ANTES DE BAÑARSE Belle había lavado alguna ropa interior, bragas y medias, y la había tendido en un cordón de nylon que había en el baño. Ya bañada se puso talco, y el camisón. Desde su dormitorio llegaba el sonido de la radio que mantenía encendida de noche para que le hiciera compañía cuando estaba sola. Sacó la bata de detrás de la puerta y entró en el dormitorio, tirando la bata a los pies de la cama. Cruzaba la habitación para apagar la luz principal, cuando se abrió la puerta.
Se abrió con un movimiento suave y regular, pero no obstante Belle dio un salto asustada, el corazón le latía con violencia y lanzó un pequeño grito.
La mujer que estaba junto a la puerta dijo con suavidad:
—Lo lamento. No quería asustarla.
Belle no respondió, pero permaneció de pie allí, luchando por recuperar el aliento.
La mujer continuó:
—No se preocupe. Nadie va a hacerle daño. Póngase la bata y salgamos de la habitación.
—¿Quién es? ¿Qué está haciendo aquí? ¿Cómo entró?
La mujer sonrió.
—¡Cuántas preguntas! Pero ya tendrá las respuestas. Póngase algo encima y venga.
Con los ojos fijos en la mujer, Belle recogió la bata. Debí haber gritado, pensó. ¿Por qué no grité? Alguien me habría oído… La mujer la observaba con una sonrisa agradable en la cara. Era baja, muy delgada, vestía un traje a cuadros blanco y negro y llevaba gafas con una montura que subía en las puntas como pequeñas orejas; una mujer pequeña, morena, agradable, de unos treinta y tantos años. La mujer dijo:
—Iba a tocar el timbre, pero él me explicó que usted podría no contestar. De manera que entramos, lamento haberla asustado. Yo en su lugar hubiera gritado. Me llamo Ethel Saunders. Y él es Benson. John Benson.
Se adelantó como si hubieran sido amigas desde hacía años, cogió el cinturón de la bata y lo ató alrededor de la cintura de Belle y luego le puso una mano en el hombro y la empujó con suavidad hacia la sala.
Había un hombre de pie mirando el cuadro de los caballos. Se volvió y sonrió a Belle, haciendo un gesto con la cabeza indicando el cuadro:
—Cierta vez vi un rodeo. Es un cuadro bastante malo. Espero que nos perdone por entrar sin anunciarnos, Miss Vickers.
Algo recuperada, Belle respondió:
—En realidad, esta no es manera de comportarse. De cualquier modo, ¿qué quieren?
—Hacerle algunas preguntas —respondió Ethel Saunders—. Trataremos de ser justos y contestar algunas de las suyas, y luego usted responderá a las nuestras. Pero será más fácil si nos sentamos. —Estiró la mano, invitando a Belle a sentarse.
El hombre dijo:
—Soy Benson y ésta es Miss Saunders, mi secretaria por el momento. No desearíamos decir nada más respecto a nosotros. Abrimos la puerta con esto. —Sacó un puñado de llaves. Belle vislumbró un puño blanco inmaculado, un gemelo de oro y una sonrisa que apenas ensombrecía la oscura piel de su cara. Era un hombre alto, limpio, parsimonioso, seguro de sí mismo… parecía extranjero… quizá, pensó Belle, demasiada brillantina en su pelo rubio oscuro. Oh, Dios, ¿qué tenía que ver aquello con lo que sucedía en aquel momento? ¿Qué hacían esos dos allí? De pronto, el impacto que le habían producido, el miedo ante la aparición de la mujer se desvaneció, pero otro miedo ocupó su lugar. Oh, Cristo, ¿qué ocurría?
Quizá el hombre leyera su pensamiento porque indicó a Miss Saunders:
—Sírvale un «brandy». Es bueno para los nervios.
—No, gracias —dijo Belle. Si bebía algo en aquel momento se descompondría.
—Como quiera. Hablemos, entonces.
Estúpidamente, Belle preguntó:
—No van a robar nada, ¿verdad? Quiero decir que aquí no hay nada que pueda interesarles.
Ambos rieron.
—Hemos venido únicamente a hacerle algunas preguntas —respondió Benson—. Preguntas ordinarias, simples. ¿Usted es Belle Vickers?
—Sí, pero…
—No, no… ya le llegará el turno. Miss Belle Vickers. Pero en la puerta hay una tarjeta que dice «Mr. y Mrs. Vickers».
—¿Y qué importa? —Aunque su miedo no disminuía, comenzaba a recuperar el coraje. Por lo menos no iban a robar nada ni a mostrarse violentos.
—De manera que comprendemos perfectamente. Mr. y Mrs. Vickers, pero no a los ojos de la ley. Después de todo, ¿a quién le importa? ¿Dónde está Mr. Vickers?
—Fuera.
—¿Dónde?
—No lo sé. Viajando. Eso es lo que hace… viaja. Para una firma, quiero decir.
—Comprendo. —Benson asintió con la cabeza. Luego se volvió a Miss Saunders—. Ethel, eche un vistazo. Registre todo. Comience con el dormitorio de Mr. Vickers.
Belle protestó:
—Eso no me gusta.
—No se preocupe —respondió Miss Saunders—. No voy a llevarme nada. Y no desordenaré nada. —Se dirigió a la puerta del dormitorio.
Benson preguntó a Belle:
—¿Cuántos años tiene Mr. Vickers?
Ahora Belle no dudaba de que el verdadero interés de aquella gente se dirigía a Raikes y tampoco tenía dudas en cuanto a la manera de manejar el asunto.
—Alrededor de cincuenta años.
—¿Cómo es? Quiero decir, ¿qué aspecto tiene?
—Vaya… no lo sé. Supongo que es un poco bajo y gordo, y que comienza a ponerse calvo. Mire ¿por qué no me dice qué significa esto?
—¿Por qué no me dice la razón por la cual, sin saber de qué se trata, piensa que es necesario mentir respecto a Mr. Vickers? Lo he visto, lo conozco. No es bajo, ni gordo, ni se está poniendo calvo. Sin embargo, no nos preocupemos por ese detalle. ¿Usted fue secretaria de Mr. Sarling?
—Sí. ¿Y qué hay con eso?
