6

DESPUÉS DE UNOS DÍAS de estar totalmente entregada a Raikes, Belle no sentía nerviosismo, ni ansiedad por el temor de cometer algún error con Sarling que pudiera traicionarlos a ella o a Raikes. Había insistido en tener dos Minox para evitar tener que ir con la cámara entre Park Street y Meon Park. Aquellos viajes generalmente los hacía en compañía de Sarling. Lo conocía lo suficiente para saber que si él tuviera la menor sospecha de ella, sería capaz de detener el auto en la autopista y hacerla pedazos. La presencia del chofer no sería un obstáculo.

Cuando no las utilizaba, las cámaras estaban bien ocultas. La que estaba en Meon Park la escondía en su habitación, pegada con cinta adhesiva a la parte inferior del mármol de la chimenea, que nunca se utilizaba. La otra la escondía en Park Street pegada a la parte interior de la cubierta desmontable de su máquina de escribir eléctrica Olympia, en la pequeña oficina que tenía junto al estudio de Sarling.

En dos semanas fotografió y registró los detalles que le había pedido Raikes, dibujó planos de las dos casas y le proporcionó los honorarios de los sirvientes, y también las costumbres de Sarling cuando estaba en cualquiera de las dos casas. Esperaba hasta estar en Mount Street para anotar algo en un papel, y aún entonces sólo apuntaba lo absolutamente necesario. Reforzaba su propia eficiencia y su precaución natural porque deseaba hacer su trabajo de forma impecable, para ganar la estima y satisfacción de Raikes. Completamente entregada, se sentía más cerca de él, y comenzó a imaginar que encontraba la misma respuesta en Andrew. Una cosa muy distinta a hacer el amor. Raikes parecía haberla admitido en una relación más íntima, siempre serio sobre el asunto que tenía entre manos, pero afectuoso, buscando pequeñas vulgaridades y bromas, en fin, los signos naturales de un nuevo entendimiento. Algunas veces, mientras Raikes estaba sentado allí, comentando algunos detalles, deslizaba su mano por la parte superior de la pierna de ella y la acariciaba con la mente ausente, por hábito, con la naturalidad, así lo sentía ella, de una pareja perfectamente integrada y contentos uno con otro. En aquellas semanas disfrutó de una forma de felicidad desconocida hasta entonces.

Una noche en el apartamento de Mount Street, Raikes le dijo:

—Descríbeme otra vez el estudio de Sarling en Park Street. —Se reclinó en su silla, mirando el techo, escuchándola. Lo había hecho antes más de una vez y lo hizo nuevamente. Raikes casi podía ver la habitación: al subir las escaleras en el primer descansillo estaba la puerta del estudio a la derecha, la del dormitorio de Sarling a la izquierda. La puerta del estudio era de paneles de roble con herrajes de bronce muy brillantes. Dentro del estudio, forrado de la misma madera, una alfombra color chocolate con una guarda blanca. Ventanas en el extremo de la pared, que daban a un pequeño patio y jardín, y cada una tenía una alarma contra ladrones. El escritorio de Sarling contra la ventana: un escritorio estilo Chippendale de caoba, con cajones con molduras y manijas doradas cinceladas (esto lo supo por Berners después que estudió una de las fotografías tomadas por Belle) y en la pared una biblioteca de caoba. Luego, la puerta que daba a la oficina de Belle. Podía haber andado por la casa en la oscuridad… El alto reloj de nogal en el rincón a la izquierda desde la puerta principal, un escritorio también de nogal contra la pared de la izquierda y la mesa del centro, el sillón y dos sillas; dos cuadros en los espacios libres de la pared, uno de Stubbs representando un lacayo sosteniendo una yegua negra, el otro un retrato al óleo de Sarling por Graham Sutherland y, en el centro, a la izquierda de la pared, la puerta de roble que conducía a la habitación del tesoro.

Raikes dijo:

—Bien. Ahora repíteme los pasos de rutina cuando Sarling quiere dirigirse a la habitación del tesoro.

—¡Ya lo hice…!

—Hazlo otra vez. —La voz de Raikes era casi cortante—. Cierra los ojos y repítelo. Trata de recordar todo lo que hace… normalmente, quiero decir.

—Está bien… me avisa que quiere ir a la habitación del tesoro. Eso significa que me retire a mi oficina hasta que haya abierto la puerta.

—¿La puerta común de roble?

—No. La puerta que está detrás de ésa, la de la habitación del tesoro.

—¿La puerta de roble está cerrada?

—No.

—De manera que entras en tu oficina. ¿Cierras la puerta?

—Al principio solía hacerlo. Pero ahora con frecuencia la dejo entreabierta.

—¿Lo has visto dirigirse a la puerta del tesoro?

—Una o dos veces. Y no me preguntes cómo es la puerta. Está en una fotografía.

Ese era el problema. Tenían fotografías de las puertas, de la de Park Street y de la de Meon, y eran idénticas. No había disco, ni combinación, ni manijas, ni cerraduras, nada, excepto a tres cuartos de la altura del gran rectángulo de acero del borde izquierdo una placa cuadrada de bronce de seis pulgadas.

—¿Te da la espalda, pero puedes ver lo que hace?

—Sí. No manipula llaves ni nada de eso. Sólo levanta la mano y corre la chapa de bronce.

—¿Qué mano?

—Supongo que la derecha.

—No supongas. Cierra los ojos y vuelve a ver lo que hace. ¿Qué mano?

—La derecha.

—¿Y luego…?

—La puerta se abre.

—Pero tú sabes que no es así. Tú misma has corrido la placa de bronce y no pasa nada.

Era verdad, lo había hecho siguiendo sus instrucciones sólo hacía una semana. Detrás de la placa de bronce de seis pulgadas no había nada, excepto otra placa de metal liso que no era acero, sino un tipo de cromo, muy brillante. La presión de sus dedos también había corrido aquella para desvelar el acero limpio de la puerta que había detrás. Después de unos segundos la placa interior había vuelto a su posición original, probablemente activada por algún resorte oculto, pensó, Belle.

—También debe correr la placa interior. Pero lo hice, ya lo sabes, y volvió a su sitio.

—Lo sé. Ve a la pared, simula que es la puerta y repite los movimientos. Los movimientos de él. Conviértete en él, repite lo que le viste hacer.

Obediente, ella hizo lo ordenado, dirigiéndose a la pared, imaginándose Sarling y repitió lo que le había visto hacer una o dos veces, desde detrás.

Raikes preguntó:

—Cuando va andando, ¿no busca algo en sus bolsillos… llaves, algo?

