PAPEL SECUNDARIO DE LA MEMORIA
Los signos mundanos y los signos amorosos, para ser interpretados, apelan a la inteligencia. La inteligencia es la que descifra, con la condición de «llegar después», de estar en cierta manera obligada a ponerse en movimiento, bajo la exaltación nerviosa que nos produce la mundanidad, o, más aún, bajo el dolor que el amor nos inspira. Sin duda, la inteligencia moviliza otras facultades. Vemos al celoso poner todos los recursos de la memoria al servicio de la interpretación de los signos del amor, es decir, de las mentiras del amado. Sin embargo, la memoria, al no estar solicitada directamente, sólo puede suministrar una aportación voluntaria; y precisamente, porque sólo es «voluntaria», esta memoria siempre llega demasiado tarde respecto a los signos que hay que descifrar. La memoria del celoso quiere retenerlo todo, ya que el menor detalle puede aparecer como un signo o un síntoma de mentira; quiere almacenarlo todo para que la inteligencia disponga de la materia necesaria para sus futuras interpretaciones. En la memoria del celoso existe algo sublime: se enfrenta a sus propios límites, y, tendida hacia el futuro, se esfuerza por superarlos. Sin embargo llega demasiado tarde, ya que no ha sabido distinguir al momento la frase que debía retener, o el gesto cuyo sentido todavía desconocía[81]. «Más tarde, ante la mentira hablada, o prendido por una ansiosa duda, habría deseado acordarme; era en vano; mi memoria no había sido prevenida a tiempo; había creído inútil guardar copia»[82]. En resumen, en la interpretación de los signos del amor, la memoria no interviene más que bajo una forma voluntaria que la condena a un fracaso patético. El esfuerzo de la memoria, tal como aparece en cada amor, no logra descifrar los signos correspondientes; sólo lo logra el empuje de la inteligencia, en la serie de los amores sucesivos, jalonada de olvidos y repeticiones inconscientes.
Por tanto ¿en qué nivel interviene la famosa Memoria involuntaria? Observamos que sólo interviene en función de una clase de signos muy particulares: los signos sensibles. Si aprehendemos una cualidad sensible como signo, sentimos un imperativo que nos obliga a buscar su sentido. Entonces sucede que la Memoria involuntaria, solicitada directamente por el signo, nos entrega este sentido (por ejemplo, Combray para la magdalena, Venecia para las losas…, etc.).
Constataremos, en segundo lugar, que esta memoria involuntaria no posee el secreto de todos los signos sensibles, pues algunos remiten al deseo y a figuras de la imaginación (por ejemplo, los campanarios de Martinville). Por ello, Proust distingue cuidadosamente dos clases de signos sensibles: las reminiscencias y los descubrimientos; las «resurrecciones de la memoria», y las «verdades escritas con ayuda de figuras»[83]. Por la mañana, cuando el protagonista se levanta, no experimenta sólo la presión de los recuerdos involuntarios que se confunden con una luz o un olor, sino también el impulso de los deseos involuntarios que se encarnan en una mujer que pasa —panadera, lavandera o muchacha altiva, «en fin, una imagen»…[84]. Al principio, ni siquiera podemos asegurar de qué parte viene el signo. ¿A quién se dirige la cualidad? ¿A la imaginación, o simplemente a la memoria? Es preciso ensayar con todo para descubrir la facultad que nos entregará el sentido adecuado. Y cuando fracasamos, no podemos saber si el sentido que nos permanece velado era una figura del sueño o un recuerdo enterrado de la memoria involuntaria. Por ejemplo, los tres árboles ¿eran un pasaje de la Memoria o del Sueño?[85]
Los signos sensibles explicados por la memoria involuntaria poseen una doble inferioridad; no sólo respecto a los signos sensibles que remiten a la imaginación. Por una parte, su materia es más opaca y rebelde, su explicación queda demasiado material. Por otra parte, sólo superan en apariencia la contradicción del ser y la nada (lo hemos visto en el recuerdo de la abuela). Proust habla de la plenitud de las reminiscencias o de los recuerdos involuntarios, de la alegría supraterrestre que nos proporcionan los signos de la Memoria, y del tiempo que bruscamente nos hacen recobrar. Cierto es que los signos sensibles que se explican por la memoria forman un «principio de arte», nos colocan «en el camino del arte»[86]. Nuestro aprendizaje nunca encontraría su resultado en el arte, si no pasase por estos signos que nos anticipan el tiempo recobrado y nos preparan para la plenitud de las Ideas estéticas. Sin embargo, sólo nos preparan; son simple comienzo, pues todavía son signos de la vida y no signos del propio arte[87].
