Roma, octubre del 2005
Mientras esperaban el aviso de embarque para el vuelo de Alitalia que los llevaría a Roma, Spyros recibió dos llamadas. La primera fue de Andreas, que le comunicó que habían conseguido detener a tres miembros de los Siervos del Tabernáculo. Cuando trataron de entrar en la casa de Sara se encontraron con que allí los estaban esperando, por lo que intentaron huir, pero los hombres de Andreas lo impidieron. Los dos restantes, entre ellos un tipo gigantesco, se abrieron paso a tiros y lograron escapar, pero la policía estaba alertada y fueron tras ellos hasta acorralarlos en las afueras de Salónica, donde se produjo un tiroteo en el que un agente resultó herido y el sicario gigantón murió por disparos de la policía. Su secuaz se entregó al ver que no tenía ninguna posibilidad de salir con vida.
Apenas colgó sonó de nuevo el teléfono. Esta vez era sir Francis McGhalvain.
—Bueno, querido Spyros —le dijo—, parece que las cosas se solucionan. El Shabak, que como sabes se ocupa de la seguridad interior en Israel, ha llevado a cabo un excelente trabajo en las dependencias de los Siervos del Tabernáculo. Alguien había alertado a los cabecillas y un par de ellos han conseguido poner tierra de por medio, pero los peces más gordos han caído en la red, entre ellos el gran jefe, un sujeto al que llamaban el Maestro. Entre los detenidos hay algunos destacados miembros de la sociedad civil y religiosa israelí. A todos los acusan de tráfico de armas y de diamantes sucios, conspiración para asesinar al primer ministro, conexiones con el espionaje de los enemigos de Israel y algunas lindezas más. Por lo visto jugaban a algo más entretenido que levantar un templo. Vamos, que van a pasar unos cuantos años en la cárcel.
Sara y Yorgos aguardaron a que terminara de hablar. Spyros se limitó a decirles que se trataba de Andreas y de sir Francis y que todo estaba solucionado.
—Por cierto —añadió—, Francis me ha dicho que a finales de octubre viajará a Atenas y que vendrá a vernos a Salónica.
* * *
Sara iba recostada sobre el respaldo del asiento trasero del vehículo, entre Yorgos y Spyros. Los habían recogido en el aeropuerto de Fiumicino y en esos momentos viajaban camino de Roma en un lujoso Bentley Amage azul marino con los cristales ahumados. Los acompañaban dos guardaespaldas encargados de velar por su seguridad.
Miraba al frente, pero sus pensamientos giraban alrededor de los últimos sucesos que les había tocado vivir: la estancia en España, los peligrosos momentos que habían atravesado, la muerte de los esbirros de los Siervos del Tabernáculo, la de los albanokosovares enviados por Natán Zudit y la del propio Natán, el asalto a la casa de Yorgos, la herida… Todos habían ido tras ellos, todos habían querido matarlos, todos habían intentado apropiarse del cofre que encontraron en el barranco de Gótolas, cerca del monasterio de San Juan de la Peña. Sara se prometió que volvería a España cuando pasara toda la tormenta. Y a eso iban a Roma, a tratar de encontrar una solución permanente y eficaz que enterrara cada uno de esos malos momentos de una vez para siempre.
Quería convencerse de que el desenlace estaba próximo, pero la presencia de los dos guardaespaldas era señal de que las aguas no se habían calmado por completo. No era una decisión vana la de llevar protección, porque después de su vuelta a Salónica habían tenido que enfrentarse a nuevos y peligrosos matones al servicio de los Siervos del Tabernáculo, tanto que Spyros tuvo que hablar con unos amigos, como él los llamaba, para que los acompañasen en el vuelo desde el aeropuerto internacional de Salónica hasta el de Fiumicino, donde tomaron el relevo los hombres del Bentley azul que en esos momentos los conducían hasta Roma.
Sara rememoró el día que llegaron a Madrid después de lo ocurrido en la carretera de Santa Cruz de la Serós, en Jaca. Habían viajado hasta la capital en el mismo coche con el que se defendieron de los sicarios israelíes; esa misma noche decidieron que había llegado el momento de abrir el arcón de plomo para ver su contenido. Hasta entonces no habían tenido ánimo para hacerlo. También esa misma noche supieron, por los informativos de televisión, quiénes eran los que habían intentado matarlos y los dos muertos aparecidos en las cercanías de Jaca, junto a un local de prostitución.
