CAPÍTULO VII

EL PLURALISMO EN EL SISTEMA DE LOS SIGNOS

La Recherche du temps perdu se presenta como un sistema de signos. Pero se trata de un sistema pluralista. No sólo porque la clasificación de los signos pone en práctica criterios múltiples, sino porque debemos conjugar dos puntos de vista distintos al establecer dichos criterios. Por un lado, debemos considerar los signos desde el punto de vista de un aprendizaje en curso de realización. ¿Cuál es la fuerza y la eficacia de cada tipo de signo? ¿En qué medida contribuye a prepararnos para la revelación final? ¿Qué es lo que nos hace comprender, por sí mismo e instantáneamente, a partir de una ley de progresión que difiere según los tipos y que se refiere a los demás tipos según reglas asimismo variables? Por otro lado, debemos considerar los signos desde el punto de vista de la revelación final. Ésta se confunde con el Arte, la especie más elevada de signos. Pero, en la obra de arte, todos los demás se recobran, encuentran un lugar con respecto a la eficacia que tenían en la corriente del aprendizaje, encuentran incluso una explicación última de las características que presentaban entonces, y que nosotros experimentábamos sin poder comprenderlos plenamente.

Teniendo en cuenta estos puntos de vista, el sistema pone en práctica siete criterios. Recordaremos brevemente los cinco primeros; los dos últimos tienen consecuencias que deben ser desarrolladas.

1.º La materia en la que se talla el signo. — Estas materias son más o menos resistentes y opacas, más o menos desmaterializadas, más o menos espiritualizadas. Los signos mundanos, para evolucionar en el vacío no dejan de ser materiales. Los signos amorosos no pueden separarse del peso de un rostro, del grano de una piel, de la anchura y del rubor de una mejilla: cosas que sólo se espiritualizan cuando el amado duerme. Los signos sensibles son aún cualidades materiales: en especial olores y sabores. Sólo en el arte el signo se hace inmaterial, mientras su sentido se hace espiritual.

2.º La forma como algo es emitido y aprehendido como signo, pero también los peligros que se derivan de una interpretación bien objetivista, o bien subjetivista. — Cada tipo de signos nos lleva al objeto que lo emite, pero también al sujeto que lo aprehende e interpreta. Creemos que, primeramente, es preciso ver y escuchar; o bien, en el amor, que es necesario declarar (rendir homenaje al objeto); o bien que hay que observar y describir la cosa sensible; y trabajar, esforzarse en pensar para llegar a captar significados y valores objetivos. Decepcionados, nos abandonamos al juego de las asociaciones subjetivas. Pero para cada especie de signos estos dos momentos del aprendizaje tienen un ritmo y unas relaciones específicas.

3.º El efecto del signo en nosotros, el tipo de emoción que produce. — Exaltación nerviosa de los signos mundanos; sufrimiento y angustia de los signos amorosos; gozo extraordinario de los signos sensibles (pero en los que aún apunta la angustia como contradicción subsistente del ser y la nada); goce puro en los signos del arte.

4.º La naturaleza del sentido, y la relación entre el signo y su sentido. — Los signos mundanos son vacíos, sirven de acción y pensamiento, pretenden valer por su sentido. Los signos amorosos son mentirosos: su sentido queda atrapado en la contradicción entre lo que revelan y lo que pretenden ocultar. Los signos sensibles son verídicos, pero mora en ellos la oposición entre la supervivencia y la nada; y su sentido es aún material, reside en otra cosa. Sin embargo, a medida que nos elevamos hasta el arte, la relación entre el signo y el sentido se hace cada vez más próxima e íntima. El arte es la hermosa unidad final de un signo inmaterial y un sentido espiritual.

