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Dentro los esperaba un prelado vestido con una impecable sotana negra con botonadura y ribetes rojos. Ceñía la cintura con un largo y brillante fajín de seda muaré roja, cuyos extremos, terminados en flecos, colgaban por el costado izquierdo. Se tocaba con un solideo también rojo, y del cuello, como signo de dignidad, colgaba una cruz pectoral. Era el cardenal Angelo Mondriani, que se adelantó y saludó con familiaridad a Spyros, quien se inclinó para besar el anillo que el cardenal le ofrecía, una joya de oro y amatista con el emblema cardenalicio tallado.

Spyros hizo las presentaciones. El cardenal le tendió la mano a Sara con una sonrisa de franca cordialidad y ella se la estrechó con firmeza y le devolvió la sonrisa. También Yorgos lo saludó con un apretón de manos. Ni él ni Sara eran católicos; ella era judía no practicante y Yorgos, aunque había crecido en el entorno doctrinal de la Iglesia ortodoxa griega, no era lo que pudiera llamarse un creyente.

—Bien, querido Spyros Apostolidis, al final todo llega —dijo el cardenal cuando se sentaron—. Ha sido una tarea complicada, pero tiene muy buenos amigos aquí en Italia, algunos muy cercanos al entorno del santo padre. Eso ha facilitado las cosas. Reconozco que me sentí impresionado cuando su santidad me comunicó que había recibido una carta de su beatitud el patriarca de la Iglesia ortodoxa griega en la que se interesaba por vosotros.

—Eminencia, quiero agradecerle todo cuanto ha hecho por nosotros. Hemos vivido momentos muy… desagradables.

—Bastante peligrosos, por lo que he podido saber —puntualizó el cardenal.

—Peligrosos, sí, es cierto, su eminencia está bien informado, pero mucho más peligroso hubiera sido que esto —Spyros señaló la bolsa que Yorgos custodiaba— hubiese acabado en manos de ciertos… indeseables. Esa gente no se detiene por nada y no dudarían en valerse de ello para sus propósitos, que no son precisamente dignos de loa. Por eso es tan importante la ayuda que nos ha prestado para que el papa nos reciba.

—El santo padre se ha mostrado muy preocupado por este asunto desde que lo informé. Es consciente de la fragilidad de la situación que existe en aquella región y cualquier esfuerzo que se haga para evitar enfrentamientos es siempre bien recibido.

—Si me lo permite, eminencia, quisiera que me aclarase una cosa —intervino Sara.

—Por supuesto que se lo permito, señorita Misdriel.

—Cuando hemos llegado ha acudido a recibirnos monseñor Krebs. Discúlpeme si puedo parecer impertinente, pero me preocupa mucho que alguien más conozca la razón que nos ha traído hasta aquí.

—Puede estar tranquila —respondió el cardenal con una sonrisa tranquilizadora—. Monseñor Krebs es una persona de mi absoluta confianza y no sabe nada del motivo de esta audiencia. Y no solo eso, ignora que el papa los va a recibir en sus dependencias privadas. Por supuesto, desconoce por completo lo que se guarda en la bolsa que con tanto celo cuida el doctor Poulianos. Por cierto, profesor, ¿está usted completamente seguro del origen y la antigüedad de los objetos? —le preguntó a Yorgos.

—Totalmente, eminencia. Las pruebas que he hecho no dejan lugar a dudas. Y la confrontación con los textos bíblicos y otros documentos rabínicos confirman que nuestras conclusiones son ciertas. En todo caso, en el supuesto de que los resultados fuesen erróneos, y puedo asegurarle que no lo son —recalcó Yorgos—, si los que andan detrás de lo que hay dentro de esta bolsa consiguiesen apoderarse de ella, ya se encargarían de hacerle creer a todo el mundo que se trata del verdadero tesoro. Tan peligroso es que sean ciertos los datos como que los que buscan esto crean que lo son, porque sus afanes responden a intereses bastante aborrecibles. El resultado sería el mismo y eso es lo que pretendemos evitar, gracias a usted.

—Sobre todo gracias al papa —subrayó el cardenal—. Tiene usted razón, profesor, a veces el valor de las cosas no es tanto el que intrínsecamente tienen, sino el que se les atribuye. Y eso vale para lo bueno y para lo malo. Hay que conseguir que nadie sienta la tentación de usarlo para fines poco nobles.

