12

ERA LA MISMA «SUITE» DEL SAVOY. Las flores sobre la mesa ratona esta vez eran grandes claveles rojos, las corolas en alto sobre los tallos sostenidos con alambres. Mandel estaba sentado en una silla con las manos cruzadas sobre las rodillas, con los hombros encorvados, que le daban un aspecto de halcón empollando, los ojos fijos en Raikes, que estaba de pie cerca de la ventana. Benson se había dejado caer en un sillón y estaba jugando con uno de sus anillos de oro. Berners, con pantalón gris, zapatos de gamuza y chaqueta marrón, estaba sentado en modesta actitud junto a la mesa. Detrás de Raikes, a través de la ventana, se veía el río iluminado por el sol.

Raikes estaba hablando:

—Tendrán preguntas que formular, pero por el momento es mejor que tomen nota de ellas y las hagan después. Lo primero que quiero hacer es explicar la operación de manera que tengan un cuadro completo. ¿Están de acuerdo?

Mandel asintió:

—Hable usted. Nosotros escucharemos.

—Muy bien. Por lo que sabemos hasta ahora, el QEII hace su primera travesía del Atlántico el 2 de mayo. Llega a Nueva York el 7 de mayo, llevando barras de oro en su Tesoro. —Miró a Mandel—. Creo que ahora la mayor parte de los embarques de oro que salen de Londres van por aire.

Mandel respondió:

—Cierta cantidad siempre va por mar. Y esta vez… puesto que es un viaje inaugural, la mayoría de los comerciantes en oro de la City embarcan sus barras como un timbre de honor.

—¿Cuánto calcula que será?

—Será más de lo que pueda llevarse. —Mandel sonrió brevemente—. Algunas serán nuestras, debidamente aseguradas, de manera que lograremos un doble beneficio después de recibir el dinero del seguro.

—¿Del que tendremos el 75%?

—Sí.

Mientras el hombre respondía Raikes vio que los hombros de Berners se movían con suavidad.

—Muy bien. Por el momento la intención es llevarnos por lo menos una tonelada de oro en barras. El helicóptero levantará 600 libras cada vez, lo que significa veinticuatro barras. Para llevar cómodamente el oro desde el tesoro del barco al helicóptero, calculo «grosso modo» que se necesita hora y media. Berners puede hacer un cálculo más exacto luego, cuando lo ensayen con el piloto del helicóptero. Sugiero que nos contentemos con cuatro cargas. En realidad, insisto. Tendré al capitán y a varios de sus oficiales bajo amenaza, pero si tardamos demasiado, alguien podría sentirse tentado de hacer alguna tontería. ¿De acuerdo?

Mandel respondió:

—Nos daremos por satisfechos con cuatro cargas.

—Correcto. El barco parte de Southampton alrededor del mediodía. Se dirige al Havre. Nadie podrá embarcarse allí después de las 8.30 p. m. del mismo día. Sale alrededor de las nueve de la noche. Una vez en el Canal, comenzará a tener velocidad. Alcanzando una velocidad promedio de 25 millas por hora, durante el período de cuatro horas desde las nueve hasta la una de la madrugada, estará a cien millas al oeste. Hay un mapa sobre esa mesa. He marcado su posición para velocidades de 20, 25 y 30 millas por hora. Berners y el piloto del helicóptero no deben tener dificultad alguna para alcanzar el barco. Si no surge algún contratiempo de último momento, estaré en una de las cubiertas de popa del barco desde las doce de la noche en adelante. Berners localizará el barco desde el aire y en cualquier momento a partir de las doce disparará una bengala desde el helicóptero. Cuando la vea entraré en acción. Inmediatamente después de que haya sometido al capitán se disparará otra bengala desde el barco para indicar a Berners que todo marcha según el plan. Entonces, en el momento en que la primera carga de barras de oro esté sobre la cubierta de proa se dispararán dos bengalas desde el barco para que el helicóptero se acerque y comencemos a cargar.

—¿Quién disparará esas bengalas desde el barco? —preguntó Benson.

—Dije que luego respondería a las preguntas. Sin embargo puedo informarle que lo hará un miembro de la tripulación. Aunque seré yo quien proporcione la pistola y los cartuchos. En el momento en que la última barra de oro esté a bordo del helicóptero, me izarán desde la cubierta de proa y el helicóptero volverá a su base. En lo que concierne a la seguridad en Francia, se ocupará Berners, que estará trabajando con la gente de ustedes. No tendrán problema alguno para aproximarse al barco. Pero desde el momento en que partamos en el helicóptero, la nave estará en comunicación por radio con la costa dando la alerta a las autoridades francesas. El helicóptero desarrolla 25 millas por hora sin carga. Sugiero que trabajen dentro del estricto límite de dos horas como máximo para salir de la base francesa. —Miró a Mandel—. Si Berners no está completamente satisfecho con estos planes, la operación queda anulada.

Mandel respondió:

—Estará satisfecho. Siga con los detalles de la operación a bordo del barco.

—Ya hay un pasaje reservado para Miss Vickers, a su verdadero nombre, camarote 4004. Subiré con ella en Southampton con tarjeta de visitante y permaneceré a bordo cuando el barco parta. No se lleva una lista de las tarjetas de visitantes entregadas, y no se recogen cuando las visitas vuelven a tierra, de manera que no hay forma de seguirle la pista a alguien que se quede a bordo y en cualquier caso la tarjeta se extenderá bajo un nombre falso, no con el mío. Me quedaré en el camarote de Miss Vickers hasta que el barco salga del Havre. Pero en el Havre necesitaré una comprobación del estado del tiempo. Es casi imposible que el helicóptero levante una carga desde la cubierta con un viento que sople a 50 millas por hora, y bastante difícil si sopla a 40 millas por hora. En la escala Beaufort un viento de fuerza 8 a 9 está catalogado como «muy fuerte», es decir entre 38 a 55 millas por hora. Si la lectura de la escala es de 6 a 7, está catalogado como «fuerte»… entonces no se realiza la operación. Me limito a presentarme ante las autoridades del barco, diciendo que me quedé en el barco en Southampton y bajo a tierra y Miss Vickers continúa hasta Nueva York.

—Y lo intentamos en otra ocasión —dijo Mandel.

—¿Le parece…?

—Sí. Por lo menos una vez más. No es que sea poco razonable. Pero por lo menos hay que intentarlo una vez más. Si fracasa…, lo tomaremos con filosofía y lo olvidaremos, y también nos olvidaremos unos de otros. De todos modos, continúe con su plan, suponiendo que el tiempo sea favorable.

—De acuerdo con mi información, la primera noche de travesía los pasajeros suelen retirarse bastante temprano y el capitán no hace tertulias. El capitán no subirá al puente de mando durante la guardia de medianoche a las 4 de la madrugada. Se acostará alrededor de las doce. Yo iré a su camarote tan pronto vea la bengala del helicóptero. Tendremos una conversación, y él hará exactamente lo que yo quiero que haga. Subiremos al puente de mando y él dará la orden de que se oriente al barco en dirección al viento, y que reduzca la velocidad. Uno de sus oficiales disparará la bengala desde la ala del puente de mando para indicar a Berners que todo funciona según el plan. Entonces el capitán dará orden para que suban el oro en barras, y la doble bengala se disparará cuando esté listo para ser cargado. Sacaremos las cuatro cargas y luego yo mismo seré izado. Eso es todo.

—Sí, es todo, pero de una forma muy somera, sin mayores detalles. —Mandel se puso de pie con un ligero estremecimiento. Raikes volvió a pensar en un halcón sacudiéndose el plumaje—. Explique cómo piensa reducir al capitán.

