AL DÍA SIGUIENTE PARTIÓ temprano en dirección a Brighton. Aubrey Catwell, N.° 3, Princess Terrace. Nunca podría pensar en él como en otra persona que Berners. Recordó la primera vez que se conocieron. Una tarde estaba sentado en el bar del Hotel Dorchester, acababa de urdir uno de sus negocios sobre opciones falsas de propiedad, cuando Berners se le acercó. De esto hacía quince años; Berners era mucho más joven entonces, con apenas la sombra de esa media luna de calvicie que comenzaba a devorarle el pelo. Sin ninguna presentación, con sólo un atisbo de sonrisa de tímida disculpa, Berners había dicho de pronto:
—Apostaría que es el tipo de hombre que pondría su mano sobre dos o tres mil libras.
—Podría ser.
—Si estuviera dispuesto a pagarme un diez por ciento podría mostrarle cómo lograr un beneficio del 50% sobre tres mil libras, dentro de las dos próximas semanas.
—Si pudiera mostrármelo, quizá me interesara. —Ya había encasillado a Berners como a un embaucador, algún tiburón vacilante y tranquilo, haciendo un crucero a través de las ricas aguas del Dorchester.
Berners conocía una compañía de importadores y exportadores de productos químicos, con oficinas en la City, cuyas acciones estaban a 30 chelines. Dentro de la semana se haría una oferta para adquirirlas y la compañía, dado que los directores poseían la mayoría de las acciones y deseaban venderlas, aceptarían la oferta que sería de 45 chelines por acción. Todo lo que tenía que hacer Raikes era comprar ahora y vender cuando las acciones subieran con el anuncio de la propuesta.
Después, Raikes advirtió que Berners había estado con él menos de diez minutos, dándole al fin el nombre de la compañía, y se había marchado diciendo:
—Si lo hace, estaré aquí dentro de quince días. Ese día y a ésta hora. Si no está aquí, por supuesto…
Era la primera vez que había visto esa vaga sonrisa amorfa y el suave y vacilante movimiento de sus hombros y manos, expresando resignación. No se habían intercambiado sus nombres. Berners lo había elegido a él, había confiado en él y se había marchado. Más tarde habría de saber que Berners era un acertado juez de hombres. Podía sumar sus cualidades en porcentajes exactos, aceptando o rechazándolos con la indiferencia de una computadora.
A la mañana siguiente se informó sobre la compañía. El precio de sus acciones era bajo comparado con el porcentaje de sus beneficios, de manera que comprar acciones no significaba ninguna pérdida.
Dos semanas después, en el bar, le entregó a Berners doscientas libras en billetes.
Berners dijo:
—No pueden ser más de 150 libras.
—¿Cuánto gana por semana ahora?
—Quince —respondió Berners.
—¿En la oficina de Allied Chemicals Ltd.?
—Sí.
—¿Gana tan poco dinero que no pudo especular sobre esto usted mismo? ¿Qué significa eso? Los cincuenta extra son el salario de su primera semana de trabajo conmigo Lo haré mi socio… al 25% de los beneficios. El trabajo es simpático, interesante, pero enteramente heterodoxo. No quiero saber su nombre. No le diré el mío. Si no le interesa, lo único que tiene que hacer es devolverme las 50 libras.
Berners puso las 200 libras en su bolsillo. Comieron juntos, se convirtieron en Berners y Frampton, y establecieron su primera operación juntos. Jamás le preguntó a Berners cómo había conseguido los detalles de su compañía. Trabajaban juntos y eso era todo. No sabían uno del otro nada más que lo necesario para su trabajo. Pero ahora iba a ver a un hombre que se llamaba Aubrey Catwell. Le molestaba porque era como mirar la desnudez de un extraño.
Brighton. El sol brillaba juguetón sobre el azul del mar más allá del espigón. El horizonte era una línea nebulosa que unía el cielo con el mar. A lo largo de la costa de color avena, las olas de un oliva sucio, bordeadas de espuma, se desparramaban sobre la suave arena, lamiendo y jugueteando con unos recipientes de plástico y un montón de algas marinas muertas. Sobre todo eso, encima del paseo y de los jardines de tamariscos y verónicas, estaba Princess Terrace, una construcción de elegante color cremoso, extendiendo sus brazos al mar, al cielo y al sol invernal. El número 3 tenía un pequeño toldo de metal con rayas rojas y blancas sobre las ventanas del primer piso para dar sombra a sus estrechos balcones; la puerta era blanca, flanqueada por una baranda de hierro pintada de negro para marcar el ascenso de los escalones. El buzón era de bronce pulido, lo mismo que el número 3. Al pulirlos ni siquiera se había rozado la pintura blanca que los rodeaba. Tocó el timbre. Después de un rato largo, una mujer abrió la puerta. Tendría unos sesenta años, vestido negro con el cuello alto, su carne firme, el pelo gris con algunos mechones blancos y permaneció en el umbral exactamente en la misma forma en que lo hubiera hecho Hamilton, cortés, preparada e inconmovible ante cualquier cosa que ocurriera.
—¿Si Mr. Catwell está en casa y no está ocupado, quiere preguntarle si es tan amable de concederle a Mr. Frampton unos momentos? —Le entregó una de sus viejas tarjetas.
Minutos después la mujer lo llevaba a la sala del primer piso. Cerró la puerta tras ella dejándolos solos y Berners se volvió desde la ventana. Exceptuando el traje, era el mismo Berners, la misma media luna de calvicie, la misma cara tranquila y, aún ahora, inexpresiva, los ojos de un gris desvaído y sobre todo esa expresión de gentileza casi dolorosa. Pero la vestimenta anónima, mal confeccionada, había desaparecido. Tenía un traje gris, con un chaleco de color vino clarete, una corbata de color perla sobre la cual se reflejaba el resplandor del sol, cuando Berners se adelantó. Llevaba zapatos de gamuza marrón. ¡Él, que siempre había usado toscos zapatos negros, de suela gruesa!
—Acabo de abrir una botella de vino del Rhin, cosa que generalmente hago a esta hora del día, si el tiempo es bueno —dijo Berners—. Angers se alegrará de que la comparta conmigo. Ella cree que una botella es mucho para beberla solo. —Era la misma voz, pero el ordenamiento de las palabras, su cadencia y su control sobre ellas, eran totalmente distintos.
