TOMÓ UN TAXI desde su hotel a la estación y dejó la maleta. Salió y tomó otro taxi hasta los muelles. Llevaba consigo las ganzúas, la pistola de bengalas con cuatro cartuchos en uno de los bolsillos de su abrigo, la automática y tres envases en el otro bolsillo, y tres envases más en los bolsillos de su traje. No llevaba nada que lo identificara, excepto su pasaporte con visado norteamericano. Ni su traje ni su ropa interior tenían iniciales.
Despidió el taxi poco antes de llegar al Ocean Terminal. Era una mañana templada, un suave viento del oeste soplaba en forma constante, y empujaba a algunas nubes altas, hacia el Canal. Todavía no había llegado el tren especial, pero muchos pasajeros estaban llegando en automóvil o en taxi.
El «Queen Elizabeth II» estaba amarrado en el muelle y parecía que no se había movido desde que lo vio la última vez. Entró en la terminal y se dirigió al piso superior exhibiendo un permiso para subir a bordo, extendido en el puesto de control para los visitantes, y luego subió al vestíbulo intermedio sobre la cubierta Dos. Mientras entraba al vestíbulo de forma circular, vio al fotógrafo del barco haciendo fotos a las personas que llegaban. Más tarde las fotografías serían expuestas en vitrinas en la galería comercial del barco, donde podían comprarse. Raikes levantó una mano, torciendo la nariz para ocultar su cara y se alejó del fotógrafo, perdiéndose entre la muchedumbre. Subió por la escalera a la cubierta Uno y luego fue hacia popa por la banda de estribor, pasó por el salón de belleza, y la peluquería y luego bordeó la piscina. Al llegar a aquel punto, se inclinó sobre la baranda y observó el movimiento en el muelle y los pasajeros que subían a bordo. El tren especial llegó por fin. Se quedó observando el movimiento, esperando descubrir a Belle, que llevaría un sombrero verde y abrigo amarillo… le gustaban los colores atrevidos. Sabía que habría estado nerviosa en el tren durante el camino, pero se le pasaría cuando subiera a bordo. Al otro lado del agua, en la parte francesa, cerca de Loudeac, Berners y sus compañeros estarían preparándose para pasar un día interminable, a la espera de la oscuridad y de la medianoche. Inclinado sobre la baranda, con mucha gente a su alrededor se sintió apartado de todo, libre de toda personalidad, de todo propósito urgente. A medianoche, cuando estuviera allí y viera la señal luminosa del helicóptero brillando rojiza en la oscuridad, volvería a sentirse vivo, frío y eficiente, pasaría por el castillo de popa y la cubierta superior a la de los botes, desde donde se dirigiría a ver al capitán. El plan había sido trazado. Tenía entera confianza en él. De pie allí, esperando a Belle, no pensó en ningún momento en el niño que Belle llevaba en su seno.
Permaneció allí hasta mucho después de que llegara el tren, luego anduvo unos pasos y tomó el ascensor para bajar a la cubierta Cuatro. Se dirigió al camarote de Belle, situado a babor, y ella le abrió la puerta. La tomó en sus brazos y la besó con una efusividad que no sentía, pronunciando las palabras que ella deseaba oír, y al apartarse vio que llevaba al cuello el hilo de perlas que tenía cuando la vio por primera vez. Tratándose de Belle, sabía que no había ocurrido por accidente, que se las había puesto con intención… como un símbolo de despedida.
Cerró con llave la puerta del camarote y esperó hasta que ella deshizo su equipaje, poniendo sus cosas en los cajones del armario. Cuando la maleta estuvo vacía guardó en ella la automática, los envases y la pistola de bengalas, los cartuchos, su abrigo, bufanda, guantes y sombrero. Sin decir una palabra, cerró la maleta y la guardó.
—Ahora —le dijo él—, te llevaré a ver nuestro campo de acción. Recuerda que es fácil perderse en un barco como éste, de manera que nos limitaremos estrictamente a las partes que debes conocer. El barco estará activo como una colmena hasta mucho después que empiece a navegar, de manera que nadie se fijará en nosotros. —Le sonrió brevemente y luego cogiéndole la cara con las dos manos la besó—. Desde este momento no tienes por qué preocuparte. Todo irá como un reloj. —Deslizó sus manos hasta tocar las perlas—. Llevabas éstas el primer día que te vi.
—Un mal día para ti.
Se encogió de hombros:
—En cierta forma, puede ser. Hizo que todo fuera mi poco más difícil. Pero nunca las cosas son del todo malas. —Sus manos la abandonaron y se volvió a la puerta; luego se detuvo y se dio la vuelta para mirarla—. Hay algo que quiero decirte. Espero que estés de acuerdo. Quiero que tengas el niño.
—¡Oh, Andy!
—Quiero que lo tengas. Podemos hablar del resto después.
