CONCLUSIÓN

LA IMAGEN DEL PENSAMIENTO

Si el tiempo tiene gran importancia en la Recherche es porque toda verdad es verdad del tiempo. Pero la Recherche es, en primer lugar, búsqueda de la verdad. Ahí se manifiesta el alcance «filosófico» de la obra de Proust: rivaliza con la filosofía. Proust dirige una imagen del pensamiento que se opone a la de la filosofía. Combate lo que hay de esencial en una filosofía clásica de tipo racionalista. Ataca los presupuestos de esta filosofía. El filósofo presupone de buena gana que el espíritu como tal espíritu, que el pensador como tal pensador, quiere lo verdadero, ama y desea lo verdadero, busca naturalmente lo verdadero. Se otorga a priori una buena voluntad de pensar; basa toda su búsqueda en una «decisión premeditada». De ahí se deriva el método de la filosofía: desde un cierto punto de vista, la búsqueda de la verdad sería algo natural y fácil; bastaría una decisión y un método capaz de vencer las influencias exteriores que desvían al pensamiento de su vocación y hacen que tome lo falso por lo verdadero. Se trataría de descubrir y de organizar las ideas siguiendo un orden que sería el propio del pensamiento, como otras tantas significaciones explícitas o verdades formuladas que vendrían a llenar la búsqueda y asegurar el acuerdo entre los espíritus.

En la filosofía, hay el «amigo». Es importante que Proust dirija la misma crítica a la filosofía y a la amistad. Los amigos son, uno respecto a otro, como espíritus de buena voluntad que se ponen de acuerdo acerca de la significación de las cosas y de las palabras: comunican bajo el efecto de una buena voluntad común. La filosofía es como la expresión de un Espíritu universal que se pone de acuerdo consigo mismo para determinar significaciones explícitas y comunicables. La crítica de Proust afecta a lo esencial: las verdades permanecen arbitrarias y abstractas, mientras se fundamentan sobre la buena voluntad del pensar. Sólo lo convencional es explícito. Y ello porque la filosofía, como la amistad, ignora las zonas oscuras en las que se elaboran las fuerzas efectivas que actúan sobre el pensamiento, las determinaciones que nos fuerzan a pensar. Nunca ha bastado una buena voluntad, o un método elaborado, para aprender a pensar; no basta un amigo para aproximarse a lo verdadero. Los espíritus sólo se comunican mutuamente lo convencional; el espíritu sólo engendra lo posible. A las verdades de la filosofía les falta la necesidad y la garra de la necesidad. De hecho, la verdad no se entrega, se traiciona; no se comunica, se interpreta; no es querida, es involuntaria.

El gran tema del tiempo recobrado es éste: la búsqueda de la verdad es la aventura propia de lo involuntario. El pensamiento no es nada sin algo que fuerce a pensar, sin algo que lo violente. Mucho más importante que el pensamiento es «lo que da a pensar»; mucho más importante que el filósofo, el poeta. Victor Hugo hace filosofía en sus primeros poemas, porque «piensa aún, en lugar de contentarse, como la naturaleza, en dar a pensar»[248]. Pero el poeta aprende que lo esencial está fuera del pensamiento, está en lo que fuerza a pensar. El leit-motiv del tiempo reencontrado, es la palabra forzar: impresiones que nos fuerzan a mirar, encuentros que nos fuerzan a interpretar, expresiones que nos fuerzan a pensar.

«Las verdades que la inteligencia capta directamente sin dificultad en el mundo de la plena luz tienen algo de menos profundo, de menos necesario que las que la vida nos ha comunicado a pesar nuestro en una impresión, material porque ha entrado por nuestros sentidos, pero en la que podemos esperar el espíritu… Era necesario intentar interpretar las sensaciones como los signos de otras tantas leyes e ideas, procurando pensar, es decir, hacer salir de la penumbra lo que yo había sentido, convertirlo en un equivalente espiritual… Fueran reminiscencias del tipo del ruido del tenedor o del gusto de la magdalena, o de estas verdades escritas con ayuda de figuras cuyo sentido intentaba yo buscar en mi cabeza, donde, campanarios, malezas, componían un grimorio complicado y florido, su primer carácter era que yo no era libre de escogerlas, simplemente me eran dadas. Y yo no sentía que en esto debía consistir la señal de su autenticidad. Yo no había ido a buscar las dos losas del patio donde tropecé. Pero justamente la forma fortuita, inevitable, en que había vuelto a encontrar esta sensación, controlaba la verdad de un pasado que aquella resucitaba, de las imágenes que desencadenaba, puesto que sentimos su esfuerzo para remontarse hacia la luz, sentimos la alegría de lo real reencontrado… Para leer el libro interior de estos signos desconocidos (signos en relieve, al parecer, que mi atención iba a buscar con los que tropezaba, a los que contorneaba como un nadador que bucea), nadie podía ayudarme con ninguna regla, ya que esta lectura consiste en un acto de creación en el que nadie puede suplicarnos, ni siquiera colaborar con nosotros… Las ideas formadas por la inteligencia pura sólo poseen una verdad lógica, una verdad posible, su elección es arbitraria. El libro de caracteres figurados, no trazados por nosotros, es nuestro único libro. No porque las ideas que formamos no puedan ser justas lógicamente, sino porque no sabemos si son verdaderas. Sólo la impresión, por endeble que parezca la materia, por inverosímil que parezca la traza, es un criterio de verdad y por ello es la única que merece ser aprehendida por el espíritu, ya que es la única capaz, si sabe liberar esta verdad, de llevarla a una mayor perfección y de darle un puro gozo»[249].

