CAPÍTULO VIII

ANTILOGOS O LA MÁQUINA LITERARIA

Proust vive a su manera la oposición entre Atenas y Jerusalén. En el recorrido de la Recherche elimina muchas cosas o mucha gente, y estas cosas o esta gente forman en apariencia una mezcla confusa y heteróclita: los observadores, los amigos, los filósofos, los conversadores, los homosexuales a lo griego, los intelectuales y los voluntariosos. Sin embargo, todos ellos participan del logos, y forman los personajes de una única y misma dialéctica universal. La dialéctica como Conversación entre Amigos, en la que todas las facultades se ejercen voluntariamente y colaboran bajo la presidencia de la Inteligencia, para juntar la observación de las Cosas, el descubrimiento de las Leyes, la formación de las Palabras, el análisis de las Ideas, y para tejer perpetuamente este lazo de la Parte con el Todo y del Todo con la Parte. Observar cada cosa como un todo, pensarla luego por su ley como la parte de un todo, que está presente a través de su Idea en cada una de las partes: ¿no es el universal logos, esa afición por la totalización que se recobra de diferentes maneras en la conversación de los amigos, la verdad racional y analítica de los filósofos, el camino de los sabios, la obra de arte concertada de los literatos, el simbolismo convencional de las palabras que todos emplean[139]?

En el logos hay siempre un aspecto, por oculto que esté, mediante el cual la Inteligencia marcha siempre delante, mediante el cual el todo ya está presente, y la ley es conocida antes de aquello a lo que es aplicada: el retorno del juego de manos dialéctico, en el que sólo se vuelve a encontrar lo que en un principio ya estaba dado y en el que sólo se sacan las cosas que anteriormente se habían introducido. (Se perciben los restos de un logos en Sant-Beuve y su odioso método; cuando pregunta a los amigos de un autor para evaluar la obra como efecto de una familia, de una época y de un medio, dejar de considerar a su vez la obra como un todo que reacciona sobre el medio. Método que le conduce a considerar a Baudelaire y Stendhal algo así como Sócrates a Alcibíades, es decir, amables muchachos que ganan al ser conocidos. Por su parte, Goncourt dispone aún de las migajas del Logos, cuando observa el banquete de los Verdurin y los invitados reunidos «para charlas muy elevadas mezcladas con pequeños juegos»)[140].

La Recherche está construida sobre una serie de oposiciones. Proust opone la sensibilidad a la observación, el pensamiento a la filosofía, la traducción a la reflexión. Al uso lógico o conjunto de todas nuestras facultades juntas, que la inteligencia precede y hace converger en la ficción de un «alma total», opone un uso disjunto e ilógico, que muestra que nunca disponemos de todas nuestras facultades a la vez, y que la inteligencia siempre llega después[141]. Además opone el amor a la amistad, la interpretación silenciosa a la conversación, la homosexualidad judía, la maldita, a la homosexualidad griega, los nombres a las palabras, y los signos implícitos y los sentidos enrollados a los significados explícitos. «En mi existencia había seguido una marcha inversa a la de los pueblos, los cuales no utilizan la escritura fonética más que después de haber considerado los caracteres como una serie de símbolos; yo que, durante tantos años, había buscado la vida y el pensamiento reales de las gentes tan sólo en el enunciado directo que voluntariamente me facilitaban, por su culpa había llegado a no conceder importancia más que a los testimonios, que no son una expresión analítica y racional de la verdad; las propias palabras no me señalaban más que la condición de ser interpretadas como el flujo de sangre que aflora en el rostro de una persona que se turba, o incluso como un súbito silencio»[142]. No es que Proust sustituya la lógica de lo Verdadero por una simple psicofisiología de los motivos. Es precisamente el ser de la verdad quien nos obliga a buscarla allí donde reside, en lo que está implicado o complicado, y no en las imágenes claras y las ideas manifiestas de la inteligencia.

Consideremos tres personajes secundarios de la Recherche, los cuales, cada uno en determinados aspectos, pertenecen al Logos: Saint-Loup, intelectual prendado de amistad; Norpois, obsesionado por los significados convencionales de la diplomacia; y Cottard, que ha recubierto su timidez con la máscara fría del discurso científico autoritario. Sin embargo, cada uno a su manera manifiesta la quiebra del Logos, y valen tan sólo por su familiaridad con los signos mudos, fragmentarios y subyacentes, que los integran a tal o cual parte de la Recherche. Cottard, imbécil iletrado, encuentra su genialidad en el diagnóstico, es decir, en la interpretación de los síndromes equívocos[143]. Norpois sabe perfectamente que las convenciones de la diplomacia, al igual que las de la mundanidad, movilizan y restituyen meros signos bajo los significados explícitos empleados[144]. Saint-Loup explica que el arte de la guerra depende menos de la ciencia y del razonamiento que de la penetración de signos siempre parciales, signos ambiguos que involucran factores heterogéneos o incluso falsos signos destinados a engañar al adversario[145]. No existe Logos de la guerra, de la política o de la cirugía, sólo existen cifras enrolladas en materias y fragmentos no totalizables, que convierten al propio estratega, diplomático y médico, en otros tantos pedazos mal ajustados de un intérprete divino más próximo a Mme. de Thèbes que al sabio dialéctico. Proust opone, en todo lugar, el mundo de los signos y de los síntomas al mundo de los atributos, el mundo del pathos al mundo del Logos, el mundo de los jeroglíficos y de los ideogramas al mundo de la expresión analítica, de la escritura fonética y del pensamiento racional. Lo recusado constantemente son los grandes temas heredados de los griegos, es decir, el philos, la sophia, el diálogo, el logos, la phoné. Tan sólo los figurantes en nuestras pesadillas «mantienen discursos ciceronianos». El mundo de los signos se opone al Logos desde cinco puntos de vista: por la figura de las partes que recortan en el mundo, por la naturaleza de la ley que revelan, por el tipo de unidad que se desprende de ellos, y por la estructura del lenguaje que los traduce y los interpreta. Desde todos estos puntos de vista —partes, ley, uso, unidad, estilo— es preciso confrontar y oponer el signo y el logos, el pathos y el logos.

Hemos visto, sin embargo, que en Proust existía un cierto platonismo: toda la Recherche es una experimentación de las reminiscencias y de las esencias. Sabemos que el uso disjunto de las facultades en su ejercicio involuntario tiene su modelo en Platón, cuando éste levanta una sensibilidad que se abre a la violencia de los signos, un alma memorante que los interpreta y recobra su sentido, un pensamiento inteligente que descubre la esencia. Sin embargo, interviene una diferencia evidente, pues la reminiscencia platónica tiene su punto de partida en cualidades o relaciones sensibles cogidas una en la otra, tomadas en su devenir, en su variación, en su oposición inestable, en su «fusión mutua» (así por ejemplo, lo igual que es desigual en ciertos aspectos, lo grande que se vuelve pequeño, lo pesado inseparable de lo ligero…). No obstante, este devenir cualitativo representa un estado de cosas, un estado del mundo que imita la Idea tan sólo medianamente y según sus fuerzas. Además, la Idea como lugar de llegada de la reminiscencia es la Escuela estable, la cosa en sí que separa los contrarios, que introduce en el todo la justa medida (la igualdad que no es más que igual…). Por ello la Idea siempre está «antes», siempre presupuesta, incluso cuando sólo es descubierta después. El punto de partida vale únicamente por su capacidad para imitar el punto de llegada; de tal modo que el uso disjunto de las facultades no es más que un «preludio» a la dialéctica que los reúne a todos en un mismo Logos, algo así como la construcción de los arcos del círculo prepara el giro del círculo entero. Como dice Proust para resumir toda su crítica a la dialéctica, la Inteligencia siempre viene antes.

Ya no es exactamente lo mismo la Recherche, pues el devenir cualitativo, la fusión mutua, la «inestable oposición» están inscritos en un estado del alma, y no en un estado de cosas o del mundo. Un rayo oblicuo del ocaso, un olor, un sabor, una corriente de aire, un complejo cualitativo efímero deben su valor tan sólo al «lado subjetivo» en que penetran. A ello se debe incluso la intervención de la reminiscencia; ya que la cualidad es inseparable de una cadena de asociación subjetiva, ya que no somos libres para experimentar la primera vez que lo sentimos. Ciertamente, nunca el aspecto del sujeto que es la última palabra de la Recherche: así por ejemplo, la debilidad de Swann de permanecer en las simples asociaciones, prisionero de sus estados de ánimo, asociando la corta frase de Vinteuil al amor que ha sentido por Odette, o bien al follaje del bosque donde la ha oído[146]. Las asociaciones subjetivas, individuales, están para ser superadas hacia la Esencia; incluso apremian a Swann para que el goce del arte, «en lugar de ser puramente individual como el del amor», remita a una «realidad superior». Sin embargo, la esencia, por su parte, no es ya la esencia estable, la idealidad vista, que reúne el mundo en un todo e introduce en él la justa medida. La esencia, según Proust, y anteriormente hemos intentado mostrarlo, no es algo visto, sino una especie de punto de vista superior. Punto de vista irreductible que a la vez significa el nacimiento del mundo y el carácter original de un mundo. En este sentido, la obra de arte constituye y reconstituye siempre el comienzo del mundo, pero también forma un mundo específico absolutamente diferente de los otros, y envuelve un paisaje o lugares inmateriales por completo diferentes del lugar de donde los hemos tomado[147]. Sin duda, es una estética del punto de vista la que acerca a Proust a Henry James. No obstante lo importante radica en que el punto de vista supera al individuo, tanto como la esencia al estado de ánimo, pues, el punto de vista permanece superior al que se coloca en él, o garantiza la identidad de todos los que lo alcanzan. No es individual, sino al contrario, principio de individuación. En ello consiste, precisamente, la originalidad de la reminiscencia proustiana, pues va de un estado de ánimo, y sus cadenas asociativas, a un punto de vista creador o trascendente, y no, como en Platón, de un estado del mundo a objetividades vistas.

De modo que el problema de la objetividad, como el de la unidad, se encuentra desplazado de una manera que es preciso llamar «moderna», esencial en la literatura moderna. El orden se ha desmoronado, tanto en los estados del mundo que debían reproducirlo como en las esencias o Ideas que debían inspirarlo. El mundo se ha hecho migajas y caos. Precisamente porque la reminiscencia va desde asociaciones subjetivas hasta un punto de vista originario, la objetividad tan sólo puede radicar en la obra de arte: ya no existe en contenidos significativos como estados del mundo, ni en significaciones ideales como esenciales estables, sino únicamente en la estructura formal significante de la obra, es decir, en el estilo. Ya no se trata de decir: crear es recordar, sino recordar es crear, es llegar hasta este punto donde la cadena asociativa se rompe, salta fuera del individuo constituido, se encuentra transferida al nacimiento de un mundo individuante. Ya no se trata, además, de decir: crear es pensar, sino pensar es crear, y en primer lugar, crear el acto de pensar en el pensamiento. Pensar es dar a pensar. Recordar es crear, no crear el recuerdo, sino crear el equivalente espiritual del recuerdo aún demasiado material, crear el punto de vista que vale por todas las asociaciones, el estilo que vale por todas las imágenes. El estilo es el que sustituye a la experiencia, la forma como se habla de ella o la fórmula que la expresa, que sustituye al individuo el punto de vista sobre un mundo, y hace de la reminiscencia una creación realizada.

Encontramos los signos en el mundo griego, así por ejemplo, la gran trilogía platónica, el Fedro, el Banquete, el Fedón, es el delirio, el amor y la muerte. El mundo no se expresa sólo en el Logos como bella totalidad, sino en fragmentos y pedazos como objetos de aforismos, en símbolos como mitades degolladas, en los símbolos de los oráculos y el delirio de los adivinos. Sin embargo, el alma griega siempre ha tenido la impresión de que los signos, mudo lenguaje de las cosas, era un sistema mutilado, variable y engañoso, restos de un Logos que debían ser restaurados en una dialéctica, reconciliados por una philia, armonizados por una sophia, gobernados por una Inteligencia que precede. La melancolía de las más bellas estatuas griegas radica en el presentimiento que el Logos que las anima va a romperse en pedazos. A los signos del fuego que anuncia la victoria a Clytemnestra, lenguaje embustero y fragmentario adecuado para las mujeres, el corifeo opone otro lenguaje, el logos del mensajero que une todo en uno en la justa medida, felicidad y verdad[148]. En el lenguaje de los signos, por el contrario, la verdad radica en lo que está hecho para engañar, en los meandros de la que la esconde, en los fragmentos de una mentira y de un infortunio, pues no hay más verdad que la manifiesta, es decir, a la vez entregada por el enemigo y revelada por perfiles o por trozos. Como dice Spinoza, cuando decide la profecía, el profeta judío privado de Logos, reducido al lenguaje de los signos, siempre tiene necesidad de un signo para persuadirse de que el signo de Dios no es engañoso. Pues incluso Dios puede querer engañarle.