Le abrió la puerta. Ella salió, ocultando su cara para que él no viera su felicidad, una felicidad que estaba proyectada mucho más allá de aquel momento. Te amo, rosas rojas, y ahora esto… Oh, sí. Sabía que a veces podía ser un miserable, pero no tanto como para que se tomara la molestia de decir algo así cuando, en lo que concernía al plan, era innecesario. Él sabía que ella le pertenecía. No tenía que hacer o decir nada fuera de lo corriente para tenerla de su parte…, pero lo «estaba» haciendo. Lo hacía porque no podía evitarlo. Porque había algo que le estaba trabajando por dentro y que no podía ignorar. Ten paciencia, Belle, se dijo, no apresures nada y, por sobre todo, no lo apresures a él. No hay necesidad. Es algo que está dentro de él, que va creciendo dentro de él minuto a minuto. Fueron andando juntos, algunas veces Andrew la cogía del brazo, ella escuchaba su voz mientras le explicaba cosas y, por pura lealtad hacia él, dejó atrás su felicidad y se concentró en lo que Raikes decía. Lo había hecho sobre papel, en diagramas, pero ahora realmente estaban a bordo del barco y los planos se volvían reales y sólidos…; revestimiento de madera y alfombras azules, puertas de camarotes y escaleras, camareros, pasajeros y visitantes que iban de un lado al otro, remolcadores con las sirenas atronando, las gaviotas llamándose unas a otras y, en alguna parte del vientre del barco, las barras de oro.
Llevó a Belle hacia la escalera A y subieron a la Cubierta de Botes. Mirando sobre el pasamanos, se podía ver el hueco de la escalera a través de las cubiertas, una caída de casi cien pies. Desde la parte superior de la escalera volvieron por la Cubierta de Botes recorriéndola en toda su longitud, le mostró el Club 736, la cafetería, el salón de los tocadiscos, el teatro, la galería formada por una doble hilera de locales a lo largo del pasillo, con sus «boutiques» en popa, y aunque sabía que jamás tendría que hacerlo (pero también sabía por qué se lo había recalcado tanto: tenía que saber que podía hacerlo), le señaló los sitios donde podría dejar caer los envases, mostrándole dónde tenía que detenerse y dónde arrojarlos, de manera que pudiera moverse sin tropiezos y con seguridad. Y mientras él hablaba, la gente ajena a ellos se movía a su alrededor, riendo y charlando. Bajaron por la banda de estribor y luego por babor a la parte superior de la escalera.
Él indicó:
—Utiliza este sitio como punto de referencia. Desde aquí puedes bajar en un ascensor a la cubierta Cuatro y estás a pocos segundos de tu camarote. O puedes bajar por la escalera. En la cubierta debajo de ésta (la cubierta superior) está situado el salón panorámico. Es un gran salón con un par de ventanas que miran a la cubierta de proa. Esta noche, cuando todo haya salido bien, puedes ir allá y observar cómo levantan las barras de oro. Hay pequeñas cortinas en las ventanas para evitar el resplandor de las luces, pero puedes correrlas. Cuando veas que me levantan del puente, puedes ir a tu camarote y dormir sin preocupaciones.
La llevó al salón panorámico y, deteniéndose en una ventana, le mostró la cubierta de proa. Desde allí la llevó a la cubierta Uno y luego a la cubierta de la piscina en popa.
—Aquí esperarás conmigo esta noche, hasta que recibamos la señal de Berners. Entonces yo me iré y tú permanecerás aquí hasta que veas la primera bengala desde el puente de mando. No puedes dejar de verla, porque subirá muy alto en el aire —la cogió del brazo y la miró—. ¿No tenemos que hablar de esto otra vez?
—No, Andy.
—Correcto. Cuando veas la segunda señal del puente de mando, arroja los envases por la borda, y luego puedes ir al salón panorámico y observar desde allí cómo levantan las barras de oro. Y recuerda que, después de esa segunda señal, has terminado tu trabajo. Sólo eres una pasajera con destino a Nueva York y no sabes nada. Ahora vuelve a tu camarote. Llama al camarero y dile que eres mala navegante en las primeras horas a bordo y que vas a descansar, que no quieres que te molesten. Tan pronto como el barco entre en el canal, estaré contigo una media hora antes de que lleguemos al Havre. Y no te olvides de lo que tienes que hacer en el camarote. Si estoy contigo y el camarero llama, nos escondemos en el baño, abrimos la ducha, sacas la cabeza y le dices al camarero que entre.
Belle encontró el camino de vuelta al camarote sin dificultad. Raikes volvió al salón panorámico, pidió una copa y a través de las ventanas observó los preparativos para zarpar.