El cardenal miró el reloj.

—Me temo que debemos dejar la conversación —dijo—. Me gustaría seguirla, pero es hora de irse y no debemos hacer esperar al santo padre. Pero los emplazo para que nos veamos en Salónica. Debo ir a finales de octubre y sería muy agradable poder conversar en torno a una buena mesa.

—Pues yo conozco un excelente restaurante en la ciudad alta donde hacen la mejor musaká de patatas de toda Grecia —comentó Spyros con fingido aire de seriedad.

—Sí, y donde sirven el mejor vino de retsina de toda Macedonia. ¿No estará por casualidad en el viejo barrio turco, verdad? —añadió el cardenal.

Sara y Yorgos se miraron desconcertados por aquel guiño de complicidad entre Spyros y el prelado.

Salieron del despacho y siguieron un pasillo que conducía a la Sala Clementina, por la que accedieron a otras dependencias hasta llegar a la biblioteca particular del pontífice. El cardenal golpeó con los nudillos la puerta de la biblioteca y una voz lo invitó a entrar. Sara, Yorgos y Spyros esperaron fuera. Al poco salió de nuevo el cardenal y les rogó que pasaran. Entraron tras él. De pie, vestido con una sotana blanca con capelina y solideo también blanco, los esperaba el pontífice. El cardenal Mondriani se descubrió en señal de respeto e hizo las presentaciones. Spyros se acercó y le besó el anillo del pescador. El papa dio un paso hacia Sara con las manos extendidas y retuvo las de ella entre las suyas durante unos instantes.

Shalom —dijo.

Shalom —respondió Sara.

El pontífice sonrió y ella se sintió impresionada por la fuerte personalidad de aquel hombre que regía la vida espiritual de casi mil doscientos millones de fieles repartidos por todo el planeta. Había en sus ojos una mirada de firmeza que no le pasó inadvertida y que contrastaba con sus gestos comedidos.

El pontífice saludó después a Yorgos y los invitó a sentarse.

—Su eminencia el cardenal nos ha informado de sus deseos —dijo el papa—. Creemos que es adecuado lo que nos proponen si con ello se evita un brote de violencia de consecuencias insospechables entre árabes e israelíes. La suya es una actitud loable que compartimos y a la que le prestaremos todo nuestro apoyo.

—Santo padre —intervino el cardenal Mondriani—, el doctor Poulianos ha sido el encargado de llevar a cabo las pruebas científicas más rigurosas para determinar la autenticidad. Tal vez a su santidad le plazca conocer los detalles.

—Suponéis bien, eminencia. Será un placer escucharlo, profesor.

Yorgos, pese a su experiencia docente, sintió que las palabras retrocedían en su garganta. No era lo mismo dar una explicación científica a sus alumnos o defenderla ante sus colegas que hacerlo ante el obispo de Roma. Aunque todo parecía indicar que el pontífice estaba de su parte tenía que mostrarse convincente para evitar cualquier atisbo de duda por parte del papa.

—Si su santidad me lo permite, comenzaré por el momento en que apareció el pergamino. —Yorgos hizo una breve pausa—. Se descubrió durante las obras que la señorita Misdriel encargó hacer en una casa de su propiedad que tiene en Kastra, el antiguo barrio turco de Salónica. Es un antiguo palacete del siglo XVI. Apareció dentro de un cilindro de plomo, lo que le permitió conservarse en un excelente estado. Hice pruebas de la tinta y del tipo de piel del pergamino y los resultados no dejaron lugar a dudas: la tinta era de la conocida como ferrogálica y la piel perteneció a un animal que vivió a finales del siglo XV o comienzos del XVI. El problema, entonces, se centró en descifrar el documento, un texto bastante críptico redactado en judeoespañol, la vieja lengua de los judíos españoles expulsados en 1492, es decir, en sefardí. Comenzaba con una especie de profecía que en principio creímos que aludía al Juicio final, pero cuyo verdadero sentido nos vino dado por las cosas que ocurrieron después. —Yorgos sacó una pequeña libreta de un bolsillo y leyó el texto—. Esto es lo que decía. Ahora nos parece claro que hace alusión a la puerta del tercer Templo, «la última puerta», pero entonces no supimos cuál era el significado.