Raikes se dirigió al bar donde había una bandeja de plata con bebidas y se sirvió un «brandy» con soda. Dándoles la espalda, respondió:

—Sarling me hizo robar unos envases de gas del depósito del ejército. Un material para controlar motines. No entraré en detalles químicos, pero en un espacio abierto provocan parálisis instantáneas e inconsciencia. En un lugar cerrado es letal. Los he probado. Cuando suba a bordo tendré un abrigo puesto y llevaré seis de esos envases. Cuando vaya a ver al capitán, Miss Vickers guardará los envases en un gran bolso, y los llevará a una de las cubiertas de popa. Le explicaré al capitán que tengo un cómplice a bordo con los envases. Si no hace lo que le ordeno Miss Vickers entrará en los salones, en la cubierta de botes, que incluye el Salón de Popa, el Salón de Música, la Cafetería y el «Night Club 736», que estarán llenos de gente… y dejará un envase en cada uno de esos sitios. Los envases tardan de diez a quince segundos en estallar. En diez segundos una persona puede andar 16 a 18 pasos, de manera que ella estará a salvo de la explosión en cada oportunidad… pero mucha gente será atrapada…

—Y morirá. Es horrible —dijo Benson—. Pero necesario, lo comprendo.

—Nadie va a morir. Aparte del barco, la primera obligación del capitán es la seguridad de los pasajeros. No se atreverá a correr ningún riesgo.

—Pero si se niega a hacer lo que le ordena…, ¿Miss Vickers colocará los envases? —preguntó Mandel.

—Si la bengala no se dispara desde el barco media hora después que yo la haya dejado a ella para ir a hablar con el capitán… sí, lo hará. No habrá manera de revocar la orden.

—¿Ella está dispuesta a hacerlo? —Benson se dirigió al bar y se sirvió un vaso de agua. Berners estaba sentado frente a la mesa, inmóvil, con la cabeza baja, examinando las palmas de sus manos.

—Sí. Pero no tendrá que hacerlo. Este es el punto crucial del plan. Si tuviera la menor duda de que el capitán pudiera negarse a hacer lo que le ordeno, no llevaría a cabo el plan. Es algo que tiene que hacer. Me han obligado y lo estoy haciendo. Va en contra de mi voluntad, pero lo hago… y sabían que lo haría. Él estará en la misma posición que yo. Tiene que hacerlo. Ningún hombre en su posición arriesga las vidas de 20 o 50 pasajeros por salvar parte de una carga de oro en barras. ¿Vidas humanas contra oro? Se condenaría para toda la vida.

Mandel, deslizando un dedo por la gran curva de su nariz, comentó:

—No tengo la menor duda de que tiene razón. Ni siquiera le apuesto nada. Sin embargo, hay uno o dos puntos más. ¿Miss Vickers podrá ver la bengala que disparen desde el puente de mando?

—Sí, estará en una de las Cubiertas de Popa. Cuando vea la señal dejará caer los envases al mar, subirá a la Cubierta de Botes y se dirigirá al gran Salón Panorámico. Es un salón público y podrá observar la operación de la carga desde allí.

—¿Cómo piensa entrar en la «suite» del capitán?

—Andando. Hay una entrada a los camarotes de los oficiales en la Cubierta de Botes. No hay guardia. A esa hora de la noche no debe haber nadie por allí. Si hay alguien y me detiene, entonces tendré que quitarlo de en medio.

—¿Va a ir armado? —preguntó Benson.

—Sí. Llevaré una automática.

—Creo que seis envases, una pistola de bengalas, cartuchos y una automática… es demasiado para subir a bordo.

—¿En un abrigo con grandes bolsillos y doblado al brazo? No hay ningún problema.

—¿Ha considerado la posibilidad de que algo salga mal después que el capitán acepte hacer subir las barras? —preguntó Mandel—. ¿Que alguien pierda el control y haga una tontería para impedir que las barras sean cargadas? Suponga que sucede algo así. Miss Vickers habrá tirado los envases. Ella estará bien, sin qué nada la denuncie, en realidad completamente anónima. Pero usted podría quedarse a bordo, sería un fugitivo y el plan se desmoronaría a su alrededor.

—Si no lo hubiera considerado sería un estúpido —respondió Raikes con aspereza—. Sí, podría quedarme con el muerto y sin poder hacer nada. Cuando suba a bordo tendré mi propio pasaporte y un visado de entrada a Estados Unidos. Mi única oportunidad sería ocultarme en el camarote de Miss Vickers, a la espera de bajar a tierra en Nueva York. Después de todo, mis papeles estarán en orden. Si usted piensa que es una posibilidad y se preocupa por ella…, lo que tiene que hacer es ser lo bastante considerado como para anular la operación. Yo estaría encantado. ¿Se preocupa tanto por mí como para hacer eso?

Mandel se encogió de hombros:

—No. De cualquier manera sólo consideraba una posibilidad muy remota.

—¿Sí…?

—¿Qué otra cosa si no?

—Quizá esté preguntándose qué pasaría si las cosas salieran mal y me atraparan, si hablara demasiado para salvarme, si fuese capaz de dar nombres, de comprometerlos a usted y a Benson.

Inconmovible, Mandel respondió:

—Creo que le resultará imposible involucrarnos a Benson o a mí. Para comprometer a un hombre, tiene que tener un nombre y una dirección correcta. Pero estará comprometiendo a Berners y a Miss Vickers. De cualquier manera, esta conversación es inútil. No creo que trate de salvar su pellejo de esa manera. Si la cosa sale mal y lo atrapan, sólo tiene una automática en su bolsillo. Sé lo que haría con ella. ¿Tengo razón?

—Quizá.

Raikes terminó su bebida y dejó el vaso sobre la mesa. En su mente no había ninguna duda respecto al «quizá». Al repasar el plan durante las últimas semanas, con frecuencia había meditado aquel punto. En todo plan hay que considerar la posibilidad de fracaso. Si eso pasara, hacía mucho tiempo que sabía que no dejaría nada, nada que tuviera valor para él. Meses antes, cuando se había retirado con Berners, la decisión había sido la misma. Si un policía hubiera entrado en su casa se hubiera disparado un balazo. Si las cosas salían mal en el barco y no hubiera esperanzas para él, haría lo mismo.

Berners se puso de pie y por primera vez habló.

—No hay posibilidades de fracaso. En ciertas circunstancias se puede prever lo que va a hacer la gente. El capitán se verá obligado a cooperar. Ese es el punto clave. Una vez que eso suceda, todo irá sobre ruedas, porque cada uno de los movimientos va a estar respaldado por la autoridad del capitán. De manera que no hablemos más de eso. —Miró a Benson—. ¿Cuándo quiere que vaya a Francia para calcular los tiempos del helicóptero?

—Pasará un par de semanas antes de que estemos preparados para eso. No se entra tranquilamente a un salón donde se exhiben helicópteros, y se compra un Bell 205A así como así. No en este trabajo. Tampoco se alquila una casa de campo amueblada en Gran Bretaña, recorriendo las agencias inmobiliarias en automóvil. Tenemos mucho tiempo por delante. Todavía estamos en marzo…

Mientras ellos hablaban, Raikes se volvió y miró por la ventana el río y el tránsito en el muelle. Algunas gaviotas con cabezas negras hurgaban las orillas llenas de barro, y las palomas se cortejaban en las hendiduras del puente Waterloo sobre el agua color marrón. Tuvo una repentina visión del Taw, tan transparente, y de la boca blanca de una trucha surgiendo para atrapar una mosca…

Mandel se le acercó diciendo con tranquilidad:

—Es un buen plan. Estoy seguro de que tendrá éxito. La parte difícil, por supuesto, le corresponde a usted. Tengo mucha confianza en usted. Créame, lamento estar trabajando bajo estas circunstancias.

—Me ha obligado a hacer algo que no quiero hacer, Mandel. De manera que no diga palabras de consuelo. Tengo que trabajar para usted, pero no espere que usted me agrade. Lo voy a hacer. Conténtese con eso.

