RAIKES FUE A DEVON a pasar la Navidad y se quedó hasta después de Año Nuevo. Mientras permaneció en Londres se mantuvo en contacto con Mary a través de cartas y algunas llamadas telefónicas desde su club. Tenía mucho que hacer en Devon. Pronto tomaría posesión de Alverton. Tenía que aprobar los presupuestos de los constructores para las modificaciones que quería llevar a cabo antes de mudarse, todavía tenía algunos muebles que comprar a través del intermediario en Exeter para el momento de su reingreso a la casa paterna. Además había que completar una cantidad de detalles. Pasó mucho tiempo con Mary hablando de los arreglos y haciendo distintas compras. Aunque no estaban comprometidos oficialmente, estaba sobreentendido que se comprometería tan pronto la casa fuera suya otra vez. Quería que el compromiso se realizara en la casa paterna de Alverton.
Mary se quedó dos días con él en su residencia actual; deshacía la cama en la habitación de huéspedes para cuando llegara Mrs. Hamilton a la mañana, una cortesía que ésta agradecía, pero que no la engañaba; tampoco lo hacían con esa intención. Fueron juntos a hacer compras, hicieron visitas, y pasearon por la orilla del río o por los páramos. Sarling, Mount Street y aquel mundo aparte que significaba Londres, parecían estar muy lejos de él. Aquella era su tierra natal y el sitio adecuado para él, le bastaba volver unas cuantas horas para sentir que lo reclamaba de forma total, como siempre lo había hecho. Pero esta vez había una diferencia que no pudo dejar de advertir. Había un cambio en su relación con Mary y le era imposible descubrir si procedía de él o de ella. En su fuero interno se lo explicaba por la invisible presencia de Belle. No importaba lo impuesto y forzado por las circunstancias que hubiera sido, ni lo auténtico que lo hubiera hecho aparecer ante Belle, el recuerdo de su relación persistía en él, también allí. Tenía la sensación de que de algo se percataba Mary. Había momentos en que cuando él se volvía, la encontraba mirándolo, pensativa. Andrew simulaba no advertirlo, y ella, como prestándose a una conspiración, cambiaba su estado de ánimo a una efervescente alegría y hablaba para tratar de convencerlo, si podía, de que no había sucedido nada.
Pero había momentos en que aquella simulación la traicionaba a sí misma. Una noche Andrew se despertó y sintiéndola próxima, estiró la mano en la oscuridad buscando su cara y acarició la línea de su mejilla. Para su sorpresa sintió la humedad de lágrimas. En la oscuridad se acercó y la besó suavemente en los ojos.
—¿Por qué? —preguntó.
Después de un momento, para que el tiempo y la oscuridad le permitieran esgrimir una defensa, ella respondió:
¿Por qué no? Porque soy feliz. Porque estás aquí y tenemos tantas cosas por delante. Cuando una muchacha es feliz puede elegir entre la sonrisa o las lágrimas. A mí me gusta llorar porque soy feliz… pero no me gusta mucho que tú veas las lágrimas. Los hombres siempre pensáis que sólo se llora cuando se es desdichado.
—Si algo fuera mal ¿me lo dirías?
—Si es algo que tuvieras que saber, sí.
La luna, en cuarto menguante, pintaba una gran espada árabe de luz fría, desde la ventana a través de la pared del fondo. Fuera había helado mucho y el césped estaría blanco, crujiente bajo los pies en la mañana.
—Tendrías que decirme cualquier cosa que fuera mal entre nosotros. —Movió su mano, deslizándola sobre la curva de un pecho, con la punta de los dedos acariciando con delicadeza el pezón, jugueteando, apenas rozándolo hasta que se levantó, endurecido.
—Tengo todo lo que deseo. No tengo problemas. De manera que déjame llorar.