Se dirigió a una pequeña mesa redonda sobre la que había una bandeja de plata, la botella y una copa de cristal de Venecia. Viendo que había una sola copa, se volvió hacia un mueble de laca colocado sobre un estante con tallas doradas y lo abrió. Dentro centelleaba la cristalería.
Raikes dijo:
—Lamento mucho esto.
Sin volverse, limpiando con una servilleta la segunda copa que había sacado del mueble, Berners respondió:
—Primero disfrutemos del vino. Por favor, tome asiento.
Raikes, que entendía mucho de muebles por haberlos comprado para decorar Alverton, se sentó en un sillón de caoba tapizado que hubiera apostado a que era un Hepplewhite. Las tallas del centro del respaldo formaban la silueta de un pájaro. Próxima al sillón, había una mesa Regencia de caoba redonda. Contra el extremo de la pared, frente a la ventana, había un aparador de laca inglesa, cuyo dibujo frontal hacía juego con el del mueble que guardaba la cristalería.
Berners trajo su copa y bebieron. Después del primer sorbo, Berners hizo un movimiento de cabeza que abarcaba la habitación:
—¿Le gusta?
—¿A quién no?
La araña de cristal que colgaba del artesonado era probablemente de Murano, antigua, y toda la policromía de las flores de cristal devolvían la luz del sol en un reflejo coloreado.
Berners asintió con la cabeza.
—Es verdad. Me crié en un instituto municipal, y viví en dormitorios miserables hasta un año después de conocerlo a usted. Me prometí que tendría algo así… una casa, muebles y decoración, todo hecho por artesanos, por hombres que aman lo que hacen. No venga a decirme ahora que podría perder todo esto.
—No. Pero tiene que protegerlo. No hemos terminado de trabajar juntos. Si hubiera podido hacerlo solo, créame que lo hubiera hecho. Pero no estaba en mis manos. Tenemos que protegernos… pero para hacerlo debemos matar a dos personas. ¿Eso le estropea el sabor de su vino del Rhin?
Sin vacilar, Berners respondió:
—¿Por qué habría de estropearlo? Si la policía tocara el timbre de mi casa me mataría. Lo mismo haría usted. Si uno puede quitarse la propia vida, entonces es un paso fácil quitar la vida a otro. —Se alejó y se sentó en una silla próxima a la ventana.
—Antes de hablarle de ello, si lo desea, estoy preparado para hablarle de mí, decirle mi verdadero nombre y antecedentes.
—No los quiero saber.
—Puede descubrirlo… hay otras personas comprometidas en esto que lo saben.
—Entonces lo descubriré. Pero dejémoslo así. ¿Quiere quedarse a almorzar? Tendría que avisar a Angers.
—No. No nos tomará mucho tiempo. ¿Quién es Angers?
—La conseguí en una agencia hace cinco años. Toda su vida ha estado sirviendo. Es honesta, leal, y algunas veces hasta agresiva en favor mío. No sabe nada respecto a Berners, sólo conoce a Mr. Catwell. Sírvase un poco más de vino, si lo desea.
Raikes comenzó a relatarle la historia de Sarling, del punto rojo en el catálogo de las cañas de pescar, el asunto de la irrupción en el depósito, todo; su relación con Belle y por qué tenía él que ser utilizado, y Berners permanecía sentado, escuchando, sin hacer preguntas, sentado como en los viejos tiempos cuando Raikes traía una nueva proposición y se la explicaba; escuchando sin formular preguntas hasta que todo quedara expuesto ante él.
Cuando Raikes terminó, Berners siguió pensando durante un momento. Al fin dijo:
—Lo primero es lo primero. ¿Qué es ese asunto del depósito del ejército?
—Lo tengo todo pensado. Me encontraré con usted en el apartamento el día indicado. Antes hay algunas cosas que quiero que me consiga. Aquí tiene la lista. —Raikes le entregó unas notas que había escrito.
Berners las leyó con lentitud, luego asintió:
—Aquí no hay ningún problema. Puede hacerme entrar en escena en cuanto las tenga. —Puso la lista en su bolsillo—. ¿Cuál es su opinión respecto a Sarling?
Raikes se puso de pie:
—Creo que está completamente loco. Estoy dispuesto a apostar que cuando desarrolle su gran plan, será un esquema retorcido que ponga los pelos de punta, y que no tendrá la menor probabilidad de éxito. Debe morir. Pero antes de que muera tenemos que apoderarnos de los registros y de las fotocopias. —Raikes, que ahora andaba por la habitación, se detuvo frente a un cuadro. Era un óleo que representaba un río tranquilo y apacible, con un barco de vela navegando corriente abajo; a lo lejos la torre de una iglesia velada por la niebla de las primeras horas de una mañana de verano. La paz que había en el cuadro y la satisfacción de estar otra vez con Berners, le produjeron la sensación de bienestar más completa que había experimentado desde hacía mucho tiempo.
—¿Es delicioso, no es cierto? —comentó Berners—. Es un John Varley. Lo compré en una subasta en el campo hace dos años. —Luego, pasando a la verdadera corriente de sus pensamientos y dejando a un lado las trivialidades, dijo—. Estoy de acuerdo. Tiene que morir. Comenzaré a trabajar en el asunto, pero hay muchos datos que deseo obtener… y será usted el que me los proporcione. Tendrá que lograr la mayor parte de esas informaciones por Miss Vickers. ¿Cuánto tiempo tenemos?
—No lo sé. Diría que un par de meses por lo menos, por la forma en que andan las cosas. No se podría organizar nada a lo grande en menos tiempo.
—¿Hasta dónde confía en Miss Vickers?
—Le tiene miedo a Sarling y quiere librarse de él. Pero no le gusta la idea del asesinato.
—A la mayoría de las personas les pasa lo mismo.
—La muchacha también morirá. Pero ese es asunto mío. No se preocupe por ello.
—No lo haré. Pero eventualmente tenemos que obtener mucha información básica a través de ella.