Dos días después de la reunión con Benson y Mandel, Raikes fue a Devon. No tenía nada que hacer en Londres. Su pasaporte estaba en orden y tenía su visado de entrada otorgado por la Embajada de Estados Unidos. Belle no quería que se fuera, pero le dijo que tenía que buscar los envases y había asuntos que reclamaban su atención en Alverton Manor. Aparte del hecho de que quería alejarse de Belle durante un tiempo, se hubiera ido de cualquier manera. La temporada de pesca del salmón se había abierto a primeros de mes, y la de la trucha de mar y la trucha en general se abriría a mediados.

Pasó los primeros tres días en el río y durante horas, todo recuerdo de Mandel y del QEII lo abandonaron. Por pura cortesía llamó a la casa de Mary, pero le dijeron que todavía no había vuelto. Pasaba las noches en su casa, generalmente solo. Recibía muchas invitaciones para salir, pero las rechazaba. La mayoría de la gente se había enterado de su ruptura con Mary, y suponía que casi todas las invitaciones a comer estarían planeadas con una pareja adecuada para él. No tenía interés en las mujeres y sabía que no las buscaría hasta que aquella operación terminara. Por el momento reconocía francamente, inclusive con un leve resentimiento, que en cierta forma estaba atrapado, que estaba siendo entrenado como un títere para realizar ciertas piruetas y que hasta que hubiera satisfecho a su entrenador, no sería liberado. Y cuando lo liberara, sería una libertad incompleta… aunque en cierto modo agradable, dándole todo lo que siempre había deseado excepto la férrea seguridad que cierta vez creyó que se había forjado para sí mismo. Bien, podría vivir con eso. Pero había momentos en que no podía evitar, aunque sabía que era inútil, pensar en Mandel y Benson, pensar si habría una manera de escapar de ellos y del proyecto. Era entonces cuando se sentía más preso. Comenzó a beber demasiado, y algunas veces, lleno de frustración, salía de la casa en la oscuridad para andar millas y millas. A menudo le acompañaban persistentes fantasías de las distintas maneras en que podría matar a Benson y a Mandel y huir, pero siempre, por encima de todo, una ráfaga de sentido común le obligaba a reconocer que no había escapatoria. Sarling había sido un tonto, un tonto demasiado confiado y había invitado a la muerte. Pero Benson y Mandel estaban bien protegidos, y tenía que aceptar la lógica de aquella situación. Años atrás se había mezclado en una forma de vida que sólo ofrecía una oportunidad entre un millón de que en el futuro pudiera liberarse del miedo. Pensó en su momento que aquella oportunidad se le había presentado. Ahora sabía que no era así.

Con el transcurrir de los días, el recuerdo de Mandel y Benson comenzó a desvanecerse. De noche, tendido en la cama se concentraba casi con placer en el barco, imaginando el momento en que se preparara en la Cubierta de Popa, más arriba de la piscina, y buscara en la oscuridad la bengala del helicóptero. Se veía a sí mismo andando a lo largo de la galería de la Cubierta de Botes hasta los camarotes de los oficiales. Abría una puerta y aparecía nítida en su memoria la sala del capitán, precisa, detallada y se preguntaba cómo lo encontraría… ¿saliendo en mangas de camisa desde el dormitorio, sentado en su escritorio o recostado en su sillón con una copa en la mano…? Se vio y oyó hablando con el capitán… y, aunque faltaban algunas semanas, podía sentir una súbita excitación nerviosa, mientras pensaba, que sabía que no sentiría cuando estuviera realmente frente al hecho. Desde el momento en que se disparara la primera bengala, la emoción desaparecería…

Pero en aquellas oscuras horas, observando la luz de la luna trepar por la pared, oyendo el constante tic-tac del reloj junto a la cama, se le ocurrió la mayor ironía. Había disfrutado mucho lo que había hecho en el pasado con Berners. Había sido el amo, se había sentido satisfecho cuando un pez había mordido el anzuelo con voracidad, y había conocido el goce pleno de aumentar su fortuna, haciendo posible su gran anhelo de recuperar Alverton Manor. Ahora estaba del otro lado. No había experimentado el goce infinito del planeamiento del golpe, distaba mucho de ser su propio dueño, no sacaría satisfacción alguna del éxito y no sentiría más que indiferencia por el dinero que pudiera reportarle. También sentía, quizá enraizado en sus antepasados, una profunda repugnancia por hacerle aquello a una hermosa nave en su viaje inicial… parecía un sacrilegio, un agravio a la tradición, un sucio insulto al capitán y a su barco. Pero ninguno de sus cómplices mostraba señal alguna de sentir lo mismo que él. Benson y Mandel no pensaban más que en el oro y en los beneficios de sus negocios clandestinos; Berners… (¿por qué no lo habría conocido más a fondo?), era francamente codicioso, jamás había querido retirarse en verdad, siempre querría más de lo que tenía para satisfacer su anhelo de lujos magníficos. Sí, Berners había olvidado que hacía aquello por compulsión. A Berners le gustaba recibir órdenes, responder a algún otro hombre, siempre que le reportara dinero. Y hasta a Belle le agradaba aquel asunto, le agradaba de una manera tonta, porque lo retenía a él más tiempo cerca de ella. ¡Cristo, qué tripulación! Y luego, en la oscuridad del dormitorio se rio de sí mismo a carcajadas. ¿Quién demonios era él para condenarlos? ¿Qué era él? ¿Cuál era su virtud particular, qué lo hacía distinto de ellos? Simplemente que le gustaba ser su propio amo. Pero aparte de eso, no había nada que pudiera decirse a su favor.

A final de mes Belle lo llamó por teléfono, diciendo que Berners había vuelto de Francia y quería verlo. Fue a Londres, llevando siete envases de gas. Llegó a su casa antes de almorzar, y Belle estaba esperándolo. Se echó en sus brazos como si hubiera estado separada de él durante un año. Con tranquilidad, como si haber descansado de ella lo hubiera renovado, dándole nuevas energías para desempeñar su papel, la abrazó y besó con gran alboroto y sintió la felicidad que la inundaba, pero mientras la tenía en sus brazos y la acariciaba, sintió que su propio cuerpo se enervaba y aunque no había sido aquella su intención al principio la llevó al dormitorio y le hizo el amor. Si no le hubiera hecho el amor, se dijo después, la hubiera desengañado, pero sabía que aquella no era la verdadera razón. En el momento de tenerla en sus brazos y besarla, advirtió que la deseaba… no a ella como Belle, sino a Belle como mujer.

Belle le preparó un trago mientras Raikes deshacía su maleta, de pronto se dio la vuelta y lo observó mientras él abría la caja fuerte y cogía un envase. Cuando lo dejó sobre la mesa ella le preguntó:

—¿Para qué es eso, Andy?

—¿Puedes llevarme hasta Brighton? Por el camino encontraremos algún bosque y te enseñaré a utilizar esta granada.

Belle bajó su copa con lentitud:

—¿Realmente crees que tendré que hacerlo?

—Podría suceder…

—Pero eso significaría matar a mucha gente.

—Bien, ¿y qué…? Lo hemos hecho antes. ¿No has olvidado a Sarling?

—No, pero… eso era distinto.

—Nada es distinto respecto a la muerte. Es siempre la muerte.

Se acercó a ella sonriendo y cogió su copa:

—Mira, entiende bien esto. Si digo que no tendrás que usarlo, es verdad. No tendrás que usarlo, porque el plan saldrá bien. Pero en una operación como ésta no sirve de nada amenazar si no se está dispuesto a llevar a cabo la amenaza. Es un asunto de estado de ánimo. Cuando hable con el capitán, va a saber que es verdad cada palabra que digo… «porque voy a decirle la verdad», y la verdad resultará evidente. En la misma forma, tú estarás en el barco sabiendo que si las cosas van mal, harás lo que se te ha dicho que hagas. Es la única manera de tener éxito. Tienes que creer que vas a hacerlo, estar convencida de que vas a hacerlo… si no, tendremos problemas. Si quieres sobrevivir, tienes que estar dispuesta a matar.

