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ANTES DE QUE ELLA SE FUERA, le dio un recibo por el contenido de la caja. Había una carta sellada de Sarling y un voluminoso paquete envuelto en papel madera. El paquete contenía dos mil libras en billetes de una, cinco y diez. No se preocupó de comprobar el monto. En lo referente al dinero estaba seguro de que tanto ella como Sarling serían meticulosos.

Cuando la muchacha se fue se sentó, encendió un cigarro —había una caja de Bolívar Regentes sobre el bar— y abrió el sobre. Prendidas con un clip había unas cuantas hojas de papel de oficio escritas con la letra grande de Sarling. Decía:

Conducción de operaciones y comunicación desde Mount Street. Miss Vickers tomará a su cargo el comisariato y los aspectos financieros ocasionales. Las comunicaciones conmigo se harán a través de ella.

Los pagos a terceros por gastos operacionales o retenciones pendientes por los mismos, se harán en efectivo de las dos mil libras suministradas.

Cadena de mando. Algunas medidas de seguridad. En ningún momento, tratando con subordinados, dejará saber que nadie tiene autoridad sobre usted. En ningún momento tratando con subordinados utilizará su verdadero nombre ni revelará su dirección en Mount Street. Las únicas personas que nos conocemos personalmente somos usted, yo, Berners y Miss Vickers.

Selección de operadores. Están disponibles en Park Street —Dowham House— los registros de más de cincuenta personas, hombres y mujeres, que tienen (para utilizar una palabra que lo abarca todo) ciertos «errores» en su pasado. Indicándole a Miss Vickers el tipo de persona requerida ella le proporcionará una selección de carpetas donde usted puede elegir.

Raikes se echó hacia detrás en la silla y arrojó una nube de humo en dirección al cuadro de los caballos. Siguió leyendo casi aburrido; la cólera y la agresividad hacía rato que habían desaparecido.

Había algo más sobre detalles de seguridad y la necesidad de aparecer lo menos posible en público con Miss Vickers. ¿Por qué esa limitación cuando todo Galway House sabría a los quince días que estaban viviendo juntos allí? ¿Acaso Sarling no sabía que en el mundo existían porteros, mujeres de la limpieza y vecinos entrometidos?

La última hoja se titulaba «operación preliminar» y decía:

  1. Los hechos importantes que constituyen esta operación están enumerados más abajo. El éxito de esta operación es vital para la que sigue. Estará planeada por usted y por Berners. Sólo impongo una condición. La operación debe llevarse a cabo dentro de las dos próximas semanas.
  2. Hay un depósito de materiales del ejército en M. R. 644550. Hoja núm. 171 de la Inspección de Artillería (mapa de una pulgada). La cabaña 5 contiene seis cajones de madera, pintados de verde, con las marcas usuales del Departamento de Guerra, y están señaladas con pintura blanca con la identificación BATCH Z/93. Serie GF 1. Uno de los cajones debe ser robado. Sus contenidos son similares. El cajón debe ser depositado en algún lugar seguro.
  3. La operación debe ser llevada a cabo con un mínimo de violencia. Usted o Berners tomarán parte activa en ella.

Raikes dobló con cuidado las hojas de papel y las puso dentro del bolsillo interior de su chaqueta. BATCH Z/93. Serié GF 1. Sonaba completamente diferente a la clase de operaciones que él y Berners habían llevado a cabo.

Salió y compró el mapa de Artillería. El depósito militar estaba en Kent, cerca de Wrotham. Casi en seguida de volver, llegó Belle Vickers con una gran maleta. Él se puso de pie, cogió la maleta de las manos de ella y la llevó al otro dormitorio. Belle se quitó el abrigo y Raikes vio que se había puesto un vestido verde con el franco de plata prendido en el pecho.

—Si prepara una taza de té, podemos charlar un rato —le dijo—. Hay ciertas cosas que quiero aclarar.

Mientras tomaban el té le preguntó:

—¿Dónde fue a buscar su equipaje… a Park Street?

—Sí. Estoy allí o en Wiltshire. En cierta forma era más interesante cuando estaba en la City con él.

—¿Se acuesta con él?

—Solía hacerlo antes. Ahora, no. —Era algo tan poco importante que no despertaba ningún sentimiento en ella.

—¿Qué le pasó en la cara a Sarling?

—Sólo sé que se quemó cuando era muy joven. No sé cómo ocurrió.

—¿Tiene idea de lo que se propone hacer? ¿Esto de coleccionar gente y utilizarla?

—Creo que comenzó como una especie de negocio. Usted me entiende… conoce las debilidades de alguien y luego las utiliza para sacarle provecho.

