CAPÍTULO VI

SERIE Y GRUPO

La encarnación de las esencias prosigue en los signos amorosos, incluso en los signos mundanos. La diferencia y la repetición permanecen como los dos poderes de la esencia. La propia esencia permanece irreductible al objeto que produce el signo y al sujeto que lo experimenta. Nuestros amores no pueden ser explicados por los que amamos, ni por nuestros estados perecederos en el momento que estamos enamorados. ¿Cómo conciliaremos, entonces, la idea de una presencia de la esencia con el carácter engañoso de los signos del amor, y con el carácter vacío de los signos de la mundanidad? Lo que ocurre es que la esencia se ve inducida a tomar una forma cada vez más general, una generalidad cada vez mayor. En último caso, tiende a confundirse con una «ley» (a propósito del amor y de la mundanidad Proust declara su interés por la generalidad, su pasión por las leyes). Las esencias pueden encarnarse, por tanto, en los signos amorosos, al igual que las leyes generales de la mentira, y en los signos mundanos, al igual que las leyes generales del vacío.

Una diferencia original preside nuestros amores. Tal vez es la imagen de la Madre, o la del Padre en el caso de la mujer, como por ejemplo para Mlle. Vinteuil. O mejor, es una imagen lejana situada más allá de nuestra experiencia, un Tema que nos sobrepasa, una especie de arquetipo. Imagen, idea o esencia lo bastante rica como para diversificarse en los seres que amamos, e incluso en un solo ser amado; pero que también se repite en nuestros sucesivos amores, y en cada uno de nuestros amores tomados aisladamente. Albertine es la misma y otra, en relación a los otros amores del protagonista, pero también en relación a sí misma. Hay tantas Albertines que sería preciso dar un nombre distinto a cada una de ellas, y sin embargo, es como un mismo tema, como una misma cualidad bajo diversos aspectos. Las reminiscencias y los descubrimientos se mezclan estrechamente en cada amor. La memoria y la imaginación se relevan y corrigen; al dar una de ellas un paso, empuja a la otra a dar otro suplementario[99]. Con más razón, lo mismo ocurre en nuestros amores sucesivos: cada amor aporta su diferencia, pero esta diferencia ya estaba comprendida en el precedente, y todas las diferencias están contenidas en una imagen primordial, que a diversos niveles no cesamos de reproducir, ni de repetir como la ley inteligible de todos nuestros amores. «Así mi amor por Albertine y tal como se diferenciaba, estaba ya inscrito en mi amor por Gilberte…»[100].

En los signos del amor, los dos poderes de la esencia cesan de estar unidos. La imagen o el tema contienen el carácter particular de nuestros amores. Sin embargo, repetimos más y mejor esta imagen en tanto que se nos escapa y permanece inconsciente. En vez de expresar el poder inmediato de la idea, la repetición manifiesta en ello una separación, una inadecuación de la conciencia y la idea. La experiencia no nos sirve para nada dado que negamos que repetimos y que siempre creemos en algo nuevo; pero también porque ignoramos la diferencia que haría nuestros amores inteligibles y los relacionaría a una ley que sería como su fuente viviente. En el amor, lo inconsciente es la separación de los dos aspectos de la esencia: diferencia y repetición.

