SIN ESPERAR A QUE VOLVIERA el grumete, el capitán cruzó el puente de mando acercándose al primer oficial. Raikes lo siguió, pero se detuvo después de unos pasos, para poder vigilar a los cuatro hombres. Divisó al tercer oficial, en el fondo sobre la mesa de mapas, que lo observaba adústamente. El contramaestre no miraba ni a derecha ni a izquierda. Aquellos hombres pensó, sabían que algo iba muy mal, pero estaban frenados por el poder de la autoridad del capitán, y el capitán a su vez, frenado por intimidación de Raikes. Los hombres construyen sus propias cadenas de buen grado, cadenas de orden y respeto por la autoridad.
El capitán dijo:
—Mr. Dormer, ponga las máquinas en punto muerto. Dígales a Control de Turbinas que… bueno, dígales que la visibilidad se está estropeando, y que reduciremos inmediatamente la velocidad.
—Sí, señor. —El primer oficial cogió el micrófono. Sólo durante un momento, sus ojos se detuvieron en Raikes y torció la boca en un gesto algo belicoso. Luego dijo por el micrófono:
—Control de Turbina. Hablan desde el puente de mando. Pase a punto muerto inmediatamente, disminuya la velocidad, hay poca visibilidad.
El muchacho volvió y Raikes se adelantó un poco y tendió la mano, pidiendo la pistola. El muchacho se la devolvió.
El capitán ordenó:
—Controlar las máquinas y reducir a velocidad de maniobras.
—Entendido, señor. —El primer oficial se adelantó y presionó el botón de control de cada máquina. Unos segundos después sonó una chicharra mientras la Sala de Control de Turbinas repetía la orden. Detrás de él, recordando brevemente su visita de días atrás, Raikes oyó el golpeteo del télex registrando la orden y la hora.
En el micrófono, el primer oficial volvió a hablar:
—Sala de Control de Turbinas, hablan desde el puente. Reduzca a velocidad de maniobras, cien revoluciones.
Por el sistema de repetición, Raikes oyó la voz del ingeniero repitiendo la orden mientras el capitán se acercaba al primer oficial, diciéndole:
—Bien, de aquí en adelante me encargo yo, Mr. Dormer. ¿Qué barcos tenemos cerca?
—Nada que nos preocupe, señor. Ese que está a estribor pasará a unas tres millas al norte de nosotros. Nuestro curso es 272 grados para fijar posición.
El capitán asintió con la cabeza, y ordenó:
—Adelante, a media marcha ambas máquinas.
—Adelante, a media marcha ambas máquinas, señor.
A medida que se trasmitían las órdenes y las revoluciones de las máquinas disminuían por debajo de la marca de cien, se oyó el fuerte zumbido del vapor que escapaba de la chimenea exterior.
Por encima del ruido el capitán preguntó:
—¿De dónde sopla el viento ahora?
—Del oeste noroeste, fuerza 3, señor. —Respondió el primer oficial.
El capitán se volvió al contramaestre:
—Gire a dos ochenta.
Mientras el contramaestre repetía y obedecía la orden, Raikes sintió el giro del barco al entrar en su nuevo curso.
Raikes preguntó al capitán:
—¿A qué velocidad vamos ahora?
Sin mirarlo, el capitán respondió:
—Dígaselo, Mr. Dormer.
El primer oficial contestó:
—A sesenta revoluciones. Aproximadamente diez nudos y medio.
Raikes dijo:
—Necesito las luces de proa encendidas.
Ignorándolo, el capitán se volvió al tercer oficial, ordenando:
—Llame por teléfono al segundo oficial. Dígale que suba al puente en seguida. Llame luego al suboficial de Seguridad Nocturna y al vigía de turno. Deben permanecer allí con otros cinco marineros, fuera del Tesoro.
Al oír las dos últimas palabras, Raikes notó el rápido movimiento de cabeza del primer oficial en su dirección.
