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DOS MESES DESPUÉS, a mediados de noviembre, terminada la temporada de pesca, volvió a última hora de la tarde de un paseo a pie por la costa. Era el río donde su padre le había enseñado, cuando contaba ocho años, a atar una mosca, arrojar el anzuelo, mover el sedal y a utilizar el «reel». Allí también, a fuerza de intentarlo infinidad de veces, había aprendido la lección de que la impaciencia jamás había desenredado un sedal enmarañado.

Volvía a su casa sabiendo que no encontraría a Mrs. Hamilton. Andaba despacio en la penumbra, que iba arrojando sombras azuladas debajo de los árboles. Mientras subía por el sendero oyó de pronto el chillido de un pequeño búho, en un huerto más abajo de la casa.

Un automóvil estaba estacionado sobre la grava, iluminado por el amplio cono de luz de un farol colocado sobre la puerta de la calle. Era un Rover azul 2000, modelo TC. Echando un vistazo al interior advirtió que debía tratarse de una mujer. Había un par de zapatos deportivos, cómodos, junto a los pedales; además una chaqueta de gamuza en el respaldo del asiento del conductor, sobre el panel de instrumentos había un frasco de esmalte para uñas, algunas limas de esmeril, y un pequeño paquete de toallas de papel. Al subir los peldaños de la escalera, vio que había luz en la sala.

La puerta de la sala estaba entreabierta apenas unos milímetros. Recordó que al auto tenía matrícula de Kent. MKE 800 F. La mujer tenía que ser una extraña. No le gustaban los extraños en su casa.

Al acercarse a la puerta, vio que la mano de ella descansaba sobre la pequeña mesa junto a su sillón. Los largos dedos jugaban con las aristas del vaso tallado, a medio llenar de «whisky». No usaba anillos. Una mano con dedos finos y uñas pintadas de un color cereza oscuro.

Él entró. Ella estaba sentada de frente. Durante breves instantes se miraron sin pronunciar palabra. La muchacha tenía una cara larga, pálida, atractiva, pero endurecida por un lápiz labial espeso y los ojos cargados de sombra. El pelo era castaño rojizo, ligeramente ondulado y caía hacia un lado de manera que la oreja izquierda y la pálida curva de la sien del mismo lado parecían indefensas, vulnerables. Llevaba un collar de un solo hilo de perlas alrededor del cuello, un sencillo «jumper» blanco y una pálida falda verde, bien arriba de las rodillas. Los zapatos eran de cuero blanco con tacones altos y finos. Era lógico que hubiera otro par más cómodo en el auto, pensó.

Se puso de pie (era casi tan alta como él), y dijo:

—Espero no haberlo molestado. Mrs. Hamilton me dejó entrar para esperarlo, puesto que ella ya se iba. Además… este… —rió de una manera nerviosa que armonizaba con la voz, un poco vulgar a pesar del esfuerzo que hacía por disimularlo—. Me serví un poco de su «whisky». ¿Usted es Raikes, no es así? ¿Andrew Raikes?

—Sí, soy yo.

—Mi nombre es Belle Vickers. Por lo menos siempre me han llamado así. Mabel, para ser precisa. Espantoso, ¿no es cierto?

—Oh, no lo sé. Es un nombre agradable. —Le sonrió y sintió que el nerviosismo de la muchacha comenzaba a ceder. Pasó frente a ella para dirigirse al bar, se sirvió un «whisky» y con el sifón en la mano preguntó:

—¿En qué puedo serle útil, Miss Vickers? Por favor, tome asiento. —Con un gesto le indicó una silla, y luego vertió soda en su vaso.

La muchacha se sentó, tomó un trago y respondió:

—Bien, tengo algo así como un mensaje para usted.

—¿De qué se trata?

Él se acercó y se colocó frente a la silla de ella.

—¡Cristo! —dijo Belle de pronto—. Es espantoso. No me gusta tener que hacerlo. Sólo me dijo que tenía que darle el mensaje y también esto, para que comprendiera que lo que digo es verdad.

Raikes se sentó, descansando los codos sobre las rodillas y sosteniendo el vaso con ambas manos, observándola revolver en su bolso.

La muchacha le tendió un grueso sobre de papel manila, sellado con cera roja en cinco lugares. El sobre no llevaba ninguna inscripción.

—No sé lo que es. Tengo que entregárselo a usted, sellado como está y también… —siguió revolviendo en el bolso— me tiene que dar un recibo donde conste que le ha sido entregado el sobre con los sellos intactos. Tome.

Le tendió un pedazo de papel y un bolígrafo. Él los puso en la mesa que tenía al lado y abrió el sobre. Dentro había una pequeña hoja de papel blanco. En ella estaba escrito… «John E. Frampton». Se quedó mirándola fijamente durante un momento, luego levantó el vaso y lo vació. Belle Vickers lo observaba nerviosa.

Raikes se puso de pie y se dirigió a la chimenea. Cogió su encendedor y quemó el papel, sosteniéndolo por una punta mientras se quemaba y luego arrojó las cenizas a la chimenea y las removió con el atizador. Volvió, firmó el recibo y lo entregó a Miss Vickers junto con el bolígrafo. Ella evitó su mirada. Él la sonrió afablemente y le cogió el vaso.

—Creo que a ambos nos vendría bien otro trago, ¿no le parece?

Ella asintió y nuevamente comenzó a revolver dentro de su bolso. Ahora buscaba los cigarrillos y el encendedor. Él la dejó hacer y volvió a llenarle el vaso. Era nerviosa Belle Vickers. Algún día la iba a matar.

Le trajo el vaso. Ella esbozó una sonrisa de disculpa, la mano le temblaba un poco al coger el vaso.

—¿Y el mensaje?

—Mañana por la mañana tengo que llevarle a una cita. Tardaremos alrededor de tres horas.

—Perfectamente.

El impacto que recibió Raikes fue profundo, pero lo disimulaba bastante bien. Todos aquellos largos años a sus espaldas habían estado preparándolo para aquel momento, que había esperado que no llegara nunca. Hubiera apostado que no llegaría, porque él y Berners habían sido muy cuidadosos. En alguna parte debía haberse producido una coincidencia de tiempo, lugar y personalidad, que nunca habían previsto.