—Y de eso… ¿ha pasado a algo más?

—Si usted lo dice…

—Por supuesto, le advirtió que trataría de hacerla hablar.

—Sí.

—Y le dirá que lo he hecho.

—Sí.

—Le gustaría librarse de él, ¿no es cierto?

—Sí.

—Lo mismo me pasa a mí. Podríamos hacer algo juntos.

—También me advirtió que usted me lo sugeriría.

—Bien, ¿y cuál es la respuesta?

—No lo sé.

—Pues piénselo. Ahora vamos al grano. ¿Tiene alguna idea de las instrucciones que he recibido?

—No. —Ahora se sentía más cómoda con él aunque no podía evitar cierto laconismo en su tono; y, de cualquier manera, desconfiaba de él, tenía que hacerlo. A él no le importaba un comino ella. Sólo pensaba en sí mismo. Lo único que le preocupaba era la forma de librarse de la trampa en que había caído.

—Hábleme de esos registros. ¿Puedo sacar lo que quiero de ellos?

—Eso fue lo que él dijo. Pero sabrá cuáles son los que usted elige.

—De acuerdo. ¿Usted tiene una buena memoria?

—Sí.

—Necesito un hombre de alrededor de cuarenta años. Inglés, y que haya estado en el ejército o en la marina. Una persona que pueda utilizar un uniforme y que conozca las rutinas militares. Alguien que entienda de automóviles y que no sea un tipo culto. Alguien que pueda defenderse en una pelea. ¿Me entiende…?

—Sí. ¿Lo necesita hoy?

—No. Mañana será lo mismo. Tengo dos semanas para trabajar. Comenzaremos mañana. Eso nos deja el resto del día para nosotros. ¿Es buena cocinera?

—No. Nada me sale bien.

—Entonces la llevaré a cenar fuera.

Con una pizca de alarma, ella respondió:

—No puede hacer eso. Él dijo que no deben vernos juntos en público.

Raikes sonrió:

—Sus propias palabras fueron: «aparecer juntos en público lo menos posible»: Una vez es lo menos que puede hacerse.

Se puso de pie y se dirigió a su dormitorio. Desde la puerta exclamó:

—Si hay alguna película que le gustaría ver, podríamos ir antes.

Fueron a ver «Sonrisas y lágrimas», por elección de ella. A los pocos minutos la muchacha estaba totalmente absorbida por la película. Eso le agradó a Raikes. Cualquier cosa que hubiera hecho en el pasado para caer en manos de Sarling (y debió ser algo que despertara el respeto de Sarling, lo que significaba que tenía coraje y temple), en el fondo era romántica. No iba a tener ningún problema con ella. Quizá este fuera el gran error de Sarling, ponerla a trabajar junto a él.

Después la llevó a la «Pastoría» en St. Martin’s Street; comieron boquerones, un bistec y una botella de «Chateau Beychevelle» de la cual él bebió muy poco.

Luego, andando por Leicester Square para encontrar un taxi, Raikes le dijo:

—Quiero un auto para mañana a las diez. Debe ser una camioneta rural. Alquílela a su nombre, pero no utilice Galway House como dirección. Será mejor que diga que la necesitamos por lo menos un mes. Volveré a primeras horas de la noche. ¿Podría tener los registros para que los revise?

Ella asintió y él la cogió del brazo para cruzar la calle. Raikes pensó que probablemente Belle todavía estaba bajo el hechizo de la película, bailando y cantando en su imaginación como Julie Andrews, la protagonista. Pero en realidad ella estaba diciéndose que él había decidido ser amable con ella, y entretenerla, y eso, por supuesto, significaba que había decidido ponerla de su lado contra Sarling. Le gustaba que fuera amable con ella. Se había mostrado divertido y amable… de cuando en cuando un toque de laconismo, como cuando habló del auto y los registros. Si iba o no a seguirle el juego a aquel hombre, era algo que no sabía. Sarling podía ser absurdo, pero no era tonto. Tenía dinero, poder, su propia inteligencia y el cerebro de otros hombres con los cuales podía contar. Aquel hombre podía no tener la menor oportunidad en contra de Sarling, y ella, para salvar su propio pellejo, tenía que estar del lado adecuado. Tendría que pensar en todo eso. De cualquier manera todavía no había necesidad de tomar una decisión.