Cuando una parte vale por sí misma, cuando un fragmento habla en sí mismo, cuando un signo se alza, puede ser de dos maneras muy diferentes: o bien porque permite adivinar el todo del que está extraído, reconstituir el organismo o la estatua a los que pertenece, y buscar la otra parte que se adapta a él; o bien porque, al contrario, no existe otra parte que le corresponda, ni totalidad en la que pueda entrar, ni unidad de la que haya sido arrancado y a la que pueda ser devuelto. La primera manera es la de los griegos; sólo bajo esta forma soportan los «aforismos». Es preciso que la más pequeña parte sea todavía un microcosmos para que se reconozca en ella la pertenencia al todo más vasto de un macrocosmos. Los signos se componen siguiendo analogías y articulaciones que forman un gran Viviente, como aún se puede ver en el platonismo de la Edad Media y del Renacimiento. Están tomados en un orden del mundo, en una red de contenidos significativos y de significaciones ideales, que todavía manifiestan un Logos en el mismo momento que lo quiebran. Y además, apenas se pueden invocar los fragmentos de los presocráticos para hacer de ellos los Judíos de Platón; no se puede hacer pasar en provecho de una intención el estado fragmentado en el que el tiempo ha colocado su obra.

Al contrario, una obra que tiene por objeto, o más bien por sujeto, el Tiempo, concierne, arrastra consigo fragmentos que no pueden ser ya pegados, trozos que no entran en el mismo rompecabezas, que no pertenecen a una totalidad previa, que no emanan de una unidad perdida. Tal vez sea éste el tiempo: la existencia última de partes de tallas y de formas diferentes que no se dejan adaptar, que no se desarrollan al mismo ritmo, y que el río del estilo no arrastra con la misma velocidad. El orden del cosmos se ha desmoronado, desgajado, en cadenas asociativas y puntos de vista no comunicantes. El lenguaje de los signos se pone a hablar por sí mismo, reducido a los recursos del infortunio y la mentira; ya no se apoya sobre un Logos subsistente, pues sólo la estructura formal de la obra de arte será capaz de descifrar el material fragmentario que utilice, sin referencia exterior, sin tamiz alegórico o analógico. Cuando Proust busca precursores suyos en la reminiscencia cita a Baudelaire, pero le reprocha haber hecho del método un uso demasiado «voluntario», es decir, haber buscado analogías y articulaciones objetivas todavía demasiado platónicas, en un mundo habitado por el Logos. Por el contrario, lo que le gustaba de la frase de Chateaubriand consiste en que el olor de heliotropo esté suscitado no «por una brisa de la patria, sino por un viento salvaje de Terra Nova, sin relación con la planta exiliada, sin simpatía de reminiscencia y voluptuosidad»[149]. Comprendemos que no existe aquí reminiscencia platónica, precisamente porque no hay simpatía como reunión en un todo, sino que el mensajero es, también, una parte heteróclita que no se aparea ni con su mensaje ni con quien le envía. De esta forma ocurre siempre en Proust, y ésta es su concepción completamente nueva o moderna de la reminiscencia: una cadena asociativa heteróclita no está unificada más que por un punto de vista creador, que desempeña él mismo el papel de parte heteróclita en el conjunto. Éste es el procedimiento que garantiza la pureza del hallazgo o del azar, y que rechaza la inteligencia, impidiéndole llegar antes. En vano buscaremos en Proust las trivialidades sobre la obra de arte como totalidad orgánica en la que cada parte predetermina el todo, y en la que el todo determina las partes (concepción dialéctica de la obra de arte). Incluso el cuadro de Ver Meer no vale como Todo, sino por el pequeño muro amarillo colocado allí como fragmento de otro mundo distinto[150]. Igualmente la corta frase de Vinteuil, «intercalada, episódica», y de la que Odette dice a Swann: «¿Qué necesidad tenemos del resto? Éste es nuestro trozo»[151]. También la iglesia de Balbec, decepcionante en tanto que se busque en ella «un movimiento casi persa» en su conjunto y que al contrario manifiesta su belleza en una de sus partes discordantes que representa «dragones casi chinos»[152]. Los dragones de Balbec, el pedazo de muro de Ver Meer, la corta frase, misteriosos puntos de vista, nos dicen lo mismo que el viento de Chateaubriand: actúan sin «simpatías», no hacen de la obra una totalidad orgánica, sino que funcionan más bien como un fragmento que determina una cristalización. Como veremos, no es por casualidad que el modelo del vegetal ha reemplazado en Proust el de la totalidad animal, tanto para el arte como para la sexualidad. Una obra tal, que tiene por tema el tiempo, ni siquiera requiere de estar escrita por aforismos, pues en los meandros y anillos de un estilo Anti-logos da tantas vueltas que para recoger los últimos trozos, preciso es arrastrar a diferentes velocidades todos los fragmentos, los cuales remiten cada uno a un conjunto diferente, o no remiten en absoluto a ningún conjunto, o remiten tan sólo al conjunto del estilo.

Pretender que Proust tenía la idea incluso confusa de la unidad previa de la Recherche, o que la encontró algo después, pero como si animase desde el principio el conjunto, es leerlo mal, es aplicarle los criterios ya hechos de totalidad orgánica que precisamente rechaza, es imposibilitarse para comprender la concepción tan nueva de unidad que estaba creando. Pues, es precisamente de ahí de donde debe partirse: la disparidad, la inconmensurabilidad, el desmigajamiento de las partes de la Recherche, con las rupturas, hiatos, lagunas e intermitencias que garantizan su última diversidad. A este respecto, existen dos figuras fundamentales; una concierne de forma más particular a las relaciones continente-contenido, la otra, a las relaciones partes-todo. La primera es una figura de encaje, de envolvimiento, de implicación; las cosas, las personas y los nombres son como cajas, de las que se saca algo que tiene otra forma por completo distinta, algo de distinta naturaleza, contenido desmesurado. «Me dedicaba a recordar exactamente la línea del tejado, el matiz de la piedra que, sin que yo pueda comprender por qué, me habían parecido plenas, preparadas para entreabrirse, a entregarme eso de lo que ellas no eran más que una tapadera…»[153]. M. de Charlus, «este personaje pintarrajeado, panzudo y cerrado, parecido a alguna caja de origen exótico y sospechoso», abriga en su voz nidadas de muchachas y de almas femeninas tutelares[154]. Los nombres propios son cajas entreabiertas que proyectan sus cualidades sobre el ser que designan: «El nombre de Guermantes desde entonces es también como uno de estos pequeños balones en los que se ha encerrado oxígeno o cualquier otro gas», o como uno de esos «pequeños tubos» de los que se «saca» el justo color[155]. También en relación a esta primera figura de envolvimiento, la actividad del narrador consiste en explicar, es decir, desplegar, desenvolver el contenido inconmensurable respecto al continente. La segunda figura es más bien la de la complicación, pues esta vez se trata de la coexistencia de partes asimétricas y no comunicantes, tanto porque se organizan como mitades bien separadas, o porque se orientan como «lados» o caminos opuestos, o porque se ponen a revolotear, a girar como la rueda de una lotería que arrastra y a veces mezcla los lotes fijos. La actividad del narrador consiste entonces en elegir, escoger; al menos ésta es su actividad aparente, pues muchas fuerzas diversas, también complicadas en él, son ejercidas para determinar su pseudo-voluntad, para obligarle a elegir tal parte en la composición compleja, tal lado en la inestable oposición, o tal lote en el remolino de las tinieblas.

La primera figura está dominada por la imagen de las cajas entreabiertas, la segunda por la de los vasos cerrados. La primera (continente-contenido) adquiere su valor por la posición de un contenido sin posibilidad de medida común; la segunda (partes-todo) lo adquiere por la oposición de una vecindad sin comunicación. Además se mezclan con bastante asiduidad, pasan una dentro de otra. Por ejemplo, Albertine tiene los dos aspectos; pues, por una parte, complica en ella a muchos personajes, muchas muchachas sobre las cuales podríamos decir que cada una de ellas está vista con ayuda de un instrumento óptico diferente y que es preciso saber escoger según las circunstancias y matices del deseo; por otra parte, implica o envuelve la playa y las olas, mantiene vinculadas todas las impresiones de una serie marítima que es preciso saber desplegar, desenvolver como se desenrolla un cable[156]. Sin embargo, cualquiera de las grandes categorías de la Recherche no deja de señalar una preferencia, una pertenencia a una u otra de estas figuras, incluso en la forma de participar de manera secundaria en la que no constituye su origen. Es por esto mismo, por lo que podemos concebir cada gran categoría en una de las dos figuras, como si tuviera su doble en la otra, y tal vez ya inspirada por este doble que a la vez es el mismo y otro totalmente distinto. Así en lo que concierne al lenguaje, los nombres propios tienen en principio todo su poder en ser como cajas de las que se extrae el contenido y, una vez vaciadas por la decepción, se ordenan todavía unas en función de otras al «encerrar», al «emparedar» la historia universal; no obstante, los nombres comunes adquieren su valor al introducir en el discurso trozos no comunicantes de mentira y de verdad elegidos por el intérprete. O también desde el punto de vista de las facultades, la memoria tiene por actividad el abrir cajas, desplegar un contenido oculto, mientras que en el otro polo, el deseo, o mejor todavía el sueño, hacen girar los vasos cerrados, los lados circulares, y eligen el que mejor conviene a determinada profundidad del sueño, a determinada proximidad del despertar y a determinado grado del amor. O incluso también en el propio amor, el deseo y la memoria se combinan para formar precipitados de celos, aunque uno ocupado, en primer lugar, en multiplicar las Albertine no comunicantes y el otro en extraer a Albertine de las «regiones de recuerdos» inconmensurables.

Aunque podemos considerar abstractamente cada una de las dos figuras, no sería más que para determinar su diversidad específica. En primer lugar, nos preguntaremos cuál es el continente, y en qué consiste con exactitud el contenido, cuál es la relación de uno con el otro, cuál es la forma de la «explicación», qué dificultades encuentra a causa de la resistencia del continente o de la ocultación del contenido, y sobre todo, dónde interviene la inconmensurabilidad de ambos, oposición, hiatos, vaciado, ruptura, etc. En el ejemplo de la magdalena, Proust invoca los pequeños trozos de papel japonés que, sumergidos en un bol, se alargan o despliegan, es decir, se explican: «Igualmente ahora, todas las flores de nuestro jardín y las del parque de M. Swann, y las ninfas de la Vivonne, y la buena gente del pueblo y sus pequeñas moradas, y la iglesia y todo Combray y sus alrededores, todo esto que toma forma y solidez, ha salido, ciudad y jardines, de mi taza de té»[157]. Sin embargo, esto sólo es cierto de forma aproximada. El verdadero continente no es el bol, sino la cualidad sensible, el sabor; y el contenido no es una cadena asociada a este sabor, la cadena de las cosas y de las gentes conocidas en Combray, sino Combray como esencia, Combray como mero Punto de vista, superior a todo lo que ha sido vivido desde este propio punto de vista, apareciendo por fin para sí y en su esplendor, en una relación de ruptura con la cadena asociativa que no realizaba más que una mitad del camino[158]. El contenido está tan perdido, al no haber sido poseído nunca, que su reconquista es una creación. Y es precisamente porque la Esencia como punto de vista individuante supera toda la cadena de asociación individual con la que rompe, que tiene el poder, no sólo de recordarnos incluso con intensidad al yo que ha vivido toda la cadena, sino de hacerlo revivir en sí, al volverlo a individualizar, en una existencia pura que nunca ha vivido. Toda «explicación» de algo, en este sentido, es resurrección de un yo.

El ser amado es como la cualidad sensible, vale por lo que envuelve. Sus ojos sólo serían piedras, y su cuerpo un trozo de carne, si no expresasen un mundo o mundos posibles, paisajes y lugares, modos de vida que es preciso explicar, es decir, desplegar, desarrollar, como los pequeños papeles japoneses —así por ejemplo, Mlle. de Stermaria y la Bretaña, Albertine y Balbec. El amor y los celos están dominados estrictamente por esta actividad de explicación. Incluso existe una especie de doble movimiento mediante el cual un paisaje exige ser desenrollado en una mujer, lo mismo que la mujer exige desarrollar los paisajes y los lugares que ella «contiene» encerrados en su cuerpo[159]. La expresividad es el contenido de un ser, y en ello también podríamos pensar que tan sólo existe una relación de asociación entre el contenido y el continente. Sin embargo, aunque la cadena asociativa sea estrictamente necesaria, hay algo más, que Proust define como el carácter indivisible del deseo que quiere dar una forma a una materia, y llenar de materia una forma[160]. Pero también lo que muestra que la cadena de asociaciones no existe más que en relación con una fuerza que va a romperlas, es una curiosa torsión mediante la cual uno mismo está cogido en el mundo desconocido expresado por el ser amado, vaciado de sí mismo, aspirado en este otro universo[161]. De tal modo que ser visto produce el mismo efecto que oír pronunciar el nombre de uno por el ser amado: el efecto de estar cogido, desnudo, en su boca[162]. La asociación del paisaje y el ser amado en el espíritu del narrador está rota, por tanto, en provecho de un Punto de vista del ser amado sobre el paisaje, en el que el narrador está él mismo cogido, aunque tal vez para ser excluido o rechazado de él. Pero, esta vez, la ruptura de la cadena asociativa no está superada por la aparición de una Esencia presente, sino que más bien está excavada por una operación de vaciado que restituye el yo del narrador al propio narrador. Pues el narrador-intérprete, enamorado y celoso, encerrará el ser amado, lo emparedará, lo secuestrará para «explicarlo mejor», es decir, para vaciarlo de todos estos mundos que contiene. «Al encerrar a Albertine, debía devolver, al mismo tiempo, al universo todas esas alas cambiantes… Esas alas realizaban la belleza del mundo. Antaño habían realizado la de Albertine… Albertine había perdido todos sus colores… había perdido poco a poco toda su belleza… Se había convertido en la gris prisionera, se había reducido a su propio término, precisaba de estos relámpagos en los que me acordaba del pasado para devolverle sus colores»[163]. Y sólo los celos la volvían a llenar durante un instante con un universo, que a su vez una lenta explicación se esforzaría por vaciar. ¿Devolver o restituir el yo del narrador a sí mismo? En realidad se trata de algo distinto. Se trata de vaciar cada uno de los yo que amó Albertine, de conducirlo a su término, siguiendo una ley de la muerte que se entrelaza con la de las resurrecciones, como el Tiempo perdido entrelazado con el Tiempo recobrado. Y los yos ponen tanta obstinación en buscar su suicidio, en repetir-preparar su propio fin, como en revivir en otra cosa, en repetir-rememorar su vida[164].