Continuó explicando cada uno de los pasos que habían seguido hasta llegar a relacionar las doce tribus con sus correspondientes gemas y símbolos y, más tarde, al hallazgo. También mencionó los peligros a los que tuvieron que enfrentarse, en particular, el de la secta ultraortodoxa de los Siervos del Tabernáculo.

—Esos fanáticos son verdaderamente peligrosos y sus filas están llenas de asesinos —comentó Yorgos—. Pretenden levantar el tercer Templo de Jerusalén en la explanada de las mezquitas. Si esto cayese en sus manos, tendrían una excusa muy valiosa para llevar a cabo sus propósitos y eso, santidad, desembocaría en un baño de sangre. Por esa razón estamos aquí, para que nos ayude a preservar la paz; nosotros solos no podremos hacerlo.

Cuando terminó, el papa lo miró con gesto serio, como si meditase sobre lo que Yorgos acababa de contarle. Fue entonces cuando Sara intervino.

—Santidad, permítame mostrárselos.

Sara se quitó una cadena de oro en la que había prendidas dos llaves también de oro. Yorgos abrió la cremallera de la bolsa de viaje y sacó un cofre de madera con dos cierres metálicos y se lo pasó a Sara, que introdujo una llave en cada una de las cerraduras. Levantó la tapa del cofre y dejó al descubierto el contenido. Después lo colocó sobre una mesa pequeña situada a la derecha del papa. Doce vasos de oro, cada uno con una piedra preciosa incrustada y el símbolo alusivo a la tribu a la que estaba dedicado, se mostraron a los ojos del pontífice, que los miró detenidamente y pasó los dedos por sus pulidas superficies. Junto a los vasos, un cilindro de plomo; en su interior, el pergamino con las claves que condujeron al hallazgo.

—Los vasos sagrados del último cohen gadol, el sumo sacerdote del Beit Hamikdash, el Templo de Jerusalén, los que usaba para los sacrificios —la voz del papa, casi un murmullo, rompió el profundo silencio que se había hecho de pronto.

—Santidad —dijo Sara en voz baja, casi temerosa de quebrar los pensamientos que en aquellos instantes debían de asaltar la mente del pontífice—, solo usted puede ayudarnos a evitar ese baño de sangre. Sé que no tenemos ningún derecho a pedírselo, en particular yo, que ni siquiera pertenezco a su Iglesia, pero me aterra pensar que si estos vasos continúan en nuestro poder, tarde o temprano acabarán en el de ellos, los Siervos del Tabernáculo. He podido comprobar cómo actúan y de qué modo suelen persuadir —Sara recalcó la palabra— a sus víctimas. Estos vasos ya han servido para el sacrificio porque se han manchado con la sangre de varias personas… Por eso imploro que les conceda el privilegio de acogerse a la protección de su santidad, que sea su guardián para que nadie haga un mal uso de ellos.

Sara le tendió la mano con la cadena y las llaves de oro. Con ellas le dio también la llave original, la que encontraron en la gruta de Santa María de Gótolas, y se disculpó por no entregarle el cofre primitivo; el contacto con el aire después de quinientos años lo había deteriorado por completo. El papa cogió las tres llaves.

—Estas llaves que nos confiáis cerrarán este cofre y nadie más, salvo nosotros, conocerá su contenido —respondió—. A su eminencia el cardenal le encomendamos su custodia. Que sea sellado y guardado en un lugar seguro. Estas llaves pasarán a mi sucesor cuando el Señor me llame a su lado. Y si su eminencia me sobrevive, deberá procurar que aquel a quien el cónclave elija para ocupar nuestro puesto sea informado de esta decisión nuestra de hacernos veladores de los vasos sagrados del segundo Templo de Jerusalén. Por ello le ruego a su eminencia que transcriba lo que le decimos y nos lo pase para rubricarlo con nuestra firma y estamparlo con el sello. Y evite su eminencia cualquier alusión al contenido.