—Vendré a buscarlo después de las nueve.

—¿Dónde pasará la noche? —Durante un estúpido momento tuvo la idea de que si algo había de hacerse, lo mejor era hacerlo en seguida. Pero luego rechazó la estupidez.

—En Eggesford. En el «Fox and Hounds».

Mabel sonrió. Ahora se sentía más cómoda. Levantó una mano para alisar un mechón de pelo castaño. Luego, no tanto por simpatía, pensó él, sino por una especie de solidaridad en la desgracia, Mabel continuó:

—Lamento haber tenido que traerle la noticia. No crea que no sé cómo se siente. Por lo menos creo que lo sé. Algo parecido me sucedió a mí.

—¿Es un hombre, naturalmente?

—Sí. Pero no me haga más preguntas respecto a él. Ni respecto a nada. Sólo tengo que llevarlo hasta él. Quizá no sea tan malo como se imagina. Quiero decir… bien, en mi caso no lo fue. En cierta forma resultó una cosa buena, excepto… —Su voz se perdió.

—Excepto, ¿qué?

—Excepto que desde entonces… por buenas que hayan sido algunas cosas… jamás he vuelto a ser yo misma. Es decir, eso me ocurrió a mí. Pero quizá sea distinto con usted. Usted es un hombre y los hombres no son fáciles de manejar, ¿no es así? No es como con una mujer… En cierto sentido, es casi lo que deseamos ser… ¡Oh, no lo sé! Supongo que estoy hablando por hablar, porque sé cómo debe sentirse. Y también dadas las circunstancias de que he sido yo quien he tenido que venir aquí.

Ella estaba tratando de consolarlo. Él no lo necesitaba. Estaba por encima de lo que pudiera ser un consuelo. Era una pérdida de tiempo. Ahí estaba nada menos que el futuro deslizándose hacia su persona, y él, de pie, preparándose para recibirlo, seguro de que inclinaría la balanza a su favor.

La miró con su cálida sonrisa, automáticamente, sabiendo que ella pensaría que estaba agradecido a su consuelo, y se acercó para ayudarla a ponerse de pie.

—No se preocupe por mí. Pero mañana no venga hasta aquí. Estaré abajo, en la carretera, esperándola.

La acompañó al auto y abrió la portezuela de delante Cuando ella se inclinó para entrar, su nuca, indefensa y vulnerable, quedó expuesta debajo de la mirada de Raikes Un golpe seco con el perfil de la mano podía matar. Pero ahora no serviría de nada. Ella en ese momento no era la indicada, no sería la primera víctima.

La muchacha buscó la llave de contacto, con la cabeza hacia un lado, con su cara pálida, demasiado maquillada, llena de comprensión y simpatía mientras le repetía las acostumbradas palabras de consuelo que creía que podrían ayudarlo:

—Realmente sé cómo se siente. No es que los hombres exterioricen sus sentimientos como las mujeres. Cuando me sucedió casi me dejé llevar por el pánico. Pero al fin resultó bastante bien. De cualquier manera, mejor de lo que podría haber sido.

Raikes observó alejarse el auto y entró en su casa.

Estaba tendida en la cama del hotel, recordándolo a él y a la habitación. Al principio pensó que Raikes no iba a agradarla. Él la había mirado y eso fue suficiente. Ella no le gustaba o quizá no aprobara su conducta. Conocía su tipo, conocía esa voz, esos modales que tienen algunos hombres, seguros de sí mismos, ese algo que tienen desde el principio y que jamás pierden ni cuando caen muy bajo en la vida, ni siquiera si se encuentran sirviendo detrás del mostrador. Pero, a pesar de todo, había sentido lástima por él. Probablemente estaba pasando un momento espantoso en aquel mismo instante. Ella lo sabía, había pasado por todo eso. Cualquier persona en la situación de Raikes tendría miedo. Si entrara ahora en su habitación, lo invitaría a su cama y le daría el consuelo de su cuerpo y el calor de unos pocos minutos de olvido. Entonces, moviendo sus largas piernas debajo de las sábanas, advirtió que era una embustera. Al diablo con el consuelo y el olvido… le gustaría tenerlo allí como hombre. Lo que deseaba era la reciedumbre de un macho, los largos, violentos espasmos de pasión. Era su tipo de hombre. No era el primer hombre a quien había entregado un sobre sellado. Pero era el primero que lo había abierto sin mostrar ni un asomo de debilidad. Sí, éste era diferente y porque era diferente, sabía que había muchas cosas que le gustaría darle. Pensó en el cuerpo de Raikes, alto y fuerte, en la expresión inteligente, serena, impasible, con esa sonrisa que lentamente abrazaba y en los ojos tranquilos, azules, que rara vez pestañeaban.

Se sentó en la cama, encendió la luz y buscó un cigarrillo. Fumando, miró sobre el desordenado tocador, fijando sus ojos en el espejo.

Mabel Vickers. Nacida el 7 de febrero de 1945. Era de Acuario. Ese día, en el «Daily Mail», su horóscopo decía: «Hay armonía en el aire; hará nuevas amistades y reanudará viejos lazos». Le importaba un comino reanudar viejos lazos, pero los nuevos amigos siempre eran bienvenidos si tenían algo que dar, algo que uno quisiera.

Su padre, artillero en el Regimiento AA, había muerto en un accidente en Italia un mes antes de que ella naciera, lo que en realidad no era una desgracia tan grande porque, demasiado tarde para que a ella le importara, había sabido que no era su padre. Con todo, seguía pensando en él como en su padre, aunque no era más que un nombre y un rostro en las fotografías y en las conversaciones vagas y contradictorias de su madre. Esta se había vuelto a casar en 1947; una mujer vigorosa con un cuerpo bien desarrollado que no dedicaba mucha atención a nada que no fuera ella misma; una mujer alegre, feliz, era el alma de cualquier reunión que girara alrededor de un cajón de cerveza y un par de botellas de gin. Se había casado con un tabernero y se habían mudado a un pequeño bar en Headington, un pueblecito próximo a Oxford. Cuando tenía diecisiete años, después de haber hecho el ciclo escolar sin mayores alternativas, y luego de seis difíciles meses en una escuela de secretariado, Belle trabajó durante algunos años como dactilógrafa en Morris Cowley Works. Seis meses después su padrastro tomó la costumbre de visitar su dormitorio de noche, generalmente un poco bebido, para charlar con ella, gastándole bromas con alegres payasadas que lentamente se fueron convirtiendo en algo sucio. Cuando se quejó a su madre, ésta, muy divertida, pero queriendo evitar problemas, le dio cincuenta libras de su caja y ella se fue a Londres.

