SIGNO Y VERDAD
La Recherche du temps perdu es de hecho una búsqueda de la verdad. Si se denomina búsqueda del tiempo perdido es sólo en la medida que la verdad tiene una relación esencial con el tiempo. Tanto en el amor como en la naturaleza, o en el arte, se trata no de placer, sino de verdad[15]. O más bien, sólo tenemos los placeres y las alegrías que corresponden al descubrimiento de lo verdadero. El celoso experimenta una cierta alegría cuando sabe descifrar una mentira del amado, al igual que un intérprete que acaba de traducir un texto complicado, incluso si la traducción le descubre una noticia desagradable y dolorosa[16]. Todavía es preciso comprender cómo define Proust su búsqueda de la verdad, cómo la opone a otras búsquedas, científicas o filosóficas.
¿Quién busca la verdad? ¿Y qué quiere decir quien dice «busco la verdad»? Proust no cree que el hombre, ni siquiera un supuesto espíritu puro, busque con naturalidad un deseo de lo verdadero, una voluntad de verdad. Sólo buscamos la verdad cuando estamos determinados a hacerlo en función de una situación concreta, cuando sufrimos una especie de violencia que nos empuja a esta búsqueda. ¿Quién busca la verdad? El celoso bajo la presión de las mentiras del amado. Siempre se produce la violencia de un signo que nos obliga a buscar, que nos arrebata la paz. La verdad no se encuentra por afinidad, ni buena voluntad, sino que se manifiesta por signos involuntarios[17].
La equivocación de la filosofía consiste en presuponer en nosotros una buena voluntad del pensar, un deseo, un amor natural de lo verdadero. Por esto la filosofía sólo llega a verdades abstractas que no comprometen a nadie y no trastornan nada. «Las ideas formadas por la inteligencia pura sólo tienen una verdad lógica, una verdad posible, cuya elección es arbitraria»[18]. Permanecen gratuitas porque han nacido de la inteligencia que sólo les confiere una posibilidad, y no un desafío o una violencia que garantizaría su autenticidad. Las ideas de la inteligencia no valen más que por su significación explícita, es decir, convencional. Sobre pocos temas ha insistido Proust tanto como sobre éste: la verdad nunca es el producto de una buena voluntad previa, sino el resultado de una violencia en el pensamiento. Las significaciones explícitas y convencionales nunca son profundas; sólo es profundo el sentido tal como está envuelto, tal como está implicado en un signo exterior.
Proust opone la doble idea de «coacción» y «azar» a la idea filosófica de «método». La verdad depende de un encuentro con algo que nos obliga a pensar y a buscar lo verdadero. El azar de los encuentros y la presión de las coacciones son los dos temas fundamentales de Proust. Precisamente, el signo que es el objeto de un encuentro es el que ejerce sobre nosotros esta violencia. Es el azar del encuentro quien garantiza la necesidad de lo que es pensado. Como dice Proust: fortuito e inevitable. «Y me daba cuenta de que esto debía de ser la señal de su autenticidad. Yo no había ido a buscar las dos losas desiguales del patio donde tropecé»[19]. ¿Qué quiere quien dice «quiero la verdad»? No la quiere más que coaccionado y obligado. No la quiere más que bajo el dominio de un encuentro, en relación a determinado signo. Lo que quiere es interpretar, descifrar, traducir, encontrar el sentido del signo. «Tenía que restituir su sentido a los menores signos que me rodeaban, Guermantes, Albertine, Gilberte, Saint-Loup, Balbec, etc.»[20].
Buscar la verdad es interpretar, descifrar, explicar. Pero esta «explicación» se confunde con el desarrollo del signo en sí mismo. Por esto la Recherche siempre es temporal, y la verdad, siempre verdad del tiempo. La sistematización final nos recuerda que el Tiempo es plural. La gran distinción a este respecto está entre el Tiempo perdido y el Tiempo recobrado: hay tanto verdades del tiempo perdido como verdades del tiempo recobrado. Pero conviene distinguir, para más precisión, entre cuatro estructuras del tiempo, cada una conteniendo su verdad. Pues, el tiempo perdido no es sólo el tiempo que pasa, alterando los seres y anonadando lo que fue, sino que también es el tiempo que se pierde (¿por qué hay que perder el tiempo, ser mundano, enamorarse, más bien que trabajar y realizar obras de arte?). Y el tiempo recobrado es, en primer lugar, un tiempo que se encuentra en el seno del tiempo perdido y que nos proporciona una imagen de la eternidad, pero también es un tiempo original absoluto, verdadera eternidad que se afirma en el arte. Cada clase de signos tiene una línea de tiempo privilegiado que le corresponde. Pero el pluralismo está ahí multiplicando las combinaciones. Cada clase de signos participa desigualmente de varias líneas de tiempos; una misma línea mezcla de manera desigual varias clases de signos.