Poco después del mediodía el «Queen Elizabeth II» fue apartado del muelle y conducido mar adentro por los remolcadores. Desde el barco, los pasajeros saludaban a sus amigos que se quedaban en tierra. Una banda ejecutaba música, y los banderines de colores entre el barco y la costa se ponían tensos y se rompían al ensancharse el espacio de agua. Los remolcadores hacían sonar sus sirenas, y los conductores de taxis mantenían sus manos apretando las bocinas, saludando al barco que partía. La bandera roja y oro de la casa Cunard se desplegó un poco por efecto de la brisa, las gaviotas revoloteaban sobre el barco, el sol aparecía a través de las altas nubes, haciendo resplandecer el brillo de las cubiertas y los botes salvavidas con sus colores verde-salvia arrojaban sombras que se movían despacio mientras el barco estaba maniobrando. No era sólo un barco que se alejaba de su muelle, sino un lujoso palacio flotante, todo un mundo propio. En el salón panorámico, a pocas mesas de distancia de la de Raikes, había un bebedor tranquilo, a quien le servían su cuarto brandy. En el restaurante Britannia el mascarón miraba hacia delante, hacia las puertas de vaivén de cristal y no pensaba en sus viejas hermanas que una vez se hospedaron debajo de bauprés y que ya no tendrían el sabor salado de la espuma del mar en sus labios. En uno de los camarotes de lujo, una dama cleptómana descubrió que las perchas del armario eran de tipo continental, y no servían como recuerdo, ahorrando con ello a la compañía un promedio de ocho mil perchas al año. Algunas personas, aun antes de que el vaivén y la sensación del mar hubieran dado su bienvenida al barco, ya estaban criticando el sobrio diseño de los uniformes Hardy Amies de los camareros, chaquetas kaki y pantalones azul marino, la incongruencia de la ventanilla de los cristales de color en el salón Q4 y los mal iluminados paneles plásticos diseñados por Rory McEwen; y otras añoraban la grandeza y atmósfera del Patio de las Palmas de los viejos Queens y de los días en que Tallulah Bankhead había preguntado a un camarero: «¿A qué hora llega este barco a Nueva York?». La gente estaba comprando recuerdos y regalos en las «boutiques». Había cuatro personas orando en la sinagoga y algunas desfilaban por la galería de arte, que exhibía cuadros por un valor de 45 000 libras. En el Grill Room un camarero dejó caer un salero y pimentero diseñado por lord Queensbury, y los viajeros habituales, a quienes les agradaba que su viaje fuera pausado y cómodo, estaban buscando un bar pequeño y un «barman» simpático para poder evitar tomar sus últimos tragos nocturnos en los bares principales. Pero muchas de las miles de personas que vieron partir el barco por el canal de Southampton, algunas de las cuales habían visto partir a cientos de naves y los viejos «Queens», el «Carmania» y el «Franconia», no pudieron evitar emocionarse ante el espectáculo y desearon estar a bordo.
De manera que al entusiasta coro de pilotos, sirenas y bocinas, el gran barco volvió la proa al mar y a su viaje inaugural trasatlántico, mientras en el fondo del recinto del tesoro en la cubierta Ocho se aprestaban a viajar tres toneladas de oro en barras y una tonelada y media de plata en barras. En el salón panorámico el amable borracho se inclinó por encima de su banqueta negra y le dijo a Raikes:
—Pueden guardarse sus Jumbo Jets y sus Concordes. Cuando viajo, me gusta hacerlo despacio. No me agradan los tragos apurados entre una escala y otra, ni comer la pierna asada y desabrida de un pollo envuelta en un maldito papel celofán. No me gusta sentarme sobre el maldito pasaporte y pasaje por temor a perderlos, en el preciso momento en que los necesito y sin tener tiempo para buscarlos. Para mi dinero, un barco es una dama, y un caballero debe siempre viajar con una dama. Y créame lo que le digo. Este barco tiene clase. Moderno, hasta el último detalle, peor es una dama. Brindo por ella… —levantó la copa de brandy, la vio vacía y llamó al camarero.
En su camarote, Belle estaba tumbada en su cama y soñaba despierta olvidando por un momento el motivo de su presencia a bordo. En alguna parte en Devon tenían una casa, los dos, y había una niñera para la niña… Sí, la veía como una niña. Así lo quería. Después le daría una cantidad de niños. Tenía que terminar de esa manera. Ella lo amaba tanto que eso tenía que sucederle a él…; ella haría todo lo que él quisiera. Trataría de no irritarlo con su manera de hablar, ni de replicar. Iría a las mejores peluquerías y se vestiría de forma adecuada. «Tweeds», trajes simples, pero costosos…, para cazar y pescar, y para «sport»; aprendería a sentarse en un bastón asiento y a marcar un programa de carreras, y se comportaría como una tigresa…; abrió la boca y mostró los dientes al techo del camarote… si algo salía mal. Sí, ella era para él y él tenía que ser para ella. Y si Andrew la deseaba cinco veces en un día o cinco veces en un año, ella sería igualmente feliz. Mrs. Raikes. Se estiró hasta el tocador y encendió la radio, luego volvió a recostarse y siguió soñando… Luces brillantes, música suave, el triunfo del amor.
Cuando él llamó a su puerta dos horas más tarde, Belle estaba dormida, pero aún soñando.
—Comí unos «sandwiches» en la cafetería. Trata de comer esta noche. Nadie puede llevar a cabo una tarea como la nuestra con el estómago vacío.
Cerró la puerta con llave, se quitó los zapatos y se acostó junto a ella.
—Si el camarero llama, no olvides… la ducha.
Diez minutos después Raikes dormía.
El lugar que habían alquilado estaba a cinco millas de Loudeac. Era un pequeño castillo medio derruido, rodeado de árboles y con un gran parque detrás de la casa donde habían estacionado el helicóptero. Aunque no tenía marca alguna, no intentaron camuflarlo ni ocultarlo. A las cuatro de la mañana siguiente, la casa estaría vacía y no quedaría nada que pudiera proporcionar una pista.
A las diez, Berners estaba sentado en el pequeño estudio que daba al parque, y recibió una llamada de su hombre en Brest para informarlo del estado del tiempo. El viento era ONO, fuerza 3.
—Eso significa 12 nudos —dijo Berners a Benson, que estaba con él.
Al mediodía el informe era el mismo. Las nubes habían aumentado un poco fuera de las islas del canal y tenían una altura de tres mil a dos mil quinientos pies. A las cuatro el informe era el mismo.
Benson preguntó:
—¿Dónde preferiría estar? ¿Aquí o en el barco?
Berners sonrió:
—Yo estoy allí, lo mismo que él está aquí, aunque jamás ha visto este sitio. Estoy allí porque él sabe que puede confiar en mí, sabe cómo pienso y cómo voy a actuar. Lo mismo me sucede a mí respecto a él.
