Amor, creo necesario nombrarte, más exactamente pronunciar tu definición, tu cometido, puesto que de ti ignoro nombre y existencia. Así pues, yo te nombro: un dedo fónico te señala en el centro de la noche. No rememoro tiempos en que no fuera de noche, de manera que no he tenido jamás forma distinta para señalarte que no fuera este distraído y atento juego de una mano que no diviso. Esto, a ti que no puedes escuchar, quisiera decirte: tengo que marcharme, al punto, en esta noche que en todo instante está igualmente lejos del alba y del ocaso; camino y hablo quedamente, rechina bajo mis pasos la madera del pórtico, escucho el fragor del bosque. Bajo la luminiscencia de nubes bajas, de nieblas, intento escribir una carta que no irá a parar a ti jamás. Sé que tú duermes en algún lugar de la enorme casa; y escucho cómo la casa, gimiendo, rechinando, continuamente crece, se acrecienta de pináculos, brotan balcones, se disparan cúpulas, los aposentos paren aposentos, pasillos, nuevos aposentos. Tú, durmiente, eres conducida ignara de aposento en aposento, y con un suspiro leve y profundo caes en lechos cada vez más imposibles de localizar. A quien te conduce, sin desfigurar la delicada piel de tus sueños, le eres cara, te ama, si bien su forma sea estrafalaria e inquietante; y a semejantes servidores tuyos dejaré yo esta carta, arrojada al pórtico, confiando en que la divisen, y te la entreguen. Oigo esos pasos suyos por los inestables pavimentos de la casa que crece; y si bien jamás haya llegado a verlos, jamás haya partido el pan con ellos —tan respetuosos y discretos—, jamás haya jugado a los dados en la noche, con ociosa y cómplice paciencia, yo creo conocerlos, a esos peludos perros de grandes botas, con manos ágiles de gatos, a las serviciales serpientes; pero esto también sé yo, que ni siquiera ellos saben a qué aposento has sido destinada, y su cometido únicamente es el de vigilar tu reposo, el de proteger tus sueños, amortiguar tu propio aliento contra los visillos, y eso hacen yaciendo al azar en un pasillo, recorriendo una galería, una balconada, fingiendo haber oído llamadas, tu voz, en verdad sólo para confirmar su mansa y obstinada obediencia; ya que, aunque tú, en la amargura de un sueño repentinamente intolerable, pretendieras llamarme, llamarlos, llamar, nadie intentaría ni tan siquiera recorrer el laberinto que te excluye y te defiende. No diversamente, amor, te amo yo; sabiéndote «aquí», pero encerrada en un «aquí» que a cada instante se alambica y expande, y que, si no huyo, no tardará en volverse tan grande como el mundo. Reconozco tu benévola ironía en esta invención de un «aquí» que nos consiente la convivencia menuda y la separación total. Y, en la sólida fortaleza de tu reposo, en la ciudad antigua de tus sueños, allá donde ninguna carta te será jamás entregada, yo creo que tú sabes que, al igual que tú me ofreces un «aquí» inasible y no desleal pese a todo, así parto yo, no para perderte sino para buscarte; ya que en estos enigmas, juegos de palabras, palíndromos, desamores y amores, anfibologías de encuentros y simetrías de fantaseados abrazos, yo debo huir para buscarte, debo abandonarte para conseguirte, y darte la espalda para sorprender tu rostro. Esto sé yo: cuanto más cerca de ti permanezca, cuanto más acepte estos falaces y volubles mapas de la casa en la que podría encontrarte, más oculta, incomprensible, inexistente me estarás. He imaginado en ocasiones que recorría atropelladamente, con antorchas y espadas, esta casa, para hacerla añicos y entregarla a las llamas; y nadie me hubiera retenido. Pero, en tal caso, ¿habrías sido alguna vez algo distinto a los escombros frágiles y fugaces de una casa diseminada por un viento inocuo, pueril? Si te busco, te pierdo; si demuelo lo que me separa de ti, todo aquello que demuelo forma parte de ti; eres tú; me propones un abrazo de escombros. Al perderte, te busco; si me marcho, me vuelvo peregrino, reconociendo que de todos los rasgos de tu rostro, de tu cuerpo, éste, la lejanía, es el que me permite reconocerte por doquier; y en eso eres tú desemejante a cualquier otro.
Por lo tanto, no te diré «adiós», palabra que a su insoportable oratoria une una aguda, penosa deslealtad. Y con todo, sé que hay algo de verdad en esta despedida de encuentro, ya que las extravagancias del tiempo, los balbuceos de los lugares, las velocidades y las subitáneas paradas de las estrellas podrán, en cualquier momento, acercarnos y desunirnos. ¿Estaremos pues innúmeras veces cercanos e invisibles, seré contemplado y transparente, llamado y sordo, nombrado y anónimo por consueta y firme soledad? Chocaré contigo y me disculparé, distraídamente, mirando hacia otro lado; y no reconoceré tu voz que me pregunta «¿Lloverá esta noche?». Esto puedo suponer asimismo: que viajaré contigo, y también que ese viaje tiene un término que podría estar a tiro de piedra de su comienzo. Por lo tanto, amor, me marcho. En el momento en el que me aplico al itinerario de la salida, y tanteo la fórmula del adiós, es posible que tus sueños, lejanos y lentos, se vean invadidos por un variopinto estrépito de caballos, gente armada, enseñas perdidas, sangre. La sombra arrollada, desgarrada que tú dudosamente vislumbras es aquel que, amándote, persigue el descalabro, feliz ante la catástrofe, y que hace de la deserción una huida, de la silueta asaetada a muerte, el furor de un pendón.
Dejo a mis espaldas una batalla feroz y estridente, con ignotos enemigos, o a quienes sólo yo he consagrado como enemigos, con el objeto de arrebatarles una derrota. El suplicio padecido devasta, dibuja mi cuerpo. La fuga genera, retrospectivamente, todos los síntomas liberadores del descalabro. He rechazado la tentación de la victoria y buscado meticulosamente la muerte, la dispersión de mis miembros. Desmañado, aunque pedante, combatiente, he perdido escudo, armadura, lanza. He experimentado la muerte, he escogido el deshonor de la transfixión por la espalda.
Si la derrota me ofrece la única esperanza de itinerario, persecución y fuga, tengo derecho a rendir honorable homenaje a mis despojos, contrahaciendo una empresa cuyo auténtico heroísmo es completamente secreto, una malicia, un enigma. Yo me pongo de luto por mi propia muerte. Mientras la lengua susurra una risible melopeya de adioses, y los dientes van salmodiando, las manos, recíprocamente muertas, se rememoran con viril dolor, y en cada ojo lágrimas y orgullo se mezclan por la muerte del otro ojo. Funeral por mí mismo, avanzo con solemne andadura, envuelto en el fastuoso carmesí de la sangre; de mis uñas lividecidas, de los párpados entreabiertos, del candor de la calavera nacen nobles parientes afligidos, venidos desde muy lejos, huérfanos escuderos lacrimosos ante mis espuelas, guerreros no desmemoriados del resplandor de mis pupilas. Soy para mí plañidera, melódico sacerdote, y lamentoso cortejo luctuoso. Yo me deploro, consagro, conmemoro, celebro; sepultado, seré mármol anónimo; tumba y fortaleza.
Estoy en el centro del bosque, y sé que el bosque me aprueba. Hojas, musgos, hongos, hierbas, enormes troncos, gráciles arbustos han asistido a mi degollina, numerado mis heridas, comentado el color de mi sangre y apreciado la indudable dignidad de mis exequias. Les ha impresionado favorablemente el dolor, delicadamente recitado, de mis escuderos. Catástrofe impecable, huida a muerte, ceremonia me han conferido el derecho a la fuga. Lugar solemne, amigo aunque no cómplice, cómplice aunque no correo, el bosque. Lo ilumina la fosforescencia de la decadencia; hojas enormes exhiben con graciosa soberbia la luminosa fiebre de la ciénaga. El bosque me aprueba; he perdido definitivamente la casa en la que sueñas, he escogido la muerte, la ignominia, la huida. He actuado sabiamente al perder todo futuro. El deshonor es mi blasón, y la muerte me sirve de intacta armadura.
El bosque hospitalario, honorable, noblemente teatral, ofrece, cual solaz de mi alma atormentada, entretenimiento de imágenes ilusorias. Un hombre a caballo persigue a una niña entre lágrimas, la captura, la corona, se arrodilla a sus pies, súbitamente, de un corte limpio la decapita, lacera, esparce y pisotea sus miembros, desesperadamente solloza por la reina perdida. Una muchacha que tiene una única cabeza y tres rostros se ofrece al caballero homicida, pero los tres rostros tienen una única boca, y garras en lugar de dientes; y esa boca sonríe. Dos sombras taciturnas se persiguen en círculo, y cuando se tocan se deshacen en légamo, sobre el que flotan muchos ojos, cada uno distinto al otro. Miles de cabezas decapitadas, sangrientas, se contienden el oro de una corona, se laceran con los dientes. Palacios de lluvia nacen, fluyen; el corazón me late, puesto que no distinta podría ser tu morada. Lloro, y mi llanto es la lluvia que conforta al bosque; el bosque aprecia mis lágrimas, que considera, no sin razón, un gesto de respeto. Avanzo hacia un palacio de agua, ecuóreas siluetas de animales silenciosos, fantasmas acaso humanos. Se disipa, reaparece, se desvanece, tal vez para su propia aflicción. El bosque me concede el avanzar.
¡Admirable mundo nocturno! Mundo exento de formas, de lugares, un sonido es un minúsculo animal, y no podrás distinguirlo de un silbo de sierpe, la descompuesta tela de un árbol, un fermento mohoso, la muerte de una mariposa, consumida por una meditación filosófica innatural. Cualquier ruido podría ser tus pasos; si avanzo por el musgo amigo e indiferente, mis andares no difieren de los tuyos, y yo juego a estarte cerca, disociación mía. Ojos agudos distinguen rocío de fantasmas, vislumbran flores que escriben cartas de adiós, antes de que se ejecute la condena a muerte, el mador noctámbulo de la hierba ofrece una ficción de lágrimas para la inminente angustia; todo ello me es ofrecido en obsequio: yo lloro, yo escribo, yo me consumo y atenúo, camino, ininterrumpidamente medito, me contamino de mí mismo, ininterrumpidamente muero, y delego mi amor, que me da la vida para matarme, en la noche, en el bosque, sonidos y silencios.
¿Seré yo, por lo tanto, un minúsculo animal de pie suave en la hierba, y perdido, ilocalizable; o la menudencia de mis miembros, la exención de un nombre, hace que no pueda perderme nunca y que por doquier sea nutrido yo por el bosque, y lo que creo tibieza de mi cuerpo no sea otra cosa más que calor de la mano aboscada que me sostiene? ¿Así pues, amor, estamos nosotros, tú y yo, sobre esta mano, y por lo tanto desde siempre juntos, o se ha instituido entre la mano y tú una complicidad a la que no tengo acceso? No oso fantasearte como mano y, sin embargo, eso precisamente es lo que hago, camino y rebusco, avanzo e indago, y siempre estoy en el mismo sitio, y ese sitio eres tú, amor.
¡Admirable mundo nocturno! ¿Habré recorrido las millas que sean necesarias para ser declarado exiliado, expatriado, paria? ¿Pero es que alguna vez he tenido alguna casa? Ningún diccionario recoge la palabra «patria», nadie me ha rechazado, no conozco la denegación de una puerta, y sólo he saboreado el rechazo ambiguo y metamórfico del sueño; cerrojos de sopor han sido detenidos por manos no humanas. Lo sé, es irrazonable intentar el acceso a los sueños, pero no hay otro lugar en el que merezca la pena penetrar, un lugar del que no se quiera, no se desee ya huir. Un lugar terminal, una nocturna sede de llegada, algo que no sea ya un recorrido. Soy estólido y ambicioso. Soy alguien frágil y desinformado. ¡Cuántas leves deformidades forman mi cuerpo de hombre! ¿No lo veis? Uso signos exclamativos. No es imposible —la noche está demasiado tupida— que yo vista encajes, que sea la contrafigura de un caballero barroco, la copia del cadáver de mármol de un guerrero —un hombre de verdad— que relata la dignidad de su propia muerte en batalla, reclinado sobre un sarcófago respetuoso y atento ante cada una de sus palabras. ¿Seré acaso un náufrago? ¿Acaso un pirata ineficiente capturado en su primera, tímida tentativa de abordaje? No he visto jamás el mar, y dudo de que exista, tal vez sienta terror ante su existencia, puesto que ¿cómo podría, en ese caso, entre las innumerables naves reconocer la que te custodia? Y si tú sueñas con una nave y en ella navegas, ¿cómo podré entonces penetrar esa madera, en una patraña de muchachos aventureros encaramarme por las gúmenas, y bambolear sobre una toldilla desierta, sazonada por un viaje del que desconozco principio y término? ¿Cuántas veces he sido hallado inadecuado? ¿Cuántas veces he sido asesinado? ¿Cuántas tumbas podría reconocer como mías? Ignoro cuántas veces te he tendido la celada, por caminos y selvas, ciénagas y fosados, encomendándome a noticias insensatas, a deducciones sobre olores, melancolías, estrépito de ramas quebradas.
Pero yo te formido, como cuando me percato de que vienes a mi encuentro, cuando hay allí indicios de un gesto que podría interpretarse como una sugerencia. Ignoro si eres tú fraudulenta o viciosa, o si te es natural e inocente ese asentir y eludirme, o si es indicio de que tú amas mi perseguirte, el hacer de mi vida la paciente hermenéutica de una alucinación.
«Disculpe, señor», me dice una voz cortés, ligeramente gemebunda, acaso abatida; pero el hombre que me ha dirigido la palabra tiene un rostro viejo, muy viejo, arrugado y astuto, un rostro malicioso e irónico, más parecido a un truhán que reparte las cartas que a un técnico del destino. El hombre muy viejo está sentado sobre una inestable silla de oficina, y tiene ante él una áspera mesa; y sobre la mesa están colocados en orden billetes, cartas, plicas; el correo. Miro al hombre viejo: en verdad, no sé si será lícito llamarlo hombre, y nada más: su rostro es inestable, y no entiendo cuántas son sus manos. «Disculpe, señor», repite con una afabilidad que tiene algo de avieso, «tal vez no haya notado usted la encina», y me señala, a sus espaldas, una encina que tiene a la vez un algo de arcaico y de ficticio, de ínfimamente teatral, si no de impío. Miro al señor muy viejo interrogativamente, procuro sujetar sus ojos en los míos. «Esta encina, ya lo sabrá usted», prosigue el señor, «es una encina de no común seriedad, y muchos son quienes no vacilan en definirla como importante». Habla como si la encina estuviese escuchando, y él deseara causar una buena impresión. El runrunear del enorme árbol podría ser en el fondo una argucia, un signo de solemne complacencia. «Quien llega a este lugar», prosigue el señor muy viejo, «está por lo general afligido por problemas, interrogantes, perplejidades, elucubraciones, desesperaciones y esperanzas, cuando no es todo a la vez un punto interrogativo; supongo, pues, que una cierta intimidad con esta señora encina no le resultaría inútil». Sé que conozco a este hombre; en algún lugar ha sido margaritario, experto en perlas y en piedras duras; ha matado, sólo por encargo y no derramando sangre jamás, en ambientes curiales, asaz honorables; por más que nada sepa del sexo, ha sido, tal vez lo sea aún, un decoroso, paciente rufián, un alcahuete dispuesto a favorecer a innobles y a nobles, es un falsario, un lavador de cadáveres, un predador de muertos en los campos de batalla, un esmerado fabricante de monedas falsas. «No me mire a mí», prosigue, «yo no soy nada. Soy, con más exactitud, el cartero. Como puede usted ver, está depositado aquí correo de variadas dimensiones. Si se aproximara, notaría usted que ninguna de estas plicas, cartas, villetes, lleva escrita dirección alguna. En realidad, cartas y villetes son propuestos a quienes arriban a este lugar. El remitente no viene señalado, por obvia discreción, pero el tránsito es extremadamente respetable; en efecto, todos estos villetes me han sido expedidos por la encina. Como puede usted notar, la encina no tiene hojas, sino minúsculos villetes que ondean al viento, y maduran y se cubren de escritura, hasta que se despegan y caen; y entonces yo los recojo y los coloco aquí, en orden. Mi trabajo exige, en efecto, un gran sentido del orden, una profunda estabilidad emotiva, y la conciencia de estar destinado a un cometido bastante más que honorable. Oh, no», mueve la mano, como remarcando una negativa, «yo no soy el intérprete, no ofrezco explicaciones, no aspiro a una ciencia mayor que los demás, en especial que quien arriba a este lugar. Yo me limito a recoger los villetes llegados a la madurez —por lo general una vez al día, por la mañana—, a colocarlos por orden y a aguardar a que, como usted hoy, llegue hasta aquí alguien que sienta una gran devoción por la encina y sus billets doux —porque, naturalmente, estos villetes hablan de amor, por más que esa información sea obvia y del todo inútil—. Si usted no sabe las reglas del juego, que puede serle de enorme provecho, consiéntame que se las exponga con brevedad. Todos los villetes que quiera son suyos; literalmente suyos, es decir, escritos a propósito y sólo para usted. Puede incluso cogerlos todos, he dicho todos los villetes, y también, si así lo desea, aguardar a la próxima caída de hojas mensajeras. Pero hay más: puede usted escoger algunos villetes y abrirlos, y colocarlos de manera que la lectura avance sin obstáculos de villete en villete, y puede usted seguir añadiendo y quitando hasta que sea capaz de conseguir exactamente esa respuesta que le ha inducido a ponerse en viaje. ¿Me entiende?». Sonríe. «Le diré que hay cosas mejores, y esto que voy a decirle, con la autorización de la señora encina, no debe decírselo nunca a nadie. En efecto, en el caso poco frecuente pero no hostil de que encuentre usted un villete no escrito, puede usted escribir en él lo que le apetezca, y ese villete tendrá el mismo valor que si hubiera sido escrito por ese cierto remitente que tiene usted en la cabeza; mire, puedo entregarle yo mismo un villete en blanco, que podrá usted mezclar con los que desee escoger, y escribir en él más tarde las palabras que confieran el sentido que lleva en su corazón». Y sonríe de nuevo, el cartero, y empuja hacia mí las cartas, los villetes, los mensajes. Sonríe, goloso, y aguarda a que yo extienda la mano. Tal vez se divierta la encina también.
