11

BERNERS ESTABA FELIZ. No era algo que iba a demostrar abiertamente, pero después de una hora de hablar con él, Raikes comprendió que así era. Cualquier emoción que hubiera experimentado en el pasado se había convertido ahora en una carga fácil de sobrellevar. Ambos estaban de acuerdo en que aquel trabajo tenía que hacerse. Muy bien. Había que hacerlo y terminar con ello. Pero advertía que mientras él lo encaraba como una tarea más, antes de poder gozar de la relativa libertad de vida que deseaba, Berners no pensaba más allá de la tarea misma y no la consideraba como una tarea sino como una operación que le agradaba. De manera, pensó, que aunque se viva y trabaje mucho tiempo con un hombre, nunca se logra conocerlo por completo. Berners, rico, y rodeado de comodidades en su casa, debería haberse rebelado ante la orden que le había sido impuesta. En cambio, la aceptó tranquilo y sometido aparentemente, pero en su interior con alegría y fruición.

Raikes se puso de pie:

—Creo que esto es todo. Sugiero que lo pensemos en forma separada durante unos días, y luego nos pongamos en contacto y comparemos nuestras conclusiones. Por lo que he leído en los diarios no es probable que el QEII esté listo para el 18 de abril como estaba estipulado, de manera que tenemos mucho tiempo por delante.

Berners asintió con la cabeza y sin levantarse, deseando evidentemente que Raikes se quedara durante un rato más, preguntó:

—¿Por qué no dice abiertamente que está sorprendido ante mi reacción?

—¿Quiere que se lo diga?

—¿Por qué no? Vamos a hacer este trabajo. Cuanto más nos comprendamos mutuamente, tanto mejor trabajaremos juntos.

—Está hablando en acertijos.

—No, no es así. Estoy hablando abiertamente. ¿Por qué no miramos el asunto de frente? Hicimos juntos algunas cosas audaces. Arriesgadas. Peligrosas. Nunca violentas. Pero no lo hicimos sólo por dinero, ¿verdad?

—Yo sí.

—Usted se dice eso a sí mismo. Pero si se detiene a pensarlo, tendrá que admitir, lo mismo que yo, que había algo más. Existe algún elemento en nosotros que nos obliga a comportarnos de una forma diferente a la mayoría de los hombres. Es un elemento que no podemos ignorar. ¿Ha sentido algún remordimiento por haber asesinado a Sarling?

—Ninguno.

—Cualquier hombre normal lo hubiera sentido. Eso prueba mi punto de vista. Sarling constituía un desafío mayor que cualquiera de los que habíamos enfrentado antes… y jamás dudamos en matarlo. Como tampoco dudamos en matar a Miss Vickers, eventualmente… aunque eso está fuera de la cuestión por ahora. Es así de simple. Cuando nos conocimos, usted había encontrado un canal, una línea de conducta que se acomodaba a nuestras personalidades. Pero Sarling nos dio algo diferente en qué pensar, algo que descubrió un potencial distinto en nosotros. Mírenos ahora. Una vez que asesinamos para proteger lo que tenemos y librarnos del miedo, ¿qué sucede? Aceptamos que durante el resto de nuestra vida tengamos que aprender a vivir sin la completa paz espiritual; de ahora en adelante tenemos que aprender a vivir en base a una confianza que está en manos de otras personas. ¿Sabe por qué hicimos ese cambio con tanta facilidad?

—Porque no tuvimos elección… y porque estoy decidido a restaurar un «statu quo» lo más parecido posible a lo que era antes de que apareciera Sarling.

Berners negó con la cabeza:

—No. Cualquier tipo de «statu» que signifique satisfacción, placer, una rutina opulenta, nos llevaría a la locura. Somos lo que somos y siempre estaremos buscando la aventura, los riesgos. Sin sentirnos agraviados ni siquiera cuando otras personas nos empujan a la aventura. Somos unos inadaptados.

—Por el amor de Dios, Berners.

—Así somos. Tiene que aceptarlo. No encajamos en la sociedad normal. Podemos tener las mismas actitudes y expresiones… pero no formamos parte de ella. De manera que aceptémoslo, contentémonos con eso mientras podamos.

De pronto Raikes río:

—No, Berners… Esa es su propia manera de adaptarse a esta situación. De acuerdo. ¿Por qué no puede ser cierto, o parecerle cierto a usted? No se lo reprocho. Pero sé cómo siento y cuál es mi sitio. Sé lo que quiero y lo que me está esperando más allá de este maldito asunto del Queen Elizabeth II. Y lo voy a tener… pase lo que pase. Voy a volver a ocupar mi sitio. Voy a tener esposa e hijos y la vida que siempre he querido. ¡Y que Dios se apiade de cualquiera que trate de impedirlo!

Berners se puso de pie y se encogió de hombros.

—Correcto.

—¿Quiere que le deje el folleto y las notas? —preguntó Raikes.

—No. Es un problema simple. La idea general está clara. Una vez que se establece lo fundamental, es sólo cuestión de detalles. Cualquiera que fuera el plan de Sarling, el punto principal debía estar en los envases que robó. Como usted dijo, eso no era una tontería. ¿Le quedan algunos?

—Sí, todavía hay unos cuantos.

Raikes volvió a Londres. Berners lo había sorprendido. ¡Inadaptados! Lejos ya de Berners, había comenzado a enfurecerse pensándolo y la cólera todavía persistía en él, y con ella una sorda rabia contra la situación.

Cuando entró en el apartamento, encontró a Belle de espalda a la puerta del dormitorio. Al darse la vuelta, Raikes vio la ansiedad reflejada en la cara de ella. Había pasado horas enteras preguntándose dónde estaba Andrew, qué estaría haciendo… poseída de una estúpida ansiedad… Raikes podía leerlo en su rostro cuando se acercó a él con los brazos tendidos… el «Andy» en sus labios… y la presencia de ella le hizo surgir una repentina irá.