—¿Nunca ha sabido mucho respecto a Raikes?
—No ha sido necesario. Lo conozco. Eso es bastante. Dónde vive y cuántos trajes tiene es algo que no tiene importancia.
—¿Qué estará haciendo ahora?
—Durmiendo en el camarote de Miss Vickers.
—¿Cómo puede saber eso?
—Lo sé. Lo que usted y Mandel saben es el plan en líneas generales. Pero Raikes y yo jamás hemos hecho nada sin ajustar los detalles. Con un error, digamos de diez minutos más o menos, puedo decirle lo que ha hecho en el barco hasta ahora. Podía haberlo llamado a las doce treinta y lo hubiera encontrado en el salón panorámico.
Benson rió:
—Deberían haber sido mellizos.
—Lo somos…, cuando se trata de trabajar.
—¿Qué hará si las cosas salen mal en el barco y se ve precisado a arreglárselas solo?
—Lleva un pasaporte y un visado norteamericano. Tiene todas las posibilidades de llegar a Nueva York. Sólo son pocos días. Siempre hay polizontes que lo logran. Lo más difícil de encontrar en un barco de ese tamaño, con sus bares y sitios para comer, es un polizonte bien vestido. Al que atrapan es al individuo que se oculta en un bote salvavidas. Es como un club de Londres. Puede entrar en cualquiera de ellos, si está bien vestido. Todos tienen miembros que viven en Irlanda, en Escocia, o en el extranjero y que vienen una vez por año o menos. Lo mejor para no despertar sospechas es tener el aspecto y actuar como si se tuviera pleno derecho para estar donde se está.
—Aun así puede ser atrapado.
—Entonces sería su final. Usted mismo se lo oyó decir. Así es cómo piensa.
—¿Y usted?
Benson rió:
—A mí me gusta mucho estar vivo…, pero a mi manera. Me moriría en la prisión. De modo que si es necesario, me cuidaré muy bien de morir fuera de la prisión.
—¿Miss Vickers piensa de la misma manera?
—Nunca se lo he preguntado, pero sé que no es así. Es el tipo de chica que se acomoda a la vida, mientras sea la vida. Dicen, y estoy seguro, que ella sacaría el mejor partido de un plan fracasado. Raikes y yo jamás transigiríamos con un asunto si sale mal. ¿Y usted?
Benson giró el anillo de oro de su dedo y sonrió, sus dientes blancos brillaban contra la cara tostada:
—Francamente, no. Ahora no. Mire, cierta vez, hace tres años, estuve en una prisión turca. Me enseñó una dura lección.
Berners preguntó:
—¿No estará pensando en hacer que algo salga mal a bordo?
Benson respondió sin sorprenderse:
—No. En ese caso no estaría hablando de esta manera. Sólo estoy interesado en Raikes. Usted disfruta haciendo esto. Él, no. Lo estamos obligando. ¿Por qué él no ha podido disfrutarlo?
—Porque tiene todo lo que desea.
—¿Y usted?
—Para mí no hay límite, lo he descubierto recientemente. Deseo demasiadas cosas. Hay muchas, demasiadas cosas sólidas, tangibles, hermosas. Pero Raikes sólo se quiere a sí mismo. No al hombre que ahora es, sino al hombre que no ha sido. Piensa que puede llevar una segunda vida. Jamás he sido lo suficientemente cándido como para decirle que está persiguiendo un sueño. Después de todo, ¿por qué no puede perseguir un sueño? ¡Tantas personas lo hacen!
A las seis de la tarde el viento soplaba desde el mismo cuadrante, todavía a fuerza 3, y las nubes habían subido quinientos pies y estaba menos denso, pero caían algunas lluvias aisladas en las proximidades del canal.
A las ocho Berners llamó a Miss Vickers al QEII, que estaba en el Havre. Durante el curso de su conversación trivial se enteró de que su tía seguía igual.
Cuando Belle colgó, Raikes dijo:
—Muy bien. Ahora ve a comer algo. No te des prisa. Yo me voy. Si te encuentras conmigo por casualidad, no me conoces. La camarera vendrá a abrir la cama durante las próximas dos horas. Volveré a las once y media para recoger mi sombrero y el abrigo, además del resto de las cosas. Nos encontraremos en la piscina de la cubierta Uno a las doce menos cuarto.
Extendió una mano, le rozó la cara y se fue. Pocos minutos después estaba inclinado sobre la baranda de popa observando los pasajeros que subían en el Havre. Después de un rato, un chaparrón lo obligó a entrar. Compró una revista en uno de los quioscos y se sentó en una silla en la cubierta de paseo, fuera de la galería de «boutiques». En los restaurantes, en el Grill Room, la gente estaba comiendo y bebiendo entre unos gruesos bistec de lomo o una «Suprême de Turbot»; los camareros explicaban qué era una paella a la valenciana, recomendaban el vino que correspondía al «Kebab a la Turque» a cientos de personas, mientras Raikes estaba sentado tranquilamente leyendo un artículo sobre el renovado interés en los rastros faraónicos en Malta, esperando que pasaran las horas.
