CAPÍTULO III

EL APRENDIZAJE

La obra de Proust no está enfocada hacia el pasado y los descubrimientos de la memoria, sino hacia el futuro y los progresos del aprendizaje. Lo importante es que el protagonista no sabía al principio algunas cosas y las aprende progresivamente, hasta que al final recibe una revelación última. Por tanto, experimenta forzosamente decepciones: «creía», se hacía ilusiones, el mundo vacila en el transcurso del aprendizaje. E incluso así, damos al desarrollo de la Recherche un carácter lineal. De hecho, determinada revelación parcial aparece en determinada esfera de signos, pero a veces viene acompañada de regresiones a otras esferas, se ahoga en una decepción más general, desaparece para aparecer en otro lugar, siempre frágil, hasta que la revelación del arte no haya sistematizado el conjunto. Además, en cada instante es posible que una decepción particular vuelva a poner en marcha a la pereza y comprometa el todo. De ahí proviene la idea fundamental de que el tiempo forma series diversas y de que lleva en sí más dimensiones que el espacio. Lo que prospera en una no prospera en el otro. La Recherche tiene señalado un ritmo que no proviene simplemente de las aportaciones o sedimentos de la memoria, sino de series de decepciones discontinuas y también de los medios elaborados para superarlas en cada serie.

Ser sensible a los signos, considerar el mundo como objeto que hay que descifrar, es sin duda un don. Pero este don correría el riesgo de permanecer escondido en nosotros si no realizásemos los hallazgos necesarios, y estos hallazgos quedarían sin efecto si no llegásemos a vencer algunas creencias consolidadas. La primera de nuestras creencias consiste en atribuir al objeto los signos de que es portador. Todo nos empuja a ello: la percepción, la pasión, la inteligencia, la costumbre e incluso el amor propio[33]. Pensamos que el mismo «objeto» contiene el secreto del signo que emite. Nos inclinamos sobre el objeto, volvemos al objeto para descifrar el signo. Por comodidad, llamamos objetivismo a esta tendencia que nos es natural o, al menos, habitual.

Cada una de nuestras impresiones tiene dos aspectos: «La mitad insertada en el objeto, y prolongada en nosotros mismos por otra mitad que sólo nosotros podríamos conocer»[34]. Cada signo tiene dos mitades: designa un objeto y significa algo distinto. El aspecto objetivo es el aspecto del placer, del goce inmediato y de la práctica. Al comprometernos en esta vía ya hemos sacrificado el aspecto «verdad». Reconocemos las cosas, pero nunca las conocemos. Lo que el signo significa lo confundimos con el ser u objeto que designa. Dejamos a un lado los más bellos hallazgos, nos sustraemos a los imperativos que emanan; preferimos la facilidad de los reconocimientos a la profundización de los hallazgos. Y cuando experimentamos el placer de una impresión, como el esplendor de un signo, sólo sabemos decir «bah, bah» o, lo que es lo mismo, «bravo, bravo»; expresiones, todas ellas, que manifiestan nuestro homenaje al objeto[35].

Sobrecogido por el extraño sabor, el protagonista se inclina sobre su taza de té, bebe un segundo y tercer sorbo, como si el objeto fuese a revelarle el secreto del signo. Sorprendido por un nombre, tanto de lugar como de persona, sueña ante todo con los seres y los lugares que estos nombres designan. Antes de conocer a Mme. de Guermantes, la considera prestigiosa, ya que cree que ella posee el secreto de su nombre. Se la representa «bañada, como en una puesta de sol, por una luz naranja que mana de esta última sílaba –antes»[36]. Y cuando la ve: «Me dije que el nombre de duquesa de Guermantes para todo el mundo designaba precisamente a ella; este cuerpo contenía a la perfección la vida inconcebible que este nombre significaba»[37]. Antes de que fuera allí, el mundo le parecía misterioso: creía que los que emiten los signos son también los que los comprenden y los que poseen su clave. Durante sus primeros amores beneficia al «objeto» con todo lo que siente: lo que cree único en una persona también cree que pertenece a esta persona. De manera que los primeros amores tienden hacia la confesión, que es precisamente la forma amorosa del homenaje al objeto (devolver al amado lo que creemos que le pertenece). «En la época que yo amaba a Gilberte, todavía creía que el Amor existía realmente fuera de nosotros…; me parecía que si con mi propia iniciativa hubiese sustituido la simulación de la indiferencia a la dulzura de la confesión, me habría privado no sólo de una de las alegrías con que más había soñado, sino que me habría fabricado, a mi gusto, un amor artificial y sin valor»[38]. En fin, el arte mismo parece que posee su secreto en objetos por describir, en cosas por designar, en personajes o lugares por observar; y si el protagonista a menudo duda de sus capacidades artísticas es porque se sabe impotente para observar, escuchar y ver.

