8

ESTABA RECLINADO EN SU SILLA, como un pequeño muñeco, que parecía más pequeño aún por la amplitud del escritorio que tenía delante, de pulido cuero marroquí rojo con guarda en oro. La lámpara del escritorio arrojaba sombras oscuras desde el tintero y el pisapapeles de alabastro tallado a mano. Sarling tenía los ojos fijos en algún punto más allá de la cabeza de Belle mientras dictaba, según unos apuntes, los detalles de una conferencia que pronunciaría en París.

En las páginas del cuaderno de taquigrafía que Belle sostenía apoyado en sus rodillas, blancas contra los pliegues del vestido verde, los signos Pitman surgían de su lápiz. Sarling se detenía de cuando en cuando jugando con su hirsuto bigote, buscando alguna frase, formándola en su mente antes de seguir hacia delante; la piel debajo de su mentón levantado estaba roja y contorsionada como la de la cara; su mano estirada hacia un vaso de leche, con el índice y el pulgar deslizándose lentamente como una garra de arriba abajo a lo largo del cristal tallado.

Ella sabía muy bien que la conferencia de París ocupaba sólo una parte de sus pensamientos. Desde el instante en que habían subido al auto, hasta la hora de comer y durante la comida, hasta este mismo momento, sabía que él tenía algo más en su mente. En la comida, mientras saboreaba las espinacas y los huevos «poché», parecía un niño pequeño que sabe algo y se debate entre decirlo o no. Sarling jamás bebía vino, pero había insistido en que ella aceptara una botella de Chablis con el lenguado asado. Se había mostrado bondadoso, considerado, casi anormalmente gentil, y cuando se levantaron para tomar el café en la sala, la había cogido del brazo, sus dedos se deslizaron hacia arriba por el interior del brazo, cerca de la axila, con una presión que podía parecer una caricia o el sostén confiado de un guardián amistoso. Sí, algo tenía en la cabeza y sabía que cuando saliera a la luz podría ser acompañado por una bofetada o por un abrazo.

Sarling dictaba:

«Hablé con Monsieur Lacouvre sobre el retraso en la instalación de Nantes. Su opinión era que no podía esperarse que entrara en funcionamiento antes de marzo próximo, pero que la producción en firme dependería de la disponibilidad de los abastecimientos al por mayor de los componentes que proveyeran los contratistas de los accesorios principales…».

Belle pensó: fuera hay dos hombres esperando para entrar. Sarling jamás verá el mes de marzo. Están ahí fuera en la oscuridad del parque, entre los arbustos, las nubes sobre sus cabezas, y la neblina rodeándolos con dedos húmedos. Dos hombres que están absolutamente seguros de sí mismos, de su plan y de su propia capacidad. Pero hasta que ella no fuera a la ventana, se asomara y luego cerrase, tenían que permanecer en la oscuridad. Si Belle no fuera a la ventana, esperarían y luego se retirarían y aquel hombre seguiría viviendo durante más tiempo… pero no mucho más, porque los dos hombres que estaban fuera volverían a intentarlo una y otra vez. ¿Cómo ella había llegado a aquello? Se había educado en una escuela de religiosas; había trabajado en un bar en Headington; después comenzó a caer lentamente, primero robando un frasco de talco barato en «Mark and Spencers», luego haciendo el amor a un hombre casado en un hotelucho de West End, después los fines de semana en Brighton; más tarde el sometimiento a Sarling; y ahora la completa sumisión a uno de los hombres que estaba fuera. ¿Cómo había llegado a aquello? ¿A estar sentada allí, esperando para dejar entrar a la muerte? La muerte no, el asesinato. Cientos de titulares en los diarios, y párrafos leídos alguna vez flotaban en su memoria como una nube de pájaros, y el mismo interrogante del pasado volvía insistente a su memoria. «¿Cómo pueden hacerlo? ¿Cómo se llega a este punto?». Y ahora ella misma estaba en aquel punto y todavía no sabía cómo había llegado a él.

—Eso es todo. —Sarling terminó el dictado. Se inclinó hacia delante en la silla y puso los codos sobre el escritorio, apoyando la cara en la punta de los dedos, la estropeada piel estirada hacia arriba, estrechando los ojos.

—¿Quiere que lo pase a máquina ahora?

—No. Cuando volvamos a Londres, mañana.

—¿Mañana…?

—¿No te gusta trabajar los domingos?

—No, sabe que no me importa. Pero pensé que nos quedábamos aquí.

—Volvemos esta noche.

—Comprendo.

—¿Lo comprendes realmente, Belle?

—¿Quiere que le pida el auto?

—Dentro de un momento. Puedes conducir tú. Iremos a la City primero.

—Muy, bien. —Había un inesperado alivio en ella, pero no lo demostró en la voz. ¿Cuánto tiempo duraría el alivio? Los dos hombres que estaban fuera se irían, pero algún día volverían.

Sarling la miró en silencio con sus ojos arrugados, perturbándola, quizá preparándola para que dijera la verdad mediante un rápido ataque.

—¿Belle, hasta dónde han llegado Raikes y Berners con su plan de asesinarme?

—No sé de qué está hablando. —El nombre de Raikes fue la llave para una respuesta fácil e inmediata. De ella no saldría nada que pudiera perjudicar a Raikes. En una fracción de segundo, como el rápido resplandor del sol en un lejano espejo, su mente y su corazón se inundaron con las imágenes de él: sus dedos entre el pelo, su cuerpo cubriendo el de ella en la posesión, los brazos de ella rodeándolo, brindándole una protección que él podría no saber que necesitaba o que recibía; Raikes en ella con toda su pasión de dueño, pero sin deberle nada porque ella estaba allí, ocultándolo, queriéndolo y protegiéndolo, sabiendo que la protección también era una manera de pertenencia.

