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Las luces del atardecer levantaban reflejos dorados en las aguas del puerto de Salónica. La gente caminaba por el paseo marítimo, se detenía en los improvisados mercadillos y llenaba los cafés, los restaurantes y las terrazas instaladas en las aceras del paseo y en las calles aledañas. De vez en cuando, el aire se agitaba con las notas graves de la sirena de algún barco que enfilaba la bocana del puerto para buscar mar abierto o anunciaba la llegada al muelle de atraque.

Spyros y Andreas, confundidos entre la gente como dos paseantes más, caminaban sin prisas enfrascados en la conversación que mantenían. El mensaje de Andreas que Spyros había recibido esa misma mañana era bastante claro: «Reúnete conmigo». No había necesidad de más, Spyros ya sabía dónde y cuándo tenía que verse con su compañero del EYP, el Servicio Nacional de Inteligencia griego. Sin duda, lo que Andreas tenía que decirle era importante.

Desde que regresaron de España no habían tenido ningún percance, pero Spyros sabía que el peligro seguía acechándolos. Los esbirros de Natán y los Siervos del Tabernáculo continuarían intentando arrebatarles el tesoro y eso los obligaba a mantenerse en constante alerta.

Había llegado el momento de empezar a cortar alas y el primero iba a ser Natán, con el que, además, tenía una cuenta personal pendiente que pensaba cobrarse. Por eso no se había demorado en acudir a la cita. Andreas lo había llamado para informarlo acerca del paradero del anticuario.

—Está en Atenas —le estaba diciendo—. Tiene un apartamento en Kolonaki, en la calle Skoufá…

—Vaya, no vive mal el muy cabrón.

—Sí, pero no es ahí donde lo vas a encontrar. Algo debe de temer cuando se ha buscado un escondite más alejado, en la calle Mezonos, cerca de la estación de tren de Larissi. Nos costó encontrarlo, pero dimos con él y lo tenemos vigilado. No da un paso sin que sepamos adónde va, incluso cuando se mueve dentro de su casa.

—¿Habéis colocado micrófonos?

—En todas partes. Y hemos descubierto que es un obseso sexual, un auténtico enfermo. Todos los días recurre a los servicios de una prostituta. Siempre pide las más jóvenes. Hace poco lo vieron entrar en la casa acompañado de una chica que no era más que una niña. El muy bastardo… Uno de los muchachos estuvo a punto de lanzarse sobre él con la intención de darle unas cuantas hostias, pero se contuvo… De verdad, Spyros, ese tipejo es de lo más indeseable que he conocido… —Andreas se detuvo y miró de frente a Spyros—. Sé que no te va a gustar lo que te voy a decir, pero tienes derecho a saberlo… Esa… sanguijuela llama siempre por el mismo nombre a todas las chicas que lleva a su casa.

El rostro de Spyros se puso tenso porque imaginaba de qué nombre se trataba.

—¿Cuál es? —preguntó, procurando aparentar tranquilidad.

—Sara —respondió Andreas.

Se hizo un repentino e intenso silencio entre los dos amigos. Spyros apretó los puños y dirigió la mirada hacia los barcos atracados en las dársenas del puerto. En ese momento, uno de ellos hizo sonar la sirena, pero Spyros no llegó a oírla porque en su cabeza solo había lugar para el nombre de Sara, la persona que él más quería, un nombre que Natán Zudit mancillaba cada día.

Spyros se juró que le iba a hacer pagar muy caro haberse cruzado en su camino.

Reemprendieron el paseo interrumpido.

—Ha cambiado de aspecto —comentó Andreas.

—¿Qué ha hecho?

—Se toca con un sombrero negro, viste una levita también negra con camisa blanca abotonada en el cuello y se ha colocado una barba postiza y una peluca con tirabuzones que le cuelgan junto a las orejas.

—¿Eso ha hecho esa babosa, disfrazarse de judío ortodoxo?

—Eso es precisamente lo que ha hecho. Da gusto verlo —bromeó Andreas para tratar de rebajar la tensión que asomaba al rostro de Spyros.

—Pues por muy ortodoxo que se haya vuelto me voy a dar el gusto de patearle el culo antes de darle una paliza que no va a olvidar en lo que le quede de vida. Lo que ese hijo de puta mandó que le hicieran a Sara lo va a pagar con creces. Y lo que le sigue haciendo… —añadió, sin llegar a terminar la frase. Lo que acababa de contarle Andreas continuaba martilleándole el cerebro.