—No. Sólo levanta una mano así. —Belle se sumergió en Sarling, se convirtió en él, trasladándose en el recuerdo a los movimientos del hombre, e hizo la representación… corrió la placa de bronce y luego la de cromo. Terminó la mímica.

Detrás de ella, Raikes ordenó:

—Hazlo otra vez.

Volvió a repetirlo.

—Muy bien.

Ella se volvió, descubrió una expresión de satisfacción y supo que algo había pasado.

—¿Qué hice?

—¿No lo sabes?

—No. Supongo que hice lo que Sarling hace. Pero esto lo he hecho… ya.

—No lo has hecho antes de esta manera. Te convertiste en Sarling. Fue espléndido. Y levantaste la mano derecha para correr la placa de bronce. Pero cuando simulaste correr la placa que está debajo, ¿sabes lo que hiciste?

—La corrí.

—La corriste, pero con la mano izquierda.

—¿Hice eso?

—Sí.

—¿Es importante?

—Sólo Dios lo sabe. Pero es algo para poder trabajar. ¿Por qué no la corriste con la mano derecha? Estaba levantada y lista para accionar. Pero Sarling utiliza la izquierda.

Se puso de pie, quería tomar una copa. Su cara tenía una expresión pensativa. Por encima del hombro dijo:

—Trata de observarlo la próxima vez que abra la puerta. Observa su mano izquierda. Tiene que estar al alcance de tu vista. Quiero saber exactamente qué hace. ¿Comprendido?

—Sí, pero… —rió satisfecha de haberle agradado, contenta de que en alguna forma hubiera logrado algo que él necesitaba—, se lo podrías preguntar tú mismo. Viene a verte mañana. Me pidió que te lo dijera hoy. Mañana antes de almorzar. Aquí.

Para sorpresa suya, Raikes ignoró su broma diciendo:

—Ahora dime cuál es la secuencia desde el momento en que corre la segunda placa. La puerta de acero se desliza y se introduce en la pared de la derecha, ¿correcto?

—Sí.

—Cuando se vuelve, ¿qué sucede? ¿Cómo la cierra?

—Ya te lo he dicho. Hay una especie de timbre en la pared fuera de la puerta. Lo aprieta y la puerta vuelve a ponerse en su sitio. No me preguntes si he tratado de apretarlo cuando la puerta está cerrada. Lo he hecho, no sucede nada. ¿Qué te parece si me das una copa? —Este era el tono familiar, íntimo, suave, que ahora podía reclamar.

Él comenzó a prepararle un trago, y preguntó:

—¿El procedimiento en Meon es el mismo?

—Exacto. Sólo que su estudio es diferente. Pero abre la puerta del tesoro de la misma manera. —Cogió el vaso—. Personalmente no veo cómo podrán entrar alguna vez en uno de los dos tesoros. ¿Por qué no le sigues el juego hasta hacer lo que quiere que hagas? Jamás volverá a molestarte. Te ha dado su palabra.

—¡Ese miserable tiene que morir! —respondió colérico—. Tiene que morir para que tengamos paz. ¿No puedes comprenderlo? Sarling nunca nos dejará en libertad. Ahora hacemos una cosa y mañana otra, y luego otra, y otra. Quizá te dé un descanso entre una y otra tarea, pero no por mucho tiempo. Le gusta ser dueño de la gente y utilizarla. ¡Bien, a mí no va a utilizarme!

Se acercó y le pasó un brazo alrededor de los hombros, los dedos apretándose contra su carne. Belle tenía la sensación de que el amor y ansiedad que ella sentía se los estaba trasmitiendo a él. Belle se acercó, buscándolo, queriéndolo, provocándolo. Él la besó entre la mejilla y la oreja, luego se alejó diciendo:

—Otras dos cosas. Si Sarling estuviera en Park Street o en Meon a altas horas de la noche, ¿sería extraño que cambiara de idea de pronto y decidiera ir en automóvil hasta o desde Londres? ¿Porque sí?

—No. Es como todos los hombres ricos. Sin importarle un comino el problema que ocasiona a otras personas. Ha dejado Londres a media noche… algunas veces sin telefonear de antemano a Meon. Lo he visto hasta salir de viaje muy tarde y cambiar de opinión en el camino.

—¿Siempre lleva al chofer?

—No. Con frecuencia conduzco yo. Sea en el Rolls o en mi auto, o en uno de los otros.

Más tarde, en la cama, satisfecha, con Raikes durmiendo pesadamente a su lado, mientras tenía los ojos fijos en la oscuridad, recordaba lo que había dicho con voz colérica y amargada: «Le gusta poseer a la gente y utilizarla». Pero eso también era cierto respecto a él. Cualquier cosa que hubiera pensado de ella al principio, y sin importarle mucho que su presente relación le hubiera sido impuesta, a Raikes le agradaba poseerla y utilizarla a ella. Ahora le pertenecía a él de una forma en que jamás había pertenecido a Sarling. Andrew y Berners iban a asesinar a Sarling. Iban a librarse de él. Eso significaba liberarla también a ella. Y cuando ella estuviera libre, ¿qué pasaría? ¿Todavía querría poseerla? Tenía el suficiente sentido común como para comprender que Andrew jamás se casaría con ella. Él tenía una vida en Devon. Tenía que haber, o eventualmente habría alguien allá que se convirtiera en su esposa. De acuerdo… ¿y qué importaba? No era el tipo de hombre al que una esposa pudiera satisfacer por completo. Podría conservarlo, él la desearía, querría que alguna parte de su vida fuera de ella. Al igual que Sarling, tampoco Raikes dejaría del todo algo que le perteneciera. Podría no necesitarla durante semanas, meses…, pero jamás la dejaría por completo.

Sarling estaba sentado en un sillón próximo a la ventana, con las piernas bien separadas, el cuerpo inclinado hacia adelante y las manos descansando en la parte superior de su bastón. Algunas veces bajaba aquella desagradable cabeza cuadrada y roma, hasta que el mentón descansaba en los, nudillos, una postura de gárgola, con sus ojos castaños fijos en Raikes; el pálido sol color limón que entraba por la ventana aclaraba su pelo gris.

Después de unos minutos Raikes había comprendido que Sarling estaba en un estado de ánimo completamente distinto a los que le había conocido. Se mostraba tranquilo, confidencial, hablando como si fueran antiguos compañeros.

Sarling estaba diciendo:

—Fui el séptimo hijo de un séptimo hijo. Quizá eso tenga algún significado.