Son superiores a los signos mundanos, superiores a los signos del amor; pero son inferiores a los del arte. E incluso en su género, son inferiores a los signos sensibles de la imaginación, que están más cercanos al arte (aunque pertenecen siempre a la vida)[88]. Proust a menudo presenta los signos de la memoria como decisivos; las reminiscencias le parecen constitutivas de la obra de arte, no sólo en la perspectiva de su proyecto personal, sino en grandes precursores como Chateaubriand, Nerval o Baudelaire. Pues, si las reminiscencias están integradas en el arte como partes constitutivas, es más bien en la medida en que son elementos conductores, elementos que conducen, el lector a la comprensión de la obra, y el artista a la concepción de su tarea y de la unidad de su tarea: «Que fuera precisa y únicamente este género de sensaciones el que debiera conducir a la obra de arte, era algo cuya razón objetiva intentaba encontrar»[89]. Las reminiscencias son metáforas de la vida; las metáforas son las reminiscencias del arte. Ambas tienen, en efecto, algo en común: determinan una relación entre dos objetos por completo diferentes, «para sustraerlos a las contingencias del tiempo»[90]. Sin embargo, tan sólo el arte logra plenamente lo que la vida no ha hecho más que esbozar. Las reminiscencias en la memoria involuntaria pertenecen aún a la vida; pertenecen al arte, al nivel de la vida, luego son malas metáforas. Por el contrario, el arte en su esencia, el arte superior a la vida no se apoya en la memoria involuntaria. Ni siquiera se apoya en la imaginación y en las figuras inconscientes. Los signos del arte se explican por el pensamiento puro como facultad de las esencias. De los signos sensibles en general, tanto si se dirigen a la memoria como a la imaginación, sólo podemos decir que ora están antes del arte, y no hacen más que conducirnos a él, ora están después del arte, y de él sólo captan los reflejos más cercanos.
¿Cómo explicar el complejo mecanismo de las reminiscencias? A simple vista se trata de un mecanismo asociativo: por una parte, semejanza entre una sensación presente y una sensación pasada; por otra parte, contigüidad de la sensación pasada con un conjunto que entonces no vivíamos, y que resucita bajo el efecto de la sensación presente. Así, por ejemplo, el sabor de la magdalena es semejante a la que comíamos en Combray, y resucita en Combray, lugar donde la habíamos comido por primera vez. A menudo se ha señalado la importancia formal de una psicología asociacionista en Proust. Sin embargo, nos habríamos equivocado si nos hubiésemos quejado de ello, pues el asociacionismo está menos pasado de moda que la crítica del asociacionismo. Por tanto, debemos preguntarnos desde qué punto de vista los casos de reminiscencias superan efectivamente los mecanismos de asociación, pero también, desde qué punto de vista se relacionan efectivamente a dichos mecanismos.
La reminiscencia plantea varios problemas que la asociación de ideas no resuelve. Por una parte ¿de dónde proviene la alegría extraordinaria que ya experimentamos en la sensación presente? Alegría tan potente que nos basta para hacernos indiferentes a la muerte. A continuación, ¿cómo explicar que no existe una simple semejanza entre las dos sensaciones, presente y pasada? Más allá de una semejanza, entre dos sensaciones, descubrimos la identidad de una misma cualidad tanto en una como en otra. En suma, ¿cómo explicar que Combray surja, no como fue vivido en contigüidad con la sensación pasada, sino con un esplendor, con una «verdad» que nunca tuvo equivalente en lo real?