—Pero me dijiste que nunca tendría que hacerlo.

—Por supuesto que lo dije —exclamó con paciencia—. Y lo sostengo. Pero se trata de una cosa distinta. Es una cuestión de actitud mental. Cuando entre a ver al capitán «tengo que saber con seguridad» que, si se presenta el caso, lo harás, porque entonces lo que le diga será verdad, y en esos pocos minutos en su camarote, cualquier cosa que no sea verdad se pondrá de manifiesto como la luz del día. ¿Lo comprendes?

—Bien… supongo que sí.

—Llevaremos esto esta tarde, y te enseñaré a utilizarlo.

Se apartó de ella con el vaso en la mano. Pocos minutos antes le estaba haciendo el amor, tomando su cuerpo con placer. Ahora, estaba dominando su irritación contra sus: «Bien, sí… sí… supongo que sí». Ella vivía en un mundo de cuentos de hadas, hasta en un mundo macabro de tristes fantasías, en las que hacía cosas espantosas… robaba en las tiendas, falsificaba cheques, ayudaba a matar a Sarling; cosas sobrecogedoras en el momento en que las hacía, y que luego al término de unas horas o días, asimilaba u olvidaba, pero sólo para consternarse y sobrecogerse otra vez cuando volvía a darse cuenta de lo que era capaz. Si algo salía mal colocaría los envases. Lo haría callada, obedientemente, porque él le había dicho que lo hiciera. Porque ahora estaba enamorada de él y haría cualquier cosa que «Andy» la dijera, creería cualquier cosa que le contara. Sin embargo, si tuviera que hacerlo y murieran muchas personas, comenzaría a olvidarlo en el momento en que bajara del barco en Nueva York.

Se volvió sonriente a ella:

—No tienes de qué preocuparte. Suceda lo que suceda, nadie podrá tocarte un pelo ni establecer ninguna conexión entre tú y yo. O tiras al mar los envases, o tranquilamente los colocas en los lugares que te he dicho y vuelves a tu camarote y lo olvidas. Nadie podrá tocarte.

Andrew no creía enteramente lo que le decía, porque si las cosas salían mal se haría una investigación que eventualmente podría conducir a ella, pero si aquello sucedía él estaría muy lejos de ella… más allá de toda preocupación.

Belle lo llevó a Brighton aquella tarde. Dieron un ligero rodeo tomando la carretera de Uckfield Lewes, y antes de llegar a Uckfield se detuvieron donde la carretera se cruza con la de Ashdawn Forest y anduvieron unas doscientas yardas por un brezal. Le enseñó a manipular el envase y ella lo arrojó entre unos helechos, donde estalló con un suave «plop».

En Brighton lo dejó cerca de la casa de Berners, estacionó el automóvil frente al mar y esperó a que Raikes regresara.

Berners lo estaba aguardando con un informe completo sobre las pruebas de cargas y los detalles de la terminal francesa. Las pruebas habían demostrado que utilizando cuatro redes de carga, cada red cargada colocada a bordo del helicóptero, desenganchada y soltada una nueva red vacía hasta la cubierta para la próxima carga, el oro podía ser levantado de la cubierta y colocado en el helicóptero cómodamente en cuarenta minutos. También incluía el tiempo necesario para subir a Raikes al helicóptero. A aquel tiempo había que agregar treinta minutos desde el momento en que Raikes entrara en la «suite» del capitán, se dirigiera con él al puente de mando, se diera la orden de disminuir la velocidad y de colocar a la nave a favor del viento. A esto había que agregar otros treinta minutos por lo menos, para que las barras de oro se subieran a la cubierta. Un total de una hora cuarenta minutos.

Berners dijo:

—No hay la menor duda de que podemos sacarlo de la cubierta en cuarenta minutos. Eso le da una hora de operación a bordo. ¿Qué le parece?

—Es generoso, pero no demasiado. Subir las barras de oro desde el tesoro en el ascensor será un trabajo rápido. Lo difícil es cruzarlo por la banda de estribor, a través de los camarotes de la tripulación y hasta la Cubierta de Proa. Digamos un máximo de unas ochenta cajas entre cuatro hombres como mínimo. Eso suman veinte cajas que pesan veinticinco libras cada una. No son voluminosas. Cada hombre podría llevar dos cajas… cincuenta libras… eso significa diez viajes por hombre. Con otro hombre en la cubierta de proa para comenzar a cargar la red en el momento en que las barras comiencen a llegar, el tiempo de llevarlas desde el ascensor podría coincidir con su cálculo de tiempo para subirlas. Sí, acepto una hora y cuarenta minutos. Podría hacerse en menos. Espero que sea así. ¿Qué hay de la terminal francesa?

—En el momento en que aterricemos, lo demás pasa a ser problema de Benson. Usted y yo nos retiramos separadamente, no tenemos nada más que hacer con ellos. Han encontrado un lugar en la península de Brest, al oeste de una ciudad llamada Loudeac. Se llama Château Miriat.

—¿A qué distancia estará eso de la posición del barco entre medianoche y la una?

—Según su cálculo, desde el Havre, debería estar a diez o quince millas al noroeste del Alderney, en las Islas del Canal. Eso nos da una distancia de alrededor de 250 millas de ida y vuelta. Significa una hora de vuelo de ida y otra de vuelta, y luego el tiempo en que estemos suspendidos sobre el barco, de manera que tenemos que cargar combustible hasta el tope. Eso nos da un margen de seguridad. Vuelvo este fin de semana y vamos a realizar un ensayo nocturno para comprobar todo. Encontraron un buen lugar allí y Benson es muy eficiente. —Berners no hizo ningún esfuerzo para ocultar la admiración que sentía—. Hay que reconocer que cuando uno opera con el respaldo del dinero que tiene esta gente, el asunto se convierte en algo muy fácil.

—Lo único que le faltaba es decirme que está dispuesto a meterse en otros trabajos con ellos.

Berners se tocó la calva:

—Bien… si me quedo con pocos fondos, podría suceder. A decir verdad, no nos ponen ningún inconveniente y son generosos. No tenían por qué damos el 75%. Hubiéramos aceptado el 30%, dadas las circunstancias.

—Yo hubiera aceptado cortarles el cuello a ambos si hubiera servido para algo.

—Bien, no pudimos elegir, de manera que, ¿por qué no tomarlo de la mejor manera y estar satisfechos con el asunto?

—¿Y qué hay del piloto y del otro hombre que vienen con usted?

—Por ahora no he conocido más que al piloto. El otro hombre vendrá el día antes de poner el plan en ejecución. —Berners se puso de pie y se dirigió a la ventana. La tarde se estaba oscureciendo rápidamente y el mar tenía un color gris metálico. Las nubes estaban bajas. De espaldas a Raikes, Berners dijo:

—Yo no me ofrecí y usted no me lo pidió, pero sabe que con gusto hubiera desempeñado la parte del barco. ¿No cree que podía haberlo hecho?

—Sé que podría. Pero siempre he sido yo el que está al frente. ¿Por qué trae eso a colación ahora?

Berners se volvió:

—Aquí, los dos solos en esta habitación podemos ser más francos que cuando estamos con otras personas. Su sitio es el peligroso. Y el mejor plan del mundo puede salir mal. Oh, sé que siempre hemos estado de acuerdo en no tener este tipo de conversación. Pero por el momento, admitamos la posibilidad. ¿Qué haría?

—¿Si saliera mal?

—Si.

—Si tengo alguna dificultad en el barco, y no pudiera ver una manera segura de evadirme sin involucrarlo a usted y a Miss Vickers, si no pudiera vislumbrar ningún futuro para mí… bien, sabe lo que haría. Lo que siempre he dicho. Terminaría conmigo.