* * *

—Bueno, parece que todo se ha arreglado favorablemente —comentó el cardenal cuando volvían de regreso a su despacho—. Su santidad se ha sentido muy impresionado por lo que ustedes han hecho. Otros habrían preferido vender los vasos a cualquier coleccionista o, incluso, a esos Siervos del Tabernáculo. Seguro que hubiesen obtenido una importante cantidad de dinero.

—Su eminencia tiene razón; eso me habría permitido comprarme un barco nuevo. —Mondriani sonrió por la broma de Spyros.

—Aunque los vasos están ya en lugar seguro, no conviene bajar la guardia. Es necesario hacer alguna cosa para borrar cualquier rastro que conduzca hasta Roma —dijo de pronto el cardenal—. Tal vez sea conveniente hacer lo que en la jerga militar se llama una maniobra de distracción para engañar al enemigo y hacerle creer algo distinto de lo que él supone. Eso suele dar buenos resultados.

Yorgos, que conocía la capacidad de la curia vaticana para tramar ardides, intuyó que tras aquellas palabras había algo más que un simple comentario. Miró a Spyros y la expresión de su cara lo convenció de que su sospecha no era infundada. El cardenal debía de guardar un último as en la manga, de eso no le cupo duda, pero ¿cuál? Solo había un modo de saberlo: preguntándoselo.

—¿Ha pensado su eminencia en algo, digamos…, concreto?

—Sí, profesor, he pensado en algo que podría servirnos.

—Y si no es una incorrección por mi parte, ¿puedo preguntarle de qué se trata?

El cardenal miró a Yorgos con una expresión a medio camino entre divertida y socarrona.

—No, no es ninguna incorrección, en absoluto, está usted en su derecho a preguntármelo, pero creo que es mejor que lo dejemos en suspenso. No conviene precipitar las cosas para que no queden cabos sueltos. Ya sabe usted, querido profesor, cómo se manejan los asuntos por estos pagos. Pero no se preocupe, que muy pronto tendrá cumplido conocimiento.

Sara observó que Spyros sonreía al escuchar las palabras del cardenal y supuso que su hermano sabía a qué se estaba refiriendo el prelado.

—Perdone, eminencia —terció Sara—, pero o mucho me equivoco o nuestro querido Spyros Apostolidis tiene algo que ver con ese cumplido conocimiento al que su eminencia se refiere.

El cardenal se rio abiertamente.

—Es usted muy sagaz, señorita Misdriel, y no hay ninguna duda de que nuestro querido Spyros ha sido una pieza clave en el buen desenlace de este complicado asunto, pero esta vez le toca mantenerse al margen. Quiero que el epílogo de esta historia sea una sorpresa para ustedes tres, sin excepciones. Una de mis debilidades es sorprender a mis amigos.

* * *

—Spyros: cuando el cardenal nos dijo lo de la maniobra de distracción, sonreíste. ¿Por qué? —le preguntó Sara mientras trataba de quebrar una de las patas de las cigalas picantes que habían pedido.

—Porque conozco muy bien a Mondriani y estoy seguro de que será una jugada magistral, como es habitual en él. No en vano ha llegado a ser príncipe de la Iglesia desde una modesta parroquia de Palermo.

—¿De Palermo? ¿Es siciliano? —se interesó Yorgos.

—No, no es siciliano, es de Cerdeña. Nació en Carbonia, al sur de la isla.

Sara y Yorgos cruzaron una mirada bastante significativa.

—¿Qué ocurre? —inquirió Spyros mirando alternativamente a ambos—. ¿Qué tiene de malo ser de Cerdeña?

—Nada en absoluto, es una isla preciosa —respondió Sara—. Pero que un modesto sacerdote nacido en Carbonia, destinado, según dices, a una humilde parroquia de Palermo llegue a ser cardenal… Muy buenos padrinos ha debido de tener.

—Ya sé por dónde vais. Sois unos malpensados —sonrió Spyros.

—¿Nosotros? —dijo Sara con aire de fingida extrañeza—. Nada de eso. Solo hemos hecho un comentario.

—Líbreme Dios de vuestros comentarios. ¡Qué pareja! Al fin y al cabo se ha portado muy bien con nosotros.

—Por supuesto, y le estamos muy agradecidos, de verdad, Spyros, no lo dudes —reconoció Sara—. Nos ha hecho un gran favor y no lo olvidaremos.