—En Devon significaba que ese hombre tiene el poder de encantar a los peces, pero si alguna vez mata a uno, su poder se pierde.

—Interesante. Cuatro de mis hermanos murieron antes de cumplir veinte años. Dejé mi hogar cuando cumplí los dieciséis, y jamás volví. Era una pequeña aldea en Huntingdonshire. Esto —dejó correr un mano despectivamente a lo largo de su cuerpo fofo— se lo debo a un padre enano y a un adefesio de madre a quien le sacaron el jugo mis seis hermanos mayores. Y esto —se tocó la cara— sucedió cuando tenía veintiún años. Había hecho mis primeras cincuenta mil libras. Lo celebré con una copa y una hermosa aristócrata a quien codiciaba y que me costó quinientas libras que entrara en el dormitorio. Dejó un cigarrillo encendido sobre una caja de fósforos en el tocador, y la habitación se incendió. Me desperté pensando que estaba en el infierno, literalmente me encontré en un lecho de llamas. Desde entonces jamás he vuelto a probar el alcohol ni el tabaco. Los cirujanos jugaron con mi cara durante años. Y el resultado fue grotesco. He estado viviendo en este personaje grotesco desde entonces, me he aficionado a él y he tratado de hacer cuanto puedo por él. ¿Sabe por qué le digo todo esto?

—No creo que esté buscando simpatía, ¿verdad?

—¿De usted? —Sarling rio.

—Quizá esté tratando de justificarse. Eso también sería una pérdida de tiempo.

—¿Usted cree? Un psicoanalista le aseguraría que el resto de mi vida, desde que sucedió esto —se llevó los dedos a la cara— ha sido nada más que una compensación por tener un cuerpo pequeño y feo. Francamente todo eso es una tontería. Lo único que me sucedió a los veintiún años fue que mi cara se quemó y comprendí que la vida sería mejor sin beber y sin fumar. Aunque pudiéramos cambiar los cuerpos, estaría sentado aquí quieto, contándole mi vida, la verdad de mí mismo.

—¿Y cuál es esa verdad?

—Que cualquier forma ordinaria de vida me aburre y me deja insatisfecho. Soy un jugador. Tengo que poner en peligro mi persona y mis ideas para sentirme vivo. Después de haber hecho las primeras cincuenta mil, tenía que ser un idiota para no tener un millón en diez años, y todo sin transgredir la ley. Hice eso y no fue suficiente. De manera que de tanto en tanto comencé a apartarme de la ley. Me arriesgué de todas maneras y obtuve satisfacción y dinero. En cierto sentido soy como un hombre que siente una compulsión que no comprende, para arriesgarse en público una y otra vez. Conmigo sucede… bueno que necesito correr mayores riesgos. En esta ocasión va a ser un riesgo audaz. Por eso lo necesito a usted. Un riesgo que en años futuros, cuando los dos estemos muertos, si alguna vez se sabe la verdad, nos convertirá en leyendas.

—¡Ni muerto ni vivo quiero ser parte de ninguna maldita leyenda!

—No tiene elección. Pero como compensación ganará mucho dinero. —Levantó el bastón y apuntándolo a Raikes continuó—. Puedo garantizarles a usted y a Berners por lo menos medio millón entre los dos.

—No queremos más dinero.

—Usted no sabe lo que necesita. Jamás se ha puesto a pensarlo.

—Sé exactamente lo que necesito. Necesito tener en mis manos sus carpetas y fotocopias, y verlo muerto, y luego volver a donde pertenezco.

Sarling rio y frotó la empuñadura de su bastón contra la parte inferior de su mentón:

—Todavía no se conoce. ¿Qué cree que lo impulsó a hacer lo que hizo? ¿Vengar a su padre? ¿Recuperar la vieja casa familiar? ¿Sentir las raíces de una familia llamada Raikes más hundidas en la tierra? ¿Realmente cree eso?

—¡Lo que creo es asunto mío!

—Y mío. Si estuviera libre ahora, en el mejor de los casos duraría en libertad dos años. Entonces echaría a andar otra vez por esos mundos. Usted es un saqueador, un aventurero… no es un colonizador. Y en el fondo de su alma lo sabe tan bien que odia la idea. Cuando la verdad entra en su mente, la espanta con palabras como Alverton Manor, Mary Warburton, Devon y su familia. Aunque se libre de mí no tendría escapatoria. Por eso lo escogí entre los hombres de mis archivos. Porque es como yo… lo único que lo mantiene realmente vivo es el juego en gran escala, el riesgo en serio.

—Está loco.

—Por supuesto. Ambos lo estamos. Es una manera de decir que no somos como el 95% de los hombres. Tenemos diferentes sueños. No pertenecemos a la vida, sino a las leyendas que la vida crea.

Raikes se encogió de hombros:

—Muy bien. ¿Cuándo empezamos a convertir este sueño en realidad?

—Dentro de unos meses.

—¿Y en qué consistirá?

Sarling se puso de pie.

—Se lo diré a su tiempo.

Sarcásticamente Raikes dijo:

—Me parece que toda esta charla de su amor por correr riesgos realmente se reduce a mirar cómo los corremos Berners y yo.

—Si se refiere a la parte física, sí. Pero sabe tan bien como yo que los riesgos no sólo son físicos. Hay riesgos que un hombre puede correr en su mente, por el sólo hecho de hablar por teléfono. Arriesgarse uno mismo, su alma, su destino, su espíritu… ahí está el verdadero goce.

Raikes repentinamente aburrido por la dramaticidad de ese lenguaje, le respondió:

—Necesita un tratamiento… y sé cuál le daría si tuviera la oportunidad.

Sarling sonrió, o por lo menos hizo una fea contorsión de los músculos faciales que parecía una sonrisa. Estaba encantado.

—Eso también. Eso es parte de mi riesgo, que me impulsa más aún a estar vivo de lo que muchos hombres pueden sentir… saber que sólo tengo que cometer un error y me matará. Se lo agradezco.

—No se preocupe por agradecérmelo. Cometa ese error y le prometo que el día que lo asesine me sentiré más vivo de lo que jamás puedan estar la mayoría de los hombres.