De este juego de sociedad de los villetes —me obstino en repetir esta risible palabra, no ignara de lágrimas— ya sabía yo algo; pero éste me acongoja ahora: no vaya a ser acaso frígido y embravecido escarnio, en ti inspirado precisamente por las tinieblas de tu amor, o que el propio amor, y los trámites que enlazan a vivos y a muertos, no se interpongan acaso para estuprar con engaños a los corazones más inestables, frágiles, inciertos. ¿Estamos, tú y yo, agregados en el mismo dolo; o cada uno de nosotros aspira, sea como sea, a hurtar y a mentir, de manera que esté al mismo tiempo a la vera del otro e invisible para él? Ahora sé yo esto como cierto: que tú no podrías escribirme más que en términos ambiguos, opacos, y que tu ambigüedad dejará sin duda oscuro si un mensaje, denegación, asentimiento, ambos, está destinado precisamente a mí o, al contrario, si tiene acaso un destinatario cualquiera, o no es una adulterada enunciación de principio; no desamo tu ambigüedad, la ocultación de las reglas, de manera que no sepa yo jamás si tú mientes, si yerras por destinatario, por mensaje, tiempo, elección de palabras, o si yo mismo yerro, buscando, desilusionado e iluso, un asentimiento, un delicado rechazo, una mórbida reprobación, un eludirse agudo y astuto.
Yo mismo puedo escribir tu villete para mí, tu mensaje; y por lo tanto estamos impregnados de una foránea maraña tal que nuestras manos, por más que separadas, no son distintas las unas de las otras, y tu dolo hacia mí es todo uno con mi dolo hacia ti. Claro está, no lo niego: estos mensajes me tientan; pero yo sé, hombre viejo, yo sé, encina impúdica, que es eso lo que esperáis: que me entregue, yo, que he combatido y he muerto como follón, heroicamente, que me entregue al amor como paladino, recíproco dolo. No creáis que no os entiendo, he aprendido hace tiempo a no desatender la dulzura de los engaños, la claridad de los enigmas, los deliberados errores, el libro abierto al azar, las mofas, las coincidentes palabras. Sé también que no hay texto que pueda dar cuenta de sus propias e intrínsecas ambigüedades, y que no hay palabras que puedan explicarse a sí mismas. Si tú me amas —y yo ignoro si el amor le está consentido a quien sueña—, me amas como puede amarse después de muchos amores, de modo que los misterios, las inexactitudes, los nombres confundidos, maliciosa persistencia, hacen vaga, inepta, extraviada cualquier tentativa tuya de enviar mensajes, sea cual sea su destinatario natural, o laboriosamente innatural, de manera que resulte sólo accesible a un coloquio alegórico; podrías recurrir a catálogos de empresas, ocurrencias, indicios vagos aunque no desleales; proponer síntomas, signos de una enfermedad dotada de sentido, un calculado síndrome, un grumo de sueños fatigosos e hirsutos. Podría aceptar, me dirás, hombre viejo, un villete blanco y no escribir nada en éste; pero no será ese candor ya una alusión al silencio, a intolerables estruendos, una proclamación de identidad, o la imposibilidad de medir la distancia, y a la vez de sondear desesperación, dispersión, inminencia, alusión a la nada, un susurro más mudo, como diciendo «por más que yo esté aquí, no tenemos nada que decirnos»; o también «tú y yo nos ignoramos desde siempre». Aferrar ese villete es el único gesto irremediable, casi una tentativa de seducción —la seducción de una alegoría—, la limosna que pide un huérfano, y sé cuánta ironía merece la solicitud, cualquier solicitud que provenga de quien se propone a la atención de la noche en su condición de huérfano. Te veo, hombre muy viejo, fantasma rufián ya próximo a desvanecerse; vieja encina sórdida y amigable, ¿creéis que os rechazo por falaces, falsarios, maliciosos? No; es vuestra generosidad la que no soporto, si tú tuvieras ramas de serpientes, si me ofrecieras cálices de lentos venenos, seríamos amigos. Queridos míos, éste es un tiovivo, y estos villetes crucigramas, juegos de palabras con los que matar el tiempo en un día de viento, alusiones a acontecimientos ocurridos en otras vidas, cumplidamente olvidadas. Si hay alfabetos en esos papeles, son confeti, papel de colores, trajes de bufón. Un carnaval, mi árbol de burdel, mi guardián de lupanar; noche y bullicio y amor. Mi exasperación es ingeniosa, la desesperación aguda y fecunda, mi desierta ignorancia conoce el melindre, las preciosas paradojas. Árbol mío, hombre viejo mío, funéreos ambos, me salvan las torturas, dirigidas a buen fin, de vuestros balbucientes y adulterados mensajes, significados insignificantes. Cuánta leticia debo rechazar, rechazando el jugar a este juego, que, estaremos todos de acuerdo, tiene que ver con el amor, el amor precisamente.
Un último, extremo juego: en lugar de todas estas baratijas de leticia, un único mensaje, inequívoco, y escrito en él, «Te odio». En virtud de ese odio tú conocerías ciertos lazos, dirigiéndote a mí no sólo me aceptarías como existente, sino a ti misma como existente por mí existente. No te pediría citas. Siento horror por encontrarte como rostro conocido, deseo tu obstinado ocultarte, no manipulado por el existir; rehuyo una sonrisa florecida de dientes. Has pronunciado ya tus palabras, de una sola bocanada; mientras retomo el recorrido oneroso e irrenunciable, entreoigo el eco, embaucador y exacto, de una voz que no oso reconocer, infinitas voces, amor. Insolentes comicastros, ha llegado el momento de la despedida. Rememoraré sin ira un espectáculo en el que se hacinaban todas las posibles ocurrencias, todos los posibles homicidios, los posibles misterios, anotados sobre un guión inexacto, deteriorado por muchas manos; en él se hablaba, supongo, de amor. Por lo tanto, había mucha ironía, e intercambios de papeles, e improbables agniciones, y divertidas declaraciones de demencia, desmañadas tentativas de inmortalidad, y una ocurrente pérdida de nombres, encuentros en la oscuridad, diálogos impropios entre dos enamorados, pero no enamorados el uno del otro; mentiría si dijera que no busqué en esa farsa la voz, la andadura, el sueño, la ausencia específica del objeto de mi amor.
La noche, y más exactamente las tinieblas, consienten, inducen, constriñen a interpretar y a distinguir. El estremecimiento de las gotas de agua, rocíos, escarchas, lluvias transcurridas o inminentes, hacen obsequio de una sombra congrua con mis ojos de nictálope. Entre las ramas que se quiebran, la niebla que no se muestra reacia a simular un rostro de vida, pueden leerse periódicos, descifrarse partituras, anotarse libros en los márgenes, escribirse diarios, comentarse antiguas estatuas, describirse invisibles ciudades muertas; el bosque nocturno es amigo de los cálculos, de las extravagantes y exactas intuiciones, de las crisis de conciencia, de las apariciones lacerantes y distraídas, de las subitáneas, embaucadoras, semejanzas de siluetas desaparecidas. Asaz favorece la continuada indagación a distinguir rocío y lágrimas, suspiros y viento. Por doquier trémulos insectos dementes plantean dolorosas, inútiles cuestiones.
Que mi itinerario incluyera una selva era del todo obvio, pero, en mi miope pudicicia de relojero, no había previsto su espectacular condición, teatral, deliberadamente escenográfica; yo la fantaseaba más significante; y, con todo, su afable cortesía me ha consolado asaz. Tradicional, previsible, la encina oracular; pero no su puterío, entre lo astuto y lo jactancioso, y el rugoso, infantil dolo del rufián. Del juego de los villetes esto sólo digo, que su impudicicia me ha deleitado no poco. Ahora, superados bosque, encina, rufián, me encuentro, naturalmente, en los márgenes del desierto. El término «desierto» tiene algo de intimidatorio, como si fuera casi la contrafigura de la nada; pero éste es en primer lugar el almacén que contiene la utilería de la nada. A semejante desierto me reconozco congenial, a sus berrinches, malos humores, disforias, a su mohín coléricamente taciturno, a la ausencia de imágenes que distraigan, voces que ilusionen, sombras alarmantes; cosas que podrían apartarme de la meditación sobre ti, a la que ahora puedo postularme como constante deuteragonista, amor.
Lo que he notado hasta aquí del presente desierto me exime de abandonarme al color local; el lector, avezado en mediocres y atestados albergues, podría contentarse con mi alusión al pésimo carácter del desierto; pero es que hay más. Antes de proseguir, daré algunos datos esenciales acerca de los modos de usanza del desierto. Desprovisto de un bajo, de un alto, de lados y horizonte, de un arriba y de un abajo, no es posible describirlo. Pero de esta condición se derivan algunas cualidades, irrepetibles en otras partes; en efecto, el desierto es el lugar de los infinitos posibles; y yo, por lo tanto, fiel a mi antigua vocación de comicastro, puedo recitar por entero ese yo mismo que he ofrecido sólo fragmentariamente, a lo largo de mi camino, canjeando uñas por pan. Pero de otra cualidad del desierto habrá que discurrir: en este lugar no hay cobijo, ni ocultación, ningún secreto, no reticencia. Me escoja bajo la forma que sea, seré total e irreparablemente visible y audible. De ello deduzco: puesto que entre el desierto y ese ignoto que desierto no es, no hay lugar para discontinuidad o defensas, yo de hecho soy visto y escuchado, por más que yo no vea ni oiga. En definitiva, que estoy en el corazón de un gran teatro, y es más, yo soy el teatro; pero siendo, este teatro, nada más que el propio desierto, hasta mí no llegan ni aplausos ni irrisiones. Todo ello es ingenioso y desgarrador: ya que yo, por más que fuera perdida e irremediablemente amado, no dejaría de ser inalcanzable e ignaro. Mírame: no te rechazo, ni me sustraigo, renuncio a saberme destinatario de tus mensajes, sean cuales sean. Puedo contarme que tu sueño ha sido lacerado por la urgencia de reunirte conmigo; y que mi desierto ha sido incluido en tu sueño. Te fantaseo espectadora atenta, admirante, deleitada, invisible. Que tú definitivamente me reconozcas tuyo, o de la misma forma definitivamente me desarrimes, es irrelevante; a partes iguales gozo yo de leticia y desesperación.
Te lo ruego, obsérvame: mi perorata es solemne y enfática, camino con pasos compuestos y largos, soy rey, ejército, fragor de armas, destellos de lanzas; lo que quiero domar y capturar me es ignoto y necesario; yo recito el asalto ante ti, y exhibo valeroso dolor e ímpetu temerario; estoy listo para transformarme en los caballos, en el carro de mi triunfo; pero sé que acabaré siendo traspasado por puñal, y moribundo silabearé palabras que sólo tú podrás rectamente, acaso escarneciendo, interpretar; por último, decapitado, seré pasto de los chacales; espero que me aprecies al menos como chacal de mí mismo. Gracias. Ahora me enrisco en edificio inestable, vértigo que se circunda de noche, crece, y recrece; yo remedo tu casa de los sueños; quiero que te sobresaltes, que temblando reconozcas tu vocación por sumergirte en el sueño, y mediante ese trámite conseguirme; pero devolverte también a la angustia de la fuga nocturna, y al hervidero de esos mansos monstruos que ahora ves en mí, y que por doquier te custodian. Silenciosamente, yo, tu casa insondable, ardo, polvo soy, me finjo tu grito. Gracias. Heme aquí antigua ciudad, potente, viciosa, aviesa; recórreme, yo soy calles y arcos, tabernas, peleas, cloaca, piras para cadáveres, templos de falsos dioses, prostitutas, asesinos por dinero, matemáticos pensativos, monjes; si amas el horror y las escabrosas o ineptas guisas del existir, eso soy yo precisamente. Y si quieres que añada horror al horror, yo mismo plebe feroz y estólida daré a las llamas a mí mismo ciudad, me descompondré en ruinas que olerán a orina de perro, a heces de predador, y que a la vez amarán un maquillaje de hiedra y lagartijas viscosas. Si me anhelas insidiosa, taciturna fealdad de ciénaga, heme aquí fango, y en el fango reptil enorme, poderoso, oscuramente consciente de la inminente muerte mía, y de todos aquellos que poseen mi forma y mis deseos; advierte en mí fortaleza, terror, tristeza. No tengo recovecos donde esconderme, blanco sobre el que se aplica la mira exacta del final. Ámame como sicario: como tal me amo. Ferozmente asesino a un mí mismo; perseguido —ya me entiendes tú—, alcanzado, vilmente suplico, las cuchillas atraviesan las manos piadosas, me cercenan el rostro. ¿Cuántas veces habré muerto?
Te lo ruego, observa atentamente; yo soy el desierto, por lo tanto soy el lugar en el que estoy, y estoy en él en cuanto ausente, y el desierto, por fin tal, se aplaca. Comicastro ambicioso, mi tentación, ahora, es la nada. No es fácil, mi remilgada espectadora, extinguir el desmañado latir del corazón; te lo ruego, contempla la devota, arriesgada finura de mi ser no, ese nada que desde siempre exacerba tus noches. Careces de cobijo, por más que nada pueda rozarte. Tal vez afirmes que la nada, este ser nada mío, no te atañe en absoluto, o incluso que es exhibición de gusto pésimo; una bravuconada. Charlas con los coespectadores, amoscada. O bien, tan sola cuanto yo estoy solo, opones tu nada a la mía, y te vuelves por lo tanto visiblemente invisible, por fin a mí semejante, inexistentes y presentes ambos, como tú sabes, como yo he sabido desde siempre.
Algo, una taciturna voz, me evoca; reconozco, y no me maravilla, la llamada que convoca al fantasma; y soy discerpado del desierto, llamado a otro lugar. Pierdo todos mis infinitos e inútiles guiones, las frases ingeniosas, las trágicas muertes que hubiera adoptado con el único fin de involucrarte en una complacida espera. Mi materia exigua no ha resistido, recitando me he vuelto voces y gestos, nada más; a la postre me he visto encima la raída inmortalidad de un fantasma. Me encamino, ya que el fantasma convocado no puede mostrarse reacio; diré, por el contrario que, como fantasma de semejante suerte, yo experimento un escalofrío de alegría, la esperanza de una aventura, el descubrimiento de un lugar, al que, de otra manera, no hubiera podido acceder. Siento el desierto estremecerse bajo mi carrera, mancharse de efímeros musgos, líquenes, una vegetación vil; la evocación se hace más intensa, es casi un grito, me precipito en una garganta gélida y oscura, cuando de ella salgo y la voz calla, yo estoy en la aldea. La palabra es impropia: ya que no hay aquí casas, sino derrelictos de muros; inconexas calles; tal vez una iglesia que desde hace siglos va ininterrumpidamente derrumbándose; lentamente, harapos fétidos fluctúan por el aire. La aldea está desierta, pero no deshabitada. Yo, fantasma, he sido evocado por un fantasma, y otros fantasmas se agazapan entre las ruinas, las irónicas antigüedades de la aldea. Puedo suponer, por lo tanto, que la aldea está infinitamente poblada —un fantasma puede vivir también, en todo o en parte, en otro fantasma— y con todo es completamente invisible para mí y para sí misma. Un fantasma puede evocar a un fantasma, pero no verlo; plantearle preguntas, pero no estar seguro de que la respuesta provenga precisamente de ese fantasma que él ha evocado, y no de uno de los infinitos otros que él sabe pero no ve. Supongo que este llegar mío evocado a la aldea encaja en la categoría de las fugas; pero esta fuga me ha sido regalada, y yo no puedo dejar de preguntarme quién habrá sido, ignoro si el que me ayuda o me disemina, y si éste sabe algo de ti, o quizá sea otra cosa.