Repasó cuidadosamente lo que necesitaban saber: Meon Park. Un plano completo de la casa y los jardines. Cantidad, nombre y costumbres del personal. La rutina de Sarling en su casa. Las precauciones de seguridad, alarmas contra ladrones, situación de la caja fuerte. Y lo mismo respecto a la casa de Park Street. Además quería una lista completa de los principales objetos del guardarropa de Sarling. Sus preferencias en materia de camisas, corbatas, pañuelos, echarpes, sus costumbres de comida, detalles sobre su salud, enfermedades y malestares habituales. Excentricidades. Su médico y su dentista. Las costumbres de la oficina. Nombres de sus principales directores, de las otras secretarias. Diversiones. Costumbres con las mujeres. Tipos de mujer que prefiere. ¿Cómo duerme? Idiomas que habla, viajes al extranjero, casas o apartamentos que posee en el extranjero… Todo. Para él, Sarling era un gran interrogante, hasta que no hubiera una respuesta para cada pregunta sabía que no podía ser asesinado. Para asesinar a un hombre, hay que conocerlo, hay que llegar casi a amarlo y luego conducirlo con suavidad a la muerte sin dejar rastros detrás. Sí, él, Berners (porque en presencia de Frampton no podía pensar en sí mismo como en ningún otro) sabía todo esto porque asesinar no era una cosa extraña para él. Un año antes de haberse puesto en contacto con Frampton y su proposición financiera, había elegido de la misma manera a un extraño en el bar de Dorchester. El hombre lo había llevado a su apartamento mostrándose interesado, por lo menos así pensó Berners, en su negocio. Allí el hombre lo había drogado y atacado sexualmente. Berners no era ni homosexual ni heterosexual, sólo neutro, y tranquilamente egoísta. Luego el hombre lo había echado. La violación había producido en él un ligero deterioro de su yo íntimo. Berners, sin saberlo su atacante, lo había estudiado y vigilado en detalle y profundidad, durante dos meses. Finalmente una noche regresó en el momento exacto, cuando todas las circunstancias, los hechos ya conocidos, las observaciones ya realizadas, hicieran que el asesinato fuera una cosa segura sin correr demasiados riesgos. Luego se había ido andando y se había sentado a tomar café con una rosquilla y a leer el «Evening News» en el local más próximo al lugar del hecho; concediéndose sólo esa vanidad: estar diez minutos más cerca de la escena del crimen, antes de que el espectro de la última angustia del hombre lo abandonara para siempre. Para Sarling el proceso debía ser el mismo; Sarling, el hombre a quien debía conocer íntegramente, casi hasta llegar a amarlo para luego convertirlo en nada, de manera que él, Berners, pudiera volver a esta casa y habitar otra vez su paraíso.
—Cuando esté seguro de la muchacha, déle una cámara Minox —dijo Berners—. Quiero fotografías de todo y desde todos los ángulos. Particularmente de la caja fuerte en Meon y de la que tiene en Londres. Dígale que jamás saque una fotografía cuando él esté con ella en la casa. Adviértale que no la lleve cuando él ande por allí, ni en el sujetador ni en la parte superior de la media. Es un hombre con apetitos. Ahora no la desea, pero en algún momento un movimiento del brazo o de la pierna, una provocación inocente podría despertar su deseo. Nunca debe llevar la cámara cuando esté con él.
Raikes comentó:
—Lamento lo que ha sucedido. ¡Todo por un maldito punto rojo en un catálogo!
—Lo mismo podría haberlo hecho yo. Una marca roja en un catálogo de Sotheby. Las manías de un hombre son las cosas que más lo traicionan, en el mundo. ¿Nunca observó los cuadros de nuestra oficina cuando teníamos que causar buena impresión a alguien?
—No.
—No eran reproducciones. Todavía tengo un par de ellos en esta casa. De darse las circunstancias, podrían habernos traicionado.
Cuando Raikes se marchó, Berners se sentó a almorzar: lenguado ligeramente asado a la parrilla y espinacas frescas (en aquella casa no se comían verduras de lata o desecadas). Comió en uno de los seis platos de un juego de mesa hecho en la fábrica imperial rusa en 1843, pintado con una guirnalda de flores y mariposas multicolores y con un exótico pájaro en el centro. Había comprado el juego incompleto en Francia tres años atrás. Recordó, con una emoción casi infantil, el momento en que había dado la vuelta al plato y visto a través de la superficie pulida la inicial «N», en verde, y encima la corona imperial de Nicolás I. Atrapado en la ensoñación, espoleado por la palabra «imperial», repetida como un eco en su mente, consideró la riqueza que se necesitaría para instalar una casa en grande (no algo pequeño y único en sus perfectas proporciones en miniatura). Una gran casa con un parque; un pequeño mundo del que sería el dueño, una mesa y unos terrenos por donde poder andar sin ser empujado por una marea de visitantes; cruzar solo un paisaje, sabiendo que si el paisaje no le agrada puede alterarlo y remodelarlo. Un hombre como Sarling podía darse ese lujo. Se preguntó cómo estaría amueblado Meon Park. En algún momento lo sabría por las fotografías de la muchacha. Curioso el asunto de Frampton y su pesca. ¿Cómo podía eso darle satisfacción a un hombre? Pero aunque pensaba en esa manía de Frampton, no había ni rastros de resentimiento en su mente porque les hubiera ocasionado aquel problema. De todas las personas que había conocido bien, y eran unas cuantas, su relación con él era la que menos problemas le había traído, la más segura.
Cuando Raikes volvió al apartamento, Belle Vickers no estaba, pero encontró a Sarling sentado en una silla próxima a la ventana esperándolo. Tenía un cuello duro que le llegaba hasta el mentón, dando la impresión de que le ayudaba a sostener su cabeza. Su traje color castaño oscuro parecía recién puesto, las rayas de su pantalón a lo largo de sus piernas delgadas no se alteraban sobre las afiladas rodillas. La luz que entraba por la ventana, cayendo sobre el lado de su cara, le daba a la piel contorsionada el color de la carne cocida.
Raikes, después que se saludaron con una leve inclinación de cabeza, dijo:
—¿Tiene llave de este apartamento?
—Si.
—¿Cree prudente venir?
—¿Por qué no? Cientos de personas entran y salen todos los días. Uno de mis directores tiene un apartamento en el piso de más arriba. No lo usa demasiado. ¿Ha ido a ver a Berners?
—Sí.
—¿Cómo lo tomó?
—Si mi aparición le estropeó su vino del Rhin, no lo demostró.
—¿Discutieron la manera de librarse de mí?
—Naturalmente.
—¿Y cuál fue la decisión?
—La hemos postergado… para nuestro próximo encuentro.
Sarling rió:
—Avíseme lo que decidan. Entre tanto, ¿en qué han quedado sobre el depósito del ejército?
—Se hará.
—¿Cuándo?
—Me parece que es mejor que usted no lo sepa. Miss Vickers le avisará cuando el cajón esté en un lugar seguro.