La levantó, cerró su boca tonta con un beso y la llevó hasta el dormitorio. La dejó caer en la cama y oyéndola reír, él, con la cara sonriente, ocultó su ira. Cuando sus manos le levantaron las faldas y le quitaron las bragas, se mostraron rudas y ansiosas, no con la impaciencia de un amante, sino con la impaciencia de poseerla, de castigarla, de aniquilarla. La tomó con violencia, castigando su cuerpo con el suyo, volcando en ella su extraña ira, hasta que ambos quedaron exhaustos; sabiendo que ella tomaba por pasión lo que no era más que un castigo, tomando por amor lo que era cólera y un desahogo de frustración…

Dos semanas después, casi a finales de febrero, Raikes se dirigió a Southampton y tomó una habitación en el Polygon Hotel.

En esas dos semanas había visto a Berners un par de veces, y entre los dos habían elaborado un plan amplio e íntegro de su estrategia. Pero había llegado el momento de trasladarse al verdadero terreno en que iban a actuar. Había docenas de pequeños detalles que tenían que ser comprobados y problemas menores que había que resolver. La única forma de hacerlo era ir al mismo barco… y eso no era fácil porque todavía estaba en manos de Upper Clyde Shipbuilders y no se admitían visitas a bordo. Se tenía que estar trabajando en el barco u oficialmente conectado con él. Los únicos planos detallados del barco que tenía Raikes eran los folletos publicitarios ideados por la Cunard. Estos comprendían desde la cubierta Cinco hasta la cubierta de señales, pero no detallaban los camarotes del capitán ni de la oficialidad, ni el puente de mando. Era esencial que Raikes se familiarizara con el barco antes de subir a bordo para la verdadera operación, porque el plan que él y Berners habían elaborado dependía de que el oro fuera robado dentro de las dieciséis horas siguientes a que el buque dejara Southampton. Lo ideal, era que llevara a cabo unas tres o cuatro horas después que hubiera dejado el Havre y cuando todavía estuviera en el canal inglés. Cuando subiera a bordo del trasatlántico cuando éste hiciera su primera travesía a Norteamérica, tenía que conocerlo con la más absoluta certeza, especialmente en las áreas donde tendría que operar. El barco era una ciudad flotante y sería muy fácil perderse en él.

La primera tarde en el Polygon, se dirigió al bar antes de comer y se sentó tranquilamente en una mesa con su copa y un diario vespertino. Subir a bordo era mi problema, pero no demasiado grande. En el bar podía escucharse entre el rumor de las conversaciones más de un acento escocés. En el bar había muchos trabajadores de Upper Clyde y varios oficiales, mecánicos, personal de los subcontratistas, habían estado en el hotel durante algún tiempo. Raikes escuchaba, pasaba revista con los ojos a la gente que había en el bar y decidió tomarse tiempo para elegir un hombre. Sus largos años de experiencia le habían enseñado que nada debe ser forzado.

La mañana siguiente consiguió un pase de visitante a los muelles. Tomó un taxi hasta muy cerca del portón principal de la dársena y luego la atravesó andando, y enseñó su pase al policía que estaba de servicio.

El «Queen Elizabeth II» estaba fondeado a un lado del Ocean Terminal. Anduvo por el muelle, a lo largo del barco; la gran muralla de chapas soldadas se elevaba por encima de él. En la mitad del buque había una pasarela con pasamanos que llevaba a bordo y su entrada estaba vigilada por un policía y un guardia marítimo. Ambos se calentaban en un brasero de carbón porque soplaba el frío viento noroeste que castigaba cruelmente a través de la brecha que separaba el barco de la Ocean Terminal. Pasó de largo y en el extremo del muelle se dirigió al piso superior de la terminal. Desde allí podía mirar las cubiertas superiores del barco. Dado que todavía era propiedad de Upper Clyde Shipbuilders era su bandera la que ondeaba en el mástil… una cruz púrpura «patée» sobre un fondo blanco. Permaneció allí mirando a través de las ventanas, poniendo particular atención en la cubierta de proa. La parte principal y central estaba ocupada por dos grandes cabrestantes pintados de blanco desde donde corrían las cadenas de tres anclas, dos colocadas sobre la cubierta y la tercera en la misma proa. Delante de las dos anclas había un pequeño mástil de aproximadamente veinte pies de altura. La visión de aquel pequeño mástil no le agradó, porque con Berners habían decidido que la única manera de sacar físicamente el oro del barco era recogerlo con un helicóptero haciendo descender una red sobre la cubierta. Aparte de aquel mástil había bastante sitio para que un helicóptero pudiera quedar en suspenso, particularmente si el barco fijaba su rumbo a favor del viento y reducía la velocidad. En realidad ver el mástil lo deprimió. En todos los planes hay pequeñas cosas como ésta, cosas impredecibles que ocasionan grandes problemas.

Durante dos tardes Raikes se sentó en el bar antes de comer dejando que su cara se hiciera familiar, se hizo amigo del «barman» y cruzó palabras casuales con distintas personas. No tenía prisa. Iban a pasar semanas antes de que el barco estuviera listo para hacerse a la mar y cuando lo estuviera, quizá hiciera uno o dos cruceros por el Mediterráneo o las Indias occidentales antes de realizar su primer viaje regular con pasajeros, directamente a Nueva York a través del Atlántico norte. Hizo saber que trabajaba en una compañía inmobiliaria de Londres, y que había venido a ver qué perspectivas había para comprar y construir. Era un terreno en el que antes había operado eventualmente, y sabía que con las relaciones casuales en el bar no tenía que entrar en mayores detalles y aquello no les sorprendería porque así era ese negocio. Nunca se dan informaciones que puedan servir a otros para que le ganen por la mano a uno. Entre tanto Berners, con algunos de sus viejos papeles impresos, le enviaba constantemente correspondencia que contenía hojas de papel en blanco. Pero conocía el valor de la leyenda en los sobres… Londres. «Wall Commercial Properties, Limited». Los botones del vestíbulo principal acabaron por conocerlo, las muchachas de la oficina de recepción le brindaban sus brillantes sonrisas de buenos días y buenas noches y los camareros del restaurante lo invitaron a conocer a sus familias y el encargado de los vinos encontró un Gerry Chambertin de primera clase para él, que no estaba en la lista de vinos. Conoció a todos y lo conocieron y les agradó. Sin la menor dificultad logró informaciones sobré los otros huéspedes permanentes y escogió a su hombre… Alfred Graham, un joven escocés de unos treinta años, que trabajaba en la oficina de pagos del Upper Clyde Shipbuilders y que había sido enviado a trabajar temporalmente en la oficina del barco, donde se ocupaba de los jornales y pagaba a los trabajadores de a bordo. A Alfred le gustaba beber y estaba justificadamente orgulloso del barco que su firma había construido y furioso por los problemas que lo habían asolado y todavía más furioso aún con los periodistas que habían aumentado aquellos problemas en la prensa. Durante dos o tres noches, Raikes invitó a Alfred a beber en el bar después de comer, y se enteró de que el sábado por la noche se iba a Londres a pasar el fin de semana. El viernes por la noche invitó a Alfred a beber más alcohol del que el muchacho podía resistir y a medianoche lo ayudó a ir a su habitación y lo dejó en la cama roncando antes de quitarle los zapatos. Cuando Raikes salió de la habitación, había sacado de la cartera de Alfred su pase para subir a bordo del «Queen Elisabeth II».