Hay signos que nos obligan a pensar en el tiempo perdido, es decir, en el paso del tiempo, el anonadamiento de lo que ocurrió, la alteración de los seres. Es una revelación volver a ver gente que nos fue familiar, ya que su rostro, al no ser ya para nosotros habitual, lleva al estado puro los signos y los efectos del tiempo, el cual, o ha modificado determinado rasgo, o ha alargado, suavizado o eliminado cualquier otro. El Tiempo, para hacerse visible, «busca cuerpos y, en todas partes donde los encuentra, se los apropia para mostrar en ellos su linterna mágica»[21]. Toda una galería de rostros aparece al final de la Recherche, en los salones de Guermantes. Sin embargo, si hubiésemos tenido el aprendizaje necesario, habríamos sabido desde el principio que los signos mundanos, en virtud de su vacuidad, traicionan todo lo precario, o bien se fijan, se inmovilizan, para esconder su alteración. Pues la mundanidad, en cada instante, es alteración, cambio. «Las modas cambian, nacen ellas mismas de la necesidad del cambio»[22]. Al final de la Recherche, Proust muestra cómo el caso Dreyfus, y luego la guerra, pero sobre todo el propio Tiempo, han modificado profundamente la sociedad. En vez de deducir de ello el fin de un «mundo», comprende que el mundo que había conocido y amado era ya alteración, cambio, signo y efecto de un Tiempo perdido (incluso los Guermantes, no tienen otra permanencia que la de su nombre). Proust no concibe totalmente el cambio como una duración bergsoniana, sino como una defección, como una carrera hacia la tumba.
Con mayor razón, los signos del amor proceden en cierta manera a su alteración y anonadamiento. Los signos del amor son los que implican el tiempo perdido en el estado más puro. El envejecimiento de Charlus. Pero también en este caso, el envejecimiento de Charlus no es más que una redistribución de sus almas múltiples, que ya estaban presentes en una mirada o en un estallido de voz del Charlus más joven. Si los signos del amor y de los celos llevan consigo su propia alteración, es por una simple razón: el amor no deja de preparar su propia desaparición, de mimar su ruptura. Concierne tanto al amor como a la muerte, cuando imaginamos que todavía estaremos lo suficientemente vivos como para ver la cara que pondrán los que nos habrán perdido. Igualmente imaginamos que aún permaneceremos tan enamorados como para gozar de las lamentaciones del que vamos a dejar de amar. Es totalmente cierto que repetimos nuestros amores pasados, pero también es cierto que nuestro amor actual, en toda su vivacidad, «repite» el momento de la ruptura o anticipa su propio fin. Éste es el sentido de lo que se denomina una escena de celos. Esta repetición vuelta hacia el futuro, esta repetición de la salida, la volvemos a encontrar en el amor de Swann hacia Odette, en el amor hacia Gilberte o hacia Albertine. Proust dice de Saint-Loup: «Con anterioridad sufría, sin olvidar ninguno, todos los dolores de una ruptura que en otros momentos creía que podía evitar»[23].
Más asombroso es que los signos sensibles, a pesar de su plenitud, puedan ser a la vez signos de alteración y desaparición. Sin embargo, Proust cita un caso, la botina y el recuerdo de la abuela, que en principio no se diferencia del de la magdalena o de las losas, pero que nos hace sentir una desaparición dolorosa y produce el signo de un Tiempo perdido para siempre, en lugar de darnos la plenitud del Tiempo recobrado[24]. Inclinado sobre su botina, siente algo divino; sin embargo, las lágrimas corren por sus mejillas, la memoria involuntaria le ha suscitado el recuerdo desgarrador de su abuela materna. «No fue más que en aquel instante —más de un año después de su entierro, a causa de este anacronismo que tan a menudo impide al calendario de los hechos coincidir con el de los sentimientos— cuando sentí que estaba muerta… que la había perdido para siempre». ¿Por qué el recuerdo involuntario, en vez de una imagen de la eternidad, nos suscita el agudo sentimiento de la muerte? No basta con invocar el carácter particular del ejemplo en que resurge un ser amado, ni basta la culpabilidad que el protagonista experimenta respecto a su abuela. Es en el mismo signo sensible donde hay que encontrar una ambivalencia capaz de explicar cómo se convierte a veces en dolor lo que debía prolongarse en alegrías.