Él se sentó y tomó una copa mientras ella se fue a acostar. En Devon, Raikes tenía una infinidad de relaciones y de amigos, pero en realidad ningún amigo íntimo, desde la época del colegio. Berners fue su único amigo. Eran dos tipos similares. Sonrió al recordar el primer trabajo que habían realizado juntos. Una simple operación dirigida desde una habitación en el Strand… «La Guía de Deportistas Internacionales»; compraron a una agencia autorizada una lista postal de celebridades deportivas por unas pocas libras, y luego un folleto de primera calidad para atraer los ojos y un formulario para llenar los detalles autobiográficos… para ser devueltos con una suscripción de tres guineas que cubría la entrada y un ejemplar de la guía cuando fuera publicada. Un juego de niños, por el que habían recogido dos mil libras, y desaparecido en tres semanas. ¡Santo Dios! Su padre se habría revuelto en la tumba.

Belle volvió con el auto a las diez y diez. Tranquila, eficiente, sin alboroto; a él le gustó eso. En el apartamento, antes de que se fuera, Raikes le entregó veinte libras.

—Cómprese un anillo de bodas de segunda mano. No conviene que murmuren de nosotros sin necesidad. Charle con el portero algunas veces y mencione a su marido. Y dos veces por semana envíe algunas cartas a esta dirección. Dirigidas a ambos, a los dos juntos o por separado, Mr. o Mrs. Vickers, quiero decir. No necesito advertirle que cambie la letra y los sellos, ¿verdad?

Con dureza, ella le respondió:

—No había pensado en el anillo, pero sí en las cartas. ¿Le gustaría que le dijera algo amable en las que estén dirigidas a usted?

Él rió:

—En papel común será suficiente. Lamento ser un poco brusco, pero conoce la razón. A nadie le gusta ser manejado por nadie, ni que lo tiren de cabeza al barro.

Se dirigió con la camioneta hacia Kent, a lo largo de la autopista A. 20 a Maidstone. Al llegar a Wrotham Heath dobló hacia la derecha, bordeando el campo de golf por la carretera de Mereworth. El depósito del ejército estaba a dos millas de distancia por aquella carretera a mano derecha, en un pequeño bosque cuyos árboles y arbustos estaban cortados formando un área despejada de aproximadamente veinte yardas de ancho alrededor del perímetro alambrado. Cruzó con lentitud el portón de entrada echó un vistazo a las cabañas de Nissen decoradas con mangueras de incendio y pequeñas bombas de mano, a las carreteras bordeadas por piedras blancas, y a una pequeña cabaña inmediata al portón de entrada. El portón estaba cerrado y no había señales de centinela, ni de ningún ser viviente.

Pasó de largo hasta llegar a un bar llamado «Beech Inn». Retrocedió y pasó de nuevo. A cien yardas del portón escudriñó con cuidado, para asegurarse de que no había autos en la carretera. Aminoró la marcha todo lo que pudo, y dejó caer las ruedas laterales del auto en la cuneta cavada cerca de la alambrada. Con los frenos, hizo girar las ruedas de atrás hundiéndolas más en la tierra blanda.

Descendió e inspeccionó el auto. Estaba muy inclinado, y bien hundido en la cuneta. Se acercó un auto, aminoró momentáneamente la marcha como para detenerse y ayudarlo, y luego aceleró y pasó de largo. Raikes se alegró. No tenía necesidad de ningún buen samaritano. Se arrodilló junto a las ruedas traseras, tomó un poco de tierra blanda, la restregó contra sus pantalones y su cara, se ensució las manos y entonces se dirigió a la carretera del portón principal del depósito de pertrechos del ejército.

No tenía el menor nerviosismo. Le ocurría lo que siempre les había ocurrido a él y a Berners cuando iniciaban algo; una fría sensación de confianza en su propia capacidad, y una actitud natural que le daba cariz de verdad a cualquier engaño.

En la oficina encontró a un empleado vestido de civil, de mediana edad. Raikes le dijo que se había atascado en el barro y que quería hablar con un garage para que trajeran un remolque y lo sacaran. El empleado le indicó el número del garage más próximo y señaló el teléfono. Raikes se dirigió a él y llamó al garage. Al mismo tiempo tomó mentalmente nota del número del teléfono que había sobre el disco. Mientras esperaba encendió un cigarrillo, habló por encima del hombro con el empleado y, muy naturalmente, estudió el plano del lugar que estaba colgado en la pared. Indicaba las carreteras del depósito y las cabañas y, para su mayor satisfacción, cada cabaña estaba numerada. La cabaña 5 estaba en la carretera principal entre los árboles de la entrada, la 3 a la izquierda. Las cabañas del lado derecho tenían números pares.

Consiguió hablar con el garage y convino en que vinieran a sacarlo de la cuneta. Colgó, se volvió al empleado, le mostró las manos sucias y le dijo:

—¿Hay algún sitio donde pueda lavarme?

Sabía que era así. Estaba marcado en el plano. Una cabaña para baños entre los números 6 y 8, subiendo por la carretera principal. El empleado le dijo donde estaba y se dirigió hacia allí.