Los mismos nombres propios tienen un contenido inseparable de las cualidades de sus sílabas y de las asociaciones libres de las que forman parte. Sin embargo, precisamente porque no se puede entreabrir la caja sin proyectar todo este contenido asociado sobre la persona o el lugar reales, se producen, invariablemente, asociaciones coaccionantes, por completo diferentes, impuestas por la mediocridad de la persona y del lugar, que tuercen y rompen la primera serie, y abren, esta vez, todo un hiato entre el contenido y el continente[165]. En todos los aspectos de esta primera figura de la Recherche se manifiesta siempre la inadecuación del contenido, su inconmensurabilidad, tanto si es con contenido perdido, y que recobramos en el esplendor de una esencia que resucita un antiguo yo, o contenido separado, que nos arroja a una inevitable decepción. Nunca un mundo puede estar organizado jerárquica y objetivamente, e incluso las cadenas de asociación subjetivas que le prestan un mínimo de consistencia o de orden se rompen en provecho de puntos de vista trascendentes, sino que al ser variables y estar violentamente imbricados, unos expresan verdades de la ausencia y del tiempo perdido, las otras verdades de la presencia o del tiempo recobrado. Los nombres, los seres y las cosas están henchidos de un contenido que los hace estallar; y no sólo asistimos a esta especie de dinamitaje de los continentes mediante los contenidos, sino también al estallido de los propios contenidos que, desplegados, explicados, no forman una única figura, sino verdades heterogéneas en fragmentos que aún luchan entre sí en vez de conciliarse. Incluso cuando el pasado nos es devuelto en la esencia, el acoplamiento del momento presente y del pasado se parece más a una lucha que a un acuerdo, y lo que se nos da no es una totalidad ni una eternidad, sino «un poco de tiempo en estado puro», es decir, un trozo[166]. Nunca una philis pacifica algo; al igual que para los lugares y los momentos, dos sentimientos que se enlazan no lo hacen más que luchando, y forman en esta lucha un cuerpo irregular de poca duración. Incluso en el estado más alto de la esencia como Punto de vista artístico, el mundo que se inicia obliga a luchar los sonidos como los últimos trozos dispares sobre los que reposa. «Pronto los dos motivos lucharon juntos en un cuerpo a cuerpo en el que a veces desaparecía enteramente uno de ellos, en el que a continuación no se percibía más que un trozo del otro».

Sin duda esto es lo que advierte de este extraordinario adiestramiento de partes no concordadas en la Recherche, con ritmos de despliegue o velocidades de explicación irreductibles: no sólo no componen todas juntas un todo, sino que ni siquiera manifiestan cada una un todo del que sería arrancada, diferente del todo de cualquier otra, en una especie de diálogo entre los universos. No obstante, la fuerza con que son proyectadas en el mundo, insertadas violentamente unas en otras a pesar de sus marcos no correspondientes, obliga a que sean reconocidas unas y otras como partes, sin componer un todo incluso oculto, sin emanar totalidades incluso perdidas. A fuerza de colocar trozos en los trozos, Proust encuentra el medio de hacérnoslos pensar a todos, pero sin referencia a una unidad de la que derivarían, o de la que ella misma derivaría[167].

En cuanto a la segunda figura de la Recherche, la de la complicación que concierne a la relación partes-todo, la vemos aplicada a las palabras, a los seres y a las cosas, es decir, a los tiempos y a los lugares. La imagen del vaso cerrado, que señala la oposición de una parte con una vecindad sin comunicación, reemplaza la imagen de la caja entreabierta, que señalaba la posición de un contenido sin medida común con el continente. Es de esta manera que los dos lados de la Recherche, el lado de Méséglise y el lado de Guermantes, se mantienen yuxtapuestos, «desconocidos uno respecto al otro, en los vasos cerrados y sin comunicación de tardes diferentes»[168]. Imposible realizar lo que dice Gilberte: «Podremos ir a Guermantes tomando por Méséglise». Ni siquiera la revelación final del tiempo recobrado las unificará, ni hará que converjan, sino que multiplicará las transversales a su vez incomunicantes[169]. Igualmente, el rostro de los seres tiene por lo menos dos lados no simétricos, como «dos caminos opuestos que nunca se comunicarán»: así para Rachel, la de la generalidad y la de la singularidad; o bien la de la nebulosa informe vista desde demasiado cerca, y la de una exquisita organización vista a una conveniente distancia. O también para Albertine, el rostro que responde a la confianza y el que reacciona ante la sospecha celosa[170]. Además, los dos caminos o los dos lados no son más que direcciones estadísticas. Podemos formar un conjunto complejo, pero nunca lo formamos sin que a su vez se escinda, esta vez como en mil vasos cerrados: así por ejemplo, el rostro de Albertine, cuando creemos sostenerlo para besarlo, salta de un plano a otro durante el recorrido de los labios a su mejilla, «diez Albertine» en vasos cerrados, hasta el momento final en que todo se deshace en la proximidad exagerada[171]. Y a su vez, en cada paso, un yo que vive, que percibe, que desea y recuerda, que vela o duerme, que muere, se suicida y revive por momentos: «desmigajamiento», «fraccionamiento» de Albertine al que responde una multiplicación del yo. Una misma noticia global, la partida de Albertine, debe ser recogida por todos estos distintos yos, cada uno en el fondo de su urna[172].

En otro nivel, ¿no ocurre lo mismo respecto al mundo, realidad estadística bajo la cual «los mundos» están tan separados como astros infinitamente distantes, cada cual con sus signos y sus jerarquías que impiden que un Swann o un Charlus sea reconocido por los Verdurin, hasta la gran mezcla del final de la que el narrador renuncia a tomar las nuevas leyes, como si también hubiese alcanzado este umbral de proximidad en el que todo se deshace y se vuelve a convertir en nebulosa? De la misma manera, los discursos o las palabras operan una distribución estadística de las palabras o términos, bajo la cual el intérprete discierne capas, familias, dependencias y préstamos muy diferentes unos de otros y que manifiestan relaciones del que habla, de sus tratos y de sus mundos secretos, como si cada palabra perteneciese a un acuario coloreado de una determinada manera, conteniendo según el color determinada clase de peces, más allá de la fingida unidad del Logos; así por ejemplo, algunas palabras que no formaban parte del anterior vocabulario de Albertine, y que persuaden al narrador de que se ha vuelto más tratable al entrar en una nueva clase de edad y a tener nuevas relaciones; o también, la horrorosa expresión «se faire casser le…» que descubre al narrador un abominable mundo[173]. Es por ello que la mentira pertenece al lenguaje de los signos, a lo opuesto del logos-verdad: conforme a la imagen del rompecabezas descompuesto, las propias palabras son fragmentos del mundo que concordarían con fragmentos del mismo mundo, sin embargo no es con los otros fragmentos de otros mundos con los que se relaciona en vecindad[174]. Existe por tanto en las palabras una especie de fundamento geográfico y lingüístico para la psicología del embustero.

Es verdad, lo que significan los vasos cerrados es que no existe más totalidad que la estadística y la desprovista de sentido profundo. «Nuestro amor, nuestros celos, no son una misma pasión continua e indivisible. Se componen de una infinidad de amores sucesivos, de celos diferentes, ambos efímeros, pero que por su multitud ininterrumpida producen la impresión de la continuidad y la ilusión de la unidad»[175]. No obstante, entre todas estas partes cerradas, existe un sistema de paso, pero que no debe ser confundido con un medio de comunicación directa ni de totalización. Como entre el lado de Méséglise y el lado de Guermantes, toda la obra consiste en establecer transversales, que nos obligan a saltar de un perfil a otro de Albertine, de una Albertine a otra, de un mundo a otro, sin conducir nunca lo múltiple a lo Uno, sin nunca reunir lo múltiple en un todo, pero afirmando la unidad por completo original de este múltiple concreto, afirmando, sin reunirlos todos, estos fragmentos irreductibles al Todo. Los celos son la transversal de la multiplicidad de los lugares; el sueño, la transversal de la multiplicidad de los momentos. Los vasos cerrados se organizan tanto en partes separadas, como en direcciones opuestas, o como (así en algunos viajes o en el suelo) en círculo. Sin embargo, es chocante que el propio círculo no rodea del todo, no totaliza, sino que más bien presenta rodeos y recodos, círculo descentrado que hace pasar a la derecha lo que estaba a la izquierda y a un lado lo que estaba en medio. También, la unidad de todas las vistas de un viaje en tren no se establece sobre el propio círculo, que mantiene sus partes cerradas, ni en la cosa contemplada que multiplica las suyas, sino sobre una transversal que no cesamos de recorrer, yendo «de una ventana a la otra»[176]. Cierto es que el viaje no comunica lugares, ni los reúne, sino que tan sólo afirma su propia diferencia (esta común afirmación se realiza en otra dimensión que la diferencia afirmada —en la transversal)[177].

La actividad del narrador ya no consiste en explicar, desplegar, un contenido, sino en elegir, escoger una parte no comunicante, un vaso cerrado, con el yo que allí se encuentra. Escoger determinada muchacha en el grupo, determinada capa o determinado plano fijado en la muchacha, escoger determinada palabra en lo que ella dice, determinado sufrimiento en lo que nos hace experimentar, y, para experimentar este sufrimiento, para descifrar la palabra, para amar a esta muchacha, escoger un determinado yo que haremos vivir o revivir entre todos los yos posibles[178]. Esta actividad de elección, bajo su forma más pura, vemos que se ejerce al despertar, cuando el sueño ha hecho girar todos los vasos cerrados, todas las piezas cerradas, todos los yos secuestrados y frecuentados por el durmiente. No sólo existen las habitaciones diferentes del sueño que giran en los ojos del que padece el insomnio a punto de escoger su droga («sueño de la datura, del cáñamo indio, de los múltiples extractos del éter…»); sino que todo hombre que duerme «mantiene en círculo a su alrededor el hilo de las horas, el orden de los años y de los mundos»: el problema del despertar consiste en pasar de esta habitación del sueño, y de lo que en ella se desarrolla, a la habitación real en la que uno está; consiste en recobrar el yo de la víspera entre todos los que acaban de ser en el sueño, que habrían podido ser o que han sido, en recobrar la cadena de asociaciones que nos fija a lo real abandonando los Puntos de vista superiores del sueño[179]. No nos preguntaremos quién escoge. Cierto es que ningún yo, puesto que uno se ha escogido a sí mismo, puesto que un cierto yo se encuentra escogido cada vez que «nosotros» escogemos un ser para amarlo, o un sufrimiento para experimentarlo, y puesto que este yo no deja de estar sorprendido de vivir o de revivir, y de responder a la llamada, no sin dejar de hacerse esperar. Así al salir del sueño, «se empieza a ser alguien. Entonces, ¿cómo al buscar su pensamiento, su personalidad, de la misma forma que se busca un objeto perdido, acabamos por encontrar nuestro propio yo, en vez de cualquier otro? ¿Por qué, cuando nos ponemos a pensar, es tan sólo la personalidad anterior la que se encarna en nosotros? No vemos lo que dicta la elección y por qué, entre los millones de seres humanos que podríamos ser, es el que éramos la víspera al que volvemos»[180]. En verdad, existe una actividad, un puro interpretar, puro escoger, que no tiene ni sujeto, puesto que no escoge ni el intérprete ni la cosa por interpretar, el signo y el yo que lo descifra. Éste es el «nosotros» de la interpretación: «Pero ni siquiera decimos nosotros… un nosotros que carecería de contenido»[181]. Es por esa razón que el sueño es más profundo que la memoria, ya que la memoria incluso involuntaria permanece vinculada al signo que la solicita y al yo ya escogido que va a hacer revivir, mientras que el sueño es la imagen del puro interpretar que se enrolla en todos los signos y se desarrolla a través de todas la facultades. El interpretar no tiene más unidad que la transversal; sólo él es la divinidad del que todo es fragmento, pero su «forma divina» no recoge ni adhiere de nuevo dos fragmentos, los conduce —al contrario— al estado más alto, más agudizado, impidiendo tanto que formen un conjunto como que estén desligados. El «sujeto» de la Recherche no es ningún yo, es este nosotros sin contenido que comparte Swann, el narrador, Charlus, que los comparte o los escoge sin totalizarlos.