Sarling saludó levemente con la cabeza y se retiró, y Raikes permaneció pensando en sus palabras. ¡Por el amor de Dios, un aventurero, no un colonizador! Corriendo grandes riesgos con el fin de recibir un «shock» de adrenalina. El hombre estaba loco. Pero al negar en su alma las palabras de Sarling, tenía conciencia de tener que hacerlo con más vigor del que hubiera sido necesario. Para olvidarse de las palabras de Sarling, se concentró en el problema de librarse de Sarling. Más temprano aquel mismo día se había encontrado con Berners en el R.A.C., donde habían tenido una larga discusión sobre los detalles preliminares, que ahora conocían, y ya habían bosquejado entre ambos un plan. No podía hacerse ningún proyecto final hasta que se hubiera resuelto el problema de las cerraduras de las dos cajas fuertes.

Antes de que Berners se fuera, Raikes le había preguntado:

—¿Descubrió algo sobre el gas de esos envases?

Berners asintió con la cabeza.

—Sí. Se sorprendería cuánta información es de dominio público …si se sabe dónde buscarla.

Continuó refiriéndole a Raikes detalles sobre el gas. El año anterior había habido una conferencia sobre Guerra Química y Biológica, en el Bonnington Hotel de Londres, auspiciada por la Biblioteca de Paz de J. D. Bernal, que era una institución educativa organizada para recoger material y suministrar información de asesoramiento en la lucha para asegurar el desarrollo de las plenas potencialidades de la ciencia, con el fin de construir un mundo próspero y sin guerras. El objetivo de la conferencia había sido comentar el presente nivel de desarrollo de las armas químicas y biológicas y discutir la responsabilidad ética de los científicos en relación con su desarrollo y utilización. Los trabajos que se habían leído en la conferencia habían sido publicados en forma de libro.

—Sólo por si acaso —dijo Berners—, los llamé y les pregunté qué sabían sobre un gas llamado Z/93 GF 1. Dijeron que era un gas que actuaba sobre el sistema nervioso. Lo que los norteamericanos llaman un agente V o G, conocido como CMPF, o por el nombre completo ciclohexil-metilfosfonofluoridato. Utilizado al aire libre sirve para controlar una multitud, tirando a un hombre en pocos segundos… incoloro, inodoro. Se disipa muy rápidamente. En un espacio cerrado, donde puede persistir durante más de pocos minutos, es letal. Cualquier médico, sin saber que se había utilizado el gas, atribuiría la muerte a un fallo del corazón. Y en realidad así sería. Qué agradables científicos hay en torno nuestro, ¿verdad?

¡Y tenían un cajón de eso! Recordó cómo habían caído las ovejas. Y la oveja madre había recibido todo el impacto.

Se incorporó y fue a prepararse un trago. De pronto se sintió cansado, agotado. Cuando Belle volvió, se dio cuenta en seguida que estaba áspero y un poco bebido; un cenicero lleno de colillas sobre el suelo a su lado, una mano sosteniendo el vaso de «whisky» sobre el brazo del sillón. La miró y le dijo:

—Dime algo agradable. Dime que se ha caído por las escaleras y se ha roto el cuello.

—Si así hubiera sido no serviría de nada. Todavía están los registros y las fotocopias. —Se acercó y lo besó ligeramente en la trente—. ¿Cuál es el problema?

—Ninguno. Estoy esperando despertarme de la pesadilla.

—Lo sé. —Ella se dirigió al dormitorio, se quitó el abrigo, y se retocó los labios.

Podía verlo, reflejado en el espejo a través de la puerta abierta del dormitorio, sentado en su sillón, levantando una mano y rascándose la nuca, un movimiento de exasperación que indicaba la frustración que sentía. Sabía cómo se sentía. Ahora conocía por anticipado los estados de ánimo de él. Conocía sus gestos y movimientos y frecuentemente sabía lo que ensombrecía su mente. Eso era algo que jamás había pasado entre ella y ningún otro hombre.

Volvió a Andrew, se sentó en el brazo del sillón, sabiendo que estaba guapa y advirtiendo que hasta en su abstraimiento los ojos de Raikes siguieron el movimiento de sus largas piernas cuando las cruzó y luego advirtió, pero sin hacer comentarios, su vestido nuevo color naranja.

Ella le hizo un gesto arrugando la nariz y él le guiñó el ojo.

—Tengo algo para ti —dijo Belle.

—Sabía que lo tenías.

—¡Qué detective astuto!

—Descubriste algo respecto al tesoro.

—Lees el pensamiento. —Ella estaba complacida, le agradaba sentir que existían aquellas corrientes íntimas de entendimiento entre ellos.

—Sí. Sarling se quedó en la casa la mayor parte del día. La utilizó dos veces y logré observarlo y verlo bien. Corre la placa de la parte superior con la mano derecha, utiliza sólo dos o tres dedos. Pero para la placa de abajo, levanta la mano izquierda y le pone el pulgar. Así —ella imitó el movimiento—. Lo mantiene allí con firmeza durante algunos segundos y luego corre la placa apoyando la punta de los dedos sobre el borde de la misma. Después de unos cinco segundos la puerta se abre. Evidentemente tiene algo que ver con la forma en que apoya el pulgar.

—¿Trataste de hacerlo tú?

—Sí. Después que se fue. Pero no sucedió nada cuando lo hice. Puse el pulgar izquierdo sobre la placa y la empujé y esperé. Pero después de unos cinco segundos la placa volvió a su posición anterior. ¿No te parece curioso?

Se enderezó:

—Sí, desde luego que sí. Pero tiene que ser así.

—Además hice otra cosa. Sarling había permanecido mucho tiempo en Meon Park, pero sólo estuvimos en Mount Street cuatro años. Hizo hacer muchas cosas allí antes de mudarse. Instalar la habitación del tesoro fue una de ellas. Las facturas de los trabajos y reparaciones de la casa, como lo que se hizo en Meon Park, gastos de combustibles y todo eso… las tengo guardadas. Es parte de mi trabajo. De manera que volví a revisarlas… y ¿qué supones que encontré?

Él sonrió, estiró la punta de su dedo anular hasta ponerlo sobre la pierna de ella. El contacto fue como una pequeña corriente eléctrica que la recorrió.

—Encontraste el recibo por la instalación del tesoro.

—Sí. Fue instalada por una firma de Londres. «Finch and Lyle», Compañía de Cajas fuertes. En Fitzroy Square. El recibo dice: por la instalación, etcétera, etcétera, como estaba especificado respecto al tesoro en Meon Park. La misma firma instaló ambos tesoros.

—¿No hay ningún detalle del mecanismo del cerrojo?

—No. Pero hay otra cosa además. «Finch and Lyle» es una subsidiaria de una de sus compañías más importantes. No sé si eso tiene algún interés, pero pensé que te gustaría saberlo. Es bastante curioso, ¿no te parece? ¡Tantos años con él y jamás lo advertí! Pone el pulgar de la mano izquierda sobre ella, la empuja y se abre. ¿Qué tipo de cerradura será esa?