Se lavó en la cabaña. No había nadie. Desde la ventana estudió la cabaña núm. 5 que quedaba enfrente. Estaba situada en un extremo de la carretera y se entraba por una puerta de tamaño normal. Pequeñas ventanas flanqueaban los lados de la puerta. No tenían rejas y la puerta tenía una cerradura simple. Pasó un soldado con uniforme en bicicleta silbando y luego se perdió de vista.

Raikes salió por la puerta de detrás de la cabaña y pasó por la parte posterior de la núm. 6 que era una Nissen del mismo tipo que la núm. 5. Tenía una puerta delante y otra detrás. Volvió por la carretera a la cabaña del portón.

Dió las gracias al empleado por su amabilidad, y se dirigió por la carretera hasta el auto, a esperar que llegara el remolque del garage.

Estuvo de vuelta en Londres a las cuatro y media.

Belle Vickers estaba allí. Había tres carpetas de color naranja sobre la mesa. Encima de ellas, dos billetes de dos libras y una moneda de dos chelines.

Raikes recogió el dinero:

—¿Qué es esto?

—La vuelta del anillo. —Extendió su mano izquierda, con una alianza en el dedo anular—. Se alegraría de saber que fue una ceremonia muy simple, presenciada sólo por el ayudante del joyero, que me palmeó el trasero una vez. Estaba totalmente seguro, por supuesto, de que lo quería para un fin de semana ilícito. Sarling también lo advirtió. Se rio. Por lo menos eso me pareció, aunque es difícil saberlo.

Raikes le entregó el dinero que ella le había devuelto con un gesto de malhumor.

—Compre un brandy más barato. No me gusta usar el Hines con cerveza.

—De manera que así están las cosas. Nos hemos casado y ya empezamos a economizar.

—Le sorprendería todo lo que tenemos que hacer… una vez terminada la luna de miel —replicó Raikes con una sonrisa.

Se sentó y cogió las carpetas. Además de Berners, que por el momento podía quedarse en paz, necesitaba otro hombre.

Fue a visitarlo a la mañana siguiente.

George Gilpin arrojó a la hoguera un viejo neumático, retrocedió esperando que la goma negra comenzara a rizarse, a quemarse y a romperse en una llama sulfurosa, espesa, amarillenta, humeante, con negras y oleosas espirales de humo que giraban hacia el cielo. Alguien llamaría por teléfono desde los «bungalows» de la carretera dentro de un momento, quejándose. Siempre lo hacían, los jueves cuando hacía su hoguera. Bien, que lo hicieran. En un garage hay desperdicios que quemar; cartones, cajones, neumáticos viejos, trapos sucios con aceite. Una llama como una lengua en forma de espada surgió repentinamente desde el borde del fuego. La observó crecer; la fascinación se pintaba en su cara roja y sudaba. ¡Cosa maravillosa, el fuego!

Su mujer apareció por la esquina frente al patio del garage y vino hacia él, que estaba en el terreno despejado. Una ola de humo, hinchándose en el viento lo hizo retroceder unos pasos. La vio venir. Alguien debía haber telefoneado. Ella tenía puesto su mono color azul cielo con el nombre «Garage de Gilpin» bordado en rojo delante. Hasta los monos le quedaban bien. Tenía formas, eso era lo que tenía, formas; y con cualquier cosa con que se vistiera se ponía en evidencia provocativamente. Una regordeta alegre, juguetona, un poco más rolliza de lo necesario en algunas partes, pero el tipo de formas que era una de las delicias de la vida de George. Apoyó su mano grandota en el trasero de ella cuando se detuvo junto a él y luego la deslizó por su cintura. Su pelo grueso y rubio jugueteaba en la cara de él.

—¿Quién es, muchacha? ¿Una de esas solteronas chismosas que tienen tendida la ropa? Todas sus bragas de lana tiznándose. Jamás les sucederá otra cosa a esas bragas.

—No. Hay un individuo en la puerta. Se interesa por un auto.

—¡Formidable!, entonces dile a Dickie… oh, ha salido, ¿no es cierto? ¿Por qué auto?

—La camioneta rural Zephyr.

—Me alegra quitármela de encima. ¿Y…? ¿Qué me dices del fuego, eh? Tenía que eliminar estos desechos. —Le apretó los pechos—. ¡Reserva un poco de esto para esta noche, amor!