Anteriormente habíamos visto signos que se distinguían por su materia objetiva, su cadena de asociación subjetiva, la facultad que los descifra y su relación con la esencia. Pero, formalmente, tienen dos tipos que se reencuentran en todas las clases: estas cajas entreabiertas por explicar y estos vasos cerrados por escoger. Y si el signo es siempre fragmento sin totalización ni unificación, es debido a que el contenido sujeta al continente mediante toda la fuerza de la inconmensurabilidad que trae consigo, y que el vaso sujeta a su vecindad mediante toda la fuerza de no-comunicación que en él mantiene. La inconmensurabilidad al igual que la no-comunicación son distancias, pero distancias que colocan uno en el otro, o hacen que se avecinen como tales. Lo mismo significa el tiempo: este sistema de distancias no espaciales, esta distancia cercana a lo contiguo mismo, o al mismo contenido, distancia sin intervalos. A este respecto, el tiempo perdido, que introduce distancias entre cosas contiguas, y el tiempo recobrado, que al contrario instaura una contigüidad de las cosas distantes, funcionan de manera complementaria, siendo el olvido o el recuerdo quienes realizan «interpolaciones fragmentadas, irregulares». Pues la diferencia del tiempo perdido y del tiempo recobrado no se encuentra aún ahí; además, uno, mediante su capacidad de olvido, enfermedad y edad, afirma los trozos como disjuntos de la misma forma que el otro mediante su capacidad de recuerdo y resurrección[182]. De cualquier manera, según la formulación bergsoniana, el tiempo significa que no todo está dado: el Todo no se da. Lo cual no quiere decir que el todo «se hace» en otra dimensión que sería precisamente temporal, como lo entiende Bergson, o como lo entienden los dialécticos partidarios de un proceso de totalización; sino que el tiempo, último intérprete, tiene el extraño poder de afirmar simultáneamente trozos que de la misma manera que no forman un todo en el espacio, no formen una unidad por sucesión en el tiempo. El tiempo es exactamente la transversal de todos los espacios posibles, comprendidos espacios de tiempos.

En un universo dividido de esta forma, no existe Logos que reúna todos los trozos, pues no hay ley que los vincule a un todo, ni todo por recobrar y ni siquiera por formar. Y sin embargo, existe una ley; pero lo que ha cambiado es su naturaleza, su función, su relación. El mundo griego es un mundo en el que la ley está siempre en segundo lugar, pues es un poder segundo con respecto al logos que abraza el todo y lo refiere al Bien. La ley, o más bien las leyes, rigen las partes, las adaptan, las aproximan y las unen, para establecer en ellas un «mejor» relativo. Las leyes también no valen más que en la medida en que nos permitan conocer algo de lo que las supera, y en la medida en que determinan una figura de lo «mejor», es decir, el aspecto que toma el Bien en el logos con relación a determinadas partes, determinada región o determinado momento. Parece que la conciencia moderna del anti-logos haya hecho sufrir a la ley una revolución radical. En tanto que rige un mundo de fragmentos no totalizables y no totalizados, la ley se convierte en primer poder. La ley no dice lo que está bien, sino que está bien lo que dice la ley. De golpe, adquiere una formidable unidad: ya no existen leyes específicas de tal o cual manera, sino la ley, sin más especificación. Cierto es que esta unidad formidable está absolutamente vacía, tan sólo formal, ya que no nos da a conocer ningún objeto distinto, ninguna totalidad, ningún Bien de referencia, ningún logos referente. En vez de juntar y adaptar partes, las separa, las encierra, coloca la no-comunicación en lo contiguo, la no-conmensurabilidad en el continente. No dándonos a conocer nada, no nos enseña lo que es más que el señalar nuestra carne, al aplicarnos ya la sanción; y he aquí la fantástica paradoja, no sabemos lo que sería la ley antes de recibir el castigo, luego no podemos obedecer a la ley más que siendo culpables, sólo a través de nuestra culpabilidad podemos responder ante ella, ya que no se aplica a las partes más que como disputas y, a la vez, al desunirlas, al desmembrar los cuerpos, al arrancar los miembros. Propiamente hablando, la ley es incognoscible, y no se da a conocer más que al aplicar las más duras sanciones sobre nuestro cuerpo supliciado.

Con Kafka, la conciencia moderna de la ley adquiere una forma particularmente agudizada; pues es en La muralla china donde aparece la relación fundamental entre el carácter fragmentario de la muralla, el modo fragmentario de su construcción, y el carácter incognoscible de la ley y su determinación idéntica a una sanción de culpabilidad. En Proust, sin embargo, la ley presenta una faz distinta, ya que la culpabilidad es más bien como la apariencia que oculta una realidad fragmentaria más profunda, en lugar de ser esta realidad más profunda a la que nos conducen los fragmentos separados. A la conciencia depresiva de la ley tal como aparece en Kafka, se opone en este sentido la conciencia esquizoide de la ley según Proust. A primera vista, no obstante, la culpabilidad desempeña un importante papel en la obra de Proust, siendo su objeto esencial la homosexualidad. Amar supone la culpabilidad del ser amado, aunque todo el amor sea una discusión sobre las pruebas, un juicio de inocencia concedida al ser que, sin embargo, sabemos culpable. El amor es, pues, una declaración de inocencia imaginaria tendida entre dos certezas de culpabilidad, la que condiciona a priori el amor y lo hace posible, y la que cierra el amor y señala su fin experimental. Así el narrador no puede amar a Albertine sin haber tomado este a priori de culpabilidad, que va a devanar en toda su experiencia a través de su persuasión de que ella es inocente a pesar de todo (al ser esta persuasión completamente necesaria actúa como revelador): «Por otra parte, además de sus faltas mientras las amamos, existen sus faltas antes de que las conociésemos, y la primera de todas: su naturaleza. Lo que hace que estos amores sean dolorosos es que preexista en ellos una especie de pecado original de la mujer, un pecado que hace que las amemos…»[183]. «¿No era, en efecto, a pesar de todas las denegaciones de la razón, conocer en toda su horrorosa fealdad a Albertine, escogerla, amarla?… Sentirnos atraídos por este ser, empezar a amarle, es, cualquiera que sea la inocencia que pretendamos, leer en una versión diferente todas sus traiciones y faltas»[184]. Y el amor concluye cuando la certeza a priori de culpabilidad ha acabado su propio trayecto, cuando se ha vuelto empírica, expulsando la percepción empírica de que Albertine era, a pesar de todo, inocente: una idea «que poco a poco formaba el fondo de la conciencia sustituía a la idea de que Albertine era inocente; era la idea de que era culpable», de tal modo que la certeza de las faltas de Albertine sólo aparecen al narrador cuando ya no le interesan, cuando ha cesado de amar, vencido por la fatiga y el hábito[185].

Con mayor razón surge la culpabilidad en las series homosexuales. Recordemos la fuerza con que Proust presenta el cuadro de una homosexualidad masculina como raza maldita, «raza sobre la que pesa una maldición y que debe vivir en la mentira y el perjurio… hijo sin madre… amigo sin amistades… sin más honor que el precario, sin más libertad que la provisional, hasta el descubrimiento del crimen, sin más situación que la inestable», homosexualidad-signo que se opone a la griega, a la homosexualidad-logos[186]. Pero el lector tiene la impresión de que esta culpabilidad es más aparente que real; y si el propio Proust habla de la originalidad de su proyecto, si declara haber pasado por varias teorías, es debido a que no se contenta con aislar específicamente una homosexualidad maldita. Todo el tema de la raza maldita o culpable se enlaza, por otra parte, con un tema de inocencia, sobre la sexualidad de las plantas. La gran complejidad de la teoría proustiana se debe a que pone en juego varios niveles. En un primer nivel, el conjunto de los amores inter-sexuales en sus contrastes y sus repeticiones. En un segundo nivel, este conjunto se divide a su vez en dos series o direcciones, la de Gomorra, que esconde el secreto cada vez desvelado de la mujer amada, y la de Sodoma, que contiene el secreto más escondido del amante. Es ahí donde reina la idea de falta o de culpabilidad. Y si este nivel no es el más profundo es debido a que es tan estadístico como el conjunto que descompone: la culpabilidad, en este sentido, está mucho más vivida como algo social que como moral o interiorización. Por regla general debemos señalar que, en Proust, no sólo un conjunto dado no tiene más valor que el estadístico, sino también los dos lados asimétricos o las dos grandes direcciones en que se divide. Por ejemplo, «el ejército» o «la muchedumbre» de todos los yo del narrador que aman a Albertine forma un conjunto del primer nivel; pero los dos subgrupos de la «confianza» y de la «sospecha de celos» están en un segundo nivel de las direcciones todavía estadísticas, que recubren movimientos de tercer nivel, las agitaciones de las partículas singulares, de cada uno de los yo que componen la muchedumbre o el ejército de una determinada dirección[187]. De igual modo, el lado de Méséglise y el lado de Guermantes no deben ser tomados más que como lados estadísticos a su vez compuestos por una multitud de figuras elementales. E igualmente, la serie de Gomorra y la serie de Sodoma, y las culpabilidades correspondientes, son sin duda más delicadas que la gruesa apariencia de los amores heterosexuales, pero que todavía esconden un último nivel, constituido por el comportamiento de órganos y partículas elementales.

Lo que interesa a Proust en las dos series homosexuales, y lo que las hace estrictamente complementarias, es su realización de la profecía de separación: «Los dos sexos morirán cada uno por su lado»[188]. Además, la metáfora de las cajas o de los vasos tendrá todo su sentido si consideramos que los dos sexos están a la vez presentes y separados en el mismo individuo: contiguos, pero cerrados y no comunicantes, en el misterio de un hermafroditismo inicial. Es aquí donde el tema vegetal toma todo su sentido, en oposición a un Logos gran Viviente: el hermafroditismo no es la propiedad de una totalidad animal hoy perdida, sino el tabique actual entre los dos sexos de una misma planta: «El órgano masculino está separado por un tabique del órgano femenino»[189]. Es en este lugar donde va a situarse el tercer nivel, pues un individuo de un sexo dado (pero nunca se es de un sexo dado más que global o estadísticamente) lleva en sí al otro sexo con el que no puede comunicar directamente. ¡Cuántas muchachas escondidas en Charlus, y cuántas se convertirán también en abuelas![190] «En algunos… la mujer no está solo unida interiormente al hombre, sino horrorosamente visible, agitados por un espasmo de histeria o por una risa aguda que convulsiona sus rodillas y manos»[191]. El primer nivel estaba definido por el conjunto estadístico de los amores heterosexuales. El segundo nivel estaba definido por las dos direcciones homosexuales todavía estadísticas, según las que un individuo tomado en el conjunto precedente era remitido a otros individuos del mismo sexo, participando en la serie de Sodoma si es un hombre, y en la de Gomorra si es una mujer (así por ejemplo, Odette o Albertine). Pero el tercer nivel es transexual («lo que erróneamente se llama la homosexualidad»), y supera tanto al individuo como al conjunto, pues designa en el individuo la coexistencia de fragmentos de los dos sexos, objetos parciales que no comunican. Entonces ocurre como con las plantas: el hermafrodita necesita de un tercero (el insecto) para que la parte femenina sea fecundada, o para que la parte masculina sea fecundada[192]. Una comunicación aberrante se produce en una dimensión transversal entre sexos separados por tabiques. Incluso tal vez sea más complicado, pues vamos a recobrar en este nuevo plano la distinción entre el segundo y el tercer nivel. Puede suceder, en efecto, que un individuo determinado de forma global como macho busque, para fecundar su parte femenina con la que por sí mismo no puede comunicar, un individuo globalmente de su mismo sexo (lo mismo ocurrirá para la mujer y su parte masculina). Pero en un caso más profundo, el individuo determinado globalmente como macho hará fecundar su parte femenina mediante objetos a su vez parciales que pueden encontrarse tanto en una mujer como en un hombre. Y éste es el fondo del transexualismo según Proust: no ya una homosexualidad global y específica en la que los hombres remiten a los hombres y las mujeres a las mujeres en una separación de dos series, sino una homosexualidad local y no específica en la que el hombre busca lo que hay de hombre en la mujer, y la mujer, lo que hay de mujer en el hombre, y esto en la contigüidad separada de los dos sexos como objetos parciales[193].