Me pregunto si en este estrafalario itinerario tú habrás seguido con tu mirada docta e interrogativa este transparente yo mismo; y si habré llegado yo a otro lugar de la interrogación. A mi manera, yo gozo de mi obstinada aproximación al existir, mi confusión de cometidos, deudas y destinos.
Entreoigo voces; alguien me busca, otras voces a otras buscan, hay quien exclama, otros rememoran, insidian, ofrecen, anhelan. Conozco esta aldea, desde siempre inmersa en su propia decadencia, una suerte de muerte ininterrumpida. Por más que yo no esté en condiciones de vislumbrar ni de ser vislumbrado, al escuchar rememoro: los fantasmas provienen de siglos, milenios, planetas distintos; la ausencia de forma los exime del recíproco horror, pero las voces no enmiendan la arcaica, irresoluta angustia. Aquí tienen su morada los fantasmas enamorados, que no arribaron ni supusieron jamás poder llegar, para tocar, como si aquí estuvieran, sus amores. Alguien habrá hablado de mí, de mi persecución, de la fuga; acaso un monstruo benévolo, con rectas intenciones, de tu casa; acaso una chismosa hoja del bosque, o uno de los villetes del rufián habrá sido desviado hacia aquí; o simplemente una distraída, irritada alusión tuya habrá sido recogida, y alguien se la habrá pasado a otros, infinitamente. Supongo que los fantasmas creen poder saber algo de mí; si en mi carrera he encontrado indicios, troncos anotados, guijarros de filiación, ruinas que remiten a otras ruinas, gatos serviciales, monstruos instruidos, despeñaderos, recovecos, subterráneos, subitáneas, minúsculas puertas en una lisa pared de montaña.
Siento el furor y la mansa obstinación que habitan este pobre lugar; conozco el ensañamiento paciente de los fantasmas; su extenuado calcular durante siglos, o milenios, al azar; el desdén de cualesquiera «aquís», exiliados siempre, desolados y constantes; conozco el ensañamiento de su amar, por más que su consunta naturaleza niegue todo contacto. Conozco sus abstractos juegos; cómo, sujetándose por la voz, fingen matrimonios, y no teniendo dimensión, alguno se finge después hijo; cuán desenfrenada representación, y demente, acaece entre estas delicadas ruinas. No puedo no considerar —mientras se adensan las preguntas a las que no respondo— que es éste un lugar honesto; y que si aceptara definitivamente ser fantasma, si renunciara a la pensante ilusión del cuerpo, si olvidara recorridos, días, metas, y que hay en mi existencia algo que buscar; y que si escogiera ser un fantasma como puede escogerse un oficio humilde, discreto, que no atrae la atención de los poderosos, sino como mucho su distraída indulgencia; si, ironía del nombre, en este lugar de fingida vocación pastoral yo me construyera una familia, y me acostumbrara a vivir de voces y de nada más, no teniendo ni memorias, ni estaciones, ni amor; sino sólo un vivir de una angustia que se ha transmutado en hastío; una desesperación hecha somnolencia; un abandono aceptado de buena gana como un regalo que me viene de una persona cara, una deserción que, a la vez, me exime de todo camino. Recíprocamente invisibles, unidos por una común ignorancia, derrotados todos totalmente en la única batalla que merecía la pena afrontar; incapaces de distinguir entre crónica y mito, indiferentes al problema de si han vivido en realidad alguna vez, y con qué sentido. Que todo sea falso, pero al mismo tiempo honesto, y sin esperanza.
El murmullo de sus voces de pordioseros me persigue, no saben que me persiguen, su pregunta es la mía. «¿Pero qué puedo saber yo?», murmuro, sin molestia, como si su juego hubiera resultado, y yo me alegrara de ello. Me pregunto si me querrían con ellos; ahora ya no hablan, no preguntan, y yo no soy más que una voz entre las voces posibles, un silencio entre los silencios. Con una leve risa, me pregunto si esta aldea tendrá un cementerio, y fantaseo conmigo mismo acerca de las idénticas y humildes tumbas, con la recurrente rima de los mismos apellidos; acaso un fantasma me atraviesa a mí, fantasma; y como si advirtiera algo, se detiene, y advierto cómo se mezclan en mi interior esperanzas y desórdenes que no me pertenecen. «¿Estás aquí?», habla sumisamente alguien. En la medida que puede, late mi corazón de fantasma; puesto que ¿cuál de las voces podrá ser la que me ha hablado? ¿Una voz en falsete, o hasta tal punto adulterada que jamás podría ser reconocida? ¿Y para qué, además? ¿Para que mi condición privilegiada no me exima de ti, para que yo sepa que no existe el reposo del fantasma, y en cierta manera deba considerar que todo —incluso el sueño, transparencia, inexistencia, muerte, nada—, todo no es más que itinerario? Yo callo, y advierto que la voz, esa voz, me deshabita. ¿Puede un fantasma partir el pan, apagar una candela? ¿Puede discurrir de los accidentes y de los universales? No ángel, no demonio, no hombre, no nasciturus, no muerto, miniatura imposible del ser, ¿puede sustraerse a la sensata tiranía de la pasión? Ocultarme en una astilla desierta, doblarme infinitamente sobre sí mismo, procurar, dimidiándome con obstinación y cálida finura, reducirme a nada, a aniquilado desenamoramiento.
El cielo invade de tinieblas, la aldea es abolida. El lugar del reposo se consume, ni tan siquiera las voces sobreviven a tanta noche, este lugar, lo reconozco, es el infierno.
Si, dejando a medias tus ejercitaciones de elusión y adiós, te sintieras con ánimos de proponerme una cuestión, desafío y a la vez defensa, esto es lo que me preguntarías: si realmente habría elegido el destino de fantasma, de la incidental nada. ¿Sentía realmente la tentación de contraponer a tu boato feroz la gracia manida del casinada, esa eternidad deforme? Desde luego, mi esperanza era aparecerme a ti en mi papel de enamorado, amenazado de disolución; y, dudándome perdido, te urgiera un imperativo para intervenir, para «aclarar la situación», propuesta insensata para una imagen nocturna; por lo demás, cómo podía ignorar que yo había sido definido cual fantasma y como tal evocado, y que había recorrido un camino inesperado, y había llegado a un lugar familiar pero, en aquel momento, imprevisible; ni sé creer que algún sicario tuyo, una fiera de tus sueños, un demonio designado casualmente, pensando en otra cosa, por tu mano, no te diera noticias de mí, aunque no fuera más que por perfección de archivo. Supongo, en un momento de vanidad, que tú cultivabas una cierta complacencia por aquel juego de voces y aire, en definitiva por aquel risible juego, las recíprocas, no las llamaré ni siquiera alucinaciones, sino meras supersticiones. ¿Te has complacido con mi invertido, inane enamoramiento de la nada, tu esquiva, reduplicada rival? Me lisonja que hayas apreciado la representación; pero no es imposible que, ante mi astracanada heroica, tú hayas vuelto hacia otro lado tu rostro, o te hayas agazapado en tus receptáculos de sueños, a los que no llegan súplicas, serenatas, ni en general gestos de publicitario sufrimiento.
Amor, restituido a mi itinerario totalmente nocturno, recito, vieja poseía aprendida de memoria, el catálogo de tus sueños en la morada metamórfica, de mis pausas alucinadas, de las fugas y de las emboscadas. ¿Habrá traspasado alguna vez mi carta la prohibición de tus sueños? ¿Habría podido yo, en el momento del adiós, lanzar un grito tal, una invocación, un «huyamos» que te indujera a asomarte, oh, no para reunirte conmigo, sino para arrojarme, cual extrema despedida, el increíble esplendor de tu ironía y tu pasión? Y eso vilmente pregunto, sabiendo que no hay manera de obtener de ti una promesa, un «tú», una definitiva irrisión, un «te odio». Me interrogo sobre tus ficticios, escenificados, falaces y verídicos villetes, ociosamente me pregunto si esos mensajes tuyos no ofrecían irrisorias citas de rechazo y posesión, diligentes, deletreados principios a propósito del amor, acotaciones a propósito de cuanto hay que soportar como horror al que no se sobrevive, pero con el que no está consentido dejar de vivir.
No me digas que, en la nada, estamos en cualquier caso siempre. No nos disputemos el privilegio de los juegos de palabras. Yo adoro a quien sabe verdaderamente no existir, amor.
Hay un momento preciso en el que todas mis verdades, mis ficciones, son desafiadas, y la libido, el hastío, la coquetería, las virtudes y los virtuosismos, el victimismo, la listeza, las cartas falsas, las epifanías, el ascetismo, la soledad no menos que la locura, la sangre de guardarropía no menos que la sangre corporal, el alma pordiosera, el espíritu pródigo, la sabiduría de la mente y la prudencia del gusto, todos estos juegos que remiten a un atravesable fantasma, desmintiéndose y desafiándose mutuamente, me obligan a admitir que nada, en conclusión, puede mudar, y que otra opción no tengo sino escogerte a ti, ilimitado límite. Es el momento en el que la noche, grado doméstico de las tinieblas, se decide a afluir. Uso esta palabra puesto que la noche, por más que verdugo de casas, abolición de rostros y dilación de destinos, entraña una solemne riqueza, una prodigalidad guerrera y regia, monarca y espía a la vez. Su ausencia de perfil te asemeja. Babosea la noche sobre alineados depósitos de cadáveres inútilmente heroicos, y arrastra consigo vilipendiadas huellas de una luz demolida, armellas, resecados anillos para abolidos cónyuges; amor, eres tú esta noche, y la noche te es vestidura, y lo que me deslumbra, tu fulgor, es dije de congoja y de gloria, lujo y estridor —búho de plata— colgado de tus vestiduras; y tú de la noche eres regimiento, mapa, voluntad, mira; a ésta yo te me ofrezco como incauta diana, apuesto por un privilegiado, recíproco momento de desolación, que me sea círculo de anillo y ornamento de llagas para ataviarme, diseño tuyo. Pero acaso tú otra cosa no seas más que humildad pobre y astuta, jeroglífico sueño de la mente en la prolongada noche, conyugal venino, entrecortadas palabras, un ciego intento de salida, y el ruido discontinuo del cuerpo que se amolda, se agazapa, se extiende en las tinieblas. Sueños acaecen en el sueño y, según se dice, visiones; por más que yo sepa que tú tienes el poder de no dejarte soñar. Cuando la noche acaece, quisiera persuadirme de que en aquel lugar de «no» podría yo rastrear el oculto calco de tu rostro, calco yesoso, vacuo, pulido, frígido, pero que, apartado e indiferente, es custodio, si no es locura mía, de la memoria del vivo calor de un rostro. Por esa gélida tibieza yo sobrevivo, amor.
Cuando la noche ha ejecutado su obra de justicia y, purificada de la sangre, desnuda se desvela e invisible, ojalá pudiera hacérteme diadema para corromperte, y retenerte, obstinada distancia. La noche no acaba, sino que se abstiene; y las admoniciones, las voces, los presagios, los auspicios, humilde vaniloquio, minúsculo piar de hojas, me enseñan, adormiladamente, todo lo que yo, el inmóvil, he viajado, me descubro exhausto por las transmutaciones, los dolos en los horcajos, los pútridos vadeos que, solamente tú sabes por qué, he intentado. En definitiva, no sin estupor, e incluso con una lagrimosa gratitud, yo vengo a saber que he vivido, y me hallo anotada en los puños de la camisa la apresurada ironía de una biografía.
La hierba del erial es alta, olorosa y dura. Sobre este terreno irregular y calmo encontraré animales vivaces y mansos, alimentaré a ardillas, martas, ignotos volátiles policromos me abrirán camino. No estaré solo. El nombre de la noche en este lugar es «día», y ese menuzo repartiré yo con minúsculas criaturas amigas. Se harán trueques de pequeños sueños, comprensibles en cerebro de ratón, y mis manos usarán el estridor de las uñas, aprenderán a gañir.
Este erial bulle en sombras: ignoro si estoy siendo vigilado, o si los pajes que sostuvieron los estribos en mi funeral tras mi calculado descalabro me han, fielmente anónimos, seguido hasta aquí; no les veo el rostro, si es que tienen rostro, y podrían ser tus sicarios, o mansos mensajeros del final, sombras que preceden el adviento de minúsculos animales enardecidos entre dos tallos de hierba.
A lo lejos, en el erial, se va construyendo una casa; eso precisamente es lo que quiero decir: que la casa no es construida, sino que se construye a sí misma. Se muestra en estas fatigas del edificarse, desorientada o perpleja, fantasiosa, desasosegada, de inquietos ladrillos, y vigas pendencieras. Ahora es una ruina, ahora casa recién empezada: crece, disminuye; se deshace; veo los muros correr a su alrededor, y ponerse mutuamente obstáculos. Me interrogo: ¿estará esa casa ahora al principio de su historia o desde siempre esa maquinaria se mostrará tan afanosa en perseguir su propia y pertinente forma? Me pregunto si su desorden será el desorden secreto del erial, lugar cuya edad y colocación desconozco. O no estará esa casa emparentada con esa otra en la que tú vives, de concrescentes habitaciones. Será acaso esta casa tu destino al término del sueño, mi destino a la conclusión de la fuga, sede de la consecución y del despertar. Seremos tal vez nosotros su desasosegada ausencia de forma. Si capturo, apoteosis de mi derrota, esos muros, y les comunico la orden que desconozco, podré situarme en una definitiva emboscada, en el lugar en el que, inmune a la dulzura separada del sueño, mondaré para siempre tu cuerpo de la proliferante espuma de los sueños. Me replico que la casa, acaso en construcción, podría ser interpretada como una profecía, un síntoma, un extravío que alude al despertar, una perplejidad del cuerpo que advierte la sugerencia para disponerse en movimientos diversamente ocultos, o astutos. En tu oscuridad policroma tal vez estés aprendiendo la distancia, y por lo tanto proyectas, o lo intentas perpleja, la forma del amor.
Si bastara con la coherencia de mi fuga, apagaría yo la fiebre de esas piedras; y si al final fuera, esa casa delirante, autista hija de la tuya, hallará la paz en el momento en el que yo haya comprendido que mi cometido es aguardarte, descubrir la vejez obstinada de la espera, la enamorada paciencia de las arrugas; y se pondrá fin a ese afán por crecer de tu casa, cuando te hayas desnudado de la harapienta demencia de los últimos sueños y, rendida, te encamines hacia la morada extraña e íntima. Te aproximarás perpleja, enviando mensajes acerbos, interrogarás objetos vagamente proféticos, oráculos balbucientes. Pero tu sueño inconmensurable no te ama menos que yo, te propondrá la suprema, inaccesible elegancia de tu forma nocturna. ¿Osarás despojarte de toda alucinación, visión, pesadilla, blasón y símbolo? Te fantaseo tambaleándote levemente delante de la puerta; lo que huelgue de tus sueños atormentado por el nuevo amor de las hierbas acres y olorosas. Cautamente indagas, cohibida, olvidada de la cruel solemnidad de tu futuro; tu analfabetismo de los adioses y de los encuentros me enternece.
Medito alcanzar la casa y razonar serenamente con esos desenfrenados ladrillos. Siguiendo la regla de nuestros juegos, experimentos, convenios tácitos, apenas me apresto al camino hacia la casa que tan elaboradamente he acogido; y despejo las hierbas, con gesto lento, prudente, manso, genérico incluso, procurando no despertar alarma alguna entre los ágiles y minúsculos animales, los insectos, los volátiles que me ofrecen un misterioso respeto devoto; apenas dibujo en la mente el mapa de un expediente que encierra una casa alcanzable, es más, fatalmente por alcanzar, la casa, precisamente entonces, empieza a alejarse. No se desliza, no brama, no se desmorona, no se derrumba; pero mis pasos, precisamente, la van haciendo poco a poco más lejana; y, al alejarse, súbitamente concorde. Al mismo tiempo juego de aire y de luces, su desierta imagen se magnifica. Lo que ahora veo me divierte, me distrae, me irrita. Lo veo claramente, la casa otra cosa no es más que una inhabitable ficción, un nuevo juego, con el que se topa quien mantiene un incauto amor hacia ti. Me pregunto si tú precisamente o un sueño tuyo no habrá proyectado ese dolo malicioso, una alucinación astuta. Las puertas están risiblemente dibujadas, casi por mano infantil, las ventanas no conocen el ruido, el olor a hierba. Pero algo más advierto: el dolo encierra un oscuro laberinto; no habitaciones y escaleras, sino galerías, grutas, cavernas, derrumbes, espejos, precipicios ciegos, que abducen las secretas raíces. Y descubro, o así lo creo, lo que la casa es: tumba, inaccesible morada crecida en torno al proyecto del héroe; cenotafio del mundo imposible de colmar.