—Podríamos huir con el oro, pero usted estaría acabado… y eso es lo que quiero preguntarle. No sé nada de su vida privada, pero allí estaría su parte… quizá haya alguien en particular a quien quisiera legársela. Si hay alguien, me ocuparé de hacérsela llegar.

—Gracias… pero no hay nadie.

—Bueno. Sólo fue una idea. No muy agradable, pero… —Raikes sonrió, sintiendo de pronto algo cálido por aquel hombre. Podría ser codicioso pero, por amor de Dios, ¿qué importaba? Habían trabajado juntos, habían sido leales uno con otro durante años, y aquellos años los habían acercado y unido en una relación más fuerte en muchos aspectos que una simple amistad. Respondió:

—Llegue en ese helicóptero en el momento exacto, y dispare su pequeña bengala. Los riesgos son mayores que vender un negocio ficticio, pero fuera de eso no hay diferencia, Usted y yo vamos a manejar a esta gente como lo hicimos en el pasado. Usted y yo… con una pequeña ayuda exterior. Nadie puede enseñarnos nada respecto a la gente.

Se despidió de Berners y fue en busca de Belle. Volvieron a Londres, deteniéndose para comer. Aquella noche durmieron juntos y él se quedó en Londres tres días antes de volver a Devon. Al día siguiente de irse él, Belle se enteró de que estaba embarazada de ocho semanas.

Estaba sentada en la cocina. Sobre la mesa ante ella había una taza de café intacta. En la parte superior de la taza se había formado una película. Dejó caer la colilla del cigarrillo y la película se hundió lentamente bajo el peso, desapareciendo como un paracaídas que se cierra.

Vaya, pensó Belle. Siempre ocurría algo y como es natural era algo que no le producía placer. Su primera esperanza había sido que aquel asunto de la Cunard la había sacado de su período normal. Pero después de unos análisis, el médico se lo había asegurado.

¿Cómo pudo suceder? Siempre usaba un diafragma y cuando tenía tiempo o podía preverlo, también usaba una gelatina vaginal… Sin embargo, había sucedido. Iba a tener un hijo. Un hijo de él. No era extraño, considerando la forma en que a veces la poseía. Era como echar al diablo cualquier precaución. Pero ¿qué demonios haría? ¿Se lo diría? Después de todo, él podría querer un hijo… podría hasta… no, jamás se casaría con ella por eso. No obedecía a aquel tipo de convenciones. Él la amaba a su manera. De eso estaba segura. Pero no era el mismo amor que ella sentía por él. Ahora Belle tenía dinero y aquel dinero le permitiría tener el niño si quería seguir hacia delante con aquello. Pero ¿deseaba al niño? Encendió otro cigarrillo y trató de verse como una madre… soltera… preocupándose por un hijo… Bien, sería un nuevo papel. ¿Y por qué no? Una vez que pudo sobreponerse al primer impacto de saber que estaba allí dentro de ella, logró pensar en la parte buena. Un hijo. Su hijo. Algo de él que siempre podía conservar aunque perdiera a Andrew. Y sabía que iba a perderlo. Respecto a eso no cabía duda. Raikes estaba en aquel asunto con ella porque no tenía elección. Pero una vez que lo del barco terminara él desaparecería. Suponía que una gran cantidad de muchachas habían perdido a sus amantes y se habían quedado con su hijo como único consuelo. Pero ella, ¿realmente quería eso? ¿Algo que siempre se lo recordara? Cuando la abandonara, quizá fuera mejor no tener nada. Inclina la cabeza, Belle, y comienza a olvidarlo. Deja que se forme un vacío en tu mente y en tu corazón, donde él ha estado, y luego llénalo con cualquier truhán que se te acerque.

Se puso de pie y fue hasta el vestíbulo. Había un ejemplar de «The Field» sobre la mesa, donde él lo había dejado. Aquella era la vida de Raikes. Nunca podría ser la vida de ella. ¿Dónde estaba él ahora? En el maldito Devon… sin un recuerdo para ella Cazando y pescando. A ella el campo la asustaba. Si cruzaba por el campo y una vaca volvía la cabeza hacia ella pensaba que era un toro. Algunas veces, cuando pasaban una tarde juntos allí, después de unas cuantas copas, generalmente Andrew le hablaba del campo, de su río… pero todo el tiempo sabía que no le estaba hablando a ella. Hablaba para sí, recordando lo que realmente amaba. Y en lo que realmente amaba no la incluía a ella. Él tomaba su cuerpo, lo disfrutaba, pero lo hacía —se sonrió con tristeza— como un alpinista que está junto a la montaña y tiene que escalarla. Y ahora estaba embarazada. Y sólo faltaba un mes para que se embarcara en el QEII. Miss Belle Vickers… la futura madre soltera (salvo que se deshiciera del niño) con destino a Nueva York, que después de medianoche, en la primera velada de la travesía se detendría en una cubierta de popa con una gran bolsa llena de aquellos malditos envases… y si el plan no marchaba bien, las dejaría caer en varios sitios. Estaba dispuesta a hacerlo si llegaba el momento porque, en lo que a él se refería, ella no tenía voluntad propia. Nunca la había tenido. Siempre alguien le había indicado lo que tenía que hacer desde el momento en que por primera vez puso las manos en aquella caja de polvos de talco o lo que fuera… Si tuviera una pizca de sensatez sabría lo qué tenía que hacer. Hacer su equipaje mientras él estaba ausente, salir de allí, esconderse en alguna parte, buscarse una casa o un apartamento en el norte, olvidar la pesadilla del barco, descansar y tener el niño o liberarse de él. Eso es lo que debería hacer. Tenía dinero y tenía tiempo. Pero sabía que jamás lo haría. Cuando llegara el momento subiría a aquel barco, y esperaría (sabiendo que sería en vano) que un día la tomara en sus brazos, a ella, no a su cuerpo, para decirle que había estado ciego, que era un tonto, un estúpido y que era la única mujer que le importaba en el mundo. El Paraíso en la Tierra. Tal como sucede en las películas rosas. Verdadero amor, después de un comienzo agitado y de un montón de malentendidos en technicolor, y un final feliz que llena la pantalla con un beso en el primer plano. Y… ¿por qué no? Por amor de Dios, indudablemente eso sucedía de cuando en cuando… ¡y alguien tenía que tener el número premiado! ¿Por qué no podía ser ella? Durante un momento lo creía, y al instante siguiente lo rechazaba. Pero jamás podía rechazarlo por completo. La esperanza se renueva eternamente, Belle. Y allí estaba, con un hijo en el vientre y el teléfono a seis pies de distancia; lo que tenía que hacer era estirar la mano y hablar con él, contarle lo que había pasado… ¿Hasta dónde se conoce a otra persona? ¿Cómo reaccionaría? Quizá aquello significaría una gran diferencia… Podría estar encantado, y volver a ella corriendo, con los brazos llenos de flores y la cabeza llena de planes felices. ¿Podía imaginarlo así? No, esas cosas tan bonitas no suceden en tu pobre vida, Belle.

Se dirigió al bar, iba a beber un «brandy» y luego cambió de idea y se sirvió un gran vaso de ginebra. La ruina de las madres. Pero en el momento en que se lo llevaba a la boca lo bajó. La ginebra la emborracharía y la dejaría deprimida.