—Belle, te he preguntado hasta dónde han llegado.

—¿Le parece que me lo diría?

—Si quisiera tu ayuda, sí.

—No me la ha pedido… ¡y no la obtendría si me la hubiera pedido!

Sarling sonrió:

—Eso me pregunto… de cualquier manera, no importa. Raikes me quiere muerto, pero no puede tocarme mientras no tenga los registros y las fotocopias. —De pronto se echó hacia detrás, sosteniéndose con sus grandes manos velludas en los brazos del sillón y habló por encima de la cabeza de Belle, ignorándola, prescindiendo de ella. Su diálogo era con un hombre ausente… el hombre que estaba esperando fuera aunque no lo supiera, pero que estaba en aquella habitación real y amenazador; más aún, el gran antagonista, sintiendo que el desafío entre ellos le producía un extraño placer.

—He de morir, pero antes tiene que apoderarse de los registros y las fotocopias. Cumplido eso, sigue mi muerte. Pero necesito a Raikes y no lo dejaré libre hasta que me haya ayudado a hacer lo que quiero.

Sarling dejó que el sillón volviera a su posición natural y meneó la cabeza.

—No puedes engañarme, Belle. Lo proteges porque estás enamorada de él. Por eso esta noche me llevo las fotocopias de aquí. Irán a la caja fuerte de la oficina de la City hasta el lunes por la mañana, y luego al tesoro de un banco. Los registros tienen que estar a mano porque Raikes los necesitará pronto.

Hazlo, pensó Belle. ¡Por favor, hazlo, cierra la puerta y que no se produzca el asesinato! Ni siquiera Raikes y Berners podían abrir el tesoro de un banco, aunque Raikes trataría de hacerlo… Alguna autorización falsificada de Sarling. Pero aquello estaba muy lejos y apenas rozó su pensamiento.

Sarling se puso de pie:

—¿Le dijiste cómo funcionaban las cajas fuertes, aquí y en Park Street?

—Aunque me lo hubiera preguntado, ¿cómo podría decírselo? No lo sé. —Sentía cólera y eso disimulaba su engaño, mientras lo observaba moverse por la habitación. Tenía arrugada la espalda del batín de terciopelo debido al respaldo del sillón.

Se volvió hacia ella sonriendo, con una mueca siniestra que mostraba los dientes desiguales.

—Eres una chica inteligente. No tendrías más que observarme y detallar mis movimientos. Él lo descubriría. ¿Lo ha descubierto ya?

—No sé nada de lo que ha hecho.

—Mentirosa. Sabes todo respecto a él. Te posee y te gusta ser poseída, te alegra darle tu amor aunque nada le importas. Te ha convertido en una mujer estúpida, Belle. Te has enamorado de un hombre que, si tiene motivos, pensará en matarte de la misma manera que piensa en matarme a mí. De manera que —había cierta calidez en el tono casi paternalista con que redondeó la frase— tengo que protegerte. La próxima semana te envío a Norteamérica. A la oficina de Nueva York. Estarás allí seis meses. ¿Te gusta? Siempre te ha gustado Nueva York cuando lo has visitado.

—No me importa donde me envíe. Es privilegio suyo. Pero me duele que piense que… bueno, que tengo algo que ver con una cosa como esa…

—¿Como qué, Belle?

—Como ayudar a ningún hombre a asesinarlo. Por el amor de Dios, ¿quién cree que soy?

Tranquilamente, apartándose de ella y dirigiéndose hacia la puerta de nogal que ocultaba el tesoro, respondió:

—Exactamente lo que eres. Una mujer deseando brindar su amor al primer hombre que le ofrece la oportunidad de liberarse. Deberías darme las gracias, Belle. El no te hubiera dado nada a cambio. Excepto quizá la muerte. Oh, sí, estoy seguro que ha pensado en matarte una vez que se libre de mí. Tendría que hacerlo. Es esa clase de hombre. No estaría satisfecho hasta no tener una completa seguridad para la vida que está planeando en Devon. ¿Nunca has pensado en eso, Belle?

Ella se puso de pie.

—No, nunca lo he pensado.

Dándole la espalda, abriendo la puerta de roble, Sarling continuó:

—Llama y diles que traigan el auto. Tú conducirás. Y es mejor que le hagas saber a Baines, en Park Street, que volvemos. Dile que llegaremos tarde. No necesita separarnos.

La puerta de roble estaba abierta. Belle se alejó, pasando por el escritorio hasta el teléfono que estaba en una pequeña mesa junto a la pared. Lo vio levantar su mano derecha y retirar la placa protectora de la puerta del tesoro. Luego levantar su mano izquierda y presionar el pulgar sobre la superficie pulida de la placa interior. Antes de que se corriera donde estaba la célula fotoeléctrica, el pequeño ojo preparado para dar la alarma, se volvió hacia ella y levantó el pulgar izquierdo sonriendo.

—Dile, cuando lo veas el lunes, que ya no soy una llave ambulante para que él la robe. Dentro de cuatro horas tendrá que asaltar el tesoro de un banco. Obsérvale la cara cuando se lo digas. No dejará traslucir ninguno de sus pensamientos. Pero sé lo que pensará: «¿Cómo podrá hacerse?». «¿Cómo?». Esa es la clase de hombre que es. Ese es el tipo de hombre que necesito.