En 1962, compartió un apartamento con otras dos muchachas y trabajó en las oficinas de la Prudential Assurance en Holborn y comenzó, sin saber por qué, a hacer algunas raterías en las tiendas en su hora de almorzar. Al principio había sido en «Marks and Spencers» y en «Woolworths», porque era fácil, y luego en tiendas más exclusivas. La mayor parte de las mercancías se las había vendido a sus compañeras de apartamento y a sus amigos, explicando que tenía contactos en el comercio y conseguía las cosas más baratas. Nunca la atraparon. Su primera relación sexual realmente completa y satisfactoria había sido a principios de 1963 con un hombre casado. Una vez por semana alquilaban una habitación en un hotel del West End, llegaba a las seis, se desnudaba, hacía sus ejercicios frente a la ventana, y luego hacía el amor hasta las siete. Entre los dos, en el siguiente cuarto de hora, se bebían media botella de «whisky», y luego él desaparecía. Consideraba sus raterías en las tiendas como una broma bastante productiva, la había estimulado, y tomó a su cargo la parte final de la comercialización. A mediados de 1963, había cambiado de empleo trabajando como secretaria en las oficinas de la City Overseas Mercantile Bank en Cannon Street. Un mes más tarde abandonó el negocio de las raterías porque de pronto descubrió que tenía facilidad para las cifras y las cuentas, y una mano derecha extraordinariamente hábil para falsificar. Su amante estaba deslumbrado con su nuevo talento, y la premió quedándose una noche completa por semana en el hotel y llevándola cada dos meses a pasar un largo fin de semana en Brighton. Entre ellos se fijaron un objetivo de veinte mil libras para luego marcharse al Líbano donde él tenía contactos. Se mostró un poco molesto cuando ella insistió en guardar su dinero, fraudulentamente ganado, en su propia cuenta. Durante aquel período ella le fue infiel con frecuencia, más que nada por curiosidad y porque pensaba que la experiencia de una mujer no debería estar estrechamente limitada. No sabía nada del amor, pero maduraba muy rápidamente. A principios de 1964, su amante casado desapareció de la faz de la tierra. Siempre pensó, y todavía pensaba, que tenía que ver con «Él», pero jamás pudo confirmarlo. Él, entre muchas otras cosas, era el presidente del Overseas Mercantile Bank. Un día la llamó a su despacho privado, cerró la puerta con llave, y la felicitó por su habilidad con números y cuentas y por el talento que poseía en su mano derecha… Su momento de pánico no duró demasiado y aceptó el contrato que le ofreció. El endoso se hizo, después que ella se quitó las bragas, sobre la gruesa alfombra de la oficina, en presencia de una larga hilera de fotografías de los anteriores presidentes del Banco que colgaban de las paredes. No se le pasó por la cabeza, ni siquiera por un momento, tomar la otra alternativa que significaba simplemente levantar el teléfono que estaba junto a él. Fue promovida a secretaria privada y personal, una de tantas, y cambió su lugar de trabajo. Desde entonces hasta ahora, le había servido con eficiencia y lealtad, se había sometido a él cuando la necesitaba, y rara vez se detenía a considerar si era o no feliz. Durante los últimos cuatro meses él no había demostrado necesidad de su cuerpo, pero su consideración, afecto y disciplina sobre ella permanecían inalterables. No era el tipo de hombre que arrojara por la borda nada que pudiera tener alguna utilidad.

Mañana le llevaría a Andrew Raikes. Podría no llegar a saber nunca cuál era el contrato que pudiera existir entre ellos, pero sabía que Raikes, quienquiera que fuese, jamás volvería a ser el mismo.

La encontró en la carretera que pasaba por debajo de la casa, poco después de las nueve. Belle vestía un traje azul marino con cuello y puños color tostado. Sobre su pecho izquierdo llevaba prendida una moneda de plata antigua de dos francos convertida en broche. Todavía estaba demasiado maquillada.

Conducía de prisa, pero con habilidad, y él observaba las carreteras, reconociéndolas. No hubo ningún intento de ocultarle el punto de destino. Cuando iban atravesando un lugar al este de Exeter, de improviso Raikes, con una voz que se elevó por encima del volumen de la radio que Belle había encendido cuando la insulsa conversación había decaído, preguntó:

—¿Qué sabe de mí?

—Muy poco. Su nombre, dónde vive. Antes de venir a verlo, algunas fotografías… descripción. Pero de usted, realmente, nada.

—Sea quien sea el hombre, me parece que ha esperado mucho tiempo…

—Es probable. Tiene ese tipo de talento. Saber esperar.

Al pasar frente a un poste indicador supo que Winchester estaba algo más delante. Se le representó la imagen de arroyes blancuzcos, lechos con hierbas ondulantes, renacuajos, tallos de apios de aguas duras y la comba de una trucha marrón jugueteando un poco más abajo de la superficie del agua. Por supuesto, pescar había sido su pequeño nirvana. Siempre había sido así. Algo para olvidarse del mundo exterior. Para su padre, simplemente, había sido la persecución apacible, el tranquilo y alegre complemento de una vida campestre. Su padre, un tranquilo anciano, había dejado que el mundo lo atrapara y lo engañara y luego hizo lo que tenía que hacer; despojarse de sí mismo y una vez conseguido esto, se había dejado morir. Sin un ataque, sin una enfermedad, simplemente de puro desprecio por un mundo que ya no tenía nada que ofrecerle.

