almunia y aparejé un jardín que quiere ser, a escala, un mal remedo de aquel riad de mis sueños e infancia.
No conocí a mi padre. En puridad, no sé quién es. Tal vez no lo sepa ni mi propia madre. Cuando nací, ella era una de las más bellas concubinas del califa. Su hermosura era tal que llegó a ser la favorita algunos meses. Por ciertas confidencias de una esclava que conocí mucho después, que trabajó en el harén aquellos años y era la encargada del cuidado de mi madre, supe que algunos de los príncipes omeyas, tíos y hermanos de Abderrahmán, se interesaron por la hermosa Zulema, que así se llama la autora de mis días. Contraviniendo la orden califal, que vedaba el acceso al gineceo a los miembros de su extensa familia, más de uno compró la voluntad de los eunucos y accedió a su cámara. Poca veda puede exigirse a mozos jóvenes y de sangre caliente. Al parecer, la esclava, que dormía a los pies de su ama, fue fedataria de aquellos encuentros amorosos que eran bien recibidos. Lo entiendo. Ninguna mujer hace ascos a un amante juvenil, gallardo y bien armado. Años después, cuando yo cumplía nueve y sus encantos iban ajándose, Zulema fue despedida con la generosidad que prodigaba Abderrahmán III, el Príncipe de los Creyentes.
Poco puedo contaros de un harén. Es pregunta que siempre me hacen en los reinos cristianos. Referiré tan sólo que el serrallo del califa Omeya era menor que el de su homónimo de Damasco o el sultán bagdasí. Lo componían ciento diez hembras entre esposas, concubinas y esclavas. Era como un enorme caserón lleno de féminas, empapado en su aroma que aún recuerdo: incienso de jazmín, lavanda, espliego y sudores de hembra. Las veo arremolinadas en grupos diferentes, charlando, riendo, cotilleando, bañándose en el aljibe comunal, vistiéndose o acicalándose. Ni siquiera se bañaban desnudas, sino envueltas en sutiles camisas de gasa o de fino cendal. Pocas veces se quitaban las holgadas bragas, pero cuando lo hacían me deslumbraba el foco negro de su abertura mágica. Más de una comía sin cesar de las delicias expuestas en varios reposteros. Otras, tendidas sobre alfombras o en divanes, se adormilaban indolentes. Pocas eran delgadas: la mayoría era de carnes opulentas, al gusto del califa. Las había de todas las razas y colores: siríacas, persas, nubias, egipciacas, griegas, magrebíes, de todos los reinos y condados de la vieja Hispania y hasta britanas, galas e Ítalas. Las eslavas, entendiendo como tales a las de raza europea, eran las más apetecidas: los Omeyas, y en general los árabes, amamos la piel blanca, los ojos claros, las carnes duras y los cabellos blondos. De entre las eslavas, las favoritas eran las galaicas.
Lo que sé de un serrallo es lo más indigesto: las faenas de limpieza, el aseo de las féminas, las comidas, los baños, los corrillos a que hice referencia: lo que puede verse con luz diurna. Nunca supe del harén en penumbra, tinieblas o luz artificial. Y es que al caer la tarde, cuando un crepúsculo tintado en rubros, sepias y violetas despedía la jornada por detrás de la sierra de Córdoba, la chiquillería era llevada por las niñeras a los dormitorios y se hacía el silencio. Lo ignoro todo sobre el tema que a tantos interesa en los reinos cristianos: lo venéreo. Sé poco de odaliscas, y la danza del vientre no se da por aquí. Puedo hablar de mi privado y delicioso harén, de mis cuatro mujeres y otras tantas esclavas, pero, por el momento, no voy a hacerlo.