Este gozo del tiempo recobrado, esta identidad de la cualidad, esta verdad de la reminiscencia, nosotros mismos los experimentamos, y sentimos que desbordan todos los mecanismos asociativos. Pero ¿en qué los desbordan? Estamos incapacitados para decirlo. Constatamos lo que ocurre, pero todavía no poseemos el medio para comprenderlo. Con el sabor de la magdalena, Combray ha surgido en todo su esplendor; sin embargo, de ningún modo hemos descubierto las causas de tal aparición. La impresión de los tres árboles permanece inexplicada; pero al contrario, la impresión de la magdalena parece que es explicada por Combray. No obstante, apenas hemos avanzado: ¿por qué este gozo?, ¿por qué este esplendor en la resurrección de Combray? («entonces aplacé la búsqueda de las causas profundas»)[91].
La memoria voluntaria va de un presente actual a un presente que «ha sido», es decir, algo que fue presente y ya no lo es. El pasado de la memoria voluntaria es, por tanto, doblemente relativo: relativo al presente que ha sido y relativo al presente en relación al cual es ahora pasado. Podemos decir que esta memoria no toma directamente el pasado, sino que lo recompone con presentes. Por ello, Proust dirige idénticos reproches tanto a la memoria voluntaria como a la percepción consciente; ésta cree que encuentra el secreto de la impresión en el objeto, aquella que encuentra el secreto del recuerdo en la sucesión de los presentes; precisamente, los objetos que distinguen los presentes sucesivos. La memoria voluntaria procede mediante instantáneas: «Pero nada más que esta palabra me la hacía aburrida como una exposición de fotografías, y ya no me sentía con gusto ni con talento para describir lo que vi en otro tiempo, como tampoco la víspera para describir lo que observaba con ojos minuciosos y graves en el momento mismo»[92].
Es evidente que algo esencial escapa a la memoria voluntaria: el ser en sí del pasado. Actúa como si el pasado se constituyese como tal después de haber sido presente. Sería preciso, por tanto, esperar un nuevo presente para que el precedente pase, o se convierta en pasado; pero de esta forma la esencia del tiempo se nos escapa. Pues si el presente no fuese pasado al mismo tiempo que presente, si el mismo momento no coexistiese tanto como presente que como pasado, nunca pasaría, nunca un nuevo presente vendría a reemplazar a éste. El pasado tal como es en sí coexiste, no sucede al presente que ha sido. Es cierto que no aprehendemos algo como algo pasado en el mismo momento que lo experimentamos como presente (salvo en los casos de paramnesia, a los que tal vez corresponde en Proust la visión de los tres árboles)[93]. Pero ello es debido a las exigencias conjuntas de la percepción consciente y de la memoria voluntaria que establecen una sucesión real allí donde, más profundamente, hay una coexistencia virtual.
Sólo a este nivel se puede dar una semejanza entre las concepciones de Bergson y Proust. Al nivel de la memoria y no al de la duración. Que no nos remontamos de un actual presente al pasado, que no recomponemos el pasado con presentes, sino que de golpe nos situamos en el propio pasado. Que este pasado no representa algo que ha sido, sino simplemente algo que es, y que coexiste consigo como presente. Que el pasado no tiene que conservarse en nada distinto a sí, ya que es en sí, sobrevive y se conserva en sí. Todas éstas son las célebres tesis de Matière et Mémoire. Este ser en sí el pasado, Bergson lo denominaba lo virtual. Igualmente Proust, cuando habla de los estados inducidos por los signos de la memoria: «Reales sin ser actuales, ideales sin ser abstractos»[94]. No hay duda que a partir de ahí el problema en Bergson y en Proust no es el mismo; a Bergson le basta con saber que el pasado se conserva en sí. A pesar de sus profundas páginas sobre el sueño, o sobre la paramnesia, Bergson no se pregunta esencialmente cómo el pasado, tal como es en sí, puede sernos salvado. Incluso el sueño más profundo implica, según él, una degradación del recuerdo puro, una caída del recuerdo en una imagen que lo deforma. Mientras que el problema de Proust consiste precisamente en: ¿cómo conservar, en nosotros, el pasado tal como se conserva en sí, tal como sobrevive en sí? El propio Proust expone la tesis bergsoniana, pero no directamente, sino a través de una anécdota «del filósofo noruego», que la recoge de Boutroux[95]. Observemos la reacción de Proust: «Todos poseemos nuestros recuerdos, o si no la facultad para acordarnos de ellos, dice siguiendo a Bergson el gran filósofo noruego… Sin embargo, ¿qué es un recuerdo del que no podemos acordarnos?». Proust plantea la cuestión: ¿Cómo salvaremos el pasado tal como es en sí? La memoria involuntaria aporta su respuesta a esta pregunta.