—De acuerdo —respondió Sarling.
—Cuando tenga el cajón, ¿cuánto tiempo pasará antes de que nos necesite para el trabajo final?
Sarling se atusó el bigote.
—Tiene vía libre para este trabajo y estoy de acuerdo en que no me dé detalles. No puedo decirle nada respecto a su trabajo final. —Se puso de pie y cogió un bastón de malaca con empuñadura de plata que estaba junto a una silla.
Raikes preguntó:
—¿Cómo se enteró del asunto del cajón? —No esperaba una respuesta clara. Hablaba mientras lo acompañaba para abrir la puerta del apartamento.
—Por una conversación que oí cierta vez. Usted menos que nadie puede sorprenderse de lo indiscretos que suelen ser los hombres importantes en sus conversaciones, cuando beben y comen bien. Generales, coroneles, capitanes de marina, comandantes, comisionados de policía, jefes de distrito… todos son hombres y muchos tienen la lengua muy suelta. No son como nosotros, Raikes. Nosotros no decimos nada. ¿De qué otra manera podríamos asegurar el éxito? ¡No me niegue que parte de su placer en su pasada carrera se debió al desprecio que siente por la mayoría de los hombres y las mujeres! —Se detuvo en su camino hacia la puerta—. Ahí es donde radica nuestra fuerza, Raikes. En nuestro desprecio por ellos. Ocúpese de que Miss Vickers me informe inmediatamente cuando el cajón esté en lugar seguro. —Contorsionó su cara en una fea mueca de sonrisa—. Y siga odiándome, Raikes. Así es como me agrada… y realmente le digo que me agrada… un peligroso animal que tiene que obedecer el látigo del domador, esperando un momento de descuido para retorcerle el cuello. A usted realmente le gustaría matarme un día, ¿no es cierto?
—Sí, me gustaría —sonrió—. Pero, por supuesto, no desestimo las dificultades.
Sarling rió:
—Jamás pensé que lo haría. —Luego, levantando una mano para evitar que Raikes abriera la puerta, dijo—: Puesto que sé que abrirá el cajón para ver lo que contiene, debo rogarle que maneje el contenido con cuidado.
Cuando Sarling se marchó, Raikes se dejó caer en una silla y encendió un cigarrillo. Animal peligroso… y Sarling el domador. Así es como se ve a sí mismo… dominando, intimidando a sus criaturas. En eso residía su placer. ¿Por qué demonios se había convertido en eso? ¿Sería su cara y figura de gnomo lo que hacía que la gente se apartara de él? La gente odia a los físicamente deformes. Para la mayoría de las personas hay algo impío en ello. Pero ninguno de los que rechazaban a Sarling sabía jamás con cuánto odio les retribuía él. No le había parecido bastante destruirlos, interviniendo en sus industrias, finanzas y comercios. Necesitaba más que eso… había que tener más que eso… sólo Dios sabía qué… pero allí estaba dentro de su gran cráneo, atormentándolo.
Raikes tenía que deshacerse de Sarling. Para eso necesitaba a Belle, necesitaba que se convirtiera en su criatura y dejara de pertenecer a Sarling. Ella era el primer pez gordo que tenía que pescar. El pensamiento le hizo sonreír… y el recuerdo volvió a una de sus primeras lecciones sobre paciencia; se necesitaba inteligencia y perseverancia para lograr el pez deseado. Sucedió en el río Haddeo, que corre hacia Exe cerca de Duberton, un río estrecho con muchas hierbas donde no iba mucha gente a pescar y donde las truchas eran pequeñas, se necesitaban tres o cuatro para lograr una libra. Era en agosto, el agua estaba baja y de un color ámbar claro. Estaba con su padre. Contaba entonces catorce años y había estado protestando por lo escaso de la pesca, cualquier cosa de cierto tamaño se veía a una milla de distancia; hasta había resultado inútil arrastrarse hasta la orilla. Su padre le había asegurado que podían pescarse truchas grandes de hasta dos libras, si se sabía hacerlo, si se tenía la paciencia necesaria, si se era un pescador digno de llamarse así. Las malas condiciones hacían buenos pescadores. ¿Cuántas veces le oyó decir eso? Al caer las primeras sombras, el padre estaba mucho más abajo en el río y él permaneció solo durante una hora detrás de un roble, observando la hoya en el agua y de pronto vio, al otro lado, bien profundo el breve relampagueo de oro viejo de un flanco y una panza que se daba la vuelta. Tenía la ambición de pescar una presa grande, para demostrar que podía hacerlo contra todas las probabilidades. Así como algunos hombres ambiciosos se empeñan en ascender a las más altas posiciones, él estaba empeñado en lograr una presa grande. El pez subió una vez atraído por algo, pero no alcanzó a ver bien lo que era, no veía ni anzuelo ni mosca en el agua que pudiera engañarlo. El agua no le dijo nada. El pez tampoco insinuó nada. Sabía que arrojar el sedal desde detrás del árbol podía significar un rechazo de la trucha, que la haría sumergirse en el agua y huir. Había que ofrecerle a la muy maldita algo grande, que la hiciera subir, que la maldita creyera que era su única oportunidad de conseguir un bocado excepcional. En aquellos días Raikes era el campeón de las malas palabras. ¿Acaso Hamilton no le había calentado el trasero por eso, más de una vez? Enganchó en el anzuelo una «White Moth» a la que su padre había atado unas plumas de lechuzón blanco, una mosca grande color crema, y las hebras de un avestruz blanco… un verdadero bocado de cardenal.
Raikes recordaba todo. El suave movimiento del sedal, y la única táctica que según él tendría éxito. De un golpe arrojó la mosca, con un «band», a dos pies corriente arriba de la trucha y con un movimiento de la muñeca la manipuló, luchando en la superficie, pataleando como una verdadera mariposa tratando de evitar hundirse en el agua. La trucha había venido en pos de ella como si la llevara el diablo, a toda velocidad, arqueando el cuerpo sobre ella, atrapándola con la boca y llevándosela abajo, mientras él, todavía detrás del árbol, de pronto se sintió liberado de toda excitación y nerviosismo. Por lo bajo cantó «God Save the King» y luego sostuvo con fuerza la caña y sintió que el anzuelo volvía hacia la orilla, sintió la fuerza y el pulso del ahogo de la trucha a través del sedal, que estaba fuera del agua. Diez minutos más tarde estaba sobre la orilla. Dos libras y cuarto. Cuando su padre apareció, le comentó:
—Ahí la tienes. Te lo dije. —Nada más. Pero había visto el orgullo en la cara de su padre. Y había conocido el orgullo dentro de sí mismo. También había aprendido una lección. Si se quiere conseguir algo de las personas, lo primero es saber qué es lo que más desean, esperar el momento y luego dárselo, engancharlas en el momento de su deseo y pescarlas. Con frecuencia esas personas jamás se enteran de que lo que les ha ofrecido sólo era una colorida imitación de lo que realmente desean. Con Belle, ya que tanto la necesitaba, lo que tendría que ofrecerle era su persona. Todo lo que quedaba era una cuestión de escoger el momento oportuno.