Se dejó caer en un sillón, acunando una suave tristeza que después de pocos minutos desapareció… Eso era característico en ella. Aunque había más negro que blanco en su vida, no podía mirar demasiado tiempo el lado negro. Quizá estuviera deformando los hechos y realmente no lo comprendiera. Quizá deliberadamente no quería demostrarle lo que sentía por ella hasta que terminara el asunto del barco… Excepto cuando estaban en la cama… ¿y acaso no era un barómetro suficiente? En la cúspide de la pasión, le decía cosas, cosas bonitas, cosas crudas, pero que a ella le encantaba escuchar. Quizá cuando aquello terminara… Belle se abandonó a la ensoñación… Él tenía otra casa en Devon, a la que iba a mudarse. ¿Por qué no podría ir ella con él y el hijo de ambos? Ella no tenía nada de malo después de todo. Podía aprender a vivir en el campo. Vestía bien y, por amor de Dios, no hablaba ni actuaba como una mujerzuela. Podía alternar con otra gente. Ella podría ser lo que él quisiera que fuese. Ir a la iglesia los domingos, ser una buena madre, una buena anfitriona. Podría aprender a jugar al «bridge»… a montar a caballo (oh, Dios, tal vez eso no)… ser una buena esposa. Y de cualquier manera estaba el hecho de que si se casaba con alguna otra, sería con una mujer que jamás sabría nada sobre el asunto del barco. Pero ¿quién podía saber si en algún momento, en el futuro, las cosas iban mal y los problemas golpeaban a su puerta? No sería justo hacerle eso a otra mujer. Que descubriera que su marido no era lo que parecía ser… ¡qué decepción! Pero a Belle, eso no la importaría. Ella permanecía con él, a su lado. No sería una decepción para ella. Era algo que compartirían juntos durante el resto de sus vidas, y ella estaría dispuesta a luchar si la mala suerte atrajera a la policía. ¿Acaso eso no era algo que él eventualmente tendría que considerar, aunque todavía no lo hubiera advertido? Tenía que ocurrir, era indudable. En el momento en que ella entró en la casa de él con la nota de Sarling, el destino los había unido, había sellado el contrato que significaba que siempre tendrían que estar juntos, para bien o para mal. Era algo que él tendría que comprender… Por supuesto, así sería.

Se puso de pie alegremente y se sirvió un vaso de «brandy». Eres demasiado pesimista, Belle. Siempre mirando el lado oscuro.

Levantó su copa, bebió y brindó silenciosamente consigo misma. Por una vida clara y feliz con el hombre que amaba. Pero mientras se alejaba del bar sintió algo así como si hubiera pasado de una habitación caliente a otra fría, en la que entraba el viento por una ventana abierta; de pronto sintió que el resplandor de su optimismo comenzaba a desvanecerse.

Todavía faltaba casi un mes. No tenía razón alguna para volver a Londres hasta una semana antes de que el barco zarpara, salvo que llamara Benson a Berners y entonces Belle le telefonearía.

El campo lo atraía tan profundamente que no necesitaba hacer ningún esfuerzo para olvidar el trabajo que tenía por delante. El asunto estaba listo y planeado en todos sus detalles. No había más que realizarlo. No había necesidad de analizarlo mentalmente una y otra vez.

Volvió a caer en la rutina que mucho tiempo atrás había conocido, y que pronto sería su estilo de vida definitivo. Pescó en el Taw, en el Torridge y en el Tamar. En el Torridge, un día frío y seco, con el agua en perfectas condiciones, pescó tres salmones, el más grande de dieciséis libras, todavía con pequeños insectos de mar adheridos. La primavera estaba avanzando. Las campanillas azules crecían en las orillas. Los martines pescadores parecían meteoros de brillantes colores entre el verde fresco de los retoños, centelleaban en las aguas y al sumergirse graciosamente, se rozaban uno con otro en las piedras del río. Un atardecer, inmóvil, de pie, en una hoya del Tamar vio a un visón nadando a dos pies de donde estaba, una bruñida foca en miniatura. Mas tarde, al volver a su casa, cuando ya la luz de desvanecía, una nutria cruzó el camino de grava delante de él, se detuvo, husmeó el aire en su dirección y lentamente se alejó entre los rododendros.

Ahora estaba más sociable, salía a comer con sus amigos, dejaba que la vida lo envolviera, sacando fuerza y consuelo de aquello. Mary había vuelto, pero sólo la vio una vez en casa de unos amigos y se mostraron muy amables uno con otro, pero era evidente que nada quedaba entre ellos en lo que a él concernía. Le estaba inmensamente agradecido a Mary que hubiera hecho por ellos lo que finalmente hubiera tenido que hacer él.

El trabajo de Alverton Manor estaba terminado, pero sabía que no se mudaría solo, también sabía que no haría nada por conocer otra mujer hasta después del robo de las barras de oro.

Algunas veces por la tarde, cuando Mrs. Hamilton se había ido, Belle solía llamarlo por teléfono. En general, no se mostraba dispuesta a colgar, y la dejaba hablar sin impaciencia.

A mediados de abril llamó por teléfono una noche, y le dijo:

—Berners quiere verte. ¿Cuándo puedo decirle que vienes, Andy?

—Pasado mañana. Dile que nos encontraremos en el R.A.C. para almorzar juntos.

—¿Vendrás a casa?

—Sí. Por supuesto. Saldremos a comer fuera.

Tomó el tren de la mañana y se encontró con Berners a la hora del almuerzo. Para su sorpresa, también estaba Benson. Por Berners se enteró de que habían realizado las pruebas con el helicóptero con viento en contra, en el trecho exterior del vuelo, y que incluso en esas condiciones habían tenido un amplio margen de combustible.

Benson dijo:

—Vine a advertirle de que de ahora en adelante ni Mr. Mandel ni yo estaremos en Inglaterra. Berners vuelve a Francia dos días antes de que el barco parta. Si algo sale mal aquí o si quiere ponerse en contacto con nosotros, puede usar el número de Applegate que tiene. También, para su tranquilidad, le diré que nos hemos puesto en contacto por lo menos con tres comerciantes en oro de la City y habrá consignaciones a bordo que pasan de la tonelada. Hemos tomado todas las precauciones para el control meteorológico, cuando usted llegue al Havre. Lo controlaremos en la zona de Brest y Miss Vickers recibirá una llamada telefónica por radio, directo a bordo, de Berners. Hablará de cosas intrascendentes durante unos momentos, y luego ella le preguntará cómo está su tía. Si Berners dice que está igual, significa que el plan continúa sin inconvenientes. Si dice que está peor de lo que estaba, la operación se anula. Si entre el momento en que el barco sale del Havre y la medianoche, el tiempo se pone demasiado malo para el helicóptero, entonces éste no irá y puesto que usted no verá ninguna bengala, no entrará en acción.

—Y quedaré con mis propios recursos, a bordo y sin pasaje.

Benson se encogió de hombros:

—Eso no será demasiado peligroso. Puede decir que no pudo soportar la idea de separarse de Miss Vickers, y ofrecer pagar su pasaje.

Después de almorzar, Raikes fue andando a Mount Street y se detuvo en una florería en Berkeley Square. Entró en el apartamento llevando un ramo de claveles rojos.

Las flores emocionaron mucho a Belle. Era la primera vez que le llevaba flores, y mientras las tenía entre las manos, después que él la había besado, no pudo dejar de pensar que quizá la reciente separación lo había obligado a reconocer lo que ella significaba para él, que realmente la había echado de menos y quería que ella lo supiera, sin decirlo con palabras, sino con flores. Esa fantasía de su imaginación (que ella sabía que era una fantasía) y la esperanza de que no lo fuera la hizo vacilar.

Se dirigió a la cocina, volvió con las flores en un jarrón y las puso sobre la mesa. Le sonrió detrás de ellas, y la noticia que no había tenido intenciones de darle, subió a sus labios, incierta y desmañada.

—Son preciosas, Andy… Es casi como si algo te hubiera dicho… Bien, sabes, eso es exactamente lo que… lo que «ambos» queríamos… algo así como «dígaselo con flores».

Raikes se dirigió a su dormitorio para dejar la maleta.

—Mi padre solía plantar claveles en su invernadero. Los cultivó durante años y luego él y el jardinero tuvieron una tremenda discusión sobre ellos… sabe Dios por qué motivo. Pero siempre estaban discutiendo a propósito de las plantas. De cualquier manera, después de eso, no hubo más claveles.

