Amor, desde hace algún tiempo combato en las filas de un ejército del que no sé nada, excepto que parece decidido a vencer a un enemigo que, por lo que yo sé, podría incluso no existir. De semejantes enemigos, a quienes yo debiera matar, me ha sido propuesta una imagen genérica, reticente, y tan fraternal a la vez, que me he preguntado si no me habría equivocado de ejército; lo que no tiene en el fondo demasiado sentido, puesto que del otro ejército no he tenido jamás prueba o indicio. A causa de la guerra, en esta parte del mundo prevalece la noche, y el sol no sobresale por el horizonte más que unos cuantos grados, y en esas horas la tierra está inmersa en niebla difusiva. De vez en cuando avanzamos, y eso nos da a todos una sensación inútil de victoria, y expande una salvaje euforia; al cabo de las horas, puede ocurrir que a algunos les caiga en suerte la orden de desplazarse hacia la derecha, maniobra ejecutada con enorme alegría, y considerada astuta y hábil operación, de asedio acaso, y prueba cierta de que tenemos grandes y expertos generales. Cuando después nos retiramos, las interpretaciones son divergentes: para algunos, la guerra está ya ganada, y volvemos a casa; para otros, precisamente eso que consideramos retirada, es el auténtico avance, para la definitiva perdición del enemigo. No osaré decir que estoy cansado; con todo, esta perenne incertidumbre sobre el tipo de batalla, sobre los enemigos, sobre la victoria y la derrota, e incluso sobre los objetivos y la propia existencia de una guerra, todo ello no puede dejar de aconsejar una suerte de abatida impaciencia, e incluso ajenamiento. Debo añadir que nadie ha visto nunca a ningún suboficial, por no hablar de comandantes; y cuando nos llegan las que vienen definidas como «órdenes», nadie en conciencia puede decir de dónde provienen, ni quién las ha definido como tales. En cuanto a mis compañeros de armas, la noche, la niebla, las distancias no me han consentido el verles jamás el rostro; en ocasiones veo sus manos, alargadas y huesudas, acaso en los márgenes de lo humano; me ofrecen, con mucho garbo, la comida, o aceptan un poco de la lumbre que sale de mis uñas, cuando las uso como eslabón y yesca, para encender la leña bajo una olla. Hace unas cuantas horas, por el tono con el que se dirigían a mí, me he dado cuenta de que he ascendido de grado, de modo que se me debía una suerte de obediencia. No sé cómo ha podido acaecerme la obtención de ese grado, a menos que no sea a causa de ciertos enrevesados y difíciles sueños, que en ocasiones me acaece afrontar, lo que hago con una determinación, o insolencia, que tal vez no haya pasado desapercibida para mis superiores. La situación, desde el momento en que me ha sido conferida esa oscura autoridad, es en cierta manera más razonable, puesto que la única orden que doy es la de girar en círculos, de modo que estos hombres de armas obtengan todas las sensaciones de la victoria, de la maniobra, de la retirada, del descalabro. Desde que maniobran de esta manera se consideran, al mismo tiempo, invencibles y en fuga, lo que produce dos no inconciliables euforias, que, a mi parecer, son provechosas para un ejército. Me preguntarás por qué no deserto. En realidad, esta guerra parece hasta tal punto difusiva como para no dejar espacio al más exiguo y garboso lugar de paz. Por mucho que el lugar en el que milito me sea ignoto, e invisibles mis compañeros, e improbables aunque insidiosos los enemigos, e impreciso el estruendo de las armas, a todo ello me estoy acostumbrando, y a la oscuridad, a los ruidos del cuerpo, hierbas, piedras, y me voy persuadiendo de que esta guerra otra cosa no es más que una forma enfática, hiperbólica, de paz. Tú ya sabes que sólo podría existir un motivo para desertar, y no puedo fantasear con que a un graduado de tropa le sea entregado un mapa cualquiera útil para semejante objetivo, y que sería imposible leer e interpretar. Yo no sé dónde estoy, y por lo tanto, tengo el derecho, en verdad no demasiado excitante, de afirmar que estoy aquí. Creo que estar aquí es una condición lo suficientemente honorable, digamos que como ser un notario, o un abogado; no veo, pues, la razón para desatender este «aquí» que vale para mí bastante más que un título de estudios. Es verdad, oigo decir que hay ejércitos que recorren el mundo, en los que personas emprendedoras hacen una rápida carrera. Comprendo que estos ejércitos tienen mayores probabilidades de tropezarse con el árbol de los mensajes, o de descubrir la casa que crece. Pero yo no sé dónde podrá estar semejante ejército, que acaso no sea más que una fácil invención propagandística; y no sé si mi familiaridad con determinados lugares, que me consentiría el reconocerlos, es mérito para ser escogido o rechazado. Dormimos en los fosos, en las eras, en los prados, sueño, soñamos, elusivas imágenes de recuerdos, y me despierto como si hubiera sido traicionado, engañado —y tal vez lo haya sido en verdad—, y caigo presa de un llanto silencioso. Me pregunto cómo es posible que un derrotado forme parte de un ejército victorioso; después me pregunto si una diversa suerte sería posible. Nuestra comida es abundante, los uniformes de buen paño, y tenemos la sensación de estar al cuidado de personas expertas, eficientes, y que nos conocen a fondo, aunque tal vez no nos estimen. Los sueños son largos; raros, lejanos, opinables los disparos de arma de fuego, tal vez de cazadores de ciénaga. La tierra está mullida, como si hubiera llovido recientemente, y el aroma de campiña resulta bastante agradable. Tengo la sensación imprecisa de ser algo más peludo de lo habitual, y no siempre estoy seguro de combatir al lado de seres humanos; en todo caso, no me escandalizaría por ello. Es posible que durante el sueño nuestro destacamento avance. Podría ser que lo que nosotros, tomados singularmente, desconocemos, la dirección de nuestros desplazamientos, para empezar, esté en cambio perfectamente claro, es más, sea obvio, para el destacamento tomado en su conjunto; y que en el sueño, y únicamente en el sueño, seamos un ejército que avanza. Un día tal vez sepamos en qué dirección hemos avanzado, y tal vez debamos reconocer que no nuestros comandantes, no el general de los generales, sino nuestros sueños son los que nos han acompañado en la dirección que nos compete. Creo que todo ello es del todo improbable; por otra parte, los hombres de armas tienen bastante tiempo que perder, su vida no vale mucho, y las hipótesis, con las que engañan el tiempo, nunca son ni desmentidas ni confirmadas. Todos, en cualquier caso, disponemos de una solemnidad enigmática, que nos parece asaz honorable.