Permaneció sentado durante una hora y luego se dirigió al salón panorámico. Las cortinas estaban corridas. A las nueve fue a proa y observó desde la baranda mientras el barco tocaba la sirena y saludaba al Havre cuando comenzaba a salir lentamente al canal. La costa francesa y las luces del Havre se perdieron en la creciente oscuridad. Permaneció allí hasta que el aire de la noche le hizo sentir frío y entró por el bar del teatro a pedir un «whisky» doble. Mientras estaba allí, Belle pasó frente a él, pero actuaron como si no se conocieran. Él la observó pasar y perderse entre los otros pasajeros. Vestía un traje negro sencillo, un chal sobre los hombros y el hilo de perlas en el cuello. De pronto se sintió emocionado por un repentino afecto hacia ella. En realidad había poco en ella que le gustara; lo que más lo atraía era su cuerpo y, sin embargo, a pesar suyo, admitió que había algo entre ellos. No sólo el hijo que ella llevaba, sino un vínculo originado en las cosas que habían compartido durante los últimos meses. Pero más que eso, le estaba agradecido por su lealtad. Sabía que cualquiera que fuera el motivo le era completamente leal. Y era el mismo tipo de lealtad que sabía que le profesaba Berners. Berners hubiera dicho que eso se debía a que los tres eran del mismo tipo, gente al margen de la sociedad, con sus intereses y su bienestar basados en el simple hecho de ser distintos de los demás. Lo curioso era que Andrew jamás se había sentido diferente de las otras personas. Las otras personas eran fundamentalmente iguales a él. Si eran distintas, se debía a que los otros jamás habían buscado un rumbo para sus vidas en los lugares en que los había encontrado él. Si hubieran soportado las mismas presiones y sufrido los mismos momentos de crisis y amenazas, la mayor parte de la gente también hubiera mentido, robado y matado. En realidad, la mayoría de la gente tenía necesidad de seguir esos impulsos. Por eso se sentían felices en la guerra. Por eso alborotaban y destruían los lugares públicos y los trenes después de un partido de fútbol. En él y en los otros existían los instintos primitivos muy a flor de piel, buscando alguna excusa para salir a la superficie. Sí, Berners era como él y lo mismo le ocurría a Belle…, y también, dadas las circunstancias, le ocurría a toda alma viviente en aquel barco.
Durante las dos horas siguientes anduvo por el barco ajustando sus movimientos y sus períodos de espera al plan que había concebido en su mente durante tantas semanas. No había comido nada desde los «sandwiches» de la mañana y sólo había tomado un «whisky». Su cuerpo no anhelaba nada, ni alimento ni alcohol, porque su cuerpo había dejado de existir para él. Era sólo Raikes, parte de un plan y una estrategia.
A las once y media se dirigió al camarote de Belle. Hablaron un rato, cogió el sombrero y se puso el abrigo y los guantes. Metió en sus bolsillos (después de quitar cuidadosamente todo rastro de huellas digitales) primero la pistola de bengalas, luego los cartuchos y la pequeña automática.
En la puerta, antes de partir, dijo:
—Estaré esperando al lado de la piscina, en la cubierta Uno. Lleva tu abrigo sobre el brazo y póntelo al salir. Y cuando vuelvas a entrar, quítatelo y cuélgalo en el brazo de la misma manera, para que oculte parcialmente tu bolso.
Ella se acercó a él y Raikes no mostró sorpresa al notarle una fugaz expresión de miedo. Tenía que sentir miedo, y asimilarlo a fin de que pudiera superarlo y quedar luego en libertad de acción.
—Andy…, ¿digamos que pasa algo…? Bien, quiero decir, ¿supongamos que…?
Por primera vez su forma de hablar no lo irritó, lo hizo sonreír.
—No va a pasar nada que no hayamos previsto.
—Pero ¿y si sucediera?, ¿supongamos que sucediera algo? ¿Acudirías a mí para que te ayudara?
—Lo que quieres saber es si vendría a ti si te necesito, o si necesito tu ayuda para algún imprevisto que no esté en el plan…
—Sí.
—Sí necesito algo y tú lo tienes, vendré. Eso ya lo sabes.
Se inclinó para besarla y luego desapareció. Quince minutos después se encontraron en la piscina. Estuvieron de pie muy juntos en la banda de babor, mirando a través de la oscuridad hacia el sur, hacia la dirección desde la cual vendría el helicóptero. Como un enamorado, la cogió del brazo y se quedaron mirando al mar en silencio. El viento que había soplado del oeste cuando salieron del Havre había cambiado hacia el norte. Había una lenta marejada, y mezclado con los ruidos del viento llegaba el susurro del agua al apartarse de los lados del barco, dejando detrás una estela pálida y luminosa. Un grupo de personas andaba por la cubierta, con abrigos y bufandas para defenderse del viento, y de cuando en cuando alguien arrojaba por la borda la colilla roja de un cigarrillo.
Belle, consciente del calor de su brazo contra el de ella, pensó: estamos como una pareja en su viaje de luna de miel. Como docenas de otras parejas a bordo probablemente. Si la vida hubiera estado correctamente planeada, así debía haber sido, aunque no con Raikes, sino años atrás con algún otro hombre y no lo hubiera conocido a él, ni a la recia potencia de su cuerpo ni a la implacabilidad de su espíritu. Y eso hubiera sido lo mejor, porque uno no echa de menos lo que jamás ha tenido. Es decir, no lo hubiera echado de menos a él como hombre. No una luna de miel. Eso le faltaba, siempre le faltaría. Nada de fiesta ni de ajuar. Nada de excitación, ni de decir adiós urgentemente para ir al camarote a hacer el amor por primera vez como personas casadas. La vida realmente le había negado todo aquello a ella y ¡vaya que formaban una bonita pareja de luna de miel! El con su automática oculta, ella con una cartera llena de sucios envases que podrían barrer a una gran cantidad de personas, y en alguna parte, allá abajo, en las entrañas de aquel maldito barco, toneladas de oro. Seamos francos, eso era lo que realmente les interesaba a los hombres, ganar y tener dinero; las mujeres, el matrimonio, un hogar e hijos eran cosas secundarias para ellos. Elementos decorativos alrededor del eje de su codicia de dinero, poder y posición.
