5

EN EL TREN LEYÓ los diarios de la mañana. No había habido ninguna noticia el domingo respecto al robo del depósito. Pero todos los diarios habían publicado en alguna parte, como una noticia de segundo orden, un informe sobre el asalto a un depósito del ejército en Kent, donde no se había robado nada de importancia. Raikes tuvo la impresión de que las autoridades habían decidido echar tierra sobre el incidente. Se puso a leer «The Times» y se olvidó del depósito y de todo lo que se refiriera a Londres. Lo relacionado con Belle Vickers lo había dejado detrás en el momento en que cerró la puerta del apartamento.

Estaba tomando su primera copa antes de comer, cuando sonó el teléfono. Era Belle. Sarling había vuelto y ella se había puesto en contacto con él, informándole que el asunto del depósito había sido un éxito. Sarling dijo que no quería ver a Raikes durante una o dos semanas, pero que ella, Belle, tenía que permanecer en el apartamento. Cuando terminó de trasmitirle el mensaje, Raikes tuvo la sensación de que Belle quería seguir hablando, que quería mantener contacto a través del hilo el mayor tiempo posible. Contando con su comprensión, él le dijo que tenía invitados, y que no podía seguir hablando. Volvió a su bebida. Cualquiera que fuera el papel que tuviera que desempeñar con ella en Londres, no quería que ni el más mínimo eco de aquel asunto lo siguiera hasta aquí. Pero a medida que comenzó a apartarla de su mente, se le hizo más vivo el recuerdo de su cara cuando le había hecho el amor la mañana siguiente a su segunda noche. Los ojos cerrados, los labios entreabiertos, apenas respirando, una expresión tan frágil y muda como la de un niño dormido; la cara de una extraña bajo la suya: sin arrugas, sin tensiones, bañada de una inocencia nueva. Durante unos cinco segundos se había sentido curiosamente conmovido, sin esa fiebre de posesión, sintiendo surgir una lenta urgencia de proteger y amparar lo que trasmitía aquella cara bajo la suya. Recordándolo ahora, pensó que la próxima vez tenía que mirar la cara de Mary. Quizá fuera algún rocío trascendental que las bañaba a todas cuando caían en una cálida e irreflexiva bienaventuranza. «Rocío trascendental», por amor de Dios… ¡eso era algo nuevo para él! Todo lo que deseaba era que ella se le entregara, que estuviera de su parte contra Sarling… y sabía que cuando volviera a Londres lo obtendría. Belle estaría dispuesta a ayudarlo.

La mañana siguiente, después de telefonear a Mary, se dirigió a Alverton Manor a hablar con el propietario que se iba. Se quedó sentado en el auto, en la mitad de la entrada, mirando la casa de piedra, las paredes y columnas de las ventanas. Conocía cada una de las ventanas, cada uno de los bordes, cada chimenea y espacio del techo. Había trepado por todos ellos, se había caído de algunos, conocía los agujeros en la mampostería donde hacían sus nidos las cornejas, y el punto exacto en que se entrecruzaba la enredadera de Virginia donde los cazadores de moscas tenían dos crías por año. Conocía la parte externa y la interna como se conocía a sí mismo, a su piel y a sus entrañas. El maldito dueño actual había agregado un techo bajo de cristal, algo así como una moderna «loggia» en un extremo. Lo primero que haría cuando tomara posesión de la casa sería echar abajo aquella «loggia», porque estaba en el sitio donde su madre tenía una pequeña huerta. La huerta tenía que volver a estar donde siempre había estado, para Mary. Pasó una hora recorriendo y haciendo un inventario de los muebles que le gustaría conservar, sin aceptar nada más que los muebles que habían pertenecido a su padre y se habían subastado. En la casa que habitaba ahora tenía algunos de los que habían quedado, y un intermediario en Exeter estaba rastreando y comprando para él los que todavía le faltaban.

