Amor, soy ahora —por más que no sepa lo que quiere decir esta indicación de tiempo— un diligente y estimado empleado en una de las instituciones más prestigiosas del país, a la que he ido a parar. Mi empleo es humilde, ínfimo, mejor dicho, ya que desde hace mucho, mucho tiempo no conseguía hallarse a nadie que quisiera encargarse de él, y atender a los humildes pero necesarios servicios que impone; de ahí los inconvenientes no leves para la oficina entera, que no sólo no puede renunciar, sino que exige, para su buen funcionamiento, muchas y variadas formas de innobleza y vergüenza. En este lugar, que tiene el cometido de proyectar el futuro, yo me encargo del archivo, y estoy pues destinado a la guarda y custodia de un tiempo no sólo pasado, sino transmutado definitivamente en árido excremento. En aquel tiempo sellado en grandes contenedores de cartón no ha habido lugar jamás para forma alguna de leticia, y tanto menos de humilde buen humor vespertino. El hedor que de él emana es una suerte de hircismo de fiera recién matada, una vida fulmínea ya hecha carroña. He sido aceptado en virtud de mi cuerpo increíblemente raído, y de mis vestiduras laceradas, en definitiva, por mi patente desinterés ante nada afanoso por existir. Mi canicie, la patente disposición a acoger con natural abandono cualesquiera formas de enfermedad, mi empecinada negligencia, hacia mí mismo en primer lugar, me han merecido una acogida más que respetuosa, mejor dicho, deferente. Mis colegas no son, propiamente, mayordomos; pero están sin duda hechos de esa materia, que supongo utilizable en varias guisas. Eso explica por qué, si bien no hay nadie que me sea inferior en grado, cuando entro en la oficina todos se levantan y, es más, no falta quien se incline. No sin lágrimas paso yo por las grandes salas, y me retiro a mi despacho. Lloro a menudo, y puesto que pocos o nadie llora, mis lágrimas son recibidas como un buen presagio, por más que nadie sepa de qué, ya que este lugar, si bien no desesperado, está por entero mondo de esperanza. Estoy también considerado como un signo de distinción, algo que, carente de valor, confiere valor a las cosas entre las que habita. Durante todo el día catalogo papeles de varia condición y destino: cartas de amor, relaciones de viajes, certificados de nacimiento, actos de notoriedad para muertos desaparecidos, firmas matrimoniales, documentos de pertenencia a variadas y contradictorias religiones. De todo ello se deriva un sudor de decadencia, algo que va más allá de la simple y didáctica condición de la muerte. Todo es irrelevante, y acaso incluso más: está dotado de una inutilidad que es imposible manejar sin perder consistencia. Tengo un mamotreto propio, en el que anoto todo aquello que, a mi parecer, puede aludir a tu paciente, y debieras admitirlo, irritante clandestinidad. He hojeado minuciosamente los catálogos de los deshechos, pensándolos materia a ti cara, casi sanguaza afectiva; pero, obviamente, si de ti pudiera haber rastro, estaría oculto bajo un nombre falso o imposible cualquiera, o te pertenecen los deshechos, las escorias, anónimas y sin fecha, sin remitente ni destinatario, parias añicos que no puedo entregar a tus pies ni en cualquier caso considerar, no te ofenda la expresión, nuestros.

No creo abandonar esta oficina, cuya no oculta inutilidad aprecio, y en la que me está consentido llorar largo rato, y donde mi trabajo es apreciado, por más que sea considerado algo enigmático o acaso sólo embarazoso. Me muevo cada vez más en el pasado, que soy el único en comprender y no me rechaza, ya que éste me pertenece o del que en cualquier caso me adueño, como algo que supongo posesión tuya. Así pues, ¿habrá de ser considerada mi vida como un fracaso, una derrota irremediable? Por el mero hecho de haber amado, no podía dejar de ser una derrota; y al mismo tiempo no puede serlo; del hecho de haberte amado me viene una obstinada perplejidad, casi como si no consiguiera comprender de qué manera este amor inane y con todo necesario ha podido ser habitado y vivido y, literalmente, consumido, ya que ahora en mi vida de él sólo quedan huellas en el desgaste de los miembros. En realidad, mientras rebusco entre estos papeles, y los manejo y escruto, yo continúo, continúo clandestinamente combatiendo, si queremos emplear palabra tan incompatible con mi decadencia. Indago, interrogo y me interrogo sobre si no será que esta derrota era necesaria, con el objeto de que yo fuera acogido en la miseria tranquila y sin confines de esta oficina, para reverdecer por fin ese rastro, esa huella que no ha perdido su velocidad, y por lo tanto es efímera y exigua, y que hasta hoy se me había sustraído. ¿Podría ser que enfermedad, agonía, espera y celebración de la muerte fueran tiempos y lugares de victoria? ¿Y que, por lo tanto, no hubiera nada más que la ferocidad de una existencia desvariada, idónea para conducirme al camino que, por más que su término no se vea, sabe embaucarme como «justo»?