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El despacho estaba en semipenumbra. Detrás de la mesa de trabajo, Yisroel ben Munzel parecía meditar acerca de la noticia que acababan de darle: Moshé bar Hezekiah y Shamir Abramstein, los dos hombres que había enviado a España para hacerse con el tesoro y eliminar a los griegos, habían muerto. Según la versión oficial de la Guardia Civil española, fallecieron en un accidente de tráfico mientras bajaban en una moto por la carretera del monasterio de San Juan de la Peña en dirección a la población de Santa Cruz de la Serós. Para esas mismas fuentes el percance se produjo por la pérdida de control del vehículo en una de las muchas curvas de esa carretera, posiblemente debido a una velocidad excesiva.

A Yisroel ben Munzel le parecían demasiado sospechosas esas muertes pues, según él, ni Moshé ni Shamir eran tan imprudentes como para arriesgarse de ese modo en una carretera tan serpenteante como parecía ser la que se citaba en la información del accidente. No, no creía que esa hubiese sido la causa. Incluso en el hipotético caso de que estuviesen persiguiendo a otro vehículo, era poco probable que hubiesen actuado con tanta imprudencia. Ninguno de los dos se habría arriesgado a bajar a una velocidad inadecuada. Eran unos buenos profesionales y minimizaban los riesgos de cada caso al que se entregaban, y habían sido muchos, como bien sabía Yisroel. Si habían muerto, era porque los habían matado, pensó, y eso solo podían haberlo hecho los griegos. Ahora tenía un doble motivo para acabar con ellos: apropiarse del tesoro y vengar la muerte de sus dos colaboradores.

Llamó a Danek Smutniak, su guardaespaldas y hombre de confianza. El gigantesco judío polaco llamó a la puerta del despacho y entró sin esperar a que lo autorizaran.

—Siéntate, Danek. —Yisroel le indicó la silla que había delante de la mesa. El polaco lo miró sin mover un solo músculo de la cara—. Voy a encomendarte un trabajo. Quiero que vayas a Grecia, a Salónica, y te encargues de tres griegos que han matado a dos de los nuestros. —El gigantón permanecía inalterable—. Son dos hombres y una mujer. Quiero que les quites algo que han encontrado en España, un cofre que nos pertenece, y que luego te deshagas de ellos. Cómo lo hagas no es asunto mío, pero debes ser muy discreto. No repares en gastos, pero acaba con ellos y tráeme lo que te digo.

—¿Cuándo debo irme? —preguntó al fin. Su mirada era fría, la mirada de alguien a quien es mejor no provocar.

—Mañana mismo. Después te daré todos los detalles. Ahora busca a quienes vayas a necesitar para que te ayuden…, aunque quizá sea mejor que lo dejes de mi mano, yo me encargaré de buscarte apoyo. Y no te preocupes por las armas, en Salónica te proveerán de lo que necesites. El amigo Natán Zudit nos proporcionó en su día mucha información acerca de sus contactos y eso nos va a venir muy bien. Lo arreglaré todo desde aquí.

* * *

Cuando Natán abrió la puerta de su apartamento ateniense se encontró de frente con Zoran y Namik, los dos albanokosovares que habían trabajado para él. Tenía el rostro amoratado e hinchado por los golpes que Spyros le había propinado, y aunque la visita de aquellos dos individuos seguro que no contribuiría a mitigar las molestias de las heridas ni a aplacar el odio que lo consumía, tal vez pudieran hacer algo por él, algo que no había dejado de rumiar desde el instante en que Spyros lo dejó tirado sobre el sillón después de la paliza: matar a quien le había hecho eso y, de paso, acabar también con Sara y con su novio. Para eso había llamado a los dos asesinos.

Los sicarios lo miraban impasibles mientras Natán les explicaba, entre improperios e insultos hacia sus futuras víctimas, qué era lo que quería que hiciesen. Zoran y Namik no dejaban traslucir ninguna sensación. Sus rostros semejaban dos máscaras en las que era imposible adivinar lo que estaban pensando.

Cuando Natán terminó, fue Zoran el que habló.

—Eso le va a costar cien mil euros. Son gente importante de Salónica y el trabajo tiene mucho riesgo. Y queremos el dinero ahora.

Natán no estaba dispuesto a regatear. Quería ver muertos a quienes consideraba sus peores enemigos, sobre todo a Spyros, y le daba igual lo que le costase. Aceptó sin más. Abrió una caja fuerte, sacó el dinero y les pagó con billetes de quinientos euros. Zoran los contó; Namik atendía en silencio, imperturbable.

—¿Cuándo? —preguntó Zoran tras comprobar que estaba todo el dinero.

—Cuanto antes —respondió Natán—. Hoy mismo tomaréis un vuelo para Salónica.

—Preferimos ir en tren. Nos han dicho que las armas no están muy bien vistas en los aviones —objetó Zoran, que acompañó sus palabras con un remedo de sonrisa para refrendar lo que él consideraba un comentario ingenioso.

—Como queráis —concedió Natán.

—Ahora falta el resto del dinero —intervino por fin Namik con tono seco.

—¿Qué resto de dinero? —inquirió Natán.

—Los doscientos mil euros por la muerte en España de Hekuran y Sefcet y la cárcel de Fatmir y Kastriot.

—¿Cómo que doscientos mil euros? ¿Qué quieres decir? —preguntó con asombro Natán, que no se esperaba ese cambio en las negociaciones.

—Lo que ha oído. Ellos trabajaron para usted y no les ha pagado todavía. Nosotros recogeremos su dinero para dárselo a sus familias.

—Pero, pero… —titubeó Natán—, si unos están en la cárcel y los otros, muertos, ninguno de ellos terminó el trabajo que les encargué —protestó—. No pienso pagar un euro más.

—Debería hacerlo, es lo justo —dijo Namik.

Zoran observaba el desarrollo de la escena.

—¡Pues no pienso hacerlo! —bramó Natán—. Y si no os interesa el trabajo, devolvedme el dinero, que ya buscaré a otros que me lo hagan.

—Esa no es una buena idea —repuso Namik con absoluta calma.

—¿Ah, no? ¿Tienes otra mejor?

—Sí.

Zoran y Namik se pusieron de pie a la vez. Natán miró horrorizado el siniestro gris oscuro de los silenciadores de dos pistolas.