—¿Sabía él que usted vivía aquí con Mr. Vickers?
—Yo trabajaba para Sarling. Él no tenía interés en mi vida privada.
—Eso parece razonable. ¿Se impresionó mucho cuando él murió?
Belle apretó los labios. Contrólate, Belle, contrólate, se dijo:
—Naturalmente. Y en verdad insisto en que ambos abandonen mi casa en seguida, de lo contrario llamaré al portero… o a la policía.
Benson se encogió de hombros:
—Bien. No nos vamos a ir todavía, de manera que haga lo que quiera. Personalmente sugeriría la policía. —Hizo un gesto con la cabeza hacia el teléfono.
Belle permaneció sentada. ¿Por qué habría dicho eso? ¡Era una tontería! No quería que viniera ni el portero ni la policía.
Benson sonrió:
—Le doy la oportunidad y no quiere aprovecharla. Me pregunto por qué. Cuidado, tengo mi propia teoría, pero aún no hablaremos de eso. Dígame, ¿quién guarda la llave de la caja fuerte detrás del cuadro?
—Mr. Vickers, y se la llevó con él.
—Hombre sensato. Ahora dígame y deseo que lo haga sin vacilación, cuál es el nombre de Mr. Vickers.
—Bob. Robert.
—Gracias. Bob, diminutivo de Robert. Ahora, puesto que ya no está interesada en llamar a la policía ni al portero, trate de responder a unas cuantas preguntas más con la misma, digamos, buena voluntad. ¿De acuerdo?
Belle se puso de pie:
—Creo que tomaré ese «brandy» —se dirigió al bar y comenzó a servírselo.
—No se moleste en servirme una copa. No bebo y no fumo. Lo mismo que Sarling. ¿Se ha acostado con él con frecuencia?
—Sí, en el pasado.
—¿Le ha dejado dinero?
—Veinte mil libras.
—Me alegro por usted. ¿Vino aquí alguna vez?
—No.
Belle volvió a la silla con el «brandy». Cuando se sentó pudo oír a Miss Saunders que estaba en su dormitorio.
—Pero sabía que usted tenía este apartamento.
—Sí.
—¿Sabía que había un Mr. Vickers?
—Si estaba enterado nunca me lo comentó.
—¿Y no conoció a Mr. Vickers?
—No, que yo sepa.
—¿Usted es una muchacha leal?
—No. Ahora que sé que no va a robar ni a golpearme, estoy deseando contestar sus preguntas y librarme de usted.
—Se ha recuperado pronto. Dígame, su apellido es Vickers. Pero es inconcebible que el de él también sea Vickers. ¿Cuál es el apellido de él?
Belle lo miró por encima de su copa:
—Usted dijo que lo conoce. ¿Qué nombre le dio?
Benson sonrió:
—El nombre que me dio fue Tony Applegate… pero por supuesto sabía que no era su verdadero nombre. ¿Cuál es?
—¿Por qué quiere tantas cosas? ¿Por qué está tan interesado?
—Tardaría demasiado tiempo en contárselo. Pero así como no queremos hacerle a usted ningún daño, tampoco se lo deseamos a él. Lo que queremos es encontrarlo otra vez y hablar de un negocio. Dígame ahora, ¿cómo se llama y dónde podemos encontrarlo cuando no está aquí?
—No le diré nada. Y no trate de obligarme porque gritaré.
—De acuerdo, no la obligaré a hablar. En realidad apruebo su lealtad. Sin embargo espero que haga algo por mí.
—¿Qué?
—Cuando vuelva Vickers, o si sabe cómo ponerse en contacto con él, dígale que vine y que deseo ponerme en contacto con él. Dígale que vino John Benson, que quiere saber algo de Tony Applegate. Con eso basta. Sabrá cómo encontrarme.
—Tendrá que esperar. Se ha ido al extranjero seis meses.
Benson meneó la cabeza sonriendo:
—No, eso no sirve de nada.
Ethel Saunders volvió a la habitación. Belle vio en seguida que traía el folleto de la Cunard que ella había reconstruido.
Ignorando a Belle, Miss Saunders entregó el folleto a Benson:
—No hay nada más que esto. Dentro hay una página con notas.
Benson abrió el folleto, pasó las páginas, llegó a las notas y comenzó a leerlas.
Belle lo observaba. Algo había salido mal. Algo había salido muy mal. De eso estaba segura. Aunque aquellas dos personas ya no la asustaban, sabía que podían hacerlo y lo harían si se les daba la oportunidad. Pero en el fondo de sí misma estaba su propio miedo que la aconsejaba no perder la cabeza, no decir nada que Andy no hubiera querido que dijera. Pero ¿cómo podría adivinar o imaginar lo que debía o no debía decir? Vio a Benson frotarse el mentón con la mano izquierda, una mano grande, moderna, cuidada por la manicura, con un anillo de oro liso. De pronto miró por encima del folleto y le sonrió.
—¿Ha leído esto? —Su mano señaló el folleto y las notas.
—En realidad, no.
—¿Quién lo rompió?
—No lo sé.
—¿Quién lo reconstruyó?
—Yo.
—¿Por qué?
—Porque sí.
—¿Sólo porque sí?
—Sí.
—¿Realmente no es importante para usted?
—No.
Se puso de pie y se dirigió lentamente a la puerta:
—En ese caso me lo llevo.
—Puede hacer lo que quiera. No me interesa.
Ethel Saunders sonrió:
—Pero lo guarda junto a su cama.
—Lamentamos haberla molestado —dijo Benson—. Le ruego que nos perdone. Y no se olvide de darle a Mr. Vickers el mensaje. Dígale que nos hemos llevado el folleto. Le gustará saberlo.
Se fueron, y ella se quedó en la silla y así permaneció sabiendo que todo lo había hecho mal, que no cabía duda de que algo había salido mal. Maldito folleto. ¿Para qué lo guardaría?
De pronto se puso de pie y cogió el teléfono. Llamó al número de Raikes en Devon. Al otro extremo el teléfono sonaba, llamando pesadamente como el ruido que hace un animal en el extremo de un túnel oscuro. Lo dejó sonar durante media hora y no respondieron.