La atrajo hacia sí y le hizo el amor; una extraña suavidad los guiaba y poseía a los dos. Después, mientras Mary dormía, él observaba la hoja de luz de luna sobre la pared, que había dejado de ser una espada árabe para convertirse en una espada romana, y supo que tenía casi todo lo que quería. Las cosas que le faltaban ya vendrían…
Otro día, volviendo de una venta en una casa de campo próxima a Minehead donde había estado comprando platería antigua con Mary, se detuvieron para tomar una copa al atardecer en el Anchor Inn, en Dulverton. Sentados juntos en el bar, decorado con cabezas de zorros sobre la chimenea y una trucha descomunal embalsamada en una vitrina detrás de ellos, Mary le dijo de pronto:
—Si tuvieras que hacer una lista de las cosas más importantes para ti en orden de prioridad, ¿qué pondrías primero?
—Tú, por supuesto.
—¿Porque me amas? Oh, ya sé que tienes tus propias ideas sobre lo que significa exactamente el amor. Pero dime, ¿es porque realmente me amas, pase lo que pase?
—Sí, a ti. Pero ¿qué quiere decir «pase lo que pase»?
—En realidad no lo sé. Creo que significa verdadero amor por mí. No sólo porque me necesitas como parte de un cuadro forjado en tu mente. Tú sabes; nosotros dos, Alverton, los hijos, la buena vida…
—Desde luego, quiero todo eso. Pero sobre todo eso, te quiero a ti. ¿Qué es lo que te hace preguntarlo?
Ella rio:
—Supongo que dos martinis secos…
—Toma otra copa. Esa te llevará al otro extremo —respondió Raikes riendo a su vez.
Pero ya de vuelta, en el auto, seguía recordando una y otra vez la conversación… ¿Qué está tratando de decirme? Antes ella aceptaba, lo mismo que él, el amor como un hecho. No podía estar celosa de otra mujer. Sabía perfectamente bien que él las tenía ocasionalmente. También sabían bien que cuando se casaran no tendría ninguna otra mujer más que ella… no desearía ninguna otra. En aquel momento se le ocurrió pensar que tal vez no estuviera tratando de decirle nada, sino esperando que él dijera algo. Tal vez algo de aquel asunto de Sarling se reflejara de alguna forma y ella quería estar segura de que él era el que siempre había sido.
Los faros iluminaron algo que cruzaba la carretera.
Mary preguntó:
—¿Zorros?
—No, una nutria viajera. Probablemente viene desde Barle y se dirige a Exe.
El bulto del cuarto trasero del animal en movimiento, le trajo algo a la memoria. Allá en el río de su propiedad, cuando llegaba la época de la nieve había una orilla que las nutrias convertían en un tobogán. Cuando tenía ocho años, una vez había estado de pie, oculto por un árbol cubierto de nieve, con la mano en la de su padre, y por primera vez las había visto jugar, hasta que al fin, incapaz de reprimirse, había soltado una carcajada cuando una vieja, nutria se tiró por el tobogán de espaldas, con las patas en alto y la cola moviéndose. Su risa había puesto fin a la exhibición. Tenía ocho años. Dentro de ocho años le gustaría estar allí, con una pequeña mano en la de él.
Volvió a Londres un miércoles por la noche. Aunque se sintió decepcionada de que no le hiciera el amor esa noche, Belle no lo demostró. Andrew llegaba de un mundo a otro. Necesitaba tiempo para adaptarse.
El jueves se encontró con Berners en el R.A.C. y completaron los detalles para ocuparse de Sarling en el momento en que les diera una oportunidad después de su regreso.
Después de la reunión en el club, Raikes volvió a Mount Street y aleccionó a Belle en los pormenores de su plan. Desde aquel momento vivieron pendientes del regreso de Sarling y su primera visita a Meon Park.
Aquella noche, Raikes hizo el amor a Belle, y en lo que a él respectaba no fue diferente de ninguna de tantas otras noches. Raikes la necesitaba; los dos la necesitaban; tenían que conservarla como su criatura hasta que no la necesitaran más.
Hubiera vuelto a Devon para pasar el fin de semana, pero Belle recibió una llamada de Sarling desde París, diciendo que probablemente volvería el sábado, y que ella podría llevarlo más tarde, aquel mismo día, para pasar el fin de semana en Meon.
