16

BELLE ESTABA TENDIDA en diagonal sobre las manijas, de espaldas, y sólo tenía puestas una braga de seda color llama. La cabeza estaba ligeramente vuelta hacia un lado, y su postura hacía que el seno derecho cayera un poco sobre el brazo derecho inclinado. El brazo izquierdo estaba estirado, como si lo hubiera puesto así en sueños y colgaba a un lado de la cama, con los dedos extendidos. Tirada en el suelo estaba la amplia blusa formando un montón escarlata, las luces del camarote marcaban sombras oscuras en los valles de sus arrugas y frunces. Tenía el pelo castaño atado detrás con una cinta roja, los ojos abiertos, y había un agujero practicado con exactitud simétrica a media pulgada sobre el puente de la nariz. Un delgado hilo de sangre se había secado marcando una línea hacia la parte superior de la ceja izquierda.

Desvió la mirada de ella hacia la derecha, al hombre que estaba de espaldas al ojo de buey y no hizo ningún esfuerzo para buscar la automática que tenía en el bolsillo. El hombre estaba allí de pie, alto, el pelo gris canoso, los hombros encorvados debajo del «smoking», los ojos ensombrecidos por espesas cejas; su mano derecha sostenía una pistola con silenciador. En el ojal lucía un clavel blanco. Permaneció allí como una roca, observando a Raikes y su cara alargada, de buitre, parecía tallada en pálido alabastro.

Raikes preguntó:

—¿Por qué? —Las palabras estaban cargadas de dolor.

—Porque era parte de usted —respondió Mandel—. Lo mismo que Berners. ¿No pensará que esto es un simple ejercicio de aficionados?

—Confié en usted. Hice el trabajo para usted.

—Sin un tropiezo, como sabía que lo haría. Subí a bordo en el Havre. Observé todo… con admiración.

—Entonces, ¿por qué matarnos? ¿Por qué?

Mandel se acercó, adivinando el impacto que sufría Raikes, adivinando quizá el dolor y el peso de la resignación que encerraba su ser, sabiendo tal vez que nunca en su vida Raikes había estado más cerca de merecer compasión humana. Apoyó el cañón de la pistola contra el pecho de Andrew y luego sacó del bolsillo de la derecha de éste la automática. Retrocedió, se guardó la automática en su bolsillo y permaneció en el ángulo en sombras formado por el armario y el compartimento de la ducha.

Mandel respondió:

—Por lo de Sarling. Mire esta cara y verá por primera vez algo parecido a él. Fuimos siete hermanos, y él y yo estábamos muy unidos. Los únicos unidos. Seguimos distintos caminos, pero hace mucho tiempo él me ayudó en el mío. Y más tarde, cuando él lo necesitó, yo lo ayudé a él. Pero nunca supe nada de sus asuntos. Entre nosotros (los únicos en nuestra familia) existían lazos de cariño. En razón de ese cariño he comenzado a vengar su muerte. Lo único que lamento es que no he podido matar personalmente a Berners. Pero la mujer se ha ido. Y ahora usted. La vi por primera vez en el funeral. Ella jamás me vio. No tenía la menor idea de quién era yo cuando entré aquí esta noche.

—Estaba embarazada de mí —y por eso, por la vida que ahora estaba muriendo lentamente dentro de su cuerpo, Raikes sabía que iba a matar a aquel hombre. No sabía cómo, pero sabía que iba a hacerlo.

—Ella ayudó a matar a mi hermano.

—Su hermano buscó la muerte desde el primer día que se enteró de mi existencia.

—Tuvo un sueño, y sólo después de su asesinato supe por usted cuál había sido.

—Era un sueño sucio.

—Fue su sueño, de todos modos.

—Era su sueño contra el mío. Y el de él era sucio. Lo mismo que su amor por él es sucio. Podía haberme matado hace mucho tiempo sin hacernos todo esto. Podía haberlos perdonado a Berners y a ella, y matarme a mí. Pero usted también tenía que sacarle provecho al asunto del oro. Usted sabe menos que yo lo qué es amor. Por primera vez he encontrado a un hombre a quien puedo tener más lástima que a mí mismo. ¡Mandel, Sarling…, porquería! —Raikes escupió a los pies del hombre.

Mandel sonrió, moviendo apenas un congelado músculo de su cara, diciendo:

—Mi hermano hubiera comprendido. De cualquier cosa que hagas en la vida trata de obtener alguna ganancia, si puedes. Adiós, Raikes.