—Sí, señor —exclamó el tercer oficial, y se dirigió al teléfono que había a la entrada del puente, cerca de Raikes. Pasó a su lado sin mirarlo, ignorándolo, y Raikes adivinó lo qué pensaba aquel hombre, lo que pensaba cada uno de los que estaban allí; que él estaba marcado y fuera de la ley; hacían lo que hacían porque el capitán lo ordenaba, y ahora no tenía necesidad de explicación para las órdenes. La intimidación se había trasladado a ellos. Si se los tenía así durante mucho tiempo, comenzarían a hacer preguntas, lucharían por encontrar una salida y quizá alguno intentaría estúpidamente destruirlo. Todavía quedaba mucho por hacer.
El capitán ordenó:
—Mr. Dormer, encienda las luces de la cubierta de proa.
El primer oficial se acercó al panel de las llaves de luces en el fondo del puente de mando y las encendió. A través de la ventana central, Raikes vio la cubierta de proa surgir brillantemente iluminada, de las sombras de la noche.
Desde el helicóptero, Berners vio las luces del barco apartarse en un ángulo de ellos cuando cambiaba el curso y disminuía la velocidad. Ahora, mientras el helicóptero conservaba su velocidad, vio encenderse las luces de la cubierta.
El hombre que estaba detrás gritó:
—Todo marcha como un reloj. Es mejor que se ponga el equipo, porque cuando entremos y comencemos a levantar el oro puede caerse por esa compuerta como una bolsa de sal, si resbala.
Belle, junto a la piscina de la cubierta Uno, había sentido que el barco había cambiado de rumbo y disminuido la velocidad, oyó el zumbido del vapor que escapaba de la chimenea, y sabía que aquello significaba que las cosas estaban saliendo del modo que Raikes deseaba. Ya era tarde y no había nadie más en la cubierta. Arrojó el cigarrillo a un lado, y se internó en las sombras cerca de la entrada de los camarotes sobre babor.
El segundo oficial, algo extrañado porque lo habían despertado, había subido al puente, y el capitán le hablaba:
—…No quiero preguntas. Lo que le voy a ordenar hacer está directamente vinculado con la seguridad de nuestros pasajeros. El suboficial de Seguridad Nocturna, el vigía de turno y cinco marineros están allí en el Tesoro. Aquí están las llaves. Quiero… —Miró por un momento a Raikes.
—Ochenta barras de oro —terminó Raikes—. Pueden estar empaquetadas de una a cuatro por caja. Cárguelas lo antes que pueda.
El capitán agregó:
—Cuarenta capas dobles. Póngalas en el ascensor Número Uno y hágalas subir a la cubierta Uno, y luego que los hombres las lleven a la Cubierta de Proa.
Por un momento el segundo oficial vaciló, comenzó a abrir la boca para decir algo, y luego lo pensó mejor.
El capitán se volvió al primer oficial:
—Déle al segundo oficial un «walkie-talkie», Mr. Dormer. —Luego se volvió al segundo oficial—: Infórmeme cuando el cargamento esté en la cubierta Uno.
El primer oficial le dio un «walkie-talkie» al segundo oficial y otro al capitán, que se lo metió en su bolsillo.
A Raikes le habían enseñado uno de los aparatos cuando aquel oficial tan simpático lo había llevado al puente, días atrás. Eran Stornophones N.° 5 con un alcance de dos millas.
El segundo oficial abandonó el puente. El primer oficial estaba mirando la cubierta de proa iluminada. El contramaestre en el timón, era una estatua blanca y azul, y el grumete limpiaba una y otra vez la misma ventana, sabiendo que algo iba mal, ajeno a todo y todavía envuelto por la satisfacción de haber disparado una pistola de bengalas. El capitán, ignorando a Raikes, se dirigió a la mesa de mapas y comprobó con el tercer oficial la posición del barco.