Aquella mañana Raikes había llevado algunos envases más a los páramos y los hizo estallar. Se había ido antes de que llegara el correo. A su regreso, precisamente antes de almorzar, se encontró con su correspondencia. En ella había una carta de Mary Warburton. Decía:
Querido Andy:
No te disgustes si te digo esto muy brevemente, y limitándome estrictamente a los hechos. En los últimos días, desde que te hablé del informe del ginecólogo, he tomado una decisión. Sé que tu lealtad y afecto por mí te harán negar en el fondo de tu corazón la decisión que realmente querrías tomar… y que algún día tomarías… Para ayudarte lo hago yo por ti. Cuando leas esta carta estaré en viaje hacia Chipre, a la casa de unos amigos. He dicho la verdad a mis padres y están totalmente de acuerdo con lo que hago. No sienten más que cariño y comprensión hacia nosotros dos. Te libero de nuestro compromiso, todavía no oficial. No importa lo que puedas sentir al leer esta carta… Insisto en lo que te digo.
Cariños,
Mary
Durante unos minutos se quedó sentado donde estaba, releyendo la carta. Luego se puso de pie, se preparó un trago y permaneció mirando por la ventana, sintiendo que lentamente iba invadiéndole una sensación de alivio. La lógica de sus verdaderos deseos había sido ineludible. Lo que decía Mary era verdad. Hubiera luchado durante un tiempo contra el deseo de apartarse de ella, pero al fin lo hubiera hecho. Ella había tomado la iniciativa por él, con la exquisita caridad de una mujer que lo amaba y lo comprendía. Para vivir la vida que deseaba y que estaba determinado a llevar, había asesinado a Sarling, había planeado la forma de deshacerse de Belle y, eventualmente, también se hubiera deshecho de Mary. Encaraba la verdad sobre sí mismo con toda franqueza y la aceptaba. Pero en el caso de Sarling —y lo mismo sucedería con Belle cuando llegara el momento— no estaba en juego su sensibilidad. En cambio la ruptura con Mary lo había perturbado. Sabía que la mayor parte de su perturbación consistía en una forma de compasión hacia sí mismo y eso para él era una emoción poco usual, ¡Mary era tan apropiada para él, para Alverton, para la vida que había planeado! Ahora tenía que encontrar alguna otra.
Salió a buscar su auto. Era el día en que Mrs. Hamilton hacía las compras en Barnstaple y le había dejado un poco de comida fría para almorzar. Fue a Exeter y decidió entrar en un cinematógrafo. Volvió alrededor de las siete; tomó un par de tragos, comió, y luego, incapaz de permanecer en la casa, salió a pasear. Como volvía tarde entró en Alverton Manor con su llave y vagó por la casa. Otra mujer y no Mary, sería ahora la señora del lugar. Se sentó en el repecho de la ventana de su antiguo dormitorio… que ahora estaban empapelando, el papel que había elegido se parecía bastante al que recordaba de treinta años atrás. Junto al sitio donde estaba sentado encontró una hoja del «Daily Mail» arrugada, en la que algún obrero había traído sus «sandwiches», y un titular atrajo su mirada. Había una reseña sobre las dificultades con una turbina que había bloqueado el nuevo barco de la línea Cunard, el «Queen Elizabeth II». Colérico, cogió el diario y estrujó la hoja. Casi era como si Sarling de pronto hubiera entrado en la habitación.
Volvió a su casa tarde, haciendo ruido con los pies sobre la carretera helada. La nieve colgaba como un plumaje gris de las ramas desnudas de los sauces y las hayas. Desde las plantaciones de pinos del otro lado del río llegó el agudo aullido de un perro.
Entró en el vestíbulo y oyó el teléfono en la sala. Cuando llegó, había dejado de sonar.
De pie junto al teléfono, comprendió de pronto que lo que menos deseaba hacer durante los próximos días, era estar allí, en Devon, cerca de Alverton Manor, cerca de todo lo que le recordaba a Mary. Subió, colocó su ropa en la maleta y se dirigió en el auto hasta Tauton.
Tomó el tren de las 2,30, sin importarle que fuera un tren lento y llegó a Paddington a las 7. Al chofer del taxi le dio el nombre de su «club», pero a mitad de camino cambió de idea y le pidió que fuera a Mount Street. Sabía exactamente por qué había cambiado de idea. No tenía sentido sentir lástima de sí mismo respecto a Mary. Tarde o temprano encontraría otra Mary. Pero el problema de Belle persistía, y el mejor antídoto a su actual desengaño era trabajar y planear. Antes de que Berners y él pudieran disponer de Belle, ésta tendría que haber dejado el apartamento y haber eliminado todo rastro de Mr. y Mrs. Vickers. Su primer paso era convencerla para que alquilara otro apartamento donde le prometería reunirse con ella —aunque nunca lo haría— y desde donde un día, no muy lejano, Belle caminaría hacia su muerte.
Entró con su llave, puso la maleta en su dormitorio y cruzando el baño lleno de medias y bragas colgadas, se dirigió al dormitorio de ella. Belle se despertó cuando Andrew entró, y se quedó mirándolo como si formara parte de un sueño que se desvanecía. Entonces, cuando él se sentó en el borde de la cama, le arrojó los brazos al cuello, hundió su cara en el hombro de Andrew y comenzó a llorar. Raikes advirtió en seguida que algo había pasado. Después de un momento, Belle se calmó y comenzó a relatar la visita de Benson.
Envuelta en su bata, estaba sentada frente a Raikes como lo había estado durante la visita de Benson. Sus manos sostenían una taza de café que él había preparado, y superadas las incoherencias de la muchacha, él comenzaba a pensar con claridad y a sacar conclusiones. Mary había desaparecido, arrinconada en los confines de su mente. Sólo existía esto. Benson había estado en aquella habitación, Benson, como Sarling y como Belle, tenía que ser liquidado. Quizá, pensó, era una ironía de los dioses. Conseguiría lo que quería, pero los dioses no permitirían que lo lograra con facilidad. Quizá en algún momento en aquellos años debería haber reconocido el poder de esos dioses, y derramado una libación en su honor para agradecerles su suerte y su éxito. Tal vez en aquellos años él y Berners, sin saberlo, habían estado tentando al destino y se habían vuelto demasiado arrogantes de sus poderes… Dios, ahora estaba pensando como solía pensar su madre. Para ella la mala suerte había sido una cosa tan real como la lluvia. Jamás había que poner dentro de casa espinos en flor. Jamás había que poner un par de zapatos sobre la mesa. Jamás había que pasar debajo de una escalera. Había que tocar madera. Arrojar sal sobre el hombro izquierdo. Bueno, reconocía que en todo lo que él y Berners habían hecho había influido la suerte. Pero ahora estaba esto… y la claridad de pensamiento tenía que preceder a la suerte.
