9

DOMINGO POR LA MAÑANA, las ocho en punto y Berners sentado en un sillón con los pies sobre una banqueta, totalmente vestido y sin querer acostarse después de la noche pasada, satisfecho, insistiendo en permanecer sentado esperando el primer tren para volver a Brighton. Fuera, los ruidos habituales de una mañana de domingo en Londres. Tacones altos gruesos golpeando el pavimento con un ritmo más lento que los demás días, gente que vuelve de una misa o un servicio religioso temprano; un hombre silbando; el repentino sonar de la sirena de un barco en el Pool alejándose del muelle; una mujer llamando a su perro; el limpio rechinar de un vehículo repartidor de leche y el «clanc» de las botellas sacudiéndose dentro de las cestas de alambre, al subirlas por los escalones; el agudo sonido de un timbre de bicicleta… callada durante toda la semana, pero saliendo a relucir el domingo.

Desde el cuarto de baño llegó el ruido que hacía Raikes mientras se vestía. Entró en la habitación recién bañado y afeitado, alerta, fuerte, lleno de seguridad, sin orgullo ni vanidad. Cuatro horas de sueño le habían bastado, habían pasado sobre él como una marea, llevándose todo y sin dejar rastros del día anterior. Estaba de pie mirando a Berners. Vestía una camisa de «sport» recién planchada, pañuelo blanco de seda al cuello, pantalones de franela azul marino y unos mocasines que brillaban como caoba vieja, los ojos azules relucían vivaces, su pelo castaño claro se había oscurecido sobre las sienes por la humedad del baño. Raikes sabía, y también Berners, que por diferentes que fueran las apariencias y la diferencia de orígenes, eran hermanos. Ambos sabían que entre ellos había un vínculo más fuerte que el amor y carente de mezquindad.

—¿Café?

—Si hay…

—¿Tiene tiempo?

—Mi tren no sale hasta dentro de una hora, y de cualquier manera siempre hay otro.

Raikes entró en la cocina dejando la puerta abierta y comenzó a preparar las cosas para el café.

A través de la puerta abierta, comentó:

—Cuando veníamos en el auto, Sarling le dijo a Belle que le dejaba cincuenta mil libras. ¿Cree que es cierto eso?

—No. ¿Qué vamos a hacer con ella?

—Nada, todavía. Tiene que haber un intervalo prudente. La desaparición del jefe y de la secretaria en un breve espacio de tiempo podría despertar sospechas. Además hay unas cuantas cosas que quiero aclarar aquí y en otras partes, y voy a necesitarla.

—Bien; cuando llegue el momento, avíseme.

—Puedo hacerlo solo.

—No. Siempre hemos hecho las cosas juntos.

—No le hubiera gustado lo que Sarling quería que hiciéramos juntos.

—Podría haberme gustado hace cinco años.

Raikes se acercó hasta la puerta y lo miró sorprendido. Berners hizo un gesto con la cabeza indicando la mesa que tenía al lado. Las dos mitades del folleto de Cunard estaban aún allí.

—Anoche las encontré en la papelera. Algunas de sus anotaciones son interesantes.

—No las he leído. Quería que sacáramos del barco más de un millón de libras en barras de oro. Dijo que dos personas podían hacerlo con un mínimo de alboroto. ¡No me diga que realmente hubiera aceptado eso!

—He dicho que lo hubiera aceptado hace cinco años. Estaba pensando en eso mientras usted dormía. Me hubiera comprado una propiedad como la de Sarling sólo que en Francia. Un gran muro alrededor del parque, uno de esos castillos con techos de pizarra, lleno de muebles maravillosos, una habitación con las paredes tapizadas de cuero de un color castaño aterciopelado y repujado en oro viejo. Siempre he querido una cosa así desde que lo vi en alguna parte —sonrió—. Me hubiera amurallado con todo lo que me gusta.

Raikes sonrió y volvió a la cocina diciendo:

—A usted lo que le interesa son los objetos, las cosas, ¿no es así?

—Sí. Las cosas buenas, de calidad.

—¿Y respecto a los seres humanos?