—Me da miedo imaginar qué es lo que pensáis de mí.

Sara lo miró con gesto burlón.

—Será mejor que no te lo digamos.

Yorgos soltó una carcajada y Sara y Spyros se contagiaron de su risa. Dos mesas más allá de la que ocupaban, los rostros de dos hombres de aspecto fornido, con el pelo corto y vestidos de oscuro —el chófer del Bentley y su acompañante— abandonaron su actitud de aparente desinterés y se volvieron a mirarlos, al igual que hicieron los demás clientes del restaurante. Cuando comprobaron que todo estaba en orden volvieron a adoptar la actitud indiferente de hacía unos instantes, como si todo cuanto ocurría en el local fuese ajeno a ellos. Pero Sara, Yorgos y Spyros sabían que no se les escapaba ningún detalle. Y eso los hacía sentirse seguros.

—¿Qué os ha parecido el papa? —preguntó Spyros.

—No puedo negar que me ha impresionado por el poder que he adivinado en su persona, pero he visto demasiada frialdad en su mirada, una frialdad que contrastaba con lo comedido de sus gestos y sus palabras. He percibido algo en él, una mezcla extraña que no acabo de ver clara —comentó Sara.

—Hay demasiado poder concentrado en su persona —añadió Yorgos—. Olvidémonos por un momento de la ayuda que nos ha prestado y pensemos en la enorme importancia de sus decisiones. Cualquier cosa que el papa diga o haga tiene una repercusión brutal en todo el mundo, sobre todo entre sus fieles, esos mil doscientos millones de personas que siguen a la Iglesia católica. Por eso creo que debería actuar de otro modo en algunos asuntos.

—¿Por ejemplo? —se interesó Spyros.

—Por ejemplo en la actitud sobre el sida. Si la Iglesia recomendase a sus fieles el uso de preservativos, se evitarían miles de casos.

—Pero el papa no es la Iglesia —objetó Spyros.

—No, él solo no es la Iglesia, de acuerdo, pero es su cabeza visible, el vicario de Cristo, el pontífice supremo de la Iglesia universal, el príncipe de los obispos, el pastor del rebaño de Cristo y no sé cuántos títulos más. Y aunque sea la curia vaticana la que mueve los hilos, eso no exime al papa de su responsabilidad. Él es el presidente de esa monumental maquinaria que es la Iglesia católica y a él le corresponde marcar las directrices. Yo no creo en la infalibilidad del papa ni de ningún otro líder religioso. Es una persona como cualquiera de nosotros y, por tanto, se equivoca, pero sus equivocaciones no tienen la misma trascendencia que puedan tener las tuyas o las mías. Y si además es contumaz en el error, no me queda más remedio que pensar que tales errores son premeditados. Hay que tener sometida a la feligresía; en eso se basa su poder, el suyo y el de los cardenales y los obispos, y eso es lo que ha hecho la Iglesia desde sus comienzos: sojuzgar a los creyentes para tener el control de sus vidas y sus obras… Lo siento, Spyros, a ti no puedo mentirte, así es como veo las cosas y así te las digo.

—No tienes que disculparte, Yorgos, porque eso mismo es lo que yo pienso.

—Entonces, ¿por qué besaste el anillo al cardenal Mondriani y al papa? —le preguntó Sara—. No creo que esa sea la manera de mostrar tu disconformidad con el credo vaticano.