Él volvió su cara hacia ella y besó el extremo de su ceja, y el corazón de Belle dio un vuelco de asombro. No podía estar actuando para disimular frente a alguien que los estuviera observando. Tenía que sentir lo que había hecho. Era un impulso que brotaba de él hacia ella, para descubrir el amor que ella sentía por él. ¡Tenía que ser así!
Junto a ella, Raikes miró su reloj y le dijo:
—Doce y diez. Llegan tarde —hablaba más para sí mismo que con ella.
Que lleguen tarde, pensó Belle. Que no lleguen nunca. Que Andrew se quede conmigo a bordo, como un simple polizonte que se entrega y paga su pasaje. Desde Nueva York podríamos partir juntos… a cualquier parte…, construir una nueva vida. Encontrar nuestras propias y verdaderas personalidades. Las dos personas decentes que siempre debimos ser. ¡Por favor, Dios mío, que así sea!
De pronto, a un cuarto de milla de distancia de la proa, una luz roja de bengala se encendió arriba, quedó suspendida durante un momento, cayó y desapareció, dejando la oscuridad de la noche sin estrellas, más oscura de lo que estaba antes.
Casi en seguida, Raikes retiró el brazo del de ella, diciendo:
—Espera aquí hasta que hayas visto las dos bengalas desde el puente de mando… Entonces podrás volver al camarote y observar desde el salón panorámico.
Ella asintió con la cabeza, levantó a medias la mano para acariciar su cara, pero él ya se había ido.
Ahora Raikes se movía automáticamente, sin prisa, sin emoción, excepto la falta total de sensaciones, lo que era una emoción de por sí. Recorrió toda la longitud de la cubierta Uno hasta la escalera A, y desde allí, con el sombrero en la mano, subió los escalones alfombrados de azul hasta la cubierta de los botes. La escalera terminaba junto al Club 736. Se dirigió a la banda de estribor por un pequeño pasillo y sin problemas abrió con la ganzúa la puerta de los alojamientos de oficiales. La memoria le fue fiel, pero sin nostalgia alguna. Hacía mucho que había entrado allí, observando, anotando, dispuesto a justificar su presencia. A su derecha había una puerta abierta, una taza y un plato y revistas sobre una mesa ratona y oyó a un hombre silbar despacio. Atravesó el pasillo y giró a la izquierda, subiendo la escalera que llevaba a los camarotes de los oficiales superiores. Al llegar arriba siguió avanzando, dejando a su derecha los camarotes de los ayudantes del capitán, y se encontró frente a la puerta del camarote del capitán. Se detuvo un instante, se puso el sombrero y sacó la bufanda del bolsillo y se la envolvió alrededor de la parte inferior del rostro. Cogió la automática en su mano enguantada, abrió la puerta y entró, cerrándola silenciosamente detrás de él.
La habitación le era familiar. La mesa que tenía delante todavía mostraba la colección de pequeños diccionarios entre sus soportes. El jarro de lápices y bolígrafos parecía intacto desde la última vez que lo había visto. La lámpara al lado del escritorio estaba encendida, y algunas luces iluminaban las paredes sobre el cuero verde de las sillas y banquetas. No había nadie en la habitación. En una mesa baja de cristal a su izquierda había una azalea azul donde antes había un cactus en flor. Más delante, a la izquierda, estaba abierta la puerta que daba al dormitorio del capitán. Mientras miraba, hacia allí apareció el capitán. Estaba sin gorra, pero completamente vestido, con los botones dorados de su chaqueta desabrochados, de manera que la chaqueta estaba cómodamente abierta.
El capitán dio unos pasos por la habitación canturreando, antes de ver a Raikes. Se detuvo. Su mentón barbudo se adelantó en un gesto interrogante y Raikes vio que la red de líneas en las sienes y cerca de los ojos se hacían más profundas. Muchas veces había visto aquella cara en fotografías. Muchas veces se había visto a sí mismo hablando con aquel hombre…, esta figura de constitución fuerte, pelo entrecano, mirada penetrante, la sólida estampa de un capitán de navío.
Con una voz sorprendentemente suave, hasta con un toque de humor, quizá pensando que aquél era un pasajero tonto que se había perdido, el capitán preguntó:
—¿Quién es usted y qué está haciendo aquí?
Raikes se adelantó, entrando más en la habitación, y levantó la automática:
—Me agradaría que fuera lo bastante amable como para sentarse y escuchar lo que voy a decirle.
El capitán recorrió con la mirada desde la automática hasta la bufanda que cubría la parte inferior del rostro. Raikes tuvo la impresión de que estaba tomando nota, como lo hubiera hecho con un traje descuidado de sus oficiales, o algún quebrantamiento de las reglas por parte de algún marinero, imaginando una severa reprimenda. Antes de que pudiera llegar la reprimenda, Raikes continuó:
—Soy un hombre muy serio y decidido, capitán. Permítame asegurarle que, si no me escucha y no hace lo que le digo sin alboroto, un gran número de sus pasajeros morirá. De manera que, por favor, tome asiento y ponga las manos donde yo pueda verlas.