La repetición amorosa es una repetición serial. Los amores del protagonista hacia Gilberte, Mme. de Guermantes y Albertine, forman una serie en la que cada término aporta su pequeña diferencia: «A lo sumo, la persona a quien tanto hemos amado ha añadido a este amor una forma particular que nos hará serle fiel hasta en la infidelidad. Con la mujer siguiente necesitaremos los mismos paseos de la mañana o acompañarla también por la noche, o darle cien veces más dinero de lo preciso»[101]. No obstante, también entre dos términos de la serie aparecen relaciones de contraste que complican la repetición: «¡Ah!, como mi amor por Albertine, del que creí poder prever su conclusión, según el que tuve con Gilberte, se desarrolló en perfecto contraste con este último»[102]. Y en especial, cuando pasamos de un amor al otro debemos tener en cuenta una diferencia acumulada en el sujeto amoroso, como una razón de progresión en la serie, «índice de variación que notamos a medida que llegamos a nuevas regiones, a otras latitudes de la vida»[103]. Pues la serie, a través de las pequeñas diferencias y las relaciones contrastadas, no se desarrolla sin converger hacia su ley. El enamorado se aproxima cada vez más a una comprensión del tema original; comprensión que sólo alcanzará con plenitud cuando habrá cesado de amar, cuando ya no poseerá ni el tiempo, ni la edad, ni el deseo de estar enamorado. En este sentido, la serie amorosa es un aprendizaje: al principio, el amor parece vinculado a su objeto, de tal modo que lo más importante consiste en confesar; luego, conocemos la subjetividad del amor como la necesidad de no confesar, para preservar de esta manera nuestros próximos amores. Sin embargo, a medida que la serie se aproxima a su propia ley, y nuestra capacidad de amar a su propio fin, presentimos la existencia del tema original o de la idea, que no supera ni nuestros estados subjetivos, ni los objetos en que se encarna.

No existe únicamente una serie de los amores sucesivos. Cada amor toma él mismo una forma serial. Las pequeñas diferencias y las relaciones contrastadas que encontramos al ir de un amor al otro las volvemos a encontrar también en un mismo amor: así de una Albertine a la otra, ya que Albertine posee almas múltiples y múltiples rostros. Precisamente estos rostros y estas almas no están en el mismo plano, pues se organizan en serio. (Según la ley del contraste, «el mínimo de variedad… es el dual. Acordándonos de una mirada enérgica, de un porte audaz, de forma inevitable nos veremos asombrados, casi impresionados, la próxima vez, por un perfil casi lánguido, por una especie de dulzura soñadora, cosas que olvidamos en el anterior recuerdo»)[104]. Además, un índice de variación subjetiva corresponde a cada amor, el cual mide su principio, desarrollo y fin. En todos estos sentidos, el amor por Albertine forma por sí mismo una serie en la que se distinguen dos periodos de celos diferentes. Y al final, el olvido de Albertine no se desarrolla más que en la medida en que el protagonista desciende los grados que señalaron el principio de su amor. «En la actualidad sentía que antes de olvidarla por completo, antes de alcanzar la indiferencia inicial, me sería preciso, como un viajero que vuelve por el mismo camino hasta el lugar de donde ha salido, atravesar en sentido inverso todos los sentimientos por los que había pasado antes de llegar a mi gran amor»[105]. Luego, tres etapas jalonan el olvido, como una serie invertida. Primero, el retorno a la indivisión, retorno a un grupo de muchachas análogo al del que fue extraída Albertine; luego, la revelación de los gustos de Albertine, que reúne en cierta manera las primeras intuiciones del protagonista, pero en un momento en que la verdad ya no puede interesarle; y finalmente, la idea que Albertine está siempre viva, idea que le proporciona muy poca alegría, por contraste con el dolor experimentado cuando sabía que estaba muerta y todavía la amaba.

Cada amor no sólo forma una serie particular, sino que en el polo contrario, la serie de nuestros amores supera nuestra experiencia, se encadena a otras experiencias, se abre sobre una realidad transubjetiva. El amor de Swann por Odette ya forma parte de la serie que prosigue el amor del protagonista por Gilberte, Mme. de Guermantes y Albertine. Swann tiene el papel de un iniciador, en un destino que por su cuenta no supo realizar. «En suma, si reflexionaba en ello, la materia de mi experiencia provenía de Swann no sólo por todo lo que se refería a él mismo y a Gilberte, sino que fue él quien me dio ya en Combray el deseo de ir a Balbec… Sin Swann ni siquiera habría conocido a los Guermantes…»[106]. Swann tan sólo es la ocasión, pero sin esta ocasión la serie hubiese sido distinta. Además, en ciertos aspectos, Swann es mucho más que eso, pues desde el principio posee la ley de la serie o el secreto de la progresión, y hace confidencia de ello al protagonista en una «advertencia profética»: el ser amado como Prisionero[107].