Sarling se volvió e hizo retroceder la placa interior. Unos segundos más tarde, la puerta del tesoro volvió a deslizarse dentro de la pared de la derecha haciendo un ruido como el suspiro largo y lento de un viejo cansado.

Belle permaneció allí y lo observó entrar en la caja. A dos pasos de ella estaba la ventana del estudio. Todo lo que tenía que hacer era acercarse, correr las cortinas, abrir brevemente la ventana, detenerse de espaldas un instante, y luego dirigirse al teléfono y pedir el auto.

No puedo hacerlo, pensó. Ahora no puedo, porque Sarling está muy cerca de la verdad, muy en guardia. No lo hagas, Belle, no lo hagas. Raikes comprenderá, estará de acuerdo en que el riesgo es demasiado grande. Otra vez, otro sitio o quizá porque eso era lo que realmente deseaba ninguna otra vez, ni en ningún otro sitio. Jamás. Jamás pasar del plan y del deseo a la acción. Dos pequeños pasos hacia la ventana. Eso era lo que le había pedido. No, no podía hacerlo. Ahora supo que jamás había pensado realmente en hacerlo. ¡No, no, no, no! La silenciosa protesta era vehemente mientras se dirigía a la ventana.

Los dos hombres permanecían en la oscuridad, silenciosos, inmóviles, absorbidos en su vigilancia. La confianza que tenían en el plan tantas veces ensayado era como un imán que los fijaba en la tierra húmeda. Podían oír, a sus espaldas, en los arbustos, el revoloteo intranquilo de los pájaros nocturnos, los estorninos agrupados buscando comodidad, los faisanes con los músculos tensos durante el sueño que mantenían las garras y las patas rígidas sobre la áspera corteza. De tanto en tanto se oía una lenta sacudida de plumas, para quitarse la silenciosa acumulación de gotas de humedad. Sobre sus cabezas, en lo alto, pasó un «jet» invisible a través de las nubes, planeando en busca de un aeródromo distante, silbando con alivio ante un viaje casi terminado. El reloj que tenía en el cerebro dijo a Raikes que deberían ser las nueve. Confirmándolo, desde el otro lado del parque y de los campos, oyó la campana del reloj de una iglesia que llegaba a través del aire cargado de humedad.

Hacía una hora que estaban allí parados sin hablar. Entre ellos no había necesidad de palabras. Se habían dicho todo lo que había que decir. Conocían la casa, el parque y la noche con la familiaridad de alguien que hubiera nacido allí. En la oscuridad lo que se veía más negro era el edificio de la casa, a unas cien yardas de distancia. Ni forma ni detalles visibles, pero podían dibujar de memoria cada uno de los trazos de las ventanas separadas por columnas, las cornisas desgastadas por el tiempo, el parapeto con pilastras y huecos, los pesados caños de plomo de los desagües eduardianos, las viejas y retorcidas ramas color ciruela de la planta trepadora que se adhería como una red sobre las paredes, llegando hasta el balcón del primer piso. Dormitorio principal, cuarto de baño, dormitorios de huéspedes, cuarto de baño, el vestíbulo bañado por la luz que entraba por una gran ventana, estudio… Sólo esperaban una clara señal de luz en el estudio para entrar en acción Berners a su lado, con hongo, abrigo, una bufanda de seda blanca puesta descuidadamente alrededor del cuello, la cara en sombras, bigote hirsuto, era la imagen de un Sarling familiar.

Hacia la derecha en la oscuridad, donde estaba la casa, cerca del techo se encendió una luz y una silueta se adelantó y corrió las cortinas. En el apartamento de servicio, alguna criada, sentándose en su cama, se quitaba los zapatos y buscaba con la mano una radio de transistores, los cigarrillos y el encendedor, para tumbarse a soñar con los ojos abiertos en alguna estrella fugaz. Cincuenta años antes, en el apartamento de servicio de Alverton, Mrs. Hamilton, en aquel entonces Jennie Jago, había soñado con Mr. Right y veinte años después lo sorprendió a él, Andrew, con una de las criadas, y la había dado una bofetada primero a ella y luego a él y después, en la intimidad de su cama con Hamilton, habría meneado la cabeza riéndose por lo bajo y diciendo: «El pequeño bastardo, sólo tiene trece años y ya está metido en el asunto. ¡Los hombres, sois todos iguales!».

Entonces, a través de la oscuridad, llegó la señal. Se corrieron las cortinas en el estudio, apareció un breve rayo de luz que se difundió y murió en la bruma, vieron el movimiento de una figura y de una mano que conocían y luego la figura se volvió de espaldas, una silueta momentáneamente inmóvil. En seguida las cortinas volvieron a correrse. La luz murió, dejando en la retina una sombra gris.

Tanteó en el bolsillo los guantes de algodón. Tocó a Berners y sin pronunciar una palabra comenzó a andar poniéndose los guantes, siempre por los canteros para evitar los senderos de grava hasta las últimas cuatro yardas frente a la casa. Estaba bastante cerca ahora para distinguir el volumen del arco de la gran ventana con columnas de la planta baja. Más allá de la ventana estaba el comedor. Podría haber hecho una lista de los muebles, plata, pinturas y cristalería que había adentro.