—Todos tenemos nuestras locuras íntimas. Feliz el hombre que puede permitirse elegir su propio y lujoso asilo.

—Es mejor que tome café.

Raikes llegó con la bandeja, minuciosamente ordenada: la crema, el azúcar, las cucharillas de plata, la cafetera y tazas, y platos de porcelana.

—Usted también lo habría hecho —comentó Berners.

—¡Yo… no! Ni cinco ni diez años atrás. No estoy en esa línea.

—Sin embargo creo que lo hubiera hecho. El problema es que llegó a través de Sarling. Para que lo hiciese, tendría que haber sido suya la idea y suyo el desafío. No le gustan las cosas de segunda mano. Para Frampton, el plan únicamente tiene que surgir del mismo Frampton.

—Se trata de Raikes, no de Frampton.

—Frampton y Berners. Esas son las personas reales. Esta es la primera vez que me ha preparado café.

—Espero que esté bueno.

—No tan bueno como lo hace Angers. Sin embargo… —se estiró y cogió las dos mitades del folleto—. ¿Quiere conservar esto?

—No.

Berners tiró las mitades a la papelera.

Media hora después Berners se despedía. Desde la puerta dijo:

—Póngase en contacto conmigo por lo de Miss Vickers.

Belle llegó aquella tarde, a las seis y media. Él le cogió el sombrero y el abrigo, le preparó un trago y le encendió el cigarrillo, atendiéndola con suavidad, cada movimiento deliberadamente planeado porque sabía lo nerviosa que estaba; actuaba como un médico con una paciente acosada por temores injustificados.

—No quise llamar ni nada… tú sabes, podría haber sido indiscreto. En realidad, por supuesto —rió nerviosa— no fue tan espantoso como creí que sería. Pero cuando se sabe que va a suceder, se piensa o se cree que es una cosa evidente, que todo el mundo lo advierte, que hasta se refleja en su cara. Pero no es así, ¿verdad?

—¿Si la etiqueta de la botella dice «gin», no se te ocurre probarlo en la tienda? Tranquilízate y cuéntame lo que pasó.

Se sentó frente a ella, muy cerca, estiró una mano y la apoyó sobre la rodilla de Belle. La muchacha se inclinó hacia delante, deseando un contacto mayor; tenía el pelo caído a un lado de la cara, el espeso maquillaje de sus ojos era desigual cuando se miraba de cerca, como si se la estuviera viendo a través de una lente de aumento. La besó sabiendo que aquel era el momento álgido después de veinticuatro horas de tensión, que a partir de mañana ella comenzaría a adaptarse y a convertir en un hecho normal lo que había sido una rutina para él y para Berners, desde el momento en que atravesaron la ventana de Meon.

Ella se apartó de él y le dijo:

—Gracias, Andy.

—Quiero que me cuentes.

—Bueno. Baines lo encontró. Vino a buscarme. Yo no había dormido, tú lo sabes. Supongo que habré dormido algo, pero no del todo y estaba un poco dopada por las píldoras. De cualquier manera llamé a su médico. Eso fue espantoso, esperarlo y luego seguir esperando mientras él estaba en el dormitorio de Sarling. Salió al fin, y le tenía preparado café… y, Dios… todavía lo estoy oyendo… dijo que le había fallado el corazón. No era una cosa inesperada. Había tenido problemas con el corazón desde hacía unos años. Le pregunté si vendría más tarde. Se limitó a asentir… dijo que se ocuparía de todos los detalles, y que me pusiera en contacto con el abogado de Sarling y le informara de su muerte, lo mismo que a algunos de sus codirectores.

—¿No habló de un «post mórtem» o de algo por el estilo?

—No. Se sentó, extendió un certificado de defunción y me dijo que se lo entregara a sus abogados. Ni siquiera preguntó por sus parientes ni nada. En cierto sentido me dio rabia. Ha recibido cientos de libras de Sarling, pero no le importó su muerte y era como si diera por seguro que a mí tampoco me importaba.

—Probablemente le estropease su partida de «golf» de esta mañana en Wentworth.