A la mañana siguiente bajó tarde y, como amigo de copas, preguntó por Alfred al encargado y se enteró que había partido para Londres, un poco pálido pero decidido a pasar allí el fin de semana. El pase no tenía fotografía, sólo era un carnet impreso de la Upper Clyde Shipbuilders, autorizando a A. Graham a subir a bordo y especificando sus funciones como encargado de pagos.

Una hora después Raikes estaba en la pasarela. Durante dos períodos de media hora de observación desde las ventanas superiores del Ocean Terminal, había visto que sólo una de cada diez veces el guardia de la pasarela cogía el pase y lo examinaba. Por lo general bastaba con mostrar el pase.

Aquel sábado por la mañana, el guardia cogió el pase, miró brevemente la parte delantera y luego le dio la vuelta y examinó el reverso blanco como si esperase encontrar escrito algún mensaje de felicitación o un insulto, y luego lo devolvió.

Raikes subió a bordo, al laberinto de pasillos y corredores, salones, comedores, «grills», cafeterías, salones con tocadiscos automáticos, bibliotecas, teatro, escaleras, cubiertas de paseo, cubierta de botes, piscinas de primera y segunda clase, un vasto hormiguero con túneles habitado por hormigas obreras pululando por todas partes para terminar los camarotes y los detalles del barco. A bordo no había controles de paso y tenía libertad para vagar sin ser interrogado. Que vagara sin trabajar no hacía raro, porque la mitad de los obreros parecían hacer lo mismo. Ninguno de los ascensores funcionaba, de manera que tenía que subir y bajar por las escaleras guiándose por los carteles indicadores que había en cada cubierta y a cada parte que iba su memoria registraba cada trazo, cada entrelazamiento y vuelta, ángulo y esquina, con toda fidelidad. La mayor parte del tiempo permaneció en la mitad delantera del barco porque sabía que aquella era la parte del buque que le importaba más, y en esa zona se concentró en la parte delantera de la cubierta de botes. Era allí donde terminaba la escalera A alfombrada de azul. Recorrió la cubierta de paseo protegida por cristales hasta babor, luego volvió a través de la doble hilera de locales a lo largo del pasillo de «boutiques», andando por encima de cables, esquivando las escaleras donde trabajaban los electricistas en los ajustes de luz, cruzó el salón con los tocadiscos automáticos, mirando hacia los lados por la puerta del teatro, pasó por la cafetería y luego siguió hacia delante a través de la Cabina 736 hasta el descansillo de la escalera A. A partir de allí estaban los camarotes del capitán y de la oficialidad y más allá, la entrada al puente de mando. Más adelante estaba el cerebro del buque. Un día vendría a controlar ese cerebro. Sabía que a pocas yardas de ese lugar iba a pasar una hora de su vida que podía llevarlo al desastre, salvo que fuera dueño absoluto y decidido de todo lo que dijera e hiciera. Y tenía que admitir, ahora que estaba allí, que lejos de ser una perspectiva que lo sobrecogiera, era un desafío que se sentía impaciente por afrontar. Durante una hora por lo menos iba a ser el patrón de aquel barco. Pero para serlo tenía que conocer aquella parte del buque lo mismo que conocía los vericuetos de Alverton; tenía que conocer todo, cada puerta y cada pasillo, cada salida y entrada, cada detalle desde las advertencias que decían «Post de Canot de Sauvetage» hasta el número de escaparates que bordeaban la banda de estribor del rellano, saber que debajo de él en la cubierta inmediata había otro rellano que daba acceso al «Britannia Restaurant» con una cabeza de Britannia esculpida en colores dominando la entrada, y más allá el gran Salón Panorámico con ventanas altas mirando hacia la proa, dando una vista del alcázar y de la cubierta de proa donde una noche llegaría un helicóptero y quedaría suspendido en el suave resplandor de las luces de la cubierta. Sabiendo todo eso, y sabiendo también que Belle estaría de pie en aquel salón (vigilado media hora antes), correría un poco las cortinas (cerradas de noche para evitar que el resplandor confundiese al vigía de la timonera) para observar el oro que estaban levantando desde la cubierta.

Y aquel sábado, sabiendo por las charlas en el bar del Polygon que el capitán y algunos oficiales dormían y tenían turnos de vigilancia a bordo, decidió no deambular por el momento por los camarotes de la oficialidad, con una disculpa a mano, en la forma más simpática, sin perder la menor oportunidad de consolidar una relación de diez segundos. Dejaría eso para el día siguiente que era domingo, y posiblemente hubiera menos oficiales aún y, con suerte, quizá hasta el capitán bajara a tierra para almorzar y pasar fuera el fin de semana. De manera que volvió por la alfombra azul de la escalera A y se dedicó a la tarea de elegir un camarote para Belle; un camarote simple de primera clase, porque después del robo tendría que continuar el viaje hasta América, anónima desconocida, sin que jamás se revelara su participación en el asunto. Tenía que ser un camarote lo más distante posible de los otros y muy a proa, de manera que él pudiera llegar con facilidad y rapidez a la escalera A y por ella a la cubierta de los botes. Lo había elegido en los planos de los camarotes suministrados a Belle en la firma Cunard y se enteró de que cada número de los camarotes comenzaba con el número de la cubierta en la que estaban situados y los que estaban a babor terminaban con un número par y los de estribor con un número impar. No había muchos camarotes de primera clase para una sola persona. Cuando llegara el momento, Benson o Mandel tendrían que utilizar algunas de sus ocultas influencias para conseguir el camarote 4004.