Interpuesto entre mi posición y el edificio, del que puedo suponerlo destinatario, se me revela el héroe. Pálida y arisca figura, captura e impide mi mirada: al vislumbrar su mixta, exacta y ambigua silueta, advierto una embravecida leticia, y un espanto oscuro y vil; casi como si no supiera que no siempre el juego es jocoso, y que algún día precisamente con aquél habría de encontrarme, el ignaro monstruo a quien he denominado el héroe. No sólo parece ignorar mi presencia, sino que no le preocupa, y que incluso si pudiera, no querría tener de ello conciencia. Desconozco si es lícito llamar con el nombre de una sola persona a ese Dos que posee el espacio; puesto que él es el Hermafrodita. Ser dúplice, ignaro del «tú»; innaturalmente entero, semejante, en su dúplice rostro, tanto a ti como a mí. Ignora fuga, itinerarios, seguimiento. Taciturno desde siempre, con mil ojos y ciego, enmarañado en su propio abrazo, su boca de hembra está incluida en su boca de hombre. Es furia y delicuescencia. Su cuerpo es liso y frío, sólida imagen de mármol. No percibe sonidos, ruidos, hálitos de aire. En mi memoria hacinada y discontinua, sé que lo he conocido ya, que he convivido con la odiosa perfección de esa imagen. Os he perseguido a ti y al Dos, por la parte del Dos que te imita, y que me imita a mí que a ti me sueldo; desde siempre conozco sus sacras e impúdicas bodas de sí mismo consigo; he sido asiduo de la perenne alcoba nocturna que custodia sus inconciliadas voluptuosidades. Se ha seducido, engañado, estuprado. Se posee por amor y por lujuria. No te busca, te imita; de ahí que la otra mitad del Dos, la que me imita a mí, ame su imagen. Pero este ser perfecto, sin conmensurar, está hendido por una irremediable escisión. A cada instante que no se seduce, en ese instante muere. El duplicado corazón, la duplicada sangre, la bifurcación de los placeres, el hincado porfiar del semen en el regazo, el indistinto grumo de las salivas; por doquier la voluptuosidad multiplica la disponibilidad hacia la muerte. Ahora entiendo esa casa, su casa; su inaccesible integridad, el ser ella y nada más, la casa hermafrodita; en ella todas las camas están adormecidas, todos los platos comen, las sillas están sentadas. La casa es tumba.
Sé que he querido hacerme Hermafrodita; y tú también lo has querido; pero la distancia no nos concede paz; es tu esencia y la mía. No puedo ni habitar tu casa mutable, ni recorrer los escalones intransitables que conducen a tus sueños. No seré una de las imágenes nocturnas que te sirven de escolta dentro de ti misma. Cada uno vivirá, siempre, fuera, acuclillado ante la puerta cerrada de los sueños del otro. Somos ambos modelos imperfectos del Hermafrodita, y eso nos separa y nos enmaraña. De mi sexo no me quedan más que huellas y, desde luego, te he despojado de tu sexo; nos hemos mutilado el uno al otro, sin tocarnos jamás.
Advierto cómo exudan de tus sueños imágenes armadas, desafíos, rencores de heridas ocultas. Comprendo lo que esperas de mí, si bien no me has hablado, ni has propuesto cualquier clase de pacto. Permanezco a su lado, enorme, quieta carne, sin ira tras el coito de sí mismo consigo; observo la ternura de las manos, la respiración suave; el dúplice enamoramiento de la calavera; los dedos ignaros de hierba. Los pájaros me miran, las flácidas lagartijas, mientras con la hoja de la uña hiendo la tierna longitud de su cuello; la sangre, la dúplice cabeza que se separa; gélida desde siempre. Elevo por el aire el cráneo, para que estos animales extravagantes, de gañido en zumbido, anuncien a esos otros monstruos que te abarrotan la casa, y éstos de sueño en sueño a ti, como yo, con no menor congoja que si me separara de ti, con no menor amor de mí por ti, he matado, amor, he matado al Hermafrodita. La apaciguada casa acogerá a aquellos a quienes he matado, sus cuerpos transformados en agua.
Pero tú, amor, que desde el fondo de tus sueños me has pedido que matara al Hermafrodita, ¿me has pedido eso cual tutela o perdición de mi amor? ¿Para custodiar intacta la distancia, imposibilidad y condición del amor? De modo que tú, apartada y melindrosa, matas; embeleco, estupro, seducción, conversadora nocturna, amor. Infecunda y progenitora, estéril explicación de los comienzos, a los que sólo siguen comienzos; yo te nombro Hermafrodita del final, adormecida felicidad de la última coyunda; precipicio de los sueños, cunno que trabaja su propia muerte. A ti, cuerpo cementado de tinieblas, no puedo ofrecerte más que este risible pañuelito bordado, un cuerpo que envejece mientras obstinadamente te ama.
Mi horror por ti no es menos intenso que tu horror por mí, y a cada instante yo asesino mi horror; pero no sé si en tu osuda distancia horror y amor confluyen y me escrutan, favorecen y rechazan.
Una lagartija, lagartos, culebras tiernas e inocuas, un escarabajo, un fulmíneo ratón, una delicada araña, exigua decoración de patas, el clangor de una avispa, un gris gorrión, una uña vagabunda; no puedo dejar de darme cuenta de que estos animales sienten por mí un respeto frío, delicado, no rara vez sutilmente irónico. Rebusco en el pobre archivo de la memoria, no, no he llegado a conoceros nunca, reconsidero los animales mistiformes de la casa mutable, rememoro su invisible, servicial devoción; y repito la colaboración en verdad comediante de los alabarderos destinados, como exigía mi guión, a alancearme. Y considero el desasosiego, la abyección no carente de delicadeza de los fantasmas, su forma interrogativa. ¿Son, éstos, muy distintos de los animales exiguos del erial? Observo una asaz afín cordialidad, y al mismo tiempo una cauta distancia, una placidez jerárquica; esas sombras, monstruos, lagartos, hierbas, quedos consanguíneos desde siempre, ¿no serán, si yo fuera, y acaso en cierta manera lo soy —aunque sea en el mero huir—, soberano, no serán —adviértase su absoluta carencia de preguntas— los mayordomos?
Así pues, como en un espectáculo cómico, o en las fastuosas exequias de un gángster, mi dignidad ha sido reconocida. Mi mirada del todo naturalmente se vuelve decorosa, abstracta, benévolamente huraña. Los mayordomos, antiguas lagartijas, amas de casa, caballos de uniforme, sombras, tremor de hierbas simpatéticas, se alinean ahora en honorable acicalamiento, tienen patillas, miradas extrañamente semejantes, obedientes y esquivas, casi como si participaran, en broma, en un fingido delito colectivo. Su aparición tiene que ver con algo que desconozco, pero que no podría serme propuesto si no me fuera conferida, si bien por entero a guisa de burla, una dignidad socialmente apreciada, en un lugar donde no existe rastro alguno de sociedad.
Un mayordomo, con gesto elaboradamente respetuoso, atrae mi atención hacia algo: mi mirada contempla sin estupor cómo se abre de par en par en el erial lo que debería llamar un portón, más allá del cual desciende hacia las tinieblas una honorable escalera; así pues, yo me veo invitado a acceder a un alcázar. Una sombra custodia la majestad de la escalinata; por deliberada desinformación no sabe nada de la tierra. Los mayordomos aguardan a que yo penetre en la cavidad, y está claro que eso es precisamente lo que voy a hacer, para eso me han sido conferidos estos discretos pero exigentes mayordomos. En el primer escalón, un ujier en forma de silla me pregunta distraídamente qué es lo que deseo; no sin la retórica que me es propia, contesto que me propongo reunirme con algo cuya existencia ignoro, infecundo e intocable, que duerme y sueña, y habita sus propios sueños, que ha muerto y vive su propia muerte. El ujier asiente: me percato de haber respondido de manera correcta, la única que me habilita para avanzar en mi descenso regio. Mis mayordomos expresan con leves movimientos de cabeza su complacencia. Con todo, el ujier se muestra vago: la ceremonia no ha terminado. Es difícil reunirse con quien ha muerto y vive su propia muerte, con quien sueña, y está custodiado por sus propios sueños. Oh, imposible no, imposible no. La silla, caricatura de un trono, me sugiere que avance por un pasillo, empinada y lúbrica escalinata. Me hallo en una sala circular, habitada por figuras que en ese lugar aguardaban mi llegada. No es imposible que sea inminente una ceremonia, que este aposento sea la antecámara de la sala destinada a un banquete. No distingo las figuras, iluminadas por una cérea niebla, pero podría interpretarlas como tentativas abandonadas, por cálculo o impotencia, de forjar criaturas humanas; ninguno posee la integridad de un rostro, pero no están desprovistos de órganos que debería definir como manos. Usando estas carnes incompletas, alguien me señala un acceso: puedo avanzar. Un breve pasaje me introduce en un salón que al fondo alberga un trono brumoso y desierto. El corazón me percute con tales furibundos tañidos que sólo gritando podría escuchar mi voz. Contemplo el trono agónico, consunto, muerto. ¿Será un mensaje? ¿Es que no existe soberano alguno, o es que el soberano está tan decrépito hasta el extremo de haber renunciado a toda enseña imperial, o yace en su sangre, alanceado por el furor de una ignota o casual conjura? ¿O será ése precisamente el soberano, un trono desierto y demasiado raído para que nadie pueda rozarlo: un precario equilibrio de polvo que aguarda el aliento de un hombre para disolverse? Entreoigo, más allá de un ulterior pasaje, un fragor de aguas. Un subitáneo furor, horror tal vez, me ordena que avance en esa dirección. He arribado a una cueva gélida, atravesada por luminiscencias de nieblas. Me ensordecen aguas nocturnas, ceremoniales. Yo, que ignoro tu nombre, te llamo ahora. Le hablo a la inestable forma de vapor, casi mensajero o intérprete hacia ulterior soberano. Se aproxima, se aleja, acaso movida por vientos cuya alusión ignoro, pregunto si podría haber alguna otra cosa, más allá de esa ahumada por encima de las aguas. Si eres tú, ¿por qué tienes esa sangre sobre los labios, y tu cuerpo es luminoso y pútrido? Amor, te reconozco como hedor. Te rindo homenaje, degradación mía, enfermedad indigna y honorable. En ti saludo el imperio de la angustia, las sevicias de tu niebla amorosa. Sólo cuerpos de niebla, lacerados por exactos cuchillos, yacen con el tuyo. ¿No soy, pues, lo bastante neblinoso? ¿No soy de la materia delicada de tus pesadillas? ¿Sigue siendo mi sangre de calidad ínfima? Me percato de que no tienes rostro, criatura de foramen y sudarios descuidados, y por lo tanto me es negado tentar tu silueta. Escucho: en ti el corazón no late, el pie no resuena contra el suelo, las vestiduras no crujen: desde siempre te reconozco dolo, como tal te venero. Golpeo tu cuerpo de niebla, y la niebla ríe. Quiero recorrerte, atravesarte: lugar de amores y ciénagas, estratos de siglos, grumo de alma, humo de hogueras, amiga pudrición de flores, indescifrable «adiós». Para ti no hay madrigales ni desechos. Ese, ningún otro, es en verdad tu trono: inexhausto cúmulo de desechos, y estiércol, mucosidad, ciénaga seminal, sueño custodiado por una armadura de sueño. ¿Que me invitas a la paseata panorámica? Cuánta cortesía con los huéspedes. Me consientes, supongo, que te contemple. Te escruto con atención, asiento, medito, miro ligeramente de soslayo, como un entendido; lo sospechaba. Tú no existes. Pero qué poco dice de ti esa frase, «tú no existes»; ya que eso que no existe no deja de ser en todo caso un «tú», algo que he perseguido, y que persigo, y cuya persecución no suspenderé, sean cuales sean tus astucias. He escrito cartas, he dejado mensajes en intersticios, he comprado la complicidad de lenones, me he batido en duelos, he compilado sonetos, he pasado las noches insomne, he recorrido millas, desgastado pies, muñones, osamentas. Al no existir, tú, dúplice hembra y varón, debería interpretarte como un «no» taciturno. Pero ese «no» no disuade astucia ni obstinación; mi cuerpo te sigue, y es más, usa tu «no» como asentimiento a su propia existencia frente a la tuya. No tienes sangre, ni huesos ni aliento. Es ése tu modo de ocultarte. ¿A tan alto precio consigues decir «no» a quien te persigue? Tú que duermes en la casa que crece, que siembras de indicios el espacio, dejas huellas, envías sueños, deformas oráculos, al objeto de que con diversa pertinencia el contaminado oráculo discurra. No renunciaré a las insidias mezquinas de los enamorados, a la falsedad de las palabras repetidas y patéticas, y las flores, o los peregrinajes molestos, las paradas indiscretas ante tus supuestos balcones, suspiros, insomnios, malas melodías, abyecta literatura, risibles medallones que encierran tu calvicie, juegos con pañuelitos bordados o, tal vez, este no existir no parece adecuado. Desde luego, es un sagaz maquillaje, una pertinente acotación, en el concéntrico centro de este mundo deforme y docto; pero yo osaré invitar al no-existente a cenar, al cine, a pasear entre árboles delicadamente umbríos. ¿No podría acaso telefonear al inexistente? ¿No ofrecerle helados, no solicitarlo cual marido y mujer, ni contagiárteme, disiparme en cuerpos y en sexos? O tal vez ese llamar «tú» al inexistente sea una extravagancia, una chaladura, ya que eso significaría que tú no eres un «tú», y por lo tanto yo sólo callando te hablo, y densamente, de enamorado a enamorado, y buscándote estoy inmóvil, y como impotente te insidio, y hacia ti corriendo retrocedo, y vaya donde vaya, avanzando o retrayéndome, no te rehúyo ni te encuentro. Entre nosotros no hay citas, a la hora y en el lugar de la muerte no te hallaré, ignorando si llegas tarde, estás en otro sitio o se te ha olvidado, o si no nos hemos entendido porque no merecía la pena que nos entendiéramos —estos continuos malentendidos, que son, consiéntemelo, la historia más lánguida de nuestro amor—; o no te veré, entonces, simplemente porque no estarás, y por lo tanto, propendes, no sin insolencia, a la indiferencia. Advertirás cómo te admiro inexistente, acaso no sin vulgaridad, cuchicheo quedo, yo mismo no entiendo el murmullo de mis palabras, esta saliva de sonidos; con equívoca complacencia muevo las manos para dibujar con falaz espiritualidad un perfil que admiro cual entendido, finjo captar, con las cejas enarcadas, un efecto especialmente delicado, y el pulgar roza al pulgar, indicio de competencia corporal, yo diría que mundana, no menos falaz que retóricamente esmerada. Si sintiera por ti un respeto didascálico, académico, podría redactar una esmerada, pedante introducción a lo inexistente, bibliografía, notas, estado de la cuestión; ya que me ha sido sugerido que la filología, en ocasiones, puede entrar en negociaciones con lo Inexistente. Pero resultará más pertinente para mi vocación, y para la específica, innombrable relación que nos desune y nos ata, limitarse a una ambigua guía de los arrabales laberínticos de la nada, restaurantes de comida contaminada, urinarios, cloacas y, naturalmente, reinita mía, burdeles, mancebías, casitas de lenocinio, lupanares. ¡Mi turística puta! Garzón de calle mayor, jarretera y dentadura de todos, paz del esperma, tregua del insomnio; los muros se doblan bajo el peso de las palabras obscenas. No hay en todo el universo instrumentos de tortura tan diminutos y desgarradores como para desafiar tu calculada deslealtad, hacer de tu paisaje rufián un nítido y tranquilo espejo, un animal doméstico, profético, ligeramente histérico; tú ofreces la amistad muelle de una boca, cómplices billetes, palabras pérfidas, delicias.
¿Acaso exiges regalos costosos y de buen gusto? Aquí los tienes, carnoso obsequio, el ser al que amando he matado, según la orden que me parecía exudar de tus sueños. ¿Te hace falta un profeta barbudo, un corredor fidedigno, una alcahueta práctica en horas nocturnas? Ten cuidado: te bastará con un instante de distracción, y empezarás a desistir de no existir. Y yo te seré especular enamorado, coeterno, megalómano, lo que no nos desempareja. Me bastará con sospechar una uña, y no te salvarás de la estulticia de mis madrigales; pero ¿por qué negar que, atisbando desde el más allá, no dejan de lisonjearte? Aguardo tu error, te ofrezco vileza y alturas de la seducción, amor.
Aparto, educadamente caviloso, a los mayordomos que a mi regreso me ofrecen calaveras falsas, pacotilla de seudomuertos, corazones asaetados, falanges ensortijadas. Verás, es vulgar ese insistir en el no existir para eludir la vulgaridad del existir. Es vulgar no ser nunca vulgar. Es trágico no ser trágico.
¿O acaso es eso precisamente lo que te insidia, volverte monstruo y burla, nacimiento sin vida, vida sin muerte, muerte sin más ornamento que un funeral inmóvil, ataúd desierto, réquiem ausente, lápida taciturna? Quisiera considerar tus ausencias como una respuesta interlocutoria, te substraes, la niebla es aún demasiado rara, existir una exigua escritura, un enfermo insecto noctiluco, una sombra que busca resguardo, amor.