El capitán no respondió. Su mirada fue de Raikes a la puerta que estaba detrás de él, y luego se abotonó silenciosamente la chaqueta y se sentó.
—Gracias.
—No deje de ser cortés por mi culpa, hombre. Diga lo que tenga que decir.
Había una dura y controlada ira en su voz; Raikes lo comprendió y hasta en su gesto, desprovisto de emoción, hubo un amago de simpatía. Aquello era lo más difícil del plan, porque estaba hablando con un hombre de cuya personalidad sabía muy poco, pero por quien sentía el mayor respeto y admiración. Estaba hablando con un profesional en el más acabado sentido de la palabra, un hombre cuya profesión era su vida, un hombre que se había unido a la compañía Cunard treinta y dos años antes como tercer oficial del «Lancastria», que había servido durante la guerra en cruceros mercantes armados, con fuerzas costeras en lanchas a motor, en corbetas en el Atlántico Norte y en convoyes rusos. Su primer puesto de comandante en la Cunard había sido en 1954 como patrón del «Alsatia», y su primer mando en un barco de pasajeros había sido en el «Carinthia» cuatro años después. Desde entonces había mandado casi todos los barcos de la flota Cunard y ahora estaba allí frente a una amenaza, como capitán del último y más grande barco de la flota.
—¿Qué sucede? ¿Ha perdido el valor y la lengua? —la cólera tenía ahora matiz de desprecio.
Raikes movió la cabeza.
—No. Escúcheme. Este barco lleva barras de oro. Tengo un helicóptero sobrevolándolo, a un cuarto de milla de su proa, esperando para venir y levantar una tonelada de esas barras de oro desde su cubierta de proa. Usted dará las órdenes necesarias para que se lleve a cabo sin incidentes.
—Primero lo veré en el infierno.
—Si no hace lo que le digo, y da las instrucciones que luego le explicaré, tengo un cómplice esperando en la proa que se adelantará, paseando por los salones públicos de una de las cubiertas, y muchos pasajeros morirán.
Por debajo de sus cejas caídas, el capitán lo miró y se frotó el labio inferior con el índice, y Raikes comprendió que había llegado uno de esos graves momentos de responsabilidad; ¡tenía que pesar y calcular tantas cosas! Cuáles serían las verdaderas intenciones de Raikes, la conciencia del capitán respecto a la vida de los pasajeros confiados a su cuidado a bordo y, lo que era más importante, la situación real, la verdad que percibía firme e inflexible en Raikes, que demostraba que no estaba alardeando. Las palabras que siguieron le confirmaron que el capitán había tomado conciencia de su posición.
—¿Cómo van a morir?
—Envenenados. Hay por lo menos seis granadas que esparcirán gas en el término de quince segundos. No lo molestaré con el nombre químico del gas…, fue robado del depósito del ejército hace algunos meses, pero le aseguro que en un espacio cerrado es casi inmediatamente letal. Si se niega a hacer lo que le digo, algunos pasajeros morirán.
—Si me niego, también morirá usted. Jamás podrá abandonar este barco.
—Eso es verdad. Pero estoy preparado para morir si mis deducciones están equivocadas. A usted no le interesa mi muerte, pero jamás podrá justificar haber elegido salvar las barras de oro en lugar de la vida de sus pasajeros.
El capitán se frotó la mano contra la barba durante un momento y dijo:
—Continúe, pero sea breve. Los hombres como usted se están haciendo demasiado comunes en este mundo, y no me agrada su compañía.
—Muy bien. Las barras de oro están en el tesoro, en la cubierta Ocho…
—Le dije que abreviara, hombre. No tiene necesidad de hablarme de mi propio barco.
—Las llaves están aquí, en su caja fuerte. Las cogerá. Subiremos al puente de mando y dará las instrucciones para que el buque reduzca la velocidad y se ponga a favor del viento, de manera que el helicóptero pueda llegar y mantenerse suspendido sobre la cubierta de proa y levantar las barras de oro. Las barras están embaladas de dos en dos o de cuatro en cuatro en cajas. De cualquier manera quiero que se suban el equivalente a ochenta barras en el ascensor de carga número uno, que está frente al tesoro, a la cubierta Uno y desde allí sean llevadas a la cubierta de proa. Necesito cuatro hombres para llevar el oro en el ascensor y otro en la cubierta de proa para que las cargue en las redes del helicóptero. Cuando esa última carga esté en el helicóptero, yo también me iré en él. Hasta que me levanten persistirá la amenaza sobre sus pasajeros.
—¿Su cómplice irá con usted?
—No.
—¿Eso significa que su cómplice es un pasajero de buena fe y que usted no lo es?
—Es usted muy sagaz, capitán. Así es. —Retrocedió un poco—. Bueno, ¿estamos listos para empezar?
Sin moverse, el capitán dijo:
—No me parece que estemos listos. ¿Qué ocurrirá si me quedo sentado aquí y no hago nada? Digamos… que crea que sólo está fanfarroneando.
—No hay nada de eso. —Raikes sacó la pistola de bengalas de bolsillo. Si no disparo la señal desde el ala del puente, digamos, dentro de unos quince minutos, entonces mi cómplice recorrerá el barco, poniendo las granadas en los sitios previstos.