—No lo sé. Pero voy a averiguarlo. —Se puso de pie y la atrajo hacia sí, la besó y le dijo—: ¿Qué haría sin ti?

—¿Encontrar alguna otra, tal vez…?

Raikes le rozó la mejilla con los nudillos de la mano derecha, un afectuoso contacto de su piel contra la de ella, una sensación que la conmovía profundamente.

—Sabes por qué dices eso… ¿no es cierto?

—¿Lo sé…?

—Sí. Ambos queremos salir de esto. Para lograrlo, haría cualquier cosa. Utilizaría a cualquiera. Seré sincero. Al principio decidí que te utilizaría. Que sería amable contigo para que te pusieras de mi lado. Pero no importa cómo empezó… ahora no es así. Y tú lo sabes. Lo sabes cuando te tomo en mis brazos, cuando estoy acostado contigo, o cuando estamos sentados tranquilamente en nuestros sillones leyendo, ¿no es verdad?

—Bueno… sí. Supongo que sí…

—No supongas más.

La acercó y la besó. Sintió que ella se adhería a él, con todo el cuerpo temblando, con una patética y abierta necesidad de él. La apretó como si la misma necesidad existiera en su persona. Pero en el frío y remoto laboratorio de su mente sabía que había llegado a una etapa en que podía contar con ella como con un factor constante, inconmovible, un módulo que sería de toda confianza en los cálculos de él y de Berners hasta que Sarling estuviera muerto… y entonces tendría que morir ella. En su mejilla sintió el cálido contacto de una lágrima de felicidad que corría por el rostro de Belle, mientras él consideraba la mejor manera de manejar aquel asunto de «Finch and Lyle». Todavía no tenía por qué molestar con aquello a Berners.

Raikes tomó una habitación bajo otro nombre, en el Brown’s Hotel en Dover Street. Desde allí llamó a «Finch and Lyle» y habló con el director de ventas. Explicó que era socio de una firma de arquitectos en el norte de Inglaterra, diseñadores de una nueva fábrica que instalarían para una firma de alfombras muy conocida en Irlanda del Norte. Estaba consultando distintas firmas sobre el equipamiento de un tesoro para dicha fábrica. Especialmente estaba interesado en modelos de puertas, cerraduras, manivelas y seguros. El contrato sería por varios miles de libras… El director de ventas se mostró muy interesado. Raikes tuvo la impresión de que el gerente estaba procediendo como aquel tímalo de invierno en el río, que surgió de pronto, atrapó la mosca, se tragó el anzuelo y se hundió otra vez.

A la mañana siguiente pasó dos horas en las oficinas de «Finch and Lyle» repasando sus catálogos e inspeccionando muestras de sus productos; luego invitó al director de ventas a almorzar, preparándolo con tres grandes «pink gins» para llevarlo luego a un estado de excelente disposición y bonhomía con una botella de borgoña y dos «brandys» con el café. Raikes dejó deslizar que al día siguiente almorzaba con un representante de otra firma…

—«Naturalmente, amigo, uno tiene que estudiar el terreno, pero sus dispositivos parecen ser lo que estoy buscando», sabiendo que un matiz de ansiedad hacía que una víctima predispuesta se precipitara.

Almorzó con el hombre nuevamente y esta vez habló sin mayor entusiasmo de la otra firma que había visitado e insinuó que «Finch and Lyle» tenía prácticamente el contrato… «Estrictamente sobre una base competitiva, amigo, usted sabe», con un guiño… entonces no había razón alguna para que no se insinuara algo, si las cosas iban bien. Dos días después, pasados ostensiblemente en una excursión a las Midlands, invitó al director de ventas a comer. Se granjeó su amistad con comidas y bebidas, y luego comentó que el presidente de la compañía de alfombras deseaba un pequeño tesoro junto a su despacho:

—Algo de un matiz especial. Siempre anda en busca de cosas nuevas, me gustaría encontrar algo que realmente le agradara, algo de lo que pudiera alardear.

Vencido, dominado, como el pez panza arriba, como si fuera a caer en la red, el mismo pez se dejó atrapar.

—¿Sabe que podríamos tener exactamente lo que busca? Todavía no se producen en escala, pero hemos hecho algunas muestras. Son muy ingeniosas. En realidad, están en nuestra lista secreta. Le diré quién tiene un par de ellas. El presidente de nuestro Grupo. Usted comprende, la dificultad está en bajar los costos, para un mercado masivo.

Le dijo a Raikes todo lo que quería saber. A medianoche, puso al hombre en un taxi, y se separaron como dos buenos amigos. Raikes volvió al norte. Dos días después, con Belle como secretaria, regresó dando muestras alternativamente de decepción y de ira, diciendo que todo el maldito proyecto se había ido al diablo, que habían tenido problemas con las autoridades de Irlanda del Norte con respecto al lugar y a la financiación, que aunque el asunto no estaba definitivamente desechado, no le gustaba el giro que habían tomado las cosas:

—Lo llamaré en el momento en que surja alguna novedad… —Por supuesto, la llamada jamás se produjo.

Acomodándose con un vaso en la mano mientras Belle estaba ocupada en la pequeña cocina, pensó que era precisamente la información que necesitaban para enviar a Sarling tranquilamente al otro mundo y poner a buen recaudo las fotocopias de Meon y los registros de Mount Street. Una cerradura con las huellas digitales del pulgar. Las patentes provisionales estaban aprobadas, pero el proyecto presentado, aunque no era un secreto total, todavía no estaba listo para la producción en masa. Se aplica el pulgar en el limpio metal, haciendo una huella digital clara. Se desliza la placa y en una parte interior, una célula fotoeléctrica controla los resortes y combinaciones, ajustando la nueva impresión digital con la maestra instalada. Si ambas coinciden, otros resortes hacen retroceder las grandes barras del cerrojo y la puerta se abre. Si se aplica un pulgar diferente sobre la placa, la célula fotoeléctrica lo rechaza y vuelve a poner la placa en su sitio, corriéndola automáticamente, y la puerta permanece cerrada. Berners se mostró fascinado cuando se lo explicó. Era el tipo de dispositivo que Berners adoraba, por mucho que prefiriera el siglo XVIII al siglo XX. Lo que venía ahora, no era más que rutina. Sarling moriría, Raikes y Berners estarían libres y entonces tendrían el problema comparativamente menor de deshacerse de Belle, atareada ahora en la cocina, canturreando contenta, como si llevaran años casados.

