CAPÍTULO IV

LOS SIGNOS DEL ARTE Y LA ESENCIA

¿En qué consiste la superioridad de los signos del Arte sobre todos los demás? En que todos los demás son materiales, y son materiales, en primer lugar, por su emisión, pues están en cierta medida engarzados en el objeto que los produce. Las cualidades sensibles, los rostros amados todavía son materias. (No es ninguna casualidad que las cualidades sensibles significativas sean sobre todo olores y sabores: las más materiales de las cualidades. Tampoco lo es que en el rostro amado nos atraigan las mejillas y la tersura de la piel). Los signos del arte son los únicos inmateriales. Sin duda la corta frase de Vinteuil escapa del piano y del violín. Sin duda puede ser descompuesta materialmente: cinco notas muy juntas de las que dos se repiten constantemente. Pero esto es como en Platón, en el que 3+2 no explica nada. El piano permanece ahí como la imagen espacial de un teclado de distinta naturaleza; las notas, como «la apariencia sonora» de una entidad completamente espiritual. «Como si los instrumentistas estuvieran, más que tocando la corta frase, procediendo a los ritos que ésta exigía para aparecer…»[53]. A este respecto, la impresión misma de la corta frase es sine materia[54].

A su vez, la Berma utiliza su voz, sus brazos. Pero sus gestos, en lugar de manifestar «conexidades musculares», forman un cuerpo transparente que refracta una esencia, una Idea. Las actrices mediocres tienen necesidad de llorar para dar a entender que su papel comporta el dolor: «Excedente de lágrimas que se veía correr, puesto que no habían podido ser embebidas, sobre la voz de mármol de Aricia o Ismene». Todas las expresiones de la Berma, como en un gran violinista, se convierten en cualidades de timbre. En su voz «no subsistía ni un solo residuo de materia inerte y refractaria al espíritu»[55].

Los otros signos son materiales no sólo por su origen y por la forma en que permanecen medio envainados en el objeto, sino también por su desarrollo o su «explicación». La magdalena nos remite a Combray, las losas a Venecia… Sin duda, las dos expresiones, la presente y la pasada, tienen una única y misma cualidad, sin dejar de estar materialmente separadas. De tal modo que, cada vez que interviene la memoria, la explicación de los signos implica todavía algo material[56]. Los campanarios de Martinville, en el grupo de los signos sensibles, ya son un ejemplo menos «material», pues apelan al deseo y a la imaginación, y no a la memoria[57]. No obstante, la impresión de los campanarios es explicada por la imagen de tres muchachas; las cuales a su vez, por ser fruto de nuestra imaginación, no dejan de ser materialmente distintas de los campanarios.

Proust a menudo señala que una cosa siempre le obliga a recordar o imaginar otra. Pero, sea cual sea la importancia de este proceso de analogía en el arte, el arte no encuentra en ella su fórmula más profunda. En tanto que descubrimos el sentido de un signo en otra cosa, todavía subsiste algo de materia rebelde al espíritu. Por el contrario, el Arte nos brinda la verdadera unidad; la unidad de un signo inmaterial y de un sentido por completo espiritual. La Esencia es precisamente esta unidad del signo y del sentido, tal como ha sido revelada en la obra de arte. Cada signo de la corta frase desvela esencias o ideas[58], las cuales conceden a la frase su existencia real, independiente de los instrumentos y de los sonidos, que la reproducen o la encarnan en vez de componerla. La superioridad del arte sobre la vida consiste en que todos los signos que encontramos en la vida son todavía signos materiales, y su sentido, al estar siempre en otra cosa, no es completamente espiritual.

¿Qué es una esencia, tal como se manifiesta en la obra de arte? Es una diferencia, la Diferencia última y absoluta. Ella es la que constituye al ser, la que nos permite concebir el ser. Por esto el arte en tanto que manifiesta las esencias, es el único capaz de darnos lo que en vano buscábamos en la vida: «La diversidad que en vano había buscado en la vida, en los viajes…»[59]. «Si el mundo de las diferencias no existe en la superficie de la Tierra, entre todos los países que nuestra percepción uniformiza, con más razón no existe en el mundo. Por otro lado ¿existe en alguna parte? El septeto de Vinteuil parecía decirme que sí»[60].