Una hora después, desde una carretera secundaria, Belle giró hacia los portones abiertos de un sendero lateral. Allá en el parque, a lo lejos y por entre los olmos pudo vislumbrar una gran mansión de piedra gris. Vio que la muchacha echaba un vistazo a su reloj de pulsera. Tenía instrucciones de llegar con él a tiempo. Delante de ellos apareció un pequeño lago. Ella lo bordeó. La superficie estaba llena de nenúfares. A diez yardas de la orilla una gallinácea se abría paso entre los flores acuáticas.

—Hay una cascada al final del lago —dijo ella—. Suba los escalones que hay a su lado. Arriba encontrará una glorieta. Allí estará él.

—¿Y usted?

—Me quedaré aquí esperando que vuelva.

Descendió del auto y se alejó, metiendo las manos en los bolsillos de su chaqueta de «tweed». Al subir por el sendero junto a la cascada, vio que el sol formaba un pequeño arco iris en el agua pulverizada y sintió el rocío traído por la brisa que salpicaba su cara. La glorieta estaba construida con un techo estilo pagoda. Una vereda de teca corría a lo largo de la parte delantera.

Cruzó la vereda y se detuvo al pasar la puerta. Todo el piso era una única habitación. Grandes ventanales quebraban las cuatro paredes y en los espacios entre ellas había un mural de un largo diseño que corría a lo largo de las paredes: un panorama tropical, verde, una jungla espesa florecida, los colores azul, amarillo y rojo de los guacamayos y de los loros; la piel chocolate de los monos y los cueros leonados y las rayas blancas y negras de diferentes animales. Una mesa de cristal con patas de hierro pintadas de blanco ocupaba la mayor parte del centro de la habitación. Había otra mesa más pequeña de diseño similar contra una de las paredes, con botellas, copas, una pila de revistas, un paquete envuelto en papel madera y cajas de cigarros y cigarrillos. Un reloj eléctrico, de esfera grande, con manecillas y estrellas de bronce indicando las horas pendía frente a él en lo alto de la pared opuesta. Sus ojos recorrieron todo, memorizando, registrando, para jamás olvidarlo.

De pie cerca de una de las ventanas de un lado, observándolo, había un hombre de alrededor de cinco pies de altura. Llevaba una camisa de seda blanca, pantalones azules de hilo y zapatos blancos. La cara del hombre era fea, la piel rojiza, los rasgos aplastados como si alguna vez una inmensa mano le hubiera estampado un golpe apretando y deformando las facciones. Algunas zonas de la piel tenían un brillo intenso y lampiño, y las orejas estaban muy separadas del cráneo. El pelo, entre gris y blanco, corto y escrupulosamente peinado sobre la parte superior de su voluminosa cabeza, como una alfombra sucia, ordinaria, que una vez fuera blanca y ahora estuviera aplastada y gastada. Quebrando los irregulares planos de su rostro había un bigote marrón, descuidado, hirsuto, teatral y cómico. Debajo del brazo llevaba un portafolio de cuero amarillo.

Sin moverse dijo:

—Tome asiento, Mr. Raikes.

Raikes se sentó en una silla al extremo de la mesa. El hombre abrió el portafolio y por encima de la mesa deslizó una carpeta a Raikes.

—Puede estudiar eso mientras le preparo un trago.

—¿Quién es usted? —preguntó Raikes.

—Mi nombre es Sarling. John Eustace Sarling. ¿Ha oído hablar de él?

—Sí.

—Entonces no necesitamos preocuparnos por nada de eso por el momento. Como nombre es bastante bueno. Lástima que responda a una cara tan fea. Revise esa carpeta. Usted generalmente bebe brandy con cerveza a esta hora del día… ¿correcto?

—Así es.

La voz de Sarling era tranquila, pausada. Podía haber sido un médico provista de infinito tacto y habilidad ahuyentando la alarma de un paciente.

Raikes abrió la carpeta. Había unas hojas de papel de oficio rayado grapadas. La primera página estaba cubierta, en tinta roja, con una escritura a mano, cuidadosa, los párrafos muy separados uno de otro.

Raikes leyó:

«Andrew Ferguson Raikes. Tercer hijo y único superviviente de Anthony Banks Raikes y de Margaret Raikes (nacida Ferguson). Nació el 14 de mayo de 1930 en Alverton Manor, Eggsford, N. Devon. Escuela preparatoria. Dragón Oxford, Bachillerato en Tiverton, del condado de Blundell».

Todo estaba allí, claramente expresado. Dos hermanos mayores, ambos muertos en la Segunda Guerra Mundial, en la Marina Real, servicio de Submarinos. Muerte de la madre, 1945. Venta de Alverton Manor, 1947. Muerte del padre, 1948. Lo leyó mecánicamente, sin dejar que los recuerdos ni la emoción tomaran parte alguna.

Cerca del codo le pusieron un vaso con brandy y cerveza. Siguió leyendo, levantando los ojos una vez para mirar a Sarling, que estaba sentado en el otro extremo de la mesa, con un vaso de leche frente a él.

El último párrafo de la página decía:

«Dos años en el Departamento de Análisis de Inversiones de Grubb, Sarkes & Pennell, Moorgate. Lo abandonó en enero de 1950, voluntariamente. Desde entonces jamás tuvo un empleo o negocio legítimo y jamás utilizó su verdadero nombre en ninguna operación».

Raikes hojeó las páginas que seguían. Cada una estaba encabezada en letras mayúsculas con uno de sus alias o el nombre de una de las compañías, negocios o proyectos que había organizado. Martin Graham, el P. P. Trading Company (que había sido un negocio manejado por correo, exclusivamente), John Hadham Properties (poco después de haberse unido a Berners), Félix S. Snow, Beauty Pack Ltd., John E. Frampton, Billings, Hurst & Brown, Silverton Suppliers (que había sido su primera empresa en el negocio de vinos), Angus Homesteads… casi todos los papeles que había representado acudieron a su memoria y con ellos el recuerdo de la oficina manejada por un solo hombre, espacios alquilados para depósitos, lotes vacíos, lotes abandonados… Berners que iba a primera hora de la mañana para poner un anuncio falso, y él que llegaba por la tarde con algún cliente con quien había almorzado y a quien había hecho beber demasiado, y el muy cándido pensaba que se le estaba brindando una oportunidad para hacer una compra barata. En un momento dado él y Berners utilizaron quince lotes distintos sin el menor derecho o título a ellos.