—No tienes por qué alarmarte —dijo Raikes—. El asunto tiene una explicación muy simple.
—Oh, Andy… traté de no decir nada… tú sabes, de no decir lo que no debía.
—Sí. Sí, lo sé. Pero déjame explicarte. Lo que el hombre quería era ponerse en contacto conmigo. He estado en comunicación con él sobre una entrega de oro en barras. Teníamos que ponernos de acuerdo en cuanto a la fecha, el lugar de entrega, precio y todo lo demás y tenía que volver a ponerme en contacto con él dentro de algunas semanas. No lo hice porque esas barras de oro no iban a ser robadas jamás. Ahora quiere saber por qué. Por qué no me he comunicado con él. Por qué no va a obtener un pingüe beneficio de un robo que planeé. No es más que un hombre de negocios, que no quiere perder un buen negocio.
—¿Realmente crees que es eso?
—¿Y qué otra cosa podría ser?
—¡Pero saben lo de Sarling!
—Sarling hizo el contacto para mí… pero no hizo más que eso, jamás hubiera dicho de dónde procedía el oro. Maldito sea, sólo me lo dijo en el último momento. Si se lo hubiera dicho a alguien más, o si hubiera comentado con alguien que iba a obligarnos a Berners y a mí a robarlo, ¿no crees que lo hubiera mencionado en el auto aquella noche? Eso lo habría salvado. No lo hubiera asesinado si alguien más lo hubiera sabido. No, es más probable que Benson haya leído algo sobre la muerte de Sarling, supiera que estaba conectado conmigo, esperase que me presentara y cuando no lo hice, vino a saber cuál era el motivo. De manera que ahora la diré que el asunto ha terminado y es el final de todo.
—Oh, Andy. Así lo espero…
Se puso de pie, apartándose de ella para mirar por la ventana. Envuelta en su bata, con el pelo suelto, frotándose uno contra otro los pies desnudos, la cara manchada por el llanto y la emoción, Belle carecía de todo encanto. Y cada vez que decía «Oh, Andy», una amarga irritación lo embargaba. En la oscuridad, cuando la poseía y le hacía el amor, ella no tenía personalidad… sólo era una mujer… todas son iguales en la oscuridad, como dijo Benjamín Franklin. Pero a la luz del día había momentos en que el deseo de que no estuviera allí, de que hubiera muerto, casi se convertía en un dolor físico. Pero hasta que aquello sucediera tenía que ser para ella lo que ella quería.
Volviéndose hacia Belle, sonrió, se acercó y le puso una mano en la cálida piel de su delgado cuello, bajo el pelo castaño.
—No hay de qué preocuparse. —Se acercó y la miró de frente—. Pero dime, ¿por qué conservaste ese folleto y lo reconstruiste?
—Por favor, Andy… ¿estás enfadado por eso?
Andrew sintió que los músculos de sus mandíbulas se endurecían pero sonrió, estiró la mano y le tocó la rodilla tranquilizándola.
—No, pero tengo curiosidad por saber por qué lo hiciste. ¿Lo leíste?
—Le eché un vistazo.
—¿Sabías lo que Sarling quería que hiciera? ¿Asaltar el «Queen Elizabeth II»?
—Sí.
—Entonces, ¿por qué no te deshiciste de él?
Ella vaciló durante un momento y luego preguntó:
—Supongo… ¿De veras quieres saberlo?
Por supuesto que quería saber. ¿Para qué demonios creía ella que se lo estaba preguntando?
—Desde luego que sí.
—¿Quiero decir, la verdadera razón?
—Sí. La verdadera razón.
—Bueno. Pensé que podías estar enfadado por ese asunto y haberlo roto y tirado sólo porque era Sarling quien te lo había proporcionado. Pero suprimido él, pensé que podrías comenzar a pensar en eso… Oh, ya sé que es algo tonto, pero quería que lo hicieras porque de ese modo podría ayudar y estaríamos juntos más tiempo… No quería perderte. Quiero tenerte conmigo el mayor tiempo posible. Esa es la verdad…
—¡Belle! —Le cogió la mano y la retuvo, sabiendo que lo que ella necesitaba era una palabra y el contacto. Se puso de pie, se inclinó y la besó diciendo:
—Es mejor que te vistas.
Cuando Belle se dirigió al dormitorio, Raikes cogió el teléfono y marcó un número. Llamó durante un tiempo antes de que respondieran.
Se oyó la voz de un hombre:
—¿Sí…?
—Tony ha vuelto y quiere una cita —dijo Raikes.
—¿Qué Tony?
—El de Applegate.
—Lo llamaré durante la mañana.
Se cortó la comunicación.
Raikes volvió a su silla, se sentó y cogió un ejemplar de «The Times» que había comprado en Paddington Station. Lo abrió, le echó una ojeada y de pronto sus ojos se encontraron con un titular. «QEII estará listo para navegar en marzo. De nuestro corresponsal escocés. Glasgow, febrero 5.»
Con la mayor tranquilidad, la mente casi adelantándose a la próxima entrevista con Applegate, planeándola, sabiendo con exactitud cómo lo abordaría, leyó el informe:
El problema de la turbina que provocó la cancelación de la entrega del «Queen Elizabeth II» el primero de año, ha sido solucionado por los ingenieros de Clydebank y esperan tener el barco, listo para navegar el mes entrante.
Mr. Graham Strachan, director gerente de John Brown Engineering (Clydebank) Ltd. dijo hoy, en una conferencia de prensa en Glasgow, que esperaba que los rotores de las turbinas sean colocados nuevamente en el barco que está en Southampton, para el 7 de marzo. La instalación y preparativos para las nuevas pruebas en el mar pueden terminarse en las próximas dos semanas.