A las ocho de la mañana siguiente sonó el teléfono en el apartamento de Mount Street. Belle contestó. Era Sarling desde París. Cuando Sarling terminó de hablar con ella, Belle volvió al dormitorio donde estaba Raikes a medio vestir, en camisa y pantalones. Cepillándose el pelo, se volvió con la corbata sin anudar sobre la camisa y sonrió. Observándolo de pie, grande y sólido, el hombre que ella amaba, sus dudas quedaron disipadas. Él se acercó, le cogió la cara con las manos mirándola, le acarició el pelo y le obligó a levantar la cara hasta la de él.
—¿Quién era?
—Sarling. Vuelve.
—¿Cuándo?
—Mañana a la hora de almorzar. Tengo que estar en Park Street para buscarlo. Luego lo llevaré a Meon. Pasará allí el fin de semana.
Él permaneció junto a ella, pero sin embargo muy lejano. Luego, sin una palabra, entró en la sala. Belle se quedó en el dormitorio, lo oyó marcar y supo que llamaba a Berners. Escuchó las cautelosas palabras que disfrazaban su verdadero significado, y que sin embargo eran captadas con perfecta claridad por el hombre que estaba al otro extremo de la línea. Ella entró en la habitación en el momento en que él colgaba.
—¿De veras, vais a hacerlo?
Raikes se volvió; su silueta maciza se recortó contra la ventana, cogió la corbata y comenzó a hacerse el nudo, diciendo sin emoción ni énfasis:
—Dentro de dos días el maldito estará muerto.
Herida por su frialdad, ella le respondió:
—Yo podría advertirle…
—Hazlo. Estropea todo. —Replicó con la misma voz tranquila—. Pero encontraré otra forma. No seguiré dependiendo de él ni un día más de lo necesario.
Se acercó a ella, la rodeó con sus brazos, la estrechó y ella supo que esta vez no iba a intentar engatusarla ni atraerla. Sabía que ella le pertenecía, sabía que jamás se lo diría a Sarling. Él la besó y se alejó diciendo:
—Sé como te sientes, es la hora antes de amanecer. Siempre es la hora más fría de la noche. Prescribo café caliente.
—Lo lamento. Supongo que no ha sido más que una reacción… Sarling que habla por teléfono y luego, de pronto, tú y Berners… y yo…
—Café… y deja de preocuparte —dijo brevemente, rozó su mejilla y se volvió a su dormitorio. Ella se dirigió a la cocina a preparar el café, dejando las puertas abiertas y lo oyó silbar. Comprendió que, por primera vez desde que lo había conocido, él se sentía realmente feliz. La llamada de Sarling era el comienzo de su liberación… estaba como quien baja las escaleras a toda velocidad, como alguien escapándose del colegio, de la prisión, silbando como un pájaro, porque los días futuros están llenos de libertad.
Sarling llegó al aeropuerto de Londres poco después de mediodía. Lo esperaba un automóvil con el chofer del Overseas Mercantile Bank. Cuarenta minutos después entraba, en el apartamento de Mount Street. Raikes, sentado en una silla junto a la ventana, leía el diario.
Sarling preguntó:
—¿Belle está en Park Street?
—Sí.
—No he almorzado. ¿Podría tomar un vaso de leche?
Durante un momento Raikes estuvo tentado de decirle que se lo sirviera él mismo. Luego, viéndolo como un muerto, decidió que sería cortés ofrecerle algún último servicio, la primera moneda colocada en los párpados de un muerto. Trajo la leche de la cocina.
Sarling se sentó y la bebió.
—Sé que tiene compromisos en Devon. Por eso pensé que era mejor venir, hablar y aclarar las cosas de manera que pueda sentirse libre durante un tiempo. Libre para hacer lo que quiera, y también para pensar en lo que quiero.
—¿En su famosa operación?
—Precisamente. —Sarling se bebió la leche y puso el vaso sobre la mesa; la nata manchó el interior del vaso con una película de un color gris blanquecino—. ¿Qué sucedió con el asunto del oro?
—Pronto me darán un precio y los detalles de la entrega.
—Bien. Hay un punto que quiero establecer con claridad. La mitad de las ganancias que obtengamos son para usted y Berners.
—¿A usted sólo le interesa lo espectacular? ¿El gran riesgo?
—Así es.
—¿No se vendrá al suelo todo esto? Berners y yo tenemos que planearlo y realizarlo. Usted sólo estará montado en nuestras espaldas, agitando la banderita.