Sin volver a mirar a Sarling, se puso a leer en detalle una o dos de las cuentas. Alguien había trabajado bien para Sarling. Leyó los detalles de John Hadham Properties. Se mencionaba el nombre de Berners, pero no se daba ninguna información sobre él. Siguió hacia delante, registrando las otras. A Berners se lo mencionaba una y otra vez, pero no se hacía comentario alguno contra su nombre, ni se citaban hechos biográficos. Como si Sarling hubiera estado leyéndole el pensamiento, su voz llegó desde el otro extremo de la mesa.

—Aquí tengo una carpeta separada de Berners. —Tamborileó con los dedos sobre el portafolio que tenía delante—. No se apresure, léalo todo.

Raikes cerró la carpeta.

—No hay necesidad. Usted ha logrado su objeto. Y ahora, ¿de qué se trata?

—Bien, parece que empezamos a entendemos. Déjeme aclarar las cosas, Mr. Raikes. Primero le diré que siento un enorme respeto y admiración por sus facultades, su ingenio y su inteligencia, pero sobre todo por su capacidad para organizar no sólo gente sino asuntos. —Señaló con la cabeza la carpeta—. Este informe debe ser único. Cualquier otro hombre brillante jamás hubiera logrado ni la mitad de lo que usted ha hecho. Por eso lo necesito. En segundo lugar, permítame asegurarle que no intento perjudicarlo. Pero usted debe saberlo, de otra manera hubiera sido la policía quien lo hubiera visitado y no Miss Vickers. —Sonrió y la cara resultó grotesca, pero había algo cálido, casi bondadoso en los ojos castaños opacos—. Dígame…, a causa de la ley de Bancos no pude calcularle, ¿a cuánto alcanza lo que ha ganado en los últimos catorce o quince años?

Raikes también sonrió, la sonrisa profesional, el primer paso hacia una vinculación que iba a servirle a él mejor que a Sarling. No mostraba alarma ni ansiedad. Todo lo que le quedaba era el dominio de la situación y esa tenía que marchar sólo en una dirección, en su propio beneficio Había muchas cosas que necesitaban saber antes que plantear su primer paso positivo.

—Alrededor de trescientas mil libras.

—¿Cuánto pagó por Alverton Manor?

—Treinta y cinco mil…

Sarling señaló con un gesto la carpeta.

—Y por eso hizo la mayor parte de las cosas que ahí se consignan. ¿No es cierto?

—La mayor parte, sí. Mi padre confió en sus amigos, particularmente en sus amigos de la City, creyó lo que le decían porque creía en la amistad. Aun en el desastre aceptó sus explicaciones y sus soluciones para recuperar las pérdidas. Al fin lo perdió todo, hasta la casa donde había vivido su familia durante más de cuatrocientos años. No soy sentimental a ese respecto, pero es un hecho. Perdió cuanto tenía y luego murió. ¿Qué motivo tenía para vivir? Me prometí recuperar todo de la gente que se lo había quitado. No lo razoné ni lo discutí. Sólo lo consideré una cosa que tenía que hacer antes de poder empezar a vivir la vida que realmente deseaba.

—¿Y cuál es…?

—Ser un hombre rico, volver a vivir en la casa que era nuestra, disfrutar de las cosas simples, sabiendo que puedo permitirme los lujos que de tanto en tanto se me antojan. Creo en la continuidad, Mr. Sarling. Una cosa muy distinta de la supervivencia.

—¿Nunca se le ocurrió pensar que ha hecho todo esto por otras razones? ¿Que lo ha hecho simplemente porque es el tipo de hombre que no puede encontrar satisfacción en la vida, salvo que ésta le ofrezca algún peligro? ¿Nunca ha considerado eso?

—Lo he considerado.

—¿Y…?

—Deseo exactamente lo que he dicho que deseo. Volver a Alverton y vivir a mi modo. ¿Por qué cree que me he tomado semejante trabajo con todo esto? Si la policía me hubiera visitado, me hubiera matado. Ahora, quizá usted responda a algunas preguntas que quiero formularle.

—Mientras pueda…

—¿Cómo logró conocer mi pasado? ¿Qué error cometimos Berners o yo?

—En cierto sentido no hubo error. Sólo fue el resultado de dos manías… la suya y la de otro hombre. El otro murió hace seis meses. Pero compiló sus datos, los de Berners y los de algunas otras personas. Personas que tienen algo que ocultar, personas que jamás han sido interrogadas por la policía, de las cuales la policía jamás sospechó… algunas personas a las cuales he utilizado, algunas que utilizaré… y otras pocas que quizá jamás utilizaré y que jamás se enterarán de que podían haber sido utilizadas por mí. Vea usted, Mr. Raikes, colecciono cierto tipo de gente de la forma en que otros hombres de gran fortuna coleccionan pinturas, esculturas, libros raros, lo que sea. Lo he encontrado muy provechoso. El hombre que lo investigó a usted para mí era un simple empleado mío. Era alemán. Se llamaba Wurther. Llegó a Londres después de la guerra. Durante la guerra trabajó para la Gestapo. Tenía manía por los detalles. Si se le planteaba un problema estaba desesperado hasta que lo resolvía y cuando lo había resuelto estaba desesperado buscando otro para resolver. Murió a los cincuenta y cuatro años, agotado. ¿Sin duda recuerda el caso de Silverton Suppliers?

—Por supuesto. —Raikes se puso de pie y se dirigió a la pequeña mesa para servirse otra copa, sin esperar a que se la ofrecieran. Sabía que su vinculación ya había adelantado mucho más allá de las cortesías preliminares.