Mientras se dirigía en automóvil hacia la casa de Mary aquella tarde, llevaba en un maletín el pequeño envase plástico que había sacado del cajón Z/93. Iba a salir con Mary a comer fuera, y luego a bailar a casa de unos amigos, pasando la noche con ella. Pero, antes de eso, elaboró un plan: hizo un largo desvío, sabiendo exactamente dónde quería ir.

Se dirigió a Dukery Beacon desde el lado sur, sobre Porlock Road. En la parte superior del páramo había una pequeña carretera lateral que llevaba desde la cima al valle profundo en el que se había construido un dique para formar una reserva de agua. Salió de la carretera antes de doblar. Era un día gris, las nubes estaban bajas y un viento continuo esparcía una especie de velo de fina niebla que hacía que la retama, el brezo y el lúpulo parecieran rociados con gotas de agua plomiza. El mundo existía hasta unas cincuenta yardas, luego desaparecía.

Sentado en el auto, sacó el envase de plástico de su maletín y lo examinó. Cabía en su mano, no como una granada sino como si su forma hubiera tenido como base un rollo de arcilla de unas ocho pulgadas, sostenido y apretado suavemente por los dedos y el pulgar para darle una conformación natural. Las únicas marcas en relieve en la baquelita decían Z/93. Serie GF 1. El cuerpo del envase había sido moldeado en rombo, en relieve, de la misma forma que el cuerpo de una granada, para fragmentarse al explotar. La base era ligeramente cóncava. Arriba, nivelada con la superficie chata, había una tira fina de metal ligero, una lengüeta delgada, la punta de la cual estaba apretada hacia abajo por un pequeño puente. Un alfiler de acero corría a través de la parte de arriba de los soportes laterales para mantener la lengüeta baja. Manteniendo la lengüeta en su sitio con un dedo, Raikes trató de sacar el alfiler. No pudo moverlo. Entonces vio que un extremo del alfiler estaba achatado en forma de un pequeño disco, con los bordes estriados. Dio la vuelta al disco y el alfiler giró y se movió una fracción. Lo volvió a poner en su sitio y descendió del auto.

Avanzó por la carretera lateral unas cincuenta yardas hasta un pequeño sendero que formaba como una herida a través de la ladera. El viento golpeaba su espalda. Después de un momento se detuvo y escuchó. Desde alguna parte delante de él, y arriba a la derecha, llegaba el balido ronco y bronquial de una oveja. Abandonó la carretera y se dirigió hacia el sitio de donde provenía el sonido, andando despacio a través del brezal que le llegaba a las rodillas. El terreno formaba una depresión delante de él. Pastando junto a una gran roca de granito, del lado que soplaba el viento, había un par de ovejas y tres corderos crecidos. Una de las ovejas levantó los ojos, lo miró y se movió nerviosa durante un momento, y luego volvió a pacer. Raikes se chupó un dedo y lo levantó para ver de dónde soplaba el viento, subió un par de yardas por la colina para estar de espaldas al viento y luego, sosteniendo la lengüeta de metal firmemente hacia abajo, comenzó a desenroscar el alfiler.

Las ovejas estaban a cuarenta yardas, y una y otra vez se perdían en la niebla. Liberó la aguja y arrojó el envase a unas veinte yardas, oyendo el «click» del seguro de la lengüeta cuando saltó. El envase cayó sobre un cuadro de césped, rodó y se detuvo contra los tallos de unos helechos. Retrocediendo despacio, comenzó a contar en voz baja. Las ovejas seguían comiendo tranquilas. Al llegar a diez escuchó un suave «plop» y el envase saltó a un pie de altura en el aire y debió hacerse añicos porque no lo volvió a ver. En realidad no podía ver nada. No podía advertirse ningún escape de gas.