—Quizá por eso me tocó el trasero cuando se fue. Una especie de compensación. Sí, lo hizo. Se quedó parado en la puerta y luego me plantó la mano en las nalgas. ¡Cristo!

Belle comenzó a reír y él no la interrumpió.

La muchacha guardó silencio, bebió un poco y continuó:

—Lo lamento. Contigo me olvido de todo. Pero no te he traicionado en ningún momento, te lo juro. ¿Lo hice bien? ¿Hasta en el auto, cuando comenzó a ofrecerme cosas?

—Lo hiciste maravillosamente.

—Me alegro.

Raikes se levantó y le sirvió otra copa. De pie junto a ella le dijo:

—Olvida a Sarling. Piensa en él como si no fuera nada más que un gran cero. Pronto saldrás de esa casa. Entre tanto tenemos cosas que hacer, que aclarar. En primer lugar olvida que oíste hablar de Berners. —Dejó caer la carpeta rosa con el informe de ella sobre su regazo—. Toma esto y hazlo desaparecer junto con las fotocopias. No lo he leído y no quiero leerlo.

—Aquí no hay nada respecto a mí, respecto a la que soy ahora. Nada de la Belle que tú conoces, Andy.

Era difícil aceptar sus palabras, pero Raikes no mostró señales de desagrado. Mientras esperaba que Belle volviera comprendió que su experiencia compartida en el asunto de Sarling le daría a Belle la sensación de una identificación más próxima y más cálida. Lo que de ninguna manera Raikes podía hacer era dejarla sentir o entrever que deseaba verla lejos de él lo antes posible, eliminarla de sus pensamientos y de su vida.

—¿Hasta cuándo se pagó el alquiler de este apartamento?

—Hasta fines de mayo.

—Todavía no hay necesidad de hacer nada respecto a eso. Me quedaré aquí hasta después del funeral. Luego tengo que volver a Devon, pero regresaré. Tengo que encontrar la forma de quitarme de encima esos envases plásticos. No puedo tirarlos al agua, son demasiado peligrosos. Pero no los quiero en el garage ni un momento más de lo necesario. Con todo, ese es mi problema. Y tú, ¿no podrías quedarte a dormir aquí?

—Puede ser, pero no esta noche ni las siguientes. Quiero saber lo que está sucediendo en Park Street. Pero por supuesto, siempre puedo venir a verte, Andy.

—Será mejor que lo hagas —le sonrió, acariciándole la nuca—. También hay que ocuparse del auto. Será mejor que lo conservemos hasta que haga desaparecer los envases. Entonces podemos devolverlo junto con el garage. Deshacernos de todo lo que ha tenido conexión con él. ¡Dios, cuánto me alegro de haberme librado de Sarling!

Se dirigió al bar a prepararse un trago. Al volver la vio observándolo, y advirtió que se aproximaba aquello que, desde la primera luz de aquella mañana, cuando Belle había despertado de su semisueño drogado, había estado agazapado en su mente, apenas sumergido entre los miedos, y que ahora, disipados aquellos miedos, afloraría reclamando su atención. Sabiendo que tenía que afrontarlo la invitó a hablar:

—¿Qué te pasa?

—Sabes lo que me pasa.

—¿Sí…? —Ahora que había empezado no le ofrecía ayuda.

—Sí, te has librado de él. Estás satisfecho porque te has librado de él. Pero… ¿y yo, Andy? ¿También te vas a librar de mí y vas a estar alegre?

Andrew meneó la cabeza, sonriente, lleno de una comprensión y simpatía amplia y cálida, la abrazó y después de que una cantidad de recuerdos pasaron por su mente como en un caleidoscopio, le dijo con tranquilidad:

—Dos personas no pasan por este tipo de experiencia juntas y luego se dicen cortésmente adiós. Sean cual sean nuestras circunstancias individuales… cualquiera que sean las obligaciones que tengamos con otras personas, por muy difícil que nos resulte en el futuro, tú y yo no podemos evitar lo que sentimos el uno por el otro, ni lo que hemos hecho juntos. No tenemos que usar palabras respecto a eso… —Pero las estaba ensartando como cuentas y amuletos y talismanes contra los temores de ella, ofreciéndoselas como un presente barato y tomando en cambio la rica generosidad de ella, exactamente valuada y pesada en su favor en una balanza especial—. Sabemos lo que somos uno para otro. Por el momento es lo que importa.