Durante cierto tiempo, tal vez para siempre —yo amo las palabras devotas— mi patria será este erial, abarrotado y desierto, dramático y obvio. Aquí me son concedidos gestos de soberano. Observo y calibro a mis mayordomos, a la postre los despido con gesto inútilmente señoril; se inclinan, se alejan. Ya no los diviso. Pienso en su suerte y destino con desasosiego, ya que ignoro adonde podrán dirigirse esos vagabundos impecables, capaces acaso de acomodar sus desagradables miembros en alguna galería de animal, en una tumba. Calibro su misteriosa alianza de ironía y devoción, la distancia, en la que reconozco respeto y repulsión. Conozco a los siervos de la potencia, a los alcahuetes de la muerte. Si planteara preguntas, superando ese recíproco despego de extrañeza y desconfianza, estoy convencido de que de esas voces suyas a las que no es extraño el gañido de diminutos animales, el susurro de hierbas, el aullido de mansos monstruos, podría obtener indicaciones ansiosas, desordenadas, cómplices; elogios hacia tu carácter bajo guisas cortesanas, insinuaciones propias de rufianes, canalladas de sicarios, homilías eclesiásticas. Citarían ejemplos de tu generosidad, por más que no osaran hablar de tu hermosura, cerrando los ojos y moviendo las manos, como para algo que no soporta descripciones. Por poco dinero se ofrecerían para llevarte mensajes, te garantizarían mis virtuosos propósitos, me aseverarían la complicidad de tu criada. Jamás me decepcionarían con un honesto pero pensativo «no sé». En realidad, no saben nada de ti, ni siquiera si existes, o si eres un delirio alegórico mío, al que les conviene asentir, y es más, colaborar con él. Con la embrollada y astuta aproximación de los siervos, llegan a comprender que yo sufro de una cierta inclinación a amar, y se imaginan hacerme cosa placentera susurrando noticias, elogiando con improbable fervor, divagando, degradándose por sórdidos e imposibles despachos, cultivando a la vez mi supuesta gracilidad y la lujuria, prometiéndome tu cuerpo, tu alma, la devoción de tus vicios y de tu irreprochable virtud.
Con todo, no puedo negar a semejantes siervos una suerte de caricaturesca distinción, una dignidad que me intimida y me repugna, ya que podría ocultar la protección de un sagrado rito, o simplemente el acceso a un lupanar para poderosos y sacerdotes. Y no puedo dejar de reconocerlo, todo ello puebla mi vida sólitamente desierta, usualmente derrelicta.
En esta desaforada hierba anónima reconozco algo parecido a un lugar nativo, morada jamás vista y pese a todo consueta: envalentonada por la inanidad de mi decoro, no puedo dejar de pensar que una cierta sabiduría me anima a desistir de la fuga y de la persecución, y me sugiere que escoja parada en este lugar, alimentándome de tu imagen que no puedo perder ni alcanzar, y hacer de este dúplice itinerario el relato de mi vida. Sé que eso es imposible, pero el recuerdo de ti, que nunca he tenido, la meditación del amor que me viene de ti, de quien jamás he sabido si tenías noticia de mi existencia, todo ello me propone la imagen de un legítimo cansancio, algo que pese a entrañar dolor y ansiedad y una delicada congoja de memorias, conoce también la legitimidad de lo verdadero, de lo lícito, de lo honesto y de lo vivido. Yo sé que cualquiera que declare rememorar lo que ahora he nombrado no puede dejar de mentir. Sé también que sólo mintiendo puedo rememorarte, que nadie tiene el derecho de catalogar el pasado de tu amor, que nadie puede vanagloriarse de la complicidad de una mano tuya. Mintiendo, obtendré recompensa que muchos considerarían no irrelevante. Estoy seguro de que podría contar con la cómplice retórica de mis mayordomos, y que mis mentiras serían confirmadas y minuciosamente documentadas.
En primer lugar, me admitirían ceremoniosamente en una gran casa, con muebles de autenticada antigüedad, estancias amplias, panoramas mutables e inspirados, fluctuar de cortinajes, un comedor montado en espera de fatigados huéspedes de acendrada categoría, establos para sus caballos exóticos; un dormitorio nupcial conforme a sobrios amores de gran estirpe, pasiones no exentas jamás de la severidad, cuando no del terrorismo del estilo.
He aquí tu armario, atiborrado de los vestidos que más te gustaba llevar. Me indicarían tus vestiduras para las veladas sociables, y aquellas, inolvidables, veladas nuestras de soledad; y, en un aparte, me indicarían tu traje de bodas. La casa estaría cotidianamente repleta de las flores que amabas, y por doquier encontraría, delicadamente colocadas, tus fotografías, algo imprecisas, en las que una figura indeciblemente cara se abre fatigosamente camino entre las sombras de la habitación. Por lo demás, resulta claro que preferirían no poner a prueba mi denodada convicción de tu existencia.
En la mesa, tu lugar estaría siempre preparado, la silla arrimada en espera de un cuerpo elegante y precioso. Ante mis preguntas, jamás ansiosas, responderían que era indudable la inminencia de tu regreso y que, es más, ese mismo día, esa hora, resultarían singularmente propicias a tu retorno —tus gestos lentos y medrosos, la mirada atenta a que todo esté cuidadosamente colocado; desplazarías, abstractamente pero no sin amor, un jarrón, una cortina—. ¡Una señora tan adorable, tan decorosa! Desde luego, sugerirían con una mirada destinada especialmente a consolidar una compacta complicidad, no sería conveniente hacerle preguntas acerca de su estancia en la tumba. Cuando los muertos abandonan sus cubículos, y se resignan con dulzura al desorden amoroso de la vida, no es distinguido aludir a ese silencio imperativo aunque total, tan confortador, en el que han devanado sueños definitivamente olvidados.
Acerca de tu muerte habría, según los días, mi humor, la dirección del viento, historias distintas. Por ejemplo, que lo dispusiste todo para que fuera excavada la tumba, te despediste de la servidumbre, me besaste tierna y públicamente, soslayaste con gracia mis insistencias, mis ruegos de una ulterior demora, y te encerraste, con gracia y firmeza, en el lugar por ti elegido como morada tuya y ausencia definitiva. ¡Una señora tan noble! En otra ocasión, me hablarían, con paciencia, entre varias voces casi según una representación predispuesta, de un morir tuyo lento y prudente, día tras día, alternando fiebre y delirio, distracciones y deliquios, poco a poco, con finura cromática, acrecentando la palidez, mientras que semana a semana ibas limitando la amplitud de tus paseatas, hasta las largas y taciturnas demoras en el pórtico, el alimento parco y ligero aceptado con una sonrisa de mis manos; más tarde, el retirarte a casa; y replegar las cortinas, con el objeto de que la luz, con su apresurada confidencia, no ofendiera la dulzura de un cuerpo cada vez más frágil; y al final, el resguardo en la única y última habitación —intacta ha permanecido—, en donde tu palidez se había vuelto candor, y transparencia medusea, y por último había quedado, de ti, una tenue, cada vez más exigua fosforescencia de larva, poco a poco recogida en la cavidad de los ojos, con manos capaces únicamente de un gesto de adiós. Rememorarían mi desesperación, el furor contra aquello que me resultaba imposible comprender y olvidar. Se mostrarían fascinados por mi dolor noble y altanero, y me ayudarían a rememorar sin pesadumbre los días de una felicidad sin mancha, asistiéndome en los tormentos de una vida solitaria. A mi vez, les enseñaría a ellos, moviéndome afanoso por la casa, subiendo y bajando escaleras, una historia que, en esa mentira, resultaría desde luego cierta. Yo, yo había dejado de amarte, tu dignidad me llenaba de culto y refinado rencor, y tú bien te percataste de ello y diste en odiarme. La intimidad de la vida había hecho de nosotros dos dos esmerados enemigos, y ahora que de ti lo sabía todo, cuerpo y sueño, manos y nuca, ahora que te había atravesado, deteniéndome en la cavidad fementida de tu pubis; ahora que cada uno de nosotros había deslaidado los sueños del otro, en cada uno de nosotros había sobrevivido el aroma del amor, pero sin nadie a quien confiárselo. Y, en consecuencia, ese aroma se había vuelto veneno, tóxico docto. Infelices ambos, transcurríamos días taciturnos, perdidos, convertidos definitivamente en recíprocos nada.
Y los siervos habían sabido, y se habían franqueado, que uno de nosotros mataría al otro. De modo que yo, yo solo, mataría a la mujer a la que había amado. De qué manera, las historias eran variadas y no pocas. Para algunos, con engaños la había conducido al erial, y allí, con las hierbas altas y duras que crecen con tal finalidad, le envolví y quebré la garganta. O bien te aturdí con un sordo nepente y semiviva te transvasé a un fonsario para dejarte morir allí totalmente, en guisas que los siervos dibujaban, concordes, como deliciosas. Y con sobria hilaridad deformaban el rostro, y exhibían los dientes, para rememorarme las vicisitudes de la agonía de la mujer a la que había amado. Y no faltaba quien rememoraba cómo, al cabo de algunos meses, de aquel hipogeo extraje el esqueleto, y limpiándolo de toda residual inmundicia con conformes detersorios, ordené que fuera recompuesto y soldado en su conjunto con alambre, y así compuesto lo guardaba en un armario, y de vez en cuando lo descolgaba de la percha y lo sentaba a la mesa, en la silla que sólo era suya, desde siempre; eso yo lo hacía especialmente cuando tenía invitados, y quería mostrarme particularmente hospitalario, y sobre todo desmentir las voces acerca de cualquier desavenencia entre mi señora y yo; voces que una ausencia suya podía maliciosamente alimentar. Todo ello era considerado por éstos como honorable y divertido, y se complacían en rememorar cómo a aquella calavera suya enmarañada de cables metálicos ofrecíale con palabras asaz corteses, y hasta lisonjeras, refinados platos, y cómo me dolía de ello con los huéspedes, suspirando, a causa de tu obstinada, mejor dicho preocupante inapetencia. De lo que los siervos, respetuosamente, reían socarrones.
Otra historia no me era desquerida; acerca de un gran fuego, cómo se aferraba a las cortinas de la alcoba de la señora, y la achicharraba aullante en fastuosa hoguera, mientras yo, en la salita de la planta baja, jugueteaba nerviosamente con las cartas de la baraja. Pero por cuanto me atañe, yo sé que te he asesinado —de semejante palabra me complazco— cercenándote de una franca cuchillada la garganta, y de haberte tenido así, muerta y péndula en la cabeza, cual decolación, en la mesa, mientras yo comía y bebía con descarada leticia. Aquel mantel madoroso de sangre lo sigo custodiando, pero de qué sangre, de qué sangre ensangrentada aún sangra, eso no lo he olvidado.
En días de mansedumbre, me relato, casi en delirio, cómo me perdí por la monotonía del erial, y tú me buscaste, a la luz de retóricas antorchas, bajo la lluvia, y por ello moriste de congoja, oh, amorosísima mía. O acaso arribaste, ignara, a orillas del foramen que conduce al trono de siglos y de polvo, y por él despeñada, te estrellaste, mi decorativo manantial de sangre, disuelta en aquella niebla, engalanada por esos elegantes genitales de musgo, y allí abajo sigues, tú, reina, reina que me aguarda, reina de la nada, en tu reino de la nada.
Tu ausencia: yo no podía explicar tu ausencia, y dado que tu ausencia era ausencia de mí, yo tenía que asesinarte, destrozarte. ¿Pero no podrías tú, así pues, tan atenta al prestigio de tus desapariciones, no podrías haberte fugado, piadosa, lasciva, feroz, fugado con la carne de uno de mis siervos? Yo los escrutaba, los interrogaba, faltaban tus vestidos, tu anillo aparecido en el umbral. Educadamente, hacían ellos gala de un paladino sonrojo. Sentenciosos, contestaban con delicadas alusiones a la fragilidad femenina, a la violencia imprevisible de las insensatas pasiones, a las que un delicado corazón no sabe ni osa oponer resistencia.
Así pues, tú me habías abandonado, habías escogido otra pasión, y no era ya una casa desierta donde yo habitaba, sino una casa renegada.
Ansioso de entrar en tratos con mi dignidad y ofrecerme a un abandono en el que el sufrimiento se alíe con una intrínseca dignidad, hubiera podido narrarme las trémulas ansias, las interiores indagaciones en un alma tentada por el veneno de la verdad, e insidiada, por lo tanto, por visiones definitivas e irresistibles; que poco se apartaría de otras narraciones a las que a menudo dedico más de una demora: que soledad, insistencia del viento, estabilidad de la noche fosca y fosforescente, chirriar de hierbas, gañir interrogativo de animales irremediablemente dispersos, todo ello habría trabajado en ti, atestando pacientemente los ádyton de la mente con fantasmas no menos enormes por ser inconsistentes, selváticas fugas sugeridas por proyectos diminutos y enrevesados de catástrofes tan radicales como para dejar intacto tu cuerpo, pero calcinada y deshecha tu alma; una subitánea interior aparición de ojos, a la que ninguna noche podía oponer resistencia; y una melodiosa voluntad de gritos, que nos hablan de extenuados despeñamientos en una paz de inmóvil naturaleza infernal. Como ves, amo tu demencia, y pienso que para mi propia sinrazón, que paciente te medita sigue y elude, habrá alguna manera de entenderse con esta disoluta administración tuya del cuerpo, de tus vísceras, de tu voz. Además, si eres tú como me persuado, demente, pero no por ello de mí desenamorada, puedo yo meditar esta casa como siempre, es decir en verdad definitivamente nuestra casa. ¡Custodiada con piadosa firmeza en una habitación inocua, tú, esposa de los ululatos y de los delirios, concubina de las pesadillas, y de los ojos, meretriz paciente de las sierpes, ángel de los venenos! Colmas desde siempre, para siempre esta casa de fiebres y de escalofríos, esta casa que suda, y las paredes que charlotean insensatamente; y la sensación de que la casa tiene un oscuro, no delirante, afán por moverse en un tintineo de cristales, oscilar de lámparas, y crujido de escaleras. Desde la habitación que es tu casa en el interior de nuestra casa, ingeniosos dispositivos acústicos traen hasta mí tus mugidos de loca y de docta, tus palabras rapidísimas, el aroma de sudores horripilantes. Fantaseo que de esta manera yo me convierto en una suerte de oreja, de ojo, de nariz que capta o reconstruye el gráfico de tu locura; y que tú a mí entregas cotidianamente, para siempre, una mezcla de verdad, de amor, de destino, que no puede ser entregada más que mediante gritos, sudores agonistas, deliquios e imitaciones de muerte.
Estas cosas podría tener, siempre que hubiera aceptado, como me resultaba natural, mentir; pero hubiera debido reconocer que había habitado una casa, siempre que semejante casa exista, en la que tú no habías estado nunca, que no podía ser alegado como prueba de conforme intimidad alguna, que con decorosa degradación había podido habitar como nunca jamás nuestra, no tuya, y por lo tanto o no mía o inútilmente tal. Sé que no tengo pasado alguno que rememorar, y que la biografía que mis siervos, día tras día, van reconstruyendo, les es dictada por mí, y reunida, pacientemente, con los añicos de un futuro de posibles. Asesinada, demente, fugaz, consumada y muerta, en ningún caso tengo manera de abolirte, y sea cual sea la forma de inexistencia o deformada existencia que asumas yo la considero parte de nuestra historia, desierta mezcla de necesarios e imposibles. Tal vez no yo a ti, sino que tú me hayas matado a mí; y en tal caso me parecería hallar una extraña, desfigurada coherencia.
Me tumbo sobre la hierba, en un momento especialmente ventoso. Ya no sé, no quiero desenmarañar estos lazos de odio y amor que me inducen a intentar las astucias, negativas o positivas, del hallazgo, por más que no tenga manera de conocerte, de reconocerte, de matarte, de morir por ti, o a tus manos. Al matarme, te revelarías; y por lo tanto, yo estoy desventuradamente protegido por tu astucia, acaso por la sapiencia de tu odio. Escruto el viento: estoy seguro de que su silueta es distinta de todas las siluetas, pero no de la tuya. Naturalmente, ésta me es absolutamente invisible. ¿Será posible que tú, que llevas tu cuerpo como un inútil chal, te hayas decidido a convertirte en viento? Lo sospecho, ya que hay algo que, ignaro, yo conozco, que me percute, me circunda, me abandona. Me gusta lerdamente suponer que tú has empezado a perseguirme. Si no conociera desde siempre tu juego frígido de pieza de caza terrible y astuta. En cualquier caso, el desaire del viento me da la sensación de no estar solo en el erial, y me advierte a la vez de la inutilidad de usar palabras para mendigar respuestas; no hay aquí lugar para bocas o voces.
Cuando el viento, que simulo semejante a ti, se retrae, vengo restituido a mis intolerables horas taciturnas.