—Ve con cuidado —le aconsejó Andreas—. Tal vez sea mejor que lo hagan otros. Algunos de los muchachos podrían encargarse de darle a ese indeseable su merecido. Si quieres, puedo hacerlo yo mismo.

—No, Andreas, eso tengo que hacerlo yo. También Yorgos quiere cobrarse su parte, pero no lo voy a dejar. Este es un asunto entre Natán y yo.

—Pues procura que no se te vaya la mano. Hay que dejarle algo a la policía.

—Descuida, procuraré contenerme.

—¿Cuándo vas a ir? Es para avisar a los muchachos.

—Mañana, en el primer vuelo.

—Vale.

—¿Qué tal una copa? —ofreció Spyros.

—Nos vendrá bien —aceptó Andreas.

—Andreas… Gracias.

Andreas se giró hacia él y lo palmeó afectuosamente en un brazo; luego se encaminaron hacia una de las terrazas.

* * *

Spyros dejó a un lado el ejemplar de Aggelioforos, el periódico salonicense que estaba leyendo, y comenzó a mirar por la ventanilla del avión de la Olympic Airlines que lo llevaba a Atenas. A lo lejos, frente a la costa oriental del mar Egeo, se divisaba ya la montañosa isla costera de Eubea, la antigua Negroponte, con el monte Dhirfis, el punto más alto de la isla. Al noroeste de Eubea se distinguía el archipiélago de las Espóradas septentrionales, en el que destacaban Skiatos, Skópelos, Alónnissos y Skiros entre las más de ochenta islas e islotes que lo forman. Desde allá arriba, a varios miles de metros de altitud, la vista era sorprendente.

Cuarenta minutos de vuelo desde Salónica eran lo que lo separaba de Natán Zudit y ese tiempo tocaba a su fin; dentro de poco estaría en Atenas con un único propósito: ir a su encuentro para ajustar cuentas con él por todo lo que les había hecho; en especial, a Sara.

Natán Zudit había traspasado la línea roja y ya nada podría evitar que lo pagase.

Había tenido que ponerse serio con Yorgos, empeñado en acompañarlo. Entendía su enfado y el deseo de dejarle claro a Natán que también un profesor universitario es capaz de partirle la cara a un indeseable, pero no podía permitírselo. La reacción de Natán podía ser impredecible, tal vez la del cobarde acorralado con una pistola en la mano. Por eso le dejó muy claro que ese era un asunto suyo, exclusivamente suyo, de Spyros Apostolidis, y a nadie más, ni siquiera a Yorgos, le iba a permitir que interfiriera en su camino. Sabía que esta decisión dejaría en Yorgos un regusto amargo y un sentimiento de frustración, pero era preferible eso a tener que lamentar un mal mayor. Recordó la tensa conversación que mantuvo con él.

—¿Qué te ocurre, Spyros? ¿Piensas que porque soy un simple profesor voy a salir corriendo? —le había dicho con amargura—. Yo me crie en las calles y allí aprendí muchas cosas, posiblemente más de las que sabes tú, y tengo todo el derecho a ir en busca de ese hijo de puta.

—Nunca te he dicho que seas un cobarde, Yorgos, ni lo he dicho ni lo he pensado, y no eres un simple profesor y tú lo sabes. Nadie te niega el derecho que invocas, pero te repito que este es un asunto mío, por muchas razones, pero sobre todo por una que también te afecta a ti. Sara solo nos tiene a ti y a mí; si acaso nos ocurriera algo a los dos, ¿qué pasaría con ella? ¿Te imaginas lo que sería dejarla a merced de Natán? ¿Has pensado en esto, Yorgos? Pues convendría que lo hicieras…

—¿Y las otras razones?

—Esas no vienen al caso.

Dentro de unos minutos el avión tomaría pista en el aeropuerto internacional Eleftheris Venizelos.

* * *

Oculto en el hueco de la escalera y al amparo de la semipenumbra del vestíbulo, Spyros aguardaba la llegada de Natán Zudit. Se había colocado un sombrero para disimular el rostro y llevaba las manos embutidas en guantes de cuero negro. Si la información que le habían proporcionado sus colegas era exacta, la presa debería llegar en unos quince o veinte minutos, así que se relajó y se dispuso a esperar.