Bajó a la cubierta Cuatro, cruzó el rellano y giró a la derecha hacia el largo pasillo que corría por el interior de las cabinas de babor. Anduvo diez o doce yardas hacia el extremo del pasillo de los camarotes. Un pequeño pasillo lateral hacia la izquierda conducía al Camarote 4002 y luego al 4004. Oculto por el pequeño recodo desde el pasillo principal, nadie podía verlo. La puerta del camarote no estaba cerrada y entró. A su izquierda había una cama colocada junto a la pared. En la esquina había un tocador y un espejo con un marco de tela azul. Junto al espejo estaban las luces, la radio y los timbres para llamar al servicio. Más allá, en la misma pared, cerca del ojo de buey había un armario y enfrente un pequeño compartimento donde había lavabo, retrete y ducha. Cerró la puerta y recorrió la habitación, sabiendo que antes de llegar a conocerla de forma personal tenía que conocerla de forma teórica, porque podría haber algo en ella que pudiera, en pequeña escala, añadir al plan que todavía tenía que ser perfeccionado. Descubrió una cosa importante. No había cerrojos en la parte de dentro de las puertas. Podían cerrarse con llave pero no con cerrojo. Tendría que comprobar si los pasajeros llevaban las llaves de sus camarotes, aunque le pareció improbable. Pero lo importante era que ningún pasajero podía encerrarse, y que un camarero con la llave maestra siempre podría entrar en el camarote si se presentaba la oportunidad de hacer una investigación.

Antes de irse subió a la cubierta Uno, y, desde el ascensor para equipajes y carga que Sarling había mencionado en sus notas, vio que se podía cruzar a estribor. Allí había una puerta abierta que daba al alojamiento de la tripulación. La atravesó. A su derecha un par de obreros tomaban té en una larga mesa. Giró a la izquierda y siguió por un pasillo hacia estribor, cruzó una puerta con una inscripción que decía: «Comedor de Camareras»; y otra que decía: «Salón de recreo de Camareras»; y luego frente a él había una puerta de hierro abierta que conducía directamente a la cubierta de proa. El camino del oro desde el Tesoro, situado en la cubierta Ocho (con el ascensor enfrente), era directo hacia la cubierta de proa.

De vuelta en la habitación de su hotel, tendido en la cama y pensando en el plan, se dio cuenta de que podía hacerse. Sabía que tenía que hacerse porque algunos rumores o insinuaciones de Mandel a la policía significarían el fin de su persona, de Berners y de Belle. Sabía también que Berners tenía razón: una vez que se entra en el mundo del crimen, no hay escapatoria y no hay manera de librarse del miedo. Sólo había un patrón de confianza deformado, que manejaban hombres como Sarling, Mandel y Benson… pero aunque deformado tenía su propia fuerza y comprendió que era con lo único que podía contar si deseaba volver a Alverton. La completa paz espiritual sólo podría llegar si estuviera dispuesto a abandonar sus sueños de Alverton y desaparecer… y eso sabía que jamás lo haría.

A la mañana siguiente volvió a subir a bordo. El trabajo seguía a pesar del fin de semana. Vagó entre los obreros, deteniéndose para hablar con unos y otros de cuando en cuando, y finalmente subió al descansillo de la cubierta de los botes y por un pequeño pasillo a la izquierda de la entrada hasta el camarote 736. Abrió la puerta, entró en el alojamiento de los Oficiales y recorrió un estrecho pasillo. Una puerta abierta a su derecha le mostró el camarote de un oficial, la cama sin tender, una mesa baja cubierta con revistas y un estante con libros encuadernados en rústica. A la izquierda subía una escalera con la inscripción «Alojamiento de Oficiales Superiores». Frente a él una puerta de cristal le daba una visión de lo que conocía por haber estudiado uno de los diagramas de perfil del barco dado por la Cunard. Era el Restaurante y Salón de los Oficiales con grandes ventanales mirando hacia proa. Un oficial con dos galones dorados en la manga de su chaqueta azul marino salió del salón al corredor y lo vio.

Raikes lo saludó con la cabeza sonriendo y dijo:

—Me llamo Graham. Acabo de empezar a trabajar a bordo en la oficina de pagos de Upper Clyde. Debo encontrarme con uno de nuestros mecánicos aquí, un tal Farrar.

—Aquí no hay nadie con ese nombre.

—¿No? Dijo que conocía a uno de sus oficiales… he olvidado su nombre… Dijo que lo había arreglado para que yo pudiera visitar el barco… ver el puente de mando y todo eso. Tenía que encontrarme con Farrar delante del camarote 736 a las diez y media. Esperé media hora, pensé que podía haberme equivocado y que estuviera esperándome dentro. Aquí está mi tarjeta. —Raikes tendió al oficial su carta de identidad. El oficial la miró brevemente y se la devolvió diciendo:

—¿Recuerda el nombre del oficial?

—No. ¿Farrar no estará en alguna parte esperándome? ¿Quizá en el puente de mando?

—Podríamos ir a ver.