La puerta se abrió detrás de él, y entró Belle con una bolsa de compras. Se puso de pie sonriendo, le cogió la bolsa y la ayudó a quitarse el abrigo.
Sábado. Cuatro de la tarde. Hacía dos horas que Raikes había partido con la camioneta. Estaba lloviendo. A través de las ventanas, Belle podía oír el ruido que hacían las cubiertas sobre el pavimento mojado. Estaba sentada junto al teléfono. Se sentía nerviosa, no podía evitarlo. No es que tuviera mucho que hacer. Pero ante su sorpresa, estaba nerviosa pensando en Raikes, bajo la lluvia camino de una empresa peligrosa. A pesar de que él lo había tomado con naturalidad, sin preocuparse demasiado, como si sólo saliera para una entrevista de rutina.
Detrás de ella estaba aquel otro hombre, Berners, que le había presentado un par de días antes cuando había sido aleccionada por ambos. Él tampoco mostraba ansiedad, ni nerviosismo; un hombre tranquilo, casi suave, que no le ofrecía nada más que cortesía, y como Raikes, totalmente inconmovible por el asunto que tenían por delante. Los dos tan odiosamente seguros de sí mismos.
Desde detrás de ella Berners dijo:
—Bien. Llame ahora.
Belle apretó el cigarrillo con torpeza, y lo quitó todavía encendido de la boquilla de ámbar, luego descolgó. Comenzó a marcar una llamada de larga distancia, terminó de hacerlo y respiró profundamente mientras el teléfono sonaba en el otro extremo.
El ruido cesó y una voz de hombre dijo:
—¿Diga…? —era una voz inexpresiva, amorfa, indiferente.
—¿Es el depósito de Mereworth?
—Sí.
—Un momento. Por favor no cuelgue. Hablan del Ministerio de Defensa, Whitehall, el coronel Shrimpton quiere hablar con usted…
—¿El coronel qué…?
—El coronel Shrimpton —respondió en forma breve, sin nerviosismo alguno, como cuando iba a Woolworth, en el momento en que había decidido lo que iba a robar. Añadió—. De la oficina del Director General de Artillería. Le pongo.
Con la uña arañó el disco perforado del micrófono una o dos veces, y cambiando el tono de la voz, que ahora se mostraba deferente con la autoridad dijo:
—Su llamada, coronel.
Le dio el teléfono a Berners.
—¿Depósito de Mereworth? —preguntó Berners.
—Sí, señor.
—Supongo que el capitán Kelly todavía no ha llegado. Está en camino con algunos importantes suministros.
—No, señor. No ha llegado ningún oficial de ese nombre. En realidad no ha venido nadie.
—Correcto. Esté atento, quiero que cuando llegue le dé un mensaje.
—Sí, señor.
—Dígale que me llame enseguida a Whitehall 7022. El conoce el número del teléfono directo. Al coronel Shrimpton. En seguida que llegue. ¿Lo ha comprendido?
—Sí, señor.
—Gracias.
Berners colgó y sonrió a Belle. Con la mano derecha le tiró suavemente del lóbulo de su oreja, al tiempo qué comentaba:
—Lo hizo muy bien. Ahora esto seguirá su curso. Whitehall, director general de Artillería. Los magnetiza, les borra cualquier otro asunto de la cabeza. Y a todo esto, ¿quién es el director general de Artillería?
Él se volvió, tomando su sombrero y sus guantes.
—El general Sir Charles Richardson —respondió Belle recordando con facilidad por haberlo buscado en la 100ª edición del Whitaker’s Almanac, encuadernado en color púrpura. Luego la pobrecilla agregó, tratando de impresionarlo (¡qué infantil y ansiosa podía ser a veces!)— CCB, CBE, DSO, ADC.
Cerca de la puerta, Berners dijo:
—Tiene buena memoria. Ahora recuerde. Dentro de treinta minutos vuelva a llamar y pregunte por Kelly. No estará. Diga que he tenido que salir, déle mi mensaje para Kelly, dígale que vaya a Maidstone. Eso pondrá el merengue sobre la tarta, y se tragarán de golpe lo de la llegada de Kelly. ¿Comprendido?
Ella asintió con la cabeza.
Se detuvo con la mano en la puerta, diciendo:
—No hay de que preocuparse… quiero decir en cuanto a él concierne. Sabe cómo cuidarse. Y tenemos que admitirlo, hay una fascinación en el uniforme… como dice la antigua canción. Adiós.
Salió como si se marchara de la oficina temprano, porque los negocios no fueran bien, y de pronto se sintiese atraído por la comodidad del hogar, y Belle se quedó sentada diciéndose: ¡Hombres, malditos hombres… tan seguros de sí mismos!
Se dio cuenta de que nada de lo que hiciera o dijera los alteraría. Se saldrían con la suya. Asesinarían a Sarling tan tranquila y eficientemente, sin experimentar emoción alguna, como estaban realizando esta operación.
No hubo problemas. Raikes llegó por Wrotham Hill a un desvío y luego giró a mano izquierda hacia la carretera de Gravesend, ascendiendo la colina, la llovizna ocultaba trechos de la planicie de Kent a su derecha. En el bar «Vigo» dobló hacia la izquierda a un pequeño camino. Vigo… ¿Qué batalla fue esa? La marina inglesa estaba por todas partes. Rochester, Chatham, Gravesend… el Támesis donde antes que el hombre lo atestara con sus desperdicios, el gran salmón se movía con tanta libertad que los aprendices de Londres estipularon que sólo debían ser alimentados con él una vez por semana. Por supuesto. Vigo… sobre la costa de España. Dos veces saqueada por Sir Francis Drake. Oh, Drake era un hombre de Devon. Lo mismo que sus dos hermanos, ambos enterrados en tumbas de acero en el lecho del mar.