Lo que fuerza a pensar, es el signo. El signo es el objeto de un encuentro; pero es precisamente la contingencia del encuentro lo que garantiza la necesidad de lo que da qué pensar. El acto de pensar no se deriva de una simple posibilidad natural. Es, por el contrario, la única creación verdadera. La creación es la génesis del acto de pensar en el propio pensamiento. Sin embargo, esta génesis implica algo que violenta el pensamiento, que lo arranca de su estupor natural, de sus posibilidades meramente abstractas. Pensar es siempre interpretar, es decir, explicar, desarrollar, descifrar, traducir un signo. Traducir, descifrar, desarrollar son la forma de la creación pura. No hay más significaciones explícitas que las ideas claras. Sólo hay sentidos implicados en signos; y si el pensamiento tiene el poder de explicar el signo, de desarrollarlo en una Idea, es porque la Idea está ya en este caso en el signo, en el estado envuelto y enrollado, en el estado oscuro de lo que fuerza a pensar. Sólo buscamos, constreñidos y forzados, la verdad en el tiempo. El buscador de verdad es el celoso que sorprende un signo mentiroso en el rostro del amado. Es el hombre sensible, que encuentra la violencia de una impresión. Es el lector, el oyente al que la obra de arte, emitiendo signos, le forzará quizás a crear, como la llamada del genio a otros genios. Las comunicaciones de la amistad charlatana no son nada frente a las interpretaciones silenciosas de un amante. La filosofía con todo su método y su buena voluntad no es nada frente a las presiones secretas de la obra de arte. La creación, como la génesis del acto de pensar, parte siempre de los signos. La obra de arte nace de los signos tanto como ella los hace nacer; el creador es como el celoso, divino intérprete que vigila los signos en los que la verdad se traiciona.

La aventura de lo involuntario se encuentra al nivel de cada facultad. Los signos mundanos y los signos amorosos son interpretados por la inteligencia de dos formas distintas. Pero no se trata ya de esta inteligencia abstracta y voluntaria, que pretende encontrar por sí misma verdades lógicas, tener su orden propio y adelantarse a las presiones de fuera. Se trata de una inteligencia involuntaria, que sufre la presión de los signos y se anima únicamente para interpretarlos, para conjurar así el vacío en que se ahoga, el sufrimiento que la sumerge. En la ciencia y en la filosofía, la inteligencia marcha siempre delante; pero lo propio de los signos es que apelan a la inteligencia en tanto que ésta viene después, en tanto que debe venir después[250]. Igual ocurre con la memoria: los signos sensibles nos fuerzan a buscar la verdad, pero con ello movilizan una memoria involuntaria (o una imaginación involuntaria nacida del deseo). Finalmente, los signos del arte nos fuerzan a pensar: movilizan el pensamiento puro como facultad de las esencias. Desencadenan en el pensamiento lo que menos depende de su buena voluntad: el propio acto de pensar. Los signos movilizan, fuerzan una facultad: inteligencia, memoria o imaginación. Esta facultad, a su vez, pone en movimiento al pensamiento, le fuerza a pensar la esencia. En los signos del arte descubrimos lo que es el pensamiento puro como facultad de las esencias, y cómo la inteligencia, la memoria o la imaginación la diversifican en relación a las demás especies de signos.