Miró las ovejas. Todavía estaban pastando. Si hubiera algo en el envase, pensó, el viento tendría que haberlo llevado hasta ellas. Entonces sucedió. Durante un momento la oveja más próxima levantó los ojos y cayó, las patas cedieron bajo su peso. Como si fuera una representación o una prueba circense ensayada con belleza y precisión, al mismo tiempo las otras ovejas cayeron. No se tambalearon, ni trastabillaron, ni protestaron, sólo cayeron, cediendo su peso a la fuerza de gravedad. Cayeron y no se levantaron más. Mientras observaba el cuadro, vio venir coqueteando por el aire un pájaro a cuatro pies del suelo ascendiendo para posarse en un saliente de la roca de granito. De pronto, a mitad de vuelo, aquella ave nacida para volar, para coquetear con el viento, cayó como un montón de plumas rojas, blancas y negras, reclamado por la tierra, como si fuera de una piedra.

Raikes dio la vuelta y se dirigió al auto.

Mary vino aquella noche a su habitación como siempre lo hacía, aunque sus padres estuvieran en la casa, y se quedó con él hasta que las primeras luces comenzaron a aparecer. Mientras yacía bajo de él, en la plenitud del primer amor de la mañana, Raikes, antes de separarse, le miró la cara. Era el rostro de Mary, el rostro que conocía tan bien, el rostro de la muchacha que iba a llenar de niños Alverton. No había ni rastros del «rocío trascendental». Mary, sintiendo que la estaba mirando, abrió los ojos y le hizo un guiño.

—¿Me amas? —le preguntó.

Él asintió con la cabeza.

Ella se incorporó un poco y lo besó diciendo:

—No fue una de tus mejores actuaciones. Bebiste demasiado anoche.

Cuando Raikes volvía en el automóvil, tomó un desvío hacia Dunkery, estacionó el auto y fue al sitio donde estaban las ovejas. Ahora no había peligro. Cualquier cosa que hubiera contenido el envase hacía rato que se habría disipado por el viento.

No había niebla aquella mañana, sólo un sol brillante que caía sobre los bronceados helechos.

En la sombra de la roca de granito yacía muerta una de las ovejas. El pájaro también estaba muerto. Pero junto a la oveja muerta, alejándose mientras él se aproximaba, estaba uno de los corderos, que se volvió para mirar balando, pero no para alimentarse, porque hacía mucho tiempo que no mamaba. De la otra oveja y los corderos no había señales, ni indicio de que los hubieran retirado. Por más que los buscó, no los pudo encontrar, tenía la seguridad de que estaban bien. Nadie había subido al páramo desde ayer. El punto más próximo a que podría llegar un tractor era la carretera que estaba a cien yardas de distancia y habría señales si los hubieran retirado. En los brezales y helechos cerca de donde había explotado el envase encontró algunos fragmentos de baquelita, pero los dejó donde estaban, sin tocarlos.

Volvió en el auto, preguntándose por qué habían muerto la oveja y el pájaro y los otros no. Llegó a su casa a tiempo para descolgar el teléfono que sonaba. Era Mary.

—¿Cuánto bebiste anoche? —le preguntó.

—No sé. ¿Por qué?

—Porque te has ido sin tu maletín. Te lo llevaré yo misma. Tengo que pasar por ahí más tarde.

Telefoneó a Berners desde Devon, y dos días después se encontraron en R.A.C. y le contó lo del envase.

—¿Para qué diablos pensará utilizarlos Sarling?

—Sólo Dios lo sabe. Se me ocurre que forman parte de algún depósito para control de motines, lo tienen a mano para una rápida distribución a la policía o al ejército en Kent y Sussex.

Raikes comentó:

—No me gustaría ver caer a una multitud de la forma en que lo hicieron esas ovejas. Algunas personas jamás volverían a levantarse. ¿Qué demonios será eso?

—Tendrá que preguntárselo a los muchachos de Porton o Fort Detrick, en Maryland. Parece ser un producto militar, o un gas que afecta al sistema nervioso. La mayoría son letales en un espacio cerrado. —Berners se acarició la calva—. Es una gran civilización y ni usted ni yo le hacemos ningún honor. Trataré de descubrir qué demonios es.

—Tenemos que hacer algo respecto a Sarling antes que nos obligue a cometer una locura utilizando ese material.