Sé, o me gusta creer que sé, gracias a las apresuradas pero no hostiles mentiras de los mayordomos, noticias que nos atañen a ti y a mí, y a este erial nuestro. Sí, ellos también mantienen cierta clase de relación con este viento, pero me sugieren —es inusual que sus gestos, sus palabras algo viles sobrepasen la cauta alusión— que ellos reputan al viento demasiado impulsivo y malicioso para suponerlo forma atendible de la Señora, pero que si al final, por el contrario, aquel viento fuera realmente la Señora, eso querría significar que ciertas maneras imperiosas y jactanciosas de su carácter han obtenido un legítimo ascenso, y que ella se encuentra definitivamente entre las supremas jerarquías del erial. Con todo, me parece entender que ellos tienden a subrayar la imposibilidad, o tal vez la temeraria insolencia de dirigir preguntas al viento, o la vana esperanza de aguardar de él respuesta, ya que todo hace pensar que a ese viento le ha sido concedido el privilegio de ser privado instrumento de tortura, vejación que sólo a mí me atañe, y a la que no puedo legalmente resistirme, ya que para aspirar a tanto debería habilitarme yo para hacerme considerar reino sin monarca, vastedad noble que se desgasta en la ausencia del trono; mientras añaden, no sin mala fe, mi obstinadamente perseguida búsqueda de la Señora hace suponer más bien que yo, no sin dolo, me postulo candidato al papel de rey. En verdad, amor, no me es desquerido el suponer serte reino, lugar privilegiado para la sapiencia de tu tiranía, sobre la que ejerces un poder tormentoso y minucioso, que se vuelve iluminante y ennoblecedor sólo por tu rechazo a hacerte visible, comprensible, tangible. Tu nada majestuosa ocupa mi intrínseco trono, y nada más me cabe esperar; y desde el trono desierto trasudan órdenes, ordenanzas, sugerencias, alusiones; o simplemente callas, quieto, regio silencio, mansa e indulgente desaprobación que me deja intacto y me mata. Desde siempre juego ociosamente con la corona que debería colocarte en la cabeza, y a la que el tiempo, que me es otorgado de forma infinita, va lentamente trabajando, y ya la contemplo de manera definitiva como corona fúnebre, eterna corona que sustentar, rectilínea hendiendo, para el incombustible reino de los muertos.
Fúnebre: la palabra me afecta, me alcanza, ligero volátil desencarnado; no sin gracia, sin ternura me atrevería a decir; apoyándome sobre el codo, escruto el erial, como alguien que posea súbita conciencia de saber asaz más de cuanto se había persuadido de saber. Lo sé: el erial está desierto, puesto que está abarrotado en sus vísceras. Aquí están enterrados todos aquellos que han sido capaces de morir. Nada de lápidas, no hay tierra removida, ni hierbas extravagantemente dispares y lúgubremente vigorosas que señalen los lugares de las sepulturas. Por lo demás, este lugar es ininterrumpido; reino para súbditos humillados y hechos añicos, ignaros de cualquier forma de autoridad. Aquí están agazapadas astutas astillas de cardenales, y regios ecuestres, cebras delgadas, perros rábidos, deshechos catalejos, relojes de péndulo, cartas autógrafas no ansiosas ya de respuesta, e ilegibles para sí mismas; y no muertos solamente, sino muertos de los muertos, evocados en profesión de fantasma, desiertos de ineptos nigromantes, constreñidos a remorir fatigosamente. Aquí están sepultos mayúsculas, números primos, tronos, gusanos, utopías, oxímoros, coloridos y arpas. Pero esto también tengo por cierto: que no sólo aquello que ha muerto es depositado en el erial; aquí dentro está agazapado algo con vida, ingeniosamente oculto, entre dolo y juego; feliz de ser sospechado y vanamente buscado; enclaustrado, inestimable e ilocalizable depósito. No me caben dudas, por más que esta certeza ni me consuele ni me guíe, de que tú permaneces enclaustrada, amada malicia, en esta tierra; así lo has escogido; tú duermes y velas y callas, único sonido del cuerpo te es el tañido muelle y lento del corazón, ese sonido que no quieres detener ni ocultar, engañoso, infantil, fiel reclamo. No oso buscarte: sé que, si me encaminara tras las huellas de tu cuerpo, de tu falaz sepultura, en cualquier parte de este mundo que tal vez sea el mundo, advertiría lentos latidos del corazón; ya que por doquier hallarías animales muertos, seres humanos destrozados dispuestos a entregarte sus corazones, ese sonido como simulación de la vida; y el erial pulsaría con una ficción de corazones, falsos, devotos tañidos. Yo temo esta vocación tuya de estar por doquier y en ningún sitio. Ignoro si, sobre tu madriguera, la hierba dibuja bordados extraños, si alguna alusión vegetal indica o conduce al sonido cavo de la tierra; o, tal vez, esa tierra se desvelaría removida por tu aliento, o se volvería inquieta por tu mirada nocturna. Si se lo ordenara, los mayordomos se precipitarían con picos y palas, y al cabo de unos días, o años, o al cabo de siempre, el erial entero quedaría abierto de par en par y puesto patas arriba, de ficticio habitáculo de hierbas convertido en lo que es desde siempre, ya cumplido, repleto de muertos no sólo pasados y presentes, sino futuros, el cementerio del juicio universal. Y, así pues, ¿qué presumiría encontrar? ¿Qué dolo encontraría en lugar de tu sopor? No vacilarías en trasmutarte en sueño; en mandrágora; en vuelo de búhos; blasón hecho añicos; indescifrable inscripción; mera cavidad sonora y afásica; un depósito de uñas para una raza que alguien ha decidido no crear. Ignoro si estas astucias pertenecen a tu fuga o a mi búsqueda, si habrán sido concordadas entre nosotros mismos, con el objeto de que este furor de deseo y de miedo, esta presunción y derrota no lleguen nunca a su final. A ti no te ha sido concedida más guisa de existencia que este buscarte y rehuirte mío, ni de otra manera puedo conocer mi ser, si no gracias a tus dolos, a tu aflicción, y a eso que me obstino en suponer tu obstinada presencia, tu estar ahí, muda y ávida de diálogo.
¿Será tal vez este recíproco sufrirnos y tentarnos lo que nos hace el uno al otro culpables e ignaros homicidas, y lo que elude toda celada de encuentro, y nos impide reconocer la silueta, distraída y astutamente señalada en una áurea moneda fuera de circulación? ¿En un sello timbrado con ira? ¿En la filigrana de una carta falsa en todo, excepto en la maníaca exactitud de aquel rostro? Soy viejo, no hombre ya, soy gruta, entre el día y yo se interpone una densa trama de telarañas, meticulosos arabescos, en el ágil, áfono avanzar de las arañas intento descifrar, leer algún mensaje tuyo, una cita en la que en ningún caso podré reunirme contigo, que no osaría considerar fehaciente; y es más, casi como en un juego infantil, finjo distinguir entre los desarrollos febriles el dibujo de un rostro que querría tuyo, y en el súbito susurro de una telaraña me divierto en sospechar palabras de mensaje, aunque no fuera más que una despedida antes del final, la afanosa conclusión del juego. Supongo que soy tumba, la única, total tumba: compruebo desde siempre y sello todo cadáver que me es entregado y compruebo el nombre —¡casi como si conociera el tuyo!— de quien entra y sale. Pero yo desconozco si tu forma puede padecer tumba distinta del trono. Heme aquí piedra, midiendo el pie de quien me huella y recorre, pero tú acaso transcurras como viento, vuelo, zumbido. Me descompongo en volátiles insectos, y me disperso por el aire; y cuando recupero el último yo mismo que lleva en la boca mi alma, no he recogido más que patrañas, peroratas, juegos, fábulas. En algún lugar. Según dice alguien. En otra parte. Me hago un tumulto de flores absurdas espléndidamente coloridas, que puedan atraer a una mano curiosa. Un día lloveré sobre toda la tierra, pero tú permanecerás inmóvil, al resguardo de un alero, en una minúscula y desierta ciudad de madera, un antiguo tablero medieval.
Puedo renunciar a ti, a tu existencia y no existencia, la condición que no me consiente herirte, pese a no negarte. Puedo abdicar de la corona de tu imagen, despojarme de los cetros que me han autorizado hasta aquí a seguirte y a perseguirte, despojarme de las medallas de mis victorias, ninguna de las cuales compensa la dulzura de una derrota que nos negamos, el descalabro de un coloquio. Heme aquí rey depuesto por mí mismo, ensangrentado por mi propio atentado contra mí mismo, capturado por mí mismo y entregado a mí mismo para recibir muerte como usurpador y conjurado; con el objeto de que el trono quede desierto. Me oculto en mi alcázar, me separo de mí mismo. Los mayordomos me rinden honores cuales se ofrecen a un héroe caído; sus voces estridentes, sus gañidos susurran nombres de hombres valerosos y asaetados, pretextos honorables de monumentos, toponimia, ciudades futuras, investigaciones de archivo. Simulan el llanto, y cuando anuncio mi decisión de haberme descoronado, o me confieso vilmente muerto en batalla, se arrodillan a mis pies para inducirme a renunciar a mi propósito; quedamente reímos. Hago ademán de salir del alcázar inexistente, finjo acariciar por última vez el valeroso caballo predilecto, mi ahusado lebrel, el cielo me otorga una escenografía de crepúsculo, no falta el rojo sanguíneo y le quedo grato. Heme aquí solo, de pie en medio de la hierba, y te anuncio que, habiendo abdicado, habiéndome mondado de mi condición regia, depuesta la espada de la mente, yo renuncio y a huir y a perseguirte, a maquinar guerras y emboscadas de captura. Te entrego los sueños, las tumbas, las arañas, el viento, las hierbas homicidas, tus vestiduras, las espadas, la noche. Furibundas las sombras se deslizan a mi alrededor, se yerguen las hierbas de horca, el cuerpo me pulula de arañas instantáneas, un sueño se me encara con un grito; y sé que tú exiges que huida y persecución se reanuden, exiges que yo pierda en cada ocasión, pero jamás de una vez para siempre. Tú no renuncias, ni siquiera como nada desafiada por la nada, a la predilecta inexactitud de la mira que no te alcanza aunque te atraviese, cuerpo inalcanzable mío.
Con un gesto obviamente melodramático vuelvo a ponerme en la cabeza la corona; los mayordomos hacen gala de una genuina y bien educada leticia. El furibundo juego no puede tener final. Inalcanzable, no me concedes tregua, pausa, pacto. Mis astucias no te iluden. Si me ofrezco a la espada de un enemigo, tú, niebla mía, me rodeas y salvas y custodias para tu desafío, tu herida, la recíproca ofensa por la que morimos sin morir jamás. Taciturna exiges mi escucha, y yo le ofrezco un anillo a esa bruma que son tus dedos. Me guaítas y mides, yo finjo, serenamente, que no sé lo que tú, fiera, agua, hierba, esperas de mí. Quiero desilusionarte; quiero que receles de tu majestad. Te propongo, fulmíneo, el áspero olor de una sumisión. Ante mí mismo finjo hacerte añicos, despojarte de tus armas, revolver la disfrazada tierra de tu túmulo. Quiero que tú, tú también, temas perder mi herida, nuestra herida, esa boca sangrante, ora tuya, ora mía, a través de la cual intentamos hablarnos. Simulo esa voz tuya que desconozco, si opongo mis uñas y las muevo con rechinamiento, simulo la araña con los dedos dilatados, me tiendo para simular la sierpe, el agua. Puerilmente, intento angustiarte.
Amor, el bosque que recorro es ralo, de mansa luz, una fragmentada fosforescencia de hojas. Desde luego, podrías permanecer oculta en el bosque, o en él desaparecida, o tal vez haberte vuelto hierba, musgo, seta, rama, flor; en un zumbido de insectos me gusta inventar tu voz, y hacerte cabellos de la hierba, y el tronco que toco es tu cuerpo. Me abro camino lentamente, dilatando y prolongando mi presencia en un lugar que, con insensato juego de la mente, me es caro pensar que eres tú, tú misma, nada más que delirio. No persigo, no apunto hacia dianas; pues, al contrario, avanzo con lentitud, y calibro la obstinación, la mansedumbre, la concentración, la ingeniosidad de mi amarte. ¿Te imitas a ti misma, me sigues y custodias como selva? ¿Hay algunas lagunas en tu desamor que te consienten metamorfosis, un demacrado sufrimiento, menos que aflicción? Esta deformidad, o decadencia de la mente, a la que no oso renunciar, me consiente el profesar una extrema devoción, y pese a todo sumisa, densa de ritos, gestos, estereotipos, letanías, delirios, oscuridad, iluminación. Ignoro si hay en ti pena o mal; o simulación solamente si no este hallarte tú en el centro, imagen exhaustiva mía y del mundo, delicada languidez, enfermedad. Que existas o no, no puede eximirte de observarme, cauta, fría, con pasión, con predilección, esperanza, agotamiento y hastío. No negaremos que esta jamás historia de amarnos, perseguirnos, negarnos, no pudiendo en modo alguno conseguirnos, es cuita, tormento, postración. Mido hoja, rama, bellota, destinatario de locura amorosa; no hay en este bosque forma que no descubra, súbitamente, que es perseguida y perseguidora, saeta y cierva, lenta mira y presuroso respingo animal. En este bosque de amor tu ausencia ecuánimemente distribuida desata el furor, la postrada devoción, el llanto.
Entreoigo a mis espaldas los pasos respetuosos, aprensivos de los mayordomos; soy consciente de su pedante, arcaica representación; ellos conocen desde siempre mi vicaria majestad, y se ensañan en legitimarla —legitimando su poquedad— manejando con irónica y atenta devoción ese cuerpo suyo que no envejece; impecables, aguardan las órdenes de un alcázar de demencias, un palacio de alucinaciones, un torreón de fantasmas; casi como si esta maquinaria de ínfimo teatro ocultara astutamente una cierta verdad proterva, un no falaz decoro. Engatusa a estas sombras irrisorias la precisión de un estilo, del cual no se exige sentido. Sé que no hay manera de deponer el sarcasmo de este manto, que no es en última instancia más que el juego de mi estro, ni puedo arrancarme de la cabeza la corona que nunca he tenido, y cuya constante falta me vuelve sacro y soberano. Y entonces, ¿cómo es que este manto está salpicado de sangre, por qué la corona me tortura la calavera, qué odio quiebra la línea breve del cetro, por qué el globo me azota el rostro? ¿Puedo yo ser el torturado, el torturador, el ínfimo súbdito, el emperador supremo? ¿Es este bosque parte de mi reino, o es todo mi reino; es tan grande cuanto el mundo, es el mundo, o este lugar de soledad y vida ignara de palabras, esta hondonada en la que mido los verticales doquieres en los que moras, no es acaso mi admirable túmulo, al que solamente tú puedes rendir honores? ¿Es, este bosque, ornada podredumbre de mi cuerpo, que vanamente se ha prostituido ante tu grandeza, ante tus fríos ritos, ante tu huraña castidad? ¿De modo que todo lo que yo fingía que eras tú ha nacido de la poquedad de este cuerpo que ni siquiera sabes destruir, osario en el corazón del mundo?; ¿soy yo, enigma e interrogación tuyos, error y aflicción? Ya que yo sostengo en mi mano la tibia como cetro, mi piel antigua, de nobles arrugas, me sirve de péndulo paludamento, y la corona se cierne allá donde debería estar mi cráneo, se ilumina con mi ininterrumpido soñar, fantasear, meditar, amar. Esta corona te corona a ti; es ocurrencia, trabajada con palabras tiernas, lascivas, lúgubres, aviesas, lánguidas, deleitosas, apacibles, palabras de insidia, de elogio, de plegaria, de insinuación, argucias, de acuerdo, argucias de un alma desorientada pero técnicamente, digámoslo, extremamente competente. Estólido, yo aspiro, es verdad, a ser reconocido por ti como portador de corona, yo, mercader de prostitutas mediocres me ofrezco como aliado, guerrero, paladín virgen, rey. Sé que podrías, pero que no quieres quitarme este sumiso escarnio de los mayordomos que me siguen, estas caricaturas de ángeles a las que no podría enviar a ningún lugar existente y dotado de nombre, pero que me siguen para que la ficción de mi potencia, de la consagración, nunca desmaye; y al mismo tiempo, no desmaye la cognición de que ésta —sea cual sea el sufrimiento que comporte— es burla, dolo, embrollo, movimiento de manos céleres y enjutas, juego de palabras en lengua muerta. Pero ¿es que crees, inalcanzable, que yo rechazo esta grandeza mía de pordiosero? Ciego arquero, mútilo perseguidor, cantor balbuciente, yo mismo mayordomo, siervo de mayordomo, no soy yo acaso, precisamente yo, en virtud de mi error, rey, de mi derrota, triunfador, poderoso por la total efusión de mi sangre, mudo poseedor de palabras ignotas al léxico, estos sonidos delicados, sinuosos, míos y tuyos, con los cuales has hecho de mí el rey por encima de mí y de ti —tú que pares coronas desde tus manos, las manos de la coronación, amor.