5.º La facultad principal que explica o interpreta el signo y desentraña su sentido. — La inteligencia para los signos mundanos; la inteligencia también, pero de otra forma, para los signos amorosos (el esfuerzo de la inteligencia no se ve suscitado ya por una exaltación que es preciso calmar, sino por los sufrimientos de la sensibilidad que hay que transmutar en goce). Para los signos sensibles, bien la memoria involuntaria, bien la imaginación tal como ésta nace del deseo. Para los signos del arte, el pensamiento puro como facultad de las esencias.

6.º Las estructuras temporales o las líneas de tiempo implicadas en el signo y su tipo de verdad correspondiente. — Siempre se necesita tiempo para interpretar un signo; todo tiempo es el de una interpretación, es decir, de un desarrollo. En el caso de los signos mundanos perdemos el tiempo ya que estos signos están vacíos y los encontramos de nuevo, intactos e idénticos al final de su desarrollo. Como el monstruo, como la espiral, renacen de sus metamorfosis. Existe también una verdad del tiempo que se pierde, como una maduración del intérprete que no se reconoce idéntico. Con los signos amorosos nos hallamos sobre todo en el tiempo perdido: tiempo que altera a los seres y a las cosas y los hace pasar. Aquí también hay, de nuevo, una verdad, verdades del tiempo perdido. Pero la verdad del tiempo perdido no sólo es múltiple, aproximativa, equívoca; más aún, la captamos en el momento en que ya no nos interesa, cuando el yo del intérprete, el Yo que amaba, ha desaparecido. Tal es el caso de Gilberte y también de Albertine: en lo referente al amor, la verdad llega siempre demasiado tarde. El tiempo del amor es un tiempo perdido, porque el signo sólo se desarrolla en la medida en que desaparece el yo que correspondía a su sentido. Los signos sensibles nos presentan una nueva estructura del tiempo: tiempo que volvemos a encontrar en el interior del propio tiempo perdido, imagen de eternidad. Es que los signos sensibles (por oposición a los signos amorosos) tienen el poder, sea de suscitar por el deseo y la imaginación, sea de volver a suscitar por la memoria involuntaria el Yo que corresponde a su sentido. Finalmente, los signos del arte definen el tiempo recobrado: tiempo primordial absoluto, verdadera eternidad que reúne sentido y signo.

Tiempo que perdemos, tiempo perdido, tiempo que recobramos y tiempo recobrado son las cuatro líneas del tiempo. Pero, notaremos que, si cada tipo de signos tiene su línea particular, también participa en las otras líneas, se apropia de sus terrenos al desenvolverse. Es pues sobre las líneas del tiempo donde los signos se interfieren mutuamente y multiplican sus combinaciones. El tiempo que perdemos se prolonga en todos los demás signos, salvo en los signos del arte. Inversamente, el tiempo perdido está ya presente en los signos mundanos, los altera y compromete su identidad formal. Está ahí, subyacente en los signos sensibles, introduciendo un sentimiento de vacío, incluso en los goces de la sensibilidad. El tiempo que recobramos, por su parte, no es extraño al tiempo perdido: lo recobramos en el seno mismo del tiempo perdido. Finalmente, el tiempo recobrado del arte engloba y comprende todos los demás; ya que sólo en él cada línea del tiempo encuentra su verdad, su lugar y su resultado desde el punto de vista de la verdad.

Desde cierto punto de vista, cada línea del tiempo vale para sí misma («todos estos planos distintos a partir de los cuales el tiempo, desde que acababa de recuperarlo en esta fiesta, disponía de mi vida…»)[132]. Estas estructuras temporales son, pues, semejantes a «series diferentes y paralelas»[133]. Pero este paralelismo o esta autonomía de las series no excluyen, desde otro punto de vista, un cierto tipo de jerarquía. De una línea a otra, la relación entre el signo y el sentido se hace más íntima, más necesaria y más profunda. Cada vez recuperamos, sobre la línea superior, lo que estaba perdido en las demás. Todo sucede como si las líneas del tiempo se rompieran, se encajaran unas en otras. El propio Tiempo es el serial: cada aspecto del tiempo es ahora un término de la serie temporal absoluta y devuelve a un Yo que dispone de un campo de exploración cada vez más vasto y mejor individualizado. El tiempo primordial del arte imbrica todos los tiempos, el Yo absoluto del arte engloba todos los Yos.