—Lo único que necesitamos para eso es la ayuda de Miss Vickers. Ella puede conseguirnos la información que necesitamos.

—Y lo hará. —Raikes se puso de pie—. Hablaré con ella cuando vuelva y le telefonearé mañana.

Llevó a Belle a cenar fuera aquella noche y a la mitad de la cena comenzó a hablarle del envase, refiriéndole lo que había pasado en Devon. Era mejor hablar con ella de aquel asunto allí, rodeados de gente para que no se impresionara demasiado, ni protestara con demasiada violencia. Se lo propuso como si fuera un negocio, una discusión corriente.

—Nos va a comprometer con el uso de ese material. Podría significar que mucha gente va a morir. Sólo Dios sabe qué locuras está imaginando. ¿No creerás que me quedaré mirando y dejaré que suceda? ¿Tú serías capaz? ¿Dejarías que muera una gran cantidad de gente por culpa de Sarling? Lo único que hay que hacer es librarse de él. Tiene que morir, y tú tienes que ayudarnos, Belle. ¿No lo comprendes?

—Realmente no sabes si va a utilizar esos envases.

—Por supuesto que lo sé. No me los hizo robar como una prueba de «boy scout». Sarling jamás pierde el tiempo en esas cosas. Belle, sé que es pedirte mucho…, pero no puedes dejar de hacerlo. Tienes que elegir entre la muerte de Sarling o la de otras personas. Lo uno o lo otro. ¿Y qué nos importa Sarling a ti y a mí, cuando podemos salvar a otras personas y librarnos nosotros? ¿No comprendes eso?

—Bien, sí. Supongo que sí. Cuando lo enfocas de esa manera…

—Así es como es. De cualquier modo, no tienes que hacer nada especial respecto a Sarling. Lo que necesitamos es información. Piensa en ello de esta manera. Algunos datos. Nos los das y luego te olvidas de todo.

Ella bajó los ojos a la copa de vino, asiéndola y haciéndola girar con lentitud:

—Este asunto me da miedo.

—Si nos ayudas no puede fracasar. Berners y yo nos encargaremos de ello. Belle, te necesito para esto. Te necesito más de lo que jamás he necesitado a nadie… ¿Vas a ayudarme…?

Pasó un largo rato antes de que ella lo mirara. Había cientos de cosas que quería decir, pero sabía que ninguna le serviría para nada, que ninguna evitaría que él se saliera con la suya. Todo lo que tenía que hacer era ponerse de pie y alejarse de él y de Sarling y dejar que los acontecimientos siguieran su curso. Pero sabía que no tenía fuerzas para hacerlo. Él la necesitaba. Ella quería estar con él. Levantó la cabeza y asintió.

Raikes estiró la mano por encima de la mesa buscando la de Belle:

—No te arrepentirás. Ahora olvidémoslo y divirtámonos. Te diré más tarde lo que necesitamos que hagas.