Se dirigió hacia la derecha de la ventana. Había grava hasta la pared misma, no había canteros de tierra removida que recogieran las huellas de los zapatos. El tronco principal de la planta trepadora tenía treinta centímetros de diámetro y al crecer se retorcía como una culebra, y sus gruesas ramas laterales formaban como escalones muy adecuados para trepar. Subió, sintiendo las ramificaciones color ciruela, que parecían dedos artríticos, rozar su cara. Pasando sobre la balaustrada que corría delante de la ventana, quedó sobre el techo del balcón esperando a Berners, que lo seguía. Berners subió: los lentos movimientos de sus manos enguantadas semejaban un leve ectoplasma en la oscuridad. Permanecieron allí juntos e inmóviles durante un momento, dejando que la oscuridad de la noche los rodeara, paladeando da sensación de peligro, y luego comenzaron a andar por el techo. Las ventanas del dormitorio principal, del baño, habitación de huéspedes, la ventana del vestíbulo y un hilo de luz en el extremo de una de las ventanas del estudio. Las ventanas centrales tenían dos pies y medio de ancho y cuatro de alto. Una tenía el cerrojo de bronce corrido y estaba entreabierta.

Raikes puso un dedo bajo el marco de metal y abrió de par en par la ventana, entrando de golpe en la habitación, apartando la cortina a un lado, moviéndose con familiaridad, cegado durante un momento por las luces, recuperándose y viéndolo todo como en un cuadro vivo.

Belle estaba de pie junto a una revista, vuelta a medias hacia él, con una mano sostenía el teléfono, la cara pálida, paralizada de ansiedad, los labios entreabiertos. La puerta del otro extremo que daba al descansillo superior estaba cerrada, había papeles con notas manuscritas sobre el secante del escritorio, el pisapapeles esférico de alabastro, de un color leche grisácea, descansaba sobre el cuerpo rojo como un planeta muerto. Un gran vaso de azaleas color fuego alegraban un mueble de caoba próximo a la puerta de roble del cuarto del tesoro.

Oyó que Berners entraba detrás de él y luego sintió el roce de su manga al pasar a su lado, cruzando la habitación para cerrar con llave la puerta principal; era un Sarling en forma y apariencia que comenzaba a suplantar al verdadero Sarling.

Belle colgó y con la cabeza señaló el cuarto del tesoro. Raikes se cruzó hacia ella y se encontró con Sarling que salía, llevando bajo el brazo una caja color verde del archivo. Raikes deslizó su brazo alrededor de los hombros de Sarling, sacando ventaja de su sorpresa, y lo apartó de la puerta haciéndolo entrar en la habitación.

—Si grita —dijo Raikes—, nadie lo oirá.

Como sin importarle, Sarling respondió:

—Sin duda sabe que esta habitación es a prueba de ruidos.

Berners, desde la puerta, dijo:

—Puedo decirle qué firma le hizo el trabajo y cuánto pagó. —Le quitó la caja a Sarling y la dejó sobre la mesa.

Belle dijo:

—Las fotocopias están en la caja. Las iba a llevar a Londres esta noche, a la caja fuerte de la oficina. Acabo de pedir que traigan el auto. Voy a conducirlo yo.

Sarling, con las nalgas apretadas contra el borde del escritorio, sin mostrar temor, aunque tenía miedo, miró a Belle diciendo:

—Mientras hablábamos… ¿sabías que estaban fuera?

—Sí.

Se encogió de hombros, y miró a Raikes diciendo con su grotesca sonrisa:

—Lo sirvió bien. Espero que la recompense de forma adecuada.

Raikes buscó en el bolsillo de su impermeable y sacó los guantes de cuero, tendiéndoselos a Sarling.

—Póngaselos.

—¿Tiene otro tesoro que abrir?

—Sabe que sí. Con cualquier borde afilado podría mutilarse el pulgar izquierdo.

—Había pensado en eso.

Sarling se puso los guantes y Raikes le ató las manos juntas por delante, afirmando la argolla pero sin dañar el cuero. Cuando Sarling muriera, no debía mostrar ninguna herida, ni la piel lastimada.

En el escritorio, con la caja verde entre las manos, Berners observó:

—Está cerrada.

—La llave está en mi bolsillo derecho.

Raikes buscó en el bolsillo del «fumoir» de Sarling y tendió la llave a Berners.

—Compruebe si están el suyo y el mío.

Berners abrió la caja y comenzó a examinar un montón de pequeños sobres, cada uno con un nombre escrito.

—También el mío —reclamó Belle.

Sarling rió.

—Se quedarán con él. Sólo estas cambiando de amos, Belle. Para ti no hay escapatoria.

Berners sacó un sobre del paquete y, sin mirarla, se lo tendió a Belle.

Sarling comentó:

—Pero todavía tienen el registro.

Los dedos de Belle deban vueltas al sobre mientras decía:

—¿No puede hacerse de otra manera? Andy… estoy segura de que ahora puedes llegar a un acuerdo con él.

Raikes ahogó una súbita cólera al oír el «Andy». ¡Qué estúpida mujer!

—Se han previsto todos los acuerdos.

Apartó a Sarling del escritorio, se quitó la cuerda que se había atado a la cintura para subir y comenzó a preparar un aparejo para Sarling, una especie de red para bajarlo en la oscuridad.

Berners comentó:

—Aquí están los nuestros.

—Coja todos. Póngalos en su portafolio. Deje la caja aquí. —Luego a Belle—. ¿Cuánto hace que pediste el auto?

—Ahora mismo.

—¿Dónde están su sombrero y su abrigo?

—En el dormitorio.

—Ve a buscarlos.