Spyros los convenció de que si habían llegado hasta allí, debían continuar. «Si nos acobardamos, habrán ganado ellos, y no estoy dispuesto a que el cerdo de Natán me venza en nada, así que vamos a abrir el cofre y a salir de dudas de una puñetera vez», les dijo; fue suficiente para que decidieran descubrir lo que se ocultaba bajo las planchas de plomo.
Sara esbozó una sonrisa al recordar la frustración que experimentaron cuando vieron que en el interior del arcón solo había unas humildes vasijas de barro. De no haber sido por cuanto había ocurrido no habrían dudado en reírse a carcajadas por tamaño chasco, pero en aquellos momentos todo lo que sintieron, incluida ella, fue una profunda decepción. «Seis muertos para esto», recordó que dijo. Fue entonces cuando Yorgos hizo un movimiento con el brazo y golpeó involuntariamente una de las vasijas. Recordó el grito que ella dio, «¡Cuidado!», y cómo Yorgos y Spyros trataron en vano de cogerla para evitar que se rompiese. La vasija se estrelló contra el suelo y el barro se hizo añicos, pero gracias al golpe descubrieron que la arcilla no era más que una tapadera, un hábil truco para ocultar algo mucho más valioso; bajo la capa de barro se escondía lo que habían estado buscando. Fue Spyros el que se dio cuenta. «¡Mirad, esto no es barro!», exclamó. Yorgos se agachó y en su cara apareció una sonrisa de fascinación: debajo de la modesta y humilde capa de arcilla apareció una pieza de oro con un ónice incrustado y una palmera grabada. «Y está el ónice en la palmera de shabatu», recitó Yorgos. La palmera era el emblema de Manasés, el segundo hijo de José, y el ónice, su piedra. Les quitaron las capas de arcilla a las once vasijas restantes y uno a uno fueron haciéndose realidad los enigmas del pergamino. Cada pieza se correspondía con las descritas en el códice: habían encontrado el verdadero tesoro. Doce piezas, doce piedras preciosas, doce símbolos, doce tribus… Su búsqueda no había sido vana, pero ¿había merecido la pena?
Ahora iban hacia Roma para poner el tesoro en manos de quien parecía tener el poder necesario para ocultarlo y evitar el baño de sangre que su posesión significaría si caía en poder de aquellos que lo buscaban para servirse de él de modo perverso. Ojalá que ahí acabase la responsabilidad que había recaído sobre ellos, se dijo Sara.
Miró por la ventanilla y comprobó que habían llegado a su destino. Perdida en los recuerdos, apenas se había dado cuenta del trayecto. Parecía que todo estaba a punto de acabar; al menos en eso confiaba.
El Bentley Arnage azul marino se detuvo delante del arco de las Campanas. Las puertas traseras se abrieron y Sara, Yorgos y Spyros bajaron del vehículo. La recia solidez de las puertas revelaba que era un coche blindado. Spyros se acercó a la ventanilla del acompañante del conductor, que bajó el cristal, y le dijo algo. El hombre, vestido de oscuro y con gafas de sol al igual que su compañero, asintió un par de veces. A continuación, el coche dio la vuelta y se alejó despacio.
—Tus amigos han sido muy amables. Nos traen en un lujoso coche y nos ponen protección. Deben de ser gente muy importante —comentó Sara.
—Lo son, Sara, lo son, pero no tanto como vosotros —respondió Spyros—. Gracias a ellos ha sido posible conseguir esta audiencia y no van a permitir que te ocurra nada malo. Ni a ti tampoco, querido Yorgos.
Empezaba a atardecer cuando se dirigieron hacia el puesto de control para identificarse. El oficial de guardia descolgó un teléfono y marcó un número. Los tres oyeron que daba sus nombres a alguien y que después guardaba silencio, como si atendiese a las instrucciones de quienquiera que fuese ese alguien. Colgó y, en tono amable, les pidió que esperasen.