—Ha comprendido mal. Lo que quiero de ustedes es la realización. El plan es mío.
—Es una salida cómoda para usted, ¿no es cierto? Si algo sale mal, y no me diga que no lo ha pensado, nada lo comprometerá. Estará muy lejos, un eminente financiero internacional, al que nadie sería capaz de tocar ni aunque por un momento sospecharan que debería ser interrogado. Sin embargo, dígame cuál es la tarea que debo realizar durante las vacaciones y me pondré en seguida en marcha para hacerlo.
—Muy bien. Vamos a robar oro en barras.
—Me lo imaginaba.
—No vamos a robar un banco, ni el tesoro de ningún negociante de oro en la City, tampoco un camión blindado. Vamos a robarlo en alta mar, de un barco. ¿Lo atrae?
—No. Pero podría haber atraído a uno de mis antepasados. Fue capitán con Drake. ¿De qué barco?
—De los más nuevos y más hermosos del mundo, el último de una famosa línea.
Sarling abrió el portafolio que tenía sobre las rodillas y sacó un gran folleto. Se lo tendió a Raikes. Era un folleto grande, grueso, con una cubierta blanca de papel satinado. Arriba en letras rojas decía: El nuevo «Queen Elizabeth II» de la línea Cunard.
Raikes abrió el folleto al azar. Había una fotografía a doble página de tres hombres, medio cuerpo, con uniformes de la línea Cunard: el capitán, el jefe de máquinas y el primer comisario del «Queen Elizabeth II»… Gorras blancas con la parte superior amarilla, coronada por el emblema de la línea Cunard, un león sosteniendo el mundo. Vestían camisas blancas, corbatas negras, galones sobre los hombros, ocho botones de bronce brillando en las chaquetas azul marino, cuatro galones dorados en las mangas del capitán y la cara de éste tostada por el mar y el sol, con barba, curtida por la intemperie, una cara impregnada, de personalidad, algo parecida a la de Sir Francis Drake, o quizá se debiera a la barba. La mirada de Andrew se posó en el epígrafe de la fotografía… Capitán William Eldon Warwick: «¿Qué es lo que me gusta de ese empleo?». Y la respuesta impresa, que parecía la respuesta del propio ego de Raikes: «Supongo que es una de las últimas formas de vida que quedan en que se depende de uno mismo, y se es su propio patrón». Su propio patrón… Miró a Sarling. Sarling no dijo nada.
Todavía poseído por la magnitud de la fantasía del hombre que estaba frente a él, pasó las páginas del folleto. Las imágenes saltaban ante sus ojos; una muchacha rubia vestida de rojo tirada sobre la cama de un camarote de lujo; una hélice de bronce, como de oro viejo, las seis hojas curvadas formaban algo parecido a la cabeza de algún animal prehistórico.
—Está loco —dijo Raikes.
—Al contrario, soy un hombre realista.
Andrew siguió mirando otra ilustración a doble página del nuevo barco, la obra de un artista: las frondosas palmeras del Caribe, un color amatista, y la larga y hermosa silueta del transatlántico; el casco oscuro desde la proa, la brillante marca roja de la línea de flotación; resplandecientes cubiertas y superestructuras blancas y los botes salvavidas festoneando la cubierta de botes como capullos de gusanos de seda debajo de la aerodinámica línea de la chimenea.
Raikes arrojó el folleto a Sarling. Se había recuperado por completo, su secreta rebeldía se mostraba triunfante porque al día siguiente Sarling estaría muerto, pero ni siquiera aquella certeza fue suficiente para disimular la autenticidad de su protesta:
—¡Es la cosa más disparatada que he oído!
—Por el contrario, es una proposición bastante viable.
—¡Por amor de Dios, Sarling! —Ahora estaba colérico—. ¿Qué es esto? ¿El capitán Blood y las Joyas de la Corona? ¿El hombre que robó el banco en Montecarlo? ¿El gran robo del tren correo? Me parece que se ha pasado de la raya.
—Vamos a hacerlo. Mi plan y su realización. —Sacó otros papeles de su portafolio, los metió dentro del folleto y puso el folleto sobre la mesa—. Ahí tiene material para leer. Algunos papeles sólo son informaciones de prensa corrientes y material de publicidad. Otros son notas que he redactado siguiendo la información que me ha llegado a través de mi vida de negocios. Nada es secreto. Cualquiera lo hubiera podido conseguir. Léalo.