Informó que había un fallo en el diseño hecho por Pametrada, la organización designada para centralizar la investigación y diseño de las turbinas que fue disuelta hace poco más de un año.
Pametrada ha estado produciendo diseños de turbinas standard de aproximadamente 35 000 h. p. cuando el QEII necesita 55 000 h. p. La turbina, tal como fue construida, puede hacer frente a las exigencias, pero había fallos externos en el arreglo de las tuberías de vapor y los acoplamientos que causaban vibración. Seis hileras de paletas en los rotores de la turbina han sido afectados y algunas paletas se han roto.
Mr. Strachan dijo que las paletas en los puntos de fuerza serían reemplazadas por otras un décimo de pulgada más gruesas, y se estaban arreglando las tuberías de vapor y realineando los acoplamientos.
Pametrada ha sido un excelente diseñador de turbinas con más de cuatrocientos éxitos en la provisión de maquinaria marina. El fallo del proyecto podía ocurrirle a otras firmas y por muchas precauciones que se tomaran podría volver a suceder.
Mr. Strachan dijo que esperaba que el barco se sometiera a pruebas en el mar durante nueve o diez días, aunque esto era un asunto de Upper Clyde Shipbuilders. Dijo que los ingenieros querían abrir las turbinas e inspeccionar las paletas después de las pruebas.
Un empleado de Upper Shipbuilders dijo anoche que hasta que los expertos no hubieran completado sus inspecciones, no podían dar la fecha para las pruebas o la entrega del barco.
Cunard, que había cancelado las fechas de navegación y cruceros del trasatlántico, comentó que no harían ninguna declaración hasta haber recibido un informe completo de Upper Clyde Shipbuilders.
Dos horas después sonó el teléfono.
La voz de un hombre dijo:
—Benson. Habitación 97. El Ritz. Mañana a las diez de la mañana.
Era la misma habitación. Pero ahora las flores, en lugar de ser crisantemos, eran fresas, con sus rojos púrpuras, blancos y amarillos que le recordaban los tocados de flores que llevaban las hadas en algunos libros de cuentos infantiles.
Benson estaba solo. Un hombre alto, de pelo rubio oscuro, tranquilo, amistoso, moviéndose con la gracia inconsciente de algunos hombres grandes y estableciendo en seguida una conversación fácil, como si, aparte de los negocios, se conocieran bien. Le comentó:
—Su Belle Vickers le es muy leal… aunque no creo que sea su tipo de mujer.
Decidiendo abrirse camino sin mostrar aristas para que su encuentro no terminara ásperamente, Raikes repuso:
—No se puede tener todo en una mujer. Pero ¿por qué no me llamó por teléfono? Asustó a Belle, entrando en el apartamento de esa manera.
—Sí, pensé hacerlo. Pero luego decidí que hay veces que una inesperada visita personal puede ser muy compensatoria.
—¿Y resultó así?
—Creo que sí… desde el punto de vista de la personalidad. La personalidad de ella, no de la de usted. No estaba preparada para enfrentar la situación y aun así lo hizo muy bien. Si hubiera estado aleccionada, se hubiera mostrado inquebrantable.
—No tenía necesidad de aleccionarla. De cualquier manera no estamos aquí para hablar de ella. Supongo que su verdadero interés es el negocio.
—Naturalmente. Vino a verme con una proposición y luego no supe nada más. Sería un mal hombre de negocios si no lo hubiera seguido. Después de todo, usted podría haber recurrido a un rival, pensando que obtendría mejores condiciones. O podría haber chocado con impedimentos que creía no poder superar, sin saber que por nuestra parte, siempre hemos estado dispuestos a ayudar. ¿Sucedió algo así?
—No. He decidido abandonar ese tipo de negocios particulares para siempre.
—Una lástima. ¿Puedo preguntarle la causa?
—El riesgo es demasiado grande. Un hombre debe saber cuáles son sus limitaciones y atenerse a ellas. Si está desesperado… bien, eso es otro asunto.
—¿Se refiere a este riesgo en particular? —Benson estiró la mano hacia el escritorio que tenía detrás, y dejó caer el folleto de la Cunard sobre la mesa frente a Raikes.
—Sí.
—¿Demasiado grande para usted? Sin embargo llegó hasta el punto de ponerse en contacto con nosotros. Debió haber pensado en los riesgos antes de hacerlo. ¿Fue un cambio de idea repentino?
Raikes sonrió:
—No tengo repentinos cambios de idea. Me retraso el tiempo necesario para tomar una decisión. Y la tomé. Este no es el tipo de trabajo que me conviene.
Desde detrás de Raikes intervino la voz de un hombre:
—Por el contrario. Creo que es precisamente el tipo de trabajo que le conviene.
Mientras Raikes se volvía, Benson se puso de pie diciendo:
—Este es …digamos… el presidente de nuestra compañía, Mr. Mandel.
De pie en la puerta apareció un hombre alto, de pelo canoso, con una gran nariz en forma de pico, los hombros un poco encorvados, los brazos caídos a los lados del cuerpo. El conjunto le recordó de pronto a Raikes la estampa inmóvil aunque intensamente alerta de un halcón encaramado en un pino, con los ojos ocultos a la luz del día pero sin perder la menor vibración que se produjera debajo.
Un poco molesto por la repentina aparición en escena de aquel otro personaje, y por el momento que elegía para hacerlo, Raikes respondió:
—Estoy en desacuerdo con usted. Los riesgos que tomo o dejo de tomar los juzgo yo mismo.
Mandel se adelantó, y haciendo una señal con la cabeza a Benson, dijo:
—Por favor…
Benson cruzó la habitación y desapareció hacia un dormitorio contiguo. Mandel se sentó en un sillón al otro lado de la mesa donde estaba Raikes, y con una mano apartó el florero con fresas, de manera que los dos hombres pudieran verse bien. Su mano derecha pasó del florero al folleto de la Cunard y lo acercó.
—En circunstancias normales —dijo— jamás hubiera discutido su última frase. Pero estas no son circunstancias normales, como lo explicaré muy pronto. Sin embargo vayamos al meollo del asunto antes de preocuparnos de todos los «porqué» y «por lo tanto». —Sus palabras no tenían ni el más leve matiz humano o personal, no eran más que instrumentos para aclarar con precisión su significado—. Va a realizar el trabajo.