Acojo con grata paz el apagado furor de mi desvarío. Es la hora en la que se apagan las alucinaciones, los empleados angélicos reponen las auroras boreales. No falta quien por el camino forma cúmulos de sueños quebrados. Hay almas que orinan. Avaro y tranquilo como un senescente joyero, toco una a una las piedras no frías, no tibias, colaboradoras con mis dibujos. No tengo complacencias, sino un prudente amor por estas durezas gallardas y probablemente inútiles. Soy un especialista en cosas vanas y complicadas, como el florista, y el gong que afina al viento sus propios sonidos. El sardónico margaritario es un privilegiado, consciente. No es asiduo al amor. Admiro su sabiduría, su desconfiado manejo de las piedras: muestra la experiencia de un viejo, muy viejo. Es hombre ducho en los silencios, en los cálculos mentales. Tiemblo: ¿qué acaece cuando se topa con piedras viles, falsamente luminosas, falaces o pobres, moribundas? Es matador de piedras, pero no sicario, mata con gesto preciso, no hostil de su mano. Como el joyero, escruto y valoro las lívidas, ásperas, rugosas cortezas de los árboles; sobre estos árboles podría escribir mensajes tan incomprensibles como los tuyos. Pero no existen para ti mensajes indescifrables. Por lo tanto, te propondría plazos y lugares de encuentro, pero de ninguna de las maneras tú serías neutral; no quisieras llegar tarde, menuda vulgaridad, es más, habrías llegado ya y ya te habrías marchado, de modo que quedara en el aire ese aroma de tu ausencia, el guante de parafina de tu violencia, un indicio que me herirá de muerte y me consentirá no morir. Podría llegar yo justamente con antelación, para sorprenderte en cualquier caso, podría por los tiempos de los tiempos, un tiempo y medio aguardar tu llegada. Tú no traicionas tu palabra, acabarías por llegar, en guisas que yo no sabría desenmascarar. Tal vez aquel mayordomo que sonríe. Un puñado de hojas en disputa con el viento. O también: tú eres el mensaje que yo escribo, letra a letra, por lo que ya has dado tu consentimiento, eres mi misma invitación, te mantengo ignaro, y mi petición es tu respuesta. Pero también esto he aprendido, que no hay irrisión en este ser la misma cosa que yo tramo para tenerte; tú también recorres los ambages de una trama que sólo puedes recorrer gracias a los disfraces, las máscaras, las degradaciones, a las que recurres para llegar hasta aquí, por más que ignores dónde pueda estar, y qué pueda ser, ese «aquí».
Noto que te concedo más, mucho acaso: puntualidad, diligencia, ingeniosidad, celo. Pero tal vez eso sea precisamente lo que me entrego, me concedo a mí. Careciendo de pruebas de que estés aquí, me ilusiono precisamente con que estés, con que no desatiendas mi predispuesto furor, gracias al cual, como podrías tener la cortesía de advertir, yo me consumo manos, rostro, dientes. Tal vez, de forma no distinta a la mía, para conseguirme y dejarte conseguir debes ser algo falso, fingido, adulterado. Entre las piedras sobre mi enorme mano, yo reconozco una fingida piedra falsa; tú eres innatural, contranatura, sodomita de todo aquello que carece de máscara. Es tan natural que jamás nos encontremos, que nuestra recíproca ausencia sea una traslaticia manera de frecuentarnos. Mis disfraces no llegan a ser fehacientes, no lo ves, mi cuerpo está repleto de agujeros, mezclo excrementos e inmortalidad; «no teniendo pruebas de que tú estés aquí»: pues eso, ¿por qué, en caso contrario, escribirte precisamente a ti? Lo sabes desde siempre, no me obligues a ser repetitivo: nada en ti congenia más conmigo que tu no existir.
Eso es, te he nombrado, y tú has llegado. Me he dirigido a ti como inminente, y tu inminencia me hace frente; tú eres la noche que ha sucedido a ese día oscuro, larvario que habíamos estipulado. Esta noche total no entraba en nuestros pactos. Me has quitado los árboles, ya no hay ni alto ni bajo, ni donde ni do. Si permanezco inmóvil, sé que corro, si huyo avanzo, si toco soy abandonado. Mi cuerpo, este miserable traje comprado a plazos, pero sin el cual no podría tener conocimiento de la noche, este cuerpo mío tiembla. Ahora yo estoy, inevitablemente, en el centro. Sé que nunca hemos estado tan cerca y tan lejos, jamás has alcanzado semejante existencia e inexistencia. Ninguna estrella puede penetrar en el interior de estas tinieblas, ningún dibujo de luz, no existe cielo, ni lustre de fantasma, no existe doquier que no sea noche. ¿Será, pues, esta noche el disfraz final del que te hablaba? Me has escuchado, pero ¿sólo en este caso, de esta manera podías contestarme? Nada tengo que no sea cuerpo, esqueleto y sangre para ofrecerte con dedicatoria, pero tú señoreas la oscuridad, gobiernas todos los «nos», y tu denegación me alcanza —e ignora que lo hace— con todo el furor del «sí». ¿De manera que yo, que soy ahora hoguera para ti, hacha nupcial, tea, canícula, no tengo chispas suficientes para encenderme las uñas, y ver desde el centro de mi esfera? Déjame tu noche, no hay coyundas que no sean nocturnas, pero si tú eres la propia noche, ¿de qué forma podré habitarte con mi cuerpo? ¿O será eso precisamente lo que yo hago, ya que no puedo hacerle nada a tu noche, a ti, noche, más que proponerte este fuego sin luz, y que siempre arde, y no tiene calor compatible con mis miembros?
No esta noche, mi horror y amor; este dilema de hoguera y hielo; enciéndeme como una luminaria miserable —aunque luz—, dame fuego, acepta el ardor de la canícula, para que, de esa manera, ardiendo, yo te vea, amor.
Dirás que mi lenguaje es inútilmente enfático, pero no quisiera, sólo porque levanto la voz, y me muevo como si tú estuvieras conmigo en esta misma noche, no quisiera que se te escapara la pertinencia de mi petición, de mi propuesta. Yo te pido que acojas mi hoguera amorosa, con el objeto de que, a la luz de mí mismo que en esa guisa agraciada me consumo, pueda revelarte a mí, establecer un instante de convivencia entre mi principiar a arder y el serte tizón. Rétor de las tinieblas y del fuego, estoy listo para hacer de mí para mí un fulmíneo oxímoron, tenebrosa lumbre, que arrojar por las vísceras de esta noche, y descubrirte, y no volver a ser jamás.
La noche se retrae; pero tú ya lo sabes, quien ha conocido la noche no vuelve a ser nunca el que era, tiene entenebradas vísceras, tinieblas por manos. Siempre, en todo lo que ejecuta, afanosamente proyecta y pierde, persiste un sentido que el joyero no dejaría de advertir, pero que nadie más osaría juzgar como indicio de condena o de salvación o, partiéndome, de ambas. No volveré a tocar ni un ardite sin dejar en él huellas de fiera noctiluca, las pausas oscuras entre mis palabras desconcertarán a mis pacientes interlocutores, a menos que no me tope con alguien que tenga experiencia de noche, y me dé rastro para avanzar por este infido y obstinado itinerario, esta demora, retroceso, parada, fuga, asalto, brinco, mira, con los que velozmente yo te persigo, y tú me persigues, amor.
En la noche, ladrona somnolienta del tiempo, he perdido mis horas, reloj, meridianas, clepsidras; la muerte de las semanas, la descomposición de los días, como flores abandonadas sobre una tumba impropia, todo está ya definitivamente consumado; siento crujir los segundos, tierna arena de los cuerpos que ya nadie podrá recomponer, se escabullen los instantes, no más largos que siglos. ¿Es que acaso quieres que te entrelace un collar de milenios? No puedo, ya lo ves, demasiado efímeros, ya se están deshaciendo. No falta quien se ponga a la tarea de la restitución del crepúsculo, las cosas, eximidas del existir, se precipitan hacia la sede indicada por la partitura. Yo retengo este residuo de muerte, este mechón de noche que me viene de mí, una áfona sílaba que se ha enredado en la carne frágil de los labios. Yo soy espada en defensa de este heráldico escudo de tinieblas.
Incluso mis uñas tienen forma de blasón. La noche toca a la noche.
La vida social se reanuda; los infatigables demonios de los efectos especiales han estado trabajando en el erial, y un delicado, ambiguo mayordomo atrae la atención hacia una imagen inédita. Una compacta empalizada atraviesa el erial, como un antiguo campamento, ciudad fortificada, se me aparece delante; en el centro se abre una entrada; la madera está vieja, podrida, exhausta, astillada; alguien quiere sugerir la impresión de que esta empalizada es asaz antigua; tal vez haya existido desde siempre. Por lo que puedo divisar, la empalizada dibuja un desaforado cuadrado, tal vez me halle realmente ante una ciudad, una capital, la capital. Pero ese efluvio de caduco, extenuado, raído, me prohíbe pensar en tu alcázar. Un tenue viento me trae un efluvio de musgo, de minúsculos animales muertos, y a la vez viene de esa estructura un extraño, oscuro sabor a burla. El zaguán está delante de mí: los mayordomos me miran perplejos, es evidente, creen que podría, pero que tal vez no debería entrar. En cualquier caso, ellos no pueden acompañarme. Su dignidad es al mismo tiempo víctima de insidias e inadecuada. De este modo, tengo otra vez en mis manos mi majestad falaz; representada, ésta me impone no faltar a mi cometido; yo debo entrar. Avanzo lentamente hacia el zaguán, pero al otro lado de la empalizada no diviso nada. Así pues, tengo que acercarme hasta el umbral. ¿Voy al encuentro de un dolo, de una insidia, o este campamento es un lugar feroz definitivamente abandonado, una enrocada sede del desierto? No tengo intención de huir. Llegado al umbral, me detengo. Podría ser una enorme tramoya teatral, pero algo me advierte que no es de eso de lo que se trata. Grandes palacios se yerguen apartados los unos de los otros, como aislados alcázares. Palacios decrépitos, deshechos, ventanas sin otra cosa que fragmentos de cristal, puertas que nadie ha vuelto a abrir o a cerrar desde hace siglos. Los muros se están inclinando definitivamente, la calle es una ciénaga desecada. Cinco palacios, cinco alcázares; tres a mi derecha, uno a la izquierda, uno que se halla delante de mí. Estoy convencido de que estos palacios no están desiertos. Alguien vive en esta ciudad. Alguien ha intentado no ya poner a cubierto, sino superponer una estudiada dignidad a estos edificios siniestramente decorosos. Telarañas que han sido retiradas, vuelven a ser tejidas rápidamente. Y por doquier me recibe, no sin benevolencia, un extraño hedor, una hediondez difusiva, ceremoniosa. Innúmeras termitas y ratas están trabajando esos palacios enormes, los techos tambaleantes, los pórticos mútilos; los fastos del final, una magnificencia fúnebre y delicada custodia estos alcázares ávidos por morir. Me vuelvo a mirar a los mayordomos, detenidos a una innatural lejanía, y que evitan mi mirada, casi conscientes y cómplices de una trama que no me explicarán, para mi indignidad y la suya. Sea lo que sea lo que yo haga, está más allá de cuanto me es lícito y es, al mismo tiempo, ínfimo e irremediable. Sé que aparezco ante los mayordomos como esa misteriosa alianza de cobardía y proeza, suciedad y estilo impecable a la que ellos no deben aspirar. No cabe duda de que esta ciudad de alcázares en ruinas, ceñida por una repugnante fascinación de olores, esta ciudad sólo es accesible a quien haya conseguido la tabes de la noche. Por lo tanto, la noche les ha sido ahorrada o negada a los mayordomos. Me pregunto si ellos sabrán lo que podré encontrar en este extravagante lugar regio. ¿Sabrán que de alguna manera todo esto puede tener que ver contigo? ¿Querrán sugerirme que tú estás aquí, o por el contrario que precisamente aquí celebra su ceremonia el dolo de tu ausencia? Si les planteara una pregunta, nadie me reputaría digno de contestarme; me ganaría cautas sonrisas, picaras y alusivas, ojos sin miradas, estudiadamente humillados. Vamos, como si no supiera que no yo, sino vosotros precisamente, sois los indestructibles e inmortales. ¿Y por qué otra razón habríais de seguirme si no por eso, el único privilegio del que carecéis, mi voluntad de morir? La majestad mía que me derrota otra cosa no es más que el manto de mi mortalidad. Con un breve gesto reconozco su obediencia, la reticencia como legítima y sensata, y cruzo el umbral del recinto. Olor a podredumbre gobierna la ciudad. Polvo de cosas ajadas circunda los palacios. Quien los haya habitado, o acaso siga habitándolos, es indudablemente ilustre, tal vez, ignoro cómo, poderoso. Mientras medito, desde el palacio que está a mi izquierda entreoigo un ruido de pasos; un sonido impreciso, titubeante y sosegado, de alguien que dispone de tiempo, de mucho tiempo. Oigo un crujido de escalones, rechina la madera. Los pasos son ligeros, de delicada figura, noble y decorosa, tal vez tenga una cola. Gimiendo, se entreabre la incansable puerta que da al pórtico, y aparece una figura mujeril. Viste ropas meticulosamente rasgadas, vejadas con atención, con método, con amor. Raídos los zapatos; protege su rostro una bufanda consumida, una agonía de tela que carece de color. Pero estoy seguro de no equivocarme: hay decorosa gracia, y potencia, en esa mujer ignota. Lentamente me vuelvo hacia ella, me inclino, como para declararme súbdito y fiel suyo. Detrás del velo, la dama sonríe; sé que sonríe, le veo todos sus dientes. Después descubre el rostro, sin jactancia, y me recibe en su realme; y yo sé que me hallo en el lazareto de las Reinas. Su rostro está deshecho por un morbo taciturno; no hay en él labios, los dientes no pueden no sonreír siempre. La mano que ha apartado el velo tiene las falanges truncas. La dama leprosa recibe mis respetos con un gesto benévolo de la cabeza, que oscila. Después levanta la mano y señala algo a mi derecha. Me vuelvo, y diviso cuatro Reinas que, habiendo salido de sus apartados palacios, permanecen inmóviles y me miran, en evidente espera de mi gesto de respeto y obediencia; y ello es justo, puesto que cada una de esas mujeres es Reina.
Descifro sus rasgos, en parte carne, en parte piel, cartílagos, pergaminos arabescados por el morbo, cincelados cuerpos; rehúyo los harapos, el calzado de la potencia; disfruto de esta laboriosa transformación en objet d’art, en cosas usadas, blasones descompuestos y poderosos, mansa demencia corporal. El cielo es una trastienda de ropavejero. Yo indago si aquí, en esos rostros, se cela tu rostro. Podría reconocer tu osamenta: es inútil que te disfraces de llagas. Las Reinas propenden hacia mí inclinado: delicadamente calibro el distinto hedor de sus cuerpos, preciosos aromas de ficticios orientes. Puedes disfrazarte de cadáver, puedes perder todos tus dedos, no perderás el dedo del anillo. Las Reinas leprosas me sonríen, mejor dicho, sonríen siempre. Consciente de mi poquedad, no oso dirigirles la palabra. ¿Preguntar por ti? La lepra es una enciclopedia de informaciones, pero quien no sea un leproso no podrá hojearla; es la palabra exacta. No me has engañado; ¿esperabas que la fascinación de esta majestad no tolerara oposición? ¿Que uniera mano a muñón, ennobleciendo mi lisa piel con esta sublime demolición? Estas damas no son más que industriosas aprendices de la nada, y tú sobre la nada tienes gobierno. Por lo tanto, me dispongo a despedirme. Las Reinas lo han entendido, y comprendo que un secreto, antiguo dolor sacude sus cuerpos recién yuxtapuestos. Desean amor. Aguardan al novio, desde hace siglos se apolilla el esplendor de unas vestiduras nupciales. Retrocedo hacia la salida; su dignidad les impedirá cualquier clase de gesto para retenerme: me ofrecerían los reinos, el poder, boato no humano. Hago una nueva inclinación, salgo. Entreoigo un gemido, en algún sitio un escalón se corrompe. Los mayordomos me escudriñan, cautos; ironía, no odio, advierto en su silencio.