Por primera vez en su vida, Raikes conoció el verdadero significado del aislamiento; la frialdad de sus víctimas, más fría que sus propias emociones fuertemente controladas, una frialdad intelectual e ignominiosa. Cada uno de los hombres de aquel puente, dedicado al servicio de aquel hermoso barco, lo había rechazado con repugnancia. Toleraban su presencia física porque no tenían más remedio, pero como persona, lo consignaban al limbo. Era el violador, el profanador innombrable, de algo que llenaba sus vidas de orgullo. No deseaban verlo y, cuando lo oían, era como una voz sin humanidad ni decencia. Alguna vez creyó que amaba el aislamiento, la dulce soledad del río que devora el tiempo, el aislamiento de su propia dedicación para vengar a su padre y volver a Alverton… pero nada de eso, ahora lo comprendía, alcanzaba a ser un total aislamiento. Aquello era el aislamiento, aquí y ahora, en el puente. Como un relámpago pasó por su cabeza el pensamiento de que si sus hermanos estuvieran en el barco, viéndolo y oyéndolo, enterados del último «trabajo» que estaba realizando, también lo hubieran rechazado, volviéndole la espalda, y cada vez que oyeran pronunciar su nombre, sería una vergüenza para ellos. Por primera vez en su vida estaba solo, odiaba estar solo, y se odiaba a sí mismo. Y por primera vez en la vida, aunque aplastó la idea, estrangulándola antes de que naciera, supo que era una perversa y retorcida caricatura de hombre.
Obligado a hacerlo, para romper el hielo que lo rodeaba, dijo, sorprendido de lo extraño de su propia voz:
—Capitán, cuando baje a la cubierta de proa quiero que venga conmigo.
Podía haber hablado a los muertos. Ni la cabeza se volvió. No hubo el menor movimiento indicando que habían oído.
Con gratitud, oyó de pronto al «walkie-talkie» en el bolsillo del capitán que anunciaba:
—Estamos en el Tesoro, señor, y cargando.
El capitán cogió el aparato y respondió:
—Muy bien. —Luego se dirigió a Raikes, se detuvo frente a él; era una cabeza más bajo, sólido, con los ojos cargados de desprecio—. No hay necesidad de que permanezca más tiempo en mi puente. Bajaremos a la cubierta Uno. —Volvió la cabeza al primer oficial—. Hágase cargo, Mr. Dormer.
—Correcto, señor.
—Mantenga el barco como está.
Raikes, colérico ahora a despecho de su control, dijo:
—Todavía hay que hacer una segunda señal desde babor. Dos bengalas cuando las barras de oro estén sobre la cubierta.
Sin una palabra el capitán tendió la mano. Raikes le entregó la pistola cargada con dos cartuchos. El capitán se volvió al tercer oficial.
—Cuando la primera barra de oro aparezca en cubierta, dispare dos veces desde la banda de babor.
—Sí, señor.
El capitán volvió, pasando frente a Raikes. Cuando llegó a la puerta del puente dijo sin volver la cabeza:
—Sus señales serán disparadas.
Raikes siguió al capitán desde el puente. Salieron por los camarotes de los oficiales a la escalera principal junto al Salón 736, y desde allí bajaron a la cubierta Uno. Todavía había uno o dos pasajeros y miraron curiosamente a Raikes y al capitán cuando pasaron.
En la cubierta Uno, la puerta del ascensor se abrió y tres marineros estaban descargando las cajas de madera con las barras de oro bajo la supervisión del vigía de tumo. Raikes y el capitán pasaron delante sin decir una palabra. Cuando se dirigieron a la banda de estribor, pasando por los camarotes de la tripulación hacia la salida de la cubierta de proa, el «walkie-talkie» que tenía el capitán en la mano comunicó:
—Aquí el segundo oficial, señor. Las primeras cajas están en la cubierta de proa.