La atrajo hacia él, sin darle oportunidad de hablar, y lo hizo con un impulso sincero, más allá de las palabras, porque el entendimiento entre un hombre y una mujer tiene que terminar con la ceremonia ritual y silenciosa del amor, el contacto y las caricias. La besó, mientras el peso de ella se desmayaba en sus brazos, y la llevó al dormitorio, la desnudó sin decir una palabra, se quitó la ropa y la amó; participaba tan intensamente de su propio engaño que él también estuvo engañado mientras duró y cuando ella quedó exhausta en sus brazos, acurrucada contra él, continuó en su propio engaño, fascinado y de pronto asombrado de que el amor, aunque siempre estuviera fuera de su alcance, llegara a algunos hombres y mujeres sin pensarlo, sin proponérselo.

El martes siguiente «The Times» publicó un artículo necrológico a dos columnas de media página sobre Joseph Sarling. El mismo día en que Raikes fue a su garage y trasladó los envases plásticos del cajón de madera a una caja grande de cartón. Quedaban treinta y ocho envases. Envolvió el cajón en una manta y se dirigió en el auto a Epping Forest y lo arrojó detrás de algunos arbustos, donde cuatro días después lo encontraron dos muchachos que lo llevaron a su casa y construyeron con él una conejera. Fue el mismo día que Belle llegó al apartamento mientras él estaba fuera y lo arregló, poniendo sábanas limpias en la cama y llenando la despensa de provisiones. En la papelera a medio llenar encontró el folleto de Cunard, rasgado. Al sacarlo advirtió las dos páginas de notas escritas por Sarling. Este comenzaba a entrar en un cómodo olvido. Su muerte fue aceptada en Park Street, en la City y en la prensa. Hacía dos días que lo habían cremado. De pronto, Belle sintió curiosidad por el folleto. Lo reconstruyó, como también las notas de Sarling, con cinta adhesiva transparente y los puso en la mesilla de noche junto a su cama, debajo de algunas revistas, para leerlo después. Media hora más tarde, cuando Raikes entró, se había olvidado del folleto. Fue aquel día, el primero desde la muerte de Sarling en que ella se quedó toda la noche con Raikes.

A la mañana siguiente Andrew tomó el primer tren para Tauton, recogió su auto y se dirigió a Londres, llegando de noche, tarde. Al día siguiente era el funeral de Sarling y Belle estuvo presente. Andrew permaneció todo el día en el apartamento, telefoneó a Berners para comunicarle las novedades y le dijo que durante los quince días siguientes podía ponerse en contacto con él a través de Belle. Llenó una maleta con su ropa y otra con los registros y fotocopias de Sarling. La calefacción central en Devon estaba alimentada por una antigua caldera a carbón de coque, y pensaba quemar todo allí.

Belle volvió a la seis. Vestía un traje negro y un pequeño sombrero blanco y negro, la pintura de sus labios lo mismo que su cara era muy pálida seguramente por respeto a Sarling. El pelo estaba peinado hacia detrás, recogido en la nuca con una severidad que la hacía distinta, la convertía casi en una extraña, y a Andrew le agradó mucho el cambio. Quitándole sus «supongo», «pienso que…» y «algo así como», remodelada así, en pocas semanas podría alternar fácilmente con el tipo de gente que frecuentaba Mary. Tenía una cierta calidad, el problema era que rara vez la ponía en evidencia La besó y abrazó. Cuando viajara, mañana tendría que pensar en ella. Sabía demasiadas cosas respecto a él. Trazar un plan para eliminarla sería más fácil que eliminar a Sarling. Pero el instante mismo de la ejecución sería mucho más duro. A Sarling lo había odiado. Aquella muchacha a veces lo atraía, hasta le gustaba… casi la necesitaba…

—Uno de los albaceas me habló después del funeral. Quiero decir, sobre el testamento. ¿Qué crees tú?

—Creo que en el auto, Sarling exageró.

