DE PIE, ANDREW RAIKES controlaba su cuenta de hotel. La muchacha que estaba detrás del escritorio lo observaba, y era evidente que le agradaba lo que veía… la camisa blanca impecable, el exacto tono de azul de la corbata de seda para armonizar con su traje de «tweed» de pequeño dibujo espigado. El azul de la corbata era casi el mismo azul de sus ojos; hermosos ojos, con patas de gallo en los extremos, y que se arrugaban un poco mientras examinaba la cuenta. Más bien alto, de buena figura, tendría cerca de cuarenta años, pensó la muchacha. En su imaginación rozaba con la punta de los dedos la línea de la mandíbula del hombre, acariciando la piel curtida y tostada por el sol. Tenía el tipo de cara que le agradaba, clara, honesta y con una expresión muy inteligente. Los labios eran generosos y la boca grande y firme. La muchacha cerró los ojos durante un momento tratando de retener la impresión de su rostro, pero en seguida el conjunto se le hizo borroso. Una bonita cara, pero difícil de retener en la memoria. Ella no podía saberlo, pero ése era uno de los atributos menores de Raikes.
Raikes llenó un cheque y lo firmó «John E. Frampton».
La muchacha extendió un recibo y lo grapó a la cuenta.
—Gracias, Mr. Frampton. Espero que se haya sentido cómodo con nosotros.
—Desde luego. Gracias.
Raikes sonrió. De pronto la muchacha sintió que el día echaba alas, el placer brotaba en ella y se dio cuenta de que le gustaría hacer algo por él, le gustaría compartir algo, cualquier cosa con él. Ese era otro de los atractivos de Raikes. Sin embargo, la muchacha no podía saber que si las circunstancias lo exigieran —cosa que todavía no había ocurrido— él la hubiera matado sin una pizca de remordimiento.
Raikes levantó su maleta y salió al sol de Londres. Una muchacha agradable, pensó. En cierto sentido, excepcional. Era la última persona para la cual había extendido un cheque sin fondos. Aquel día tocaban a su fin casi veinte años de cuidadosos y eficaces fraudes, veinte años en que no había sido molestado por la conciencia ni por sospecha alguna. Andrew Raikes, que había vivido durante tanto tiempo bajo una gran cantidad de nombres falsos, ahora los relegaba definitivamente al limbo. Ahora tenía la satisfacción de haber hecho lo que, siendo un joven de diecinueve años, había jurado hacer mientras oía el ruido que hacía la roja tierra de Devon, endurecida por la sequía del verano, al caer sobre la tapa de roble del féretro de su padre, y mientras observaba a los sepultureros escupirse las palmas de las manos para tomar las palas.
Era un espléndido día, caluroso, con un olor caliente a macadam surgiendo del pavimento. Una paloma bajó planeando por la estrecha hendidura de la calle, plegó las alas y se detuvo tocando el suelo a pocos metros delante de él. Las plumas del cuello brillaban al sol con iridiscencias oleosas. Era un palomo con reflejos azulados y un anillo en la pata, desviado de algún palomar próximo y no un auténtico vagabundo londinense.
Raikes dio la vuelta a St. James’Street y siguió andando, sin prisa, hacia Pall Mall. En su terruño el río estaría alto y oscurecido por las lluvias recientes. No valía la pena usar una mosca. Quería comprar cebos artificiales, algunas «Mepps» más y unos pequeños «Tobies» para pescar. La tienda de Hardy estaba precisamente a la vuelta de la esquina. Sólo compraré moscas, se dijo. Nada de vagar por la tienda dejando que sus ojos se tentaran con alguna caña o algún «reel» de elevado precio. Un hombre debe mantener sus manías dentro de ciertos límites. Las grandes truchas de mar estarían en el río, pensó. Una buena pesca este año. Imaginó un pez saltarín de seis libras, el sedal desenrollándose del tambor con un débil quejido que paralizaba el corazón. Una muchacha con minifalda pasó deprisa, delante de él. El movimiento de sus nalgas levantaba y balanceaba su «mini», como la de una patinadora. Le miró las piernas, impasible. La muchacha se perdió rápidamente entre la gente. Zapatos marrones, medias del color de la piel, minifalda amarilla, con una pequeña mancha en la orilla del lado derecho, blusa blanca y un «cardigan» suelto de color verde, pelo oscuro, lacio, opaco, el cuello largo. Tendría cinco pies de altura y el peso sería de alrededor de ciento veinte libras. Cinco años después, si algo la trajera a su mente, podría recordar cada detalle. La vida estaba compuesta por detalles. El detalle era lo primordial.