—Porque a veces, querida hermanita, hay que hacer cosas que uno no siente y para algunos menesteres hay que estar a bien con Dios y con el diablo. Decís que el papa y Mondriani nos han hecho un gran favor, sin duda, pero aprendeos esto: la Iglesia tiene dos mil años de existencia y ha sobrevivido a imperios muy poderosos. Eso lo ha conseguido a base de astucia y de intrigas para hacerse con el poder y conservarlo en sus manos sin compartir un ápice. Su historia, aunque también tenga algunas cosas buenas, está llena de crímenes, de traiciones y de turbias maniobras; todo ello la ha enseñado a no hacer nunca nada si no es a cambio de algo. La Iglesia de Roma es taimada, hipócrita y carece de sentimientos, pero una cosa es la institución y otra muy distinta las personas. Entre sus miembros hay buena gente, sin duda, gente digna de admiración, como la hay en todas partes, gente entregada a los demás sin pedir nada a cambio, pero como institución es mejor no tenerla como enemiga. Mondriani ha convencido al papa para que nos ayude, lo que no significa necesariamente que el papa esté de acuerdo con lo que ha hecho, aunque no creo que sea este el caso. Así son las cosas en el Vaticano. La gente de la curia es paternalista y descarnada, y muy cruel cuando quiere, gente que no hace nada sin una finalidad, gente de la que no puedes fiarte porque si te enfrentas a ella y le das la espalda, estás perdido. Lo que le hemos entregado al papa es el primer plazo de los pagos que tendremos que hacerle por el favor que nos dispensa. Lo ha aceptado porque sirve a sus intereses. En nuestras manos era un peligro para nuestras vidas y una bomba que podía estallar en cualquier momento y teñir de sangre toda Palestina; en manos de la Iglesia es una baza con la que podrán jugar en cualquier momento si así les interesa, aunque evitará muchas muertes, eso al menos es lo que espero… Tarde o temprano el pontífice o el cardenal Mondriani nos pedirán algo más, pero eso es asunto mío.

La expresión seria de Spyros reforzaba cuanto estaba diciendo. Tomó su copa y dio un sorbo de vino, que paladeó con placer.

—Excelente este Sassicaia del 82 —comentó—. Ya sé que un tinto no es lo más apropiado para el marisco, que lo suyo es un buen blanco, pero el momento exigía un vino como este.

—Parece que conoces muy bien a la Iglesia —apuntó Yorgos, que también se sirvió vino.

—Así es, conozco muy bien sus interioridades y podría contaros cosas que os pondrían los pelos de punta.

—Pero no lo vas a hacer.

—Por supuesto que no, hermanita, me conoces muy bien. A mí, como le ocurre al cardenal, me gusta tener intrigadas a mis amistades.

—Pero nosotros somos algo más que amistades…, supongo —replicó Sara, que dejó entrever una sonrisa.

—Claro que sois mucho más, pero eso no cambia las cosas —contestó Spyros—. El Vaticano está lleno de porquería. Bueno, el Vaticano y la mayor parte de la jerarquía eclesiástica repartida por el mundo. Supongo que os sonarán los nombres de Paul Marcinkus, el presidente del IOR, el Instituto para las Obras Religiosas, un eufemismo del banco vaticano, para entendernos, y el de Marcial Maciel, el fundador de los Legionarios de Cristo. Algún día tendrá que salir a la luz toda la suciedad que encierran estos dos nombres. Algo se sabe ya, pero no es nada comparado con lo que se oculta. ¿Y qué me decís de los Gentiles Hombres de Su Santidad?

—¿Qué es eso? —preguntó Sara.

—Un club laico ligado al papa con el que es mejor no meterse si no se quiere terminar algo más que escaldado. Algunos de sus miembros tienen tanto poder que se permiten el lujo de hacer que se nombren obispos a su conveniencia, obispos que, como comprenderéis, se sentirán sumamente agradecidos. La Iglesia reparte su poder entre la jerarquía cardenalicia, el Opus Dei, los Legionarios de Cristo y otras organizaciones afines como Comunión y Liberación. En el Vaticano se desconoce la palabra solidaridad, no existe, cualquier movimiento se hace para lograr los mejores negocios y los puestos de mayor poder. Y, desde luego, las palabras del Evangelio que se supone que predicó Jesús son allí solo eso, palabras que se olvidan en el fragor de las refriegas curiales. El Vaticano no es más que un inmenso paraíso fiscal. Sus misterios no son los evangélicos, sino el de sus cuentas opacas y sus millonarios y secretos negocios.

Spyros dio otro trago de vino. Se quedó mirando fijamente la copa, perdido en alguna reflexión, y después la dejó sobre la mesa.

—Bueno, por hoy creo que ya os he contado bastante.

—Contéstame a una cosa, Spyros. ¿Cómo es que el cardenal conoce tu restaurante? —preguntó Yorgos.

—Porque ha comido allí en varias ocasiones…, pero de incógnito.

—No nos habías dicho nada —comentó Sara.

—Porque hay cosas que no se deben decir y preguntas que no se deben hacer.