La observó irse por encima del hombro de Sarling. La vio cruzar la habitación con Berners, para abrir y volver a cerrar la puerta tras de ella. Ni Belle ni nadie despertaba en Andrew ningún sentimiento de compasión. Estaba actuando como siempre había actuado, atento únicamente al plan, sin que jamás surgiera el menor atisbo de sentimentalismo, ni nada que se mezclara con su yo íntimo. Quizá por eso lo de «Andy» le disgustaba tanto. Berners lo comprendería. Berners y él habían actuado antes de aquella manera. Sin duda, del mismo modo habrían actuado Sarling y Wurther.

Sacó el pañuelo de su bolsillo cuando Berners volvió de la puerta. Lo puso frente a Sarling:

—Esto es sólo hasta que lleguemos al auto.

Sarling asintió, casi con tristeza:

—Llegaron un poco antes de lo que esperaba.

Raikes dobló el pañuelo y lo aplicó sobre la boca de Sarling.

Se oyó un golpecito en la puerta. Berners la abrió. Entró Belle con el sombrero y el abrigo de Sarling. Se los dio a Berners y luego apagó la luz del cuarto del tesoro, cerrando la puerta.

Raikes dijo:

—Me voy. Écheme una mano para salir al techo.

Raikes pasó primero por la ventana, y luego con Berners ayudaron a Sarling. Lo llevaron al extremo del techo. Raikes bajó por la enredadera, y se quedó abajo mientras Berners descendía a Sarling. En el momento en que las piernas del hombre se balanceaban libremente, Raikes lo cogió por los tobillos. No quería que Sarling diera puntapiés a los lados tratando de romper los cristales de la ventana.

Sarling llegó a tierra, se balanceó y fue sujetado por Raikes. Berners dejó caer la cuerda, el sombrero y el abrigo de Sarling al suelo. Raikes colocó sobre los hombros de Sarling el abrigo y le puso el sombrero. Envolvió la cuerda enlazada sobre su brazo, tomó a Sarling por el hombro y se internaron en la oscuridad.

Cruzaron el parque, desandando el camino andado por Raikes y Berners, bajo un grupo alto de pinos; las agujas muertas debajo de sus pies susurraban como las aguas de un lago tranquilo, cruzando una amplia extensión de un pastizal recién cortado, donde la oscuridad se vio momentáneamente agitada por el pánico de un puñado de ovejas, y luego a través de un matorral impregnado de olor de hojas mojadas, hasta un pequeño portón que daba a una carretera lateral. Raikes se quedó detrás del portón y desató la red de cuerdas que llevaba Sarling.

Esperaron, la humedad se asentaba sobre las ramas encima de ellos, el lento gotear del agua caía a tierra. Un auto pasó rápidamente por la carretera, sus faros platearon los parches de liquenes sobre el viejo portón frente a ellos. Marcando el tiempo en la oscuridad el distante sonido del reloj de la iglesia dio las diez. Estarían en Londres pasada la una de la mañana. Era una hora apropiada, no habría demasiado tránsito, ni amontonamiento de autos en los cruces donde ojos curiosos pudieran observar a los lados los otros autos y sus ocupantes.

Sarling tosió de pronto contra su mordaza, sus hombros se sacudieron en el espasmo. Raikes lo sostuvo y pensó… mañana, mañana.

Llegó un auto por la carretera, los faros disminuyeron su potencia, aminoró la marcha y se detuvo. Los faros se apagaron. Las luces laterales quedaron encendidas, iluminando pequeños conos de llovizna.

Atravesó con Sarling el portón. Berners descendió de la parte de detrás del auto y entraron a Sarling. Belle se sentó al volante mirando directamente hacia delante.

Raikes le dijo a Berners:

—Traiga el otro auto.

Sin pronunciar una palabra, Berners volvió a la carretera.

Belle conducía. Los limpiaparabrisas se movían lentamente, apartando la llovizna que a veces se hacía más intensa. Detrás de ella, mirando por el espejo retrovisor vio a Sarling, la boca sin mordaza, arrinconado en el asiento mirando fijamente hacia delante. A su lado, Raikes con el impermeable desabrochado, estaba reclinado tranquilamente, con un cigarrillo en la mano, pero el cuerpo tenso, alerta, su mente concentrada en el hombre que estaba a su lado. ¿Por qué habría ido a la ventana, descorrido la cortina y abierto? Otra Belle la había poseído, otra mujer, desconocida, ante quien había protestado, pero que siguió hacia delante, oyéndola sin prestarle atención.

Durante una hora había estado al volante y ninguno de los dos hombres que iban detrás había hablado después de los primeros segundos al subir al auto, cuando Raikes había advertido a Sarling que si hacía un movimiento para atraer la atención lo pondría contra el suelo cubierto con la manta del auto. Winchester había quedado muy detrás y las luces del tránsito de una noche de sábado se hacían más espaciadas. Durante largos trechos la noche les pertenecía exclusivamente a ellos.

Desde el asiento de detrás, Sarling dijo con calma:

—Belle…

Ella le echó una mirada por el espejo retrovisor, luego volvió sus ojos a la carretera. Vio las indicaciones en el asfalto que brillaban anunciando una curva. Los neumáticos pasaron rítmicamente sobre ellas.

—¿Sí…?

—Te he dejado cincuenta mil libras en mi testamento.

—¿Y…?

—A ningún hombre le agrada morir. Sé que no sirve de nada hacer ninguna clase de arreglo con Raikes. Pero contigo podría ser distinto.