Siempre es posible encontrar el origen de la serie amorosa en el amor del protagonista por su madre; pero, aun ahí, volvemos a encontrar a Swann que, viniendo a cenar a Combray, priva al niño de la presencia materna. El pesar del protagonista, su angustia con respecto a su madre, ya es la angustia y el pesar que el propio Swann sentía por Odette. «Esa angustia, que consiste en sentir que el ser amado se halla en un lugar de fiesta donde nosotros no podemos estar, donde no podemos ir a reunirnos con él, a él se la enseñó el amor, a quien está predestinada esta pena, que la acaparará y la especializará pero que cuando entra en nosotros, como a mí me sucedía, antes de que el amor haya hecho su aparición en nuestra vida, flota esperándole, vaga y libre…»[108]. Deduciremos de ello que la imagen de la madre no es tal vez el tema más profundo, ni la razón de la serie amorosa, pues, aunque es cierto que nuestros amores repiten nuestros sentimientos por la madre, también repiten otros amores que nosotros mismos no hemos vivido. La madre aparece más bien como la transición de una especie a otra, la manera como nuestra experiencia empieza, pero que ya se encadena a otras experiencias que fueron hechas por otro. En última instancia, la experiencia amorosa es la de toda la humanidad, que atraviesa el transcurso de una herencia trascendente.

La serie personal de nuestros amores remite, por una parte, a una serie más amplia, transpersonal y, por otra, a series más restringidas, constituidas por cada amor en particular. La series están, pues, implicadas unas en otras, los índices de variación y las leyes de progresión envueltos unos en otros. Cuando nos preguntamos cómo deben ser interpretados los signos del amor, buscamos una instancia mediante la cual las series se expliquen y los índices y las leyes se desenvuelvan. Ahora bien, por grande que sea el papel de la memoria y de la imaginación, estas facultades sólo intervienen en el nivel de cada amor particular, y más que para interpretar sus signos para sorprenderlos y recogerlos, para secundar una sensibilidad que los aprehende. El paso de un amor a otro encuentra su ley en el Olvido y no en la memoria, en la Sensibilidad y no en la imaginación. En verdad, sólo la inteligencia es la facultad capaz de interpretar los signos y explicar las series del amor. Por ello, Proust insiste en que hay esferas donde la inteligencia, apoyándose en la sensibilidad, es más profunda, más rica, que la memoria y la imaginación[109].

No es que las verdades del amor formen parte de estas verdades abstractas que un pensador podría descubrir con el esfuerzo de un método o de una reflexión libre. Es preciso que la inteligencia se vea obligada, que sufra una coacción que no le dé lugar a elección. Esta coacción es la de la sensibilidad, la del propio signo al nivel de cada amor. Ocurre que los signos del amor son a su vez pesares, ya que siempre implican una mentira del amado, como una ambigüedad fundamental de la que nuestros celos se benefician y alimentan. Entonces, el sufrimiento de nuestra sensibilidad obliga a nuestra inteligencia a buscar el sentido del signo y la esencia que en él se encarna. «Un hombre nacido sensible y sin imaginación podría, a pesar de esto, escribir admirables novelas. El sufrimiento que le causaran los demás, sus esfuerzos para prevenirlo, los conflictos que ese sufrimiento y la segunda persona cruel le crearían, todo esto, interpretado por la inteligencia, podría constituir el tema de un libro… Tan bello como si hubiera sido imaginado, inventado»[110].