Aquella noche, tendida en la cama con él, lo escuchó hablar en la oscuridad y sus palabras fueron fantasías, cada frase de él, sin oposición de su parte, la comprometía más y más. Le estaba diciendo lo que necesitaban saber. Tal y cual cosa referente a Sarling y a sus casas, tales y cuales detalles… esto y lo otro. Por el amor de Dios, ¿por qué quería saber cosas respecto a su ropa? Dos feos trajes de «tweed» gris oscuro, del color del granito mojado de los pavimentos, dos trajes de franela gris pizarra. Luego ella agregó su propio comentario, enumerando las cosas que no estaban en la lista como si fuera un juego mental, para ver quién podía enumerar más cosas… ¿Le interesaba también el movimiento del vientre de Sarling? ¿Si era regular o no?, ¿y respecto a su duración? ¿La pasta de dientes que utilizaba y el color del cepillo? El orden que seguía para vestirse y desnudarse, zapatos y calzoncillos y «luego» los calcetines, o primero se ponía los zapatos y luego los pantalones. Y una cámara pequeña, que no tenía que esconder entre los pechos, ni debajo del portaligas… nunca se sabe, Belle, cuando las manos de un bastardo van a desmandarse… Ni en ningún orificio del cuerpo, la idea le vino a la memoria porque la había leído en un artículo sobre los nativos que esconden diamantes… Y ella yendo a Meon y a Park Street como una turista inquieta, tomando instantáneas como una boba. «Click», el ángulo de la cama y la mesita de noche con una jarra de agua, píldoras para dormir y una Biblia sin abrir; «click», una instantánea mal enfocada de la alfombra del estudio, color chocolate con una línea blanca a su alrededor a seis pulgadas del borde… ¡Por amor de Dios, era un juego! Tenía que ser un juego, estar tendida en la oscuridad, junto a aquel hombre que, en seguida de hacer de ella una mujer, y todavía con una mano sin pasión pero posesiva moviéndose sobre ella, establecía el contacto para mantener las líneas de comunicación abiertas. Un juego. Todos esos malditos hombres juegan. Por muy serio que fuera, todo lo convertían en un juego, un juego serio, pero un juego de todos modos. «Suprima a Sarling»… eso, en estuche de colores, cualquier número de tres para arriba puede jugar… Agite los dedos y recoja los resultados y los premios, y el primero que gane tiene el placer de disparar, apuñalar, envenenar, estrangular o sólo con un dedo empujarlo por el parapeto de manera que caiga dando vueltas. Después que se estrelle en el pavimento, un cambio de sillas y entonces: «¿Qué hacemos ahora? ¿Jugamos a otra cosa o tomamos una copa y charlamos?».

Raikes, tendido junto a ella, le preguntó:

—¿Me escuchas con atención?

—Sí.

Su voz tranquila era importante para ella. Era una voz decidida y llena de aquella seguridad que Belle sabía que jamás podría lograr, que jamás tendría el acento correcto, el derecho a entrar, hablar, exigir y preguntar en cualquier parte, en cualquier momento y a cualquier persona. Y en el mismo instante en que él estaba diciendo aquellas cosas, ella se decía a sí misma «lo que quiero es amar y ser amada». ¿Acaso él no lo sabía? Aun en el caso de que no lo supiera, ¿no había una especie de magia en el deseo en sí, el deseo que tenía que llegar hasta él? El amor era un hábito. Ella estaba llena de amor; seguramente algo de su amor se derramaría sobre él, germinaría en él… ¿Sería posible?

Raikes dijo:

—Belle, lo que tienes que evitar de cualquier manera es que se dé cuenta de lo que estás haciendo. Eso nos llevaría al diablo a los dos.

—Comprendo. —Aquella era su voz de secretaria, cerrando el cuaderno, poniéndose de pie y arreglando con una mano las arrugas de la falda. Respondió deliberadamente porque las manos de él la habían abandonado por el momento y sabía que para Raikes era un asunto muy serio.

Hablando un poco para sí mismo, Andrew dijo:

—Tiene que morir. Tiene que marcharse de este maldito mundo con un certificado médico como un salvoconducto… para nosotros. —Luego dirigiéndose a ella, la mano volviendo a rozarla—. Casi todo depende de ti. —La mano la aproximó a él. La cara de ella sintió la de él en la oscuridad:

—Me estoy poniendo en tus manos. Si lo deseas puedes traicionarme, y seguir segura tú misma. ¿Sabes eso, no es cierto?

—Sí. Pero no me gusta que lo digas.

—No lo volveré a decir.

Luego, acuciada por una atrevida malicia, preguntó:

—¿Y qué sucederá cuando todo haya terminado? ¿Quiero decir entre tú y yo?

Sin vacilación, sin un titubeo en la caricia de sus manos, que otra vez provocaban la aparición del deseo, respondió:

—Hablemos cuando hayamos salido de este problema y estemos libres.

Y mientras se acercaba a él, preparada y ansiando ser utilizada, se dijo que se lo merecía, que había preguntado y había obtenido exactamente la respuesta que sabía iba a obtener. El momento fue diferido «sine die».