—Gracias —respondió el capitán sin dejar de andar. Detrás de él, Raikes podía no haber existido. Dieron la vuelta por el pasillo, pasaron los camarotes de las camareras y su salón de recreo, y cruzaron la puerta de hierro de la cubierta de proa. Cuando lo hicieron, el viento les dio en la cara, acompañado de una ligera llovizna. Detrás, desde la banda de babor del puente, una bengala brilló en el cielo y luego otra. Una voz dentro de Raikes dijo fríamente: «Todo va como debía ir, sigamos con ello. No pienses en las personas sino como elementos de un plan. No te sientas afectado por esa figura que está allí delante, sólida, que te rechaza y te condena. No eres tú, no es Raikes, quien se mueve y ordena. Es un hombre forzado a hacerlo como cualquiera de estos otros hombres. Dentro de pocas horas serás libre y sólo tendrás que enfrentarte al único tipo de aislamiento que entiendes y aceptas».
Junto a la piscina de la cubierta Uno, Belle vio las dos luces verdes brillar contra el cielo oscuro. No sentía ni ansiedad ni alivio. Las cosas iban saliendo como él había dicho que saldrían. Ese era su genio. Planea algo y el plan se convierte en una realidad. Cogía a las personas y las utilizaba. Quizá era su fuerza, su única fuerza real. Saber cómo capturar y retener a la gente y convertirla en sus títeres. ¿Podría haber verdadera ternura en él? ¿Algún fondo cálido que alimentara y fortaleciera el amor… el amor por alguien… por ella, por ejemplo? Ahora quizá. Ahora que aquello iba bien hacia su fin. Quizá después de aquello, el amor surgiera rápidamente y floreciera… Oh, Dios, así lo esperaba. Así lo esperaba.
Acercó su bolso a la baranda, lo abrió y uno a uno tiró los envases por la borda. Volvió, se dirigió a la Cubierta Superior y entró en el Salón Panorámico.
No tuvo necesidad de correr las cortinas de una de las ventanas. Dos estaban descorridas y un pequeño grupo de pasajeros se había reunido mirando hacia la cubierta de proa. Lo vio en seguida, una figura alta, con sombrero, y el abrigo moviéndose un poco al viento, cuando el helicóptero llegó volando por encima de la proa. El rugir de la máquina y del rotor principal irrumpieron en el salón. Vio salir a los marineros, doblados por el peso de las cajas con las barras de oro, y a tres oficiales, uno de ellos bajo, con cuatro galones en los puños de su chaqueta y que reconoció como el capitán.
Alguien preguntó:
—¿Qué es esto? ¿Qué sucede?
—Supongo que una emergencia. O quizá sensacionalismo para publicidad.
—¿A esta hora de la noche… sin cámaras? ¿Qué cree usted, «barman»?
El «barman» que había llegado a la ventana a mirar dijo:
—No lo sé. Sea lo que sea está bien. Son el capitán y el suboficial de Seguridad.
—¿Quién es el civil? ¿Y qué son esas cajas?
Belle podría habérselo dicho. Pero mirando hacia fuera, de pronto sintió que no podía quedarse ni siquiera para observar la operación. Él estaba allí, a miles de millas de distancia de ella, ocupado en sus cosas en aquel momento, y cuando lo levantaran, Belle tuvo miedo de que los miles de millas se estiraran hasta el infinito. Lo levantarían y jamás volvería a verlo. Y, puesto que esta convicción era tan fuerte en ella, se dio cuenta de que no podía esperar para presenciar el momento. Era mejor irse y obligarse a una desesperada esperanza que tener para siempre el cuadro de su paso desde la cubierta y desde su vida a la oscuridad de las nubes.
Se apartó del grupo de gente y se dirigió al camarote.