Sin embargo ¿qué es una diferencia última y absoluta? No es una diferencia empírica entre dos cosas o dos objetos, diferencia siempre extrínseca. Proust da una primera aproximación de la esencia cuando dice que es algo en un sujeto, como la presencia de una cualidad última en el corazón de un sujeto: diferencia interna, «diferencia cualitativa que existe en la manera en que nos aparece el mundo, diferencia que, si no existiese, haría que el arte quedara como el secreto eterno de cada uno»[61]. A este respecto Proust es leibniziano, pues las esencias son verdaderas mónadas, definiéndose cada una por el punto de vista con que expresa al mundo, remitiendo cada punto de vista a una cualidad última en el fondo de la mónada. Como dice Leibniz, las mónadas no tienen ni puertas ni ventanas; al ser el punto de vista la diferencia misma, los puntos de vista sobre un mundo supuesto son tan diferentes como los mundos más lejanos. Por esto la amistad siempre establece falsas comunicaciones, basadas en malentendidos, y no abre más que falsas ventanas. Por esto, el amor, más lúcido, renuncia por principio a toda comunicación. Nuestras únicas ventanas, nuestras únicas puertas, son todas espirituales: tan sólo existe la intersubjetividad artística. Sólo el arte nos da lo que en vano esperábamos de un amigo, lo que en vano habríamos esperado de un amado. «Sólo mediante el arte podemos salir de nosotros mismos, saber lo que ve otro de ese universo que no es el mismo que el nuestro, y cuyos paisajes nos serían tan desconocidos como los que pueda haber en la Luna. Gracias al arte, en vez de ver un solo mundo, el nuestro, lo vemos multiplicarse, y tenemos a nuestra disposición tantos mundos como artistas originales hay, unos mundos más diferentes unos de otros que los que giran en el infinito…»[62].

¿Habremos de concluir con ello que la esencia es subjetiva, y que la diferencia radica entre sujetos más bien que entre objetos? Si así hiciésemos olvidaríamos los textos en que Proust trata las esencias como Ideas platónicas y les confiere una realidad independiente. Incluso Vinteuil más que crear la frase la ha «desvelado»[63].

Cada sujeto expresa el mundo desde un cierto punto de vista. Pero el punto de vista es la diferencia, la diferencia interna y absoluta. Cada sujeto expresa pues un mundo absolutamente diferente; y sin duda el mundo expresado no existe fuera del sujeto que lo expresa (lo que llamamos mundo exterior es sólo la proyección engañosa, el límite que confiere uniformidad a todos estos mundos expresados). Sin embargo, el mundo expresado no se confunde con el sujeto; se distingue de él, e incluso de su propia existencia, precisamente como la esencia se distingue de la existencia. No existe fuera del sujeto que lo expresa, pero está expresado como la esencia, no del sujeto, sino del Ser, o de la región del Ser que se revela al sujeto. Por esto cada esencia es una patria, un país[64]. La esencia no se reduce a un estado psicológico, ni a una subjetividad psicológica, ni siquiera a una forma cualquiera de una subjetividad superior. La esencia es la cualidad última en el corazón del sujeto; pero esta cualidad es más profunda que el sujeto, de un orden distinto: «Cualidad desconocida de un mundo único»[65]. No es el sujeto quien explica la esencia, es más bien la esencia quien se implica, se envuelve, se enrolla en el sujeto. Mucho más, al enrollarse sobre sí misma constituye la subjetividad. No son los individuos los que constituyen el mundo, sino los mundos envueltos, las esencias, los que constituyen los individuos: «Estos mundos que llamamos los individuos, y que sin el arte nunca conoceríamos»[66]. La esencia no es sólo individual, sino también individualizante.