Y así fue; todo se debió a la simple magia de estar a bordo, de tener una tarjeta de identidad y de actuar y hablar con completa confianza, moviendo la cabeza y diciendo bromas sobre Farrar, que jamás llegaba a tiempo a ninguna parte, y que probablemente se hubiera olvidado de él y de su promesa. El oficial, con muchas horas del domingo a su disposición, el capitán y personal del capitán en tierra, aceptó de buen grado la compañía y, orgulloso de su hermosa nave, se ofreció con gusto a enseñarle el barco, ya que básicamente no se quebrantaba ninguna medida de seguridad. De manera que Raikes hizo una visita con guía al espléndido salón de oficiales, luego escaleras arriba a los camarotes de los oficiales superiores. Echó un breve vistazo a la sala del capitán… sus ojos recogieron los detalles, la mente registró con velocidad y precisión un escritorio frente a la puerta, una lámpara con una pantalla color naranja, a un lado, una mesa baja redonda hacia la izquierda con un cactus gris plateado en un florero, flores rojas en un vaso. Alrededor de la habitación y debajo de las ventanas, asientos tapizados de verde con almohadones rojos, amarillos y anaranjados, y al otro lado, en el extremo de la izquierda, una salida con cortina que conducía al puente de mando, y más delante otra puerta que daba al dormitorio, y al cuarto de baño. Los ojos observaban, el cerebro registraba…, un vaso con lápices y bolígrafos sobre el escritorio, teléfono, un pequeño par de sujeta-libros con diccionarios de bolsillo colocados ordenadamente entre ellos. La habitación quedó fotografiada en su cerebro, sabiendo que en algún momento futuro estaría allá de nuevo, de pie, encarando al capitán, haciendo equilibrios en el filo del riesgo, pero sabiendo que jamás saltaría por encima de ese filo y consciente de que, mientras estuviera allí sometiendo al capitán a una amenaza, la misma amenaza le había sido impuesta a él algunos días antes.

El oficial lo condujo hasta el puente de mando pasando por la sala de mapas, más allá de la entrada a babor, y lo llevó a las amplias ventanas bajo las cuales se extendía el largo tablero de instrumentos y equipos para el control del barco: radar, silbatos automáticos, impulsores de proa, la brújula y sistemas de teléfonos a proa, a popa, a los lados de cubierta y a la sala de control de las turbinas, a los telégrafos mecánicos y a la mesa de los libros de bitácora… El oficial hablaba, y Raikes, el turista, se asombraba. A través de las ventanas se podía distinguir una mañana de domingo en Southampton, la silueta de techos y torres delante de ellos y lejos, hacia la izquierda, los muelles grises, el agua cubierta de desperdicios, las elevadas grúas de rígidos, cuellos y las chimeneas de otros barcos con sus banderas de colores que destacaban por encima de galpones y depósitos, y Raikes sabiendo que tenía suerte, que los dioses lo protegían, se imaginaba a sí mismo en algún punto del futuro allá, de noche, cuando el tablero de controles despidiera un suave resplandor. El oficial no pasó por alto ningún detalle, porque estaba enamorado de aquel barco, y con orgulloso placer desplegó las bellezas de su amor, explicando todo: central del timón donde estaba el contramaestre de pie y detrás de él el radar y el piloto Decca, la gigantesca serie de paneles a espaldas del timón: panel estabilizador, panel de las puertas herméticas, panel de las luces de navegación, panel del teléfono y el panel desde donde sería apagada la luz en la cubierta de proa, cuando el helicóptero se posara, zumbando como una abeja sobre la cubierta. Al pasar le mostró la cabina del capitán sobre la banda de estribor del puente y (hasta dónde puede llegar el amor y el orgullo) ¡no se olvidó de mostrarle ni el cuarto de baño del puente de oficiales!

Tomó una taza de café con el oficial y charlaron durante media hora más. Para su alivio se enteró de que el mástil de la proa era telescópico y se bajaba cuando el barco estaba navegando. Se utilizaba para sujetar el ancla y las luces cuando el barco estaba atracado. El problema que tanto le había preocupado pocos días antes, resultó no ser un problema. También se enteró de que la puerta que conducía a los camarotes de los oficiales siempre estaba cerrada con llave cuando el barco estaba en servicio.

Llegó al hotel antes de almorzar y se sentó en la entrada del vestíbulo hasta que vio que el portero principal abandonaba el escritorio; entonces se adelantó para coger la llave de la habitación de Alfred Graham. Subió, puso la tarjeta de identidad sobre el tocador de Graham, donde éste creería que la camarera la había dejado al encontrarla en el suelo, y luego volvió al vestíbulo y le entregó la llave al portero diciendo que se había equivocado y que le diera la suya.

A las tres estaba de vuelta hacia Londres.

Desde que Raikes había vuelto de su entrevista con Benson y Mandel, y le dijo a Belle lo que le obligaban a hacer, la muchacha se sintió descompuesta y nerviosa. Pero su miedo no era por ella misma. En algún momento, desde que había conocido a Raikes y trabajado con él, casi había llegado a sentir una plácida resignación respecto a sí misma. La vida, se había dicho, jamás iba a entregarle nada servido en bandeja. Una vez que aquel asunto terminara, Raikes desaparecería de su vida para siempre. Bien, se acostumbraría, aprendería a vivir con aquella idea, pero nada alteraría el hecho de que era el único hombre que realmente había amado y que jamás amaría. Otros hombres se acostarían con ella, tomarían su cuerpo y le proporcionarían placer, pero jamás habría otro que ocupara realmente el lugar de Raikes en su corazón.

Encendió un cigarrillo pensando: «Pobre Belle, tienes veinte mil libras pero, hay que reconocerlo, provienen del asesinato de tu jefe… y tendrás más cuando esto otro termine… pero no habrá una maldita cosa que realmente te interese, que puedas comprar con ese dinero. Ni una sola cosa. Un día Andrew se apartará de tu vida y ni siquiera te enviará una tarjeta de Navidad».

Oyó una llave en la cerradura y Raikes entró con su maleta. Ella se puso de pie y se acercó a él exclamando:

—¡Andy!

Él dejó la maleta en el suelo, rodeó a Belle con sus brazos y la besó, y ella por primera vez durante su relación, en aquel momento en que se abandonaba hundiéndose en el consuelo de su proximidad, se preguntó qué había detrás de aquel beso… casi como si sintiera que en alguna fibra de su pasión, de aquel contacto de sus manos, pudiera aislar aquel extraño odio que sentía por ella.

Él la apartó, sonriente, la tez bronceada plegándose un poco alrededor de sus ojos azules, y dijo:

—He tenido suerte. Prepárame un buen trago mientras hago una llamada.

Ella se dirigió al bar, y a sus espaldas le oyó marcar, y luego decir:

—Soy Tony Applegate. Quiero una entrevista mañana. Llámeme aquí.