Los hombres estaban agrupando las cajas de barras de oro en el lugar del mástil telescópico, ahora retirado, delante de los cabrestantes y de las cadenas de las dos anclas levantadas. El ruido que hacía el helicóptero era ensordecedor, mientras giraba suspendido en el aire. Mirando hacia arriba, Raikes vio abrirse la portezuela lateral y luego aparecer el brazo de la grúa externa sobre el techo del helicóptero, y descender el cable unos pies. Un hombre desconocido estaba en la portezuela y dejó caer una red en la cubierta y el cable de la grúa comenzó a bajar con suavidad, zigzagueando un poco con el vaivén del helicóptero y el viento. Cuando bajó, Raikes vio aparecer la pálida cara de Berners en la portezuela. Berners lo vio, y Raikes a él, pero ninguno de los dos hizo ninguna señal.
Raikes dijo al capitán, que estaba a su lado:
—Nada más que diez cajas dobles o su equivalente en cada red.
Sin dar muestras de haber oído, el capitán miró al segundo oficial y le hizo una seña con la cabeza cuando comprendió que el hombre había escuchado las palabras de Raikes.
—Diez cajas dobles en cada red. Y cuidado con el cable.
Se extendió la red, se cargaron las cajas y los lados de la red se plegaron hacia arriba y se engancharon en el extremo del cable. Raikes levantó los ojos y la red se elevó balanceándose por encima de la cubierta. La corriente de aire que produjo el rotor principal cuando tomó velocidad, hizo volar la gorra de un marinero por la cubierta.
Arriba en el puente el primer oficial, Dormer, miró al grupo que estaba abajo en la cubierta, y fijando los ojos en Raikes pensó: «¿Por qué no tirarán al mar a ese hijo de puta?».
Alguno de los que estaban mirando por la ventana del salón panorámico, dijo:
—Esas cajas tienen barras de oro. Lo juraría. ¿Cree que es un robo?
—¿Qué…? ¿Con el capitán y los oficiales allí? ¡No sea tonto!
—Pero ese otro individuo, el de civil… tiene una bufanda encima de la boca.
—Será dolor de muelas…
—No hay marcas en ese helicóptero…
Cuando la carga alcanzó el nivel de la portezuela, el brazo de la grúa giró y Raikes vio a Berners y al otro hombre coger la red, balanceándose unos instantes y luego meterla dentro del helicóptero. Casi en seguida otra red a cubierta y los marineros comenzaron a cargarla. Momentos después el cable volvió zigzagueando a la cubierta.
Mientras la red subía cargada con las cajas, Raikes miró su reloj. Estaban llevando a cabo el trabajo con un poco de adelanto al mejor tiempo calculado, y casi todas las cajas estaban sobre la cubierta.
Arriba en el puesto de mando, el gerente se había dirigido a la ventana central del lado de proa y miraba con una mano ociosa sosteniendo un trapo contra el cristal. El helicóptero casi estaba a su mismo nivel, a una distancia de sesenta yardas. Podía ver al piloto en los controles y a dos hombres manipulando la red. Era un muchacho inteligente y se preguntó cuál estaría a cargo del manejo de la grúa. Cuando el cable bajó por tercera vez, vio a los dos hombres en la cabina principal entrando más dentro la segunda carga de oro, volcando las cajas y dando lugar para una tercera carga que debía subir. No se ocupaban para nada del cable, de manera que el piloto debía estar operando la grúa. ¡Vaya, se imaginó al hombre sentado allí como un mosquito zumbón, manteniendo el helicóptero sobre la proa y debiendo vigilar el cable al mismo tiempo! La llovizna mojaba los cristales de las ventanas. Sin que se lo ordenaran, el muchacho conectó los limpiaparabrisas y la escena en la cubierta inferior se hizo clara.
Allá abajo, en el camarote de Belle, el camarero hacía rato que había ido a abrir la cama. Su camisón estaba extendido sobre ella. Era de seda color llama, una amplia blusa, con una pequeña braga haciendo juego, comprado para el viaje. Raikes jamás lo había visto.