El punto de vista no se confunde con el que se sitúa en él, la cualidad interna no se confunde con el sujeto que ella individualiza. Esta distinción entre la esencia y el sujeto es importante, ya que Proust ve en ella la única prueba posible de la inmortalidad del alma. En el alma del que la desvela, o incluso del que la comprende, la esencia es como una «cautiva divina»[67]. Tal vez las esencias se hayan aprisionado por sí mismas, se hayan envuelto en estas almas que individualizan. No existen más que en esta cautividad, pero no se separan de la «patria desconocida» que con ellas envuelven en nosotros mismos. Son nuestros «rehenes» pues si morimos mueren, pero si son eternas nosotros, en cierta manera, somos inmortales. Las esencias hacen la muerte menos probable; la única posibilidad es estética. Dos problemas les están enormemente vinculados: «Los problemas de la realidad del Arte y de la realidad de la Eternidad del alma»[68]. A este respecto, es simbólica la muerte de Bergotte ante el pequeño mural amarillo de Ver Meer: «En una celeste balanza se le aparecía, en uno de los platillos, su propia vida, mientras que el otro contenía el pequeño mural tan bien pintado de amarillo. Sentía que imprudentemente había dado el primero por el segundo… Un nuevo golpe le abatió… Estaba muerto. ¿Muerto para siempre? ¿Quién puede decirlo?»[69].

El mundo envuelto de la esencia es siempre un comienzo del Mundo en general, un comienzo del universo, un comienzo radical absoluto. «Primero, el piano sólo se quejaba como un pájaro abandonado por su pareja; el violín le oyó y le dio respuesta como encaramado en un árbol cercano. Era como si el mundo estuviera empezando a ser, como si hasta entonces no hubiera otra cosa que ellos dos en la Tierra, o más bien en ese mundo inaccesible a todo lo demás, construido por la lógica de un creador, donde no habría nunca más que ellos dos: el mundo de esa sonata»[70]. Lo que Proust dice del mar, o incluso de un rostro de muchacha, es aún mucho más cierto para la esencia y la obra de arte: la inestable oposición, «esta perpetua recreación de los elementos primordiales de la naturaleza»[71]. Pero la esencia así definida es el nacimiento del Tiempo mismo. No es que el tiempo sea desplegado: todavía no tiene las dimensiones distintas según las cuales podría desarrollarse, ni siquiera las series separadas en las que se distribuye siguiendo ritmos diferentes. Algunos neoplatónicos utilizaban una palabra profunda para designar el estado originario que precede a todo desarrollo, a todo despegue, a toda «explicación»: la complicación, que envuelve lo múltiple en lo Uno y afirmaba lo Uno de lo múltiple. No creían que la eternidad fuese la ausencia de cambio, ni siquiera la prolongación de una existencia sin límites, sino el estado complicado del tiempo mismo (uno ictu mutationes tuas complectitur). El Verbo, omnia complicans, contenedor de todas las esencias, era definido como la complicación suprema, la complicación de los contrarios, la inestable oposición… De ahí sacaban la idea de un Universo esencialmente expresivo que se organiza siguiendo grados de complicaciones inmanentes y según un orden de explicaciones descendentes.

Lo mínimo que podemos decir es que Charlus es complicado. Pero la palabra debe ser tomada en todo su contenido epistemológico. El genio de Charlus consiste en retener todas las almas que le conducen al estado «complicado». Por eso, Charlus siempre posee la frescura de un principio del mundo, y no cesa de emitir signos primordiales, signos que el intérprete deberá descifrar, es decir explicar.

No obstante, si buscamos en la vida algo que corresponda a la situación de las esencias originales, no la encontraremos en tal o cual personaje, sino más bien en un estado profundo. Este estado es el sueño. El durmiente «mantiene en círculo alrededor de él el filo de las horas, el orden de los años y de los mundos»; maravillosa libertad que no cesa más que al despertar, cuando se ve coaccionado a escoger siguiendo el orden del tiempo vuelto a desplegar[72]. De la misma forma, el sujeto artista recibe la revelación de un tiempo original, enrollado, complicado en la misma esencia, abrazando a la vez todas sus series y dimensiones. Éste es precisamente el sentido de la expresión «tiempo recobrado». El tiempo recobrado, en el estado puro, está incluido en los signos del arte; el cual no será confundido con otro tiempo recobrado, el de los signos sensibles. El tiempo de los signos sensibles es un tiempo que sólo recobramos en el seno del propio tiempo perdido; es un tiempo que también moviliza todos los recursos de la memoria involuntaria, y nos da una imagen simple de la eternidad. Pero, como el sueño, el arte está más allá de la memoria; apela al pensamiento puro como facultad de las esencias. Lo que el arte nos permite recobrar es el tiempo tal como se ha enrollado en la esencia, tal como nace en el mundo envuelto de la esencia, idéntica a la eternidad. Lo extratemporal de Proust es este tiempo en el estado de nacimiento y el sujeto artista que lo recobra. Por ello, con todo rigor, sólo la obra de arte nos permite recobrar el tiempo: la obra de arte, «el único medio para recobrar el tiempo perdido»[73]. Ella contiene los signos más altos, cuyo sentido está situado en una complicación primordial, eternidad verdadera, tiempo original absoluto.