Entró alegremente en la tienda de Hardy. El ayudante que casi siempre lo atendía estaba enrollando un refuerzo a un sedal. Sonrió a Raikes. Este anduvo dando vueltas por la tienda. Una suave luz ambarina surgía de las cañas de pescar ordenadas en sus soportes. Recorrió con sus dedos toda la longitud de una caña de bambú de Palakona, sacó una pequeña caña para pescar en arroyos, la sopesó, la manipuló, la movió, sintiendo el juego de un extremo a otro del aparejo. El ayudante lo miró desde el otro lado asintiendo con la cabeza. Raikes imaginó que estaba bajo una bóveda de alisos, arrojando el sedal con una «cola de faisán» en el extremo, corriente arriba hacia el borde de un remolino, y atrayéndola suavemente hacia la voracidad de una trucha del Taw. Siempre hambrienta, pero no siempre tonta… y corriente arriba el agua del torrente de un color leonino como cerveza oscura, la cuchara coqueteando con sus colores blancos sobre unos pedregales recubiertos de musgo.
Compró algunos cebos «Black Fury» y algunos «Tobies» de cuatro gramos, y la caña de pescar. Arrancó un cheque de otro talonario correspondiente a su banco en Exeter y lo firmó «Andrew Raikes». Los Raikes habían tenido cuenta en el Banco, desde que éste se estableció en el año 1790.
Cruzó la calle para tomar un café en R.A.C. Berners lo estaba esperando. Se sentaron a una pequeña mesa en un rincón y Berners sacó los papeles con los informes completos, el balance meticuloso de la suma y la distribución de las ganancias de quince años de trabajo conjunto. Socios con distintas participaciones: 75% para Raikes y 25% para Berners, y ambos estaban satisfechos. Berners no era su verdadero nombre. Raikes no sabía cómo se llamaba su socio, en realidad. Berners era el nombre que Raikes le había dado cuando se conocieron, y jamás supo por qué lo había elegido. En retribución, Berners lo había bautizado con el nombre de Frampton. De Berners no sabía nada excepto que trabajaban juntos. No sabía si estaba casado o no, dónde vivía o qué intentaba hacer ahora. Ninguno había demostrado lo más mínima curiosidad sobre la verdadera identidad del otro.
Berners dijo:
—Todo lo que tiene en el extranjero ha sido trasladado a la cuenta suiza. Naturalmente, conozco el número.
—Lo cambiaré en los próximos días.
Berners tamborileó con los dedos sobre el portafolio:
—A través de los años hemos tenido un índice de crecimiento medio de casi el 60%.
Raikes sonrió:
—También hemos corrido mayores riesgos que la mayoría de los hombres de negocios.
—De paso, quiero decirle que he enviado un donativo anónimo a la Sociedad de Ayuda a los Presos.
—¿Cuánto?
—Doscientas cincuenta libras.
—Espero que no sea tentar la suerte.
—Podríamos haber seguido haciendo cosas más importantes —Berners sonrió—. Somos jóvenes y…
—Sabemos cuándo debemos retirarnos. No hay que ser demasiado codicioso.