—Vendió esa firma a la Astoria Wine Company… fue un fraude brillante y desvergonzado, libros falseados, recibos y contratos fraudulentos, una existencia sobrevaluada en un trescientos por ciento. La Astoria estaba en rápida expansión y tenía prisa por atrapar pequeños beneficios antes de que lo hicieran sus competidores. La codicia vuelve descuidados a la mayoría de los hombres. Bien, la Astoria Wine Company era una subsidiaria de un gran conjunto de firmas del cual yo era presidente. Cuando se descubrió el fraude le ordené a Wurther que investigara el asunto de Silverton Suppliers. No en forma oficial, sino como mi enviado personal. ¿Recuerda aquella pequeña oficina suya, en Duke Street, Mr. Raikes?

La recordaba bien. Una buena situación y todo el sólido y costoso mobiliario de una oficina alquilada, pero vendido luego como parte del negocio. Un depósito en Camberwell y el 75% de las existencias constituido por desechos. Tanto él como Berners habían trabajado durante setenta y dos largas horas, para acomodar la exhibición de las existencias.

Volvió a su copa:

—¿Cometimos un error?

—Ninguno que la investigación oficial pudiera revelar. Pero en uno de los cajones del escritorio, entre toda la correspondencia oficial fraudulenta, falsificada y lo demás, había un ejemplar del Catálogo de Anglers de aquel año de la Casa Hardy. No creo que lo dejara a propósito. Debe haber quedado oculto entre otras cosas. El catálogo había sido bastante manoseado. A Wurther nada le gustaba más que esos detalles triviales para dar principio a su tarea. Sólo una marca en el catálogo y esa era un pequeño punto rojo hecho con un bolígrafo indicando una caña de pescar. Un hombre que hace una marca al lado de un artículo como ese es porque lo desea, y probablemente lo adquiera. La Casa de Hardy está en Pall Mall, a cinco minutos de Duke Street. Todo lo que tenía que hacer era conseguir una lista de todos los que habían comprado ese año aquel tipo de caña de pescar y luego comenzar a investigar entre veinte, quizá cincuenta nombres. Era la clase de trabajo que le agradaba, en realidad se alimentaba de él.

—Estoy seguro de que una firma como Hardy no le daría acceso a sus libros. —Sabía muy bien a qué caña se refería. Había sido una Hardy-Wanless con «reel». Hasta recordaba los detalles de la página con una fotografía a un lado de una trucha Spey Spring de diez libras pescada por… debe haber sido J. L. Hardy. Un punto hecho con un bolígrafo rojo, y un hombre llamado Wurther, huroneando.

—No. Ni siquiera pidió los libros. A Wurther le gustaban las cosas difíciles. Su entrenamiento en la Gestapo le había enseñado que siempre había maneras y medios. Cierta vez violentó la oficina de un corredor de bolsa tres noches seguidas para conseguirme fotocopias de los negocios de un determinado mes que yo necesitaba. Nadie en la oficina se enteró jamás de que alguien había entrado subrepticiamente. En su caso le llevó cinco meses conseguir lo que quería… y jamás supe cómo lo logró. Pero consiguió una lista de nombres y luego comprobó cada nombre y fotografió cada persona, por supuesto sin que ellos lo supieran. Tenía cuatro descripciones de usted, no todas coincidían. Wurther fue eliminando nombres de la lista hasta que no quedaron más que seis posibles. Usted estaba entre ellos. Para un hombre como Wurther entonces sólo fue cuestión de tiempo lograr aislarlo. ¿Diría que un punto rojo hecho con un bolígrafo fue un error de su parte? Supongo que sí. Para divertirse Wurther lo rastreó en algunas de sus operaciones anteriores. Lograr los antecedentes de Berners fue comparativamente un asunto fácil después de eso.

—¿También ha atrapado a Berners?

—No. Eso se lo dejo a usted. Los necesito a ambos.

—¿No puede prescindir de él?

—No. Los necesito a ambos.

—¿Para qué?

—Por el momento no me propongo decírselo. Permítame aclararle que se trata de una sola operación. Después que la hayan realizado, ambos quedarán en libertad para volver a la vida que desean llevar y jamás los molestaré otra vez. Asimismo, serán bien remunerados. Quizá necesiten ayuda. Para eso pueden elegir las personas que figuran en mis archivos.

—¿Se trata de una operación ilegal?

—Naturalmente.

Raikes se movió en su asiento y sorbió un trago. A través de la ventana, podía ver a lo lejos un repliegue del parque, en el que pastaban algunas ovejas, y más allá una larga pared de ladrillos rojos que marcaba el límite de la propiedad. Dejó el vaso encima de su carpeta y dijo tranquilamente:

—Usted tiene la carpeta de Berners en su portafolio. La mía está aquí. El resto me importa un comino. Podría matarlo mientras está sentado ahí, y luego matar a Miss Vickers, quemar las carpetas y desaparecer. —Sacó la mano derecha del bolsillo de su chaqueta y dejó una automática encima de la mesa.

Sarling se pasó una mano por la cara, flexionando la boca para alisar la piel sobre su mentón:

—¿Haría eso?

—Sí.

—¿Alguna vez ha matado a alguien?

—No.

—¿Sin embargo sabe que puede hacerlo?

—Sí. Para mí no tendría más importancia que golpear con una trucha la cabeza de un pastor.

—Bien. Para su tranquilidad, sepa que tengo fotocopias de todos los registros. Están en un sobre dirigido a mis abogados, con un mensaje estableciendo que en el caso de muerte violenta o en circunstancias ambiguas, debe abrirse el sobre. Si muero de muerte natural el sobre con su contenido debe ser quemado sin abrir. Como ve, estoy bien cubierto.

—Sólo un trabajo… ¿eh? ¡Pero el resto de nuestras vidas estaremos en sus manos!

—Excepto que sabrán lo que hemos hecho juntos, de manera que también yo estaré en sus manos. Considero que es un arreglo equitativo.

—¿Lo es?

—¿Tiene sospechas en cuanto a eso?

—Sabe que las tengo. Es más, no necesita que se las enumere.

—Debe creer en mi palabra. Soy la excepción que confirma la regla. —Se puso de pie—. Creo que es todo lo que tenemos que decirnos por el momento. Me pondré en contacto con usted muy pronto. —Se dirigió a la mesa del lado.