La memoria involuntaria parece que, en principio, se apoya en la semejanza entre dos sensaciones, entre dos momentos. Sin embargo, la semejanza nos remite a una estricta identidad; identidad de una cualidad común a ambas sensaciones, o de una sensación común a los dos momentos, el actual y el pasado. Así, por ejemplo, podríamos decir del sabor que contiene un volumen de duración, que lo extiende sobre dos momentos a la vez. Pero, a su vez, la sensación, la cualidad idéntica, implica una relación con algo diferente. El sabor de la magdalena ha encerrado y envuelto, en su volumen, a Combray. En tanto que permanezcamos en la memoria voluntaria, Combray permanece exterior a la magdalena, como el contexto separable de la antigua sensación. Precisamente, lo propio de la memoria involuntaria consiste en que interioriza el contexto, hace al antiguo contexto inseparable de la sensación presente. Al mismo tiempo que la semejanza entre los dos momentos se supera en una identidad más profunda, la contigüidad que pertenecía al momento pasado se supera en una diferencia más profunda. Combray resurge en la sensación actual, su diferencia con la antigua sensación se ha interiorizado en la sensación presente. La sensación presente ya no es separable de esta relación con el objeto diferente. Lo esencial en la memoria involuntaria no es la semejanza, ni incluso la identidad, que sólo son condiciones. Lo esencial es la diferencia interiorizada, hecha inmanente. En este sentido, la reminiscencia es la análoga del arte, y la memoria involuntaria la análoga de una metáfora, pues, toma «dos objetos diferentes» (la magdalena con su sabor, Combray con sus cualidades de color y temperatura), los envuelve uno en el otro, y convierte su relación en algo interior.
El sabor, la cualidad común a las dos sensaciones, la sensación común a ambos momentos está presente para recordar otra cosa, para recordar Combray. Pero, por esta llamada, Combray resurge bajo una forma totalmente nueva. Combray no surge tal como ha sido presente. Combray surge como pasado, perder este pasado ya no es relativo al presente que ha sido, ya no es relativo al presente en relación al cual es ahora pasado. Este Combray no es el de la percepción, ni el de la memoria voluntaria. Combray aparece tal como no podía ser vivido; es decir, no en realidad, sino en su verdad; no en sus relaciones contingentes y exteriores, sino en su diferencia interiorizada, en su esencia. Combray surge en un pasado puro, coexistente con los dos presentes, pero lejos de sus posibilidades de aprehensión, lejos del alcance de la memoria voluntaria actual y de la percepción consciente antigua. «Un poco de tiempo en estado puro»[96]. Es decir, no es una simple semejanza entre el presente y el pasado, entre un presente que es actual y un pasado que ha sido presente; ni siquiera es una identidad entre los dos momentos; sino, más allá, el ser en sí del pasado, más profundo que todo pasado que ha sido y que todo presente que fue. «Un poco de tiempo en estado puro», es decir, la esencia del tiempo localizado.