—No demasiado. Me dejó veinte mil libras… Pero… estaba pensando. No debería cogerlas.

—No seas tonta. No fue un regalo. Has ganado hasta el último penique.

—Quiere que me quede allí durante uno o dos meses para aclarar las cosas… aparentemente va a tardar años. También hay algunos familiares. Conocí a uno de los hermanos de Sarling. No se parece en lo más mínimo a él, es un hombre grande, con aspecto saludable, del tipo de un granjero.

—Debe serlo. Sarling era un enclenque. El más débil de la camada.

—¿El más débil?

Raikes rio y reteniéndola, le puso una mano en el seno:

—El más débil de los lechones. Siempre empujado a puntapiés por los demás, a un extremo de la madre donde la leche escasea.

Andrew se dirigió al bar para preparar una bebida y a sus espaldas, Belle comentó:

—Los funerales perturban bastante, ¿no es cierto? Es curioso, sigo pensando que debía sentirme culpable… un poco impresionada por lo que hicimos. Y así me sentí durante un rato aquella primera noche. Pero ahora, no… ya no puedo sentir nada.

Él se volvió:

—No tienes por qué sentir nada. Sarling no es más que un puñado de cenizas.

Al día siguiente se dirigió en el automóvil hasta Devon. Antes de llegar a Salisbury había imaginado, salvo algunos pequeños detalles, una forma de librarse de Belle. Los detalles podían esperar. Tendría que dejar pasar unas semanas antes de que pudiera hacerse algo. Cuando llegó a su casa, llevó la caja de cartón con los envases plásticos a la bodega del sótano y cerró la puerta con llave. Nadie entraba allí, sólo él. Después de comer, cuando Mrs. Hamilton se había ido, sacó las carpetas rosas y las revisó. Una o dos veces mientras las leía, tuvo la tentación de conservarlas, de guardarlas en su caja fuerte por si alguna vez en el futuro las necesitaba. Pero finalmente las llevó abajo a la caldera y las quemó, revolviendo las llamas con un hierro hasta que todo fue rescoldos y cenizas. Ahora faltaba deshacerse de los envases plásticos. Eso significaba un viaje a los páramos para encontrar un lugar seguro.

Al día siguiente guardó seis envases en los bolsillos de su abrigo y se dirigió al páramo. No iba a arriesgarse llevando la caja de cartón llena de envases en su auto. Podría suceder cualquier cosa. Un accidente provocado por otras personas… envases desparramados por la carretera… por más que las posibilidades fueran una entre mil, no iba a exponerse. Tampoco iría al mismo lugar todas las veces para hacer explotar los envases. Los granjeros, pastores, policía ribereña, o cazadores que vuelven tarde de una reunión, tenían ojos penetrantes y muchos lo conocían y cualquiera sentiría curiosidad, pues en el mes de enero no debían haber turistas en los páramos. Durante la semana encontraría distintos lugares para deshacerse de todos, por tandas. Eligió un amplio trecho de ladera, examinó los alrededores con sus prismáticos y luego hizo explotar los seis envases retrocediendo en contra del viento unas cincuenta yardas entre uno y otro. Eran las últimas horas de la tarde, la luz comenzaba a desaparecer de un cielo alto, sin nubes, el neto perfil redondeado de los páramos se recortaba contra el color granate, rojo y amarillo del horizonte hacia el poniente. Un gavilán llegó volando, bajó cerca de la colina, se levantó, revoloteó escudriñando el terreno que quedaba entre él y el último envase arrojado. Andrew esperó con un envase en la mano, observando el ritmo de las alas y ]a cabeza baja del pájaro hasta que se alejó a favor del viento. Arrojó el envase, dio media vuelta y oyó la suave explosión, un «plock» débil contra el viento sobre él brezal.

En aquel momento, mientras Raikes volvía su cara al viento y comenzaba a andar por el brezal y por el duro césped de las laderas hasta su auto, Mary Warburton estaba sentada en su dormitorio, pocos minutos después de haber vuelto de hacer unas compras en Exeter, sosteniendo en la mano una carta que le había llegado por correo durante la tarde. El contenido de la carta le había planteado un problema que desde hacía tiempo sospechaba que existía. Abandonó su dormitorio y bajó las escaleras hasta el teléfono.