En la cocina, preparando la comida, Belle se inclinó sobre una pequeña mesa donde estaba abierto un libro de recetas, mientras dos corrientes de pensamiento cruzaban por su mente. El libro decía: «Hierva los pescados en vino blanco durante diez minutos, luego córtelos en cuartos…». Él había dicho: «Se abre con el pulgar de Sarling, no comprendo del todo la parte técnica del asunto. Pero así funciona». Y el libro: «Sumérjalos en un poco de mantequilla con champiñones y perejil. Agréguese un poco de harina y bastante líquido de la cocción hasta formar una salsa espesa». Oh, Dios, ¿por qué no tendría el sentido de la cocina como otras mujeres? ¿Qué quería decir eso de sumergirlos en mantequilla? Andrew estaba cambiando. No cabía duda. Y había sido franco al decirle lo que le había dicho. Que había pensado utilizarla. Ella siempre lo había sabido. Pero ahora no era lo mismo, algo estaba pasando. «Fría todo junto durante unos minutos». Y esperemos que salga bien, los pescados y lo que había entre ellos. ¿Vino blanco? ¿A qué tipo de vino se refería? ¿Dulce o seco? Se enderezó quitándose el pelo de los ojos. Tenía de ambos vinos. Mejor sería mezclarlos por partes iguales.

Berners estaba sentado cerca de la ventana, con papeles, fotografías, notas y planos esparcidos delante sobre una pequeña mesa Reina Ana. El día estaba brumoso, con una luz dorada que se filtraba por una ventana baja. Mañana, pensó Berners, iré a Meon Park para estudiar sobre el terreno lo que ahora tenía ante él en los planos y las fotografías. Conocía Park Street, podía cerrar los ojos y deambular por dentro de la casa con la seguridad de un gato en la oscuridad, podía entrar desde la calle en el comedor sin ser visto y llegar hasta el aparador para coger el botellón de jerez sin la menor vacilación. Meon Park comenzaba a ser una cosa vivida para él, pero hasta que realmente lo hubiera visto con sus propios ojos sabía que no lo poseería completamente. Sorbió con un suave placer su vaso de vino del Rhin, un placer que, cosa curiosa, no había experimentado desde que se había retirado de los negocios con Frampton.

Con minuciosidad repasó el amplio plan que había ideado a raíz de que Frampton le hubiese comentado lo de la cerradura a presión del pulgar. La operación tendría que empezar en Meon Park. (Esto se debía a que en Park Street había menos sirvientes que en Meon, y cuando menos sirvientes hubiera tanto menor sería el riesgo de ser observado o perturbado en la fase final de la operación). Sarling tenía que estar en Meon, tenía que ser vencido y sorprendido, cuando la puerta del tesoro se abriera, con la presión de su pulgar izquierdo…, Sarling amordazado o inconsciente, Sarling sabiendo exactamente lo que le esperaba, comprendiendo el plan de ellos y su propia impotencia. Se alegraba de que el plan fuera tan complejo y peligroso. No hubiera habido placer, sino tedio, en una tarea que pudiera lograrse con facilidad. Con el tesoro abierto en Meon y las fotocopias en sus manos, Sarling tendría que cambiar sus planes, pedir un automóvil y anunciar que partía para Londres. Excéntrico, arbitrario, bajando por las grandes escaleras de nogal, hasta un auto que los esperaba con Miss Vickers al volante, las luces de detrás alejándose por el sendero flanqueado de olmos, un débil hilo de humo flotando blancuzco durante un momento detrás del auto… Sólo que no sería, no podía ser Sarling. Tenía que ser él, Berners. La altura y la conformación física eran muy parecidas… Berners no sentía ni temor ni aprensión al pensar en aquello.

En alguna parte de la carretera el auto tendría que detenerse para recoger al verdadero Sarling y a Raikes. Dejó correr sus pensamientos, imaginando todo, modificando de cuando en cuando algún aspecto del procedimiento, haciendo los inevitables ajustes, buscando los fallos. Los envases de gas no hacían mucho ruido cuando explotaban, pero los fragmentos tendrían que ser recogidos. Vivo o muerto las huellas de su pulgar quedarían impresas en Mount Street… Ingeniosa la cerradura con las huellas del pulgar… pero suponía ciertos peligros. Todas las cerraduras los tenían. No había una cerradura que el hombre no pudiera romper o darle la vuelta. Sus divagaciones le trajeron a la memoria una cerradura que había visto cierta vez en el Victoria and Albert Museum. Buscó el nombre del fabricante. Una antigua cerradura con detector… Sí, era Johannes Wilkes de Birmingham… Siempre le había gustado eso de «de Birmingham… Johannes Wilkes de Birmingham Fecit». Bien, la muerte de Sarling podía estar firmada «Aubrey Catwell Fecit»; Sarling muerto, la muerte confundiéndose con el sueño; la cara desapacible, roja, manchada y fea convertida en una máscara yerta. Luego a la mañana siguiente, el criado corre las cortinas, mira fijamente al bulto sobre la cama, ese bulto que una vez fue algo vivo, y siente sorpresa pero no piedad, ni tampoco dolor, porque los hombres como Sarling no se abren camino hacia el corazón de otros hombres.

Estaba sentado planeando hasta los menores detalles, porque esa era la diferencia entre él y Frampton. Frampton estaba fuera, al otro lado, aportando confianza y seguridad, la palabra exacta y la manera de llevar a cabo sus contactos con el público; los dos formaban una combinación que sólo una vez mostró un fallo insignificante en su fabricación y ejecución. Aunque había sido culpa de Frampton, no lo condenaba ni sentía cólera ni pesar. En cierta forma se había alegrado. Le había proporcionado el problema que ahora lo absorbía. Quizá, después de todo, se estaba empezando a cansar de su breve estancia en Brighton.

A la mañana siguiente a las diez, Sarling llegó al apartamento de Mount Street. Raikes estaba solo. Permaneció durante quince minutos sentado en el sillón próximo a la ventana, y habló con muy pocas interrupciones por parte de Raikes. La voz precisa, autoritaria, el presidente revisando una situación, una vez tomada la decisión, impartiendo instrucciones para el programa de trabajo, y respondiendo con destreza a las pequeñas interrupciones. No había ningún ablandamiento momentáneo de su personalidad, ningún toque de cordialidad o reconocimiento del antagonismo entre ellos. Raikes estaba oyendo una exposición y luego órdenes.