¿Cómo se encarna la esencia en la obra de arte? O lo que viene a ser lo mismo: ¿cómo un sujeto-artista llega a «comunicar» la esencia que le individualiza y le vuelve eterno? Se encarna en materias; pero estas materias son dúctiles, tanto que bien ablandadas y deshilvanadas se vuelven por entero espirituales. Estas materias son, sin duda, el color para el pintor, como el amarillo de Ver Meer, el sonido para el músico, la palabra para el escritor. Sin embargo, en una mayor profundidad, son materias libres que se expresan a través de las palabras, los sonidos y los colores. Por ejemplo en Thomas Hardy, los bloques de piedra, la geometría de estos bloques, el paralelismo de las líneas forman una materia espiritualizada, de la que las propias palabras sacan su orden; en Stendhal, la altitud es una materia aérea «que se vincula a la vida espiritual»[74]. La verdadera temática de una obra no es por tanto el tema tratado, tema consciente y querido que se confunde con lo que las palabras designan, sino los temas inconscientes, los arquetipos involuntarios en los que las palabras, y también los colores y los sonidos, toman su sentido y su vida. El arte es una verdadera transmutación de la materia. En él la materia está espiritualizada, los medios físicos desmaterializados, para reforzar la esencia, es decir, la cualidad de un mundo original. Y este tratamiento de la materia forma una unidad con el «estilo».

Al ser cualidad de un mundo, la esencia nunca se confunde con un objeto, sino al contrario, relaciona dos objetos por completo diferentes, en los que advierte que justamente tienen esta cualidad en el medio revelador. Al mismo tiempo que la esencia se encarna en una materia, la cualidad última que la constituye se expresa como la cualidad común a dos objetos diferentes, modelados en esta materia luminosa, sumergidos en este medio refractante. En esto consiste el estilo: «Se puede hacer que se sucedan indefinidamente en una descripción los objetos que figuraban en el lugar descrito, pero la verdad sólo empezará en el momento en que el escritor tome dos objetos diferentes, establezca su relación, análoga en el mundo del arte a la que es la relación única de la ley causal en el mundo de la ciencia, y los encierre en los anillos necesarios de un bello estilo»[75]. El estilo es esencialmente metáfora. Sin embargo, la metáfora es esencialmente metamorfosis, e indica cómo cambian sus determinaciones los dos objetos, cómo cambian incluso el nombre que les designa, en el nuevo medio que les confiere la cualidad común. Así, en los cuadros de Elstir, en los que el mar deviene en tierra, la tierra, mar; en los que la ciudad no está designada más que por «términos marinos», y el agua por «términos urbanos»[76]. El estilo, para espiritualizar la materia y hacerla adecuada a la esencia, reproduce la inestable oposición, la complicación original, la lucha y el cambio de los elementos primordiales que constituían la propia esencia. En Vinteuil, se oyen luchar dos motivos, como en un cuerpo a cuerpo: «cuerpo a cuerpo de energías tan sólo, a decir verdad, pues si estos seres se afrontaban, eran desembarazados de su cuerpo físico, de su apariencia, de su nombre…»[77]. Una esencia siempre es un nacimiento del mundo; sin embargo, el estilo es este nacimiento continuado y refractado, este nacimiento recobrado en materias adecuadas a las esencias, este nacimiento convertido en metamorfosis de objetos. El estilo no es el hombre, el estilo es la propia esencia.