Gilpin, con traje de militar e insignias de sargento, estaba esperando en una carretera lateral con el Land-Rover, éste tenía matrícula del ejército, y en la parte de detrás llevaba un cajón verde grisáceo, marcado con su Z/93 GF1 y las flechas del Departamento de Guerra.
Gilpin lo recibió con un gruñido. Raikes subió a la parte de detrás y cambió su traje por uno de campaña de capitán de la Royal Army, partieron en el auto de nuevo hacia Wrotham Hill y luego hasta A. 20, al desvío del depósito de Mereworth.
Entraron en el depósito y se detuvieron fuera frente a la casilla de la oficina, y allí la secuencia de los acontecimientos fluyó tranquila, sin sobresaltos, tal como se había previsto; sin problemas porque el problema siempre aparece cuando no se está seguro de sí mismo, cuando las cosas no han sido preparadas y cuando la confianza en la inevitable respuesta de las otras personas flaquea. Capitán Kelly. Sí, señor. Sí, señor. No sé nada de este cajón, pero es posible que las cosas se hayan confundido. Señor, hay un mensaje para usted de Whitehall. Lo acabo de recibir. ¿A Maidstone? El ceño fruncido. ¡Qué fastidio! ¡Están estropeando mis planes para el sábado! Ah, bien… El breve trayecto en automóvil a la casilla número 5, la puerta abierta con la llave del empleado. No había muchas personas en las últimas horas de la tarde de un sábado. Permisos de fin de semana, citas con las chicas, partidos de fútbol… y luego el suave golpe en la nuca cortando su conversación, tirándolo y casi desmayándolo, tres grandes bufandas para la boca, los pies y las muñecas, lo bastante para mantenerlo el tiempo suficiente, para depositar un cajón y retirar otro y cargarlo en el Land-Rover. El capitán Kelly y su sargento salieron tranquilamente en el automóvil fuera del depósito sin intercambiar una palabra, mientras hacían el trayecto de vuelta a la camioneta que los estaba esperando, los limpiaparabrisas quejándose artríticos contra la llovizna, la operación terminada. Ahora no faltaba más que que se reconocieran los méritos: Dirección y planeamiento de Raikes, uniformes de Berners, Land-Rover y el falso cajón de Gilpin, los diálogos adicionales de Miss Vickers… sin una huella digital sobre el cajón en Mereworth o el Land-Rover, que sería abandonado allí, porque ambos habían utilizado guantes… si Gilpin no había tomado la misma precaución mientras trabajaba en el cajón y en el auto en su garage, entonces Raikes habría juzgado mal a Gilpin. Además sabía con certeza que Gilpin no había terminado con él, porque Gilpin era Gilpin y tenía que hacer lo que se había propuesto.
Descendieron en el camino, y Raikes se dirigió a la parte de detrás del auto para descorrer el toldo y sacar el cajón. Gilpin se acercó para ayudar; sus insignias de sargento estaban un poco sucias con arcilla y la chaqueta un poco desabrochada, mostrando la camisa kaki, la corbata kaki, manchada de grasa en el nudo… una precaución de Berners.
Gilpin dijo:
—Todo salió como una maldita maravilla. —Dio un paso, colocándose en el borde del camino, cogió con su mano izquierda las argollas de los toldos para ayudar, y deslizó la mano derecha dentro de su chaqueta abierta. Raikes sabía que el hombre había estado esperando durante días aquel momento. Se volvió con rapidez y se apoderó de la mano de Gilpin cuando salía de la chaqueta, apretando sus dedos con violencia sobre la muñeca y en un feroz movimiento hizo saltar la pistola de manos de Gilpin.
—¡Imbécil!
Gilpin se retorció, dio un puntapié, se cogió la rodilla y arrojó todo su peso sobre Raikes. Este perdió el equilibrio y cayó sobre la tierra mojada, en cuclillas tocando con la punta de los dedos el césped suave y mojado. La bota de Gilpin golpeó como un latigazo su mejilla.
Raikes, colérico y disgustado por haberle dado esa pequeña ventaja, se levantó sabiendo que si hubiera servido de algo, podría asesinarlo aquí y ahora; pero sabiendo también que los límites de lo necesario eran más estrechos, se controló. Golpeó a Gilpin en el cuello con el borde de su mano derecha, lo que le hizo perder el equilibrio. Castigó con la rodilla el cuerpo voluminoso que se inclinaba hacia delante, haciéndolo girar, llevándolo otra vez al borde del camino. Cayó de bruces, aplastando las ortigas, las hojas mojadas esparcidas sobre su traje de campaña.
Raikes recogió la pistola y se la metió en el bolsillo. Sentía manchas de sangre en la cara, y dolor en la rodilla. La cólera había desaparecido.
—No trate de hacer ninguna otra cosa porque podría matarlo —dijo Raikes—. Venga y ayude.
Gilpin se levantó, tosió, casi vomitando del dolor en el estómago.
Llevaron el cajón al auto, deslizándolo por las puertas de detrás, sobre los flejes metálicos del suelo.
—Ponga esa manta encima.
Raikes retrocedió, observando a Gilpin tapar el cajón con la manta que estaba en la parte de detrás del auto.
Se dirigió al Land-Rover, todavía con guantes, y lo registró. Volvió con una pequeña maleta de Gilpin con los trajes de civil de ambos y la arrojó en el auto.
Con Gilpin al lado, condujo el automóvil por la carretera lateral, girando hacia la derecha, continuó por los caminos, el mapa claro en su memoria, sabiendo con exactitud en qué punto se encontraría con la autopista A. 20; la cruzaría, y entonces por otras carreteras laterales, se introduciría en el gran laberinto de los suburbios al sur de Londres.
Se detuvo en la mitad de la ladera de una colina, junto a un pequeño estanque, bajo la ventanilla y sacó la pistola de su bolsillo.
—¿No tiene huellas digitales?
—No. ¿Piensa que soy estúpido? —respondió Gilpin.
—De cuando en cuando, no dista mucho de serlo. —Arrojó el arma al agua—. Empiece a cambiarse.
Ambos se pusieron sus trajes detrás de unos arbustos en un extremo del estanque, Gilpin, con dedos impacientes, terminó de hacerse el nudo azul con motas blancas. Raikes lo hizo avanzar unas diez yardas por un campo, cavar superficialmente junto a una gavilla de heno, meter los uniformes y luego tapar el hoyo. Volvió chapoteando barro.