El «objetivismo» no suprime ninguna clase de signos; no resulta de una única tendencia, sino que reúne un complejo de tendencias. Relacionar un signo con el objeto que lo emite, atribuir al objeto el beneficio del signo es la dirección natural de la percepción o de la representación. Pero también es la dirección de la memoria voluntaria, que se acuerda de las cosas y no de los signos; e incluso es la dirección del placer y de la actividad práctica, que conciernen a la posesión de las cosas o el consumo de los objetos. Y, de otra forma, es la tendencia de la inteligencia. La inteligencia se interesa por la objetividad, como la percepción por el objeto. La inteligencia sueña con contenidos objetivos, con significados objetivos explícitos, que ella misma sería capaz de descubrir, o de recibir, o bien de comunicar. La inteligencia es por tanto objetivista, tanto como la percepción. Al igual que la percepción tiene la misión de captar el objeto sensible, la inteligencia tiene la de aprehender significados objetivos. Pues la percepción cree que la realidad debe ser vista, observada; pero la inteligencia cree que la verdad debe ser dicha y formulada. ¿Qué es lo que el protagonista de la Recherche no sabe al principio del aprendizaje? No sabe «que la verdad no tiene necesidad de ser dicha para ser manifestada, y que tal vez podemos recogerla con más seguridad, sin esperar las palabras e incluso sin tenerlas en cuenta, en mil signos exteriores, incluso en algunos fenómenos invisibles, análogos en el mundo de los caracteres a lo que son, en la naturaleza física, los cambios atmosféricos»[39].

También son diversas las cosas, las empresas y los valores a los que tiende la inteligencia. Nos empuja a la conversación, en la que intercambiamos y comunicamos ideas. Nos incita a la amistad, basada en la comunidad de ideas y sentimientos. Nos invita al trabajo, mediante el cual llegaremos a descubrir por nosotros mismos nuevas verdades comunicables. Nos convida a la filosofía, es decir, a un ejercicio voluntario y premeditado del pensamiento mediante el cual llegaremos a determinar el orden del contenido de los significados objetivos. Retengamos este punto esencial: la amistad y la filosofía son enjuiciadas con la misma crítica. Según Proust, los amigos son como espíritus llenos de buena voluntad que se ponen de acuerdo explícitamente sobre el significado de las cosas, las palabras y las ideas; el filósofo también es un pensador que en sí presupone la disposición de pensar, que concede al pensamiento el amor natural de lo verdadero, y a la verdad la determinación explícita de lo que es pensado de forma natural. Por ello Proust opondrá a la pareja tradicional de la amistad y la filosofía una pareja más oscura formada por el amor y el arte. Un amor mediocre vale más que una gran amistad, ya que el amor es rico en signos y se alimenta de interpretación silenciosa. Una obra de arte vale más que una obra filosófica; pues lo que está involucrado en el signo es más profundo que todos los significados explícitos. Lo que nos violenta es más rico que todos los frutos de nuestra buena voluntad o de nuestro cuidadoso trabajo; y más importante que el pensamiento es «lo que da a pensar»[40]. Bajo cualquiera de sus formas, la inteligencia no llega por sí misma, y no nos permite llegar más que a estas verdades abstractas y convencionales, que no tienen otro valor que el de lo posible. ¿Qué valen estas verdades objetivas que resultan de una combinación del trabajo, de la inteligencia y de la buena voluntad, pero que se comunican en tanto que se encuentran, y se encuentran en tanto que puedan ser recibidas? De una entonación de la Berma, Proust dice: «A causa de su misma claridad no (me) contentaba. La entonación era ingeniosa, con una intención, con un sentido tan definidos, que parecía que existía en sí misma y que todo artista inteligente hubiese podido adquirirla»[41].