De ahí el texto en apariencia oscuro, en el que Proust opone a la homosexualidad global y específica esta homosexualidad local y no específica: «Unos, los que sin duda han tenido la infancia más tímida, apenas se preocupan del tipo material de placer que reciben, con tal que puedan relacionarlo con un rostro masculino. Mientras que otros, poseyendo sin duda sentidos más violentos, conceden a su placer material imperiosas localizaciones. Éstos tal vez ofenderían con sus confesiones a la mayoría de la gente. Quizás viven menos exclusivamente bajo el satélite de Saturno, pues para ellos las mujeres no están del todo excluidas como para los primeros… Pero los segundos buscan aquellas que prefieren a su vez a las mujeres, pues ellas pueden procurarles un muchacho, y acrecentar el placer que obtienen al encontrarse con él; además, pueden, de la misma forma, obtener con ellas el mismo placer que con un hombre. De donde que los celos no sean excitados, para los primeros, más que con el placer que podrían obtener con un hombre, ya que no participan en el amor de las mujeres, ni lo han practicado más que como hábito y para reservarse la posibilidad del matrimonio, representándose tan poco el placer que puede proporcionar, que no pueden aceptar que el ser que ellos aman lo disfrute. Mientras que los segundos a menudo inspiran celos por sus amores con las mujeres. Pues en las relaciones que con ellas mantienen, desempeñan para la mujer que ama a las mujeres el papel de otra mujer, y la mujer les ofrece al mismo tiempo aproximadamente lo que encuentra en el hombre…»[194]. Si comprendemos el sentido de este transexualismo como último nivel de la teoría proustiana, y su relación con la práctica de las tabicaciones, no sólo se esclarece la metáfora vegetal, sino que se convierte en algo por completo grotesco el preguntarse por el grado de «transposición» que Proust debió realizar para cambiar un Albert en Albertine; más grotesco es todavía presentar como una revelación el descubrimiento de que Proust debió de mantener algunas relaciones amorosas con mujeres. Éste es el momento de decir que verdaderamente la vida no aporta nada a la obra o a la teoría, pues la obra o la teoría pertenecen a la vida secreta por un lazo mucho más profundo que el de todas las biografías. Basta con seguir lo que Proust explica en su gran exposición de Sodoma y Gomorra: el transexualismo, es decir, la homosexualidad local y no específica, basada en la tabicación contigua de los sexos-órganos o de los objetos parciales, que descubrimos bajo la homosexualidad global y específica, basada en la independencia de los sexos-personas o de las series de conjunto.

Los celos son el delirio propio de los signos. También encontraremos en Proust la confirmación de una vinculación fundamental entre los celos y la homosexualidad, aunque no nos aporte una interpretación totalmente nueva. En la medida en que el ser amado contiene diversos mundos posibles (Mlle. de Stermaria y la Bretaña, Albertine y Balbec), se trata de explicar, de desplegar todos estos mundos. Pero debido a que estos mundos no adquieren su valor más que por el punto de vista que el amado tiene sobre ellos, y que determina la manera como se enrollan en él, el amante nunca puede estar suficientemente cogido en estos mundos sin estar excluido al mismo tiempo, puesto que no le pertenecen más que a título de algo visto, o más bien de algo apenas visto, no señalado, excluido del Punto de vista superior a partir del que se realiza la selección. La mirada del ser amado no me integra en el paisaje y los alrededores más que expulsándome del punto de vista impenetrable según el cual el paisaje y los alrededores se organizan en él. «Si me había visto, ¿qué había podido representar para ella? ¿Desde qué universo me distinguía? Me hubiera resultado tan difícil decirlo como difícil es concluir, de las particularidades que podamos ver aparecer en un astro vecino, con ayuda de un telescopio, que en dicho astro existen humanos, que estos humanos nos ven, y qué ideas esta visión ha podido despertar en ellos»[195]. Igualmente, las preferencias o las caricias que el amado me brindará no se posan sobre mí más que trazando la imagen de los mundos posibles en los que otros han sido, son o serán preferidos[196]. Es por esta razón que, en segundo lugar, los celos ya no son simplemente la explicación de los mundos posibles envueltos en el ser amado (en el que otros, semejantes a mí, pueden ser vistos o escogidos), sino el descubrimiento del mundo incognoscible que representa el punto de vista del propio amado, y que se desarrolla en su serie homosexual. En este caso, el amado sólo está en relación con seres semejantes a él, pero diferentes de mí, fuentes de placer que me permanecen desconocidas e impracticables. «Era una terra incognita terrible a la que acababa de llegar, una nueva fase de sufrimientos insospechados que se abría»[197]. Y en tercer lugar, los celos descubren la transexualidad del ser amado, todo lo que se oculta al lado de su sexo aparente determinado globalmente, los otros sexos contiguos y no comunicantes, y los extraños insectos encargados de realizar la comunicación entre estos lados —en resumen, el descubrimiento de los objetos parciales, más cruel aún que el de las personas rivales.

Existe una lógica de los celos que es la de las cajas entreabiertas y de los vasos cerrados. La lógica de los celos consiste en secuestrar, encerrar al ser amado. Ésta es la ley que Swann presiente al final de su amor por Odette, que el narrador ya toma en su amor hacia su madre, sin poseer todavía la fuerza para aplicarla, y que por fin aplica en su amor hacia Albertine[198]. Toda la afiliación secreta de la Recherche es la de los tenebrosos cautivos. Secuestrar es, en primer lugar, vaciar al ser amado de todos los mundos posibles que contiene, es descifrar y explicar estos mundos; pero además es relacionarlos con el punto de envolvimiento, con el pliegue que señala su pertenencia a lo amado[199]. A continuación, es cortar la serie homosexual que constituye el mundo desconocido del amado; y además, descubrir la homosexualidad como la falta original del amado, al que se castiga secuestrándolo. En una palabra, secuestrar es impedir que los lados contiguos, los sexos y los objetos parciales, comuniquen en la dimensión transversal frecuentada por el insecto (el tercer objeto), es encerrar a cada uno en sí mismo al interrumpir los intercambios malditos; pero también es colocarlos uno al lado de otro, y dejarles inventar su sistema de comunicación que siempre sorprende nuestra espera, que crea prodigiosos azares y cambia nuestras sospechas (el secreto de los signos). Una sorprendente relación existente entre el secuestro nacido de los celos, la pasión de observar y la acción de profanar. Secuestrar, observar y profanar, es la trinidad proustiana. Pues el aprisionar consiste precisamente en colocarse en la posición de ver sin ser visto, es decir, sin arriesgarse a ser arrastrado por el punto de vista del otro que nos expulsaba del mundo en tanto que nos incluía. Así por ejemplo, ver dormir a Albertine. Ver es reducir al otro a los lados contiguos no comunicantes que le constituyen, y esperar el modo de comunicación transversal que estas mitades tabicadas intentarán instituir. Además, el ver se supera en la tentación de hacer ver, de dar a ver, aunque sea simbólicamente. Hacer ver será imponer a alguno la contigüidad de un espectáculo extraño, abominable, horroroso. Será no sólo imponerle la visión de los vasos cerrados y contiguos, objetos parciales entre los que se esboza un emparejamiento contra natura, sino tratarle también como si fuera uno de esos objetos, uno de esos lados contiguos que deben comunicar transversalmente.

De donde el tema de la profanación tan caro a Proust. Mlle. Vinteuil coloca la foto de su padre a su lado cuando sus diversiones sexuales. El narrador coloca muebles de la familia en una casa de prostitución. Al hacerse abrazar por Albertine al lado de la cámara materna, puede reducir la madre al estado de objeto parcial (lengua) contiguo al cuerpo de Albertine. O bien al soñar coloca a sus padres en jaulas como ratones heridos, entregados a los movimientos transversales que los atraviesan y los sobresaltan. En todo lugar, profanar es hacer que la madre (o el padre) funcione como objeto parcial, es decir, separada por tabiques, hacerle ver un espectáculo contiguo, e incluso hacerla actuar en ese espectáculo que ya no puede interrumpir y del que ya no puede aislarse, es decir, afectarla con el espectáculo[200].

En relación con la ley, Freud designaba dos angustias fundamentales: la agresividad contra el ser amado comporta, por una parte, una amenaza de pérdida de amor, por otra parte, una culpabilidad que vuelve contra uno mismo. La segunda figura da a la ley una conciencia depresiva, pero la primera es una conciencia esquizoide de la ley. Ahora bien, en Proust, el tema de la culpabilidad permanece superficial, social más bien que moral, proyectado hacia los otros más bien que interiorizado en el narrador, distribuido en las series estadísticas. Por contra, la pérdida de amor define verdaderamente el destino o la ley: amar sin ser amado, ya que el amor implica la toma de esos mundos posibles en el amado, que me expulsan tanto como me acogen, y que culminan en el incognoscible mundo homosexual —pero también cesar de amar, ya que el vaciado de los mundos, la explicación del amado conducen a la muerte el yo que ama[201]. «Ser duro y pérfido con lo que amamos», ya que se trata de secuestrarlo, de verle cuando no puede vernos, y de hacerle ver las escenas tabicadas de la que él es el teatro vergonzoso, o simplemente el espectador horrorizado. Secuestrar, ver, profanar, resume toda la ley del amor.

Con ello decimos que la ley en general, en un mundo desprovisto de logos, rige las partes sin todo de las que hemos visto su naturaleza entreabierta o cerrada. Además, en vez de reunirlas o acercarlas en un mismo mundo, mide su separación, el alejamiento, la distancia, instaurando tan sólo comunicaciones aberrantes entre los vasos no comunicantes y unidades transversales entre las cajas que repudian toda totalización, insertando a la fuerza en un mundo el fragmento de otro mundo, propulsando los mundos y los puntos de vista diversos en el vacío infinito de las distancias. Por ello, desde su nivel más simple, la ley como ley social o natural aparece desde el lado del telescopio, y no del microscopio. Sin duda, Proust toma el vocabulario de lo infinitamente pequeño; así el rostro o más bien los rostros de Albertine difieren por «una desviación de líneas infinitesimales», los rostros de las muchachas del grupo difieren por «las diferencias infinitamente pequeñas de las líneas»[202]. Pero, incluso en ello, las pequeñas desviaciones de líneas no adquieren su valor más que como portadoras de color que se separan y se alejan unas de otras al modificar sus dimensiones. El instrumento de la Recherche es el telescopio y no el microscopio, dado que las distancias infinitas subtienden siempre las atracciones infinitesimales y dado que el tema de lo telescópico reúne las tres figuras proustianas de lo que se ve de lejos, del choque entre mundos y del repliegue de las partes unas en otras. «Pronto pude enseñar algunos esbozos. Nadie comprendió nada. Incluso los que fueron favorables a mi percepción de las verdades, que a continuación quería grabar en el tiempo, me felicitaron de haberlas descubierto con el “microscopio”, cuando, al contrario, había utilizado un telescopio para percibir las cosas, muy pequeñas en efecto, pero porque estaban situadas a una gran distancia, y cada una era un mundo. Allí donde buscaba grandes leyes, se me hacía desenterrador de detalles»[203]. El salón del restaurante comporta tantos astros como mesas alrededor de las cuales los camareros ejecutan sus giros; el grupo de las muchachas posee movimientos en apariencia irregulares cuyas leyes no pueden ser desgajadas más que por observadores pacientes, «astronomía apasionada»; el mundo envuelto en Albertine posee las mismas particularidades que las que se nos aparecen en un astro «gracias al telescopio»[204]. Además, si el sufrimiento es un sol es debido a que sus rayos atraviesan las distancias de un salto y sin anularlas. Esto es lo que precisamente hemos visto para la contigüidad, para la separación de las cosas contiguas: la contigüidad no reduce las distancias a algo infinitamente pequeño, sino que afirma, estira una distancia sin intervalo conforme a una ley siempre astronómica, siempre telescópica, que rige los dispares fragmentos del universo.