Mientras iban en el auto, Raikes le dijo:
—Matarme no le hubiera reportado ningún beneficio. Las pequeñas pulgas tienen a sus espaldas pulgas más grandes que las muerden. Hubiera sellado su sentencia de muerte. ¿No sabía eso?
—Todo lo que sé es que hubiera estado bien matarlo.
Raikes se enjugó la cara con el pañuelo:
—Tiene un bonito negocio. La vida que quiere. Nadie va a venir a molestarlo.
—Bien… —Entonces se percibió en su voz un dejo de admiración—. ¿Cómo diablos supo lo que planeaba…?
—Porque ha estado dando todos los indicios. Lo voy a dejar en Camberwell. —Sonrió, no ofreció el perdón sino que insistió en olvidar el incidente—. ¿Qué coartada arregló con su mujer?
—Voy a encontrarme con ella en Chandos, en la esquina de Saint Martin’s Lane. Hemos estado en el cine. Luego comeremos en Jo Lyons, y a su casa. Hermética.
Antes de que descendiera en Camberwell, Raikes dijo:
—Su dinero está en el bolsillo que está frente a usted.
Gilpin abrió la guantera y sacó un grueso sobre. Sin abrirlo preguntó:
—Quinientos, más un recargo por el Land-Rover y otros gastos.
—Novecientos en total. ¿Es suficiente?
—Sí. Compré el Land-Rover en una subasta de automóviles, camino de Leicester. Nadie podría seguirle el rastro.
—Jamás me preocupé; estaba seguro de que usted se ocuparía de eso. Era su pellejo el que estaba en juego.
Cuando lo dejó en una calle lateral, caía la llovizna, como pequeñas cuentas doradas, por las luces de la calle. Gilpin, inclinado hacia la ventanilla, hizo un amago de tenderle la mano y la retiró diciendo:
—Lo lamento, compañero. Es un buen tipo.
Levantando el cuello de su impermeable se alejó por el pavimento, se detuvo en una esquina, se volvió, levantó la mano y desapareció convirtiéndose en un recuerdo.
Treinta y cinco minutos más tarde Raikes llevó el auto al garage fuera de Edgware Road. Cerró la puerta con llave y sacó el cajón. Él y Gilpin se habían sorprendido de lo ligero que era. Bajó la escalera de la trampa y luego, cogiendo el cajón por una de las manijas del extremo, lo arrastró por los largueros de la escalera hasta el suelo. La tapa estaba sostenida por dos fuertes abrazaderas de resorte en cada extremo. Corrió el pasador y abrió el cajón. El contenido estaba envuelto en serrín. Con los dedos apartó el serrín, luego metió las manos dentro. Sacó un pequeño envase de plástico marrón que cabía cómodamente en la mano. Hurgó con los dedos. Había más envases, todos eran iguales. Se guardó uno en el bolsillo, luego cerró la tapa.
En Edgware Road tomó un taxi hasta Berkeley Square. Desde allí fue andando hasta su apartamento.
Belle no estaba. Sabía que no iba a estar. Se cruzó con ella en la esquina, cuando se dirigía al garage. En aquel momento estaría allí con una camisa limpiando, puliendo el interior del auto, quitándole todas las huellas digitales. Ahora, con los guantes puestos, estaría llevándolo de nuevo a la compañía donde había alquilado el auto; la compañía permanecía abierta hasta la medianoche del sábado. Terminaba así esa falsa etapa de su vida: el nombre falso y la dirección falsa que había dado cuando lo alquiló; no quedaría nada que permitiera rastrear el auto hasta ellos aunque en la tarde lluviosa algún transeúnte lo hubiera visto, vinculándolo con el Land-Rover, y hubiera memorizado el número de la matrícula.
Guardó el envase plástico bajo llave en la caja fuerte, y se preparó un «whisky» con soda. Se sentó tranquilamente a beberlo. Media hora después entró en el cuarto de baño, se desnudó y se metió en el agua. El corte de la cara, se había secado, pero el agua y el vapor lo hicieron sangrar de nuevo.
La oyó entrar y moverse por la habitación.
La llamó:
—¿Belle? —Era un nombre horroroso, pero él lo hacía cálido. Así era cómo tenía que ser. Sentirlo, no simularlo. Belle era un nombre musical, precioso, lleno de promesas.
—¿Cómo está? ¿Le fue bien? —preguntó ella.
—Sí. No hubo ninguna dificultad. ¿Devolvió el auto?
—Sí. Supongo que me pedirá que le consiga otro… mañana o el lunes.
No hay que suponer nada. Basta de suponer, pensó.
—El lunes. Tome una copa. Le llevo dos de ventaja. —Tendido en el agua se la imaginaba en el bar. Belle era hermosa. Su cuerpo, toda ella, la cara alargada a lo Burne-Jones y el peinado ridículo, las suposiciones y el nerviosismo. Todo en ella debía ser hermoso, deseable, porque tenía que hacerla suya.
Salió de la bañera y comenzó a secarse. La sangre de la cara manchó la toalla. Todavía medio mojado revisó el botiquín buscando esparadrapo y no pudo encontrarlo.
—¿Belle?
Ella vino al dormitorio.
—¿Sí?
—¿Podría conseguirme espadrapo? Me he cortado la cara.
Ella no respondió, pero la oyó alejarse y, después de un momento, volver.
—¿Lo quiere ahí dentro?
—Por favor. ¿Puede ponérmelo?
La puerta se abrió y entró Belle.
Él estaba sentado en un banco, con la toalla enrollada cruzando sus muslos.
Ella se quedó parada, con su traje negro y el collar de perlas que había usado la primera vez que la vio. Estaba inmóvil sosteniendo en alto una caja de esparadrapo como si fuera una cruz, una coraza sagrada, invulnerable, entre ella y el Mal.
Él torció la cabeza a un lado para que pudiera ver el corte.
—Sea un ángel, póngamelo.
Ella se acercó evitando sus ojos, abrió la caja y cortó el trozo de esparadrapo adecuado. Puso la caja sobre un lado de la bañera.
Él advirtió el leve ceño de concentración mientras extendía el esparadrapo.
Raikes intentó dar una explicación convencional, sabiendo que no le creería una palabra, pero era lo que ella esperaba de él:
—Me lastimé en el depósito mientras arrastraba el cajón.