—Eso es lo que usted dice.
Raikes se encogió de hombros. Comprendió que el hombre tenía que intentar una salida, pero no tenía solución:
—Capitán, esto está fuera de mi alcance. Si no hay señal, se colocan las granadas. Los pasajeros mueren. También yo.
El capitán señaló la automática:
—¿Y yo?
—No. No tengo nada en contra de usted. Vivirá… y tendrá que explicar lo que pasó. Explicar por qué eligió una tonelada de oro en contra de cincuenta o sesenta vidas.
El capitán consideró durante un momento la situación y luego se puso de pie. Cogió la gorra de una silla próxima, se la puso, y se dirigió a la entrada que estaba detrás de su escritorio y buscó el llavero en sus bolsillos. Del seguro sacó un llavero con las llaves del tesoro. Sin verlas, Raikes supo que había tres llaves en el aro: una para la puerta principal y otras dos para las cerraduras adicionales de la puerta. Sólo por ejercitarse en adquirir información, Berners se había divertido en descubrir detalles del tesoro por sus propios medios.
—Hay una traba frente a la entrada del ascensor sobre la cubierta Uno. Presumo que también habrá otra a la entrada del ascensor de la cubierta Ocho.
El capitán se volvió y levantó una ceja muy poblada, diciendo:
—Es una lástima que no haya hecho estas investigaciones para una empresa que valiera más. El segundo oficial tiene esas llaves. Él estará a cargo del asunto de las barras de oro. Personalmente, preferiría ocuparme con usted de la parte de los disparos en el otro extremo.
Se dirigió al salón, lo cruzó hacia la puerta de la banda de babor. Antes de llegar a ella se detuvo y se volvió hacia Raikes, haciendo un gesto con la cabeza a la automática que éste llevaba en la mano.
—Guarde eso. No voy a entrar en mi propio puente con eso a mis espaldas.
Raikes deslizó la automática en su bolsillo. Sin darse la vuelta otra vez, el capitán atravesó la puerta. Raikes lo siguió y luego subieron por las estrechas escaleras de babor hasta la entrada del puente de mando.
El puente de mando estaba alumbrado por unas luces veladas y por el reflejo de los paneles desde la gran consola debajo de las ventanas delanteras. Había cuatro personas. El primer oficial, con una bufanda de seda blanca al cuello, estaba junto a la consola, mirando por la ventana central; un tercer oficial, inclinado sobre la mesa de mapas marcando las posiciones sobre el mismo; un contramaestre, con jersey blanco y pantalones azules, maniobraba el timón inmediatamente detrás de la consola, y un grumete limpiaba las ventanas de babor.
Cuando entraron, Raikes y el capitán, el primer oficial se volvió hacia ellos. Pareció momentáneamente sorprendido de ver al capitán.
Este saludó:
—Buenos días, Mr. Dormer.
—Buenos días, señor.
—Mr. Dormer, no puedo presentarle a nuestro huésped, pero sí puedo decirle que no es bienvenido, y puedo decirlo porque por su causa ha surgido a bordo una situación que podría poner en peligro la vida de muchos pasajeros. Por este motivo, debo pedirle que cumpla las órdenes que le daré, aunque le parezcan muy extrañas y pueda no estar de acuerdo con ellas. ¿Comprendido?
—Sí, señor.
Raikes vio que los ojos del primer oficial se fijaban en él.
El capitán llamó al grumete, y le dijo a Raikes:
—Déle la pistola.
Raikes sacó la pistola de bengalas de su bolsillo, la cargó con una cápsula, y la tendió al muchacho.
El capitán ordenó:
—Salga a la banda de babor del puente, y dispare.
—Alto en el aire —agregó Raikes—. Apuntando hacia arriba.
El muchacho cogió la pistola y cruzó la puerta hacia la banda de babor.
Pocos minutos después, inmóvil en la proa, Belle vio la llama verde que estalló delante, alta en el oscuro cielo. La lenta tensión que había estado creciendo en ella desapareció de pronto. Se apartó de la baranda y encendió un cigarrillo.
A un cuarto de milla de distancia de la proa, a mil pies arriba y bastante por debajo del nivel de las nubes, Berners y el hombre que estaba con él en la cabina principal del Bell 205 A, vieron aparecer el resplandor.
Por encima del rugir del rotor principal y del motor de la turbina Lycoming a gas, el hombre se inclinó hacia delante y dijo a Berners al oído:
—¡Gracias a Dios! ¿Sabe una cosa? Jamás pensé que esa maldita luz pudiera encenderse.
Berners no respondió. A lo lejos, podía ver la blanca luz de babor en el QEII y cuando el helicóptero se movió un poco, alcanzó a ver la luz roja de babor, sobre el puente. La parte delantera del puente del barco era un haz de luces proveniente de los camarotes y los salones, como brillantes joyas refulgiendo en la noche. Y Raikes se encontraba en el puente en aquel momento, impasible, inmutable, todo sentimiento estaba en él deliberadamente congelado, moviéndose inexorable, paso a paso, encarnándose en el personaje que había ensayado dentro de sí mismo en las últimas semanas. Berners miró su reloj. Pasarían entre veinte minutos y media hora antes de que la primera barra de oro estuviera en la cubierta lista para ser cargada, y se disparara la segunda señal para que el helicóptero se acercara.