Comenzó a quitarse el vestido y desnuda, se apartó unos pasos del espejo del tocador para mirarse. Todavía no se le notaba… ¿o sí? Quizá un poco, pero en cierta forma estaba bien. Así era durante los primeros meses. Le daba ese algo especial del que hablaba la gente. Bien, si alguien necesitaba ese algo especial para conseguir lo que quería, era ella. Algo especial no en el cuerpo, sino dentro… algo que estuviera allí para retenerlo a él cuando no lo retuviera en la cama. Puso la mano sobre su ombligo y se preguntó cuándo comenzaría a moverse. Faltarían años. Él le había dicho que quería que ella lo conservara. Eso tenía que significar algo. Buscó la amplia blusa y la braga. Quizá el color fuera un poco chillón, pero diablos, ¿no era eso lo que les gustaba a los hombres en la cama?
En el helicóptero, Berners sudaba copiosamente. Tenía la fuerza moderada de un hombre de constitución delgada, puro acero, pero corría las pesadas cajas lo bastante lejos como para dejar sitio a las que subían y las amontonaba por cualquier lado, junto con el otro hombre. El sudor le nublaba los ojos cuando caía de sus cejas. El ruido era ensordecedor. Ahora la lluvia, caía con más fuerza, en chaparrones más largos. La cubierta estaba lisa, brillante, como encerada.
La cuarta red final estaba subiendo y Berners supo, sin mirar el reloj, que iban bien respecto al tiempo. Una hora más y luego el descenso. A las seis de la mañana estaría en el automóvil, atravesando Nantes con destino a Limoges… Comenzó a pensar en la ilustración de un catálogo que había visto. Se trataba de un candelabro de Limoges del siglo XIII esmaltado en color cobre. ¡Precioso…! Tantas cosas bonitas y valiosas que desearía tener… y que tendría. Quizá jamás volviera a Inglaterra. Aunque tal vez para liquidar todo y vender… En eso no se parecía en nada a su amigo y socio. Inglaterra era toda para Raikes. Los ríos y aquel asunto de la pesca, la tradición, la formalidad, lo impulsaba cada vez más a volver. Miró hacia abajo, más allá de la red que estaba subiendo, hacia Raikes. Durante la operación había permanecido allí, junto al capitán; el capitán tenía las manos medio metidas en los bolsillos de la chaqueta, sin importarle la lluvia que barría una y otra vez la cubierta; Raikes, levantaba la mano cada vez que las redes estaban listas para ser izadas… y las cosas marchaban como un reloj, lo mismo que el mecanismo de sus mentes, la suya y la de Raikes… ¡Ah, la gente, tan fácil de manejar, de engañar y de robar, con tanta buena fe, sin esperar jamás nada malo hasta que las cosas ocurrían y cuando pasaban, maldecían o se preguntaban cómo pudieron dejarse sorprender…!
La red estaba a nivel de la apertura y el brazo de la grúa la hizo entrar. El hombre que estaba junto a él, cuando la subieron dijo jadeando:
—¡Gracias a Dios que terminamos! No tengo físico para trabajos pesados.
Rápidamente descargaron cuatro cajas de la red y luego arrastraron la red parcialmente cargada hacia dentro.
—Ya está—dijo el hombre—. Desmonte el cable y ponga la eslinga en el gancho; lo enviaremos abajo por él. Mr. X, ¿eh? Lo mismo que usted. Nada de nombres, nada de etiquetas.
Berners se volvió y se inclinó sobre la red para desengancharla, tomó un soporte de la cabina y desprendió el equipo de Berners. Berners oyó el ruido y miró a su alrededor. El hombre tenía una automática a un pie de distancia de sus ojos. Le dijo:
—Lo lamento, compañero, pero órdenes son órdenes.
Berners no tuvo tiempo de hacer ningún movimiento; sólo un resplandor de amarga ironía atravesó su mente, cuando comprendió el final… caía de un sueño de lujo y belleza para estrellarse sobre la cubierta, a pocos pies de Raikes.