Ella se volvió cuando él colgaba.

Cogió sonriendo el vaso que ella le ofreció.

—He examinado tu camarote, el 4004. Es pequeño pero cómodo —bebió y continuó—. ¿Sabes?, si las causas fueran diferentes y esto hubiera surgido hace cinco o diez años, creo que realmente hubiera disfrutado haciéndolo. Sí, realmente creo que así hubiera sido.

Benson lo recibió, pero no en el Ritz. Se encontraron en el Hotel Savoy, en una «suite» que daba al río frente a una mesa ratona con una gran florero de gladiolos escarlatas y amarillos que ciertamente, puesto que eran los primeros días de marzo, no habían visto la luz en tierra inglesa. Benson, con un bien cortado traje de seda gris, una pequeña corbata de pajarita y una cadena de oro en su muñeca izquierda, le pareció a Raikes mucho más extraño de lo que jamás le había parecido. Y aquella vez porque estaba Mandel detrás de Benson, y un mundo de personas y poderes por encima de Mandel. Raikes, sin pensarlo, instintivamente, se sintió superior a aquel hombre; era él quien daba las órdenes y no el que las recibía, sin desanimarse, a pesar de que la sonrisa en los labios de Benson era irónica, hasta amistosa, indicándole que había advertido el cambio de actitud.

Raikes dijo:

—Hemos organizado el plan. Pero todavía sin detalles suficientes como para contárselo. Antes de seguir hacia delante hay ciertas cosas que debe saber.

—¿Cómo…?

—Sólo Miss Vickers y yo estaremos a bordo. Yo no necesito un camarote, pero ella sí. Quiero el camarote 4004 para ella o uno que esté lo más próximo posible a éste. Está en la cubierta Cuatro a proa y a babor.

—¿Bajo qué nombre?

—El suyo, Belle Vickers. Ella arreglará los trámites de inmigración y visados con las autoridades norteamericanas.

—Conseguiremos el camarote.

—Quiero que saquen el oro del barco tres o cuatro horas después que salga del Havre. Estará navegando más o menos a razón de 27 o 28 nudos. Será aproximadamente en algún punto al norte de las Islas del Canal. Después le daré las distancias exactas y el tiempo preciso. Pero ahora quiero saber si pueden suministrar un helicóptero francés. No me importa la velocidad que desarrolle, pero debe tener un alcance de alrededor de 250 millas. Tiene que tener un dispositivo que le permita quedar suspendido sobre el puente de proa, y dejar caer una red o un gancho de carga para levantar los cajones con las barras de oro.

—¿Mientras el barco desarrolla 28 nudos…, y quizá con viento fuerte?

—El barco va a reducir la marcha y se colocará a favor del viento.

Benson sonrió:

—¿Siguiendo sus instrucciones?

—No. Las del capitán.

—Me interesará saber cómo va a conseguir que el capitán se ponga de su parte.

—Lo sabrá a su tiempo. Necesito saber cuál es la máxima velocidad del viento a que un piloto avezado de helicóptero puede llevar a cabo la maniobra. Si el viento en la noche en cuestión es demasiado fuerte, la operación no se realiza.

—Y usted quedará a bordo sin camarote. Eso significa que piensa ser izado por el helicóptero.

—No se preocupe de eso por el momento. Estaré a cubierto. Sólo quiero saber si puede proporcionar un helicóptero, y hacer los preparativos necesarios para salir de Francia y volver con las barras de oro sin inconvenientes.

—No será demasiado difícil.

—Quiero que Berners esté en el helicóptero. No tiene que desempeñar ningún papel a bordo. Además tiene que haber un piloto y otro hombre para ayudar a Berners a levantar las redes cargadas al helicóptero. Cuando la operación termine, yo subiré al helicóptero. Quiero saber el peso exacto que el helicóptero puede soportar con cuatro hombres dentro. Eso determinará la cantidad de oro que saquemos del barco.

—Si es el tipo de embarque habitual, lo que podemos comprobar más tarde, el oro estará guardado en pequeñas cajas de fibra de madera, selladas con tiras de metal. Entran de dos a cuatro barras en cada caja. Una barra puede pesar entre 350 a 450 onzas. Generalmente 400 onzas. Eso significa 25 libras. Digamos, alrededor de 40 barras para lograr media tonelada. Me parece que con cuatro hombres, digamos con un peso de alrededor de 900 libras en conjunto, un helicóptero podría razonablemente levantar una tonelada de oro. Quizá más. Lo comprobaré. Pero 80 barras de oro de aproximadamente 14 000 dólares por lo menos la barra le da… —Benson echó hacia atrás la cabeza, cerró los ojos un momento para hacer el cálculo y Raikes lo observó, curiosamente desinteresado de los valores, pensando en las barras de 25 libras y recordando haber andado una milla llevando sobre sus hombros un salmón que pesaba 20 libras, sintiendo ahora la exacta sensación del peso… recordando la nevisca y el viento que azotaban su cara…— eso significa algo más de medio millón de libras. ¿Bonito, no? En realidad, puesto que lo vamos a vender muy por encima del precio oficial de 35 dólares por onza que fija el Tesoro de Estados Unidos, llegará a cerca de tres cuartos de millón.

—Por el momento estoy más interesado en otras cosas —interrumpió Raikes—. Cuando hayamos decidido lo del helicóptero, quiero hacer algunas pruebas con él. Quiero saber cuántas cajas de dos o tres barras pueden ser manejadas con facilidad por los dos hombres del helicóptero. Y luego quiero saber el tiempo que se necesita para levantar media tonelada, una tonelada o dos toneladas. Hay un ascensor a bordo, frente al Tesoro. Por lo que he visto creo que podría subir con facilidad media tonelada, pero con cuatro marineros, digamos, trabajando con una tonelada…, y tendrán que ser individuos fuertes que puedan subir con facilidad cajas de dos barras…, supondrá diez viajes de cada uno por tonelada. Le daré un plano de la distancia que tienen que recorrer y el tiempo en que pueden sacarlo. Por eso quiero que Berners esté en el helicóptero con anticipación. Hará los cálculos de tiempo y las comprobaciones. ¿Puede arreglar eso?