Ahora bien, el telescopio funciona. Telescopio psíquico para una «astronomía apasionada», la Recherche no es sólo un instrumento del que Proust se sirve al mismo tiempo que lo fabrica. Es un instrumento para los otros, cuyo uso deben aprender. «No serían mis lectores, sino los propios lectores de sí mismos, porque mi libro no sería más que una especie de esos cristales de aumento como los que ofrecía a un comprador el óptico de Combray; mi libro, gracias al cual les daría yo el medio de leer en sí mismos, de suerte que no les pediría que me alabaran o denigraran, sino sólo que me dijeran si es efectivamente esto, si las palabras que leen en ellos mismos son realmente las que yo he escrito (pues, por lo demás, las posibles divergencias a este respecto no siempre se debían a que yo me hubiera equivocado, sino a que a veces los ojos del lector no fueran los ojos que convienen a mi libro para leer bien en sí mismo)»[205]. La Recherche no es sólo un instrumento, sino una máquina. La obra de arte moderna es todo lo que queramos, esto, aquello, y aquello de más allá, es incluso su propiedad de ser todo lo que queramos, de tener la sobredeterminación de lo que queramos, desde el momento en que funciona: la obra de arte es una máquina, y funciona bajo este presupuesto. Malcom Lowry dice, de manera espléndida, de su novela: «Podemos tomarla por una especie de sinfonía, o también por una especie de ópera, o incluso por una ópera-western; es el jazz, la poesía, una canción, una tragedia, una comedia, una farsa y así sin interrupción… es una profecía, una advertencia política, un criptograma, un film burlesco y un Mane-thecel-phares. Incluso podemos tomarla por una especie de maquinaria; maquinaria que funciona, puede usted estar seguro, pues yo ya la he probado»[206]. Proust quiere decir lo mismo al aconsejarnos no leer su obra sino servirnos de ella para leernos a nosotros mismos. No existe una sonata o un septeto en la Recherche, sino que la Recherche es una sonata, y un septeto, y también una ópera bufa; e incluso, añade Proust, es una catedral, y un vestido[207]. Y una profecía sobre los sexos, una advertencia política que llega a nosotros desde el fondo del caso Dreyfus y de la guerra del 14, un criptograma que descodifica y vuelve a codificar todos nuestros lenguajes sociales, diplomáticos, estratégicos, eróticos, estéticos, un western o un film burlesco sobre la Prisionera, un Mane-thecel-phares, un manual de lo mundano, un tratado de metafísica, un delirio de los signos o de celos, un ejercicio de educación de las facultades. Todo lo que queremos con tal que hagamos funcionar el conjunto, y «esto funciona, puede usted estar seguro de ello». Al logos, órgano y organon cuyo sentido es preciso descubrir en el todo al que pertenece, se opone el antilogos, máquina y maquinaria cuyo sentido (todo lo que usted quiera) depende únicamente del funcionamiento, y el funcionamiento, de las piezas separadas. La obra de arte moderna no tiene problema de sentido, sólo tiene un problema de uso.

¿Por qué una máquina? Porque la obra de arte así comprendida es esencialmente productora, productora de algunas verdades. Nadie ha insistido tanto como Proust en que la verdad es producida, que es producida por tipos de máquinas que funcionan en nosotros, extraída a partir de nuestras impresiones, hundida en nuestra vida, expuesta en una obra. Por esta razón, Proust rechaza con tanta fuerza el estado de una verdad que no sea producida, sino solamente descubierta o al contrario creada, y el estado de un pensamiento que se presuponga a sí mismo al colocar delante a la inteligencia, reuniendo a todas sus facultades en un uso voluntario que corresponde al descubrimiento o la creación (Logos). «Las ideas formadas por la inteligencia pura no tienen más que una verdad lógica, una verdad posible, su elección es arbitraria. El libro con caracteres figurados, no trazados por nosotros, es nuestro único libro. No es que las ideas que formamos no puedan ser justas lógicamente, sino que no sabemos si son verdaderas». Y la imaginación creadora no vale mucho más que la inteligencia que descubre u observa[208].

Hemos visto de qué manera Proust renovaba la equivalencia platónica crear-recordar. En verdad, crear y recordar no son más que dos aspectos de la misma producción —«interpretar», «descifrar», «traducir» son aquí el propio proceso de producción. Es por ello que la obra de arte es producción que no plantea un problema particular de sentido, sino de uso[209]. Incluso pensar debe ser producido en el pensamiento. Toda producción parte de la impresión, porque sólo ella reúne en sí el azar del hallazgo y la necesidad del efecto, violencia que ella nos hace soportar. Toda producción parte, pues, de un signo, y supone la profundidad y la oscuridad de lo involuntario. «La imaginación, el pensamiento pueden ser máquinas admirables en sí, pero pueden ser inertes. El sufrimiento las pone entonces en marcha»[210]. Entonces, como hemos visto, el signo según su naturaleza pone en marcha determinada facultad, pero nunca a todas juntas, la impele al límite de su ejercicio involuntario y disjunto mediante el cual produce el sentido. Una especie de clasificación de los signos nos ha indicado las facultades que entraban en juego en tal o cual caso, y el tipo de sentido producido (principalmente leyes generales o esencias singulares). En cualquier caso, la facultad elegida bajo la coacción del signo constituye en interpretar; y el interpretar produce el sentido, la ley o la esencia según el caso, aunque siempre un producto. Ocurre que el sentido (verdad) nunca está en la impresión ni siquiera en el recuerdo, pero se confunde con el «equivalente espiritual» del recuerdo o de la impresión, producido por la máquina involuntaria de interpretación[211]. Esta noción de equivalente espiritual funda un nuevo vínculo entre el recordar y el crear, y lo funda en un proceso de producción como obra de arte.

La Recherche es producción de la verdad buscada. Todavía no hay la verdad, sino órdenes de verdad al igual que órdenes de producción. Ni siquiera basta con decir que hay verdades del tiempo recobrado y verdades del tiempo perdido. Pues la gran sistematización final distingue, no dos órdenes de verdad, sino tres. Cierto es que el primer orden parece que concierne al tiempo recobrado, puesto que engloba todos los casos de reminiscencias naturales y de esencias estéticas; y que el segundo y tercer orden parecen confundirse en el flujo del tiempo perdido, y que producen verdades tan sólo secundarias que son llamadas tanto para «intercalar», como para «engastar» o «cimentar» las del primer orden[212]. Sin embargo, la determinación de las materias y el movimiento del texto nos obligan a distinguir los tres órdenes. El primer orden que se presenta se define por las reminiscencias y esencias, es decir, por lo más singular, y por la producción del tiempo recobrado que le corresponde, por las condiciones y los agentes de esta producción (signos naturales y artísticos). El segundo orden no deja de concernir al arte y a la obra de arte; pero agrupa los placeres y los sufrimientos que en sí mismos no adquieren su plenitud, que remiten a algo distinto, incluso si éste otro algo y su finalidad permanecen desapercibidos, signos mundanos y signos amorosos, en resumen, todo lo que obedece a leyes generales e interviene en la producción del tiempo perdido (pues el tiempo perdido es también asunto de producción). El tercer orden, finalmente, concierne siempre al arte, pero se define por la universal alteración, la muerte y la idea de la muerte, la producción de lo que conduce a la catástrofe (signos de envejecimiento, de enfermedad, de muerte). En cuanto al movimiento del texto, no es totalmente de la misma forma que las verdades del segundo orden van a secundar o «engastar» las del primer orden al prestarles una especie de correspondencia, de prueba a contrario en otra esfera de producción; ni es la misma forma como las del tercer orden van a «engastar» y «cimentar» las del primero, sino al oponerles una verdadera «objeción» que deberá ser «superada» entre estos dos órdenes de producción[213].

Todo el problema reside en la naturaleza de estos tres órdenes. Si no seguimos el orden de presentación del tiempo recobrado, que concede necesariamente la primacía al punto de vista de la exposición final, debemos considerar como orden primario los dolores y los placeres no plenos, con finalidad indeterminada y obedeciendo a leyes generales. Ahora bien, extrañamente, Proust agrupa los valores de la mundanidad con sus placeres frívolos, los valores del amor con sus sufrimientos, e incluso los valores del dormir con sus sueños. En la «vocación» de un hombre de letras todos constituyen un «aprendizaje», es decir, la familiaridad con una materia bruta que sólo después en el producto acabado será reconocida[214]. Sin duda, son signos extremadamente diferentes, sobre todo los signos mundanos y los signos del amor, pero hemos visto que su punto en común radicaba en la facultad que los interpretaba, es decir, la inteligencia, pero una inteligencia que viene después en lugar de llegar antes, obligada por la coacción del signo. Y además, en el sentido que corresponde a estos signos: siempre una ley general, tanto si es la ley de un grupo como en la mundanidad, como si es la de una serie de seres amados como en el amor. Sin embargo, todavía no se trata más que de burdas semejanzas. Si consideramos desde más cerca esta primera especie de máquina, vemos que se define ante todo por una producción de objetos parciales tal como anteriormente han sido definidos, fragmentos sin totalidad, partes divididas, vasos sin comunicación, escenas separadas por tabiques. Además, si siempre existe una ley general, existe en el sentido particular que toma en Proust, no reuniendo en un todo, sino, al contrario, regulando las distancias, los alejamientos, las separaciones. Si los sueños aparecen en este grupo es debido a su capacidad para telescopiar fragmentos, para enrollar universos diferentes y para franquear, sin anularlas, las «enormes distancias»[215]. Las personas en que soñamos pierden su carácter global y están tratados como objetos parciales, sea porque una parte de ellas ha sido tomada de un todo por nuestro sueño, sea porque funcionan enteramente como tales objetos. Ahora bien, esto es lo que nos ofrecía el material mundano: la posibilidad de tomar, como en un sueño frívolo, un movimiento de hombros de una persona y un movimiento de cuello de otra, no para totalizarlos, sino para separarlos uno del otro[216]. Con mayor razón ocurre con el material amoroso, en el que cada uno de los seres amados funciona como objeto parcial, «reflejo fragmentario» de una divinidad de la que percibimos bajo la persona global los sexos separados. En resumen, la idea de ley general en Proust es inseparable de la producción de los objetos parciales, y de la producción de las verdades del grupo o de las verdades de serie correspondiente.

El segundo tipo de máquina produce resonancias, efectos de resonancia. Los más célebres son los de la memoria involuntaria, que hacen resonar dos momentos, uno actual y uno anterior. Pero también el deseo tiene efectos de resonancia (así los campanarios de Martinville no son un caso de reminiscencia). Y también el arte produce resonancias que no son de la memoria. «Ciertas impresiones oscuras solicitaron a veces mi pensamiento a la manera de esas reminiscencias, pero que ocultaban no una sensación de otro tiempo, sino una verdad nueva, una imagen preciosa que yo intentaba descubrir con esfuerzos del mismo género que los que se hacen para recordar algo»[217]. En verdad, el arte hace resonar dos objetos lejanos «por el lazo indescriptible de una alianza de las palabras»[218]. No debemos creer que este nuevo orden de producción suponga la producción precedente de los objetos parciales, y que se establezca a partir de ellos, pues entonces falsearíamos la relación entre los dos órdenes, relación que no es de fundación. La relación es más bien como entre tiempos llenos y tiempos vacíos, o, desde el punto de vista del producto, entre verdades del tiempo recobrado y verdades del tiempo perdido. El orden de la resonancia se distingue por las facultades de extracción o de interpretación que pone en juego, y por la calidad de su producto que también es modo de producción; no es una ley general, de grupo o de serie, sino una esencia singular, esencia local o localizante en el caso de los signos de reminiscencia, esencia individualizante en el caso de los signos del arte. La resonancia no descansa en trozos que le serían provistos por los objetos parciales; no totaliza pedazos que le llegan de otras partes. La resonancia extrae por sí misma sus propios trozos, y los hace resonar siguiendo su propia finalidad, pero no los totaliza, ya que siempre se trata de un «cuerpo a cuerpo», de una «lucha» o de un «combate»[219]. Y lo que el proceso de resonancia produce, en la máquina para resonar, es la esencia singular, el Punto de vista superior a los dos momentos que resuenan, en ruptura con la cadena asociativa que va de uno al otro: Combray en su esencia, tal como nunca fue vivido; Combray como Punto de vista, tal como nunca fue visto.

Anteriormente hemos constatado que el tiempo perdido y el tiempo recobrado tenían una misma estructura de división o fraccionamiento. No es pues, por esta razón, que se distinguen. También sería falso presentar el tiempo perdido como improductivo en su orden, al igual que presentar el tiempo recobrado como totalizante en el suyo. Por el contrario, existen dos procesos de producción complementarios, cada uno definido por los trozos que fragmenta, su régimen y sus productos, el tiempo lleno o el tiempo vacío que lo habilita. Por ello, Proust no ve oposición entre ambos, sino que define la producción de los objetos parciales como secundando y engastando la de las resonancias. De esta forma, la «vocación» del hombre de letras no está formada tan sólo por el aprendizaje o la finalidad indeterminada (tiempo vacío), sino también por el éxtasis o el fin último (tiempo lleno)[220].

Lo nuevo en Proust, lo que hace que el éxito y la significación de la magdalena sean eternos, no es la simple existencia de estos éxtasis o de estos instantes privilegiados, pues la literatura está provista de innumerables ejemplos de ello[221]. Tampoco es la manera original como Proust los presenta y los analiza en su propio estilo. Es más bien el hecho que los produce, y como estos instantes se convierten en el efecto de una máquina literaria. De ahí la multiplicación de las resonancias al final de la Recherche, en casa de Mme. de Guermantes, como si la máquina descubriese su propio régimen. Ya no se trata de una experiencia extraliteraria que el hombre de letras relaciona o de la que se aprovecha, sino de una experimentación artística producida por la literatura, de un efecto literario, en el mismo sentido que cuando se habla de un efecto eléctrico, electromagnético, etc. Proust es plenamente consciente de que el arte es una máquina de producir, y de producir principalmente efectos. Efectos sobre los otros, ya que los lectores o espectadores se pondrán a descubrir, en sí mismos y fuera de ellos, efectos análogos a los que la obra de arte ha sabido producir. «Por la calle pasan mujeres, diferentes de las de antes, ya que son Renoir, estos Renoir en los que antaño nos negábamos a ver mujeres. Los coches también son Renoir, y el agua y el cielo»[222]. Es en este sentido que Proust dice que sus propios libros son lentes, un instrumento de óptica. Sólo algunos imbéciles encontrarán estúpido el haber experimentado después de la lectura de Proust fenómenos análogos a las resonancias que describe. Sólo algunos pedantes se preguntarán si son casos de paramnesia, ecmesia o hipermnesia. Mientras que la originalidad de Proust consiste en haber tallado en esta esfera clásica un corte y una mecánica que antes de él no existían. Sin embargo, no se trata sólo de efectos producidos sobre los otros, pues la obra de arte produce en sí misma y sobre sí misma sus propios efectos, y con ellos se llena y se alimenta: se alimenta de las verdades que engendra.