Belle asintió, se inclinó y comenzó a aplicar el esparadrapo sobre la mejilla, con sus dedos largos, firmes y expertos en trabajos femeninos. Mientras lo hacía él estiró las manos hasta el dobladillo de su vestido y le cogió los muslos, deslizó sus manos más arriba de sus medias, sobre la carne tibia y desnuda. Percibió un lento e involuntario temblor en el cuerpo de ella, un estilizado abedul sintiendo el primer soplo de una brisa creciente. Belle no dijo nada; él podía sentir su respiración contra su oído mientras los dedos alisaban el esparadrapo sobre la herida.
Apartándose de él dijo con voz ronca:
—¿Está bien?
—Sí. Muy bien, gracias.
Ella bajó la mirada hasta las rodillas de él e hizo un gesto con la boca torciendo el arco rojo oscuro:
—¿Y qué le pasó a la rodilla?
La rodilla de Raikes estaba muy lastimada por el puntapié de Gilpin:
—También debo haberme golpeado ahí. Me lastimo con facilidad, ¿sabe?
Se puso de pie y terminó de secarse como si ella fuera su mujer y lo hubiera visto desnudo mil veces. Ello lo observó un momento, y luego volvió al dormitorio.
Cuando Raikes salió de su dormitorio vestido, ella estaba sentada, con la copa a un lado, leyendo un «Evening Standard».
—¿Cree que podríamos cenar en casa esta noche? Prefiero no salir con esto —Raikes se tocó la cara.
—Hay carne y coliflor.
—Espléndido. ¿Qué nos ha preparado Fu Manchú en cuanto a vinos? —se inclinó y abrió la puerta del aparador, y por encima de su hombro dijo:
—De paso puede decirle que todo salió bien.
—Está en Malta hasta el lunes.
—Cuando vuelva, entonces.
Comenzó a silbar despacio mientras inspeccionaba las botellas de vino.
Belle estaba tendida en la cama y Raikes dormía junto va ella.
Desde el momento en que había entrado en el cuarto de baño con el esparadrapo, viéndolo desnudo y sintiendo las manos del hombre sobre sus muslos, había comprendido que estaba perdida. Lo que él quería ella lo había querido a pesar de sí misma. (Se dice que no se hará tal cosa… y luego se hace. ¿Qué sentido tiene eso?). Si no hubiera habido nada más que desnudez, sexo, sus dos cuerpos y nada más que eso, entonces no se sentiría tan indefensa ni atemorizada. (Sabía demasiado bien que quería utilizarla… y no quería ser utilizada. Su cuerpo, sí…, pero no esta otra cosa que estaba sintiendo. Y, sin embargo…, en realidad, ¿importaba tanto? Estar bajo el dominio de Sarling no era tan agradable. Caer bajo el de Raikes, por lo menos le daría un tipo diferente de esperanza). Se volvió de espaldas, preguntándose por qué luchaba tanto consigo misma.
Pasaron la velada cómoda y agradablemente, y ni siquiera una vez por accidente o por deseo había vuelto a tocarla. El recuerdo de las manos masculinas en sus muslos duraba, y Raikes sabía que iba a durar. Dos horas después había llegado hasta ella, cruzó el baño y entró en el dormitorio oscuro, Belle lo oyó desde el momento que la puerta se había abierto haciendo «click».
Él se había acostado a su lado, sin decir una palabra, y sus manos la habían tocado otra vez, deslizándose bajo la seda de su camisón, demorándose, con el lento movimiento de los animales, sobre las suaves curvas del cuerpo de ella.
Su boca había sido cálida, generosa, llena de deseo y de entrega y no había poder humano en ella que pudiera retener la respuesta de sus propios labios y de su lengua… sólo un débil grito de advertencia que iba retrocediendo en alguna parte, a millas de distancia detrás de ella. La había tomado con rudeza, forzándose dentro de ella, forzando su voluntad en ella, reclamándola, poseyéndola, y ella había salido a su encuentro con una brutalidad instintiva, igual, arañando la curva de su espalda, arqueándose para salir a su encuentro, desplegándose para él, sintiéndose derribada, barrida y sin importarle; muriendo en la oscuridad, consumida, porque de esa oscuridad la había recobrado y arrojado a otra muerte, y a otra, y a otra, hasta que el cuerpo, la mente y el tiempo fueron consumidos y se sintió inerte y vacía. Entonces, sabiendo que ella no tenía fuerzas para hacer otra cosa que lo que él quisiera, la había llenado de sí mismo, con la pasión y la seguridad de que cualquier cosa que le pidiera ella lo haría, cualquier cosa que él quisiera que fuera, ella lo sería. Sabiéndolo, se había perdido en el sueño para despertarse ahora y sentir el calor de él todavía acostado a su lado, con un brazo y una mano sobre sus pechos desnudos, los dedos encogidos hasta en el sueño con una firmeza posesiva y suave sobre su carne, el calor seco de la palma de su mano acariciando el duro pezón, reclamando una unión que ella necesitaba y recibía con alegría.
La mano sobre su pecho bajó y encontró la plácida y suave redondez del estómago, los dedos se extendieron y bajaron y ella supo que ahora estaba despierto y también supo que ella estaba despierta. Él se volvió, atrayéndola suavemente. La mano y el brazo posesivos, la mano tomando su rodilla derecha, deslizando su pierna sobre él. La necesidad que él tenía de ella igualaba los movimientos de la necesidad que ella tenía de él y entonces, en un mágico instante, sin anuncio previo, estuvo dentro de ella, orgulloso, pero suave, distinto a lo que había sido hasta entonces. Se sintió florecer en calidez, un florecimiento lleno de pétalos húmedos, como jamás había sentido antes, entregándose a un largo y hambriento espasmo de abandono, lo sintió llegar al mismo espasmo, siguiéndola, amándola…
Él debía haber ido a Devon al día siguiente, domingo, pero se quedó con ella. Durmió con ella otra vez aquella noche y hubo ternura y firmeza en él y ella se entregó, deseando ambas cosas y advirtió que estaba enamorándose de Raikes. Sabía que eso no la conducía a ninguna parte, pero estaba contenta de abandonarse a eso una y otra vez.
Débil y cansada en la plenitud de su pasión, esperó que él hablara, pero Andrew no dijo nada, se volvió hacia ella, la acurrucó en su brazos y se durmió.