—Naturalmente, pero ya que es un negocio, una parte proporcional de los costos se deducirá de su participación.

—Otra cosa que necesito son derroteros separados para Berners y para mí, una vez que aterricemos en Francia con el oro. Berners le dirá dónde quiere ir, pero yo quiero volar a Inglaterra tres días después desde Niza o algún lugar así, y necesito que me ponga un sello de entrada de la Aduana en mi pasaporte para una semana más o menos antes de mi regreso.

—Hecho. ¿Cuándo puedo decirle a Mr. Mandel que tendremos su plan completo?

—Concentrémonos en el helicóptero primero. Cuando sepa que lo puede conseguir y lo que es capaz de transportar, entonces podremos ultimar los detalles. Una vez que el helicóptero esté sobre el barco lo importante es el tiempo. Me gustaría partir en un plazo de una hora. Dos horas es el límite absoluto. La gente se acostumbra muy pronto a vivir una emergencia. Comienzan a pensar, comienzan a no tener tanto miedo y después puede pasar cualquier cosa que no está en los planes.

Cuando Benson lo acompañó a la puerta de la «suite», le preguntó:

—¿Dígame, está ansioso por hacer esto? ¿Se agita algo dentro de usted?

—No. Lo hago porque estoy obligado a hacerlo. Si fuera mi propio amo, y la idea hubiera sido originalmente mía, podría disfrutar. Sí, esa es la verdad. Pero ahora no, Benson. Tener un amo hace que me duelan las entrañas.

Benson se encogió de hombros:

—Indíqueme alguien que no pertenezca a otra persona. Ese ser no existe.

Después de la entrevista con Benson, tomó el tren a Brighton y visitó a Berners. En la elegante sala de Berners pasaron tres horas analizando el plan, y trabajando como lo habían hecho antes con frecuencia, considerando el plan en general y luego proyectándose en él, viviéndolo y recorriéndolo paso a paso, cada uno poniendo objeciones, posibilidades de errores u oportunidades y sin dar el paso siguiente hasta haber resuelto o cubierto las objeciones. Si no podía encontrarse una solución por falta de información, consideraban las fuentes, o modos y medios de obtenerla. Por ejemplo, cuando Belle subiera a bordo como pasajera, Raikes la acompañaría con una tarjeta de visitante que ella conseguiría de las autoridades del barco. Pero una vez que se hubiese consumado el robo, y Raikes hubiera desaparecido en el helicóptero, se realizaría un control estricto para establecer quiénes habían subido a bordo. Podía comprobarse la lista de pasajeros y no faltaría nadie. De manera que lo tomarían por un polizón o un visitante que se había quedado a bordo. Si se conservaba la lista de tarjetas de visitantes, y las tarjetas se recogían cuando estos volvían a tierra, entonces la tarjeta correspondiente a Raikes, aunque con un nombre falso, no estaría. Esto, si las tarjetas de los visitantes se vinculaban con los pasajeros que las habían solicitado, conduciría hasta Belle, y eso había que evitarlo. Berners dijo que iba a averiguar cómo manejaban las autoridades de la Cunard la entrega de tarjetas, y si las recogían o no cuando los visitantes bajaban del barco. Cada detalle suponía un pequeño problema como éste, pero para Berners era miel sobre hojuelas. Observó tranquilamente:

—Con frecuencia, la manera más simple es la más rápida. Mañana llamaré a las oficinas de la Cunard en Londres y preguntaré cuál es el sistema. Alguna empleada me lo dirá y luego lo olvidará en seguida. La gente obra a veces del modo más inocente. Dan información lo mismo que una vaca da leche.

Raikes sabía que era verdad. Era fácil conseguir información. El verdadero problema era ajustarla a un plan que saliera bien. En el pasado esto había sido algo con lo cual había disfrutado, y más intensamente cuando pasaba del plan sobre papeles a la ejecución misma. De pronto se sintió irritado otra vez ante el pensamiento de que aquello no era algo que estuviera haciendo por propia elección.

Con el impulso del profundo resentimiento que sentía, dijo:

—Desearía con toda el alma que hubiera una manera de evitar esto. Alguna forma de abandonar el asunto por completo.

Berners lo miró sorprendido.

—Pero ¿por qué? Podemos hacerlo entre los dos. Piense en el dinero que obtendremos. Tome, mire… —Le tendió un ejemplar del «The Times» de aquel día.

Raikes lo cogió. En la página judicial había una fotografía de un juego de mesa de porcelana de 96 piezas que el día anterior había sido vendido en la tienda de Christie por 21 500 guineas:

—¿No le gustaría poder comprar algo así? Fui a la subasta. Es un juego precioso… magnífico en realidad, pintado en esmalte azul y barnices «famille-rose» decorado con flores, pájaros, ardillas y enredaderas. Esas son las cosas que pueden comprarse con mucho dinero. Cosas que la mayor parte de la gente nunca puede soñar poseer. Esas son las cosas que quiero… de manera que estoy dispuesto a correr el riesgo por ellas.

—Querrá decir que lo han obligado a correr el riesgo.

—Eso no tiene importancia… mientras signifique dinero.

Una semana después, Benson fue a visitar a Raikes a su apartamento. Había traído detalles del helicóptero.

—Hemos decidido que la mejor máquina para ese trabajo es una Bell 205A. Es un helicóptero norteamericano, pero se fabrica bajo patente en Italia y podemos conseguirlo. Aquí tiene una lista de datos sobre la máquina. —Entregó a Raikes una lista mecanografiada, que decía:

«Datos y rendimiento de la Bell 205A»

Helicóptero

Peso del equipo

libras

5000

Tripulación (una persona)

»

170

Carga

»

2780

Combustible

»

1460

Despegue

Peso total

»

9410

Distancia del recorrido en millas

320

Velocidad de crucero

m.p.h.