Raikes interpuso:

—Estaba preguntándome cuánto tiempo tardaría en hacer esto…

—Contigo, Belle, debería ser diferente. Necesito tu ayuda. Quizá en cierta forma me la debas. Si hubieras seguido por el camino que ibas, hubieses ido a parar a la cárcel.

—Tal vez.

En el espejo, fugazmente, vio a Sarling levantar una mano enguantada y frotarse el bigote, con la cara oculta en las profundas sombras bajo su sombrero.

—Lo que tienes que hacer, Belle, es tan simple. Por tu propio bien y por el mío. ¿No querrás verte mezclada en un asesinato?

Por supuesto que no quería, pero estaba mezclada. ¿Qué respuesta podía dar sentada allí, sin desear estar donde estaba, pero sabiendo dónde iba…? ¡Sólo deseando que aquella maldita noche terminara de una vez! Apretó los labios, concentrándose en la carretera para no pensar, no queriendo tener nada que ver con ninguno de los dos hombres que estaban detrás de ella, fijando su atención en los detalles de la carretera que aparecían desde la oscuridad a la luz de los faros: la protuberancia de un puente de ferrocarril, las pulidas y negras chapas del parapeto de hierro, cabezas y remaches medio plateadas por la luz, un largo trecho de línea blanca perdiéndose en el oscuro horizonte.

Raikes intervino con tranquilidad:

—Por supuesto que no quiere mezclarse en un asesinato. Tampoco yo. Pero ambos lo estamos… y usted nos ha metido en esto. Usted y Wurther hace tiempo, cuando comenzaron a coleccionar hombres y mujeres. Debía haber coleccionados viejos maestros, cualquier cosa… menos hombres y mujeres. —Emitió un gruñido de desprecio—. ¿Quiere que le diga a Belle cuál será su proposición? Te dará cien mil, Belle. Será lo primero que haga el lunes por la mañana. Tienes que sacar el auto de la carretera. Desobedecer una regla de tránsito en el momento en que lleguemos a los suburbios. Patinar… destrozar el auto… Chocarlo con un camión estacionado… Cualquiera de esas cosas… y él estará libre. —La voz continuó sin cólera, sin levantar el tono, a un mismo nivel, sin la menor emoción—. Y el lunes por la mañana, Belle, serás rica. Te dará tu libertad. Lo primero que tendrás el lunes por la mañana será tu registro para agregar a las fotocopias. Si quisieras, podrías lograr mejores condiciones: doscientos mil. Meon Park… el mundo, Belle. Te ofrecerá todo lo que hayas soñado… el lunes por la mañana. Pero el lunes por la mañana sabrás exactamente dónde estarás, ¿no es cierto? Sentada frente a una máquina de escribir copiando los informes de su compañía. Y el lunes por la noche, para agregar miel a las hojuelas, irá a tu dormitorio y aunque no quieras abrirá tus piernas para poseerte. Sin embargo, si eso es lo que quieres, ¿quién puede detenerte?

Belle exclamó:

—¡Cállate! ¿Oyes? No quiero oír hablar más de mí.

Los hombres detrás de ella permanecieron en silencio.

Luego, mucho después, tanto que Belle tuvo que buscar en su mente la relación con la última conversación, Sarling dijo riendo:

—Tiene razón, por supuesto, Raikes. Le he ofrecido el mundo y adornado el trato… pero no tanto como imagina.

—Cállese y déjela en paz. Belle no puede conducir si la pone nerviosa.

Desde entonces Belle se convirtió en autómata, siguiendo las reglas de aquel oscuro juego de asesinato, establecido entre ellos. Una y otra vez los oía hablar, pero sin escuchar. Deliberadamente cerró su mente a todo pensamiento de lo que vendría después. Llevaba a Sarling a Londres. Nada más. Irían al garage del fondo de la casa, Sarling subiría las escaleras hasta su dormitorio y por la mañana lo encontrarían muerto. Así sería para ella, y puesto que tenía que ser así, estaba convirtiéndolo en realidad en su mente. Sarling iba a morir durante el sueño.

Era la una menos veinte cuando el auto se detuvo frente a la puerta del garage. El viaje a través de Londres había sido tranquilo e ininterrumpido. Belle descendió, abrió las puertas y luego entró con el auto en el garage.

Cuando volvió a cerrar las puertas del garage, Berners, todavía con el abrigo y el sombrero a lo Sarling, surgió de las sombras y entró en el garage, trayendo en la mano la cesta de Raikes. Sin pronunciar una palabra cogió el portafolio de Andrew y le entregó la cesta.

Berners y Belle entraron en la casa. Una tenue luz piloto azul brillaba sobre la puerta que cerraron detrás de ellos. Raikes se volvió hacia Sarling, sacando el pañuelo de seda de su bolsillo. Antes de que comenzara a atarlo, Sarling dijo.

—¿No hay nada que pueda ofrecerle?

—Nada.

—Cualquier otro hombre hubiera dicho: «Lo siento, nada».

—Y cualquier otro hombre hubiera hecho un intento de gritar o huir.

—Lo hubiera hecho con cualquiera menos con usted. Está bien. Me resigno. No me resigno a morir, sino a su impiedad y a mi acierto al juzgarlo. Por eso debe dejarme hablar antes de ponerme esa mordaza. Va a quitarme la vida. Eso lo convierte en mi deudor. ¿Sabe cómo tiene que compensarlo?

—No.