Al principio, el protagonista de la Recherche participa, con más o menos intensidad, en todas las creencias objetivistas. Que participe menos de la ilusión en tal esfera de signos, o que pronto se deshaga de ella en tal nivel, no impide precisamente que la ilusión no permanezca en otro nivel, en otra esfera. Así por ejemplo, no parece que el protagonista haya tenido nunca un gran sentido de la amistad; ésta siempre le pareció secundaria, y el amigo vale más por el espectáculo que proporciona que por una comunidad de ideas o sentimientos que podría inspirarle. Los «hombres superiores» no le enseñan nada; incluso Bergotte o Elstir no pueden comunicarle ninguna verdad que le evite realizar su aprendizaje personal y pasar por los signos y las decepciones a las que se ve condenado. Muy pronto presiente que un espíritu superior o incluso un gran amigo no valen lo que un breve amor. Sin embargo, resulta que en el amor ya le es más difícil deshacerse de la correspondiente ilusión objetivista. El amor colectivo hacia las muchachas, la lenta individualización de Albertine, el azar de la elección, le enseñan que las razones del amar no residen nunca en el que se ama, sino que remiten a fantasmas, a Terceros, a Temas que se encarnan en él según leyes complejas. A la vez aprende que la confesión no es lo esencial del amor, y que no es necesario ni deseable confesar: estaremos perdidos, perderemos toda nuestra libertad, si gratificamos el objeto con signos y significaciones que le superan. «Desde la época de los juegos en los Champs-Elysées, mi concepción del amor había cambiado, aunque los seres a los que sucesivamente se dedicaba mi amor permanecían casi idénticos. Por una parte la confesión, la declaración de mi ternura a la que amaba, no me parecía ya una de las penas capitales innecesarias del amor, ni éste, una realidad exterior…»[42].

Cuán difícil es, en cada esfera, renunciar a esta creencia en una realidad exterior. Los signos sensibles nos tienden una trampa; nos invitan a buscar su sentido en el objeto que los causa o los emite. De tal modo que la posibilidad de fracaso, la renuncia a interpretar, es como el gusano en el fruto. E incluso después de haber vencido las ilusiones objetivistas en la mayoría de los terrenos o esferas, todavía subsisten en el Arte, en el que seguimos creyendo que es preciso saber escuchar, mirar, describir, dirigirse al objeto, descomponerlo y triturarlo para extraer con ello una verdad.

El protagonista de la Recherche conoce, sin embargo, los fallos de una literatura objetivista; a menudo insiste en su impotencia para observar y describir. Los odios de Proust son conocidísimos: contra Saint-Beuve, para quien el descubrimiento de la verdad no se separa de una «charla», de un método de conversación por el que se pretende extraer una verdad de los datos más arbitrarios, comenzando por las confidencias de los que pretenden haber conocido perfectamente a alguien. Contra los Goncourt, que descomponen un personaje o un objeto, lo giran, analizan su arquitectura, vuelven a trazar sus líneas y las proyecciones para sacar de ello verdades exóticas (los Goncourt también creían en los prestigios de la conversación). Contra el arte realista o popular, que cree en los valores inteligibles, en los significados bien definidos, y también en los grandes temas. Es preciso juzgar los métodos según sus resultados, por ejemplo, las detestables cosas que Sainte-Beuve escribe de Balzac, Stendhal o Baudelaire. ¿Y qué pueden comprender los Goncourt del matrimonio Verdurin o de Cottard? Nada, si se mantienen en el «pastiche» de la Recherche pues relacionan y analizan lo que está expresamente dicho, pero pasan de largo en los signos más visibles, signo de la tontería de Cottard, gestos y símbolos grotescos de Mme. Verdurin. Y el arte popular y proletario se caracteriza por esto, por tomar a los obreros por imbéciles. Es falaz, por naturaleza, una literatura que interpreta los signos relacionándolos con objetos designables (observación y descripción), que se rodea de las garantías pseudo-objetivas del testimonio y la comunicación (conversación, encuesta), que confunde el sentido con significados inteligibles, explícitos, y formulados (grandes temas)[43].