¿En qué consiste la interpretación mediante la inteligencia? Consiste en descubrir la esencia como ley de la serie amorosa. Es decir que, en la esfera del amor, la esencia no se separa de un tipo de generalidad: generalidad de serie, generalidad propiamente serial. Cada sufrimiento es particular, en tanto que sentido, en tanto que es producido por determinado ser, en el seno de determinado amor. Sin embargo, dado que estos sufrimientos se reproducen e implican, la inteligencia desprende de ellos algo general, que es a su vez gozo. La obra de arte «es signo de felicidad, porque nos enseña que, en todo amor, lo general yace junto a lo particular, y a pasar de lo segundo a lo primero mediante una gimnasia que fortalece contra el pesar haciéndonos desdeñar su causa para profundizar su esencia»[111]. Cada vez repetimos un sufrimiento particular, pero la propia repetición es siempre alegre, el hecho de la repetición produce una alegría general. O mejor, los hechos siempre son tristes y particulares, pero la idea que extraemos de ella es general y alegre. Pues la repetición amorosa no se separa de una ley de progresión por la que nos acercamos a una toma de conciencia que transforma nuestros sufrimientos en alegría. De esta forma, nos damos cuenta de que nuestros sufrimientos no dependían del objeto, que eran farsas que nos hacíamos a nosotros mismos, o mejor incluso, engañifas y coqueterías de la Idea, alegrías de Esencia. Existe lo trágico de lo que se repite y lo cómico de la repetición, y más profundamente una alegría de la repetición comprendida o de la comprensión de la ley. De nuestros pesares particulares extraemos una Idea general, pues la Idea estaba ya desde un principio, como la ley de la serie está en sus primeros términos. El humor de la Idea está en manifestarse en el pesar, en aparecer ella misma como un dolor. De esta forma el fin ya está en el principio. «Las ideas son sucedáneos de los dolores… Sucedáneos, por otra parte, sólo en el orden del tiempo, pues, al parecer el elemento primero es la idea, y el dolor sólo el modo con que ciertas ideas entran al principio en nosotros»[112].

La operación de la inteligencia consiste en transmutar, por una coacción de la sensibilidad, nuestro sufrimiento en alegría, y al mismo tiempo lo particular en general. Sólo la inteligencia puede descubrir la generalidad, y encontrarla alegre. Descubre al final lo que ya estaba presente desde el principio, aunque necesariamente inconsciente. Descubre que los seres amados no fueron causas que actuaron de manera autónoma, sino los términos de una serie que desfilaron en nosotros, los cuadros vivientes de un espectáculo interior, los reflejos de una esencia. «Toda persona que nos ha hecho sufrir podemos compararla con una divinidad de la que no es más que un reflejo fragmentario y el último grado, divinidad cuya contemplación, en tanto que idea, nos proporciona inmediatamente un goce en lugar de la pena que teníamos. Todo el arte de vivir consiste en servirnos de personas que sólo nos hacen sufrir en el grado que permite acceder a (su) forma divina y poblar así gozosamente nuestra vida de divinidades»[113].

La esencia se encarna en los signos amorosos, aunque necesariamente bajo una forma serial y, por tanto, general. La esencia siempre es diferencia; sin embargo, en el amor, la diferencia siempre ocurre en el inconsciente, pues se convierte en algo genérico o específico, y determina una repetición cuyos términos no se distinguen más que por diferencias infinitesimales y sutiles contrastes. En resumen, la esencia toma la generalidad de un Tema o de una Idea, que sirve de ley a la serie de nuestros amores. Por ello, la encarnación de la esencia, la selección de la esencia que se encarna en los signos amorosos, depende de condiciones extrínsecas y de contingencias subjetivas, mucho más que en los signos sensibles. Swann es el gran iniciador inconsciente, el punto de partida de la serie; sin embargo, ¿cómo no lamentar los temas sacrificados, las esencias eliminadas, al igual que los posibles leibnizianos que no llegan a la existencia, y que habrían dado lugar a otras series, en otras circunstancias y bajo otras condiciones[114]? Es la Idea la que determina la serie de nuestros estados subjetivos, pero también son los azares de nuestras relaciones subjetivas quienes determinan la selección de la Idea. Por ello, la tentación de una interpretación subjetiva es más fuerte en el amor que en los signos sensibles, pues todo amor se relaciona a asociaciones de ideas e impresiones por completo subjetivas, y el final de un amor se confunde con el anonadamiento de una «porción» de asociaciones, como en una congestión cerebral en la que una arteria gastada se rompe[115].

Lo que mejor muestra la exterioridad de la selección es la contingencia en la elección del ser amado. No sólo tenemos amores frustrados, de los que no sabemos lo que habría sido de ellos, excepto en una pequeña diferencia (Mlle. de Stermaria). Sino que nuestros amores que se realizan, y la serie que forman al encadenarse, es decir, al encarnar determinada esencia antes que otra, dependen de ocasiones, de circunstancias, de factores extrínsecos.