—De dos maneras. La primera, tal vez sea de poca importancia para mí. Un asunto sentimental. Si puede, encuentre una forma de evitar a Belle lo que se propone. Sin ella usted no estaría aquí. Sea bondadoso con ella, si puede. La gente como usted o como yo, le deben a la vida, aunque sólo sea eso, una buena acción. Déjela marcharse y hágalo por usted y por mí.

—¿Y la segunda? —No había verdadera curiosidad en su voz, solo era una pregunta simple, casi impaciente.

—Lo sabe. Ni siquiera se lo exijo, no estoy en condiciones de exigirle nada. Pero incluso usted lo hará. Sé que lo hará.

Raikes no respondió. Puso la mordaza sobre la boca de Sarling, sabiendo que en último momento Sarling podría gritar, que debía tomar precauciones ante cualquier posibilidad. Le hizo un nudo al pañuelo y aflojó el borde debajo de la nariz para que pudiera respirar.

Descendió del auto, subió la ventanilla del lado del conductor, comprobó que las otras estaban levantadas y luego se acercó a la portezuela de detrás. Sacó de dentro la cesta y de ella un envase plástico Z/93 GF 1. Destornilló el dispositivo del disparador y sostuvo el resorte presionado bajo su dedo, observando a Sarling, sabiendo que trataría de escapar, pero sin verlo como Sarling, sin pensar en él como Sarling sino como una persona cualquiera; una cosa sin importancia para él, excepto que era la última barrera entre él y la libertad. Sus ojos se encontraron con los de Sarling, algo ocultos por el sombrero. Vio moverse el cuerpo del hombre y sus manos atadas forcejear contra la cuerda, vio las locas sacudidas de su cabeza, que arrojó de pronto el sombrero, cómicamente, sobre las cejas. Raikes soltó el dispositivo y dejó caer el envase dentro de la cesta. Cerró la tapa, empujando ligeramente el centro para que entrara bien. Cerró la puerta de detrás poco antes de que el envase explotara suavemente.

Dando media vuelta se dirigió a la puerta interior, andando bajo la tenue luz azul, con la misma seguridad y decisión que hubiera tenido si el lugar hubiera estado oscuro. Sin mirar hacia detrás oprimió una llave en la pared que estaba junto a la puerta. Un extractor de aire comenzó a girar sobre la puerta del garage produciendo un zumbido constante. Atravesó la puerta y entró en la oscuridad de un pequeño vestíbulo posterior… oscuridad que estaba consignada en las fotografías hechas por Belle, en líneas y símbolos sobre papel blanco trazados por Berners, y en aquella misma oscuridad dio dos pasos sobre un felpudo de yute y luego se sentó en una silla, comprobando su posición con los dedos.

Se sentó y esperó. Y como no tenía curiosidad respecto a lo que estaban haciendo arriba Belle y Berners, ni a lo que ocurría en el garage con Sarling, porque antes se había sentado muchas veces y lo había imaginado hasta en los menores detalles, permitió que su mente se apartara de aquel lugar, dejando allí sólo su cuerpo y sus sentidos atentos y preparados para la vigilia, mientras pasaba la larga espera de una hora hasta que el gas tóxico se deteriorara y descompusiera, hasta que perdiera estabilidad y persistencia. Y mientras su cuerpo esperaba, su mente volvió a Alverton, planeando tranquilamente la restauración del vivero abandonado.

Una hora después apareció Berners en las sombras y puso una mano sobre el hombro de Raikes.

—¿Y bien…? —Su palabra sólo fue un susurro.

—Baines vino a ver si Sarling deseaba algo. No vio más que mi espalda. Miss Vickers lo despidió.

Entraron en el garage y se dirigieron al auto, uno a cada lado y sin apresurarse abrieron las dos portezuelas de delante. Volvieron al vestíbulo, cerraron la puerta y esperaron otros quince minutos en la oscuridad, uno junto al otro, sin moverse, sin correr el menor riesgo gracias al detallado conocimiento que Berners había adquirido del GF 1, sin embargo confiando únicamente en ellos mismos para decidir los límites del peligro en aquella empresa.

Cuando volvieron, el garage únicamente olía a aceite y a gasolina. Sarling estaba hundido en el asiento de detrás. Lo levantaron, Raikes lo colocó sobre sus hombros y Berners pasó delante, llevando el sombrero de Sarling en la mano.

Pasaron de la oscuridad del vestíbulo a la oscuridad del pasillo y cruzaron el vestíbulo principal iluminado por una pequeña luz. Con el ruido de sus pisadas amortiguado por la alfombra en el tramo principal de la escalera, subieron al primer piso. Las dependencias de servicio estaban en la parte superior de la casa. Una vez arriba, entraron en el estudio por la primera puerta de la derecha, bajaron las cortinas, Berners cerró la puerta tras ellos y luego encendió la luz; la puerta de roble del tesoro estaba abierta.

Descargando a Sarling de su hombro, como si fuera una bolsa de maíz, Raikes lo levantó, frente a la puerta de acero del tesoro, sosteniéndolo desde detrás con las manos por debajo de los brazos. Berners corrió la placa protectora y luego tomó la mano izquierda de Sarling, le quitó el guante, alzó el brazo con cuidado y presionó el pulgar izquierdo contra la placa maestra.

Raikes retiró a Sarling, y la cabeza del hombre cayó sobre el hombro, el peso del pequeño cuerpo pudo ser fácilmente sostenido por sus manos. Berners corrió la placa maestra. No había ansiedad en Raikes mientras esperaba unos segundos para que el dispositivo aceptara los datos y trabajara. Desde el momento en que entró en Meon por la ventana, lo que hacía se había convertido en rutina mecánica, pasando de una pequeña operación a otra sin cometer un fallo.