Es necesario precisar que lo que es producido no es simplemente la interpretación que Proust da de estos fenómenos de resonancia («la búsqueda de las causas»). Sino que todo el propio fenómeno es interpretación. Cierto es que hay un aspecto objetivo del fenómeno; por ejemplo, el aspecto objetivo es el sabor de la magdalena como cualidad común a los dos momentos. Cierto es, también, que hay un aspecto subjetivo: la cadena asociativa que vincula todo el Combray vivido a este sabor. Pero aunque la resonancia tiene condiciones objetivas y subjetivas, lo que produce es de una naturaleza por completo distinta, la Esencia, el Equivalente espiritual, ya que es este Combray quien nunca fue visto, y quien está en ruptura con la cadena subjetiva. Por ello, producir es distinto a descubrir y crear, y por ello toda la Recherche se aparta sucesivamente de la observación de las cosas y de la imaginación subjetiva. Ahora bien, cuanto más la Recherche realiza esta doble renuncia, esta doble depuración, más percibe el narrador que no sólo la resonancia es productora de un efecto estético, sino que ella misma puede ser producida, que puede ser también por sí misma un efecto artístico.

Sin duda es esto lo que el narrador no sabía desde el principio. Sin embargo toda la Recherche implica un cierto debate entre el arte y la vida, una cuestión sobre sus relaciones que no recibirá respuesta más que al final del libro (y que precisamente recibirá su respuesta en el descubrimiento de que el arte no es sólo descubridor o creador, sino productor). En el recorrido de la Recherche, si la resonancia como éxtasis aparece como el fin último de la vida, no se puede comprender lo que el arte puede añadir, y el narrador experimenta sus mayores dudas sobre el arte. La resonancia aparece entonces como productora de un cierto efecto, pero en condiciones naturales dadas, objetivas y subjetivas, y a través de la máquina inconsciente de la memoria involuntaria. Sin embargo, al final, vemos lo que el arte es capaz de añadir a la naturaleza: produce las propias resonancias, ya que el estilo hace resonar dos objetos cualesquiera y desprende de ellos una «imagen preciosa», que sustituye las condiciones determinadas de un producto natural inconsciente por las libres condiciones de una producción artística[223]. Desde entonces ya aparece la finalidad del arte, el fin último de la vida, que por sí misma la vida no puede realizar; a su vez, la memoria involuntaria, al utilizar sólo resonancias dadas, ya no es más que un principio de arte en la vida, una primera etapa[224]. La Naturaleza o la vida, todavía demasiado pesadas, han encontrado en el arte su equivalente espiritual. Incluso la memoria involuntaria ha encontrado su equivalente espiritual, puro pensamiento producido y productor.

Todo el interés se desplaza, pues, de los instantes naturales privilegiados a la máquina artística capaz de producirlos o reproducirlos, de multiplicarlos: el Libro. A este respecto, la única comparación posible es con Joyce y su máquina de epifanías. Pues Joyce también empieza por buscar el secreto de las epifanías por el lado del objeto, en contenidos significantes o significaciones ideales, luego lo busca en la experiencia subjetiva de un esteta. Sólo cuando los contenidos significantes y las significaciones ideales se han desmoronado en provecho de una multiplicidad de fragmentos y de casos, y las formas subjetivas en provecho de un impersonal caótico y múltiple, la obra de arte toma todo su sentido, es decir, todos los sentidos que queramos según su funcionamiento, pues lo esencial es, podemos estar seguros de ello, que funcione. Entonces el artista, y a continuación el lector, es el que disentangles y re-embodies: al hacer resonar dos objetos, produce la epifanía, desprendiendo la imagen preciosa de las condiciones naturales que la determinan para reencarnarla en las condiciones artísticas elegidas[225]. «Significante y significado se fusionan por un cortocircuito poéticamente necesario, pero ontológicamente gratuito e imprevisto. El lenguaje cifrado no se refiere a un cosmos objetivo, exterior a la obra, su comprensión sólo tiene valor en el interior de la obra y se encuentra condicionada por la estructura de ésta. La obra en tanto que Todo propone nuevas convenciones lingüísticas a las que se somete y se convierte en la clave de su propio cifrado»[226]. Además, la obra no es un todo, y en un nuevo sentido, más que en virtud de estas nuevas convenciones lingüísticas.

Queda el tercer orden proustiano, el de la alteración y la muerte universales. El salón de Mme. de Guermantes, con el envejecimiento de sus invitados, hace que asistamos a la distorsión de los pedazos de rostro, a la fragmentación de los gestos, a la incoordinación de los músculos, a los cambios de olor, a la formación de musgos, líquenes, manchas aceitosas sobre los cuerpos, sublimes travestis y sublimes viejos chochos. En todo lugar existe el acercamiento de la muerte, el sentimiento de la presencia de una «cosa terrible», la impresión de un final último o hasta de una catástrofe final sobre un mundo desclasado que no sólo está regido por el olvido, sino roído por el tiempo («distendidos o rotos, los resortes de la máquina rechazante ya no funcionan…»)[227].

Ahora bien, este último orden plantea tantos problemas, que parece insertarse en los otros dos. Bajo los éxtasis, ¿no estaba ya vigilante la idea de la muerte, y el deslizamiento del anterior momento no se alejaba a toda velocidad? Así, cuando el narrador se inclinaba para desatar su botina, todo empezaba exactamente como en el éxtasis, el momento actual resonaba con el antiguo, haciendo revivir a la abuela cuando se inclinaba; pero la alegría había hecho sitio a una insoportable angustia, el acoplamiento de los dos momentos se había deshecho en provecho de una enajenada vida de lo antiguo, en una certeza de muerte y de nada[228]. Igualmente, la sucesión de los yos distintos en los amores, o incluso en cada amor, contenía ya una amplia teoría de los suicidios y de las muertes[229]. Sin embargo, mientras que los dos primeros órdenes no planteaban ningún problema particular sobre su conciliación, aunque uno representase el tiempo vacío y el otro el tiempo pleno, uno, el tiempo perdido, y el otro, el tiempo recobrado, en este hay, por el contrario, que encontrar una conciliación, hay que superar una contradicción entre este orden y los otros dos (por ello Proust habla aquí de la «más grave objeción» contra su empresa). Los objetos y los yos parciales del primer orden llevan la muerte unos contra otros, unos en relación a los otros, cada cual permaneciendo indiferente a la muerte del otro; pues, todavía no desprenden la idea de la muerte como si bañase uniformemente todos los trozos, arrastrándolos hacia un fin último universal. Con mayor razón se manifiesta una «contradicción» entre la supervivencia del segundo orden y la nada del tercero; entre «la fijeza del recuerdo» y «la alteración de los seres», entre el fin último estático y el fin último catastrófico[230]. Contradicción que no está resuelta en el recuerdo de la abuela, sino que reclama en gran medida una profundización. «No sabía con certeza si de esta impresión dolorosa y actualmente incomprensible desprendería un día algo de verdad, pero sí sabía que esta poca verdad sólo podría extraerla de ella, que tan particular, tan espontánea, no había sido nunca trazada por mi inteligencia, ni atenuada por mi pusilanimidad, pero que la propia muerte, la brusca revelación de la muerte, había, como el rayo, hundido en mí, según un gráfico sobrenatural e inhumano, un doble y misterioso surco»[231]. La contradicción aparece aquí bajo su forma más agudizada, pues al ser los dos primeros órdenes productivos su conciliación no planteaba ningún problema particular, pero el tercero, dominado por la idea de la muerte, parece absolutamente catastrófico e improductivo. ¿Podemos concebir alguna máquina capaz de extraer algo a partir de este tipo de impresión dolorosa, y además que produzca algunas verdades? En tanto que no la concebimos, la obra de arte choca con la «más grave objeción».

¿En qué consiste, pues, esta idea de la muerte, por completo diferente de la agresividad del primer orden (algo así como, en el psicoanálisis, el instinto de muerte se distingue de las pulsiones parciales destructivas)? Consiste en un cierto efecto de Tiempo. Dados dos estados de una misma persona, uno pasado del que se acuerda, y otro actual, la impresión de envejecimiento de uno al otro tiene como efecto el hacer retroceder el pasado «a un pasado aún más que lejano, casi inverosímil», como si hubiesen transcurrido periodos geológicos[232]. Pues, «en la apreciación del tiempo transcurrido, sólo el primer paso resulta difícil. Al principio, cuesta mucho trabajo figurarse que ha pasado tanto tiempo y después que no haya pasado más. No habíamos pensado nunca que el siglo XIII estuviera tan lejos, y después nos cuesta trabajo creer que puedan existir todavía iglesias del siglo XIII»[233]. De esta forma el movimiento del tiempo, de un pasado al presente, se dobla en un movimiento forzado de amplitud mayor, en sentido inverso, que barre los dos momentos, acusa su separación, y repele el pasado más lejano en el tiempo. Este segundo movimiento constituye en el tiempo un «horizonte». No hay que confundirlo con el eco de resonancia, pues dilata infinitamente el tiempo, mientras que la resonancia lo contracta al máximo. La idea de la muerte desde entonces es menos una ruptura que un efecto de mezcla o de confusión, puesto que la amplitud del movimiento forzado está ocupada tanto por vivos como por muertos, todos muriendo, todos semi-muertos o corriendo hacia la tumba[234]. Pero esta muerte a medias es estatura de gigantes puesto que, en el seno de la amplitud desmesurada, podemos describir los hombres como seres monstruosos, «ocupando en el Tiempo un lugar muy considerable distinto al tan restringido que se les asigna en el espacio; un lugar, por el contrario, prolongado sin límite, puesto que como gigantes sumergidos en los años, lindan simultáneamente con épocas tan distantes en el tiempo, que entre ellas se situaron multitud de días»[235]. Con ello, casi hemos resuelto la objeción o la contradicción. La idea de la muerte deja de ser una «objeción» en tanto que podemos relacionarla con un orden de producción y, por tanto, podemos darle su lugar en la obra de arte. El movimiento forzado de gran amplitud es una máquina que produce el efecto de retroceso o la idea de muerte. Y, en este efecto, es el propio tiempo quien se hace sensible: «El Tiempo que habitualmente no es visible, que para serlo busca cuerpos, y que donde los encuentra se apropia de ellos para mostrar sobre ellos su linterna mágica», descuartizando los trozos y los rasgos de un rostro que envejece, siguiendo su «dimensión inconcebible»[236]. Una máquina del tercer orden se une a las dos precedentes, una máquina que produce el movimiento forzado, y mediante éste la idea de muerte.

¿Qué ocurre en el recuerdo de la abuela? Un movimiento forzado se ha puesto en marcha sobre una resonancia. La amplitud portadora de la idea de muerte ha barrido los instantes resonantes. Pero la contradicción tan violenta entre el tiempo recobrado y el tiempo perdido se resuelve en tanto que se vinculan ambos a su orden de producción. Toda la Recherche organiza tres clases de máquinas en la producción del libro: máquinas de objetos parciales (pulsiones), máquinas de resonancia (Eros), máquinas de movimiento forzado (Thanatos). Cada cual produce verdades, puesto que pertenece a la verdad el ser producida, y de ser producida con un efecto del tiempo: el tiempo perdido, por fragmentación de los objetos parciales; el tiempo recobrado, por resonancia; el tiempo perdido de otra forma, por amplitud del movimiento forzado, pérdida que ha ocurrido en la obra y que se ha convertido en la condición de su forma.