Y también en aquel mismo momento, un hombre estaba sentado en una habitación en París. Acaba de leer la nota necrológica de Sarling en «The Times». Era un hombre de más de mediana edad, pelo rubio, canas sobre las sienes, cara larga, repulsiva, la nariz de gancho le daba cierto parecido con Wellington. Puso el diario sobre la mesa y se quedó mirando a través de la ventana sin cortinas al Sena que corría allá abajo. La claridad del día casi se había apagado en el cielo y las luces que se extendían a lo largo del río parecían formar un collar de cuentas amarillas. Un grupo de barcazas se deslizaban río abajo hacia el Pont de L’Alma. Apretó el botón negro de su intercomunicador.

Una voz de mujer respondió:

—¿Señor?

—¿Tiene un registro sobre Applegate?

—Es un registro de Londres, señor. Pero tenemos una copia.

—Envíemela. También quiero hacer una llamada a Benson.

Desconectó el interlocutor antes de que la muchacha pudiera responderle y volvió a los diarios sobre su escritorio.

Raikes y Mary habían comido juntos. Mrs. Hamilton se había ido y Mary se quedaba a pasar la noche. Los leños de abedul en el fuego se encendieron y formaron una espesa llama amarilla y azul, con pequeñas erupciones de humo que brotaban de la corteza plateada.

Raikes dejó a un lado el ejemplar de «The Field» y se acomodó en su cómodo sillón. Casi había olvidado a Mary, estaba recordando un arroyo blancuzco en Hampshire y la forma suave en que una trucha se apoderó de una crisálida, corriente arriba.

Mary dijo:

—Doy un penique por saber lo que estás pensando.

Él volvió de su ensoñación y sonrió.

—No te gustará saberlo.

—Haz la prueba.

—Estaba pensando en un pez.

—Oh, Andy… —rio.

Él también se rio y en la tranquilidad en que estaban se preguntó por qué el «Andy» dicho por ella eran tan diferente. Mary estaba recostada en su sillón, con las piernas enfundadas en unos pantalones rojos, encogidas sobre una pequeña banqueta, con un «jumper» de lana angora amarillo verdoso. Andrew pensó que era precisamente del color de un pezón azulado. Ella deslizó las manos hacia detrás por los lados de su cuello, a través de su pelo que caía suelto e hizo con la cabeza un pequeño movimiento. Era un movimiento que él conocía muy bien, la había vista hacerlo allí en aquella sala y arriba en la cama cuando habían terminado de hacer el amor, cuando él se separaba de ella; ese movimiento familiar de sus manos seguido por la flexión de los brazos y hombros desnudos. Andrew cogió la caja de cigarrillos y le ofreció uno, y cuando ella negó con la cabeza, tomó un cigarrillo para él.

Mary lo observó encenderlo, la mano morena firme sosteniendo el encendedor, la llama quieta en el aire quieto de la habitación. No decírselo, pensó, sería un engaño.

Y porque era directa, porque no era ese tipo de personas que tratan de sacar una conversación, decidió (aun antes de bajar de su habitación al teléfono para decirle que vendría a comer y a pasar la noche) que el momento adecuado sería después de comer, después del brandy, cuando estaba próximo el momento de irse a la cama. Se lo diría sin rodeos, sabiendo que el amor de ella por él era de una naturaleza distinta del amor de él por ella; el amor de él, basado en tantas cosas periféricas, como Alverton, una esposa y familia, una tradición Raikes, y el de ella un amor despojado de todo lo que no fuera él, deseo de él y también aquel otro deseo de darle todo lo que Andrew quería.

De manera que llanamente se lanzó al tema, pensando: Dios, espero que no salga mal y sobre todo espero no llorar, ni llanto ni lágrimas, porque eso hace que un hombre prometa algo y a la mañana siguiente se arrepienta.

—Andy, hay algo que quiero decirte.

—¿Sí…?

La sonrisa perezosa, sin sospecha alguna, lo hacía aún más difícil.