«Reales sin ser actuales, ideales sin ser abstractos». Este real ideal, este virtual, es la esencia. La esencia se realiza o se encarna en el recuerdo involuntario. Al igual que en el arte, el movimiento, el enrollado, permanece como el estado superior de la esencia. Y el recuerdo involuntario retiene sus dos poderes: la diferencia en el momento pasado y la repetición en el actual. Sin embargo, la esencia se realiza en el recuerdo involuntario a un grado más bajo que en el arte, se encarna en una materia más opaca. En principio, la esencia ya no aparece como la cualidad última de un punto de vista singular, tal como era la esencia artística, individual e incluso individualizadora. Aunque es particular, es más bien principio de localización que de individuación. Aparece como esencia local: Combray, Balbec, Venecia… Todavía es particular, porque revela la verdad diferencial de un lugar, de un momento. No obstante, desde otro punto de vista, es general porque aporta esta revelación en una sensación «común» a dos lugares, a dos momentos. También en el arte la cualidad de la esencia se expresaba como cualidad común a dos objetos; sin embargo, la esencia artística no perdía nada de su singularidad, no se alienaba en nada, ya que los dos objetos y su relación estaban enteramente determinados por el punto de vista de la esencia, sin ningún margen de contingencia. Éste no es el caso de la memoria involuntaria, pues la esencia sólo empieza a tomar un mínimo de generalidad. Por ello, Proust dice que los signos sensibles remiten ya a una «esencia general», como los signos del amor o como los signos mundanos[97].
Desde el punto de vista del tiempo, aparece una segunda diferencia. La esencia artística nos descubre un tiempo original que supera sus series y sus dimensiones. Es un tiempo «complicado» en la propia esencia, idéntico a la eternidad. Cuando hablamos de un «tiempo recobrado» en la obra de arte, nos referimos a este tiempo primordial, que se opone al tiempo desplegado y desenvuelto, es decir, al tiempo sucesivo que pasa, al tiempo que se pierde en general. Por el contrario, la esencia que se encarna en el recuerdo involuntario no nos entrega este tiempo original; nos permite recobrar el tiempo, aunque de una forma por completo distinta. Sobreviene bruscamente, en un tiempo ya desplegado, desenvuelto. En el seno de este tiempo que pasa, la esencia recobra un centro de envolvimiento, pero que sólo es la imagen del tiempo original. Por ello, las revelaciones de la memoria involuntaria son breves en grado sumo, y no podrían prolongarse sin perjudicarnos: «En el atolondramiento de una incertidumbre semejante a la que a veces se experimenta en una visión inefable, en el momento de adormecerse»[98]. La reminiscencia nos entrega el pasado puro, el ser en sí del pasado: ser en sí que sobrepasa todas las dimensiones empíricas del tiempo. Sin embargo, en su propia ambigüedad, es el principio a partir del cual estas dimensiones se despliegan en el tiempo perdido, así como el principio en el que podemos recobrar este tiempo perdido, el centro alrededor del que podemos enrollarlo de nuevo para poseer una imagen de la eternidad. Este pasado puro es la instancia que no se reduce a ningún presente que pasa, sino la instancia que hace pasar todos los presentes, que preside en su paso; en este sentido todavía implica la contradicción de la sobrevivencia y la nada. La visión inefable se realiza mediante su mezcla. La memoria involuntaria nos proporciona la eternidad de tal modo que no tengamos que soportarla ni un instante, ni tengamos el medio para descubrir su naturaleza. Lo que nos da es más bien la imagen instantánea de la eternidad. Y todos los Yo de la memoria involuntaria son inferiores al Yo del arte, desde el punto de vista de las propias esencias.
En último lugar, la realización de la esencia en el recuerdo involuntario no está separada de determinaciones que permanecen exteriores y contingentes. El que, en virtud del poder de la memoria involuntaria, algo surja en su esencia o en su verdad, no depende de las circunstancias. Sin embargo, el que este «algo» sea Combray, Balbec o Venecia, que sea determinada esencia (más bien que otra) la seleccionada y que sólo entonces encuentre el momento de su encarnación, pone en juego múltiples circunstancias y contingencias. Por una parte, es evidente que la esencia de Combray no se realizaría en el sabor de la magdalena si primero no hubiese habido una contigüidad real entre la magdalena así como fue saboreada y Combray así como estuvo presente. Por otra parte, la magdalena con su sabor y Combray con sus cualidades todavía poseen materias distintas que se resisten al envolvimiento, a la penetración de una en otra.