Uno de los casos más sorprendentes es el siguiente: el ser amado al principio forma parte de un grupo en el que todavía no está individualizado. ¿Quién será la muchacha amada, en el grupo homogéneo? ¿Por qué azar encarna Albertine la esencia, cuando cualquier otra hubiera podido hacerlo? O incluso, ¿por qué no otra esencia, encarnada en otra muchacha, a la que el protagonista habría podido ser sensible, y que habría al menos cambiado la serie de sus amores? «Todavía ahora al ver a una de ellas me proporcionaba un placer en el que se incluía, en una proporción que no sabría señalar, el ver a las demás seguirla más tarde, e, incluso si aquel día no venían, el hablar de ellas y el saber que se les diría que yo había ido a la playa»[116]. En el grupo de las muchachas existe una mezcla de esencias, sin duda próximas, en relación a las cuales el protagonista está casi idénticamente disponible: «Cada una tenía para mí, como en el primer día, algo de la esencia de las otras»[117].

Albertine entra, por tanto, en la serie amorosa, pero porque ha sido extraída de un grupo, entra con toda la contingencia que corresponde a esta extracción. Los placeres que el protagonista experimenta en el grupo son placeres sensuales, sin embargo, estos placeres no forman parte del amor. Para convertirse en un término de la serie amorosa es preciso que Albertine sea aislada del grupo en el que aparece en primer lugar. Es preciso que sea elegida, y que esta elección vaya provista de incertidumbre y contingencia. A la inversa, el amor por Albertine no concluye más que cuando se retorna al grupo; sea al antiguo grupo de las muchachas, tal como lo simboliza Andrée después de la muerte de Albertine («en aquel momento me gustaba mantener semi-relaciones carnales con [Andrée], a causa del aspecto colectivo que había tenido al principio y que en aquel momento volvía a recoger mi amor por las muchachas de la pandilla, durante largo tiempo indiviso entre ellas»)[118]; o sea, a un grupo análogo, encontrado en la calle cuando Albertine ya está muerta, y que reproduce, aunque en sentido inverso, una formación del amor, una selección de la amada[119]. En cierta manera, grupo y serie se oponen; por otra, son inseparables y complementarios.

La esencia, tal como se encarna en los signos amorosos, se manifiesta de forma sucesiva bajo dos aspectos. En primer lugar, bajo la forma de las leyes generales de la mentira, pues, no es necesario mentir, sólo estamos determinados a mentir a alguien que nos ama. Si la mentira obedece a leyes es debido a que implica una cierta tensión en el propio mentiroso, como un sistema de relaciones físicas entre la verdad y las denegaciones o invenciones bajo las que se pretende esconderla; existen, por tanto, leyes de contacto, atracción y repulsión, que constituyen una verdadera «física» de la mentira. En efecto, la verdad está ahí, presente en el amado que miente; tiene de ella un conocimiento permanente, no la olvida, mientras que olvida rápidamente una mentira improvisada. Lo ocultado actúa en él de tal manera que extrae de su contexto un pequeño hecho verdadero destinado a garantizar el conjunto de la mentira. Pero, precisamente, es este pequeño hecho el que lo traiciona porque sus ángulos se adaptan mal al resto, revelan otro origen, la pertenencia a otro sistema. O bien la cosa escondida actúa a distancia, atrae al mentiroso que no cesa de acercársele. Traza asíntotas, cree hacer insignificante su secreto a base de alusiones diminutivas: por ejemplo, Charlus al decir: «yo que he buscado la belleza bajo todas sus formas». O bien inventamos una multitud de detalles verosímiles, pues creemos que la propia verosimilitud es una aproximación a lo verdadero; pero el exceso de verosimilitud, como demasiados pies en un verso, traiciona nuestra mentira y revela la presencia de lo falso.