Cuando se levantó para irse, Raikes preguntó:

—¿Y de dónde proviene este material?

—Eso lo sabrá más tarde.

—¿Y mi tarea será conseguirlo?

—Por supuesto.

—¿Por qué no puede darme los detalles ahora?

—Todavía no es necesario que los sepa. Primero tenemos que ocuparnos del mercado. Tiene los datos que necesita para eso.

—¿Y también en esto debo aparecer como el principal?

—Si.

—Pero este hombre, si tiene un poco de sensatez, sabrá que no lo soy.

—Por supuesto que lo sabrá. Él tampoco es el principal. En este tipo de negocios los principales jamás aparecen. En realidad, rara vez se los conoce. Todo lo que tiene que hacer usted es presentarse a él, y hablarle del negocio.

—Puede desear saber de dónde viene el material.

—Si le hace esa pregunta, levántese y váyase.

En la puerta, Raikes le dijo cortante:

—¿Sabe? Algunas veces tengo ganas de mandarlo a usted al infierno. De decirle: que le vaya lo peor posible, yo me retiro.

—Naturalmente, pero es sólo una fase emocional. Sabe que no puede hacerlo.

Cuando Sarling se marchó, Raikes se dirigió al teléfono y marcó un número. La voz de un hombre se oyó en el otro extremo:

—¿Sí?

—Tony ha vuelto y quiere una cita —dijo Raikes.

—¿Cuál Tony? —No había ni emoción ni curiosidad en la voz.

—El de Applegate.

Raikes oyó que colgaban y la línea quedó muerta. Colgó también, fue hacia la ventana y encendió un cigarrillo. Era una pesadilla, fría, desolada, y él era el principal protagonista.

Cinco minutos después sonó el teléfono.

La misma voz en el otro extremo exclamó:

—¿Tony?

—Sí.

—Hoy a las cuatro. En el Ritz. Habitación 97. Suba directamente. No llame. Entre.

—Gracias.

La línea en el otro extremo quedó muerta.

A las cuatro de la tarde. Raikes entró en el Hotel Ritz. Había una boda en el vestíbulo principal; hombres en trajes de calle con claveles en las solapas, chicas con tacones altos, vestidos de seda y un torbellino de elegantes sombreros… así sería cuando él y Mary se casaran… chisteras, flores, los «flashes» de los fotógrafos y el ruido de los corchos de champaña… la mitad del condado y la misma charla y risas en voz alto… Raikes llevando a su novia a Alverton… Raikes ahora, pensó, subiendo en un ascensor para hacer un trato… oro en barras que aún tenía que robar. «Tony ha vuelto y quiere una cita». ¿En qué mundo lo estaban precipitando?

Abrió la puerta del número 97, atravesó un pequeño vestíbulo hacia la puerta abierta de una sala. Estaba amueblada en tono verde: alfombra verde, diván y sillas verdes. Las cortinas eran verdes y blancas. Un florero de crisantemos sobre una mesa, en grandes copos de amarillo, bronce y rojo. Un hombre estaba sentado en un pequeño escritorio, escribiendo. Se volvió, sonrió a Raikes y saludó con la cabeza señalando una silla con la mano, un movimiento que hizo vislumbrar un puño blanco duro y el resplandor del gemelo de oro. Tendría unos treinta años, piel tostada por el sol, pelo oscuro y su aspecto era limpio, como recién lavado y planchado. Sus dientes brillaban y el blanco de sus ojos era saludable, la expresión sonriente y amistosa. Todo en él respiraba la calidez del sol mediterráneo; hasta sus menores movimientos eran tranquilos y seguros, sabiendo de dónde venía y a dónde iba, contento con su mundo secreto; reposado, con un suave aire de conocer los arcanos rituales que se le exigían, como si hubiera nacido totalmente equipado, adulto desde niño, destinado para llenar su nicho a la lujosa media luz del submundo donde gobernaba el oro.

—Hay cigarrillos en aquella caja, si fuma. Discúlpeme un minuto. —Volvió la espalda y continuó escribiendo. Era una pausa psicológica, de amistosa comprensión, como para dar a Raikes un momento para tranquilizarse.

Raikes reconoció con sorpresa que estaba nervioso y poco preparado para la entrevista. Cogió un cigarrillo de su propia pitillera y lo encendió. El hombre se volvió al oír el ruido que hizo el encendedor y luego hizo girar su silla hasta ponerla frente a Raikes.

—¿Quiere que vayamos directamente al asunto? ¿Sin una cortés charla preliminar?

—Sí. —Su voz ocultó el resentimiento que sentía dentro de él. El hombre se mostraba amable porque sabía que Raikes estaba nervioso.

—De acuerdo. ¿Cuál es la oferta?

—Quiero un precio, en especial para barras de oro. De cuatrocientas onzas. También podrían haber barras de un kilo.

—¿Cuántas de cada una?

—No es nada seguro. Pero cualquier cosa desde cincuenta a cien barras grandes. Las barras de kilo…, no lo sé. Pero eso no es obstáculo para que se fije un precio.

El hombre sonrió:

—Nada es obstáculo para que se fije un precio cuando hay buena voluntad por ambas partes. A 35 dólares la onza, que es el precio del Tesoro de Estados Unidos, las de 400 onzas valen alrededor de 14 000 dólares la pieza. Las de un kilo, digamos 1120. Ese no es nuestro precio, por supuesto. En el mercado libre el precio oscila entre bastante más de 40 dólares la onza, para arriba. Las barras grandes tendrán que ser fundidas. Para nuestro negocio nos gustan las de un kilo o las barras pequeñas, como ésta.

Metió la mano en el bolsillo y arrojó algo a Raikes, éste lo tomó en el aire. Era una pieza de oro de la forma de una tableta de chocolate grande.

—Una barra de 10 tolas. Las están almacenando por millones en lugares como la India, y todos los países del Este. Esa gente no tiene mucha fe en el dinero papel. El oro es el oro. Jamás cambia. ¿Su material procederá de Londres?

—Probablemente.

—¿Fecha de entrega?

—En abril.

—¿Dónde? Afecta el precio.

—Me gustaría que me diera un precio para Inglaterra y otro para el continente.

—Bajaría mucho si la entrega es en Inglaterra. Se lo daremos, pero «preferimos el continente». Eso elevará su costo operativo pero no tanto como la diferencia de precios. ¿Y en cuánto al pago?

—¿En dólares?

—Como diga. —Sonrió—. Piastras vietnamitas, o «riels» camboyanos, si lo desea.