El hombre disparó, y la bala golpeó la sien de Berners. La fuerza del impacto echó su cuerpo hacia detrás, a medias fuera del helicóptero. El hombre levantó un pie y empujó el cuerpo, sosteniendo el borde de la portezuela mientras lo observaba caer. Berners cayó con los brazos extendidos y se estrelló en el extremo de la cadena del ancla de babor, quedando allí, medio colgado, con la espalda rota. Y la cara vuelta hacia arriba hacia el pequeño grupo de marineros, a cuatro pies de distancia. El equipo de seguridad se balanceaba suavemente en el aire, apenas rozando la cubierta. Arriba el helicóptero se levantó a toda velocidad, llenando la noche de ruidos, y desapareció rápidamente hacia el sur.
La frialdad de Raikes desapareció, pero no perdió el control. La rápida comprensión de lo sucedido, sin necesidad de secuencias para estimular su mente, lo inunda como una ola de calor. Por un momento sintió un enorme pesar, antes que sorpresa, y luego la pena y la sorpresa desaparecieron, y los hechos, el súbito cambio de la situación que exigían un movimiento, tomaron forma en su mente mientras miraba la cara pulposa, el cuerpo quebrado de la marioneta, y las cuerdas que habían sujetado el cuerpo. Antes que ningún otro lograra moverse, aun antes de que algún hombre emitiera un grito de impacto y horror, Raikes había sacado su automática y corría por la cubierta hacia la entrada de la cubierta Uno.
Cruzó por el pasillo que conducía a los camarotes de la tripulación y luego viró bruscamente hacia la derecha a un pequeño pasaje y se lanzó, arrancándose el abrigo, al descansillo de la escalera que llevaba al ascensor Número Uno. La puerta todavía estaba abierta, pero no había nadie para atenderlo. Bajó las escaleras hasta la cubierta Dos, y mientras lo hacía, dejó caer la chaqueta y el sombrero sobre el pasamanos al fondo de la escalera en la cubierta Seis. Un hombre corriendo con sombrero y chaqueta puestos podía llamar la atención. Se quitó la bufanda y se la guardó en el bolsillo con su automática, cuando salió del descansillo de la cubierta Dos, y luego comenzó a andar despacio.
Era un pasajero cualquiera que se retiraba tarde a dormir. Sin prisa, pensando con calma en el futuro, se dirigió al vestíbulo central y luego bajó por las escaleras centrales a la cubierta Cuatro. No tenía dudas en su mente respecto a dónde se dirigía. Por el momento tenía que ocultarse, encontrar asilo durante unas cuantas horas y sólo una persona podía dárselo. En la cubierta Cuatro atravesó el pasillo de babor pasando por los camarotes, y tomó la izquierda por un corto ángulo del corredor hasta la puerta del camarote de Belle.