Ella le retribuyó con una palmada en la mitad de su amplia espalda y él se dirigió a la parte de detrás del garage. Se lavó en el lavabo, enderezó su corbata roja con lunares blancos y se puso la chaqueta. Sacó un poco más el pañuelo del bolsillo de arriba para que se viera y se echó una mirada de satisfacción en el espejo. El buenazo de George, con un bonito negocio, una cartera con billetes de cinco para gastar en el bar, que todos tomen una copa y conozcan a su mujer, pero que no le acerquen las manos, no es que normalmente le importara mucho, pero acababan de llegar de Mallorca y ella estaba un poco demasiado tostada por el sol en algunas partes… ¿El Zephyr, eh? Trescientas cincuenta libras, quizá; de costo doscientas setenta y cinco. De cualquier manera ni un penique menos de trescientas veinticinco.

Movió la cabeza, increpándose en el espejo. Estás viviendo demasiado bien, George; comiendo demasiado bien; apenas llegando a los cuarenta años y aumentando de peso. Debe ser la cerveza.

El hombre estaba junto a la camioneta. Era un individuo muy agradable, al parecer. Elegante. No tenía aspecto de preocuparse por cien libras más o menos. Nada de regateos. Algunos llegaban al extremo, de regatear medias coronas y al final pretendían que tomara como parte del pago un par de viejos cochecitos para niños y una Lambretta, y además… ¿quién tenía que pagar por los trámites de la venta? Casi todos estos señores vivían gastando más de lo que les permitían sus entradas, para guardar las malditas apariencias. Si había una televisión en color en la casa número uno a principio de mes, al terminar había televisión en color en todas las casas a lo largo de toda la avenida. Las mujeres daban vueltas por los supermercados para ahorrar unos peniques, malditas acosadoras, preparándose para pegarles cuatro gritos a los chicos cuando llegaban del colegio. Sí, una vida muy dura para algunos, y generalmente la culpa la tenían ellos mismos.

—¿Mr. Gilpin?

Una buena voz, educada. Eso es algo que no se puede comprar en la vida.

—Yo soy Gilpin. Es un auto con buen aspecto, ¿eh?

—Me llamo Smith —dijo el hombre alargando la mano.

—Me alegra conocerlo, Mr. Smith —le tendió la mano rápidamente—. ¿Es el tipo de auto que busca? No hay muchos. Pero usted sabe, y yo también, lo que eso significa a veces. Sin embargo, usted ya lo ha visto. Todo va bien.

—¿Podría probarlo?

—¿Por qué no? Hasta lo de John O’Groats y de vuelta si quiere.

Riendo, George Gilpin quitó el cartel que estaba en la parte de fuera del parabrisas y que decía: «oportunidad de la semana £ 400. Sólo tuvo un dueño».

Partieron, Mr. Smith iba al volante.

George Gilpin parloteaba. Lo hacía porque generalmente había algo que ocultar y se quiere apartar la atención del cliente del auto. Pero con aquel auto no era necesario. El hábito lo hacía comportarse así.

—Sólo tuvo un propietario. Un maestro en Watfor. Lo cuidaba como si fuera un niño. Su escuela estaba al dar vuelta a la esquina, rara vez lo usaba, salvo una vez al año que solía llevarlo al extranjero durante un mes. Muy amigo de hacer «camping». Solía dormir en la parte de detrás. Iba a agregar, «probablemente con una muchacha francesa cada noche», pero decidió no hacerlo. Aquel individuo no era de ese tipo.

Subieron por la carretera hacia Hemel Hempstead, luego dieron la vuelta hacia la izquierda, George Gilpin indicaba una dirección de tanto en tanto, y al fin llegaron a un lugar despejado en Chipperfield. George hizo un gesto con la cabeza señalando el bar que estaba al borde de la carretera, y dijo:

—Hace calor esta mañana. ¿Quiere una cerveza? Tienen buena cerveza en los «Two Brewers».

—Una buena idea.

Ah, entonces era un individuo accesible. No demasiado orgulloso para beber con una persona del pueblo.

Smith se sentó en un banco en el jardín del bar y George Gilpin fue a buscar las cervezas. Levantó su copa a Smith, diciendo:

—Bien, aquí está.

—¡Salud!

—¿Qué le parece el auto?

—Me parece bastante bueno. Pero no para ganar 400 libras. —Mr. Smith sonrió y continuó—. Si realmente lo quisiera le daría de 320 a 350. Nada más. Pero no lo quiero.

—¿Cómo que no lo quiere? ¿Entonces por qué…? —¿Qué clase de individuo era aquel, algún loco, un cliente extraño, haciéndole perder el tiempo?

—Lo que realmente quería era tener una conversación tranquila con usted… lejos de su mujer y del garage.

—¡Ah…! ¿Y sobre qué quiere hablar?

—Sobre usted.