—Dólares. Depositados en el extranjero.

—Cuando se haya fijado el precio, me indicará los detalles. Cualquier banco que desee; Suiza, Beirut… pero cuidado con lo que elija, porque si nuestro precio es en dólares tendremos que estar atentos a los índices de cambio. No le importa que le diga eso, ¿verdad?

—¿Debería importarme?

—Es que tengo la impresión de que es la primera vez que maneja este tipo de mercadería. Puede ser un negocio traicionero. Pero no tiene que preocuparse respecto a mí. Fijamos un precio, usted entrega y nosotros pagamos. En este negocio si defrauda a alguien una vez, no consigue más negocios. Se corre la voz. Alguna vez los muchachos más jóvenes, agentes y corredores trataron de hacerlo… y bien, tuvieron que dejar el negocio durante el resto de sus vidas. Los encontramos y arreglamos las cuentas donde quiera que vayan. De manera que para su tranquilidad le advierto que dentro de su propio marco, sea estrictamente honesto. Sólo somos hombres de negocios operando en un mercado que los mismos gobiernos han creado con sus reglamentaciones, como la fijación del precio del oro o incluso rehusando a sus ciudadanos el derecho de comprar o conservar oro. El precio oficial es 35 dólares la onza. Puede lograr cualquier cosa entre 40 y 60 dólares y más en el mercado negro, pero de las diferencias sacamos todos los gastos y pérdidas que tenemos. He conocido al capitán de un «dho» del puerto de Dubai que, en la travesía desde el golfo de Persia hasta la India, echó su cargamento por la horda en una emergencia y jamás lo recuperó. Hicimos frente a la pérdida… eran 130 000 dólares. Pero el capitán hizo lo que debía hacer y todavía trabaja para nuestra organización. Lamento si charlo demasiado, pero no quiero que se haga ideas equivocadas. Puede confiar en nosotros.

Los dientes blancos relucieron:

—¿Y usted puede confiar en mí?

—Alguien nos dio su número de teléfono, y usted pronunció la palabra «Applegate» y un número de teléfono. Ahí radica la confianza. —Se puso de pie—. Llame al número que sabe dentro de un par de semanas, y entonces tendremos algo para usted.

—Gracias. —Raikes se puso de pie y le tendió la barra de diez tolas.

El hombre negó con la cabeza:

—Quédese con ella. Désela a su novia. Como ciudadano del Reino Unido no le está permitido tener oro, pero dudo de que le traiga alguna molestia.

Acompañó a Raikes hasta la puerta, le tendió la mano y agregó:

—No se ocupe de comprobar el nombre cuando llegue abajo. Estoy registrado como Benson. Muy inglés, ¿no?

Por primera vez en la vida Raikes se sintió incompetente, casi humilde. Se sintió como un empleado nuevo, inexperto, realizando las cosas que le ordenaba el patrón sin comprenderlas por completo. Para él era una novedad e inmediatamente se sintió molesto. Estaba acostumbrado a ser su propio amo y a navegar en aguas que conocía bien. Nada de lo que acababa de suceder le parecía real. Era un juego de engaños donde tenía que simular que un día estaría completamente involucrado en una operación concebida en la mente de Sarling. Pero no iba a dejarse involucrar en nada. Sarling iba a morir, y él volvería a Devon. No podía interesarse realmente en el mundo del contrabando de oro porque sabía que jamás se metería en él. Cincuenta barras de 400 onzas cada una a 14 000 dólares… 700 000 dólares, cien de aquellas barras sumarían 1 400 000 dólares; casi llegaría a tres cuartos de millón de libras. ¿En qué clase de locura estaría pensando Sarling? Aquel hombre tenía que ser derrotado. Se detuvo a medio camino de Bond Street y sin preocuparse por la gente ni el tránsito, dejó caer la barra de diez tolas en una alcantarilla… eso iba por Sarling y Benson…

Cuando se encontraron en el R.A.C. Berners dijo:

—No puede ser tan estúpido como para pensar en asaltar un banco. ¿Quizá en asaltar a uno de los negociantes en barras de oro? ¿O acaso mercancía en tránsito?

Tranquilo ahora, serenado por la presencia de Berners, otra vez dueño de sí mismo, sabiendo exactamente dónde pisaba, Raikes respondió:

—No sé qué es lo que Sarling está pensando. Simplemente no voy a tomar parte en ello. ¿Ha estado en Meon? ¿Cuándo podría estar listo?

—Estoy listo. Sólo necesitamos que nos avisen con unas cuantas horas de anticipación que Sarling va a pasar la noche en Meon Park. Con el tiempo suficiente para llegar allí antes que él.

—Mañana sale para el extranjero. Para tres semanas, según Miss Vickers.

—Mejor. Eso nos da tiempo para que tengamos una reunión final en la que le daré los detalles. Luego podrá aleccionarla a ella.

Raikes meneó la cabeza:

—Me preocupa este asunto del oro. Ese Benson sentado ahí, como si estuviera conviniendo la entrega de alfombras… un negocio correcto y a la vista de todos.

Berners sonrió, echando para atrás su pelo claro:

—Usted hizo lo mismo, sólo que a una escala menor y con distinta mercancía. Obviamente fue Sarling quien lo metió en esto. Para él nada era difícil. La mayor parte de estos millonarios internacionales guardan oro en alguna caja de caudales en el extranjero. Por muy respetable que sea tendrá contactos, probablemente algún magnate del petróleo o naviero griego que no tendría más que darle un número de teléfono y algunas frases en código y luego olvidarse del asunto. Por lo que sabe, Sarling puede tener interés en el contrabando de oro a Oriente. Estaría tan lejos del verdadero campo de las operaciones que jamás podrían relacionarlo con ellas. Debo decirle que me gustaría saber cuál es su proyecto antes de terminar con él.

—¿Por qué?

Berners jugueteó con unas migas que habían quedado sobre la mesa.

—Porque podríamos pensarlo bien y decidir hacerlo… por nuestra cuenta.

—¡Por mi parte no! Solo tengo deseo de eliminarlo para poder volver al sitio de donde vine. ¿No le pasa lo mismo a usted?

—Sí… supongo que sí.

—Bien, entonces eliminémoslo.

—¿Y la muchacha?

—A ella también. Pero eso tendrá que esperar, y parecer un accidente. Además, no le estoy pidiendo que intervenga en eso. Lo haré yo.

Berners movió la cabeza:

—Lo haré con usted. En este asunto lo haremos todo juntos. —Consultó su reloj—. Tengo que alcanzar el tren.