Sólo entonces, cuando salió de la larga hilera de cabinas del lado de babor y llegó a este pequeño sector donde daban las puertas de dos camarotes, el 4002 y el 4004, que era el de Belle, sólo entonces sintió que la tensión comenzaba a ceder. Por un momento, aislado allí, con Belle a pocos pasos de distancia, bastante pasada la una de la madrugada y habiendo poca gente despierta, no era muy probable que alguien lo viera. Trataría de controlarse y de reprimir el deseo primitivo de correr y correr como un pasajero cualquiera. Se reclinó contra la pared y se pasó la mano por la cara. Se sorprendió al descubrir que sudaba copiosamente. ¿Y ahora, qué? A Berners lo habían asesinado y arrojado fuera del helicóptero. Él mismo había oído el disparo sobre el ruido del helicóptero, lo había oído y había visto la cara aplastada de Berners. Ambos, Berners y él, habían sido traicionados, y esa era la contingencia que nunca consideraron en sus planes. Él y Berners… pensó con amargura… la única cosa que jamás los había preocupado. Habían sido engañados tan impunemente como cualquiera de sus víctimas en el pasado. Allí, en la cubierta de proa, había sentido pánico y había echado a correr. Un pánico controlado, pero desesperado, había sido una huida que lo había llevado directamente a aquel punto, directamente al único asilo inmediato que se le ofrecía. Ahora que la crisis declinaba, se preguntó si tenía derecho a dar un paso más, a abrir la puerta y comprometer a Belle. Hacía mucho tiempo que la había comprometido, y ella había aceptado desempeñar su papel. ¿Tenía derecho a mezclarla otra vez en aquello? ¿Y ahora, sin ofrecerle nada a cambio por aquel momento de asilo contra el peligro? No tenía que preguntárselo, porque sabía cuál sería la respuesta. Ella lo amaba y no podía negarle nada. Pero aquella noche, allí en el puente, por primera vez había visto algo de su verdadero yo, se había visto tal como los otros lo veían, y la impresión era que quizá, a pesar de toda su suficiencia y su fuerza, el plazo se acababa, que el fracaso total estaba muy próximo a él. Y la respuesta a aquello, en su actual estado de ánimo, parecía brutalmente simple. No sólo los hombres, sino también los dioses se habían vuelto contra él. Los hombres habían podido hacer poco contra su arrogancia, pero los dioses se habían vuelto contra él (primero con aquel pequeño punto rojo eh el catálogo y ahora con la inesperada traición de Mandel) para humillarlo y reducirlo. Lo habían dejado llegar hasta el filo de lo que anhelaba, y luego lo habían hecho retroceder. Todavía lo acosaban, exigiendo quizá alguna forma real de contribución, alguna penitencia auténtica que sería absoluta y lo absolvería de todo. Todavía tenía los recursos de su propia capacidad, fuerza y astucia para sacarlo de aquella emboscada, de aquella trampa marítima, pero nada de aquello podría contrarrestar el fatídico dedo de los dioses si todavía estaban contra él. De manera que antes de entrar en el camarote de Belle, supo (por el instinto heredado de su madre a través de la larga tradición de supersticiones ancestrales) que tenía que rendirle su tributo a los dioses si deseaba su protección. Y ese tributo no podría revocarse jamás, ni arrebatárselo mezquinamente. Si se hacía, era para siempre. Y su pensamiento flotaba libremente, como si alguna presencia invisible en aquella sombría hilera de camarotes le indicara su curso, Raikes sabía cuál iba a ser su tributo. La mujer que estaba allí dentro llevaba a su hijo, el retoño esperado. Tenía que abrir sus ojos a las nieves y heladas de enero, ver la levadura de las nubes de agua sobre el valle del Taw, escuchar el correr de las aguas en las noches tranquilas, donde los salmones y las truchas de mar, también cumpliendo con una ley ancestral, venían agotados desde las aguas estrechas y los vados de los páramos, para unirse a las mareas de los estuarios salados y sin embargo verdes, fríos, ricos en alimento que aseguraban las profundidades del Atlántico, y esa seguridad era su único objetivo. Quería al niño, pero no la quería a ella. Pero el tributo tenía que rendirse y lo hizo, se lo ofreció a los dioses. Si salía de aquel barco sano y salvo la aceptaría, la haría su esposa, la amaría con toda su capacidad de amar, y la traería como dueña, esposa y madre a Alverton Manor y la cuidaría y protegería como si hubiera sido la mujer elegida por propia voluntad. Eso haría. Después de jurarlo, se adelantó para encontrarse con ella.
Estiró la mano y la manija giró, estaba sin llave. Entró en el camarote iluminado, cerró la puerta con llave tras él y se volvió donde estaba ella, tendida en la cama. Al mirarla, supo en seguida que su tributo había sido rechazado y que él, Andrew Raikes, estaba condenado irremisiblemente porque había venido a ofrecerlo demasiado tarde.