Río de tu antigua astucia, de la que mi vida ha mendigado un sentido inamovible. La lascivia de tu negarte. La austeridad despiadada de los turbios sueños que concedes. Tus signos dudosos y ocultos, tus gestos ambiguos, hierba, viento insistente, crujidos de aire desierto, vidrioso, que no se rinde, impúdico, ante la lluvia; aire concentrado en nube, agitación del viento. Por más que nadie me dirija la palabra, me llegan voces, noticias, susurros de tus adulterios, júbilos de barrio chino, esperma comprado a precio de saldo a viajeros distraídos, metamorfosis en garzón, votos de castidad contractos para desflorarlos. Hay quien ha visto tu sombra; te ha vislumbrado, en el retraerse del duro oro de la luz desde el espacio diputado a tu cuerpo. Entre hoja y volátil se charla de tu menudencia de renacuajo, de modo que puedes nadar en el rocío. Bobalicona reina mía, ¿a qué vienen tantas simulaciones? Siento que tu mansedumbre y delicadeza de ánimo te es cosa írrita y vana, porque a nada puedes avecinarte sin matar y lacerar. ¿A qué juego juegas ahora, mientras mi clepsidra se consume? Lo sospecho, estoy enredado en un tablero, los movimientos de los fantasmas que me rodean no carecen de sentido, lances que me embaucan. Con todo, tú no quieres ganar; ya que ello te llevaría a una excesivamente arrimada vecindad. Por lo tanto, perderás: pero en el momento en que debiera alcanzarte como vencida, estarás ya en otro lugar, y negarás haber jugado conmigo, o afirmarás que era otro el juego, que tú, hastiada y saturnina, decides dejar de jugar. Si quisieras matarme, estaría dispuesto a hacérmete diana; pero la intimidad ambigua, periodística de un homicidio, no te interesa. Quisiera lanzarte el óbolo de esta existencia mía para hacerte mensurable y mundana.
He pensado: un óbolo; y por lo tanto no puedo dejar de pensar en la mano a la que está destinado. Por primera vez he debido suponer que no de una sola mano estoy discurriendo, sino de innúmeras manos, y no humanas todas, acaso. Te he pensado siempre, y buscado, como imagen solitaria; pero ahora debo suponerte diseminada en cualquier parte de mi itinerario. Escrute por donde escrute, no puedo dejar de sospecharte por más que no pueda verte. Conozco, en virtud del sueño, tus voces: una voz delicada y algo falsa, desvaída; pero íntima, para ser manejada con cauta dulzura; voz bruscamente de baja estofa, de hembra saturnina y astuta; y con todo no me intimida, tu broma turbia me reclama hacia ella; ambos sombras, mi sombra es precisa para la tuya; conozco un canto tuyo de animal, al que no sé conferir rostro; canto lento y goloso, estólido y feroz: y mezclado con un hedor de fiera mansa por miedo; te escucho, silbo no sé si de volátil o de sierpe, exiguo como el aire, flauta animal; la insolencia de una voz que habla una lengua ignota, sicalipsis de los ángeles; y rememoración de haberte conocido. Ángel de los venenos. En la ciudad cuyas llaves te he arrojado a la cara, tú habitas el alcázar, el palacio de las tareas de la justicia, donde los miembros vivos son atentamente resecados del cuerpo; tú estás apartada en una celda, y alimentas el tenue cuerpo, deformado por la posición innatural de tu devoción, con migajas, hierba y agua; mantienes coloquio únicamente con la piedad de tus manos. Pero quien quiera hablarte, y tocarte, tendrá que adentrarse en el escabroso lugar del burdel, en el arrabal donde tu cuerpo se escinde en cuerpo de meretriz, en figura de alcahueta, en silueta de mujer por redimir; y te vuelves sórdida por semen anónimo, por sangre crudamente administrada, obscenidad transformada en carencia de cuerpo tangible. Eres verde lagarto, de piel glabra y repugnante; pero ya sabes tú cuánto amo yo lo repugnante, lo excrementicio, lo deshumano; tus ojos triangulares ocultan significados que no pertenecen a nuestro mundo; pero no hay mundo donde tú vivas que no conozca yo desde siempre; te veo según tus orígenes, fango y tibia agua, bullicio de insectos sobre tu rostro. Eres camaleón mutable y nutrido de aire y en tu cuerpo levemente siniestro se acumulan geometrías, números, musgos putrefactos, tibias, fulmíneos lamparones de color. No hay melindres de alma en ti que yo no pueda manejar, y no sin insolencia, no hay sombra, anfractuosidad, ciénaga nocturna, conticinio de toda voz y movimiento en el que yo no ose aventurarme; y estás más allá, estás en otra parte, en un tiempo que te custodia pero que me pertenece también a mí, amor. No podrás cerrarme jamás ante mi propio rostro la puerta de las efemérides, ni mantener quieto el vórtice que se arremolina, ya que no hay vértigo que me dilate, ni que a ti me suelde. Eres el papel manido que sujeto entre las uñas y si bien no vea el rostro a quien conmigo juega, los sé todos no humanos, grandes ruedas selváticas, signos de constelaciones; y acaso tengan ellos de ti conocimiento, esos que se juegan —¿o fingen? ¿O me desafían?— la posesión de tu cuerpo, semejante, a la vez, al mío, al suyo. Lagartija mía, monstruo marino, alga maloliente y modorra, proyecto de flor.
En el silencio nuevamente compacto, ya sin adornos ni perifollos, considerado de fiar en su conjunto por su obstinada falta de significado, mientras resumo, no sin tedio, las fases de lo que hemos convenido en llamar un gran amor, un mayordomo se me aproxima, me ofrece, con ojos risueños y lacrimosos, un billete (¿villete?). Con caligrafía infantil y maliciosa, el billete me anuncia que has muerto. Oh, no cita, como es lógico, tu nombre, ni hace alusión a ti, sino solamente a una muerte «en la que tengo mucho interés»; creo descubrir en esas líneas un tétrico gusto de congratulación. El billete alude, con frivolidad no inculta, al cadáver, al que define «en buen estado, como nuevo»: una oferta de comercio, literalmente, carnal. Se señalan después los funerales: éstos tendrán lugar en tres sitios distintos y distantes, a la misma hora. Aparto la mirada, según una antigua regla nuestra, leo de nuevo, los funerales tendrán lugar en un solo sitio, pero serán innumerables; a centenares se están celebrando en el momento mismo en el que estoy leyendo el anuncio, sea cual sea ese momento; pero otros, innúmeros, se han celebrado ya; otros más se celebrarán dentro de diez, cien, dos mil años. ¿Es que hay acaso en el universo un lugar rendido a tus honras fúnebres? ¿Un lugar donde nada puede acaecer si no tu ininterrumpido funeral? Al margen del anuncio, una nota sumisa y mortificada precisa que, no siendo tu nacimiento cierto, los funerales quedan momentáneamente en suspenso. Debería suponer que todo esto es un ulterior juego; pero precisamente la apariencia de juego me hace recelar. Tal vez contenga algo de verdad, por más que la verdad sea tan poco propia de ti, como un color equivocado para tus cabellos. ¿Acaso tú misma has escrito esa nota, en un momento de indulgencia, un duermevela que rememora tus inicios? ¿Acaso quieres decirme que, si yo te persuadiera para ser larva, sombra, nada, no querrías que nadie lo supiera jamás, si no yo, precisamente? ¿O mintiendo y desmintiendo una muerte, quieres declararte voluntariosamente semejante y desemejante? ¿Podría ser, este billete —¿por qué no llamarlo notificación?— un prófugo mapa para sugerirme dónde buscarte, quitándome al mismo tiempo toda insolente esperanza de encontrarte? ¿Desesperadamente esperando, ése es el lema que sugieres? ¿O te confiesas hembra vanidosa, lasciva, astuta, que quiere dedicar un funeral propio a cada amante, muriendo para cada uno, y a mí, a mí precisamente, el funeral que no se celebrará jamás? Y me pregunto lo que puede significar eso: ¿estás totalmente entregada a eludir mi exhausto enamoramiento o, muy al contrario, para todos muerta, a mí sólo me concederás a ti misma definitivamente viva? Esta mofa puede ocultar un asentimiento, y sobre esa posibilidad tengo que jugarme esa carta mía grasienta y marcada, tal vez falsificada; pero desconozco si hay alguien enfrente para mensurar y escarnecer tácitamente el movimiento cauto de mi mano.
El mayordomo no se ha alejado; y ahora, con esa irónica representación suya que secretamente aprecio, se me aproxima; mueve los labios, fingiendo que habla; y a la vez con un humillado gesto de la mano me señala algo que está, obviamente, a mi disposición. Casi como una invitación para entrar en casa. Sigo con el ojo el gesto y, tal y como lo preveía, se me desvela el cementerio, tu necrópolis. Desde el lugar en el que me hallo se extiende en todas direcciones, hasta el horizonte, y más allá; mis pies están asediados por tumbas, monumentos, lápidas, vasos lacrimatorios consumidos. En todas estas tumbas estás enterrada tú. Una a una, las lápidas filian tus específicos fallecimientos. Para miles de lápidas, has muerto de niña, mordida por una serpiente en la cuna, desaparecida en un incendio, sacrificada, enterrada viva a mayor inocencia de una torre. Siguen tus muertes adolescentes: tu cabeza depositada en la ficticia calma de una habitación definitivamente pacificada; muertos innumerables, a cada fragmento de segundo; a menudo asesinada, ignoro si llorada, puesto que no sé si alguien te ha conocido tanto como para llorarte. Latentemente acusada, lamentosamente hecha responsable de gestos que es imposible deducir de la repetitiva retórica de una lápida. No es además improbable que los textos de estas lápidas hayan sido escritos por ti, ni que sólo tú, y nadie más, sepas cuánto has podido hacer de deplorable, de imperdonable. Veo tumbas que llevan fechas de años por llegar, otras que deliberadamente señalan varios muertos, y una muerte tuya antecedente a tu nacimiento, a veces por años, por siglos, en un delicado juego muerta incluso el día antecedente a tu nacimiento. Sobre cada una de las lápidas innumerables diviso flores frescas, limpieza reciente, tierra removida, luces que arden, pero alguien ha quebrado vasos lacrimatorios, garrapateado letras ilegibles sobre una lápida, señal de ira o de dolor. Naturalmente, todo esto podría ser una gigantesca e infame burla; una trapacera caza de lágrimas, una coquetería planetaria. Y sin embargo, fantaseando acerca de tu ambigua naturaleza, no puedo dejar de preguntarme si no habrá algo de verdad en todo este innumerable morir tuyo; casi como si todas las muertes fueran tu privilegio, encerradas en un receptáculo tuyo, y tú negaras a cualquiera una muerte, que no fuera por ti limosneada y por ti concedida con distracción elegante. ¿O tu manera de ser se traspasa de muerte a muerte, y es necesario por lo tanto perseguirte por idéntico itinerario, procurando estúpidamente superarte por una muerte, y aguardarte allí? Tus tumbas infinitas son lugar de llanto y de risas, broma y enigma. Noto monumentos patentemente sarcásticos, una figura femenina velada misteriosamente en su rostro se reclina semidesnuda, con las piernas separadas, a la memoria de una vida sensatamente disoluta; en otro lugar, la castidad lacrimosa de una monja de incierto rito está acompañada por un rostro trabajado con atento maquillaje, un afeite de periferia. Con súbita turbación, veo la tumba enmarañada por un ser de dos sexos, con el cuello marcado por una herida frígida, el rostro lascivo de sí mismo y mudo; y veo lápidas blancas, acaso por discreción: aluden a ignominiosas muertes, imposibles de relatar, muertes sacras, o aún en estudio, apuntes de fallecimientos, simples y aproximativas tentativas de perdición.
Una vez más fingiendo que habla, el mayordomo me acompaña hasta una lápida cándida que en un rincón tiene una placa ilegible y carente de sentido; y un timbre: una puerta horizontal. El mayordomo toca el timbre, se aparta un poco; y la puerta tumba se abre. Olor a tierra y a moho me embiste; entro: ¿en dónde? ¿Los ínferos? ¿El alcázar que te has construido para todos los tiempos? La puerta se cierra, y me hallo en un vasto aposento socorrido por una leve luminiscencia. Podrían ser los ínferos, si no fuera porque todas las tumbas son tuyas. Desde luego, los prados del sueño te obedecen, las casas sosegadas, las cunas de los muertos y de los nasciturus. Te saludo, Reina de los eufemismos.
Escruto las paredes, que no tienen consistencia: vislumbro el depósito de los perfiles. Yacen, ordenados, todos los posibles contornos de los posibles existentes, en cualquier lugar, en cualquier mundo. Los contornos no tienen carne, ni sexo, ni edad, son líneas lustrosas apenas trazadas en el aire, deshuesados dibujos, apuntes. Al igual que no puedo contar tus tumbas, no puedo contar estos contornos tuyos. Sé que no debo dejarme embaucar, y por lo tanto no buscaré entre éstos tu contorno; pero supondré que todos, de alguna forma, al tuyo aludan, desconociéndolo. No consumiré mi devoción, estas y todas mis vidas, en un desesperado inventario. Estos rasgos tú has destinado a toda suerte de amor, sórdido y abstracto, prevaricador y manso, y esta imagen me ofrece una maravillosa leticia, y a la vez un pío cansancio.
Me alejo: y ahora me descubro en un lugar inquietante y sarcástico; ya que aquí se recogen las imágenes de amor, los modelos de pasiones, las fichas, anónimas aún, del delirio; esos proyectos entre los que se ha arrastrado y herido la lentitud de nuestras existencias. Este es el catálogo de los lacerados miembros, almas transidas. Tamaño escarnio se agazapa en el ínfero alcázar; y yo, nosotros, no podemos más que escarnecer el escarnio, en la risa inmóvil implicar la irrisión. Hay algo de siniestro y trágico en este almacén del amor, las hogueras amorosas ardientes de ficticias y consumantes llamas, dibujadas con probidad infantil, y símbolos de manos unidas, un universo de tumbas nupciales, de tartas marriage, de dúplices sarcófagos con sábanas de diaspro, ojos vítreos a causa de flechazos, besos y saliva, preservativos, sonetos, dildos, puñales para gargantas infieles, epistolarios ya escritos en espera de enamorados, corazones perspicazmente hechos añicos, besos de camas solitarias, cervigales alagrimados e insomnes, sueños, insistentes, reiterados, obsesiones de sueños, encuentros desesperados con la amada disuelta en el aire, destripados lechos, sábanas anudadas para la fuga hacia la felicidad, vitrinas de anillos para toda posible mano, fetos en formalina, montoncillos de anulares apenas putrefactos. Olor a sudor, decrépita suciedad, vil y dilecta intimidad del cuerpo, genitales y alma.
Amor, así pues tengo yo libre acceso a todas las vergüenzas, las degradaciones del amor; yo gozo de la infamia de mi cuerpo. ¿No podré engatusarte en esta noche notoria sólo a los cuerpos, arrancarte de tu ausencia? ¿No podré contagiarte de cuerpo? ¿Qué es pues lo que rechazas, la triste licitud del cuerpo, o la astuta manipulación del amor? Tú eres el «no»; pero los madrigales me pertenecen.
Avanzo, el suelo está inclinado, voy bajando, una hediondez me envuelve, de algo decrépito y corrupto; algo que conozco, no vislumbro y no describo. Tú, pues, y nadie más, eres la Reina de la lepra, esto no puede no ser el centro y la corrupción, la degradación que habita el centro. Me inclino ante tu infinito descalabro, el olor me envía un aroma a sonrisa, acaso un asentimiento.
Yo no ceso de amarte, corrupta, descompuesta, luminiscente, fosfórica reina; majestuosa lepra; inmortal mortal; descomposición inconcluible. Admirable horror: pídeme que te ame: te seré solícito y fiel, sicario, ministro de tu hedor, atento al ceremonial de lo que, contigo, es a la vez exequias y nupcias, fornicación, limosna, predilección, concepción y matanza. Yo, tu amoroso siervo, vengo, tú sin duda lo sabes, del lazareto de las Reinas: allá donde tú no estabas, pero fluctuaba el polvo de tus abatidas banderas. Mis respetos, mis respetos yo te traigo, pero esas agraciadas damas son dominicales amas de casa de bruces ante el monstruo admirable que se oculta tras tus ojeadas. Tú, por lo tanto, estás dentro de ti, arrendataria de tu cuerpo inconmensurable, y recorriendo tus llagas puedo penetrar en tu centro. Tus llagados genitales, apuntes de sangre, son el zaguán a mi itinerario. Yo me dirijo hacia tu centro; entro, estoy dentro de ti. Reina, morbo, oscuridad barrancosa y altura.
Filamentos de niebla carnal; enjambres de uñas; el girar lejano de un ojo totalmente pupila; un cálido afluir de sangre; un cuchicheo que puede ser mortal y perfectamente amoroso; la sensación de estar perdido y de haber arribado, ignoro adonde. Ignoro si estos indicios demuestran que, de algún modo inaccesible, perfecto, intraducible, tú a fin de cuentas existes; o que todo no ha sido más que un delirio mío, una sofisticada alucinación mi vida entera. Ahora supongo que todo está más claro, que yo mismo me malinterpreto mejor, si te supongo totalmente corroída por la inexistencia. He quedado seducido pero no desilusionado. Era expedito, desde el principio, y no había en ello amargura ni irrisión. Jamás has soñado, pero no has dicho «no»; ¿existía otra manera, que no fuera tu reluctancia a existir, que te consintiera el no rechazarme? En verdad, ahora ya no puedes rechazarme; ni yo cesar de amarte. Argucia de sofista: desmiénteme, si puedes. Jamás nacida, fiel y constante, no nos separaremos en ninguna forma ni tiempo, no hay forma de olvidarte, de alejarse de ti. No existes, y me has persuadido: yo, yo no existo, amor.