—¿Sí…? —Ahora se mostraba cauteloso. Nadie tenía nada contra él, sus antecedentes eran limpios y el garage era un negocio limpio… eso era algo que había decidido desde el comienzo. Pero aquel individuo de pronto le produjo una sensación de intranquilidad. Allí sentado, sereno con su traje de «tweed», sacando una pitillera de plata y encendiendo un cigarrillo, sin la menor prisa.

—Usted solía vivir en Wolverhampton, ¿no es así, Mr. Gilpin?

George Gilpin decidió proceder con cortesía hasta saber de qué se trataba:

—Sí. Era un buen mecánico. Todavía lo soy. ¿Qué es lo que necesita de mí, Mr. Smith? El tiempo es oro, ¿sabe?

Mr. Smith asintió con la cabeza.

—Supongo que recordará una firma llamada Nardon Baines Ltd., en Birmingham. Fabricantes de pintura y barnices.

—El nombre me suena familiar. Pero no conocí bien a Brum.

—Debería recordarlo, Mr. Gilpin. Estaba Harris y Leach Distribuidores, Ltd. y la West Midlands Furnishing Company.

El pánico se apoderó por un momento de George Gilpin y sintió que la cerveza se le volvía amarga en el estómago.

—Escuche, ¿dónde demonios quiere llegar?

—Era un buen mecánico, Mr. Gilpin. Sus manos eran hábiles para cualquier cosa: motores, relojes, fusibles… y explosivos. Las tres firmas que he mencionado se incendiaron en un período de un año. Nardon Baines fue la última, pero ésa no resultó. Sólo se incendiaron las tres cuartas partes. El sereno y un bombero perdieron la vida en el incendio y uno de los tres dispositivos que usted fabricó para comenzar el incendio al mismo tiempo en tres lugares distintos, no funcionó.

George Gilpin se puso de pie. Si tenía miedo también había demasiadas otras cosas para preocuparse por eso. Respondió:

—Está buscando problemas, maldito Mr. Smith. No sé de qué está hablando, pero sé una sola cosa: en cuanto a mí concierne lo llevaré a su auto en el garage y después de eso, si vuelvo a verlo, pagará las consecuencias. Está loco.

Mr. Smith hizo un gesto con la cabeza.

—Tome asiento y no llame la atención. La policía de Birmingham todavía tiene un pequeño dispositivo y además un registro muy bueno de sus impresiones digitales en él. Era un artesano tan eficiente, Mr. Gilpin, que jamás creyó que nada de lo que hacía dejaría de funcionar… de manera que no utilizó guantes. Sé que no tiene antecedentes, de lo contrario no estaría aquí, pero todo lo que tengo que hacer es formular una llamada a la policía y usted tendría problemas. Sólo usted, porque el hombre que lo contrató y trabajó con usted está muerto. Se llamaba Herbert Finkel. Y usted nunca supo para quién trabajaba. Estaba ansioso por cobrar dos mil libras por los tres trabajos, y venir al sur para instalar su garage.

George Gilpin se sentó. Era un hombre práctico. Sabía cuando las cosas no tenían remedio y no se molestaba en lamentarse por ellas.

—Está jugando a un juego peligroso. ¿Cuánto quiere?

Smith sonrió:

—Quiero dos días, tal vez un poco más de su tiempo: le pagaré quinientas libras y luego me olvidaré de que existe.

—¿Va a pagarme…?

—Sí.

—No, gracias. Prefiero pagarle a usted. Tengo un buen negocio, una mujer atractiva, muchos amigos. No hago trabajos, sólo hice esos tres y creo que estuve loco al aceptarlos, pero necesitaba dinero en efectivo para poder empezar. Espero que Finkel esté en el infierno.

—Hará un trabajo para mí, Mr. Gilpin. No tiene nada que ver con provocar un incendio. Es algo muy simple. Y recibirá quinientas libras.

No había salida. Lo sabía. Una llamada telefónica a la policía y sería el fin de todo, y no quería ningún maldito final. Todavía tenía muchos años de placer por delante y se proponía gozarlos. Respondió con tranquilidad.

—Bueno, parece que me tiene atrapado; ¿no es cierto? ¿Cuál es el trabajo?

—Volvamos, hablaremos en el auto.

Dos horas después George Gilpin y su mujer estaban sentados en la sala de su apartamento en el piso superior del garage, con una botella de «whisky» sobre la mesa. George Gilpin estaba en mangas de camisa, había arrojado su corbata de pajarita y abierto el cuello.

