Como sacristán de esta iglesia, estoy eximido de cometidos propiamente sacros, que siento congeniales y extraños a mí, y para los que no estoy provisto de las necesarias cualidades técnicas; pero no estoy eximido del cometido de permanecer constantemente en un espacio sagrado, por más que mi presencia, en este lugar, aparezca como irrisoria, supernumeraria, injuriosa y acaso temeraria. La iglesia no es amplia, y podría acoger a no muchos fieles, y debería haber sido confiada a un cura, dotado de ese aparato que lo hace idóneo para el legal y protegido comercio con lo sacro, del cual esta iglesia es como un depósito, una aduana de confines. De los fieles no tengo recuerdo alguno, pero pudiera ser que mi memoria estuviera consunta, o sencillamente que yo esté continuamente entretenido en mis tareas, cuya modestia las convierte en apabullantes. No estoy seguro de haberme tropezado alguna vez con el cura, pero resulta verosímil que lo haya soñado, y probable que me haya tropezado con él bajo otros hábitos. Por lo demás, estoy seguro de no haber mantenido con él coloquio alguno, y ello me parece del todo razonable.
En las paredes de la iglesia, que es vieja aunque no antigua, fueron pintados grandes frescos, y a ellos soy devoto. Me gusta pensar que los frescos son más antiguos que la iglesia. No soy devoto por igual a todas esas figuras que taciturnas e imperativas pululan por las paredes. De entre todas, una figura especialmente me aflige y dolorosamente me consuela. Naturalmente, es una figura de espaldas, alta, cándida, guerrera, alada acaso, un ángel. No le veo el rostro a esa figura; en ocasiones, puesto que no desamo a la vez indagar y jugar conmigo mismo, he buscado el punto exterior de la iglesia correspondiente a la figura del ángel, casi como si, por ese lado, esperara verle el rostro. Y dado que no había allí rostro, he llegado a la conclusión de que la iglesia fue construida precisamente para borrar el rostro del ángel. En verdad, el único indicio que tengo yo de algún coloquio nuestro, de un estar juntos es precisamente este negarme su rostro. A ese ángel, a su terribilidad y gracia, le hablo yo; y me dispongo como si me escuchara. «¡Ángel de los venenos!», lo invoco yo, «tú que me has ajado las manos de lágrimas, de manera que no puedan enlazarse en plegaria; no dejes de intoxicarme, desde tu altura y desde tu desierto; por encima de todo, no me mires; no me desveles, no me reveles tu rostro. Desde siempre convivo yo con tu denegación. Tú posees y cautamente gobiernas los tósigos del cielo, de la tierra, de la selva; con algunos ajas la carne; con otros trabajas minuciosamente el rostro, o vuelves oscuro y distraído el lenguaje, o lo haces añicos en balbuceos: tú vuelves intolerable y sensato todo tañido de la hora que sobrevivo; gobiernas la pesadilla de mis sueños, proyectas el despertar tétrico e ignaro; todo lugar al que arribo es cenagoso, inhospital, novilunio; tú con tus gotas grabas sobre las lápidas los nombres de los homicidas y suicidas; afliges a moribundos y parturientas; pero a nadie en ningún caso miras, nadie te mira el rostro. Me has utilizado como un antiguo pergamino y con tu tinta de veneno has intrincado tus palabras con otras que desde hacía tiempo habían perdido todo significado: y hete aquí esta jocunda mixtura de erratas. Semejante a tu diseño heráldico, ahora el pergamino es incomprensible y como tal permanecerá, hasta que tú no borres toda escritura con tu espada». Levanto las manos, muestro a su nuca mis manos contraídas y descarnadas, el cuello enjuto, el cuerpo raído. El me ha consumido, armas viriles sobre cuello de hembra; pero no, no hermafrodita. Tu esterilidad es maravillosa, le anuncio, no hay en el mundo semen que pueda aplacar tu duro afán por el nacimiento. Un antiguo deseo de malestar me ha hecho sicario de tus calcañares alados, el rostro nocturno, la luz negada, la transparencia diurna, la pugnaz feminidad, el viril abandono. Tal vez te haya dibujado yo mismo, en la única postura de ti que conozco, empleando la variada policromía de mi sanie. La enfermedad ha hecho de mí una minuciosa avenencia de colores. Como las Reinas, he experimentado la lepra. He sido relegado a esta iglesia, en la que la tristeza del cuerpo pudiera descansar a la luz cruel de tus armas, descifrando en tu nuca el «no» inaudible del rostro. Podría decirte que yo sospecho algo de tu rostro, y que sin duda tú sabes algo del mío. Sé que tú no habitas esta pared, esta iglesia, sino que únicamente a través de innúmeras otras paredes dejas discurrir tu imagen, que, inmóvil, sin dar un paso, desde siempre y para siempre se va alejando. Por lo tanto, la denegación de tu nuca es también tu asentimiento.