125

Longitud total

pies

57

Longitud de la hélice

»

48

Después que Raikes lo leyó, Benson dijo:

—Esas cifras sólo permiten un piloto. No obstante habrá tres hombres a bordo: Berners, el piloto y otro hombre para ayudarlo a cargar el oro. Y cuando parta, usted estará en el helicóptero. Esas son las tres personas extras, digamos, con un peso de 510 libras que deben restarse de la capacidad de carga, que quedará reducida a 2270 libras. Eso viene a ser el equivalente de bastante más de una tonelada de oro. Pero si no hace un vuelo de 320 millas, entonces podríamos ahorrar en combustible lo que significaría más carga de oro a bordo. En cualquier caso, en el momento en que lo recoja a usted se habrá utilizado algo de combustible.

—Necesitamos 320 millas. ¿Puede conseguir una máquina como esa sin problemas?

Benson sonrió:

—Para este trabajo podemos conseguir cualquier cosa… y cuando termine con él, no quedarán rastros.

—¿Y qué pasa con la grúa?

—Ya la he buscado. Podemos tener un equipo de grúa externa. Está situada en la parte superior al lado derecho del techo de la cabina. Puede ser maniobrado por el piloto o por un encargado de la grúa. Sale de la parte superior de la cabina y cuando la carga está arriba, la deposita dentro. El sable tiene 200 pies de longitud y levanta 600 libras a una velocidad de 100 pies por minuto. Si es necesario, pero es mejor que no suceda, hay un cortador de cable de emergencia que el piloto o el encargado de la grúa pueden hacer funcionar.

—Ha averiguado bastante.

—No hubiera venido a verlo si no fuera así.

—Seiscientas libras. En cuatro cargas podría tener bastante más de una tonelada. Tendrá que encontrar un buen sitio para ocultar esta máquina y también hacer algunas pruebas de carga para que Berners calcule el tiempo.

—Así se hará. Pero antes Mr. Mandel tiene que estar enterado del plan de principio a fin. ¿Cuánto tardará?

—Una semana más o menos. Se lo haré saber.

Benson se puso de pie:

—¿Quiere guardar estos datos?

Raikes negó con un gesto:

—No. Los he registrado en la cabeza. —Abrió el encendedor, acercó la llama a un extremo de la hoja y se dirigió con el papel hasta la chimenea, dejándolo caer y observándolo quemarse sobre las baldosas delante del fuego eléctrico. Cuando se convirtieron en cenizas, se volvió diciendo:

—¿Qué clase de tipos son el piloto y ese hombre extra?

—Son de confianza. Han trabajado para nosotros durante mucho tiempo. No sabrán su nombre ni el de Berners. Pero aunque lo supieran, seguirían siendo de confianza. En nuestro mundo nadie puede violar el código y salir bien parado. De manera que nadie viola el código. Debería suceder algo parecido en la vida común.

Cuando Benson se fue, Belle todavía no había vuelto; él se preparó un trago y se sentó junto a la ventana, abriendo por primera vez el diario. Casi la primera cosa que vio fue un titular:

MAYO 2 PRIMER VIAJE DEL QUEEN ELIZABETH II

Sir Basil Smallpiece, presidente de la Cunard, anunció ayer en Nueva York que el trasatlántico «Queen Elizabeth II» hará su viaje inicial desde Southampton a Nueva York el 2 de mayo, pocos días después que terminen las pruebas de sus turbinas modificadas en la segunda mitad del mes de abril.

La firma Cunard tiene proyectado que cruce el Atlántico veintinueve veces desde mayo a noviembre, además de cuatro cruceros por el Caribe desde Nueva York.

Cunard someterá el QEII a un viaje de prueba final por las islas de Cabo Verde a principios de abril antes de entregarlo definitivamente. Cuando vuelva al mar no habrá motivo alguno de inquietud.

Bebió un trago. No lo sabían, pero habría motivos de inquietud; Berners llegaría en el Bell 205A.

El barco cumpliría ampliamente las promesas hechas a sus pasajeros en perspectiva, en cuanto a su funcionamiento. Sería el más soberbio ejemplo de la capacidad y artesanía de los astilleros que el mundo hubiera conocido jamás.

Bien, mientras el barco cumpliese la promesa que Andrew se estaba haciendo a sí mismo como pasajero en perspectiva, aunque sin pasaje, estaría contento. Deseaba que todo hubiera terminado. Estaban en marzo. Faltaban dos meses. Iba a ser una espera larga. Aunque normalmente era un hombre paciente, sabía que iban a ser dos meses inacabables y difíciles para él.

La puerta se abrió y entró Belle, con los brazos cargados de paquetes. Los dejó caer en un sillón y dijo:

—¡Andy, de pronto he comprendido que soy una mujer rica! ¡Veinticinco mil libras de Sarling! Cuando me enteré, no me di cuenta de lo significaba. Luego de pronto, mientras estaba en la calle lo comprendí, de manera que fui a hacer compras. Y ¿sabes?, me pasó una cosa rara… Estando en el mostrador de perfumes en Harrods, de repente, tuve aquella antigua sensación de que necesitaba robar algo. Tenía la mano en un frasco de perfume de baño… y casi lo escondo, en la cartera. ¿No te parece extraño, después de estos años?

Raikes se enfureció:

—No sólo es extraño sino endiabladamente peligroso. Haces una cosa como esa, te atrapan y puede llevarnos a la ruina.

—¡Pero no lo hice!

—¡Ni siquiera puedes pensar en hacerlo! ¿Lo oyes? —Le apretó el brazo con furia.

—¡Oh, Andy! ¡No te enfades! Por supuesto que no lo haré. Te lo prometo. —Lo besó y luego se volvió hacia el bar—. Dios, necesito un trago, estoy exhausta.

Él la observó mientras ella le daba la espalda, observó sus movimientos y pensó: Dos meses… Dos meses antes de que pudiera librarse de ella, librarse del asunto…

Se dirigió hasta donde estaba Belle, le acarició las nalgas y le besó la nuca. Durante dos meses más tenía que desempeñar su papel.

—Lo lamento —le dijo—. No fue mi intención perder el control. Pero sabes lo importante que es esto. —Hizo que se volviera y la besó, en seguida sintió la respuesta a su bondad y afecto, y se puso a pensar para sus adentros: estoy besándola con la misma facilidad con que podía estar matándola.