—Te digo, querida… no sé nada del trabajo ni de él. Me telefoneará cuando esté listo para que entre en escena. Todo lo que me dijo fue que consiguiera un Land-Rover como los del ejército, que lo pintara de color verde kaki y que lo condujera un poco. —Con los dedos golpeó una hoja de papel que tenía delante—. Y quiere que le ponga estos números y marcas. De la Artillería Real. Vuelvo al maldito ejército.

—¡Oh, no! ¡Eso, no! Sabes lo que tienes que hacer, ¿no es cierto?

—¡Por supuesto! No voy a tenerlo a mis espaldas durante el resto de mi vida. Primero este trabajo y luego otro. Conozco a los de su calaña. Voy a hacerme el bobo. Puede obligarme a hacer este trabajo, pero jamás me forzará a hacer otro.

—George… tienes que tener cuidado. ¿Cómo vas a hacerlo?

—No lo sé. Tengo que pensarlo. Depende de cómo se presenten las cosas. Pero lo mataré. —Vaciló su vaso de «whisky» y se lo tendió a ella para que volviera a llenarlo.

Ella negó con la cabeza:

—Ya has bebido bastante.

—Quizá. Eso ocurre porque uno tiene lástima de sí mismo. —Se puso de pie y se dirigió hacia su mujer, deteniéndose detrás de ella. Deslizó su mano por el escote de su blusa y acarició uno de sus grandes pechos—. No te preocupes, querida. George dará cuenta de él. —Se inclinó y la besó en la frente—. Un hombre puede estar sumergido en la desesperación, pero teniéndote y sintiéndote cerca, el mundo se convierte en un sitio agradable.

Aquella tarde, Belle Vickers volvió al apartamento un poco después de las seis. Raikes estaba sentado cerca de la ventana. La saludó con la cabeza, observándola entrar en el dormitorio para quitarse la ropa de calle. Había desaparecido el peinado de nido de pájaro, el pelo en su forma natural la favorecía extraordinariamente. Después de un momento vino a la habitación y se dirigió al bar a servirse una copa.

—¿Quiere que le prepare algo?

—Todavía no, gracias. ¿Dónde ha estado?… ¿en casa de Sarling?

—Sí. Volví a llevarle los registros. También encontré un garage donde podemos guardar el auto. Tiene un pequeño desván arriba con una de esas escaleras… sabe, de esas que bajan desde una rampa cuando se tira de una cuerda, Pagué seis meses de alquiler por adelantado bajo el nombre de Smith. Está al dar vuelta a Edgware Road. Una buena caminata.

—Bien. ¿Cómo está Fu Manchú?

Lo miró sorprendida por un momento, luego rio:

—¿Así es como lo ve?

—¿Por qué no? No es un ser real, ¿o sí…? Parece tener algún tipo de fluido verde en sus venas en lugar de sangre.

—Quiso saber qué hombre había elegido usted.

—¿Sí…? Pero no pienso decírselo.

—¿Quiere decir que piensa protegerlo, por si acaso no cumple su palabra?

—Podría ser. Pero también podría ser sólo por crueldad.

—Podrían ser ambas cosas. Aunque por lo que he visto, me inclino a pensar lo último.

—¿Así es como me ve?

Ella se sentó y bebió un trago:

—De cuando en cuando. No me importa. Supongo que algunas veces yo también debo parecer así. Ambos estamos atrapados… eso nos hace susceptibles, difíciles.

—Si le pregunto cómo la atrapó, ¿me lo dirá?

—Ahora, no. Alguna vez, podría ser. ¿Y en lo que se refiere a usted…? ¿Me lo dirá alguna vez?

—No. De cualquier manera, sabe bastante de mí. Estaba dispuesto a quedarme donde estaba… y usted llegó con un sobre sellado. Allí en Devon está mi verdadera vida. Esto… —se puso de pie e hizo un gesto con la mano señalando la habitación—, es una pesadilla. Y será una pesadilla que durará mientras duren Sarling y sus registros.

—Y las fotocopias.

—¿Dónde las guarda? ¿En la casa de campo, en Meon Park?

—Sí.

—¿Alguna vez se le ocurrió dejarlo…, simplemente desaparecer?

—Supongo que sí. Pero no dio resultado. He dejado de pensar en eso. Algún día morirá.

—La gente rica puede vivir mucho tiempo. Tiene dinero para comprar el tiempo de los médicos y sirvientes…, de ir a sitios donde hay sol. A ciertas personas habría que precipitarles la muerte.

—¿Supongo que habla en serio… respecto a eso?

Se volvió y se quedó de pie frente a ella. El vaso que Belle tenía en la mano parecía plateado por las burbujas que subían desde el fondo del agua tónica; la misma mano que llevaba el anillo de boda, una argolla de oro ancha y opaca. Había momentos en que la forma en que ella hablaba con sus «supongo» y sus «bien, algo así como…», lo irritaban, en que sólo verla le provocaba disgusto. Pero tenía que superarlo. La necesitaba.