—¿Por qué? Desde ahora puedo decirle que necesitará un ejército. Más hombres de los que tiene en sus registros. Olvídelo. ¿Por qué no me pide que le consiga las joyas de la corona? Eso quizá lo lograra.
Sarling negó con la cabeza:
—Puede hacerse. Por el momento, como probablemente ha leído en los diarios, el barco todavía no está en servicio. Está en Southampton y ha habido problemas con sus turbinas, de manera que la gente de Cunard ha tenido que cancelar las reservas. Eso significa que por el momento no podemos fijar ninguna fecha, pero lo que vamos a hacer es quitarle el oro en su primer viaje regular a través del Atlántico norte hasta Nueva York.
—Entonces es mejor que contrate un barco de guerra para que lo detenga. ¡Sarling, sea razonable! Está bien, quizá haya tenido una infancia desdichada, comprendo la forma en que se quemó la cara… pero esto es demasiado a manera de compensación. Consérvelo como un sueño…
—El oro sale del tesoro de ese barco en su viaje inaugural al exterior. No necesitamos un buque de guerra ni un ejército de hombres. Puede hacerse con dos hombres a bordo, sin violencia ni alboroto. Lleva tres mil pasajeros y tripulación. No habrá más que un par de docenas de espectadores confiados, la mayor parte curiosos, que vean la operación. Tiene mucho tiempo. Váyase y cuando vuelva me dirá cómo cree que puede hacerse. Me divierte pensar y calcular si pueden o no estar a la altura de mi plan. Dos personas, nada de violencia y el oro desaparece. —Rio, la cara fea se contorsionó, su alegría parecía infantil, se frotaba las manos con un ruido de piel seca, como podría hacerlo un maestro de ceremonias que hubiera preparado una adivinanza aparentemente imposible de resolver… «Hay tres hombres y un bote en la orilla del río, ¿cómo pasan a la otra orilla dejando el bote en la orilla dónde lo encontraron?».
Pero a Andrew nada de aquello lo divertía. Nada. En realidad, había un elemento sacrílego en él. Raikes era un hombre de Devon, el mar y sus barcos eran parte de la herencia de todo hombre de Devon. Hombres de su familia que mucho tiempo atrás habían estado con Raleigh, Hawkins y Drake, con Fisher y Beatty; sus dos hermanos habían pertenecido a submarinos, un barco era su féretro y el mar su tumba. El recuerdo de un libro de láminas de su infancia volvió a su memoria como el repentino salto iluminado por el sol de un salmón, cada detalle grabado, vivido y claro durante un segundo, el cuadro de un barco con una chimenea roja, movido por una rueda de paletas, el «Britannia», el primer Cunarder que había navegado por el Atlántico norte por primera vez en 1840 hasta Halifax, Nueva Escocia, sus pasillos alumbrados por velas y una vaca en la cubierta para proporcionar leche fresca a los pasajeros. Pasando las hojas de la memoria todos estaban allí… el «Mauretania», que tuvo durante veintidós años el «record» del Atlántico, y luego los «Queens; Queen Mary, Queen Elizabeth»… La guerra podía saquearlos, destruirlos, pero robarlos sería un acto de profanación, como llevarse los candelabros de plata de un altar.
Raikes respondió colérico:
—No me mezcle en eso.
—Lo hará. Es mejor que se acostumbre a la idea. —Sarling se puso de pie—. Se entusiasmará con el plan. Lo conozco. Volverá dentro de un mes y tendrá su propio plan. Puede llegar a ser tan bueno como el mío. Dése una vuelta por Cunard House, en Regent Street, en algún momento. Hay un modelo del barco en el escaparate. Con frecuencia voy a mirarlo. Un nuevo barco, el mejor que se ha construido jamás. Y vamos a arrancarle su corazón de oro en su primer viaje a través del Atlántico.