Debemos, pues, insistir sobre dos puntos: una esencia se encarna en el recuerdo involuntario, pero en él encuentra materias mucho menos espiritualizadas, medios menos «desmaterializados» que en el arte. Y al contrario de lo que ocurre en el arte, la selección y la elección de esta esencia dependen de datos exteriores a la propia esencia, remiten en última instancia a estados vividos, a mecanismos de asociaciones que permanecen subjetivos y contingentes. (Otras contigüidades habrían inducido o seleccionado otras esencias). En la memoria involuntaria la física hace velar la resistencia de las materias; y la psicología, la irreductibilidad de las asociaciones subjetivas. Por ello, los signos de la memoria constantemente nos tienden una trampa de una interpretación objetivista, pero también, y primordialmente, la tentación de una interpretación por completo subjetiva. Por ello, las reminiscencias son metáforas inferiores, pues, en lugar de reunir dos objetos diferentes cuya selección y relación están enteramente determinadas por una esencia que se encarna en un medio dúctil o transparente, la memoria reúne dos objetos que todavía dependen de una materia opaca, y cuya relación depende de una asociación. De esta forma, la esencia ya no es dueña de su propia encarnación, de su propia selección, sino que es seleccionada según datos que le son exteriores; incluso en eso toma el mínimo de generalidad, de la que hace poco hemos hablado.
En suma, los signos sensibles de la memoria son de la vida y no del Arte. La memoria involuntaria ocupa un lugar central y no el ala extrema. Al ser involuntaria, rompe con la actitud de la percepción consciente y de la memoria voluntaria. Nos hace sensibles a los signos y nos da la interpretación de algunos de ellos en sus momentos privilegiados. Los signos sensibles que le corresponden incluso son superiores a los signos mundanos y a los signos del amor. Sin embargo, son inferiores a otros signos no menos sensibles, signos del deseo, de la imaginación o del sueño (éstos ya poseen materias más espirituales, y remiten a asociaciones más profundas que no dependen de contigüidades vividas). Con mayor razón, los signos sensibles de la memoria involuntaria son inferiores a los del arte, pues han perdido la perfecta identidad del signo y la esencia. Tan sólo representan el esfuerzo de la vida que nos prepara para el arte y para la revelación final del arte.
No debemos ver en el arte una forma más profunda de explorar la memoria involuntaria. En la memoria involuntaria debemos ver una etapa, no la más importante, del aprendizaje del arte. Cierto es que esta memoria nos sitúa en el camino de las esencias, y que incluso la reminiscencia posee ya a la esencia y ha sabido capturarla. Sin embargo, no se la entrega en un estado relajado, en un estado secundario, todavía de una forma tan oscura que somos incapaces de comprender el bien que nos llega y la alegría que experimentamos. Aprender es recordar, pero el recordar no excede al aprender, al tener un presentimiento. Si, impulsados por las sucesivas etapas del aprendizaje, no llegásemos a la revelación final del arte, seríamos incapaces de comprender la esencia, e incluso de comprender lo que ya era en el recuerdo involuntario o en la alegría del signo sensible (siempre nos veríamos reducidos a «aplazar» el examen de las causas). Es preciso que todas las etapas desemboquen en el arte, es preciso que lleguemos hasta la revelación del arte: entonces descendemos de nuevo los grados, los integramos en la propia obra de arte, reconocemos la esencia en sus realizaciones sucesivas, concedemos a cada grado de realización el lugar y el sentido que le corresponden en la obra. Descubrimos, luego, el papel de la memoria involuntaria, y las razones de este papel, papel importante pero secundario en la encarnación de las esencias. Las paradojas de la memoria involuntaria se explican por una instancia más alta, que desborda la memoria, inspira las reminiscencias y les comunica tan sólo una parte de su secreto.