Levantó la automática y disparó cuando Raikes se le acercaba. La bala se estrelló en el hombro izquierdo de Raikes cerca del cuello; fue desplazado hacia la derecha y cayó. Mientras caía, con la mente convertida en una llama roja por el impacto y el dolor, estiró las manos buscando y apoderándose del tobillo derecho de Mandel, que cayó al suelo delante de él. Tanteando el cuero del zapato, el calcetín y la carne dura, Raikes se revolvió y tiró, sin saber por el momento que rodaba y sujetaba con fiereza y con una sola mano la única salvación que le quedaba. Oyó una segunda explosión apagada y con un desprendimiento lejano sintió que su cuerpo saltaba y se revolvía mientras la bala daba en el blanco, golpeando a través de su espalda sobre su cadera izquierda. Pero luego Mandel cayó al suelo, fue arrastrado al suelo, derribado al suelo. Raikes, ciego de dolor, durante un momento se aferró al hombre con ambas manos, clavándole los dedos como garras, buscando y estrujando el cuello del hombre con sus tendones fuertes y tensos. Sus dedos se cerraron sobre la carne y apretaron; dedos y manos fuertes que desde la infancia lo habían levantado y arrastrado, y ayudado a trepar por los árboles, lo habían zarandeado como un loco por las cornisas de mampostería en Alverton, manos que habían levantado balsas de maíz y sujetado ciervos, montado a caballo, empujado y tirado incansables de la doble sierra con Hamilton, que habían remado por los lagos durante millas y millas contra el viento… y ahora se apretaban, lentamente, sobre la tráquea, quitando la vida a Mandel, cuyo cuerpo azotaba y golpeaba contra él como el cuerpo de un gran salmón azota, golpea y salta libre del garfio sobre los bordes del bote… y luego no hubo más brincos, no hubo más movimiento.

Raikes estaba tirado jadeante y cubierto de sangre, su aliento mitad saliva, manchaba la alfombra, cerca de su boca, y luego abrió los ojos y la horrible realidad del camarote volvió a su memoria.

Trató de recuperarse, cogió la pistola de Mandel y deseando en aquel ínfimo espacio de tiempo no tener ninguna duda en su mente, apoyó la pistola en la cabeza del hombre y disparó en el mismo lugar donde lo habían sido Berners y Belle. Entonces dejó caer la pistola y sólo quedaron dos pensamientos en su mente: tenía que desaparecer, sin dejar una sucia huella que condujera a Alverton, y debía haber un final definitivo de lo que era Raikes, de la familia y los antecesores, y que aquel final no debería beneficiar a nadie.

Se dirigió al tocador sintiendo la sangre que se pegaba a sus ropas, encontró papel y la cartera de Belle, un bolígrafo… y los dioses que lo habían rechazado agregaron la ironía final porque tenía tinta roja para hacer juego con su propia sangre… Lentamente escribió:

«De su indeseado huésped del puente. Dígale a las autoridades que las barras de oro serán descargadas en el Château Miriat, Loudeac, Bretaña, dentro de la próxima hora. Fuente de confirmación de este mensaje: Camarote 4004».

Lentamente, sintiendo que las fuerzas lo abandonaban, dobló la nota en cuatro y en la parte exterior escribió: «Urgente, capitán William Warwick». Luego se puso de pie y se dirigió hacia Belle. Mirándola, con la nota en la mano, se inclinó y levantó su mano izquierda y la besó, la carne todavía estaba tibia y supo que, aunque nunca hubiera sabido cómo amarla en la forma que ella quería que la amara, la hubiera llevado a Alverton y hubiera cuidado y amado al hijo de ambos, y con eso ella hubiera tenido más felicidad de lo que jamás hubiera soñado tener con él, ni quizá con ningún otro hombre.

Se volvió hacia la mesa debajo del espejo del tocador y tocó el timbre llamando al camarero. Fue hasta la puerta y salió al pasillo. Colocó la nota entre el marco y la puerta mientras cerraba, de manera que el camarero no pudiera dejar de verla.

Recorrió el pasillo principal hacia la banda de babor. A lo largo de la cubierta había camarotes y hasta donde llegaba su mirada el pasillo estaba despejado, aunque sabía que en todo el barco se estarían haciendo investigaciones y los mensajes se sucederían por aire a las estaciones de tierra. El suboficial jefe de Seguridad estaría organizando una investigación en los salones públicos y botes salvavidas, y el oficial de Guardia Nocturna habría dado la alerta a los camareros de los dormitorios para que hicieran las discretas averiguaciones que pudieran en los camarotes. Pero no tenía miedo de ser atrapado, porque andaba, forzando su pierna izquierda para que lo obedeciera, bajo la absoluta protección de aquellos que, diez minutos antes, habían rechazado su tardío tributo. Marchó por la estrecha y callada brecha entre los camarotes y se dirigió hasta el ascensor más alejado de proa, subió hasta la cubierta Uno y de allí se internó en la noche y en la suave llovizna sobre la cubierta de las piscinas.

Se dirigió a la baranda de estribor y se inclinó, solo en la cubierta, pero con él estaban el recuerdo de Berners y de Belle, y luego aquel recuerdo se perdió cuando la oscura aparición de la espuma del mar le trajo recuerdos de agua, recuerdos de ríos, de hermanos y sintió una curiosa felicidad dentro de sí y una gran calma cuando se subió por la baranda y se dejó caer. Antes de tocar el agua oyó la voz de su padre que volvía con las palabras pronunciadas años atrás, palabras suaves, pacientes, que decían: «…Si luchas con el agua, es tu enemiga. Si te dejas llevar por ella, es tu amiga». Cayó y se dejó llevar…, alejándose, para terminar pronto, suavemente, atrapado por el mar…

— FIN —