La botina, al igual que la magdalena, provoca la intervención de la memoria involuntaria: una antigua sensación intenta superponerse, acoplarse, a la sensación actual, y la extiende sobre varias épocas a la vez. Sin embargo, basta con que la sensación actual oponga a la antigua su «materialidad» para que la alegría de esta superposición deje sitio a un sentimiento de huida, de pérdida irreparable, en el que la antigua sensación se ve rechazada a la profundidad del tiempo perdido. Así, como el protagonista se siente culpable, sólo da a la sensación actual el poder de sustraerse al abrazo de la antigua. Empieza por experimentar la misma felicidad que el caso de la magdalena, pero al instante la felicidad da lugar a la certeza de la muerte y de la nada. En ello hay una ambivalencia, que permanece siempre como una posibilidad de la Memoria en todos los signos en los que ella interviene (de ahí la inferioridad de estos signos). La Memoria misma implica «la contradicción harto extraña de la supervivencia y de la nada», «la dolorosa síntesis de la supervivencia y de la nada»[25]. Incluso en la magdalena o en las losas, la nada apunta, escondida esta vez por la superposición de las dos sensaciones.
De otra forma, los signos mundanos, sobre todo los signos mundanos, pero también los signos del amor e incluso los signos sensibles, son los signos de un tiempo «perdido». Son los signos de un tiempo que perdemos. Pues no es razonable dedicarse a lo mundano, enamorarse de mujeres mediocres, ni incluso realizar tantos esfuerzos ante un espino blanco. Valdría más frecuentar personas profundas, y sobre todo trabajar. El protagonista de la Recherche expresa a menudo su decepción, y la de sus padres, ante su impotencia para trabajar, para emprender la obra literaria que anuncia[26].
Un resultado esencial del aprendizaje consiste en revelarnos al final que existen verdades de ese tiempo que perdemos. Un trabajo emprendido por el esfuerzo de la voluntad no es nada; en literatura, no puede conducirnos más que a estas verdades de la inteligencia a las que falta la señal de la necesidad, y de las que siempre se tiene la impresión que «habrían podido» ser otras, o podían ser dichas de otra forma. De igual modo lo que dice un hombre profundo e inteligente vale en sí por su contenido manifiesto, por su significación explícita, objetiva y elaborada; de ello sacaremos pocas cosas, tan sólo posibilidades abstractas, si no hemos sabido llegar a otras verdades mediante otros caminos. Estos caminos son precisamente, los del signo. Ahora bien, un ser mediocre o estúpido, desde que lo amamos, es más rico en signos que el espíritu más profundo, más inteligente. Cuanto más limitada es una mujer, más compensa con sus signos, que a veces la traicionan y denuncian una mentira, su incapacidad para formular juicios inteligibles o poseer un pensamiento coherente. Proust dice de los intelectuales: «La mujer mediocre a quien uno se asombraba de verlos amar les enriquecía el universo mucho más de lo que pudiera hacerlo una mujer inteligente»[27]. Existe una embriaguez que produce las materias y las naturalezas rudimentarias porque son ricas en signos. Con la mujer mediocre amada regresamos a los orígenes de la humanidad, es decir, a los momentos en que los signos dominaban sobre el contenido explícito, y los jeroglíficos sobre las letras: esta mujer no nos «comunica» nada, pero no cesa de producir signos que es preciso descifrar.
Por ello, cuando creemos perder el tiempo, sea por snobismo, sea por disipación amorosa, efectuamos a menudo un aprendizaje oscuro, hasta la revelación final de una verdad del tiempo que se pierde. Nunca se sabe cómo aprende alguien; pero, cualquiera que sea la forma en que aprenda, siempre es por medio de signos, al perder el tiempo, y no por la asimilación de contenidos objetivos. ¿Quién sabe cómo un escolar se convierte de pronto en un «buen latinista»? ¿Qué signos (si es preciso amorosos o incluso inconfesables) le han servido de aprendizaje? Nunca aprendemos en los diccionarios que nuestros maestros o nuestros padres nos dejan. El signo implica en sí la heterogeneidad como relación. Nunca aprendemos actuando como alguien, sino actuando con alguien, que no tiene relación de semejanza con lo que se aprende. ¿Quién sabe cómo se convierte uno en un gran escritor? A propósito de Octave Proust dice: «Me sorprendió enormemente pensar que las obras maestras, tal vez las más extraordinarias de nuestra época, han surgido no de la concurrencia general de una educación modelo, académica, al modo Broglie, sino del alternar en hipódromos y grandes bares»[28].