—Como quiénes son esos amigos tuyos que nos llevaron en coche hasta el Vaticano y que nos han escoltado hasta aquí, ¿no? —Sara señaló con discreción a los dos hombres que comían en una mesa convenientemente situada a unos cuantos metros de donde ellos estaban.

—No debería decíroslo, pero no son amigos míos, sino del cardenal —reveló Spyros.

—Vaya, voy de sorpresa en sorpresa. Hoy he descubierto un Spyros que no conocía —dijo Sara mirándolo con fijeza.

—Y ese nuevo Spyros ¿es mejor o peor que el de antes? —inquirió Spyros.

—Es… distinto.

—¿Cómo tengo que entender ese distinto? ¿Bueno o malo?

—Ni bueno ni malo, simplemente como lo que significa. No sé a qué te dedicas cuando estás lejos de tu restaurante, ni te lo voy a preguntar, pero quiero que tengas muy claro que, sea lo que sea, sigues siendo mi hermano y lo serás siempre. Y siempre te seguiré queriendo.

Spyros cogió una mano de Sara y se la besó.

—Solo te pido que tengas cuidado, Spyros. Tú eres la única familia que me queda en el mundo… Bueno, y tú, claro —añadió Sara mirando a Yorgos, que mantenía un silencio más expresivo que las palabras.

—Hermanita, nos estamos poniendo muy tiernos y estas cigalas se van a echar a llorar.

—Pues no permitamos que eso ocurra. ¡Cameriere, per favore —pidió Yorgos de improviso—, portate una bottiglia di Môet Chandon molto freddo!

—¡Esa es la mejor idea que has tenido en mucho tiempo! —celebró Spyros.

—La ocasión lo requiere —convino Yorgos—. Hemos logrado salir de una situación bastante peligrosa y solamente eso sería razón más que suficiente para que esta noche nos emborrachásemos, pero hay otros dos motivos por los que quiero brindar. Sara —dijo de pronto—, ¿te interesaría compartir el resto de tu vida con un modesto profesor universitario que piensa vivir a costa de tu fortuna? Vamos, que si quieres casarte conmigo.

Sara miró a Yorgos con cara de absoluta sorpresa.

—Vaya, profesor, has conseguido sorprenderme —comentó Spyros—. Vamos, hermanita, ¿qué esperas para responder?

—Yo…, así de pronto…

—Venga, deja de hacerte la interesante y di que sí de una vez. Me gusta la idea de tener un profesor en la familia.

—Bueno, ¿qué respondes? —insistió Yorgos.

—Pues… no sé…, por una parte… —titubeó Sara—. ¡Qué diablos! Como veo que eres sincero y que lo único que te interesa es mi dinero, no puedo negarme —dijo con una gran sonrisa—. Sí, me casaré contigo, pero con una condición: que no se te ocurra llenarme la casa con antigüedades como momias y cosas parecidas.

Los tres rieron abiertamente y de nuevo los dos hombres vestidos de oscuro volvieron la vista hacia ellos.

—Y ahora la razón del segundo brindis: Spyros, me gustaría mucho que fueses nuestro padrino de boda.

—¿Yo? ¿Padrino de vuestra boda? ¿Lo dices de verdad? —preguntó Spyros visiblemente conmovido.

—Pues claro que lo digo de verdad —respondió Yorgos.

—Entonces seré vuestro padrino…, y hasta os prestaré mi barco.

La barbilla de Spyros se estremeció en un vano intento por contener la emoción. Sara y Yorgos se dirigieron una sonrisa en la que había algo más que una mutua afirmación de cariño. El suyo fue un gesto de alianza que marcaba el momento de partida para lo que sería su viaje en común hacia el mañana.

—¡Brindemos, hermanitos, y sigamos cenando, que un padrino hambriento no es buena cosa! —exclamó Spyros—. Además, este restaurante es de un buen amigo mío y no podéis dejarme en mal lugar.

—Ahora sé a qué te dedicas cuando no estás detrás de los fogones en Salónica: a hacer amigos por el mundo para que te hagan descuentos en sus restaurantes —bromeó Sara.

Las carcajadas quebraron de nuevo la tranquilidad del restaurante. Los dos hombres vestidos de oscuro volvieron a mirarlos.