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El avión procedente del aeropuerto Ben Gurión, de Tel Aviv, aterrizó en la pista central del aeropuerto de Atenas. Cuando el fuerte ruido de los motores cesó y la nave comenzó a rodar suavemente en dirección a la pasarela de desembarque, los pasajeros se levantaron para coger sus equipajes de mano, sin hacer caso del aviso de la megafonía para que se mantuvieran en sus asientos y con el cinturón de seguridad abrochado hasta que el aparato se detuviese por completo.

El avión se situó junto al pasillo que comunicaba con la terminal y el personal de a bordo abrió la puerta para que los pasajeros saliesen. A izquierda y derecha, dos jóvenes y atractivas azafatas los despedían con una amplia sonrisa.

Cuando el pasillo central se despejó, Danek Smutniak, que había permanecido en el asiento hasta entonces, se puso de pie y cogió la bolsa de mano que llevaba como único equipaje. Su gran corpulencia hizo que las azafatas detuvieran en él sus miradas algo más de tiempo que el que dedicaban al resto del pasaje. El judío polaco respondió al saludo de las chicas y se adentró en el túnel de salida.

Recorrió con paso tranquilo las modernas dependencias del aeropuerto ateniense hasta llegar al control de pasaportes. Lo pasó sin ningún contratiempo y siguió camino en busca de la salida.

Ya en el exterior se dirigió a la parada del autobús E95 que lo llevaría hasta el centro de Atenas, distante unos 38 kilómetros del aeropuerto. Tuvo que esperar unos minutos a que el autocar llegara. Las instrucciones que traía eran que se bajase en la avenida Amalias, final del trayecto, y caminara hasta la cercana plaza de Syntagma, donde debería tomar la línea 2 del metro. En la estación de Omonia habría dos contactos esperándolo.

* * *

Los hombres que lo aguardaban en el andén lo reconocieron enseguida por su inconfundible aspecto. Sin mediar más que un escueto saludo, salieron del metro. Fuera los esperaba un coche con otros dos hombres en el interior. El vehículo se puso en marcha y enfiló la calle Patissíon, giró a la derecha por Stournari, dejó atrás el Museo Arqueológico Nacional y se perdió por el laberinto de calles atenienses. Pasaron unos veinte minutos antes de que el vehículo se detuviera delante de un bloque de casas de aspecto modesto. Dos de los individuos se quedaron en el coche mientras los otros dos le indicaron a Danek Smutniak que los siguiera. Entraron en el ascensor y subieron a la tercera planta, caminaron por un largo pasillo escasamente iluminado y entraron en una de las viviendas, una estancia pequeña con pocos muebles. Danek paseó la vista por el interior para evaluar el lugar. Se asomó a una de las ventanas y comprobó que debajo había una pequeña terraza interior que podría ser usada como vía de escape en caso de necesidad.

—Aquí estamos seguros —le dijo uno de los hombres—. Yisroel nos ordenó que nos pusiésemos a tus órdenes y que te proporcionásemos algo de artillería. Te hemos conseguido esto. Creo que te gustará.

El hombre le alargó una pistola Magnum 44.

—Muy bonita, pero ni yo soy Harry el Sucio ni vamos a cazar elefantes —rechazó con tono seco y cortante—. Quiero algo más ligero y más discreto. Estas pistolas tienen demasiado retroceso y eso las hace difíciles de manejar. Buscadme otra cosa.

—Tenemos estas otras. Elige la que más te guste —dijo el otro individuo, que sacó una SIG-Sauer P220 y una Heckler & Koch USP de una trampilla disimulada en el suelo de un armario empotrado.

—Me quedo con las dos —aceptó el gigantesco polaco—. Necesitaré dos silenciadores, y vosotros también. Cuanto menos ruido hagamos, mejor. —Cogió las pistolas y las ocultó bajo la cazadora con que cubría su enorme corpachón, una en una funda bajo la axila y la otra en uno de los bolsillos de la prenda—. Ahora atendedme porque os voy a explicar qué es lo que vamos a hacer y cómo vamos a hacerlo, pero antes llamad a esos dos que se han quedado abajo; no me gusta repetir las cosas.