La puerta se deslizó hacia un lado.

—Ayúdeme con él. Luego recoja los registros.

Berners se dirigió a la puerta y la abrió. Luego cogieron a Sarling entre los dos, lo llevaron por el estrecho tramo hasta el dormitorio y lo dejaron caer en su cama. Berners salió.

Belle se acercó desde las sombras más allá de la lámpara de la mesilla de noche al otro lado de la cama, se dirigió a la puerta del dormitorio y la cerró con llave. Cuando se volvió, vio que Raikes estaba inclinado sobre Sarling y empezaba a desnudarlo.

Raikes volvió a medias la cabeza, diciendo:

—Ayúdame…

—No puedo. No podría tocarlo.

Había borrado a Sarling de su mente. Aunque había dispuesto su pijama, su bata de cama y los calcetines para dormir que siempre usaba, lo había hecho para alguien sin nombre.

Tranquilamente Raikes insistió:

—Ven acá —se volvió y la acercó a la cama—. Míralo. No es nada. No es un hombre. Sólo es algo que tenemos que arreglar. —Con la mano derecha le cogió el mentón, los dedos firmes contra su piel, y la zamarreó un poco—. Puedes hacer cualquier cosa que te pida. Quítale los zapatos.

Él la soltó y ella se inclinó junto a la cama y comenzó a quitarle los zapatos a Sarling. Una hoja de roble mojada había quedado adherida a una de las suelas. Automáticamente la quitó de la suela y la puso en el bolsillo de su vestido donde la encontraría seca una semana después, convertida en crujientes fragmentos, desaparecida la savia y quedando únicamente el esqueleto de las venas.

Lo desnudaron, le pusieron el pijama y los calcetines y lo metieron entre las sábanas. Raikes lo acomodó arrugando las almohadas, el cuerpo de Sarling todavía se mostraba dócil bajo sus manos. En aquel momento volvió a su memoria una conversación con Berners en el Royal Automobile Club, sobre el enfriamiento del cuerpo y el «rigor mortis». Un cuerpo abrigado pierde calor a un promedio aproximado de dos grados y medio por hora en las primeras seis horas… el cuerpo de Sarling todavía estaba caliente al tacto, Raikes aún sentía la sensación de calor en sus hombros, donde lo había cargado. El «rigor mortis» empezaría a producirse cuando Baines viniera a despertarlo. Muerto durante el sueño. Hora: alrededor de la una de la madrugada. Todo natural, excepto la muerte misma y tal vez hasta aquella fuera natural para un hombre como aquel, que había querido manejar a él y a otros como si fueran marionetas. Cuando un hombre trata de dominar a otros corre sus propios riesgos.

Se volvió hacia Belle. Estaba arreglando las ropas como lo hubiera hecho el mismo Sarling si hubiera llegado tarde.

—Termina rápido —dijo Raikes—. Vete a la cama y toma tres pastillas para dormir. —Se acercó a ella que estaba de pie con la camisa de Sarling en las manos, quitando los gemelos de los puños como una autómata, la rodeó con sus brazos y la besó. Los labios secos de él sobre los labios secos de ella. Se apartó, con una mano le acarició la mejilla, luego se fue.

Bajó y se dirigió al garage. Berners, sin bigotes, estaba esperándolo, llevando bajo el brazo un montón de carpetas rosas. Raikes sacó la cesta del auto, la abrió y vio los fragmentos del envase plástico sobre el fondo, luego miró en la parte de detrás del auto, para comprobar que no quedaba nada. Con los guantes puestos cogió el contenido de un cenicero y lo echó en su pañuelo, las colillas y cenizas de tres cigarrillos que había fumado durante el viaje.

Pusieron las carpetas en la cesta. Berners salió del garage y Raikes se quedó para cerrar la puerta. Eran las tres menos cuarto. Cualquier hombre cruzando las caballerizas traseras por calles laterales llevando una cesta podría ser detenido por la policía. Berners fue a pie en busca de su auto; yendo solo no provocaría curiosidad ni despertaría sospechas aunque fuera detenido. Diez minutos después oyó llegar el automóvil. Salió, cerrando con suavidad la puerta automática detrás de él y recorrió cincuenta yardas hasta el auto, subió y se fueron. Sobre el asiento, junto a Raikes, estaba el portafolio con las fotocopias de Meon.

Pocos minutos después estaban en Mount Street. Berners subió llevando la cesta y el portafolio, y con la llave de Raikes entró en el apartamento. Raikes llevó el auto a su garage y cogió un taxi para volver. Los guantes de Sarling, la cuerda y las ligaduras quedaron en el auto cerrado con llave.

Berners estaba sentado en una silla con una copa en la mano. Raikes se sirvió un «whisky», medio vaso, y se sentó frente a él. Levantó el vaso hacia Berners, asintió con la cabeza y bebió. Permanecieron en silencio. La comunidad de intereses y la firmeza del sólido lazo de su asociación no requería palabras. Permanecieron sentados. Todo lo que necesitaban era la sensación de la presencia del uno junto al otro.

Después de un rato largo, Berners dijo:

—No sé lo que Sarling habrá pagado por el escritorio de Meon. Por las fotografías pense que era un Chippendale. Pero es una reproducción. Buena, pero una reproducción.

En Park Street, en su cama, Belle estaba mirando con los ojos abiertos la oscuridad, sabiendo que las píldoras para dormir no le servirían de nada.