—¿Sabes una cosa? Durante los últimos seis meses no he utilizado el dispositivo ni he tomado la píldora —cosa que había estado haciendo para evitar riesgos.

Él se incorporó de golpe:

—Diablos. ¿No es peligroso?

—¿Te hubiera importado si hubiese pasado algo? Podríamos casarnos y que Alverton esperara.

—Supongo que sí. Pero esa no es la forma en que lo planeé. De cualquier manera, ¿por qué lo hiciste?

—Porque quería saber si podía tener un hijo. —Siguió hablando de prisa—. ¿Sabes cuántas veces hemos estado juntos en estos seis meses? Por supuesto tú no lo sabes, pero yo sí, con exactitud. Treinta y siete. Y no ha sucedido nada.

—Tampoco prueba nada. Los Bostock estuvieron cinco años casados y luego adoptaron un niño y dos meses después ella se quedó embarazada.

—No me interesan los Bostock ni las intimidades de nadie. Estoy pensando en nosotros. Quizá más en ti, porque sé cuánto significa para ti tener hijos. Y el hecho simplemente es que es muy probable que jamás los tenga. Bien, ya te lo dije.

Ella apretó la boca, dominándose. ¡Por amor de Dios, no te pongas sensiblera! ¡Hay que afrontar la realidad! Buscó en el bolsillo de su pantalón, advirtiendo que los ojos de él seguían cada movimiento que hacía y sacó la carta.

—Lee esto.

Andrew cogió la carta, la desdobló, la dio la vuelta, observó el dorso en blanco como pensando que cualquier retraso en leerla sería beneficioso.

—Es de un ginecólogo en Plymouth —le oyó decir a Mary—. Nos conoce desde hace años…

El informe hecho a máquina decía:

«Con referencia a su visita de la semana pasada a mi consultorio para un examen interno con motivo de su próxima boda: Recordará que estuvimos bastante preocupados por su apendicitis hace seis años. Como se lo expliqué a sus padres, tenía entonces un absceso pélvico bastante voluminoso que debía ser eliminado. En el momento de la operación de apéndice también debieron sacarle el ovario derecho y una gran parte del tubo de Falopio derecho. También estaba afectado el izquierdo…».

«Me temo que esta fue una medida extrema que tenía que hacerse para seguridad de su propia vida. Aunque lamento tener que decirle esto, debo hacerlo puesto que me lo ha preguntado. En mi opinión las posibilidades de que se quede embarazada por concepción normal son remotas…».

Andrew bajó la carta hasta sus rodillas, mirando a Mary. Podía advertir que estaba al borde de las lágrimas, pero luchando por retenerlas. Se sintió invadido de compasión por ella, compasión que en parte lo incluía a él mismo, y lleno de admiración por su honestidad pensó, como si fuera un testigo extraño en la habitación: Si supiera lo que es amor y realmente la amara no me hubiera importado nada. En voz alta dijo:

—¿Tus padres nunca te hablaron de esto?

—Sólo vagamente. Apenas había salido del colegio. En cierta forma no quedaron huellas en mí, o tal vez no quisieron que me impresionara.

Le devolvió la carta, diciendo:

—No es absolutamente seguro.

—¿Tiene que serlo?

—¿Dónde quieres llegar?

—Andy, tú sabes y yo sé cómo sentimos uno respecto al otro. Seamos sinceros… Lo importante para ti es Alverton y la familia Raikes. Quieres una mujer que te llene la casa de niños. Posiblemente yo no pueda hacerlo.

—Bien, será un riesgo que tendremos que correr, ¿no es cierto?

Él se levantó y se acercó a ella arrodillándose a su lado, cogiéndola de la mano.

—¿Crees? Sé cuanto significan los hijos para ti. No creo que sea un riesgo que pueda pedirte que corras.

—¿Qué tipo de hombre crees que soy? ¿Un tratante de sangre, que anda por ahí eligiendo la mejor yegua para procrear? ¿Creés que la primera vez que nos amamos en los páramos pensaba en eso?