Voluntario o involuntario no designan facultades distintas, sino más bien un ejercicio diferente de las mismas facultades. La percepción, la memoria, la imaginación, la inteligencia, el propio pensamiento tienen sólo un ejercicio contingente mientras se ejercen voluntariamente: entonces lo que percibimos, podríamos, perfectamente, recordarlo, imaginarlo, concebirlo; e inversamente. La percepción no nos da ninguna verdad profunda, ni tampoco la memoria voluntaria, ni el pensamiento voluntario: sólo verdades posibles. Aquí, nada nos fuerza a interpretar algo, nada nos fuerza a descifrar la naturaleza de un signo, nada nos fuerza a sumergirnos como el «nadador que bucea». Todas las facultades se ejercen armoniosamente, pero una en lugar de otra, en lo arbitrario y en lo abstracto. Por el contrario, cada vez que una facultad adquiere su forma involuntaria, descubre y alcanza su propio límite, se eleva a un ejercicio trascendente, comprende su propia necesidad como su fuerza irreemplazable. Deja de ser intercambiable. En lugar de una percepción indiferente, una sensibilidad que aprehende y recibe los signos: el signo es el límite de esta sensibilidad, su vocación, su ejercicio extremo. En lugar de una inteligencia voluntaria, de una memoria voluntaria, de una imaginación voluntaria, todas estas facultades surgen bajo su forma involuntaria y trascendente: entonces cada una descubre lo que sólo ella puede interpretar, cada una explica un tipo de signos que la violenta en particular. El ejercicio involuntario es el límite trascendente o la vocación de cada facultad. En el lugar del pensamiento voluntario, todo cuanto fuerza a pensar, todo lo que es forzado pensar, todo el pensamiento involuntario que sólo puede pensar la esencia. Sólo la sensibilidad capta el signo como tal; sólo la inteligencia, la memoria o la imaginación explican el sentido, cada una según determinada especie de signos; sólo el pensamiento puro descubre la esencia, se ve forzado a pensar la esencia como la razón suficiente del signo y de su sentido.

Puede que la crítica a la filosofía, tal como Proust la lleva a cabo, sea eminentemente filosófica. ¿Qué filósofo no aspiraría a construir una imagen del pensamiento que ya no dependiese de una buena voluntad del pensador y de una decisión premeditada? Siempre que se sueña con un pensamiento concreto y peligroso, se sabe bien que no depende de una decisión ni de un método explícitos, sino de una violencia reencontrada, refractada, que nos conduce —a pesar nuestro— hasta las Esencias. Ya que las esencias viven en las zonas oscuras, no en las regiones atemperadas de lo claro y lo distinto. Están enrolladas en lo que fuerza a pensar, no responden a nuestro esfuerzo voluntario; no se dejan pensar si no nos vemos forzados a hacerlo.

Proust es platónico, y no vagamente, porque invoca las esencias o las Ideas a propósito de la corta frase de Vinteuil. Platón nos ofrece una imagen del pensamiento bajo el signo de los encuentros y las violencias. En un texto de la República, Platón distingue dos tipos de cosas en el mundo: las que mantienen inactivo al pensamiento, o le dan únicamente el pretexto de una aparente actividad; y las que hacen pensar, las que fuerzan a pensar[251]. Las primeras son los objetos de reconocimiento; todas las facultades se ejercen sobre estos objetos, pero es un ejercicio contingente, que nos hace decir «es un dedo», es una manzana, es una casa… etc. Por el contrario, hay otras cosas que nos fuerzan a pensar no ya objetos reconocibles, sino cosas que violentan, signos reencontrados. Son «percepciones contrarias al propio tiempo», dice Platón. (Proust dirá: sensaciones comunes a dos sitios, a dos momentos). El signo sensible nos violenta: moviliza la memoria, pone en movimiento el alma; pero el alma, a su vez, conmueve al pensamiento, le transmite la coacción de la sensibilidad, le fuerza a pensar la esencia, como la sola cosa a ser pensada. Las facultades entran, de este modo, en un ejercicio trascendente en que cada una afronta y alcanza su propio límite: la sensibilidad que aprehende el signo; el alma, la memoria que la interpreta; el pensamiento forzado a pensar la esencia. Sócrates puede decir con razón: soy más el Amor que el amigo, soy el amante; soy más el arte que la filosofía; soy el pez torpedo, la coacción y la violencia más que la buena voluntad. El Banquete, el Fedro y el Fedón son los tres grandes estudios de los signos.

Pero el demonio socrático, la ironía, consiste en adelantar los encuentros. En Sócrates, la inteligencia precede todavía a los encuentros; los provoca, los suscita y los organiza. El humor de Proust es de otra naturaleza: el humor judío contra el humor griego. Se debe estar dotado para los signos, abrirse a su encuentro, abrirse a su violencia. La inteligencia va siempre detrás, es buena cuando va detrás, es buena únicamente cuando va detrás. Ya hemos visto cómo esta diferencia con el platonismo acarrea otras muchas. No hay Logos, sólo hay jeroglíficos. Pensar es pues interpretar, es traducir. Las esencias son a la vez la cosa a traducir y la traducción misma, el signo y el sentido. Se enrollan en el signo para forzarnos a pensar, se desenrollan en el sentido para ser necesariamente pensadas. En todo lugar, el jeroglífico cuyo doble símbolo es el azar del encuentro y la necesidad del pensamiento: «fortuito e inevitable».