Puede acaecer también esto; debía sin duda acaecer; y ahora soy mayordomo. Carezco de amo, ni siquiera una lábil sombra. Nosotros, los mayordomos, habitamos en un vasto aposento subterráneo, no hablamos, no gesticulamos, no movemos los miembros, ni estamos despiertos ni somos durmientes. Ahora sé por qué nuestros trajes están siempre impecables: no es traje, sino nuestra piel, que tiene forma y color de librea. En ocasiones, los mayordomos son llamados y enviados, no se sabe por quién, a servir a alguien. Aquel que es servido se convierte en su momento en mayordomo. No hay otra salida. No envejecemos, no conocemos la enfermedad ni la muerte, por más que no tenga sentido llamarnos inmortales. Yo, y todos aquellos, si es que existen, que han participado en tu búsqueda, y te han fallado, como no podía ser de otra manera, se han aquietado ahora en forma de solícitos mayordomos. Cuando llegue mi turno, sostendré las riendas a un ajeno caballero nocturno que te busca; lo haré sin sentir celos, sin preocupación alguna por lo que pueda suceder, sin preguntarme tan siquiera de qué específica manera él no te encontrará. Por más que el nuestro sea aspecto de hombres; no tenemos sexo; y por más que todos hayamos experimentado los desórdenes de la pasión, ninguno de nosotros tiene ya la audacia de demorarse en los confines del amor, que definitivamente hemos reconocido a otros: caballeros de la noche, peregrinos disfrazados, espías y bufones. Los mayordomos son honorables; no hablan con nadie, ni siquiera entre sí, por más que simulen emitir sonidos. Son diligentes y obedientes, por más que ninguno de nosotros sepa a quién, ni por qué motivo debiera obedecer. No sufren de melancolía, y si pensaran en algo, pensarían sin duda que es ínsita a su condición una suerte de juego, una bufonería que ellos ejercen por el mero hecho de existir. Tendríamos todos nosotros algo que contar, y tal vez incluso algo que te atañe; pero hace ya enorme tiempo que no nos interesa tener nada que escuchar o que contar. No saludamos y no nos despedimos; no hay lugares hacia los que partir, ni lugares que alcanzar. Me atrevería a decir que nuestra condición es perfecta. Si hubiera sido el mayordomo de mí mismo, habría procurado darme ese mensaje: sé mayordomo. Que en otras partes se hable de nosotros, qué se le va a hacer, cuándo, puede ser: lo importante es que no sepamos dónde. En otros tiempos alguien nos absolverá de nuestra superflua fidelidad: no nos interesa quién. Nos corresponde una suerte de salvación, pero no queremos saber cuál, ni por qué. Somos discretos incluso en lo que nos atañe a nosotros mismos. Ninguno de nosotros tiene nombre, si bien es de suponer que exista en algún sitio un depósito de nombres. Por otra parte, es imposible, además de superfluo, distinguirnos, y un solo nombre puede bastar para todos nosotros. En todo caso, aunque exista, ese nombre nos es ignoto, y no nos preocupa. Estrictamente, a nosotros no puede acaecemos nada; y ese fundamento tiene nuestra obediencia.