7.º La esencia. — De los signos mundanos a los signos sensibles, la relación entre el signo y el sentido es cada vez más íntima. Se dibuja lo que los filósofos llamarían una «dialéctica ascendente». Pero sólo en el nivel más profundo, al nivel del arte, se revela la Esencia: como razón de esta relación y de sus variaciones. Entonces, a partir de esta revelación final, podemos redescender la serie del tiempo asignando a cada serie temporal y a cada especie de signos, la verdad que le es propia. Cuando hemos alcanzado la revelación del arte, nos damos cuenta de que la esencia estaba ya ahí, en los grados más bajos. Era ella, en cada caso, la que determinaba la relación entre el signo y el sentido. Esta relación era tanto más estrecha cuanto que la esencia se encarnaba con mayor necesidad e individualidad; tanto más relajada, por el contrario, cuanto que la esencia adquiría una generalidad mayor y se encarnaba en bases más contingentes. Así, en el arte, la esencia individualiza el sujeto en el que ella se incorpora, y determina absolutamente los objetos que la expresan. Pero en los signos sensibles, empieza a adquirir un mínimo de generalidad, su encarnación depende de bases contingentes y de determinaciones exteriores. Más aún en los signos del amor y en los signos mundanos: su generalidad es entonces una generalidad de serie o una generalidad de grupo; su selección lleva cada vez más a determinaciones objetivas extrínsecas, a mecanismos subjetivos de asociación. Por ello, no podíamos comprender, inmediatamente, que las Esencias animaban ya los signos mundanos, los signos amorosos, los signos sensibles. Pero una vez que los signos del arte nos dan, por su cuenta, la revelación de la Esencia, reconocemos su efecto en las demás esferas. Sabemos reconocer las marcas de su esplendor atenuado, relajado. Entonces estamos en condiciones de devolver a la esencia lo que le corresponde y de recuperar todas las verdades del tiempo, como todas las clases de signos, para hacer de ellas partes integrantes de la propia obra de arte.

Implicación y explicación, envolvimiento y desenvolvimiento: tales son las categorías de la Recherche. En primer lugar, el sentido está implicado en el signo; es como una cosa enrollada en otra. El prisionero, el alma prisionera significan que hay siempre una encajadura, un enrollamiento de lo diverso. Los signos emanan de objetos que son como cajas o vasos cerrados. Los objetos retienen un alma cautiva, el alma de otra cosa que pugna por entreabrir la tapa[134]. Proust ama «la creencia céltica de que las almas de los que hemos perdido están cautivas en algún ser inferior, en un animal, un vegetal, una cosa inanimada; perdidas para nosotros hasta el día, que para muchos no llega jamás, en que pasamos cerca del árbol, en que entramos en posesión del objeto del que es prisionero»[135]. Pero, a las metáforas de implicación, responden, de otro lado, las imágenes de explicación. Pues el signo se desarrolla, se desenvuelve al mismo tiempo que es interpretado. El amante celoso desenvuelve los mundos posibles encerrados en el ser amado. El hombre sensible libera las almas implicadas en las cosas, al igual que los trozos de papel del juego japonés se desparraman en el agua, se alargan o se aplican, formando flores, casas y personajes[136]. El propio sentido se confunde con este desenvolvimiento del signo, de igual modo que el signo se confundía con el enrollamiento del sentido. Aunque la esencia es el tercer término que domina a los otros dos, que preside su movimiento: la esencia complica el signo y el sentido, los mantiene complicados, los encierra uno en otro. Mide en cada caso su relación, su grado de distancia o de proximidad, el grado de su unidad. Sin duda el signo, por sí mismo, no se reduce al objeto; pero está aún medio enfundado en el objeto. Sin duda el sentido, por sí mismo, no se reduce al sujeto; pero depende en parte del sujeto, de las circunstancias y de las asociaciones subjetivas. Más allá del signo y del sentido, está la Esencia, como razón suficiente de los dos restantes términos y de su relación.