Se dirigió a la puerta, se detuvo, miró hacia detrás y esperó a que Raikes hablara. Dándole la espalda, Raikes se dirigió al bar. Dos gorriones se enzarzaron en una lucha en el antepecho de la ventana, dejando oír sus gritos agudos y escandalosos. Un auto frenó en la calle, las cubiertas chirriaron en agonía en su breve y violento roce contra el pavimento. Raikes cogió una botella de brandy, sirvió el líquido ámbar que giraba en su copa atravesado por el sol. Se volvió y levantó la copa a Sarling; sonrió, las arrugas que se formaron alrededor de la boca y en las mejillas parecían un acto de desafío. Inclinó la copa y bebió, vaciándola en un gesto que podía haber sido de saludo o de despedida.
Por un momento, la frialdad atravesó la euforia del estado de ánimo de Sarling, luego se volvió y abandonó el apartamento. Pero mientras bajaba las escaleras, el calor de su sueño volvió a embargarlo. Raikes le pertenecía.
Dos minutos después de que Sarling se retirara, Raikes llamó a la casa de Park Street. Belle respondió.
—Ha estado aquí. Ahora va para allá. ¿Te acuerdas de todo?
—Sí, querido… sí, sí.
Estaba nerviosa, pero sabía que tenía que ser así antes de que los acontecimientos realmente comenzaran a ocurrir.
Puesto que tantas cosas dependían de ella, él se mostró generoso.
—No te preocupes, mi amor. No hay nada que no podamos hacer entre los dos. Ahora me voy a buscar a Berners. Estaremos vigilando el sitio, los veremos llegar. Cuando haya oscurecido y él esté en su estudio (la primera vez, exactamente) asómate a la ventana. Quédate allí, dándole la espalda. Estaremos vigilando. ¿Entendido?
—Sí.
—¡Bravo, muchacha!
—Andy… Andy… supongamos que…
—No supongas nada. Saldrá como lo hemos planeado. Tranquilízate y recuerda que estaré pensando en ti cada minuto. Adiós, querida…
Colgó. «Andy». Ella había comenzado a llamarlo así últimamente, y algo enmohecido y áspero parecía rechinar dentro de él cada vez que lo oía.
Se dirigió a la caja fuerte y sacó uno de los envases Z/93, GF 1. En la cocina buscó en la alacena una pequeña cesta de merienda, la abrió, y comprobó su contenido; un rollo de treinta pies de soga de alpinista, un pañuelo grande, dos cuerdas finas de manila de seis pies de largo, dos pares de guantes de algodón negros y un par de guantes de cuero.
Mientras andaba por el apartamento, cambiándose rápidamente la ropa, y reuniendo las cosas, Raikes pensaba: ¿Para qué me molestaría en discutir con él? ¿Para evitar que tuviera sospechas? «Le arrancaremos su corazón de oro». No se dijo en un impulso. Oro en barras apiladas en el suelo del tesoro, bien abajo de las cubiertas del buque. Dos personas y sin violencia… y Berners esperándolo ahora en Wiltshire, luciendo un bigote al estilo del de Sarling, abrigo a lo Sarling, bufanda de seda y un sombrero Homburg negro… Esperando para desempeñar su breve papel como Sarling.
El folleto de la Cunard atrajo su mirada. Lo levantó y lo rasgó por la mitad dejando caer los dos trozos en la papelera.
Salió, llevando la cesta de merienda, detuvo un taxi y se dirigió a su garage y a su auto. Diez minutos más tarde atravesaba Londres hacia el oeste, camino de Wiltshire, evitando la autopista que sabía que tomaría Belle con Sarling. Tenía que preverse hasta la coincidencia de un encuentro en el camino. Porque Sarling tenía que morir.
Encendió la radio del auto y la voz de un hombre, precisa, neta, técnica, estaba diciendo: «…costó alrededor de cien mil libras y está diseñada sobre la base de una computadora Ferranti Argus 400. Sus principales funciones serán registrar datos conectados con el motor principal e imprimir el libro de bitácora de la sala de máquinas, y también hay un sistema de alarma para detectar temperaturas y presiones indebidas en la maquinaria. En resumen, no hay duda de que la computadora del “Queen Elizabeth II” es la más sofisticada de cualquier barco mercante. Otro punto interesante es…».
Raikes soltó una maldición y apagó la radio.