No sólo la cosa ocultada permanece presente en el mentiroso, «pues el encubrimiento más peligroso es el de la propia falta en el espíritu del culpable»[120]; sino que las cosas ocultadas, añadiéndose sin parar unas a otras, creciendo como bola de nieve, traicionan continuamente al mentiroso: en efecto, éste, inconsciente de esta progresión, sigue manteniendo una misma distancia entre lo que declara y lo que niega. Al aumentar continuamente lo que niega, confiesa también más y más. Para el mentiroso, la mentira perfecta exigiría una prodigiosa memoria proyectada hacia el futuro, capaz de dejar huellas en el porvenir, como la propia verdad. Y sobre todo, la mentira debería ser «total». Tales condiciones no son de este mundo; las mentiras forman parte de los signos. Precisamente, pretenden ocultar los signos de estas verdades: «ilegibles y divinos vestigios»[121]. Ilegibles, pero no inexplicables o sin interpretación.

La mujer amada oculta un secreto, incluso si éste es conocido por todos los demás. El amante oculta al propio ser amado: poderoso carcelero. Hay que ser duro, cruel y taimado con el ser que se ama. De hecho, el amante miente tanto como la amada: la secuestra, se guarda también de confesarle su amor, para ser mejor policía, mejor carcelero. Sin embargo, lo esencial para la mujer, es ocultar el origen de los mundos que ella implica en sí, el punto de partida de los gestos, de las costumbres y de los gustos que ella nos dedica temporalmente. Las mujeres amadas tienden hacia un secreto de Gomorra, como hacia una falta original: «fealdad de Albertine»[122]. Pero los propios amantes tienen un secreto correspondiente, una fealdad análoga. Consciente o no, se trata del secreto de Sodoma. Si bien la verdad del amor es dualista y la serie amorosa no es simple más que en apariencia, se divide en dos series más profundas, representadas por Mlle. Vinteuil y por Charlus. El protagonista de la búsqueda tiene pues dos revelaciones trastornadoras cuando, en circunstancias parecidas, sorprende a Mlle. Vinteuil y, después, a Charlus[123]. ¿Qué significan estas dos series de la homosexualidad?

Proust se esfuerza por decirlo, en el pasaje de Sodoma y Gomorra, en el que se repite constantemente una metáfora vegetal. La verdad del amor es, en primer lugar, la compartimentación de los sexos. Vivimos bajo la predicción de Sansón: «los dos sexos morirán cada uno por su lado»[124]. Pero todo se complica porque los sexos separados, compartimentados, coexisten en un mismo individuo: «Hermafroditismo inicial», como en una planta o un caracol, que no pueden fecundarse a sí mismos, pero «pueden serlo por otros hermafroditas»[125]. Ocurre entonces que el intermediario, en lugar de asegurar la comunicación del macho y de la hembra, desdobla cada sexo consigo mismo. Símbolo de una autofecundación tanto más emocionante cuanto que es homosexual, estéril, indirecta. Y más que una aventura, constituye la esencia del amor. El Hermafrodita original produce continuamente las dos series homosexuales divergentes. Separa los sexos, en lugar de unirlos. Hasta el punto de que los hombres y las mujeres no se cruzan más que en apariencia. De todos los amantes y de todas las mujeres amadas debemos afirmar lo que sólo se pone en evidencia en ciertos casos especiales: los amantes «representan para la mujer que ama a las mujeres el papel de otra mujer, y la mujer les ofrece al propio tiempo aproximadamente lo que ellos encuentran en el hombre»[126].

La esencia, en el amor, se encarna, en primer lugar, en las leyes de la mentira, pero, en segundo lugar, en los secretos de la homosexualidad: la mentira carecería de la generalidad que la hace esencial y significativa si no se ajustara a ésta como a la verdad que oculta. Todas las mentiras se organizan y giran en torno a ella, como a su centro. La homosexualidad es la verdad del amor. Precisamente por ello la serie amorosa es doble: se organiza en dos series que encuentran su origen no sólo en las imágenes de padre y madre sino en una continuidad filogenética más profunda. El Hermafroditismo inicial es la ley continua de las series divergentes; de una serie a otra, vemos constantemente cómo el amor engendra signos, signos que son los de Sodoma y Gomorra.