Al poco vieron acercarse a un hombre que vestía una sotana negra ceñida en la cintura con un fajín de seda también negro. No lucía ningún signo externo que evidenciara cuál podría ser su dignidad dentro de la Iglesia, pero el fajín negro hacía suponer que se trataba de un prelado jesuita. Frisaba los cincuenta, bien parecido —«muy guapo», diría más tarde Sara—, de complexión fuerte y cabello castaño claro peinado hacia atrás, sin apenas canas y más bien largo para un miembro de la curia, pensó Yorgos. Caminaba con paso decidido y todo en él dejaba entrever una personalidad fuerte y segura de sí misma. Se dirigió a ellos en un italiano sin apenas acento y se anunció como monseñor Walter Krebs. Spyros, también en italiano, hizo las presentaciones. Tras este breve preámbulo el clérigo les pidió que lo acompañaran. Estaban en el Vaticano.
—Su eminencia el cardenal los espera —les dijo.
Emprendieron la marcha precedidos por monseñor Krebs, que caminaba unos pasos por delante. Sin saber por qué, Sara se fijó en sus zapatos, unos mocasines negros de brillo casi charolado de tan relucientes. El diseño y la flexibilidad que aparentaban le hicieron suponer que serían de alguna lujosa marca de manufactura italiana. Ese no era el único detalle que exteriorizaba el estilo de vida del eclesiástico: el Rolex de oro que lucía en la muñeca decía mucho de él. Contrastaba con la sobriedad de Sara, que vestía un elegante traje gris oscuro de corte clásico; Yorgos y Spyros, ambos de azul, la flanqueaban. Solo la bolsa de viaje que Yorgos llevaba colgada al hombro, de color verde claro con el logotipo de la última olimpiada, ponía una nota desenfadada en la escena.
Avanzaban en silencio y el eco de los pasos se perdía entre las altas y recias paredes de los edificios circundantes. Se encontraban en la parte del palacio vaticano destinada a las dependencias papales y a las de la corte pontificia. Monseñor Krebs conocía a la perfección el entramado de patios, escaleras y pasillos; en ningún momento pareció dudar sobre el camino que debían seguir. Superaron el pórtico de Constantino, subieron por la llamada escalera Regia y atravesaron una serie de galerías bellamente decoradas.
Pasaron ante la capilla Paulina, la iglesia parroquial del Vaticano, en la que los miembros del Colegio Cardenalicio se reúnen antes de la apertura de los cónclaves y se les recuerda la obligación que tienen de elegir cuanto antes al pontífice para que gobierne y guíe la Iglesia. Mientras se celebra el cónclave, los cardenales están obligados a asistir a la solemne misa que diariamente se celebra en esta capilla.
Dejaron atrás la capilla Paulina y el ventanal desde el que el papa imparte cada miércoles su bendición a los fieles y llegaron a una parte del edificio en la que la decoración era más sobria, como si se tratase de una zona de trabajo. Durante el recorrido, Yorgos recordó la primera vez que estuvo en Roma y en el Vaticano. Una de las visitas que más le impresionaron, además de la capilla Sixtina, fue la llamada galería de los Mapas, un largo y amplio corredor de techo abovedado ennoblecido con bellas pinturas al fresco de corte renacentista. Las paredes, recubiertas por una sorprendente colección de mapas antiguos, registraban el territorio italiano de finales del siglo XVI y los desaparecidos Estados Vaticanos. Estaban pintados en paneles colocados sobre muebles expositores diseñados ex profeso para las grandes superficies que ocupaban.
—Hemos llegado —anunció monseñor Krebs, que se detuvo delante de una puerta de madera bellamente labrada—. Por favor, esperen aquí a que yo les avise.
Entró sin llamar y cerró tras de sí.
Aguardaron en silencio. Había sido preciso mover muchos hilos para conseguir hacer realidad aquel momento y en ello habían tenido un destacado papel algunos amigos de Spyros muy bien relacionados con el entramado curial. Finalmente lograron lo que en un principio parecía casi imposible.
Detrás de la puerta por la que había entrado monseñor Krebs estaba la persona con la que iban a entrevistarse en unos instantes, alguien muy importante dentro de la jerarquía vaticana. De esa persona dependía que aquella visita no terminase en fracaso, porque si eso llegara a ocurrir…
La puerta se abrió y monseñor Krebs les indicó que pasaran. Era una estancia no muy grande y amueblada con sobriedad pero con buen gusto. Debía de tratarse de la antesala de algún despacho privado porque al fondo se veía otra puerta a la que monseñor Krebs llamó y esperó a recibir autorización para entrar. Solo entonces abrió, se apartó para franquearles el paso e hizo un gesto con la mano para que entrasen.