Uno de ellos llamó por el teléfono móvil y al poco se presentaron los otros dos hombres.

—Escuchadme. Este tiene que ser un trabajo limpio, rápido y seguro. No acepto errores ni quiero que nadie haga nada sin consultármelo. ¿Queda claro? —Asintieron con un movimiento de cabeza—. Muy bien. Tenemos tres presas: la empresaria, el cocinero y el profesor, y así será como los llamaremos de ahora en adelante. —Danek Smutniak los fue recorriendo con la vista uno a uno a medida que hablaba. Los sicarios no se atrevían a decir absolutamente nada, intimidados por la mirada glacial de aquel enorme sujeto enviado por Yisroel ben Munzel—. Empecemos por el profesor. ¿Tenéis todos los datos? —Volvieron a asentir—. Vamos a estudiarlos con detenimiento y os expondré mi plan. Será el primero al que daremos caza. Saldremos mañana para Salónica, por separado, para no llamar la atención. Sacaremos billetes de primera. Avisad a vuestros contactos para que no pierdan de vista a las presas y advertidles que, si quieren seguir con vida, no hagan nada que pueda poner en peligro la operación —amenazó con gesto frío.

* * *

Yorgos aparcó la moto en la acera y sacó la llave para abrir la puerta de entrada al edificio en que vivía. No lejos de allí, al amparo de las primeras sombras de la noche, un hombre vigilaba sus movimientos desde el interior de un coche oscuro. Cuando observó que Yorgos se disponía a entrar en la casa marcó un número en un teléfono móvil.

Yorgos, ajeno a la vigilancia a que estaba siendo sometido, entró en el portal, llamó al ascensor y pulsó el botón del segundo piso, donde se encontraba su apartamento. Spyros había insistido en acompañarlo en previsión de que pudiera ocurrirle algo, pero él consideró que tal vez estaban exagerando el posible peligro y había preferido ir solo; cogería algo de ropa y después volvería a casa de Sara.

Al abrir observó que la puerta estaba cerrada únicamente con el resbalón de la cerradura, algo que él no habría hecho nunca; siempre se aseguraba de darle dos vueltas a la llave. En su cabeza saltaron las alarmas. Recordó las palabras de Spyros acerca de la posibilidad de que los estuviesen vigilando. «Me están esperando», pensó. Cerró la puerta de golpe con las dos vueltas de llave y salió corriendo. Quien estuviese dentro tendría que entretenerse en abrir, lo que le proporcionaba una pequeña ventaja.

Decidió que el ascensor no era un buen medio para escapar; era bastante probable que abajo hubiese alguien esperándolo cuando abriese la puerta para salir y sería como caer en una ratonera, sin la menor posibilidad de huida, por lo que se lanzó a la carrera por las escaleras. Solo eran dos pisos, pero el pecho comenzó a arderle como si estuviese bajando de un rascacielos. Sentía una gran presión en las sienes y tenía el pulso acelerado. Lamentó profundamente haber declinado el ofrecimiento para acompañarlo que le hizo Spyros.

Cuando llegó al último rellano vio que había un individuo armado con una pistola. La intuición no le había fallado, aquel sujeto había estado esperándolo delante de la puerta del ascensor para descerrajarle un par de tiros.

Yorgos lo vio al pie de la escalera y comprobó espantado que levantaba el arma para apuntarle, pero no detuvo la carrera. Nunca supo si fue el miedo lo que lo llevó a hacerlo o un acto de desesperación frente a una muerte que creyó inminente; se impulsó con brío y saltó por encima de los últimos peldaños hacia donde estaba el pistolero, que recibió una fuerte patada en el esternón.

El sujeto cayó de espaldas y rodó sobre el suelo del portal, circunstancia que Yorgos aprovechó para propinarle un tremendo pisotón en la mano que sujetaba la pistola. Al hacerlo, sintió como le crujieron los huesos al romperse. El sicario lanzó un grito de dolor y soltó la pistola. Yorgos la golpeó con el pie y la mandó lejos. Una nueva ventaja en su huida.