La generalidad significa dos cosas: o bien la ley de una serie (o de varias series) cuyos términos difieren; o bien el carácter de un grupo cuyos elementos se parecen. Y sin duda los grupos intervienen en lo relativo al amor. El amante extrae al ser amado de un conjunto previo e interpreta unos signos que son inicialmente colectivos. Más aún, las mujeres de Gomorra o los hombres de Sodoma emiten unos «signos astrales» a partir de los cuales se reconocen y forman las asociaciones malditas que reproducen las dos ciudades bíblicas[127]. Pero el grupo no es lo esencial en amor: únicamente facilita ocasiones. La verdadera generalidad del amor es seriada, nuestros amores sólo se viven profundamente siguiendo las series en que se organizan. Algo semejante no ocurre en la mundanidad. Las esencias se encarnan aun en los signos mundanos, pero a un último nivel de contingencia y generalidad. Se encarnan inmediatamente en sociedades, su generalidad es una generalidad del grupo: el último grado de la esencia.

Sin duda el «mundo» expresa fuerzas sociales, históricas y políticas. Pero los signos mundanos se emiten en el vacío. Por ello atraviesan distancias astronómicas y hacen que la observación de la vulgaridad se asemeje más a un estudio telescópico que a un estudio microscópico. Proust lo dice a menudo: a un cierto nivel de las esencias, lo que le interesa no es ya la individualidad ni el detalle, sino las leyes, las grandes distancias y las grandes generalidades. El telescopio, no el microscopio[128]. Esto es cierto ya del amor; con mayor razón del mundo. El vacío es precisamente un medio portador de generalidad, medio físico privilegiado para la manifestación de una ley. Una cabeza vacía presenta mejores leyes estadísticas que una materia más densa: «Los seres más estúpidos por sus gestos, sus palabras, sus sentimientos involuntariamente manifestados expresan leyes que no llegan a percibir pero que el artista sorprende en ellos»[129]. Sin duda acontece que un genio singular, un alma directriz presida el curso de los astros: por ejemplo Charlus. Pero del mismo modo que los astrónomos no creen ya en las almas directrices, el propio mundo tampoco cree ya en Charlus. Las leyes que presiden los cambios del mundo son leyes mecánicas, en las que domina el Olvido (en páginas célebres, Proust analiza la fuerza del olvido social, en función de la evolución de los salones, desde el «affaire Dreyfus» hasta la guerra del 14. Pocos textos constituyen un mejor comentario a la idea de Lenin acerca de la aptitud de una sociedad para sustituir «los viejos prejuicios podridos» por prejuicios nuevos, más infames todavía, o más estúpidos).

Vacío, estupidez, olvido: ésa es la trinidad del grupo mundano. Pero la mundanidad gana en velocidad, en movilidad para la emisión de los signos, en perfección para el formalismo, en generalidad para el sentido: todo lo cual hace de ella un medio necesario para el aprendizaje. A medida que la esencia se encarna cada vez menos vigorosamente, los signos adquieren una fuerza cómica. Provocan en nosotros una especie de exaltación nerviosa cada vez más exterior; excitan la inteligencia para ser interpretados. Ya que nada hace pensar más que lo que ocurre en la cabeza de un estúpido. Quienes son como loros, en un grupo, son también «pájaros profetas»: su palabrería señala la presencia de una ley[130]. Y si los grupos suministran amplia materia para la interpretación ello se debe a que poseen afinidades ocultas, un contenido propiamente inconsciente. Las verdaderas familias, los verdaderos medios, los verdaderos grupos son los medios, los grupos «intelectuales». Es decir, pertenecemos siempre a la sociedad de la que emanan las ideas y los valores que compartimos. No hay error en Taine o en Sainte-Beuve cuando invocaban la influencia inmediata de los medios físicos y reales. En realidad, el intérprete tiene que recomponer los grupos, descubriendo las familias mentales con las que tienen parentesco. Ocurre que duquesas, o el mismo M. de Guermantes, hablan como pequeño burgueses: es que la ley del mundo y, más generalmente, la ley del lenguaje hace «que nos expresemos siempre como las gentes de nuestra clase mental y no de nuestra casta de origen»[131].