—No lo haré.
—Lo hará, por dos razones. Porque es capaz de hacerlo y porque voy a obligarlo.
Raikes estuvo tentado de ponerse de pie y abandonar la habitación. Tratándose de muchos otros hombres podía haberlo hecho, sabiendo que fanfarroneaban, pero tuvo la sensación de que aquel hombre hacía tiempo que había dejado de fanfarronear para salirse con la suya. Lo que decía que tenía intención de hacer y lo que tenía intención de hacer estaba respaldado por razones. Por un momento, lo invadió una ola de preocupación …Sarling, Belle, Mary y Alverton… todo luchaba contra él. Controlándose para sujetar el impulso de irse, encendió un cigarrillo, se reclinó en la silla y se dijo: «Bueno, todavía no eres libre. ¿Y qué hay con eso? Sabes lo que quieres, sabes lo que vas a lograr… lucha un poco más de tiempo para conseguirlo, no permitas que nadie te impaciente. Piensa. Mantén ese lema colgado en la pared de tu mente». Dijo con calma:
—Muy bien, Mr. Mandel. Ha hecho una declaración muy categórica. Ahora, respáldela.
Mandel levantó un dedo y se frotó el puente huesudo de la nariz:
—Así lo haré. Su contacto con nosotros fue arreglado por un tal Sarling.
—¿Sí…?
—Sí. Sarling nos ha utilizado muchas veces para algunos de sus asuntos poco ortodoxos. Ha utilizado el seudónimo de «Applegate» durante años, para él mismo y para sus negocios. De manera que usted estaba trabajando para Mr. Sarling.
—Así es.
Mandel golpeó el folleto con los dedos:
—¿Ha leído las notas que hay aquí dentro?
—No.
—Son de puño y letra de Sarling, cosa que me consta, porque he tenido contactos con él de tipo social, y algunas veces me ha escrito. Quería que usted asaltara el «Queen Elizabeth II».
—Sí.
—Si quería que usted hiciera eso, es porque consideraba que era capaz de hacerlo. No hay secretos en algunos círculos sobre sus métodos. Para sus negocios extra sólo utilizaba gente en quien tenía confianza, y sobre la que tenía un conocimiento profundo, generalmente obtenido para él por un hombre llamado Wurther, que ahora está muerto.
—Lo mismo que Sarling. Bien, concedo eso. Pero cuando Sarling murió me convertí en un hombre libre. Sin importar mis cualidades admitidas por él, soy un hombre libre, y he ejercitado mi derecho a elegir, Mr. Mandel.
—Lo ha ejercitado demasiado pronto. No tiene elección.
—¿Por qué no?
—Porque si Sarling hubiera muerto de forma natural, usted debería estar muy preocupado. Quizá lo esté, pero no es la impresión que causa. Sus propias palabras fueron que se convirtió en un hombre libre. ¿Podría ser cierto eso? Sarling era metódico. Tendría informes de las personas que usó, de sus delitos, sus secretos… esas cosas que podía utilizar en contra de ellos. Estos informes, a su muerte, por propias instrucciones de Sarling, debían ser destruidos sin leerse. Pero los deseos de un hombre muerto no siempre se obedecen. Existe algún riesgo todavía, y usted es un hombre que calcula los riesgos. ¿Querría hacer algún comentario respecto a eso?
—Ninguno.
—Bien. Usted está ahí sentado; un hombre libre, sin problemas. Un hombre inteligente, preciso, un hombre que sabe con certeza lo que quiere de la vida. Imaginemos ahora que la muerte de Sarling no fue natural. Imaginemos un asesinato, por ejemplo, y que usted es el asesino. No digo que lo sea. Francamente no lo sé. Pero supongamos que lo es. Bien, jamás lo hubiera asesinado, y admitamos que el asesinato en sí sería la parte más simple de la operación, sin asegurarse de poder echar mano de sus registros y de los registros de cualquier otro que trabaje, como Miss Vickers, por ejemplo. ¿Le sorprendería si le dijera que conocía sus dos tesoros que sólo podían abrirse con el pulgar izquierdo de Sarling?
—No sólo me sorprende, sino que para mí es algo nuevo. Jamás me enteré de sus dispositivos de seguridad.
Por primera vez Mandel sonrió. Fue un rictus momentáneo que mostró unos dientes falsos blancos, muy iguales.
—Podría estar diciendo la verdad. Pero no lo creo. En mis negocios los hechos son una cosa evidente, obvia. Para empezar, la mayor parte de nuestro trabajo se realiza por deducción. ¿Cuál sería el hecho más obvio, más destacado si en verdad «hubiera» asesinado a Sarling? ¿Algo que no podría ocultar, de lo que estaría informada la prensa, cosa que en realidad sucedió? Lo más obvio sería que Sarling hubiera sido asesinado en una u otra de sus casas, de manera que usted pudiera usar sus pulgares para abrir los tesoros antes o después de matarlo. Pero surge algo más que esto… y es lo que aumenta mi admiración por usted y me confirma que puede llevar a cabo el asunto Cunard, y es que Sarling murió en su casa de Londres, pero llegó de su casa de campo aquella noche, tarde, unas horas antes de su muerte. ¿Diría que hay dos tesoros? ¿Dos ocasiones para utilizar sus pulgares y… por deducción, dos registros, uno en el campo y otro en Londres? Por todo esto llego a la conclusión de que usted, con Miss Vickers y un hombre llamado Berners, asesinaron a Sarling.
—No conozco a nadie llamado Berners.
—Debió haber leído las notas de Sarling. —Deslizó un dedo sobre la cubierta satinada del folleto de la Cunard—. Lo menciona asociado con usted.
Raikes se encogió de hombros.
—Bien, ¿dónde diablos nos lleva esto? Usted tiene sospechas y saca deducciones de ellas. —Hablaba con tranquilidad, sin dejar traslucir nada, pero en su interior sabía, le gustara o no, que todo había salido a relucir. Aun así, no debía desesperarse. Siempre había una salida. Nada es imposible si uno tiene un anhelo vehemente, un verdadero deseo que le quema las entrañas… y él lo tenía.