Sin embargo, perder el tiempo no es suficiente. ¿Cómo extraemos las verdades del tiempo que perdemos, e incluso las verdades del tiempo perdido? ¿Por qué llama Proust a estas verdades «verdades de la inteligencia»? De hecho, se oponen a las verdades que la inteligencia descubre cuando trabaja por simple voluntad y se prohíbe perder el tiempo. A este respecto, hemos visto la limitación de las verdades propiamente intelectuales: les falta la necesidad. Pero en el arte o en la literatura la inteligencia interviene después y no antes: «La impresión es para el escritor lo que la experimentación para el estudioso, con la diferencia que en el estudioso el trabajo de la inteligencia precede y en el escritor se realiza después»[29]. En primer lugar, es preciso experimentar el efecto violento de un signo y que el pensamiento se vea obligado a buscar el sentido del signo. En Proust, el pensamiento en general aparece bajo varias formas: memoria, deseo, imaginación, inteligencia, facultad de las esencias… No obstante, en el caso preciso del tiempo que perdemos y del tiempo perdido, es la inteligencia, y sólo la inteligencia, la que es capaz de suministrar el esfuerzo del pensamiento, o de interpretar el signo. Ella es quien encuentra, con la condición de que aparezca a posteriori. Sólo la inteligencia, entre todas las formas del pensamiento, extrae las verdades de esta naturaleza.
Los signos mundanos son frívolos, los signos del amor y de los celos, dolorosos. Sin embargo, ¿quién buscaría la verdad si no hubiese aprendido, en primer lugar, que un gesto, una entonación, un saludo, deben ser interpretados? ¿Quién buscaría la verdad si antes no hubiese experimentado el sufrimiento que produce la mentira de un ser amado? Las ideas de la inteligencia son a menudo «sucedáneos» del pesar[30]. El dolor obliga a la inteligencia a buscar, al igual que algunos placeres insólitos ponen en marcha a la memoria. A la inteligencia le corresponde comprender, y hacernos comprender, cómo los signos más frívolos de la mundanidad remiten a leyes, y cómo los signos más dolorosos del amor remiten a repeticiones. Entonces aprendemos a servirnos de los seres: frívolos o crueles, se han «planteado frente a nosotros», ya no son más que la encarnación de temas que los superan, o los pedazos de una divinidad que ya no puede nada contra nosotros. El descubrimiento de las leyes de lo mundano confiere un sentido a signos que permanecían insignificantes, tomados aisladamente; pero sobre todo la comprensión de nuestras repeticiones amorosas transforma en alegría cada uno de estos signos que, tomados aisladamente, nos producen tanto dolor. «Pues no somos tan fieles al ser que más hemos amado como a nosotros mismos; y, más pronto o más tarde, lo olvidamos para poder, ya que es propio de nosotros mismos, volver a empezar a amar»[31]. Los seres que hemos amado, uno por uno, nos han hecho sufrir; sin embargo, la cadena rota que forman es un gozoso espectáculo de la inteligencia. Entonces, gracias a la inteligencia, descubrimos lo que al principio no podíamos saber: que ya realizábamos el aprendizaje de los signos cuando creíamos perder el tiempo. Nos damos cuenta de que nuestra vida perezosa formaba una unidad con nuestra obra: «Toda mi vida… una vocación»[32].
Tiempo que perdemos, tiempo perdido, pero también tiempo que recobramos y tiempo recobrado. A cada clase de signos corresponde sin duda una línea de tiempo privilegiada. Los signos mundanos implican sobre todo un tiempo que perdemos; los signos amorosos involucran en especial el tiempo perdido. Los signos sensibles a menudo nos permiten recobrar el tiempo, nos lo devuelven en el seno del tiempo perdido. Los signos del arte nos dan un tiempo recobrado, tiempo original absoluto que incluye a todos los demás. Pero si cada signo tiene su dimensión temporal privilegiada, cabalga también sobre las otras líneas y participa de las restantes dimensiones del tiempo. El tiempo que perdemos se prolonga en el amor e incluso en los signos sensibles. El tiempo perdido aparece ya en la mundanidad y subsiste todavía en los signos de la sensibilidad. El tiempo que recobramos reacciona a su vez sobre el tiempo que perdemos y sobre el tiempo perdido. Y en el tiempo absoluto de la obra de arte todas las dimensiones se unen y encuentran la verdad que les corresponde. Los mundos de signos, los círculos de la Recherche se despliegan por tanto según líneas de tiempo, verdaderas líneas de aprendizaje; pero sobre estas líneas se interfieren unos con otros, reaccionan unos sobre otros. De esta forma los signos no se desenvuelven, no se explican según las líneas del tiempo sin corresponder o simbolizar, sin recortarse, sin entrar en combinaciones complejas que constituyen el sistema de la verdad.