Poco recuerdo de mi primera infancia y nada de mi circuncisión, importante momento en la vida de un árabe, comparable al bautismo cristiano. Lo que sí afirmo es que fue un carnicero quien me cortó el prepucio. En mi larga actividad quirúrgica, va para cincuenta años, jamás vi chapuza semejante. En lugar de hacerme un corte regular y parejo, simétrico, aquel facineroso se ensañó conmigo dejándome una cicatriz oblicua, festoneada y deslucida, que ni siquiera mostraba la majestad bermeja del glande cuando la hubo. Como compensación me quedó un verdugón en cada punto de sutura, una especie de nudo basto y grueso que debía gustar a mis amantes —por lo del roce— y siempre motivó sensación en mis ya fenecidos días de gloria.
Mis vivencias hasta los cuatro años forman una nebulosa inescrutable. Con cinco surgen en mi caletre dos figuras pequeñas: Salima y Alí. De entre los innumerables hijos del califa sólo ellos viven en mi recuerdo. Ambos tenían mi edad. Salima, en niña, representaba el ideal de belleza de un árabe: pálida de piel, ojos azules como el mar en las islas, cabello largo y tan dorado como el trigo de finales de julio. Era hija de una esclava cristiana, Leonor, capturada por el ejército de Abdaláh, el abuelo de Abderrahmán, en una de sus razias por el norte. Era tan bella que el visir renunció al precio del rescate y la mostró al joven califa, quien se prendó de ella. Tanto, que la hizo primero concubina y luego favorita algún tiempo. No hace mucho, mientras compraba en el zoco chico del arrabal, me reencontré con Salima. No utilizaba hijab ni velo facial. A pesar de los años la reconocí perfectamente y ella a mí. Pensaba que habría regresado a su reino cristiano con su madre, pero no fue el caso. Hablamos en la taberna de un mozárabe, bebiendo té de menta y comiendo aceitunas. Nos reímos recordando la vez que le pedí que me dejara vérselo. Así, tal como suena. Ocurrió en el aljibe grande. Fue una mezcla de curiosidad malsana e interés anatómico. Medio accedió con la condición de poder admirar lo mío con calma y a sus anchas. Al menos por mi parte fue un completo fracaso: sus nueve años recientes adornaban su pecho con dos bayas de enebro por pezones y, abajo, aupaban medio dedo su montaña de Venus, que aparecía tan monda y lironda como un pelado otero de La Mancha. Indagué allí y en los alrededores en pos de un vestigio piloso que no hallé. Mi decepción fue enorme cuando, en un alarde de valor que me maravilló, le pedí que separara los muslos para investigar entre los entresijos de su gruta de Aladino, algo que me traía sin sueño. Se negó. Al contrario, ella se despachó a su gusto: primero contempló con cierta repugnancia el esbozo flácido que yo lucía por pene, luego lo palpó con aprensión, lo mismo que si fuese una serpiente y, cuando se hizo con él, llegó a acariciarlo con fe de catecúmeno, de arriba abajo. Por fin descapulló el pellejo nudoso y lo enfundó de nuevo, varias veces, tratando de enderezar la cosa con pobres resultados.
—Imagino que te habrá crecido —dijo, esbozando una sonrisa picara, sin muestras de rubor.
—¿Tú qué crees?
Calló. Había envejecido, pero conservaba parte de su antiguo encanto. Daba pequeños y sonoros sorbos a su té, al modo del desierto.
—A pesar de todo me gustó la experiencia —aseguró—. Mi madre me había hablado de ello. No entendía que pudiese existir una cosa tan extraña ni que pudiese aumentar de tamaño como por ensalmo. Es lo que trataba de hacer cuando la manoseaba…
—¿Qué fue de ella? Leonor, ¿no? —dije, obviando alusiones a aquel fiasco.
—Al salir del harén casó con un beréber, un capitán de lanceros que le asignó el califa. Debió de irles muy bien pues vivieron juntos hasta que, batallando en tierras castellanas, murió él de resultas de un lanzazo. La condición que impuso mi madre fue ser la única esposa y el militar cumplió.
Nos despedimos. Salima, que abrazó el islamismo por puro cálculo, es la segunda mujer de un traficante en sede del arrabal y tiene cuatro hijos. La vi alejarse moviendo las caderas lo mismo que de niña, como si tuviese treinta años menos.