En la Recherche, lo esencial no es ni la memoria ni el tiempo, sino el signo y la verdad. Lo esencial no es recordar, sino aprender. Pues la memoria sólo vale en tanto que facultad capaz de interpretar ciertos signos, el tiempo vale sólo como la materia o el tipo de tal o cual verdad. Y el recuerdo, voluntario o involuntario, no interviene más que en momentos precisos del aprendizaje, para contractar el efecto, o para abrir una nueva vía. Las nociones de la Recherche son: el signo, el sentido, la esencia; la continuidad de los aprendizajes y la brusquedad de las revelaciones. La revelación de que Charlus es homosexual nos deslumbra. Pero se precisaba la maduración progresiva y continua del intérprete y, después, el salto cualitativo a un nuevo saber, a una nueva esfera de signos. Los leitmotive de la Recherche son: yo no sabía aún, yo debía comprender más tarde; y también, ya no me interesaba desde que cesaba de aprender. Los personajes de la Recherche tienen importancia en la medida en que emiten signos susceptibles de ser descifrados, en un ritmo del tiempo más o menos profundo. La abuela, Françoise, Mme. de Guermantes, Charlus, Albertine: todos ellos valen por lo que nos dan a conocer. «La alegría con que hice mi primer aprendizaje cuando Françoise…» — «De Albertine no tenía más que aprender…».

Existe una visión del mundo proustiana. Se define, primeramente, por lo que excluye: ni materia bruta, ni espíritu voluntario. Ni física, ni filosofía. La filosofía supone enunciados directos y significados explícitos, surgidos de un espíritu que quiere lo verdadero. La física supone una materia objetiva y sin ambigüedad, sometida a las condiciones de lo real. Hemos errado al creer en los hechos, sólo existen los signos. Hemos errado al creer en la verdad, sólo hay interpretaciones. El signo es un sentido siempre equívoco, implícito e implicado. «Había seguido en mi existencia una marcha inversa a la de los pueblos que utilizan la escritura fonética sólo después de haber considerado los caracteres como una sucesión de símbolos»[137]. Lo que reúne el aroma de una flor y el espectáculo de un salón, el gusto de una magdalena y la emoción de un amor es el signo, y el aprendizaje correspondiente. El aroma de una flor, cuando significa, rebasa —a la vez— las leyes de la materia y las categorías del espíritu. No somos ni físicos ni metafísicos: hemos de ser egiptólogos. Pues no hay leyes mecánicas entre las cosas, ni comunicaciones voluntarias entre los espíritus. Todo está implicado, todo está complicado, todo es signo, sentido, esencia. Todo existe en estas zonas oscuras donde penetramos como en criptas, para descifrar allí jeroglíficos y lenguajes secretos. El egiptólogo es aquel que recorre una iniciación —el aprendiz.

No existen cosas ni espíritus, solo hay cuerpos: cuerpos astrales, cuerpos vegetales… La biología tendría razón si supiera que los cuerpos en sí mismos son ya lenguaje. Los lingüistas tendrían razón si supieran que el lenguaje es siempre el de los cuerpos. Todo síntoma es una palabra, pero antes todas las palabras son síntomas. «Las palabras me informaban a condición de que las interpretara como un flujo de sangre en el rostro de una persona que se ruboriza, como un súbito silencio»[138]. No debe sorprendernos que el histérico haga hablar a su cuerpo. Encuentra un lenguaje primero, el verdadero lenguaje de los símbolos y de los jeroglíficos. Su cuerpo es un Egipto. Las mímicas de Mme. Verdurin, el miedo a que su mandíbula no logre desencajarse, sus poses de artista que se asemejan a las del sueño, su nariz gomenolada constituyen un alfabeto para los iniciados.