Alcanzar la puerta para escapar era su único objetivo, pero la distancia le pareció insalvable pese a los pocos metros que lo separaban de la salida. «Tengo que hacerlo, tengo que llegar allí», se dijo. Tenía la boca completamente seca.

Miró fugazmente al sicario, que comenzaba a levantarse, y corrió hacia la puerta. Cada fracción de segundo contaba. Alcanzó a abrirla; al hacerlo se encontró frente a frente con el sujeto que lo había estado vigilando desde el coche. También iba armado.

Sin siquiera pensarlo, como si se tratase de un acto reflejo, lanzó el puño derecho a la cara del nuevo pistolero con todas las fuerzas de que fue capaz. La nariz del sujeto se rompió por el fuerte puñetazo y comenzó a sangrar. Yorgos aprovechó el momento de desconcierto de su agresor para asestarle un rodillazo en la entrepierna que lo hizo doblarse. Después agarró al asesino por los pelos y la chaqueta, le estrelló la cabeza contra la pared y saltó sobre la moto, aparcada junto a la puerta. El pistolero, aturdido, le apuntó con el arma, pero Yorgos arrancó, aceleró y embistió al sicario, que se levantaba en ese momento dispuesto a dispararle. El golpe de la moto lo arrojó contra la pared y lo dejó conmocionado. Saltó con la moto desde la acera a la calzada y aceleró para alejarse de allí justo en el momento en que de la puerta salía un tipo enorme acompañado del otro al que le había destrozado la mano. El gigantón levantó la pistola, Yorgos se inclinó todo lo que pudo sobre la moto, pero de pronto sintió un terrible ardor en el hombro derecho, como si lo hubiesen quemado. Un líquido cálido comenzó a correrle por el pecho y la espalda. Sobreponiéndose como pudo al dolor, le dio gas a la moto y huyó a toda velocidad. Cuando creyó que estaba fuera del alcance de los que habían querido matarlo, se detuvo, marcó el número de Sara en el teléfono móvil y la llamó. Tenía que ponerla sobre aviso para evitar que le ocurriera nada.

* * *

Sara acudió rápida a abrir cuando escuchó la señal: tres fuertes golpes en la puerta y un prolongado timbrazo. Era lo que había convenido con Yorgos que este haría cuando Spyros y él llegasen. Antes de abrir comprobó por la mirilla que eran ellos; lo que vio hizo que un gran escalofrío, como una descarga eléctrica, le recorriera la espalda a la vez que un sudor helado le cubría la frente: delante de la puerta estaba Yorgos con la camisa cubierta de sangre; tras él, Spyros, en actitud vigilante, como si esperase que pudiera aparecer alguien no deseado, empuñaba una pistola.

Abrió asustada y apenas lo hizo se abrazó a Yorgos, que la atrajo hacia sí y le acarició el pelo.

—¿Qué te ha pasado? —le preguntó sin poder ocultar el temor que se reflejaba en su rostro.

—Me han disparado, pero no te preocupes, no es nada grave.

—¿Y tú por qué llevas una pistola?

—Han entrado en la casa de Yorgos. Lo estaban esperando para matarlo, pero el profesor es duro de pelar. Debían de estar vigilándolo. Pensé que era probable que también te hubiesen seguido a ti y que vinieran a buscarte. Por eso llevo la pistola, por si esos tipejos andaban por aquí. Si no han venido, no tardarán en hacerlo, pero estaré esperándolos —respondió Spyros con el gesto crispado—. Anda, lávale la herida y ponle una venda. Y tranquilízate, es una herida superficial. De paso, lávate tú la cara y cámbiate de ropa; te has manchado con la sangre de la camisa.

Guardó el arma y sacó el teléfono móvil. Marcó un número y se apartó para evitar que Sara y Yorgos oyeran la conversación.

—Soy Spyros —dijo cuando atendieron la llamada—. Es probable que tenga una fiesta dentro de unos minutos y necesitaría una buena compañía.

—…

—Sí, dispuesta para todo, ya me conoces, soy muy exigente.

—…

—En casa de mi hermana, ya sabes dónde es.

—…

—De acuerdo, esperaremos.