Lo siguió hasta la puerta, sabiendo que no había advertido nada especial en lo que ella le había dicho. Durante un momento vaciló. Podía dejarlo pasar o insistir. Maldita jea, «tenía» que saberlo. Para bien de los dos, tenía que saberlo. Quizá fuera más importante para ella, de acuerdo. A lo mejor eso era lo que necesitaba Andrew para hacerle ver lo que sentía por ella.

—Andy…

—Sí. —Se volvió.

—¿Te parece que estoy distinta?

—¿Distinta?

La miró. Se había acostumbrado a ella, y no parecía haber nada diferente en su aspecto. Ni siquiera cuando se cambiaba el peinado o tenía un vestido nuevo, jamás era otra cosa más que Belle, la mujer que estaba allí, que tenía que estar porque por el momento así tenía que ser y así se le presentaban las cosas a él… Belle con el pelo castaño suelto, con aquella cara larga a lo Burne-Jones, sin ser guapa o espléndida, pero atractiva… Belle con las piernas largas, los pechos y caderas bien formados, cintura delgada, un panorama familiar, bien conocido cuando hacían el amor… pero sólo Belle Vickers que a veces con sus «Andy» y sus «supongo»… y sus «bien, sí, pero»… le hacía rechinar los dientes de irritación contenida.

Galantemente le dijo:

—Te veo tan guapa como siempre.

Halagada, ella respondió:

—Quizá sea eso. Sólo tienes ojos para mí. Debiste haber escuchado lo que dije, Andy. Dije «ambos», Andy. Dije que «estábamos felices de recibir flores de ti…». Oh, Dios mío… ¿quieres que te lo deletree? Voy a tener un hijo. «Tu» hijo.

Él no dijo nada. Se quedó mirándola. Curiosamente no se sorprendió, y no fue porque hubiera imaginado que pudiera pasar. Jamás lo había pensado. Pero en aquellos pocos segundos vio que así tenía que ser, era parte de la ironía que había comenzado a invadir su vida desde el momento, meses y meses atrás, en que había hecho una marca roja junto a una red de pescar en un catálogo. Desde una posición fuerte y segura, con el futuro planeado de la forma que tanto deseaba, todo tenía que vacilar y estremecerse, amenazando derrumbarse, sólo sostenido por su propia determinación que no se rendía. Durante meses había estado sucediendo eso… Estaba casi a punto de componer las cosas de la forma que quería… Y ahora aquella mujer llevaba en su seno a su hijo. Permaneció de pie, sin pensar en ella, sino en Mary. Mary debía haber sido la madre, y no aquella vulgar mujerzuela de mercado. ¡Cristo, lo que más quería en el mundo estaba dentro de ella… una ramera ignorante, con quien había jugueteado hasta su propio padrastro! (Oh, sí; como consecuencia de la pasión, una noche, tendida en su cama le había contado cosas de su vida, desahogándose). Manoseada por amantes en apartamentos compartidos, utilizada en habitaciones de hotel por algún vendedor fullero… utilizada por Sarling como una criada, voluntaria o no, abriendo las piernas para el patrón… y también utilizada por el mismo Andrew. Pero sólo para eso. No para que llevara su semilla. No en ella. Vio que los labios de Belle temblaban, conocía su estúpida y débil falta de decisión… suponiendo que él podía estar enfadado, preguntándose si todo estaba bien… y sabía exactamente lo que ella iba a decir y la oyó decirlo.

—Oh, Andy… pensé… bueno, supuse que estarías contento. Lo lamento… pero, siempre usé algo. No es broma, te lo juro…

Se acercó a ella, apoyó las manos firmemente en sus hombros y le cortó las palabras con una sonrisa y un beso.

—Deja de preocuparte. Por supuesto, estoy contento.

—Oh, Andy… ¿lo dices en serio? ¿Realmente contento?

—Por supuesto que sí. Pero ha sucedido en un momento un poco inoportuno, ¿no es cierto? Todo depende de lo que quieras hacer al respecto. Si lo quieres conservar, bien, de acuerdo. No significa ninguna diferencia para el asunto del barco. Pero si quieres perderlo…

—¿Perderlo…?

—Si quieres, debes decidir. Pero, si eso es lo que quieres, no podemos correr el riesgo de hacerlo antes de este viaje… podrían surgir complicaciones. Podrías no estar en condiciones de viajar.

Belle, con la voz temblando de cólera, dijo:

—¿Por qué no me dices que no quieres que lo tenga? ¿No es eso?

—Belle, eso no tiene nada que ver conmigo.

Por primera vez, en razón de la decepción y la pena que le causó su respuesta, perdió el control:

—Escucha… fuiste «tú» quien lo puso dentro de mí. Tiene «todo» que ver contigo. ¿Lo quieres o no? No te estoy pidiendo que me conviertas en una mujer honesta. Te pregunto si lo quieres o no.

—Belle, por favor, ten un poco de sentido común. Esa decisión es tuya, no mía. Siempre he sido franco contigo. Te quiero mucho. Hasta podría decirte que casi te amo. —Estaba eligiendo el camino con delicadeza, porque sabía que en cierta forma había manejado mal el asunto—. Pero siempre te he dicho que no iba a casarme contigo. Hemos convivido muy unidos por esto y lo que ha sucedido es lo que hubiera sucedido entre dos personas normales. Pero cuando haya terminado, tenemos que vivir nuestras vidas de forma separada. Si lo quieres conservar, entonces, naturalmente seré financieramente responsable de él. Me alegraría que lo conservaras, pero tienes que pensar en ti misma. Otro hombre vendrá algún día, y tú estarás con un hijo. A muchos hombres no les gusta ese tipo de cosas. Tienes que comprender que es tu decisión y no la mía. —Mientras hablaba se acercó a ella, la estrechó entre sus brazos y la apretó contra sí—. Vamos, cálmate, tranquilízate. Has estado esperando muchos días para decirme esto y ahora que lo has hecho, te sientes desalentada. Pero tengo que ser sincero contigo. Por lo menos, te quiero lo bastante como para serlo. Si quieres conservarlo, soy feliz por ti y por mí. Pero si quieres perderlo, lo comprendo. De una manera o de otra, tiene que ser tu decisión. ¡Maldita sea, Belle, es tu futuro…! Vamos, vamos, tranquilízate. —Le cogió la cara y la besó.

Mientras la besaba, ella se dio cuenta de que no servía de nada esperar algo que jamás había existido. Había recibido flores (¿por qué?), pero no porque él estuviera enterado de su estado. Andrew tenía toda la razón del mundo cuando decía que la decisión era suya. Él también sentía hacia ella un cierto tipo de amor; y en aquel mismo momento, mientras la abrazaba y la consolaba, sabía que a pesar de lo limitado que era aquel amor, resultaba suficiente para apartar su resistencia y decepción. Cuando Belle estaba lejos de él tenía su propia fuerza, pero en el momento en que la tocaba podía haberle pedido que se desnudara y se apoyara sobre la cabeza y lo hubiera hecho sin vacilar. ¿Por qué? Dios mío… ¿por qué?

Apartándose de él dijo:

—Lo lamento, Andy. Tienes razón en lo que dices. Supongo que, bueno, creo que me trastorné cuando me enteré del embarazo, sin saber si telefonearte y decírtelo y todo eso…

—Lo comprendo. También lamento no haber demostrado mucho tacto en la forma enfrentarlo. Después de todo… —Sonrió, la piel tostada se arrugó alrededor de los ojos azules— no es una situación a la que me haya enfrentado antes. Viene a sumarse a este otro asunto, no estaba preparado. ¿Me perdonas?