Detrás de él, Raikes preguntó:

—¿Qué sabe de mí Miss Vickers?

—Nada de lo que está en esa carpeta.

—¿Sabe lo que usted quiere que hagamos?

—No —Sarling se acercó—. El verdadero nombre de Berners es Aubrey Catwell. Vive en Princess Terrace Núm. 3, Brighton. Es mejor que se ponga en contacto con él. Tome. —Le tendió el paquete envuelto en papel madera que Raikes había visto sobre la mesa.

—¿Qué es esto?

—Un obsequio. Algo que pensé que le agradaría. No se moleste en abrirlo ahora. —Salió a la glorieta delante de Raikes, y sin volver a despedirse, se alejó de la cascada, tomando un pequeño sendero que desaparecía en un camino de grava. Raikes lo observó hasta que se perdió de vista, y entonces volvió al auto.

Belle Vickers estaba detrás del volante, esperando.

—¿De vuelta?

—De vuelta.

Puso el auto en marcha y después de un momento ella le dijo:

—Sucede algo curioso con la cara de Sarling. Después de un tiempo uno se acostumbra.

Repentinamente colérico Raikes respondió:

—En lo que a mí respecta, estará fijada en mi mente hasta el día en que lo vea muerto. ¡Y usted no necesita decírselo porque él ya lo sabe!

A las cinco estaban de regreso. Ella lo dejó en la entrada de su casa. Encontró un mensaje de Mrs. Hamilton informándole que Miss Warburton lo había llamado por teléfono. No le importaba quién lo había llamado. Estaba en un estado de ánimo de verdadera cólera, y sabía que no había nada que hacer sino esperar a que se le pasara antes de poder pensar.

Abrió el paquete de Sarling, Era un ejemplar del «Tratado sobre pesca con caña», de Juliana Berners… el primer libro sobre pesca en lengua inglesa y también el primer libro sobre pesca con mosca. Este era un facsímil de la edición de 1496, publicada en 1880. En el interior, encontró un pedazo de papel escrito de puño y letra de Sarling. Decía: «Le ruego recoja sus instrucciones el próximo lunes (27) en el apartamento 10, Galway House, Mount Street W. 1.»

El miserable de la cara espantosa podía haberle dicho esto durante su visita, pensó. Se sirvió un vaso de «whisky» y la cólera rugió en su interior. Hasta ese día se había pertenecido a sí mismo. Ahora pertenecía a otro y eso le enfurecía. Sacó un volumen de «Quién es quién» del estante y golpeándolo lo abrió, pasando con ira las páginas hasta que encontró lo que buscaba. Bien, bien, estalla, desahógate aquí en tu casa pensó en su interior, y cuando te serenes, comienza a pensar.

Allí estaba. John Eustace Sarling. Su amo y señor. ¡Y todo por un punto rojo en un catálogo! Dejar el catálogo había sido su error; era evidente. El «único» error en más de quince años. Todavía tenía esa caña de pescar. La primera vez que la había utilizado sacó una trucha de seis libras en Colleton Weir, en las aguas del «Fox and Hounds». Había sido traicionado por lo que más amaba. Era irónico. Bien, John Eustace Sarling, nacido el 21 de diciembre de 1908 también debía tener algo que ocultar. Algo que amaba lo traicionaría, algo que permitiera a Raikes apoderarse de los registros y fotocopias y luego meterle una bala en esa frente arrugada. No había nada que hiciera referencia al lugar de su nacimiento, no se mencionaban los padres, ni la educación que había recibido, ni si tenía hijos, o esposa, nada. Un salto directo de nacimiento a presidente de: «Sarling Holdings; Stanforth Shipbuilding Co. Ltd; Suburban & North Investments Ltd; Overseas Mercantil Bank Ltd»; seguía una larga lista de compañías, hasta un párrafo que decía: «también es director de diversas compañías dedicadas a empresas comerciales e industriales». Dirección: «Downham House, Park Street». Quizá fuera donde guardaba las fotocopias o quizá estuviera en Meon Park, Wiltshire, la dirección de su casa de campo.

Apartó el libro y se quedó sentado, mirando fijamente hacia delante.

Oyó abrirse la puerta de la calle y pasos en el vestíbulo.

La cara de Mrs. Hamilton se asomó en el vano de la puerta.

—De manera que ha vuelto. —Miró el vaso que tenía en la mano—. ¿No es un poco temprano para eso?

De pronto, Raikes se sintió tranquilo y sereno:

—No empiece a torearme.

—Eso es lo que haré. ¿Llamó a Miss Mary?

—No.

—Entonces, hágalo.

—Está bien.

Mrs. Hamilton salió para la cocina, dejando las puertas abiertas y Raikes la oyó comenzar a trajinar. Tenía sesenta y cinco años y en su pelo oscuro se veían algunas canas. Cuando él tenía siete años y ella era cocinera en Alverton, le había bajado los pantalones y zurrado las nalgas porque en un momento de cólera la había llamado «maldita bruja»; y el viejo Hamilton, su marido, lo había llevado a su casa la primera vez que se emborrachó con sidra, durante una cosecha.

Descolgó el teléfono y llamó a Mary. La noche siguiente la llevó a comer al Exeter y le dijo que desde principios de la otra semana estaría en Londres durante un tiempo. No le dio detalles, ni le ofreció explicaciones; jamás lo había hecho con ella. Antes, cuando se iba para atender sus distintos asuntos con Berners, simplemente le decía que estaba en Londres por negocios, donde Mary sabía que tenía gran cantidad de intereses. Ella no mostraba curiosidad por su vida londinense, en especial porque pertenecía a ese tipo de familia en que los hombres rara vez discuten asuntos de negocios con las mujeres. Asimismo, antes de eso cada vez que iba a Londres, aun cuando utilizaba hoteles, también tenía una habitación en su club y pasaba allí algunas noches y siempre iba durante el día para ver si había algún mensaje para él. Si quería hablar con ella lo hacía desde el club.