—Cuando las deducciones son lo bastante lógicas, estoy dispuesto a actuar basándome en ellas. Soy un hombre de negocios. Usted podría hacer el trabajo del QEII y podríamos sacar mucho dinero. Ese trabajo se hará.
Raikes meneó la cabeza:
—Tendrá que obligarme a hacerlo. Nada de lo que ha dicho hasta ahora puede lograrlo.
—Llegaremos a eso, ahora mismo…, Mr. Raikes de Alverton.
—¿De manera que sabe eso?
—En nuestro negocio hay que saber lo más que se pueda antes de formar una sociedad. El apartamento de Mount Street estuvo vigilado durante un tiempo antes de que Miss Vickers recibiera aquella visita. Por lo menos tres veces, usted fue a pie desde allí hasta su club. El resto fue fácil. Tengo un yerno que es miembro del mismo club.
—En estos tiempos hay gente de todo tipo hasta en los clubs más selectos. Sin embargo, todavía quiero saber cómo va a obligarme a formar una sociedad con usted.
—Ya debe haberlo imaginado. Todo lo que se necesita es hablar una o dos palabras con la policía. No es difícil de arreglar y no es necesario que lo haga personalmente. La muerte de Sarling vale la pena de ser investigada. Tienen su nombre, el de Miss Vickers y el de Berners. Usted y Berners pueden salir bien. Pero Miss Vickers estaría perdida. Además usted es un hombre con cierto pasado. Aunque no tenga antecedentes criminales. La policía recibiría esa sugerencia también, y comenzarían a rastrear. Dijo que conocía los límites de sus riesgos. ¿Se arriesgaría a esto?
Raikes se puso de pie. Aplastó su cigarrillo en el cenicero que había sobre la mesa y luego cogió el folleto de la Cunard. Lo dobló en dos y se lo metió en el bolsillo de su abrigo.
—Lo consideraré —dijo.
—Hará el trabajo.
—No, si no puede hacerse.
—Sarling tenía fe en usted. Yo también. Puede hacerlo.
—Y si lo hago… ¿qué garantías tengo de que después me dejarán en paz?
—Mi palabra. Nada más. Cuando un hombre entra en el mundo criminal pierde para siempre el derecho a la verdadera paz espiritual, a la verdadera seguridad. Es el resultado inevitable de una manera poco ortodoxa de vivir. Desde el momento en que Sarling se enteró de alguna cosa que usted cometió en el pasado, se acabó su verdadera paz espiritual. Pero en nuestro mundo hay un cierto tipo de confianza… en muchos aspectos podríamos considerarla una elevada forma de confianza. Eso es todo lo que puedo ofrecerle. Miles de hombres están satisfechos con eso. Yo lo estoy. Usted debe estarlo también.
Era verdad. Le gustara o no, Raikes tenía que reconocer que era verdad. No había verdadera paz; siempre había un elemento de temor. Bien, un hombre podía vivir con temor y ser feliz, lo mismo que muchos hombres aprenden a vivir con necesidades o con invalidez, y son felices.
Raikes preguntó:
—¿Cree que maté a Sarling?
—Cada vez tengo menos dudas.
—Entonces podría matarlo a usted.
—No. Hay demasiadas personas detrás de mí. Sarling estaba solo, ese fue su error. No tenía protección alguna excepto un arrogante convencimiento (patético en realidad, en un hombre de su experiencia) en su propia autosuficiencia.
Raikes recogió su sombrero. A través de la ventana contempló los gruesos copos grises de una nevisca de febrero, moteando el cielo.
—¿Tengo que utilizar a Berners?
—Indudablemente. Si lo deja fuera, cuando se entere del robo se convertirá en un riesgo seguro. Si lo involucra, no es un riesgo. Lo mismo se aplica a Miss Vickers.
Mandel se puso de pie, con un movimiento que recordaba el repentino estirarse del cuerpo de un halcón sacudiendo su plumaje.
Raikes preguntó:
—¿Sarling significaba algo para usted, personalmente?
—Nada. De vez en cuando hacíamos algún negocio juntos. Siempre en oro. No me interesa ninguna otra cosa Ahora usted y yo vamos a hacer negocios. Ese es mi único interés en usted y puesto que la mayor parte del riesgo lo correrá usted, recibirá el 75% y puede acudir a nosotros si necesita ayuda. Póngase en contacto con Benson, en los términos en que siempre lo han hecho. Adiós, Mr. Raikes.
Mandel le tendió la mano de forma un poco seca, desde el otro lado de la mesa.
Raikes bajó los ojos a la mano del hombre y negó con la cabeza:
—Usted me está forzando, Mandel. Me está forzando demasiado. Me está haciendo cambiar mis planes y hasta puede estar destruyendo algo que significa todo para mí. ¿Y todavía espera que le estreche la mano? No. Le prometo que si alguna vez lo toco, será para matarlo. Eso se lo prometo.
Diciendo eso Raikes se fue. Mandel volvió a sentarse, mientras Benson entraba en la habitación preguntando:
—¿Y bien…?
Mandel lo miró, y con la mano derecha puso el florero donde había estado originalmente:
—Lo hará. Se pondrá en comunicación con usted. Déle la ayuda que necesite. Toda. Y no olvide ni por un momento el tipo de hombre con quien está tratando. Hemos perturbado su sueño…
Raikes caminó bajo la nevisca con paso firme hasta Lower Regent Street. Sabía exactamente lo qué quería hacer, sabía que era una forma de masoquismo. No había escapatoria que pudiera vislumbrar; quizá jamás hubiera una escapatoria para él. Si así era, tendría que comenzar a aprender a vivir con ello, a moldear su vida alrededor de aquello. Su vida estaba allí, no en Alverton. Por el momento, Alverton quedaba relegado. Sarling había comenzado la dilación, Mary la había continuado, y ahora aquel sujeto, Mandel, la había pospuesto «sine die». No había cólera en él; sólo un oscuro y sólido resentimiento, la aceptación cruda de la esclavitud y el comienzo de una paciencia que sabía que crecería y lo sostendría todo el tiempo que la necesitara… hasta el momento, si alguna vez se presentaba, en que se recompensara a sí mismo con el acto de violencia y venganza que su temperamento exigía. El pensamiento de aquel acto impreciso, todavía no urdido, tomaría ahora para él, a través de las semanas, meses o años si fuera necesario, la forma de la esperanza y nutriría su fortaleza. ¡Algún día… maldito Mr. Mandel… algún día…!