Pero, justamente, ¿cuál de esta forma, y cómo se organizan los órdenes de producción o de verdad, las máquinas unas en otras? Ninguna tiene función de totalización. Lo esencial es que las partes de la Recherche quedan parceladas, fragmentadas, sin que nada les falte, partes eternamente parciales arrastradas por el tiempo, cajas entreabiertas y vasos cerrados, sin formar un todo ni superponerlo, sin carecer de nada en este desmembramiento, y denunciando con antelación toda una unidad orgánica que pretendiera introducirse. Cuando Proust compara su obra con una catedral, o con un vestido, no es para reclamarse de un Logos como bella totalidad, sino, al contrario, para hacer valer un derecho al inacabamiento, a las costuras y a los remiendos[237]. El tiempo no es un todo, por la sencilla razón de que es la instancia que impide el todo. El mundo carece de contenidos significantes a partir de los cuales podría sistematizarse, y de significaciones ideales a partir de las que podría ordenarse, jerarquizarse. El sujeto no tiene otra cadena asociativa que pudiera circundar el mundo o servirle de unidad. Decantarse del lado del sujeto no es más fructuoso que observar al objeto: «interpretarlo» no supone disolver menos a uno que a otro. Al contrario, toda cadena asociativa se rompe en provecho de un Punto de vista superior al sujeto. Pero estos puntos de vista acerca del mundo, verdaderas esencias, no forman por su parte ni unidad ni totalidad: se diría más bien que a cada uno corresponde un universo, sin comunicación con los demás, afirmando su diferencia irreductible tan profunda como la de los mundos astronómicos. Incluso en el arte, donde son más puros los puntos de vista, «cada artista parece un ciudadano de una patria desconocida, olvidada de sí misma, diferente de la que procede, preparando para la Tierra un nuevo gran artista»[238]. Y esto es lo que nos ha parecido definir el estatuto de la esencia: punto de vista individualizante superior a los propios individuos, en ruptura con sus cadenas de asociaciones, la esencia aparece al lado de estas cadenas, encarnada en una parte cerrada, adyacente a lo que domina, contigua a lo que hace ver. Incluso la iglesia, punto de vista superior al paisaje, tiene como efecto entabicar este paisaje y surge, en un recodo de un camino, como última parte compartimentada adyacente a la serie que se define por ella. Es decir, las Esencias, como las Leyes, carecen del poder de unificarse y de totalizarse. «Un río que pasa bajo los puentes de una ciudad era tomado desde un punto de vista tal que aparecía completamente dislocado, desplegado aquí como lago, reducido allí a simple hilo de agua, roto más allá por la interposición de una colina coronada de bosques donde el ciudadano acude por la tarde para respirar el frescor de la tarde; y el propio ritmo de esta ciudad trastornada sólo era asegurado por la vertical inflexible de los campanarios que no ascendían, sino más bien, según el hilo de plomo de la pesantez marcando la cadencia como en una marcha triunfal, parecían mantener en suspenso a sus pies toda la masa confusa de las casas escalonadas en la bruma, el curso del río aplastado y descosido»[239].

Proust plantea el problema a varios niveles: ¿Qué constituye la unidad de una obra? ¿Qué es lo que nos hace comunicar con una obra? ¿Qué es lo que permite la unidad del arte, si es que ésta existe? Hemos renunciado a la búsqueda de una unidad que unificaría las partes, un todo que totalizaría los fragmentos. Ya que lo propio y la naturaleza de las partes o fragmentos es excluir el Logos tanto como unidad lógica como en cuanto totalidad orgánica. Pero hay, debe haber una unidad que es la unidad de este múltiple, de esta multiplicidad, como un todo de estos fragmentos: un Uno y un Todo que no serían principio, sino, al contrario, «el efecto» del múltiple y de sus partes descosidas. Uno y Todo que funcionarían como efecto, efecto de máquinas, en lugar de actuar como principios. Una comunicación que no sería planteada de principio, sino que resultaría del juego de las máquinas y de sus piezas sueltas, de sus partes no comunicantes. Filosóficamente, fue Leibniz quien planteó por primera vez el problema de una comunicación resultante de partes cerradas o de lo que no puede comunicarse: ¿cómo concebir la comunicación de las «mónadas» que carecen de puerta y ventana? La respuesta de Leibniz es que las mónadas cerradas disponen todas ellas del mismo stock circundando y expresando el mismo mundo en la serie infinita de sus predicados, contentándose cada una con tener una región de expresión clara, distinta de las de las demás, siendo todas, pues, puntos de vista diferentes sobre el mismo mundo que Dios las hace circundar. La respuesta de Leibniz restaura así una unidad y una totalidad previas, bajo la forma de un Dios que desliza en cada mónada el mismo stock de mundo o de información («armonía preestablecida») y que funda entre sus soledades una «correspondencia espontánea». Para Proust la cuestión es distinta, para él unidad, totalidad, comunicación sólo pueden ser resultado de las máquinas y no stock preestablecido[240].

El problema de la obra de arte es nuevamente el de una unidad y de una totalidad que no serían ni lógicas ni orgánicas, es decir, que no serían ni presupuestas por las partes como unidad perdida o totalidad fragmentada, ni formadas o prefiguradas por ellas a lo largo de un desarrollo lógico o de una evolución orgánica. Proust es suficientemente consciente de este problema para asignarle su origen: Balzac ha sabido plantearlo y, consiguientemente, ha sabido dar existencia a un nuevo tipo de obra de arte. Ya que es un mismo contrasentido, una misma incomprensión del genio de Balzac, lo que nos hace creer que tenía una vaga idea lógica de la unidad de La comédie humaine antes de escribirla, o bien que esta unidad se realiza orgánicamente a medida que la obra avanza. En realidad, la unidad resulta, y es descubierta por Balzac como un efecto de sus libros. Un «efecto» no es una ilusión: «Se manifestó bruscamente, proyectando sobre ellos una iluminación retrospectiva, que serían más bellos reunidos en un cielo en el que los mismos personajes regresarían, y añadió a su obra, en este enlace, una pincelada, la última y la más sublime. Unidad ulterior, no facticia… no ficticia, quizá más real incluso por ser ulterior»[241]… El error consistiría en creer que la consciencia o el descubrimiento de la unidad, por ir detrás, no cambian la naturaleza y la función de este Uno. El uno o el todo de Balzac son tan especiales que resultan de las partes sin alterar la división y la disparidad, y, como los dragones de Balbec o la frase de Vinteuil, valen como una parte al lado de otras, adyacente a las otras: la unidad «surge (pero aplicándose esta vez al conjunto) como fragmento compuesto aparte», como una última pincelada localizada, no como un barnizaje general. Aunque en cierto sentido, Balzac carece de estilo: no porque lo diga «todo», como cree Sainte-Beuve, sino porque los trozos de silencio y de palabra, lo que dice y lo que no dice, se distribuyen en una fragmentación que el todo viene a confirmar, puesto que resulta de él, y no a corregir o rebasar. «En Balzac coexisten, sin digerir, aún sin transformar todos los elementos de un estilo por llegar que aún no existen. El estilo no sugiere, no refleja: explica. Explica, por otra parte, con ayuda de las imágenes más sobrecogedoras, pero no fundidas con el resto, que hacen comprender lo que quiere decir del mismo modo que se hace comprender en la conversación si ésta es genial, pero sin preocuparse por la armonía y por intervenir»[242].

¿Podemos decir también que Proust carece de estilo? ¿Podemos decir que la frase de Proust, inimitable o demasiado fácilmente imitable, en cualquier caso reconocible entre otras, provista de una sintaxis y de un vocabulario muy particulares, productora de efectos que deben ser designados por el nombre propio de Proust, carece, sin embargo, de estilo? ¿Y de qué modo la ausencia de estilo se convierte en este caso en la fuerza genial de una nueva literatura? Sería necesario comparar el conjunto final del tiempo recobrado con el «Avant-Propos» de Balzac: el sistema de las plantas ha sustituido lo que, para Balzac, era el Animal; los mundos han sustituido al medio; las esencias a los caracteres; la interpretación silenciosa ha sustituido a la «conversación genial». Pero lo que se conserva y se eleva a un nuevo valor es la «mezcla confusa y horrorosa», sin reparo del todo ni de la armonía. En este caso, el estilo no se propone describir ni sugerir: como en Balzac, es explicativo, explica mediante imágenes. Es un no estilo porque se confunde con el puro «interpretar», sin tema, y multiplica los puntos de vista sobre la frase, en el interior de la frase. Ésta es, pues, como el río que aparece «completamente dislocado, desplegado aquí como lago, reducido allí a simple hilo de agua, roto más allá por la interposición de una colina». El estilo, la explicación de los signos, a velocidades de desarrollo distintas, siguiendo las cadenas asociativas propias de cada una de ellas, alcanzando para cada una de ellas el punto de ruptura de la esencia como Punto de vista: de ahí el papel de los incisos, de las subordinadas, de las comparaciones que expresan en una imagen este proceso de explicación, siendo buena la imagen si explica bien, detonante siempre, sin sacrificarse nunca a la pretendida belleza del conjunto. O más bien el estilo empieza con dos objetos diferentes, distantes, incluso si son contiguos: puede ocurrir que estos dos objetos se parezcan objetivamente, sean del mismo género; puede ocurrir que estén ligados subjetivamente por una cadena de asociación. El estilo tendrá que arrastrar todo esto, como un río acarrea los materiales de su lecho; pero lo esencial no reside en esto. Reside en la frase que alcanza un Punto de vista propio a cada uno de los dos objetos, pero punto de vista que debemos precisamente decir propio del objeto porque el objeto está ya dislocado por él como si el punto de vista se dividiera en mil puntos de vista diversos incomunicantes, si bien, al hacerse la misma operación para el otro objeto, los puntos de vista pueden insertarse unos en otros, resonar unos en otros, de forma semejante a como el mar y la tierra intercambian su punto de vista en los cuadros de Elstir. Éste es el «efecto» del estilo explicativo: dados dos objetos, produce objetos parciales (los produce como objetos parciales insertos unos en otros), produce efectos de resonancia, produce movimientos forzados. Tal es la imagen, el producto del estilo. Esta producción en estado puro, se encuentra en el arte, pintura, literatura o música, sobre todo en la música. Y a medida que descendemos los grados de la esencia, de los signos del arte a los signos de la Naturaleza, del amor o incluso del mundo, se le introduce un mínimo de necesidad de la descripción objetiva y de la sugestión asociativa; pero es sólo porque la esencia posee condiciones de encarnación materiales que se sustituyen entonces a las libres condiciones espirituales artísticas, como decía Joyce[243]. Pero nunca el estilo es del hombre, es siempre de la esencia (no-estilo). Nunca es propio de un punto de vista, se constituye con la coexistencia en una misma frase de una serie infinita de puntos de vista a partir de los cuales el objeto se disloca, resuena o se amplifica.

No es pues el estilo el que garantiza la unidad, él, a su vez, recibe su unidad de fuera. Tampoco la esencia, puesto que la esencia como punto de vista es perpetuamente fragmentante y fragmentada. ¿Cuál es pues este modo tan especial de unidad irreductible que surge a posteriori, que asegura el intercambio de los puntos de vista como la comunicación de las esencias, y que surge siguiendo la ley de la esencia, a su vez como una parte al lado de las demás, pincelada final o fragmento localizado? La respuesta es la siguiente: en un mundo reducido a una multiplicidad de caos, únicamente la estructura formal de la obra de arte, en tanto no se proyecta a otra cosa, puede servir de unidad —a posteriori (o como decía Eco, «la obra como todo, propone nuevas convenciones lingüísticas a las que se somete, y se convierte ella misma en llave de su propia clave»). Pero todo el problema reside en saber sobre qué se apoya esta estructura formal, y cómo da a las partes y al estilo una unidad de la que carecerían sin ella. Sin embargo, ya hemos visto antes, en las direcciones más diversas, la importancia de una dimensión transversal en la obra de Proust: la transversalidad[244]. Es ella la que permite en el tren, no unificar los puntos de vista de un paisaje, sino hacerles comunicar siguiendo su dimensión propia, en su dimensión propia, cuando antes permanecían sin comunicación. Es ella la que hace la unidad y la totalidad singulares del lado de Méséglise y del lado de Guermantes, sin suprimir la diferencia o la distancia: «Entre estos caminos de las transversales se establecían»[245]. Es ella la que fundamenta las profanaciones y se encanta con el moscardón, el insecto transversal que permite comunicar a los sexos cerrados entre sí. Es ella la que asegura la transmisión de un rayo, de un universo a otro tan diferentes como los mundos astronómicos. La nueva convención lingüística, la estructura formal de la obra, es pues la transversalidad, que atraviesa toda la frase, que va de una frase a otra en todo el libro, y que incluso une el libro de Proust con los que él amaba, Nerval, Chateaubriand, Balzac… Ya que si una obra de arte comunica con un público, mucho más lo suscita, si comunica con las demás obras del mismo artista, también las suscita, como si comunica con otras obras de otros artistas, también suscita su llegada, pues es siempre en esta dimensión de transversalidad, en la que unidad y totalidad se establecen por sí mismas, sin unificar ni totalizar objetos o sujetos[246]. Dimensión suplementaria que se añade a las que ocupan los personajes, acontecimientos y partes de la Recherche —esta dimensión en el tiempo sin común medida con las dimensiones que ocupan en el espacio. Ella hace penetrar los puntos de vista, comunicar los vasos cerrados que, sin embargo, permanecen cerrados: Odette con Swann, la madre con el narrador, Albertine con el narrador, finalmente, como última «pincelada», la vieja Odette con el duque de Guermantes— prisionera cada una, todas comunican transversalmente[247]. Éste es el tiempo, la dimensión del narrador, que tiene el poder de ser el todo de estas partes sin totalizarlas, la unidad de todas estas partes sin unificarlas.