Berners se encogió de hombros y comenzó a arreglar los papeles dentro del portafolio, con todo cuidado. Así era Berners: cuidadoso, metódico, sin descuidar detalle alguno; una mente que retenía y procesaba cifras, hechos y posibilidades como una computadora. Un hombre pequeño, de hombros redondeados y tórax estrecho, pero de brazos grandes y fuertes, evidentemente en desproporción con el resto del cuerpo, cara pálida, con un triste brillo marmóreo en la piel, ojos grises tormentosos; vestía un traje de sarga azul, corbata negra y camisa rayada; pelo claro con una medialuna de calvicie en la parte de arriba de la frente, una cara totalmente amorfa. En alguna parte tenía una vida distinta; dormía, comía, soñaba y conocía gente. Pero dónde y cómo, eso no era asunto de Raikes.
Berners, impaciente por marcharse, dijo:
—¿Supongo que deberíamos tomar una botella de champaña o algo por el estilo?
Raikes sonrió:
—Es un poco tarde para mostramos convencionales.
—Bien, entonces…
Raikes se puso de pie, tomando los papeles. Salieron juntos y se quedaron en la entrada, mientras el portero iba en busca de un taxi.
Berners movió los pies con impaciencia y Raikes aguardó lo que sabía que iba a producirse. Lo sabía porque también él lo sentía.
—¿Qué sucederá si algo sale mal en el futuro?
Raikes se encogió de hombros.
—Cada uno lo resuelve a su manera. Desde ahora usted no existe para mí.
Llegó el taxi y Raikes se adelantó. Berners se retrasó un poco a su lado. Nada de despedidas, ni de estrecharse las manos. Se había terminado una sociedad, los libros se habían cerrado.
Raikes dijo al conductor, y para que lo oyera Berners:
—A la estación de Charing Cross.
El portero abrió la portezuela y Raikes subió al auto volviéndose por un momento para sonreír y saludar a Berners. Luego se pusieron en camino. Cuando el taxi llegó a la esquina para dar la vuelta entrando al Mall, Raikes corrió el cristal de detrás del chofer y le dijo:
—Vamos a Paddington. No a Charing Cross.
Llegó a Tauton a media tarde, fue a pie hasta el garage a buscar su auto y condujo sin prisa las cuarenta millas hasta su casa. Vivía solo. Mrs. Habilton, que era oriunda del lugar, venía a hacer los quehaceres de la casa sólo cuando la llamaba. Le había dejado una nota diciendo que llegaría a las seis con una hora de tiempo para prepararle la comida.
Raikes subió a cambiarse la ropa; deseaba pasar un par de horas en el río. Se oyó un ruido de neumáticos al detenerse sobre la grava, y luego una bocina. A través de la ventana reconoció el auto. Volvió a su cuarto de vestir, oyó abrirse la puerta de la calle y el ruido de los zapatos en el vestíbulo, las otras puertas que se abrían mientras ella lo buscaba, y luego el seco golpe de los tacones en los pulidos escalones de roble de la escalera.
Ella se detuvo en la puerta abierta diciendo:
—¿Por qué no gritaste?
—Quería que tuvieras el placer de encontrarme. ¿A dónde vas?
—Tengo una reunión en Barnstaple y después una comida.
Se acercó a ella y le asió las manos mirándola, sonriente.
En seguida ella protestó:
—¡Oh no, Andy! ¡Ahora no! Por eso no gritaste. Para que subiera.
—Lo mismo hubiera sido en cualquier habitación. Mrs. Hamilton no está.
La levantó de pronto, la besó y la llevó a la cama.
—¿Vas a seguir siendo así cuando estemos casados? —preguntó ella.
—¿Por qué no? Sólo que con más frecuencia.
Ella cerró los ojos, sonrió y suspiró:
—¡Bien, me alegro!