Ella asintió y se acercó a él. Mientras se apretaba contra él, sabiendo dónde llevaría el contacto y el abrazo, sabiendo que sería levantada y llevada a la caima, y que esta vez no habría fiereza en su amor, sino una suavidad lenta y tranquilizante, tomó una determinación. No importaba lo que él quisiera, no importaba si después del asunto del barco la dejaba y jamás volvería a verlo; ella conservaría al hijo. Varón o hembra, tendría algo de él, algo que real y verdaderamente le pertenecía y con eso se contentaría. Mientras la dejaba en la cama y comenzaba a desnudarla, ella, tendida con los ojos cerrados, sintiendo las manos del hombre sobre su cuerpo se dijo: «Conténtate, Belle. Conténtate con las pequeñas migajas de felicidad, porque eso será lo único que recibas. Y afrontarlas, de una manera o de otra, en esta miserable vida; eso es lo que la mayoría de la gente consigue aunque no se los vea llorar por eso».

Después de dos días volvió a Devon. Fueron dos días que pasó íntegramente con Belle, la cuidó y fue considerado y gentil, no porque se lo propusiera, sino porque se había desarrollado en él un nuevo concepto de ella, surgido de la compasión. Hasta ahora, la había considerado como alguien a quien utilizaba y manejaba porque era parte de un problema que tenía que solucionar. En un principio, en conexión con Sarling, y ahora con el asunto del barco. Comprendió que Belle siempre iba a ser utilizada y manejada. Por primera vez en la vida sintió lástima por alguien y ese sentimiento era un lujo. Pero sabía que era un lujo (en cuanto a ella concernía) que se pasaría rápidamente, en el momento en que el helicóptero lo levantara de la cubierta de proa del QEII.

Pero durante los días siguientes, en Devon, mientras persistía aquel estado de ánimo bondadoso hacia ella, se le despertó un sentimiento nuevo. Siempre había sido capaz de encarar el hecho de que si llegaba a ocurrir un desastre se eliminaría. No era que especulara con finales heroicos. Sabía simplemente que así tenía que ser. Lo supo casi desde el momento en que tuvo éxito en su primera estafa, años atrás. Pero si se eliminaba, una parte quedaría en el hijo que llevaba Belle, y sabía que lo iba a conservar. A través de ese hijo, tendría continuidad… pero no en los términos que deseaba. ¿Era otra ironía con que los dioses lo amenazaban? La línea Raikes seguiría, pero a través de un bastardo engendrado en una mujer que nunca, ni en cien años, hubiera soñado en llevar a Alverton Manor. De manera que ahora pensaba más en el hijo y menos en Belle, y había una obstinada certeza en él que lo hacía pensar que la criatura sería un varón. Podía imaginárselo, bien cuidado por Belle, pero arrastrado de un apartamento a otro, ignorado quizá por el hombre con quien ella se casara, pero posiblemente tolerado por una sucesión de amantes… creciendo en un ambiente que él no hubiera deseado jamás para su hijo. La idea le hizo daño. Las cosas podían salir mal en el barco y tendría que matarse sabiendo que lo que quedaría de él sería un niño sin padre, desplazado, sin saber nada de Alverton y de la sangre de los Raikes. Fue entonces cuando sintió un odio más terrible que nunca por Sarling (aunque estaba muerto), un odio transferido en aquellos momentos contra Mandel y Benson, que habían recogido el arma de manos de Sarling y la habían utilizado contra él.

Tres días antes de que partiera el buque, volvió a Londres. Belle iba a Southampton en tren la misma mañana en que partía el transatlántico. Andrew fue a Southampton el día antes para pasar la noche en el Dolphin Hotel, que estaba muy cerca de los muelles. No habría contacto entre ellos hasta que él entrara en su camarote, antes de que el buque soltara amarras.

Mientras almorzaban juntos, antes de que él partiera para Southampton, Andrew dijo:

—Sabes lo que tienes que hacer. Lo hemos repasado muchas veces. No tienes nada de qué preocuparte. Mientras el barco se dirige al Havre, te llevaré al lugar de la acción. Podemos estar juntos sin correr ningún riesgo. La gente estará dando vueltas tratando de instalarse y los camareros no habrán llegado todavía a la etapa de distinguir las caras. Es después del Havre cuando tendremos que ser cuidadosos.

Belle asintió. Él le había machacado bastante su papel y sabía que ella lo podía hacer y lo haría. En el momento en que realmente se está en el asunto, las cosas parecen más fáciles. En aquel instante ella no prestaba ninguna atención al asunto del barco. Estaba pensando en Nueva York y en lo que sucedería después. Iba a quedarse una semana allí y luego volvería en avión. Era el momento de su regreso el que ocupaba su mente. ¿Qué sucedería entonces? Quería preguntárselo, pero sabía que no era oportuno. En realidad casi estaba contenta de no podérselo preguntar porque no quería oírle decir: «Bien, nos encontraremos un par de veces, aclararemos la parte financiera y eso será todo». Y así será, tengas o no tu hijo, muchacha, pensó Belle. Y lo tendría. Y él lo sabría. El hecho de que lo tuviera podría hacerlo volver… Oh, Belle, se censuró silenciosamente, por el amor de Dios, deja de soñar…

Andrew se puso de pie nerviosamente y se dirigió al dormitorio a buscar su maleta. No debía llevarla a bordo consigo desde el hotel. Tenía dentro un pijama nuevo sin iniciales, un juego de artículos de «toilet», seis envases de gas, una pistola de bengalas, cuatro cartuchos, una pistola automática y una pequeña ganzúa para abrir la puerta de los camarotes de los oficiales en caso de que estuvieran cerradas con llave. A la mañana siguiente tomaría un taxi en dirección a la estación de Southampton y dejaría la maleta (sólo con los pijamas y los artículos de «toilet») en el depósito de equipajes y luego iría hasta los muelles con el resto de los objetos en los bolsillos del abrigo y del traje.

Volvió, trayendo la maleta y el abrigo y al mirar a Belle se dibujó en su cara una leve sonrisa. Ella recordó la primera vez que lo había visto. Ella nerviosa, temblando como una hoja, y él abriendo la nota de Sarling y leyéndola sin que se le contrajera un músculo de la cara. Recordó cómo, a pesar de su nerviosismo, sintió pena por Andrew y trató de mostrarle su simpatía. ¡Qué desperdiciado había sido aquél gesto! Él no necesitaba nada de nadie, lo que quería lo tomaba sin ayuda. ¡Oh, sí! Ella lo amaba, estaba atrapada por su amor, pero por lo menos lo reconocía.

Andrew dejó en el suelo la maleta y el abrigo, y ella se puso de pie y se echó en sus brazos. Él le hizo una caricia y la besó y luego, con una sonrisa infantil, le dijo:

—Si pierdes ese tren te romperé la cabeza. ¡Adiós, amor!

Raikes se fue y ella por la ventana lo observó tomar un taxi. Desapareció sin levantar los ojos siquiera, y de pronto Belle recordó que desde que le había referido lo del niño, jamás había hecho alusión a él. No le servía de nada, y estaba procediendo como una tonta. Si tuviera algo de sensatez, tomaría un tren ahora mismo, a cualquier parte que no fuera a Southampton y confiaría en que ni él ni la gente de Benson la encontrara jamás. Se iría a vivir tranquilamente en alguna parte, tendría al niño y viviría siempre feliz con sus recuerdos.

Al ir a su dormitorio para maquillarse, casi se había convencido de que eso era exactamente lo que iba a hacer. En el dormitorio, sobre el tocador encontró un ramo de rosas que él debió haber llevado a escondidas al apartamento. A los pies del ramo había una nota: «Para ambos… con todo mi amor, Andy».

Belle se sentó en la cama sosteniendo la nota, las lágrimas brotaban de sus ojos. ¡Dios mío…! No cabía duda que en alguna parte de su ser, lo supiera o no, Andrew sentía eso que había escrito. Tenía que sentirlo… tenía que ser así.