—No, creo que no. Entonces no pensabas en el futuro. Pero ahora el futuro está ahí, con toda claridad. Alverton, hijos, un par de niños yendo a Blundell, donde han ido todos los hombres de la familia Raikes… ¿Crees que no la sé? ¿Crees que no sé lo qué piensas cuando estás en el río? Te estás imaginando con un hijo, enseñándole las cosas sobre el río y el campo que tu padre te enseñó a ti.

—De acuerdo, pero si no ha de haber un hijo, no lo habrá y se terminó. Te he pedido que te cases conmigo y tú aceptaste. ¿Y qué piensas que voy a decir porque me has mostrado esto? —Sacudió la carta que estaba en el regazo de ella—. ¿Lo lamento, pero debo comprar otra yegua? ¡Mary, por amor de Dios!

—No, no espero que lo digas. Ahora, no. Pero sé lo que vas a sentir más delante. No podrás evitarlo. Por eso quiero que sepas que no voy a obligarte a nada, Andy. A nada.

—¡No seas tonta! —Se puso de pie y la atrajo hacia sí, abrazándola—. ¿Crees que me importa lo que dice un maldito médico? Médicos, abogados… ¡Esos profesionales… no saben nada!

La retuvo apretada, besándola los ojos, sabiendo cuánto le había costado decirlo, conociendo sus temores y sabiendo que tenía que desvanecerlos, pero sabiendo también que ella tenía razón, que lo que más anhelaba era tener hijos, sus propios hijos, niños con la sangre de Raikes en las venas.

Ella apartó la cara. Los brazos de él todavía la rodeaban, y la miró de frente:

—Has sido bueno, Andy. Pero lo sostengo. Tú sabes que soy sincera… y lo que es más, no quiero que me hagas promesas ahora.

—Y yo no quiero oír hablar más de esto. Ni una palabra. Te lo vas a quitar de la cabeza y lo mismo haré yo.

Mucho después, en la cama, en la oscuridad, pasado su momento de amor él supo que no había manera de apartarlo de su mente. La conversación podía ser controlada pero sus pensamientos no, y en la oscuridad, con Mary caliente a su lado, era difícil quitarse de la cabeza una amarga protesta. Durante años había trabajado, corrido cien riesgos, para poder volver y comprar Alverton y llevar a su esposa a vivir allí. Pero ahora parecía, en el silencioso desorden de sus pensamientos nocturnos, que había algo allá que lo rechazaba, que deseaba impedir que volviera, que quería romper la continuidad familiar que tanto significaba para él. Había vuelto una vez, sólo para ser citado por Sarling. Se había librado de eso y volvió otra vez. A Sarling había podido manejarlo, pero Mary era una cosa distinta. Contra su sinceridad, sabiendo el dolor que significaba su ofrecimiento de liberarlo, al menos por el momento, no tenía armas que estuviera dispuesto a utilizar. Hubiera sido cien veces mejor si Mary fuera menos sincera, si hubiera guardado sus dudas para ella misma, si no hubiera ido nunca al médico de Plymouth. De aquella manera él no hubiera tenido la responsabilidad de tomar una decisión. Hubieran pasado los años hasta que el asunto se pusiera en evidencia… ¿y entonces? ¿Qué habría hecho él? ¡Sólo Dios lo sabía! Lo único que Andrew sabía era que, si no podía volver a Alverton según sus propios proyectos, prefería no volver… ¿Por qué era tan importante para él volver a Alverton y tener hijos? ¿Acaso tenía miedo de algo y sabía que en Alverton podía ocultarlo y olvidarlo? ¿Sería verdad que él era realmente Frampton y no Raikes? ¿Sería verdad que lo que había hecho con Berners no había sido para pagar una deuda por la vida de su padre, ni para establecerse en Alverton a restaurar el nombre de Raikes, sino porque estaba en su naturaleza hacerlo? ¿Qué aquel tiempo en que había añorado y trabajado por una vida bucólica y segura había estado negando su verdadero impulso…, disfrazando aquella terrible compulsión que vive dentro de algunos hombres para desafiar los convencionalismos y jugarse ellos mismos y su inteligencia contra una sociedad, porque esa sociedad no tenía una verdadera felicidad que ofrecerle?