El protagonista de la Recherche siempre se ha mostrado extraño a esta concepción del arte y de la literatura. Pero entonces, ¿por qué experimenta una decepción tan grande cada vez que verifica su inanidad? Lo que ocurre es que, al menos, el arte encontraba en esta concepción un destino preciso: esposaba con la vida, para exaltarla, para desprender de ella el valor y la verdad. Y cuando protestamos contra un arte basado en la observación y en la descripción, ¿quién puede decirnos que no es nuestra impotencia para observar, y describir, la que anima esta protesta? ¿Nuestra incapacidad para comprender la vida? Creemos que reaccionamos contra una forma ilusoria del arte, pero tal vez reaccionamos por una enfermedad de nuestra naturaleza, por una carencia de querer vivir. De tal modo que nuestra decepción no es simplemente la que da la literatura, sino también la que da nuestra impotencia para triunfar en esta forma de literatura[44]. A pesar de su repugnancia, el protagonista de la Recherche no puede dejar de soñar con los dones de observación que podrían llenarle las intermitencias de la inspiración. «Pero al otorgarme este consuelo de una observación humana posible, que fuese a tomar el lugar de una inspiración imposible, sabía que sólo intentaba consolarme…»[45]. La decepción de la literatura es, por tanto, inseparablemente doble: «La literatura ya no podía producirme ninguna alegría, fuese por culpa mía, al estar yo muy poco dotado, fuese por culpa suya, si estuviera en efecto menos cargada de realidad de lo que yo creía»[46].

La decepción es un momento fundamental de la búsqueda o del aprendizaje: en cada esfera de signos, nos sentimos decepcionados cuando el objeto no nos confiere el secreto que esperábamos. Y la misma decepción es pluralista, variable, según cada línea. Pocas cosas no son decepcionantes la primera vez que las vemos; pues la primera vez es la vez de la inexperiencia, aún no somos capaces de distinguir el signo del objeto: el objeto se interpone y enturbia los signos. Decepción en la primera audición de Vinteuil, en el primer encuentro con Bergotte, la primera vez que se ve en la iglesia de Balbec. Y no basta con volver a las cosas una segunda vez, pues la memoria voluntaria, y este mismo retorno, presentan inconvenientes análogos a los que la primera vez nos impedían estimar libremente los signos (bajo otros aspectos la segunda estancia en Balbec no es menos decepcionante que la primera).

¿Cómo remediar, en cada esfera, la decepción? En cada línea de aprendizaje, el protagonista pasa por una experiencia análoga en varios momentos: frente a la decepción por parte del objeto, se esfuerza por encontrar una compensación subjetiva. Cuando ve, y luego conoce, a Mme. de Guermantes se da cuenta de que ella no posee el secreto del sentido de su nombre. Su rostro y su cuerpo no están coloreados por el tinte de las sílabas. ¿Qué hacer, sino compensar la decepción? Hacerse sensible frente a signos menos profundos, pero más apropiados al encanto de la duquesa, gracias al juego de asociación de ideas que suscita en nosotros. «Que Mme. de Guermantes fuese semejante a los demás, había sido para mí, al principio, una decepción; era casi, por reacción y por la ayuda de tan buenos vinos, un encantamiento»[47].

El mecanismo de la decepción objetiva y de la compensación subjetiva es analizado particularmente en el ejemplo del teatro. El protagonista desea con todas sus fuerzas oír a la Berma. Pero cuando lo consigue, en primer lugar, busca reconocer el talento de la Berma, cercar este talento, aislarlo para poder, al fin, designarlo. Es la Berma, «por fin oigo a la Berma». Percibe una entonación inteligente, de una exactitud admirable. De repente, es Fedra, es Fedra en persona. Sin embargo, nada puede impedir la decepción; pues esta entonación sólo tiene el valor de lo inteligible, tiene un sentido perfectamente definido, es tan sólo el fruto de la inteligencia y del trabajo[48]. Tal vez habría que oír a la Berma de otra forma. Tal vez debamos buscar en otra parte el sentido de estos signos que no hemos sabido apreciar ni interpretar en tanto que los vinculábamos a la persona de la Berma: en asociaciones que no están ni en Fedra, ni en la Berma. Por ejemplo, Bergotte enseña al protagonista que determinado gesto de la Berma evoca el de una estatuilla arcaica, que la actriz no ha podido ver, pero en la que tampoco ha pensado Racine[49].