La muchacha había nacido en aquel condado, como él. Su padre era dueño de tres mil acres, de los cuales ochocientos eran bosques y ciénagas. Todo pasaría a poder de sus hermanos, pero eso a Raikes no le importaba. Ella tenía un nombre conocido, el nombre adecuado. Actuaba entre la gente adecuada como siempre habían actuado él y su familia. Ella «era» la mujer adecuada. Era la mujer que quería y había estado esperando. Entre ellos había doce años de diferencia. Hacía siete que se conocían y habían hecho el amor cuatro días después de conocerse, sobre un colchón de helechos a seiscientos pies de altura, en Dartmoor, con una luna más brillante que una guinea de oro luciendo en el cielo. Sobre el padre de ella había una referencia de varios renglones en la «Guía de Directores». Cierta vez, Raikes y Berners habían defraudado en tres mil libras a un grupo a cuyo directorio pertenecía el padre de la chica. Había gastado parte de la suma en un reloj de brillantes para ella e invertido el resto en acciones de la English China Clay que ahora le producían una espléndida ganancia. Lo que sentía por ella era lo más parecido al amor que podría sentir alguna vez. Mary Warburton. Un buen nombre prestigioso y honrado. Buena sangre, buenos antecedentes. Le daría el tipo de hijos que deseaba tener.
Ella se quitó el vestido, protestando porque un botón o algún gancho se le había enredado en el pelo. Cuando se tendió sobre la cama, él acarició la parte interior de su muslo derecho y desabrochó su portaligas. Se acercó a ella, preparado como siempre estaba, una vez que sus manos tocaban las suaves partes ocultas del cuerpo de ella e hicieron el amor en la forma vigorosa de dos animales desbordantes de vitalidad.
Tendido junto a ella después, cerca, y sin embargo distante, le dijo:
—Pon la fecha. En cualquier momento del año próximo.
—¿Por qué el año próximo?
—Porque tomo posesión de Alverton Manor el primero de año. Siempre ha sido ese el lugar al que quería llevarte.
Ella se inclinó sobre él, tocó el hueco de su labio superior y dijo:
—Quieres decir que ése es el lugar al que siempre vuelves. En cierta forma, jamás lo has abandonado.
—Quizá no. No hables del asunto de Alverton Manor con nadie, por ahora.
—¿Porqué?
—Porque quiero que sea así. Quiero que sea algo a lo que tú y yo podamos acostumbrarnos… a la idea de ello… que sea sólo para nosotros durante un tiempo.
Deslizó su mano por el estómago de ella y la apoyó ligeramente sobre el vello púbico.
—¿Estuvo bien…?
—¡Como si no lo supieras! Algunas veces pienso que me va a estallar la cabeza. —Miró su reloj, el que Raikes le había regalado—. Cristo, tengo que llegar a Barnstaple dentro de treinta minutos. Te llamaré por teléfono mañana por la mañana.
La observó vestirse, usó su cepillo para arreglarse el pelo oscuro, y todo lo que veía le gustaba. Era casi tan alta como él, , el cuerpo tostado por el sol de un reciente viaje a las Bahamas; pechos bonitos, firmes, llenos… al abrazarla se sabía que se tenía entre los brazos algo que valía la pena. Permaneció tendido allí completamente relajado y apenas se dio cuenta cuando ella lo besó y bajó corriendo las escaleras, saliendo como un bólido.
Este, se dijo, era el verdadero comienzo. Había vuelto. John E. Frampton y los otros estaban muertos. Había entrado Andrew Raikes, un caballero del condado de Devon, propietario y hombre de bien. Vaya, sonaba como algo sacado de una novela victoriana. Bien, que así fuera. Iba a volver a Alverton y pronto llevaría en brazos a una novia a través del umbral, una esposa que le daría hijos, se sentaría a su lado cuando fuera presidente de las reuniones locales conservadoras, cazaría con él, tiraría al blanco, con él, manejaría la casa a la perfección… Sí, era algo puramente victoriano. Pero así lo quería. En cuanto a él concernía, el siglo XX sólo le había proporcionado los medios para el retorno.