—Ya verá lo seriamente que hablo. ¿Cree que Sarling no sabe qué clase de hombre soy? Lo sabe mejor que yo mismo. Hasta se lo ha comentado a usted, ¿no es así?

Ella no respondió. Le cogió la barbilla, con una mano firme que le hizo levantar la cara:

—¿No es así?

—Sí.

—Entonces, seamos sinceros. Quiero que muera. Si sólo fuera eso sería fácil. Pero necesito esos registros y las fotocopias. Todo. Quiero verlos quemarse. Matarlo sin hacer eso sería inútil. —Sonrió—. ¿Le gusta tanto su hermosa jaula?

—No es tan mala, particularmente ahora que no viene a mi jaula con sus sucios jueguecitos. En realidad no habla en serio… ¿o sí?

—¿Sobre matarlo?

—No. Sobre pensar que… bueno, que le ayudaría en algún modo.

—¿Y por qué no habría de hacerlo? Es una cosa obvia.

Su sorpresa era sincera. Ella podía advertirlo. De pronto tuvo una sensación de miedo al verlo allí alto, inflexible, toda fuerza y salud, hablando de muerte… de asesinar, como si estuviera discutiendo el resultado de las carreras del día. Asesinato no, por amor de Dios. Si llegaba a tener en su poder los registros y las fotocopias, lo mataría. Aplastaría a Sarling como a una mosca contra el cristal de una ventana.

Belle dijo alarmada:

—¡Pero sería un asesinato!

—¿Quiere permanecer atada a él hasta que muera de muerte natural? Sarling está un poco loco. Podría empeorar. Podría obligarla a hacer algo que terminara destruyéndola. De cualquier manera, no le pido demasiado. Sólo un poco de información.

Se dirigió al bar y comenzó a prepararse un trago. Ella lo observaba. Todo lo que él decía era verdad. Sarling había cambiado desde que lo había conocido. Dios sabía que ella deseaba ser libre. Pero hasta para eso podía haber un precio demasiado alto. Allí era donde disentía con aquel hombre. Él quería libertad, y no le importaba lo que tuviera que pagar ni lo que tuviera que hacer. Se debía a la propia confianza que Raikes tenía, a la certeza absoluta de su propia fuerza e inteligencia. Belle pensó: Dios mío, ¿por qué estiré la mano y cogí aquel primer tarro de talco de Marks y Spencers? Un primer paso en falso… y sin saber dónde había de llevarme…

—¿Y qué tendría que hacer? —preguntó.

—Muy poco. —Él se acercó y rozó suavemente con los nudillos la larga línea de su mentón. Estaba seduciéndole deliberadamente, y ella lo sabía. En el fondo, quería que la sedujera… no tenía nada, no tenía a nadie… sólo una especie de urgencia, que la estaba aniquilando, por entregarse a alguien, porque alguien la tomara, que se ocupara de ella y le diera paz.

—Antes que nada tendremos que ser leales el uno con el otro. —Él le sonrió, con una sonrisa que disipaba todo temor—. Ponernos uno en manos del otro. ¿Le parece razonable?

—Bien… sí…

—¿Entonces, lo hará?

—No sé. ¿Qué tendría que hacer?… quiero decir, ¿además de serle leal?

—No mucho. Pero podría significar su libertad. No piense —rio— que voy a pedirle que envenene la leche que va a beber Sarling, ni que le clave un cuchillo. No sabría hacer ninguna de esas cosas.

Ella se puso de pie de pronto, y al hacerlo, la bebida rebosó por el borde del vaso.

—No quiero oír ni una palabra más. ¡Está hablando de asesinar!

Él se encogió de hombros:

—Lo lamento. No quería perturbarla. Olvidémoslo. Será mejor que quite esa mancha de su vestido.

Ella bajó los ojos a la mancha del líquido, y luego entró en el dormitorio y cerró la puerta.

Nada se logra con facilidad, inmediatamente, pensó Raikes. Cualquier cosa que se obtiene demasiado rápido es sospechosa. Pero ella terminaría haciendo lo que él quería. La explosión marcaba una etapa. Ella tenía que acostumbrarse a la idea de matar. Más tarde se convencería, lo ayudaría y Sarling sería asesinado… y después de Sarling… Belle tendría que morir. Allá en Devon, Alverton y Mary lo estaban esperando. Su tierra natal por derecho de nacimiento, su mujer, esperando engendrar hijos de él… su destino, marcado más fijamente en su mente que cualquier otra cosa. Sarling era lo único que se interponía.