El lunes por la mañana mientras se dirigía en tren a Paddington todo estaba resuelto en su mente. Sarling tenía que morir y después de Sarling, Belle Vickers. No habría paz ni seguridad para él ni para Berners hasta que los dos estuvieran muertos. Pero primero había que encontrar la forma de conseguir los registros y las fotocopias.

Tomó un taxi para ir al Connaught Hotel y luego anduvo lentamente hasta Mount Street. Galway Honse estaba casi enfrente del Restaurante Scott. Entró y subió las escaleras con alfombras color ciruela, hasta el segundo piso. El número 10 estaba en el extremo del corredor de la derecha y a mano derecha. Antes de entrar sabía que sus ventanas principales darían a Mount Street. En la puerta de entrada había un porta-tarjetas de bronce. La tarjeta decía: «Mr. y Mrs. Vickers».

Tocó el timbre y Belle Vickers abrió la puerta. La presencia de la muchacha lo hizo sentirse agresivo y descortés.

—Pensé que llegaría a esta hora —dijo Belle—. Consulté los horarios de los trenes de Tauton.

Fue delante de él y le mostró el apartamento. Era como tantos otros; un pasillo, un vestíbulo, una gran sala de estar y en un rincón de ésta un pequeño comedor próximo a una ventana que daba a la calle, dos dormitorios, un cuarto de baño y una ducha anexa. Además, una pequeña cocina. Para cualquier persona que supiera hacerlo y tuviera dinero podría haber sido completamente amueblado en una visita de una hora a Harrods. Volvió de su inspección y comenzó a prepararse un trago en el bar de la sala.

Belle dijo:

—Tomaré gin y agua tónica. Prepararé carne fría y ensalada por si tiene hambre.

—Gracias.

Raikes le alcanzó la copa y se preparó un brandy con cerveza. El brandy era Hines y era un sacrilegio ponerle cerveza, pero no había otro. Sólo lo mejor para el colega de Sarling.

Recorriendo la habitación con los ojos, catalogándola, inspeccionando todo preguntó:

—¿Lo alquiló amueblado?

—Sí.

—¿Por cuanto tiempo?

—No lo sé.

—¿A nombre suyo?

—Sí.

—Dígale a Sarling cuando lo vea que quiero todos los detalles del acuerdo.

—Si usted continúa enfadado, la cosa se va a poner difícil.

—Es un lujo que me concedo hasta que sepa qué es lo que se espera que haga… ¡Hasta que sepa en qué debo convertirme!

Raikes fue hasta la pared de enfrente. Había un cuadro representando un grupo de caballos blancos, contra un fondo achaparrado. Lo enderezó una media pulgada y dijo:

—¿Qué hay detrás?

—La caja fuerte.

Belle comenzó a buscar la llave en su bolso.

—No se moleste. Puede dármela más tarde. Se dirigió al teléfono y miró el número que estaba en el centro del disco. Dándose la vuelta preguntó:

—¿Cuándo llega Sarling?

—Que yo sepa, no vendrá.

—¿Qué quiere decir?

—Hay una carta sellada escrita por él en la caja fuerte. Tendrá que darme el recibo correspondiente. Después de eso, si hay algo que desee saber tendrá que preguntármelo a mí.

—¿Y con cuánta frecuencia vendrá usted aquí?

Ella vaciló un momento y luego respondió:

—Las instrucciones que he recibido son de vivir aquí con usted, y ponerme a sus órdenes. Puedo buscar mis cosas esta tarde.

Raikes la miró. El cuello de la muchacha, largo y estrecho, estaba un poco levantado con desafío, pero no en forma muy convincente. Inmediatamente se dio cuenta de que desde el momento en que entró, ella se había perturbado, pero no le importaba. Podía solucionar eso en pocas horas si lo deseaba, y casi seguramente lo haría. No estaba tan maquillada como la vez anterior, pero llevaba el pelo tan cardado en la parte superior de la cabeza, que parecía un ridículo nido de pájaro. Vestía un «jumper» negro ajustado que dejaba los brazos desnudos debajo de los hombros, y unos pantalones rosa muy ceñidos. Observó la larga línea de sus piernas, advirtió el estómago chato, el ligero abultamiento de la pelvis y la presión de sus pechos grandes contra el «jumper». Tenía buen cuerpo.

—¿Y si me opusiera?

—Esas son mis instrucciones. Tendría que arreglárselas con él. ¿Desea comer aquí… quiero decir solo si lo prefiere? Puedo ir ahora a buscar mis cosas.

—No es necesario. Puede buscarlas después de almorzar. —Se acercó a ella—. Lo lamento si la he molestado. Pero este tipo de situación puede ponerme en un estado de ánimo de los mil demonios, ¿comprende? —Sonrió, cogió su maleta y la llevó a uno de los dormitorios.

Ella se dirigió a la cocina, se puso un pequeño delantal y comenzó a aderezar la ensalada. En su interior advirtió que se estaba preguntando si a Raikes le agradaría la forma en que lo estaba haciendo. Ese hombre la había perturbado hasta la médula. El miserable de Sarling le había dicho: «vive con él, haz lo que él quiera y vigílalo». ¿Qué era ella después de todo, detective, o una mujer que sólo deseaba salir de aquella asquerosa trampa? Miró su rostro reflejado en un pequeño espejo sobre la mesa de la cocina. Vio una cara tan desdichada que se rió de sí misma. ¡Vaya, Belle! Nunca es más negra la noche que antes de amanecer… Cristo, ¿por qué será que nada que haga me sale en la forma que he imaginado? Mira mi pelo. ¡Ese maldito peluquero… dijo que me quedaría muy bien! Y me da el aspecto de un monstruo. Comenzó a pelar dos huevos que había cocido para agregar a la ensalada. Uno, todavía blando, se le rompió en la mano y le ensució los dedos con la yema. El maldito que estaba allí dentro la hacía sentirse un pigmeo… Quería que él fuera amable con ella y ella quería ser amable con él. Cualquier tipo de amabilidad, la que él quisiera. Pero todo lo que tenía, sin oportunidad para dar nada… era ese estúpido nerviosismo que la poseía.