Al poco oyó que alguien abría la puerta de entrada. Miró con cuidado para no delatar su presencia y comprobó que se trataba de Natán. Lo tenía a solo unos metros. Aguardó hasta que hubo cerrado la puerta de la calle y se disponía a abrir la del ascensor. En ese momento, Spyros salió del escondite, se colocó detrás de Natán y antes de que este tuviese tiempo de reaccionar le puso la punta de una pistola en los riñones.

—Una sola palabra o el menor intento de volverte y te pego un par de tiros aquí mismo. La pistola lleva silenciador, así que nadie se iba a enterar. Entra.

El ascensor se detuvo en la última planta, en el ático, en el que la única puerta era la del domicilio de Natán. «Perfecto», pensó Spyros.

—Abre la puerta —lo apremió—. Cuidado con hacer nada raro.

Natán, que permanecía en un completo mutismo, trató de introducir un par de veces la llave en la cerradura, pero el temblor de manos le impedía hacerlo. Por fin, al tercer intento, lo consiguió. Spyros lo empujó, entró tras él y cerró tras de sí.

—Siéntate —le ordenó— y que no se te ocurra volverte.

Le quitó el sombrero y le arrancó la peluca, la barba y los peyot, los tirabuzones que se dejan crecer los judíos ortodoxos.

—Vaya, vaya, ¿a quién tenemos aquí? ¡Pero si es el rastrero de Natán Zudit, el pederasta, el asesino, el traficante de diamantes de sangre, la rata más sarnosa de toda Grecia, el que ha cometido la equivocación de cruzarse en el camino de mi hermana Sara… y en el mío!

Al oír el nombre de Sara, Natán se estremeció.

—Sí, puerco, Sara Misdriel, mi hermana. Ahora ya sabes quién soy, así que puedes volverte. Quiero que me veas la cara antes de que destroce la tuya. ¡Vuélvete! —lo conminó Spyros en voz baja pero con un tono que no dejaba lugar a réplica. Natán se volvió poco a poco. Tenía el rostro congestionado por el miedo. Conocía a Spyros—. No parece que te alegres de verme. ¿Qué creías, que te ibas a ir de rositas después de lo que mandaste que le hicieran a Sara y de hacernos seguir por medio mundo para intentar matarnos? Pues si lo creías, estabas muy equivocado.

—¡Yo no le he hecho nada a Sara! —se defendió Natán, con la voz tan temblorosa como el resto del cuerpo.

—¡Cállate y no pronuncies su nombre porque lo llenas de mierda! —le gritó Spyros.

Amartilló la pistola y apretó con brusquedad el cañón contra la frente de Natán, que comenzó a temblar con más fuerza aún cuando sintió sobre sí el frío del metal del arma.

—Ahora ya no eres tan valiente, ¿verdad?, ni esto te gusta tanto como mandar a bichejos como el Camaleón a que golpearan, robaran y manosearan a mi hermana, ni como ordenar que lo mataran después, del mismo modo que mandaste matar al pobre Vasilios Stefanis. No, esto ya no te gusta, se te ve en la cara de miedo que tienes. ¿Te vas a mear encima como te measte cuando Vasilios se enfrentó a ti? ¿O ya no te quedan fuerzas ni para eso? Eres muy valiente con los que crees que son más débiles que tú, pero esta vez te has equivocado y lo vas a pagar muy caro.

Spyros oprimió aún más el arma.

—¡No me mates, por favor, no me mates, te daré lo que quieras, te lo daré todo, me iré de aquí para siempre, pero no me mates! —le pidió Natán con voz suplicante. Spyros lo contemplaba con la mirada fría. Natán rompió a llorar—. Te daré todo lo que tengo —insistió, lloroso—, mi fortuna, mis negocios, todo, pero no me mates.

Spyros permanecía insensible a las súplicas de Natán.

—Ponte de pie —le ordenó sin apartar de la frente la pistola, que seguía amartillada—. Te voy a permitir que, al menos por una vez en tu asquerosa vida, te enfrentes a tu destino como un hombre.

Natán comenzó a levantarse lentamente sin dejar de mirar el cañón del arma apoyado en su frente. Cuando casi se había levantado, se dejó caer y se postró suplicante a los pies de Spyros, que lo miró con desprecio.

—Muy bien, te he dado la oportunidad de que muestres un mínimo de dignidad, pero si no quieres, me da igual mandarte al otro barrio de rodillas o de pie. Tú te lo has buscado.

Spyros sujetó con fuerza la culata de la pistola al tiempo que apretaba el gatillo con decisión.