Cada línea de aprendizaje pasa por estos dos momentos: la decepción producida por un intento de interpretación objetiva, y luego el intento de remediar esta decepción mediante una interpretación subjetiva en la que reconstruimos conjuntos asociativos. Así ocurre en el amor, e incluso en el arte. Es fácil comprender por qué. Sucede que el signo es sin duda más profundo que el objeto que lo emite, pero todavía está atado a este objeto, aún estaba medio envainado en él. Y el sentido del signo es sin duda más profundo que el sujeto que lo interpreta, pero se ata a este sujeto, se encarna a medias en una serie de asociaciones subjetivas. Vamos del uno al otro, saltamos del uno al otro, llenamos la decepción del objeto con una compensación del sujeto.

Entonces, estamos en condiciones de presentir que el momento de la compensación es por sí mismo insuficiente, y no dará una revelación definitiva. Sustituimos los valores inteligibles objetivos por un juego subjetivo de asociación de ideas. La insuficiencia de esta compensación aparece mucho mejor cuando la elevamos en la escala de los signos. Un gesto de la Berma sería bello porque evocaría el de una estatuilla. Pero, por otra parte, la música de Vinteuil sería bella porque nos evocaría un paseo por los bosques de Bolonia[50]. Todo está permitido en el ejercicio de las asociaciones. Desde este punto de vista, no encontraremos diferencia de naturaleza entre el placer del arte y el de la magdalena; en ambos se da el séquito de las contigüidades pasadas. Sin duda, incluso la experiencia de la magdalena no se reduce a simples asociaciones de ideas; sin embargo, todavía no estamos en condiciones de comprender por qué; y al reducir la calidad de una obra de arte al sabor de la magdalena nos privamos para siempre del medio de comprenderlo. En vez de conducirnos a una justa interpretación del arte, la compensación subjetiva acaba convirtiendo la obra de arte en un simple eslabón de nuestras asociaciones de ideas: así, por ejemplo, la manía de Swann, al que sobre todo le gusta Giotto o Botticelli cuando encuentra su estilo en el rostro de una chica de cocina o de una mujer amada. O si no, nos constituimos en un museo completamente personal, en el que el sabor de la magdalena o la cualidad de una corriente de aire dominan sobre toda belleza: «Me sentía frío delante de las bellezas que me señalaban, y me exaltaba de reminiscencias confusas… y me detenía con éxtasis a oler un viento colado que pasaba por la puerta. Veo que le gustan las corrientes de aire, me dijeron»[51].

No obstante, ¿qué hay además del objeto y el sujeto? El ejemplo de la Berma nos lo dice. El protagonista de la Recherche comprenderá al final que ni la Berma, ni Fedra son personas designables, que no son elementos de asociación. Fedra es un papel y la Berma forma una unidad con este papel. No en el sentido que el papel sería todavía un objeto, o algo subjetivo. Al contrario, es un mundo espiritual poblado por esencias. La Berma, portadora de signos, los vuelve tan inmateriales que por entero se abren estas esencias y se llenan de ellas; hasta el punto que, incluso a través de un mediocre papel, los gestos de la Berma nos abren un mundo de posibles esencias[52].

Más allá de los objetos designados, más allá de las verdades inteligibles y formuladas —pero también más allá de las cadenas de asociación subjetivas y de las resurrecciones por semejanza o continuidad—, hay las esencias que son alógicas o supralógicas. Estas esencias superan tanto los estados de la subjetividad como las propiedades del objeto. La esencia es la que constituye la verdadera unidad del signo y del sentido; es la que constituye el signo en tanto que irreductible al objeto que lo emite; es la que constituye el sentido en tanto que irreductible al sujeto que lo toma. La esencia es la última palabra del aprendizaje o la revelación final. Ahora bien, el protagonista de la Recherche llega a esta revelación de las esencias más que por la Berma por la obra de arte, por la pintura y la música, y sobre todo por el problema de la literatura. Los signos mundanos, los signos amorosos, incluso los signos sensibles, son incapaces de darnos la esencia; nos acercan a ella, pero siempre volvemos a caer en la trampa del objeto, en las redes de la subjetividad. Sólo al nivel del arte son reveladas las esencias. Pero una vez se han manifestado en la obra de arte, reaccionan sobre todas las demás esferas; aprendemos que ya se encarnaban, que ya estaban, en todas estas clases de signos, en todos los tipos de aprendizaje.