Cortó la comunicación y guardó el teléfono.

—Sara, prepárate. Vienen a recogerte. Y tú te vas con ella —le dijo a Yorgos, que asintió sin protestar. Después de lo ocurrido esa noche jamás volvería a discutir una orden de Spyros.

—¿Qué vas a hacer tú? —preguntó Sara.

—Cuando hablamos de la conveniencia de hacer desaparecer el contenido del cofre os dije que a lo mejor podría hacer algo y que me dieseis tiempo. Pues eso es lo que voy a hacer. Hay alguien que puede hacerse cargo y es el único en el mundo que puede hacerlo, ya se lo he dicho a Yorgos.

—Sí, me ha llamado por teléfono para advertirme que no le abriera a nadie y me lo ha contado.

—Voy a mover algunos hilos. Espero arreglarlo para que no volvamos a tener problemas. Estaré ilocalizable unos cuantos días, pero no os preocupéis si no tenéis noticias mías.

—¿A quién vas a buscar? ¿Dónde vas a estar?

—Sara, deja de hacer preguntas —la amonestó Spyros—. Ahora van a venir unos amigos y os vais a ir con ellos a un lugar seguro hasta que yo vuelva. Algunos de esos amigos se quedarán aquí a esperar a esos bastardos que andan buscándonos las cosquillas. ¿Lo habéis entendido? ¿Os ha quedado claro? Pues ahora callaos los dos y haced lo que os digo —los apremió Spyros con un tono que no admitía réplica—. Y no se os ocurra darles la tabarra a estos amigos con preguntas, porque no os van a decir nada y, además, me puedo enfadar mucho.

En ese momento sonó el teléfono interior. Spyros miró por el videoportero y reconoció a Andreas y a sus cuatro acompañantes. Pulsó el interruptor y el automatismo que bloqueaba la puerta de la calle se desconectó para que pudiesen entrar. Al poco escucharon el sonido del timbre. Spyros corrió con cautela la mirilla y se aseguró de que eran sus amigos. Abrió y los cinco hombres entraron en la casa.

Andreas les dijo que dos de ellos los acompañarían hasta un lugar de las afueras de Salónica donde estarían protegidos y a salvo de cualquier peligro. Él y los otros dos hombres se quedarían en la casa a esperar a que llegasen los que habían intentado matar a Yorgos.

—Confía en nosotros, Sara —la tranquilizó Andreas—. Todo va a salir bien. Coge algo de ropa. Convendría que tú te cambiases la camisa —dijo a Yorgos—. No sabemos si nos encontraremos con alguien cuando salgamos y no conviene llamar la atención.

—No tengo nada para cambiarme —contestó Yorgos.

—Ponte esto. —Spyros se quitó la cazadora y se la dio—. Si te la abrochas, nadie notará que no llevas nada debajo. Cuando lleguéis al refugio te darán una camisa y ropa limpia porque vas hecho un asquito. Ahora tengo que ausentarme, posiblemente durante dos o tres días. Lo dejo todo en tus manos —le dijo a Andreas.

—Márchate tranquilo. Los muchachos y yo nos encargaremos de arreglar esto. Vamos a darles un buen escarmiento a esos tipejos, no lo dudes, pero eso te va a costar la cena más cara que hayas servido nunca —bromeó Andreas.

Spyros sonrió y repuso:

—Estaré encantado de serviros… Y con mi mejor vino. Mientras tanto os vais a tener que conformar con las cervezas que quedan en el frigorífico.

Spyros se dirigió a la puerta y la abrió después de cerciorarse de que no había nadie fuera. Hizo un gesto con la mano y salió.

—Bueno, también vosotros tenéis que marcharos —dijo Andreas—. Esa gente podría presentarse aquí en cualquier momento y me temo que su visita no va a ser de cortesía.

—Gracias —respondió Sara, en cuyo rostro todavía se apreciaba la sombra del temor que experimentó cuando vio llegar a Yorgos ensangrentado y a Spyros cubriéndole las espaldas con una pistola.

Se dirigieron hacia la puerta precedidos por uno de los hombres de Andreas. El otro caminaba tras ellos.