Se detuvo frente a uno de los grandes escaparates de la Cunard Building y el mundo volvió a su sitio. En medio del escaparate había una maqueta del nuevo «Queen Elizabeth II». La nieve caía poniendo un manto sobre sus hombros. Examinó el modelo: el extenso casco gris oscuro, las anchas marcas rojas indicando los pies sobre la línea de flotación. Observaba al barco como si lo estuviera viendo desde el aire: el agua azul brillando en las piscinas de popa; los botes salvavidas regularmente colgados; las gruesas bocas de ventilación a los lados del puente de mando; la extraña, poco tradicional chimenea, nacida después de ensayar miles de modelos de chimeneas aerodinámicas, con una turbina en su base para formar una corriente de aire que se llevara el hollín y el humo; el mástil, que no era mástil sino una boca de ventilación para las cocinas y un conducto para los instrumentos de comunicación, las antenas, radares, sirenas de neblina y una célula fotoeléctrica conectada a otra instalada en uno de los restaurantes para ajustar la iluminación a cada variación de la luz diurna exterior; las amplias escaleras que llevaban a la cubierta de botes, al castillo de popa y al de proa. Mirando la maqueta, Raikes se dijo sin emoción que antes que él Sarling había estado allí, como él ajeno a la gente que pasaba, sumergido en su sueño.
Se volvió bruscamente y llamó un taxi. Tomó el tren de las 12,28 horas, desde Victoria a Brighton. En el tren se puso a estudiar el folleto de la Cunard. Había dos hojas de papel con letra de Sarling, adheridas al folleto, que habían sido rasgadas en dos y luego cuidadosamente unidas con cinta adhesiva transparente.
ALGUNAS NOTAS PARA FRAMPTON Y BERNERS
Por el momento, el primer viaje regular del QEII está fijado de esta manera: Sale de Southampton a las 12.00 horas, el 18 de abril de 1969. Llega al Havre a las 19.00 horas. Sale del Havre a las 21.00 horas. Llega a Nueva York el 23 de abril después del mediodía. (Por el momento, a causa de los problemas en la turbina del QEII y de las consiguientes alteraciones en los horarios es posible que este primer viaje se retrase para una fecha posterior).
La intención es robar del QEII el oro en barras que hay en el tesoro, en el primer viaje hacia el oeste del Atlántico Norte, desde Southampton a Nueva York.
La operación han de llevarla a cabo sólo dos personas a bordo, y no debe llevar más de cuarenta o sesenta minutos. Se utilizará fuerza pero no violencia, y un minuto de perturbación para los pasajeros. En realidad, no es necesario que la operación sea descubierta por nadie excepto ciertos oficiales y tripulantes del barco.
La operación tendrá lugar entre la medianoche y las cuatro de la madrugada. En el puente de mando, a esa hora, están de guardia un primer y un tercer oficial, un contramaestre y un marinero. El tesoro está en la Cubierta Número Ocho. Hay un gran ascensor de servicio frente al tesoro que sube hasta la cubierta Uno. Las llaves del tesoro están en la caja fuerte del camarote del capitán.
Al aproximarse la fecha, puede comprobarse en fuentes de la City la cantidad exacta de oro en barras que será transportada a bordo. En los anteriores «Queens» era habitual unas diez toneladas a bordo, entre oro y plata. El embarque mínimo que puede esperarse es de dos toneladas.
Manejo de las barras de oro a través de la conexión de Applegate: Esta conexión, cuando llegue el momento, estará preparada para prestar «ayuda externa» a la operación. Pero en ningún momento debe haber a bordo más de dos «colaboradores».
Piénselo, elabore un plan, e infórmeme. Me interesaría saber si su plan se parece o es mejor que el mío.
Raikes guardó el folleto en su bolsillo y se reclinó cerrando los ojos. En aquel preciso momento Sarling estaba vivo otra vez, muy vivo en su mente. ¿Quién diablos habría metido semejante idea en su cabeza? ¿Se habría metido alguna vez en el mundo naviero, y se había quemado los dedos? ¿Le habría dolido tanto que necesitaba destruir el símbolo de su fracaso? ¿O habría sido el ocioso desafío de un rompecabezas que en algún momento se le había ocurrido urdir? ¿Cómo pueden robarse barras de oro de un barco sin alboroto, y utilizando dos personas, nada más, a bordo? ¿Cómo lograr que esas dos personas, cuando todo estuviera consumado, estuvieran seguras, intocables e invulnerables? Físicamente dos personas no podían hacerlo solas. No podían levantar y transportar un gran peso de oro sin que tardaran horas…, y en un barco en plena marcha, con tres mil almas. Bien, la simple respuesta era que, puesto que no podían hacerlo, tenían que conseguirse otras personas que lo hicieran, con autoridad, con tranquilidad y sin alboroto. Eso es lo que quería decir Sarling con fuerza, pero sin violencia. A pesar de sí mismo, el desafío del rompecabezas hizo presa en él. ¿Cómo podría obligarse con fuerza, soborno, intimidación y autoridad a la tripulación de mi barco, o a ciertos individuos claves del mismo, para que hagan exactamente lo que se quiere que hagan? (Completamente aparte del problema de sacar el oro del barco mientras navegaba, vio con claridad que necesitaba la ayuda externa que Sarling mencionaba). En el barco sólo había un hombre que podía mandar y no ser preguntado. El capitán. Un barco en el mar es un mundo, y sólo un hombre lo gobierna. Cristo, no podía imaginar a ningún capitán entregando tranquilamente su cargamento de barras de oro. Pero así tendría que ser. Pero ¿cómo demonios podría crearse esa situación, imposibilitando al capitán de hacer cualquier otra cosa? Ese interrogante no lo abandonó durante el trayecto a Brighton.
A las dos tocó el timbre de la casa de Berners. Este, vistiendo un «blazer» azul con botones plateados, una corbata plateada, pantalones y zapatos de gamuza, le abrió la puerta.