La esencia no es únicamente particular, individual, sino individualización. Ella misma individualiza y determina las materias en las que se encarna, como los objetos que encierra en los anillos del estilo: así el rojeante septeto y la blanca sonata de Vinteuil, o bien la bella diversidad en la obra de Wagner[78]. Lo que ocurre es que la esencia es en sí misma diferencia. Sin embargo, no tiene el poder de diversificar, y de diversificarse, sin tener también el poder de repetirse idéntica a sí misma. ¿Qué podríamos hacer con la esencia, que es diferencia última, salvo repetirla, ya que no es reemplazable y nada puede sustituirla? Por ello, la música sólo puede ser interpretada de nuevo, y un poema, aprendido de memoria y recitado. La diferencia y la repetición sólo se oponen en apariencia. No existe ningún gran artista cuya obra no nos haga decir: «La misma y sin embargo otra»[79].

La diferencia, como cualidad de un mundo, no se afirma más que a través de una especie de auto-repetición que recorre diversos medios, y reúne diversos objetos; la repetición constituye los grados de una diferencia original, pero a su vez la diversidad constituye los niveles de una repetición no menos fundamental. De la obra de un gran artista decimos que es lo mismo excepto en la diferencia de nivel, pero también decimos que es algo distinto excepto en la semejanza de grado. En verdad, diferencia y repetición son las dos potencias de la esencia, inseparables y correlativas. Un artista no envejece porque se repite; pues la repetición es poder de la diferencia, de la misma forma que la diferencia es poder de la repetición. Un artista envejece cuando, «por el desgaste de su cerebro», juzga más simple encontrar directamente en la vida, como ya hecho, lo que sólo en su obra podía expresar, lo que debía distinguir y repetir mediante su obra[80]. El artista que envejece confía en la vida, en la «belleza de la vida»; pero ya no tiene más que sucedáneos de lo que constituye el arte, repeticiones que se han vuelto mecánicas puesto que son exteriores, diferencias coaguladas que caen sobre una materia a la que ya no saben volver ligera y espiritual. La vida no tiene los dos poderes del arte; los recibe tan sólo degradándolos, y sólo reproduce la esencia en su nivel más bajo, en el grado más débil.

El arte tiene, por tanto, un privilegio absoluto. Este privilegio se expresa de varias maneras. En el arte, las materias son espiritualizadas, los medios, desmaterializados. La obra de arte es pues un mundo de signos, pero estos signos son inmateriales y no poseen ninguna opacidad, al menos para el ojo o el oído del artista. En segundo lugar, el sentido de estos signos es una esencia, esencia afirmada en todo su poder. En tercer lugar, el signo y el sentido, la esencia y la materia transmutada se confunden o se unen en una adecuación perfecta. Identidad de un signo, como estilo, y de un sentido como esencia: éste es el carácter de la obra de arte. Sin duda, el propio arte ha realizado el objeto de un aprendizaje. Como en cualquier otra esfera, hemos pasado por la tentación objetivista y por la compensación subjetiva. Sin embargo, la revelación de la esencia (más allá del objeto, más allá del propio sujeto) no pertenece más que a la esfera del arte. Si la revelación debe realizarse, sólo se realizará en esta esfera. Por eso, el arte es la finalidad del mundo y el inconsciente destino del aprendizaje.

Entonces nos encontramos entre dos clases de cuestiones. ¿Qué valen los otros signos, los que constituyen la esfera de la vida? Por sí mismos, ¿qué nos enseñan? ¿Podemos decir que nos colocan ya en el camino del arte? ¿De qué manera lo hacen? Pero sobre todo, una vez que hemos recibido del arte la revelación final ¿cómo va a reaccionar sobre las otras esferas y convertirse en el centro de un sistema que no deja nada fuera de sí? La esencia es siempre una esencia artística. Y una vez descubierta, no se encarna solamente en las materias espiritualizadas, en los signos inmateriales de la obra de arte; se encarna también en las otras esferas que desde entonces se integrarán en la obra de arte. Traspasa, por tanto, a medios más opacos, a signos más materiales; en ellos pierde algunos de sus caracteres originales, toma otros que expresan el descenso de la esencia a estas materias cada vez más rebeldes. Existen leyes de transformación de la esencia en relación con las determinaciones de la vida.